Artículo de Investigación
De la muerte del arte a su dispersión1
From the death of art to its dispersion
De la muerte del arte a su dispersión1
Cuestiones de Filosofía, vol. 9, núm. 32, pp. 17-35, 2023
Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (UPTC)
Recepción: 30 Junio 2021
Recibido del documento revisado: 09 Abril 2022
Aprobación: 29 Abril 2022
Resumen: Desde que Hegel declarara el arte como "cosa del pasado", diversas posturas han discutido sus posibilidades de existencia y ocaso, mientras el arte mismo se ha visto en la incomodidad de la indefinición de sus condiciones ontológicas y de sus espacios de circulación. Esa indefinición, no obstante, permitió que ciertas operaciones y modos de hacer artísticos se desplazaran hacia escenarios abiertos y no institucionales. Una vez trazada una ruta hermenéutica desde la estética hegeliana hasta la actualidad, a partir de modelos de análisis como los Estudios visuales, la teoría de Boris Groys o Nicolas Bourriaud, o el sistema modal de Jordi Claramonte, es posible pensar las condiciones de posibilidad actuales del arte en la medida de sus entrecruzamientos y del desplazamiento de su objeto desde la creación hacia la circulación. Sin que haya desaparecido la plataforma de legitimación institucional, las variaciones en las que se despliegan los códigos artísticos en la cultura visual contemporánea desestiman la posibilidad de reclamarse como obras de arte, y se limitan a hacer un uso táctico de formas de relación y producción. De ahí que la demarcación de los escenarios de supervivencia del arte pueda resumirse en el traslado de la categoría arte, como sustantivo, hacia la movilidad versátil del adjetivo artístico.
Palabras clave: Estética, teoría del arte, historia del arte, arte contemporáneo.
Abstract: Since Hegel declared art as a "thing of the past", different perspectives have discussed its possibilities of existence and its dawn, while art itself has been put in the uncomfortable position of having its ontological conditions and spaces of circulation completely undefined. However, this lack of definition has allowed certain operations and ways of art-making to move towards more open, non-institutional spaces. Once a hermeneutical route has been traced from hegelian aesthetics to the present, from analysis models like Visual Studies, Boris Groys or Nicolas Bourriaud's theories, or Jordi Claramonte's modal system, it is possible to think about the conditions of possibility of art today as a measure of its connections and the displacement of its object from creation to circulation. Even without the disappearance of a platform of institutional legitimation, the variations in which artistic codes are displayed in contemporary visual culture reject the possibility of claiming to be works of art, and limit themselves to make a tactical use of ways of relationship and production. Hence the fact that the demarcation of the scenarios of art's survival can be summed up as a transfer of the category art from noun towards the versatile mobility of artistic adjective.
Keywords: Aesthetics, art theory, history of art, contemporary art.
Del carácter pretérito del arte
En sus Lecciones de estética impartidas en 1826, Hegel (2006) discute dos dificultades que se opondrían a la enunciación de una filosofía del arte. La primera tiene que ver con la multiplicidad de lo bello: lo problemático de pensar la belleza como esfera independiente de la historia y de la cultura, en tanto no es posible que aquella se constituya como totalidad universal y atemporal. La belleza, al contrario, es una categoría relativa que en función del tiempo y del espacio se asigna a diversos objetos, pero sólo de manera provisional. Para responder a esta dificultad, Hegel se opone a una estética anterior en cuya manera de proceder, a partir de lo singular, se infieren conceptos generales sobre el arte y la belleza. Para él debe ser lo general, y no lo singular, la base para la reflexión estética. La idea de lo bello, de esta manera, no estará inferida de los objetos, sino que se tendrá que considerar 'en' y 'para' sí misma. De ahí justamente que se hable de lo bello, y ya no de las cosas bellas. Lo que procede entonces es una operación deductiva, en la que a las formas de lo bello, que son, como dijimos, múltiples, se llega singularizando esa idea general de lo bello2.
La segunda dificultad se desprende de la premisa de que lo bello no sería objeto de la filosofía al carecer de concepto. El argumento construido por Hegel para refutar este enunciado se sustenta en que para él la obra de arte es una creación del Espíritu. Así, está más cercana al hombre que los objetos provenientes de la naturaleza, y por consiguiente tiene conciencia de sí, es un pensamiento de sí misma y, en tanto que pensamiento, deviene concepto no sólo en la posibilidad de autorreflexión, sino también en la exteriorización. Es decir, que pueda pensarse la obra a sí misma como fenómeno espiritual, significa que puede además comunicarse, constituirse como realidad histórica.
