DOSSIÊ – Quando o “Outro” é o Antropólogo
Cuerpos y Otredades en la Antropología como Práctica de Observación Corresponsal y la Etnografía como Escritura para Habitar
Bodies and Otherness in Anthropology as a Practice of Correspondent Observation and Ethnography as Writing to Dwell
Corpos e Alteridades na Antropologia como Prática de Observação Correspondente e Etnografia como Escrita para Habitar
Cuerpos y Otredades en la Antropología como Práctica de Observación Corresponsal y la Etnografía como Escritura para Habitar
Mediações - Revista de Ciências Sociais, vol. 27, núm. 3, e46458, 2022
Universidade Estadual de Londrina
Recepción: 12 Julio 2022
Recibido del documento revisado: 21 Septiembre 2022
Aprobación: 20 Diciembre 2022
Resumen: El texto sostiene que la idea generalizada de que la antropología tiene lugar en el encuentro con la otredad y que la etnografía como texto es su producto nace de la confusión entre antropología y etnografía, así como de la falta de atención a los cuerpos en cada una de ellas. El artículo muestra que al concebir a la antropología como una práctica de “observación corresponsal” (INGOLD, 2017) el problema de la otredad — condición existencial o resultado discursivo — no surge. Si bien podría pensarse que dicha cuestión reaparece en la escritura de la etnografía, recurriendo al propio proceso de investigación de la autora con ladrilleros e ingenieros electrónicos en México, de manera exploratoria se proponen cuatro condiciones en la escritura para que esto no ocurra: 1) visibilizar los cuerpos que escriben la etnografía, 2) reconocer que los cuerpos están involucrados en procesos de materialización similares, 3) reivindicar el cuerpo que lee la etnografía, y 4) avanzar de la etnografía-texto como objeto terminado a la etnografía como escritura para habitar. En última instancia, lo que se cuestiona es la creencia de que el cuerpo y la subjetividad del antropólogo y el etnógrafo están dados.
Palabras clave: Antropología, etnografía, otredad, cuerpo, escritura.
Abstract: The text argues that the widespread idea that anthropology takes place in the encounter with otherness and that ethnography as a text is its product stems from the confusion between anthropology and ethnography, as well as from the lack of attention to the bodies in each one of them. The article shows that when conceiving anthropology as a practice of “correspondent observation” (INGOLD, 2017) the problem of otherness — existential condition or discursive result — does not arise. Although it could be thought that this question reappears in the writing of the ethnography, resorting to the author's own research process with brickmakers and electronic engineers in Mexico, four conditions are proposed in the writing so that this does not happen: 1) to make visible the bodies that write ethnography, 2) to recognize that bodies are involved in similar materialization processes, 3) to vindicate the body that reads ethnography, and 4) to move from ethnography-text as a finished object to ethnography as writing to dwell. Ultimately, what is questioned is the belief that the body and the subjectivity of the anthropologist and the ethnographer are given.
Keywords: Anthropology, ethnography, otherness, body, writing.
Resumo: O texto argumenta que a ideia difundida de que a antropologia se dá no encontro com a alteridade e de que a etnografia como texto é seu produto decorre da confusão entre antropologia e etnografia, bem como da falta de atenção aos corpos em cada uma delas. O artigo mostra que ao conceber a antropologia como uma prática de “observação correspondente” (INGOLD, 2017) o problema da alteridade — condição existencial ou resultado discursivo — não se coloca. Embora se possa pensar que essa questão reaparece na escrita da etnografia, recorrendo ao processo de pesquisa do próprio autor com produtores de tijolos e engenheiros eletrônicos no México, quatro condições são propostas na escrita para que isso não aconteça: 1) tornar visível a corpos que escrevem etnografia, 2) reconhecem que os corpos estão envolvidos em processos de materialização semelhantes, 3) reivindicam o corpo que lê a etnografia e 4) passam da etnografia-texto como objeto acabado para a etnografia como escrita para habitar. Em última análise, o que se questiona é a crença de que o corpo e a subjetividade do antropólogo e do etnógrafo são dados.