Esa "determinación suprema del arte" (p. 61) en tanto capacidad de proveer una autoconciencia de la historia, se agotó, según Hegel, en el arte clásico. Ya en el preludio del siglo XIX el arte es, para el filósofo, cosa del pasado: ha ingresado en la representación, ha caído en la reverencia moderna por la utilidad y el interés. La contemplación pura, que organizaba intuitivamente un ethos histórico y colectivo en la encarnación de dioses y héroes, ha dejado de tener sentido tras la instauración del Estado moderno. Éste ha desplazado los principios generales desde la vitalidad de la sensación hacia las leyes de la ciencia, donde reside ahora el Espíritu. Es por esto que para Hegel la relación de la Modernidad con el arte no es ya una relación de contemplación sino de reflexión:
Al no ser ya este tipo de vitalidad el predominante y, por tanto, no poder alcanzarse ya la satisfacción de nuestro ánimo en objetos que nos representen esa vitalidad, puede decirse que el punto de vista de aquella cultura donde el arte alcanza un interés esencial, ya no es el nuestro (...) Por ello, nuestros intereses se depositan más en la esfera de la representación, y el modo y manera de satisfacer los intereses exige más bien reflexión, abstracción, abstractas representaciones generales como tales. Con esto, la posición del arte en la vitalidad de la vida ya no es tan elevada; la representación, la reflexión o el pensamiento son lo predominante, y por ello nuestra época está incitada primordialmente a las reflexiones y el pensamiento sobre el arte (p. 63).
A pesar de su tonalidad nostálgica, Hegel no clausura la producción de obras de arte, sino que dilucida la transformación de su lugar y de la forma en que la Modernidad lo mira, ahora con la mediación del pensamiento filosófico. El paso a la representación implica una ruptura del régimen de identificación clásico que no desligaba la obra de arte de la organización divina y social. Las obras del presente de Hegel pierden ese vínculo, y por tanto ya no comportan un índice de lo bello, sino que vuelven a circunscribir su territorio de enunciación alrededor de lo que pueda decirse de su propia singularidad: "El arte [para Hegel] tiene su después en la filosofía como tuvo su antes en la naturaleza" (Rebok, 2007, p. 59).
No obstante, esa sustitución del arte por la filosofía que pronosticara Hegel no terminó ocurriendo. Antes bien, luego de aquella conjugación el arte se levantó de otra manera, usurpando la pretensión de la filosofía de representar el Absoluto. La modernidad terminaría encarnando esa aspiración en la medida de su búsqueda de lo Sublime, es decir, en tanto fija su realización en el desbordamiento de su propia frontera ontológica (Jameson, 2002, p. 91). Cuando el arte en el XIX ha alcanzado su finalidad al referenciarse a sí mismo, ha perdido sentido histórico, pero ha ganado potencialidad: "En cualquier caso -escribe Óscar Cubo-, en la medida en que al arte le está asignada todavía esa tarea, lo que tendría que seguir poniendo en discusión es su propio estatuto y condición, puesto que tras el fin del arte lo que resta al arte no es crear de nuevo obras de arte, sino seguir tematizando por medios artísticos qué sea propiamente el arte" (2010, p. 17).
Eso no implica, como dijimos, la defunción de la producción artística, sino un traslado del estatuto histórico de aquella, que en adelante no se identificará como obra de arte absoluta, sino como un eslabón referencial en la demarcación de su campo social y discursivo. El artista ya no se funde en el diálogo entre la sociedad y la religión, sino que se ve impelido a abrirse un lugar de enunciación en el cual el significante se extravía del referente anterior y se significa a sí mismo:
El artista del siglo XIX no está en una comunidad, sino que se crea su propia comunidad con todo el pluralismo que corresponde a la situación y con todas las exageradas expectativas que necesariamente se generan cuando se tienen que combinar la admisión del pluralismo con la pretensión de que la forma y el mensaje de la creación propia son los únicos verdaderos (Gadamer, 1991, p. 17).
Modernidad, ¿muerte del arte?
La idea del carácter pretérito del arte siguió rondando el pensamiento filosófico en el XIX, y se replanteó bajo múltiples matices en el XX, algunas veces leído como "muerte del arte", a pesar de que no fuera esa la expresión utilizada por Hegel. Es así como en La transfiguración del lugar común de 1981, Arthur Danto (2002) se atrevería a anunciar el fin del arte a partir de la aparición de las Brillo Box de Andy Warhol. Con ese acontecimiento a mediados de los sesenta, para Danto no sólo se habían derrumbado los discursos legitimadores del arte, sino que los nuevos medios y procedimientos utilizados por los artistas habían vuelto indiferenciables las obras de arte de los objetos corrientes, lo que configuraba un panorama aparentemente caótico: cualquier cosa podía ser una obra de arte, nada más cumpliera la simple condición de remitir a algo o tener un contenido, cualquiera que fuere. La salida que encontró Danto para eludir el funeral del arte fue recurrir a las instituciones discursivas (museos, críticos, curadores, galerías) para legitimar esos objetos tan ordinarios como obras de arte. Por supuesto, sólo algunos de ellos serían aceptados: los que comportaran -y esto lo determinarían las instituciones-un significado especial, cuyas condiciones de lectura estuvieran dadas por un momento específico de la Historia del arte. George Dickie, desde un lugar parecido, consideró que sólo podrían ser consideradas obras de arte aquellos artefactos (esto es, objetos fabricados por el hombre) que permitieran una apreciación por parte de expertos del mundo del arte, cuyo juicio no tendría que ver con cualidades estéticas sino con la finalidad de los objetos, es decir, su disposición para ser arte (Castro, 2013).
En 1983 apareció The end of the History of Art?, en el que Hans Belting se preguntaba si se había agotado lo que hasta entonces se entendía como Historia del Arte. Influido por la declaración de la caída de los metarrelatos emitida por Lyotard, Belting creía que el arte, sobre todo desde los años setenta, había cortado el lazo con su propia historia, y no sólo con las obras que le precedían, sino también con la disciplina que las organizaba dentro de un "sistema". Los artistas, decía Belting, se negaban a adscribirse en una Historia universal y progresiva. Habían perdido la fe en lo nuevo, prometido por las vanguardias, y en el proyecto totalizador de la Modernidad.
Eso no significaba, sin embargo, que desapareciera la Historia del arte ni la relación de aquella con la producción misma de objetos artísticos. Por el contrario, habiéndose cortado ese lazo, se establecía al mismo tiempo una relación de otro orden. Si antes al historiador lo antecedía la obra de arte, ahora el artista se unía a aquel para repensar no sólo la función y la necesidad ontológica del arte, sino también la misma autonomía que Hegel había enunciado como su nueva condición de posibilidad. Esa relación contemporánea con la Historia es de confrontación y desencuentro. Los artistas, señalaba Belting, ya no estudiaban con respeto las obras maestras del Louvre, sino que discutían el relato historiográfico que la humanidad depositaba en ellas:
Los intereses antropológicos prevalecen sobre intereses exclusivamente estéticos. El viejo antagonismo entre el arte y la vida se ha difuminado, precisamente porque ha perdido sus seguras fronteras frente a otros medios visuales y lingüísticos, y se le ha empezado a entender como uno de los varios sistemas de explicación y representación del mundo. Todo esto abre nuevas posibilidades, pero también nuevos problemas para una disciplina que siempre ha tenido que legitimar el aislamiento de su objeto -arte- de otros dominios del conocimiento y la interpretación (Belting, 1987, p. 11)3.
Separada de la búsqueda de la belleza, y volcada hacia la cultura, la obra de arte contemporánea ya no tenía la función de contener la Historia como en el periodo clásico, ni de agotarse en la autorreflexión estética, sino que se perfilaba como herramienta de investigación antropológica. En ningún caso extinta, la práctica artística se refundaba en un espacio transdisciplinar, como modo de suscitar relaciones indiferenciables de cualquier otra práctica cultural.
Del arte hacia lo artístico
Cada una de las muertes, como habremos notado, ha sido al tiempo la enunciación de una subsistencia bajo otro marco de posibilidades, como si fuese en la agonía donde el arte encontrara su reafirmación, en la negación de su función pasada. El ocaso de la autonomía del arte desprendido del Absoluto en Hegel da paso, en Danto, a la hegemonía de la crítica o, en Belting, al arte como herramienta antropológica.
Bajo esa luz es necesario volvernos a preguntar por el estado de los signos vitales del arte en nuestro mundo contemporáneo. La sucesión de cada uno de esos momentos agónicos mencionados reveló un desacoplamiento con el régimen de identificación social que le sobrevivió. Desde el pop, pero incluso desde Duchamp, el ingreso del arte en el hermético mecanismo de legitimación institucional lo volvió indiscernible o insípido para quienes, por fuera de ese circuito instruido, permanecían en la expectativa de lo histórico o en la de lo bello. Ese desacoplamiento no parece haberse resuelto en nuestros días y, no obstante, la realidad de la producción y exhibición de arte en la actualidad está lejos de ir en declive. Impresionantes movimientos mediáticos dan cuenta de récords en visitas a museos, de un mercado protagonista en el sistema financiero internacional, de una sobreproducción de ferias, y de un nicho pop de memorabilia que alcanza los escenarios del cine y del turismo.
Una lectura fundamentalista de esa supervivencia de lo artístico en nuestros días podría exponer que aquello ha tenido lugar en la medida en que el arte ha sacrificado (ante la imposibilidad de mantenerlos) sus objetos histórico y estético para entregarse al espectáculo del capitalismo de consumo. Pero entregarse no en forma de obra autorreferenciada, sino de experiencia exteriorizada. Así, los espectadores, ahora consumidores, no demandarían identificación, ni experiencia, ni entendimiento, sino un flujo de relaciones interpersonales y el ingreso a circuitos de reconocimiento y ascenso social. Todo aquello a partir de la obra, con ella como subterfugio; no en ella misma.