Palavras-chave: Antropologia, etnografia, alteridade, corpo, escrita.
Introducción
Desde que la autoridad etnográfica en la antropología del siglo XX entró en crisis, la antropología y la etnografía se convirtieron en objeto de cuestionamiento y experimentación (sobre todo, la segunda). El quiebre de la autoridad etnográfica comenzó como una crítica del trabajo de campo y el colonialismo. Para los antropólogos y etnógrafos cada vez más fue necesario reconocer la asimetría y violencia epistémica, ontológica, étnica y demás que sustentaban sus prácticas. El replanteamiento de los marcos políticos, éticos, epistemológicos y ontológicos que posibilitan la antropología ha abordado principalmente la idea de que, como campo disciplinar, esta es esencialmente producto del encuentro con un “otro” y la etnografía su representación. Ese “otro” no solo es diferente del antropólogo y del etnógrafo, sino que, además, como ellos, suele concebirse como preexistente.
Precisamente, esta idea de otredad radical y dada marcó el inicio de mi investigación sobre los procesos de materialización y los materiales en los trabajos de ladrilleros e ingenieros electrónicos en México,2 y por un tiempo prevaleció como base de mi práctica antropológica. Sin embargo, la investigación, aunada a la pandemia del virus SARS-CoV-2 en 2020, produjo un efecto de reflexión que terminó por replantear mis ideas acerca de mi propio trabajo y cuerpo como antropóloga y etnógrafa. El trabajo de campo entre ladrilleros e ingenieros electrónicos me permitió conocer los procesos de materialización no solo de ladrillos, placas electrónicas y códigos fuente, sino también de los cuerpos de los ladrilleros e ingenieros electrónicos. A su vez, esto evidenció la importancia de repensar las implicaciones teóricas y metodológicas de la idea de otredad con la que comencé la investigación, así como de reflexionar sobre mi propio devenir como antropóloga y etnógrafa. Para hacerlo, el diálogo con la obra de Tim Ingold, principalmente, ha sido fundamental.
En ese sentido, el objetivo del artículo es cuestionar que los cuerpos de la antropología y la etnografía están dados de antemano y no más bien abiertos y en proceso de llegar a ser. Según sostengo, esta creencia nace de la confusión entre antropología y etnografía y, al mismo tiempo, permite que surja el problema de la otredad, pues el antropólogo y el etnógrafo suelen pensarse a sí mismos como previamente existentes y no como cuerpos expuestos a y de un mundo en constante cambio.
1 La Etnografía no es Antropología
Antes de abordar las otredades y los cuerpos en la antropología y la etnografía contemporáneas es necesario hacer una aclaración conceptual. Aquí, etnografía significa literalmente “escribir sobre las personas” (INGOLD, 2017, p. 146, énfasis del autor). Si bien actualmente es común usar términos como investigación, teoría o método etnográficos, la etnografía — de ethnos, pueblo y graphia, descripción (INGOLD, 2013) — es un texto, un documento escrito.
Por su parte, la antropología es “una práctica de educación” (INGOLD, 2017, p. 150, énfasis del autor) en el sentido original del término. “Derivado del latín educere (de ex: afuera y ducere: guiar), la educación era un asunto de guiar a los novatos al mundo de afuera, antes que, como comúnmente se entiende hoy, de infundir conocimiento dentro de sus mentes” (INGOLD, 2017, p. 151, énfasis del autor). En ese sentido, la antropología como educación “es una práctica de exposición” (INGOLD, 2017, p. 151, énfasis del autor).
¿A qué se expone el antropólogo? La respuesta no radica en el encuentro con el “otro” ni en las anécdotas extraordinarias al respecto. Más bien, el antropólogo se expone a un mundo en el que las cosas no están realmente dadas, por lo que debe esperar a que sucedan. Esto significa, “que preste atención” (INGOLD, 2017, p. 151, énfasis del autor).3 Un mundo que está ocurriendo es suficiente para generar desconcierto y riesgo existencial considerables a cualquiera.
Este texto, sin embargo, insiste en que la dinámica y el potencial educativo de la antropología es diferente, más no superior, al de la etnografía. En ese sentido, sostiene que la consideración de los cuerpos en la antropología y la etnografía no solo matizaría el contraste del potencial educativo de ambas — esto es, su capacidad para exponer al antropólogo y al etnógrafo al mundo — sino que, además, cuestionaría la facticidad de la otredad. Es decir, discutiría la creencia de que la antropología como disciplina tiene lugar en el encuentro con el “otro” y que la etnografía como texto autoriza esa otredad.
Efectivamente, la etnografía no es antropología y no necesita serlo. Si consideramos los cuerpos en ambas, descubriremos que las dos pueden ser prácticas de exposición al mundo. Mientras la antropología lo es como práctica de “observación corresponsal” (INGOLD, 2017, p. 154), la etnografía lo es como “escritura para habitar”. En ambos casos, se mostrará que la pregunta por la otredad no surge.
A continuación, se expone cuál es el estatus de la noción de cuerpo en la antropología contemporánea y cómo la sustitución de la antropología por la etnografía supone el problema de la otredad en ambas.
1.1 Cuerpo y Otredad en la Antropología
En el pensamiento occidental la dialéctica del ego y el alter se ha centrado en el cogito cartesiano como una consciencia o subjetividad trascendental que puede distinguir claramente el “sí mismo” del mundo y las cosas, y que, incluso, es capaz de apartarse de su cuerpo – el cual es entendido como una cosa entre las cosas –. La consecuencia, como señala Merleau Ponty (MERLEAU-PONTY, 2005, p. xiv), fue el reemplazo del “mundo mismo por el mundo como sentido.” Esta división no es otra sino la del dualismo cuerpo-mente. Una separación que en la antropología se convierte en la oposición entre antropólogo y etnógrafo, trabajo de campo y etnografía, participación y observación, experiencia y conocimiento.
De ese modo, el mundo está ahí, cargado de sentido y materialmente constituido, previo a cualquier experiencia que el antropólogo pueda tener de él. O, caso contrario, el mundo aparece como significado construido en virtud de la descripción que el etnógrafo haga de él. En gran medida, estas continúan siendo las dos premisas epistemológicas y ontológicas fundamentales de la antropología y la etnografía contemporáneas. Así, sigue imperando la idea de lo que Geertz llama (1989, p. 85) el “viaje paradigmático hacia el paradigma lejano” para “estar allí” (GEERTZ, 1989, p. 86). Esto es, el “enfoque ‘yo-testifical’” (GEERTZ, 1989, p. 88) que fundamenta la autoridad de la antropología como disciplina.
Inevitablemente, la pandemia del virus SARS-CoV-2 de 2020 planteó desafíos metodológicos a los antropólogos debido al confinamiento y la imposibilidad de hacer trabajo de campo –“estar allí”–. Entonces, la autoetnografía y la etnografía digital o virtual aparecieron como alternativas viables, y su potencial y validez para producir conocimiento dentro de la antropología fueron ampliamente debatidos.4 Sin duda, en el centro de aquellas dilucidaciones estaba directa o indirectamente la pregunta por el cuerpo.
Si bien el trabajo de Marcel Mauss (1979) sobre las “técnicas corporales” inauguró los estudios antropológicos y las etnografías sobre las nociones de cuerpo en distintas sociedades no occidentales, generalmente su objetivo ha sido comparar las formas de construcción del cuerpo de los “otros” no occidentales con las concepciones dualistas occidentales (mente-cuerpo, objeto-sujeto, yo-ellos). Así, estos trabajos hacen del cuerpo de los “otros” su objeto de estudio o tema de investigación. Pocas veces, en cambio, reflexionan sobre el cuerpo del antropólogo y el etnógrafo.