Pero bajo otra mirada pudiéramos decir que la supervivencia de lo artístico radica en su capacidad para dispersarse bajo otras formas, por fuera de los márgenes que en uno u otro momento han visto emerger sus crisis. Como mecanismo de protección ante la fragilidad institucional, el arte ha dejado escapar de sí una serie de prácticas, formas de hacer, saberes y estrategias hacia el mundo expandido y plural de la cultura. Este último, a su turno, ha visto la oportunidad de apropiarse de aquellos valores ante la vulnerabilidad provocada por las crisis. En esa dispersión hacia la moda, el diseño, las prácticas de internet o la acción directa, el arte encuentra sus más interesantes posibilidades de supervivencia en la actualidad. Paradójicamente, no como arte en el sentido autónomo e institucional, sino como circunstancia que prescinde de esa categoría, pero que se enuncia a partir de códigos u operaciones artísticas. La clave del registro de dichas manifestaciones reposa, pues, en la adjetivación modulada del sustantivo arte. Ante la invariabilidad del sustantivo, lo artístico se presenta como posibilidad de devenir. Lo artístico prescinde de la cerrazón ontológica del objeto, y se despliega como una de múltiples variaciones o estados posibles del mismo. Nicolas Bourriaud define lo artístico, en ese sentido, como "toda actividad de formación y transformación de la cultura" (2009, p. 189). Esto es, un desplazamiento y posterior intersección desde el arte hacia el campo de lo no-arte.
Desde esta perspectiva, podemos pensar la idea de la dispersión como un proceso que tiene lugar bajo la superficie, y que se manifiesta como un estado global del desarrollo creativo en el que los objetos, las prácticas y los discursos se configuran a la manera de enunciados artísticos, aun cuando circulen en espacios marginales al mundo del arte. La dispersión funciona bajo una forma radicante, a la manera en que lo entiende Bourriaud: "(...) [un] término que designa un organismo que hace crecer sus raíces a medida que avanza. Ser radicante: poner en escena, poner en marcha las propias raíces en contextos y formatos heterogéneos" (p. 22).
A diferencia de lo que plantearan Danto y Dickie, en este proceso no hace falta la validación a través del discurso institucional. Por el contrario, estas manifestaciones producen significación sólo en la medida en que se mantienen por fuera de los circuitos artísticos. De hecho, eso que hemos considerado artístico solamente opera en el reverso de las formas enunciadas, pero no como finalidad. Éstas se mantienen desinteresadas en adquirir el estatuto de obra de arte (o al menos sólo hasta antes de adquirirlo pueden ejercer esa transformación en la cultura).
Justamente las nociones del arte autorreferencial y del marginal corren el riesgo de encarrilarse en una cinta de Moebius, una vez que las instituciones engullen las prácticas dispersas y las reincorporan a las narrativas oficiales, manteniéndolas con cierta apariencia de emancipación. Si el arte ha sobrevivido inoculado en universos periféricos, sus instituciones han sobrevivido retrotrayendo la diáspora a sus dominios. Así, el museo o la galería exhiben y comercializan vestuario, grafiti, gastronomía o diseño industrial, accediendo a legitimarlos para ganar visibilidad en los nuevos circuitos de consumo. Por su parte, una vez ingresadas en el sistema institucional, las prácticas han conseguido prestigio, pero han sacrificado espontaneidad, y habrán dejado de responder al diálogo que sostenían con unos actores libres.
En este punto vale la pena volver a la investigación de Michel de Certeau (2000), a partir de prácticas cotidianas ejercidas por actores no artísticos que se valen de elementos y dispositivos artísticos para reivindicar, transformar y resemantizar su entorno social y político. Estas prácticas, alrededor de procesos de aculturación o de movilización colectiva, permanecen radicalmente por fuera de las instituciones de arte, y aun de su contracara anti-institucional. Allí no hay ni siquiera una conciencia remota del arte canónico ni del de vanguardia, y no sólo es inexistente la aspiración a ingresar a los circuitos artísticos, sino también la deliberación estratégica de mantenerse afuera. Lo que hay es un mero uso circunstancial y oportunista.
A diferencia de Hegel, para Certeau es en la utilidad donde en efecto se hace posible la función de lo artístico en la Modernidad. En estas formas vestimentarias, religiosas o artesanales que designa como escamoteo, en las que el actor cotidiano desvía modestamente el ordenamiento de objetos y lugares, y encuentra una alternativa de expresión y resistencia, Certeau ve el espacio de intervención de la cultura en reemplazo de la institución artística. Estos actores se valen de tácticas que apelan más a la circunstancia que a la apropiación a largo plazo de espacios y significados. Se trata de poner en uso un inventario de modos de hacer en una situación concreta, generalmente de manera colectiva. Para Certeau, el procedimiento es evidente, por ejemplo, en el gesto de las operarias de una fábrica de confección que más o menos clandestinamente elaboran manualidades con los excedentes de materias primas, desviando la cadena industrial hacia una expresión artesanal, o en el de una familia inmigrante que profesa una religión foránea, y que erige un pequeño y secreto altar dentro de su casa, mientras afuera mantiene las apariencias del lugar de exilio. Es en el contrauso, o uso táctico, donde para Certeau lo artístico se manifiesta como una posibilidad de los objetos y las acciones.