A pesar de que la pandemia abrió un espacio para una renovada reflexión sobre los cuerpos (y, por lo tanto, de la “otredad”) en la antropología y la etnografía, no se ha tomado lo suficientemente en serio. Sigue haciendo falta repensar y visibilizar los cuerpos que hacen antropología y etnografía – una cuestión que la etnografía virtual ha abordado, aunque solo sea para señalar que “carece de cuerpo físico” (HINE, 2004, p. 82) y reproducir la confusión entre etnografía y antropología –.
¿Por qué es necesaria esa reflexión? Porque allí reside una doble posibilidad: 1) la de repensar a la antropología y a la etnografía como prácticas de exposición al mundo de los cuerpos del antropólogo y el etnógrafo y 2) la de desplazar el problema de la otredad.
De hecho, es interesante que desde que se dio “la quiebra de la autoridad etnográfica” (CLIFFORD, 1995, p. 40) en la antropología del siglo xx fue la etnografía y no la antropología la que se convirtió en objeto de crítica y experimentación. Esto se debió a que el quiebre comenzó como un cuestionamiento a la “hegemonía del trabajo de campo intensivo” (CLIFFORD, 1995, p. 42)5 – lo que Geertz (1989, p. 145) refiere como la descolonización de los fundamentos epistemológicos del “estar allí” – y el inicio de la suplantación de la antropología por la etnografía. Así, el gran problema del colonialismo de la antropología se leyó en clave de escritura etnográfica y etnógrafo. Después de la década de 1980, el debate se enfocó en la traducción de las intensas experiencias, ya no del antropólogo sino del etnógrafo en campo, a una forma textual.
En ese sentido, para el etnógrafo, el “método” de observación participante planteaba el problema de “un delicado equilibrio de subjetividad y objetividad” (CLIFFORD, 1986a, p. 13). La cultura del “otro” solo podía capturarse tomando distancia, siendo objetivo. De acuerdo con Clifford (1986a, p. 13, nuestra traducción), el asunto con la objetividad de la etnografía era que:
Las experiencias personales del etnógrafo, especialmente las de participación y empatía, se reconocen como fundamentales para el proceso de investigación, pero están firmemente restringidas por los estándares impersonales de la observación y la distancia ‘objetiva’.
Debido a ello, “la subjetividad del autor se separa del referente objetivo del texto” (CLIFFORD, 1986a, p. 13). Esta separación forzada resultará contraproducente, pues ignora el poder interpretativo del etnógrafo y su cultura (CAPRANZANO, 1986, p. 52), así como el juego de relaciones de poder entre el investigador y los informantes (ROSALDO, 1986, p. 92).
Lo importante hasta este punto es que el cuerpo del antropólogo desaparece porque el etnógrafo lo reemplaza como observador participante. Correlativamente, el cuerpo del etnógrafo es invisibilizado porque su verdadero hacer, escribir la etnografía, se aparta de su cuerpo. Las consecuencias del olvido de estos cuerpos son varias: la etnografía gana terreno frente a la antropología, la etnografía como texto llega a ser su propia razón de ser, surge el problema de la traducción de la experiencia del etnógrafo (ya no del antropólogo) a una forma textual, y el etnógrafo en campo aparece como una escisión clara entre un observador y un participante.
Justamente, la hegemonía de la etnografía-texto sobre los procesos de observación participante y escritura de la etnografía es la que hace desaparecer los cuerpos en la antropología y la etnografía. Como contraparte, la otredad aparece como condición o resultado necesario de ambas. En lo que sigue, sin embargo, se muestra cómo el sentido de la antropología como “observación corresponsal” (INGOLD, 2017) y de exposición al mundo puede desplazar el problema de la otredad al concebir el cuerpo del antropólogo deviniendo con el mundo material.