El autor establece una distinción entre estrategias y tácticas. Las primeras, más propias del campo institucional, corresponden a:
(...) [el] cálculo (o a la manipulación) de las relaciones de fuerzas que se hace posible desde que un sujeto de voluntad y de poder (una empresa, un ejército, una ciudad, una institución científica) resulta aislable. La estrategia postula un lugar susceptible de ser circunscrito como algo propio y de ser la base donde administrar las relaciones con una exterioridad de metas o de amenazas (2000, p. 42).
Las tácticas, por otro lado, se refieren:
(…) a la acción calculada que determina la ausencia de un lugar propio. Por tanto, ninguna delimitación de la exterioridad le proporciona una condición de autonomía. La táctica no tiene más lugar que el del otro. Además, debe actuar con el terreno que le impone y organiza la ley de una fuerza extraña (...) No cuenta pues con la posibilidad de darse un proyecto global ni de totalizar al adversario en un espacio distinto, visible y capaz de hacerse objetivo. Obra poco a poco.
Aprovecha las "ocasiones" y depende de ellas, sin base donde acumular los beneficios, aumentar lo propio y prever las salidas (p. 43).
Lo artístico por fuera del arte depende más de la manipulación o el desvío de lenguajes, objetos, personas y trayectos. Un recurso que se asemeja al descrito por Althusser (2002) como 'materialismo aleatorio', construido a partir de la teoría del 'clinamen' de Lucrecio, en la que la desviación fortuita de los átomos en su trayectoria original hace que colisionen y den origen a los objetos. Este materialismo de la contingencia, del desvío, se opone a la tradición del materialismo (idealismo encubierto) de la "necesidad y la teleología" (Althusser, 2002, p. 32). Los átomos que no estaban predestinados a encontrarse toman consistencia tras el accidente, esto es, entablan conexiones y se adhieren en el curso; y entonces una pérdida se traduce en una potencia inusitada. Es en ese entrecruzamiento fortuito donde se actualiza la libertad como una puesta en juego de los átomos. Aquellos no redefinen una ruta futura ni olvidan la memoria de la que les antecedía, sino que la conjugan con la del átomo que se les cruza. Para ellos no hay nada más allá que el encuentro, que la imagen engendrada por aquel. Pero ésta puede también cristalizarse -volverse orden, ley o institución- una vez que la relación pierda dinamismo o alguna de sus partes se subordine a otra. Así se evaporaría la condición de libertad, y terminaría dando lugar forzoso a un nuevo choque, a un nuevo paradigma o a un nuevo modo de relación entre los mismos o entre otros elementos, si los anteriores han perdido por completo su capacidad identificatoria.
Las operaciones que llamamos artísticas, y que se circunscriben a escenarios no artísticos, establecerían una doble acción táctica: de lugar y de procedimiento. Por un lado, se valen de espacios de visibilidad externos (moda, espacio público, medios de comunicación) para introducir modos de hacer artísticos, pero desde el punto de vista opuesto, dichas prácticas, a partir de esos lugares que pudiéramos llamar seculares, expropian circunstancialmente esos procedimientos del mundo delimitado del arte. De esta manera, estos últimos subyacen intangibles, activos y en trayectoria constante.
Una de las características que diferencia a estos lugares seculares respecto a los circuitos tradicionales del arte, es la temporalidad acelerada de sus modelos y formas de representación. La misma noción de moda comporta una condición efímera, la acción directa depende de coyunturas sociales específicas, y la cultura del espectáculo y los medios masivos sobrevive a partir de una renovación incesante, si bien esto último -por causa de la doble acción que señalamos- ha empezado también a introducirse en las temporalidades de las instituciones artísticas. Pero la operación, el 'clinamen', el modo de relación, no se agotan en el objeto que los comporta, pues éste no constituye su condición ontológica, sino el mero mecanismo del que se valen para hacerse visibles. Por eso la lectura de este tipo de manifestaciones no puede desplegarse a partir de la actualidad de sus objetos, sino de las implicaciones que en determinado momento sus relaciones hayan puesto en juego. Es decir, si una pieza fue intervenida bajo una operación que consideramos artística, cuando la pieza pase de moda la operación no estará condenada al mismo destino, justamente porque la operación no es la pieza, sino que es una suerte de parásito que la activa en determinado momento, pero que se puede desplazar a nuevos lugares una vez la pieza haya agotado sus enunciados.
Nicolas Bourriaud (2009) aterriza el 'materialismo aleatorio' de Althusser a las posibilidades internas del arte. Bajo el concepto de 'interforma' sostiene que una obra artística es un registro de intersecciones entre objetos, una construcción de contextos a partir de diálogos. En oposición al determinismo de la Modernidad, a la idea de progreso, de origen y sentido, Bourriaud considera que lo artístico en la contemporaneidad se sustenta en el accidente y el encuentro. Se ha perdido la necesidad de la creación desde cero, de la atemporalidad del arte, de la perpetuación de las obras. Por el contrario, las posibilidades actuales de la creación reposan en la resemantización, remezcla y aparejamiento de objetos, tengan o no orígenes artísticos. El arte se presenta más bien como una "caja de herramientas" de la cual echar mano. Es decir que, en últimas, como sostiene Bourriaud, el concepto de creación es ya inoperante, pues cuando estamos ante el trabajo de los artistas contemporáneos nos encontramos en realidad frente a una "postproducción":
Un uso productivo de la cultura implica una práctica elemental del arranque de los objetos de su suelo originario -o sea, la desviación. Un elemento que se encuentra, por ejemplo, por el azar de una organización plástica, sumergido en un registro cultural incompatible o lejano, se ve entonces "desviado" de su uso implícito: desplazado (…) Organización de un encuentro entre dos o más objetos, la mezcla es un arte practicado bajo la lluvia cultural: un arte de la desviación, de la captación de los flujos y de su disposición por estructuras singulares (p. 181).
No son las formas las que enuncian, sino las interformas. Las primeras son unidireccionales, por lo tanto, estériles en el campo. Cuando se activa la interforma, es decir, el cruce de dos formas, el campo magnético es capaz de rebotar a las formas matrices y desviar sus corrientes semánticas. Estas formas son así capaces de generar nuevos encuentros y yuxtaponerse bajo tamices visuales distintos. Los objetos o las formas siguen siendo los mismos, pero lo artístico es lo que ocasiona que signifiquen distinto en la medida de sus relaciones. Cada una de éstas es autónoma y exterior al objeto a pesar de valerse de él. Los juegos de relación que provoca Warhol con las cajas Brillo se desvían casi ilimitadamente una vez la caja aparece en otros soportes y circuitos. Las fabricadas por el artista desplazan la materialidad e imponen el aura del fetiche y el mercado. Estos últimos se pierden si la caja está estampada en una camiseta, pero allí se traza otro tipo de ruta entre el arte, el consumo y la cultura. Una caja Brillo en el supermercado, si se mira desde un ángulo distinto al que pretende nada más comprarla y usarla, adquiere al mismo tiempo otras salidas. En cualquiera de estos casos la materialidad y la función de la 'forma', del referente, siguen siendo las mismas: cartón serigrafiado para contener esponjillas. El circunloquio semántico que desplaza la caja a todos estos ámbitos del arte, el mercado, el lujo, la moda, reposa únicamente sobre las relaciones a las que ha sido "desviada", mientras su lugar ontológico individual ha permanecido incólume.
Bourriaud incluye en la categoría de 'obras de arte' manifestaciones tan abiertas como el rap de los setenta o los readymades de Duchamp. Manifestaciones que él mismo denomina "monstruosas", en la medida en que están hechas a partir de esos vínculos y desviaciones de los que hemos dado cuenta. Y las define como obras de arte porque, de hecho, han "cuajado", han erigido un marco de acción más o menos sólido, y su perdurabilidad les ha permitido el reconocimiento de sus orígenes genéticos. Es decir, no bien han demostrado provenir del arte, o ser habitadas por algún código, técnica o procedimiento suyo, se les ha hecho dignas de legitimarse institucionalmente. No obstante, como ya hemos hecho notar, esa legitimación guarda el peligro del embalsamamiento, de la pérdida de espontaneidad y de capacidad para sostener el diálogo. Por el contrario, creemos que la monstruosidad interesa en la medida en que ha deshecho en el campo de la cultura la noción de obra de arte, pues lo que ha pasado no es un total volcamiento de la cultura en el arte ni del arte en la cultura, sino que algunos de los códigos del arte se han irrigado en la cultura y, por tanto, los productos de esa mezcla están activos sólo por cuenta de su monstruosidad, de su inaprehensibilidad, de su rechazo a la necesidad de definición.
Es desde allí donde Boris Groys plantea un giro en el que el arte se atomiza en la cultura en tanto el capitalismo postindustrial lo ha vuelto producto de consumo masivo y ha extraído sus formas a prácticas cotidianas contemporáneas que oscilan entre lo estético-performativo y lo utilitario, tal como lo previera Certeau, aunque con objetivos y escenarios radicalmente distintos:
Como la mayoría de la gente está muy informada sobre la producción artística, a través de bienales, trienales, Documentas y cobertura relacionada, ha empezado a usar los medios igual que los artistas. Los medios de comunicación contemporáneos y las redes sociales como Facebook, YouTube y Twitter ofrecen a la población global la posibilidad de presentar sus fotos, videos y textos de modos que no pueden distinguirse de una obra post-conceptual (...) A la vez, el "contenido" digital o los "productos" que millones de personas presentan cada día no tiene relación directa con sus cuerpos; está tan "alienado" como cualquier obra contemporánea y esto implica que puede ser fácilmente fragmentado y reutilizado en un contexto diferente. Y, en efecto, la reutilización a través del copy & paste es la práctica más estandarizada y extendida en Internet, un espacio donde incluso aquellos que no conocen o no aprecian las instalaciones artísticas contemporáneas, las perforrnances o los entornos utilizan las mismas formas de sampleo que aquellos cuyas prácticas estéticas se basan en esto (...) (Groys, 2014, p. 121).