1.2 La Antropología como Observación Corresponsal y el Problema de la Otredad
La observación participante suele describirse como un “técnica” de recolección de datos donde la observación prolongada y la participación intensa en prácticas y formas de vida ajenas se vuelven datos objetivos de primera mano para el etnógrafo (no el antropólogo). Esta “técnica” ha implicado el privilegio de la observación, una acción cognitiva objetiva, por encima de la participación, una práctica o experiencia subjetiva. No en vano existe la expresión “mirada antropológica”.
La predominancia de la visión como “sentido noble” (FABIAN, 1983) en occidente es innegable. En la década de 1980, Fabian (1983) hizo una crítica política y teórica hacia la antropología en relación con lo que llamó “visualismo”. La consecuencia para el etnógrafo de postular hechos culturales como “cosas observadas” – en lugar de, por ejemplo, escuchadas o sentidas – es que la visión le hace creer que lo que ve en campo es lo que existe.6 Si prestamos atención, justamente allí está la división entre observar y participar: lo que observamos existe como algo dado. No pensamos que, de hecho, lo que observamos “está siendo” y que somos parte de ello. Entonces, el etnógrafo cree describir lo que observa y no, más bien, “hacerlo” – y aquí no se trata de la simple acción de dotarlo de sentido –. Por ello, cuando Ingold (2013, p. 5) afirma que la observación participante es una manera de “conocer desde dentro”, deberíamos tomarlo en serio.
Desde la perspectiva de Ingold, la observación participante no es una técnica de investigación sino la forma principal de trabajo de la antropología; debido a lo cual está en consonancia con su compromiso ontológico y propósito educativo (INGOLD, 2017, p. 143). Para Ingold (2017, p. 151, énfasis del autor), la observación participante es un llamado a que el antropólogo “preste atención” al mundo. En ese tenor, percibir no significa que el antropólogo adquiera los programas o esquemas conceptuales o simbólicos de una cultura y que organice con ellos los datos sensoriales en representaciones de orden superior, sino, antes bien, que se entrene de forma práctica en las tareas cotidianas de la vida para responder con fluidez a aspectos destacados del ambiente (INGOLD, 2000, p. 166-167, nuestra traducción). Así, “la observación participante es una práctica de correspondencia” (INGOLD, 2017, p. 152). El antropólogo (no el etnógrafo), como observador corresponsal, debe prestar atención, es decir, acoplar los movimientos de su cuerpo a los movimientos de otros cuerpos (humanos y no humanos).
El antropólogo como observador participante no piensa en términos de descripción o interpretación (es decir, de intencionalidad), sino, antes bien, el estar allí lo obliga a reconocerse inserto en un acople de movimientos de los cuerpos que se responden mutua y continuamente. Para Ingold (2017, p. 152, énfasis del autor), en esto consiste la correspondencia: en “vivir con otros prestando atención”. Aquí, es necesario aclarar que cuando el autor dice “con otros” no está reapareciendo el asunto de la otredad – Ingold usa el término “intersubjetividad” –. No lo hace porque “la correspondencia no es ni dada ni lograda, sino que siempre se encuentra en proceso” (INGOLD, 2017, p. 152); por lo que “esta no es una relación entre un sujeto (el antropólogo en persona) y los otros” (INGOLD, 2017, p. 152, énfasis del autor), sino una relación que continúa en la que las personas y las cosas, antes que ser sujetos u objetos, son verbos (INGOLD, 2017, p. 152). Debido a esto, Ingold (2017, p. 148) insiste en que “la observación participante antropológica difiere solo en grado de lo que todas las personas hacen todo el tiempo”. Es decir, vivir. La única diferencia entre el antropólogo y cualquier otra persona sería que el primero trata de afinar su educación de la atención, es decir, de aprender a prestarle mejor atención al mundo.7
Esta reelaboración de la observación participante que propone Ingold, contrasta las teorías de la percepción visual de James Gibson y Maurice Merleau-Ponty. Es decir, reconoce la visión como un “modo de participación y como un modo de ser” (INGOLD, 2000, p. 278). Ya que el término “camino de observación” llama la atención sobre el hecho de que los animales y las personas ven mientras se mueven y no solo en los intervalos entre movimientos (GIBSON, 1979 apud INGOLD, 2000, p. 226), Ingold (2000, p. 229) concluye que “conocemos a medida que avanzamos”, que nos movemos. Por otra parte, la antropología de Ingold retoma de la fenomenología de Merleau-Ponty la idea de que lo que se debe estudiar es “el advenimiento del ser a la conciencia, en lugar de presumir su posibilidad como dada de antemano” (MERLEAU-PONTY, 2005, p. 71).