La emergencia de los dispositivos interconectados ha instaurado en nuestro mundo una democracia de la producción. Esa producción, igual que la de las vanguardias artísticas, dice Groys, está hecha de "gestos débiles", signos que rehúyen la originalidad, la autoridad, la tradición, y que son resultado de la sensación de escasez de tiempo de la Modernidad. Esa relación con el tiempo anula la necesidad de lo durable, lo auténtico, lo visible, e invoca más bien la repetición y la reproducción. Son gestos que están más interesados en descubrir y encender que en inventar: enfrentan la ausencia de tiempo renunciando a éste para producirse. Son débiles en la medida en que pueden ser ejecutados aun sin tiempo. Este es el espacio de internet. Para Groys, las redes sociales solo son posibles a partir de las vanguardias y el arte conceptual de los setenta. Sin la cerrazón autoritaria de la creación clásica, del genio, de la profesionalización, el desplazamiento de las vanguardias al espacio cotidiano y democrático vino a verse reflejado en la cultura del post de Facebook, del tweet, de los memes y de los contenidos audiovisuales digitales.
En esa medida, como el código se ha esparcido, no hay diferencia entre las formas de proceder de las prácticas que se mantienen como obras de arte y aquellas otras que operan en la cotidianidad bruta y, en consecuencia, tampoco la hay entre los artistas y los espectadores. De hecho, sostiene Groys, es necesario ahora ser artista para ser espectador, pues hace falta integrar las formas de uso de los códigos para entablar significados con ellos. Es por esto por lo que el arte institucional ha insistido de un tiempo para acá en reapropiarse de los medios de circulación seculares como internet para producir y distribuir algunas de sus prácticas. De este modo se entiende cómo esas operaciones subyacentes, como ya insinuábamos, permanecen en desvío, retornan, intervienen espacios semánticos, recirculan y pueden relacionarse ad infinitum paralelamente a los objetos o lugares de los que hagan uso.
La disposición de los artistas y del arte en la cultura visual que habíamos ya enunciado en Belting, es el marco en el que surgen en la década de los noventa los 'Estudios visuales', de la mano de críticos como W. J. T. Mitchell, Keith Moxey o José Luis Brea. Era evidente el desbordamiento de los límites del objeto de la Estética y la Historia del arte, pero también era evidente la arbitrariedad con la que aquellas habían obrado en el pasado para circunscribir ese objeto y levantar los dogmas de sus campos. Una vez lo que entendíamos como arte se vio irremediablemente contaminado por los productos y medios seculares de la cultura visual -como la televisión o la publicidad-, se hizo necesario que el estudio de dicho objeto se ejecutara también desde allí, desde la periferia. En esas condiciones, sin la atadura de las viejas categorías que operaban intrínsecamente, el arte rápidamente se revelaba indiferenciable de las prácticas que lo rodeaban ahora en el extenso panorama de lo visual, por lo que se hacía injustificable seguirlo considerando aislado, como si se mantuviera conceptualmente aferrado a las barricadas que ya no lo acordonaban física ni socialmente:
(...) tan pronto como tales 'estudios culturales sobre lo artístico' se constituyen sobre bases críticas, se derrumba el muro infranqueable que en las disciplinas dogmáticamente asociadas a sus objetos separaba a los artísticos del resto de los objetos promotores de procesos de comunicación y producción de simbolicidad soportada en una circulación social de carácter predominantemente visual. De tal manera que dichos estudios críticos sobre lo artístico habrán de constituirse, simplemente, como 'estudios visuales' (Brea, 2005, p. 7).
Consecuente con la realidad heterogénea del medio visual, la intención de los 'Estudios visuales' al liberar la teoría del arte de las disciplinas herméticas que la habían monopolizado, no era la de crear una disciplina paralela o en reemplazo de aquellas, como se creyó apocalípticamente en un principio, sino, al contrario, reactivarlas bajo otros juegos de relación. Es así como los 'Estudios visuales' no constituyen un campo epistemológico, sino "una serie de intervenciones estratégicas dentro de disciplinas existentes" (Rampley, 2005, p. 57). Esas disciplinas existentes, específicamente la Estética y la Historia del arte, deberían entonces apartarse del absolutismo de sus categorías y trabajar desde la hibridación cultural del presente globalizado, porque lo cierto es que la producción de entrecruzamientos, de dispositivos visuales, de 'interformas', sigue copando los escenarios sociales y culturales, aun cuando a la teoría le falten kilómetros para seguirles el paso.
Como modelo analítico para ubicar en el terreno las manifestaciones cuyas formas de posibilidad hemos desplegado, resulta conveniente el sistema modal propuesto por Jordi Claramonte (2016) a partir de las estéticas de Hartmann y de Lukács. En esta propuesta el objeto se desplaza desde el enunciado hacia la forma de distribución estética, desde las poéticas hacia los modos de relación. Como hemos evidenciado que nuestro tiempo ha trasladado las estructuras y los modos de hacer artísticos desde unos circuitos bien definidos en el pasado, hacia un estadio de lo impredecible, sincrético y desbordado, ese desacoplamiento conduce además a una reconfiguración conceptual: la estática categoría 'arte' se ha dispersado como potencia que invoca el uso pero que no requiere definición categorial. Desde ese punto de partida, Claramonte propone las categorías estéticas de lo 'repertorial' y lo 'disposicional'. La primera comprende el modelo artístico académico, institucional. En torno suyo la efectividad depende del modo de lo 'necesario', esto es, de lo que es precedido ya por una ruta, por un espacio marcado, por unas prácticas definidas.
La categoría de lo 'disposicional', por su parte, dependerá del modo de lo 'posible', de eso con lo que podemos contar en el espacio abierto e inmediato; aquellas prácticas, técnicas, recursos estéticos de los que se puede disponer ya no por dentro de una trama circunscrita, sino ante lo inminente de las transformaciones sociales y culturales. El acierto de Claramonte está en reconocer que esa efectividad en el 'paisaje', en el espacio de la producción y las relaciones, no se asegura en la medida en que se aniquile la operación repertorial en favor de la disposición, sino en la conjugación de ambas. Es justamente eso lo que ocurre en los dispositivos visuales de la actualidad: una interactividad, la apropiación de unas operaciones y su traslado a otras formas de circulación. La cultura visual no prescinde del museo ni del artista institucional; al contrario, reconduce sus significados y sus formas de valor por escenarios marginales que trastocan sus expectativas contemplativas hacia lo utilitario. Lo que se 'dispone' estuvo antes operando desde el 'repertorio'. Ambas categorías se yuxtaponen y se necesitan, pues es propio de la primera carecer de contenido, y de la segunda carecer de movimiento.
Conclusiones
El recorrido hermenéutico que hemos realizado, y los distintos modelos conceptuales que hemos intentado compaginar en derredor de unos mismos objetos, componen un marco con el cual pensar infinidad de artefactos visuales, cuyo rasgo definitorio es la resistencia para circunscribirse en la validación institucional y en la adherencia a un espacio disciplinar aislado. La mixtura, la desviación, el reciclaje o la acción táctica serán tópicos desde los cuáles desplazar la consideración sobre lo artístico hacia los terrenos de despliegue, haciendo irrelevantes los viejos metarrelatos de la creación, la autoría y la unidireccionalidad discursiva, pensados únicamente desde el lugar de enunciación. Particularmente fructíferos para posibles análisis son algunos movimientos actuales, que desde el diseño de vestuario o de imagen audiovisual invocan la presencia de formas disposicionales de la pintura, la música, el cine o la arquitectura, así como ciertas formas de acción directa y activismo político que recurren a dispositivos visuales y modelos performáticos.
En un sentido inverso, es evidente que las artes institucionales han hecho uso también de circuitos y operaciones externas, y han incorporado objetos de reflexión en torno al consumo, las prácticas de internet o la acción directa. No obstante, nuestro recorrido no se adecúa a esa clase de prácticas por considerar que se siguen ejecutando desde la repertorialidad y desde el engranaje de la legitimación de los agentes discursivos del espacio museal, sin desconocer los poderosos movimientos de crítica intrainstitucional que se han ejercido en el circuito artístico durante décadas. Pero, en cualquier caso, lo que interesa en el trazado que hemos propuesto es esa clase de prácticas que permanecen espontáneas y marginales a las instituciones, y que hacen uso táctico desde la utilidad.
Contrario a las aspiraciones de autonomía de Hegel y de Danto, las posibilidades de supervivencia de lo artístico reposan hoy sobre el desmoronamiento de sus fronteras ontológicas. Ejerciendo las tácticas del camuflaje y de la adaptación al medio, el arte se constituye hoy como un módulo en la extensión heterogénea de la cultura visual. Su posibilidad de sentido ya no radica más en el confinamiento de la contemplación y en la jerarquización política de las entidades discursivas. Son el encuentro, la contaminación, el cruce y la contingencia los valores sobre los que ha de robustecerse ante los próximos diagnósticos de agonía.
Referencias
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Notas