Ahora bien, ¿en qué medida la reelaboración de la observación participante como práctica de correspondencia modifica a la antropología? Sobre todo, ¿en qué sentido recupera los cuerpos y desaparece el problema de la otredad? Escindir el cuerpo del observador participante entre el cuerpo que participa (cuerpo físico) y el cuerpo que observa (mente) equivale a la división que Merleau-Ponty (2005, p. 64) critica del naturalismo de la ciencia y el espiritualismo del sujeto universal; es decir, pensar un cuerpo viviente que se convierte en exterior sin interior y una subjetividad que se convierte en un interior sin exterior. La consecuencia es que: “delante del Yo constituyente, los Yo empíricos son ya objetos” (MERLEAU-PONTY, 2005, p. 65). Así, delante del antropólogo o del etnógrafo constituidos aparecerían los “otros” como objetos. No obstante, si la antropología se concibe como una práctica de observación corresponsal, necesariamente los cuerpos (especialmente el del antropólogo) aparecen abiertos y deviniendo, por lo que el problema de la otredad no es relevante.
Para acompañar la reflexión, expongo mi propio proceso de investigación con ladrilleros manuales de San Pedro Cholula e ingenieros electrónicos de la mediana empresa Electronic Cats (Aguascalientes) en México. Pensemos en la siguiente imagen: un hombre adulto (ladrillero) inclinado sobre una gavera de madera dispuesta en el suelo y cargando en las manos una masa húmeda de tierras mezcladas (lodo). A partir de la noción de observación participante que divide cuerpo-mente, los elementos vistos (gavera, hombre, suelo, lodo) por mi cuerpo sin interior se habrían reconstituido según los movimientos oculares y el tiempo necesario para la impresión retiniana. Luego, al sustraer estos datos teóricos de la percepción total, mi cuerpo sin exterior (mente) habría obtenido los “elementos recogidos” y los trataría como entidades mentales ya significadas. Visto así, Merleau-Ponty (2005, p. 25, nuestra traducción) dice: “Se construye la percepción con estados de conciencia, del mismo modo que una casa se construye con ladrillos, y se invoca una química mental que fusiona estos materiales en un todo compacto.” Aquí, en primera instancia, como observadora participante escindida entre mente y cuerpo sería una espectadora imparcial y externa, un “otro” – de allí que la participación sea pensada como dar un paso más allá de la observación y la única posibilidad de llegar a ser uno de “ellos”, un “nativo” –.
Sin embargo, y esta es la razón por la cual la antropología requiere una discusión sobre los cuerpos, como señala Merleau-Ponty (2005, p. 215, nuestra traducción): “La identidad de la cosa a través de la experiencia perceptiva es solo un aspecto más de la identidad del propio cuerpo a través de los movimientos exploratorios; por lo tanto, son del mismo tipo entre sí.” Es decir, mi cuerpo de observadora participante junto con el hombre adulto inclinado sobre una gavera y cargando en las manos lodo es un sistema de equivalencias que se funda en la experiencia de una presencia corporal – de hecho, varias presencias corporales: tierras, hombre, observador participante, gavera –; y, así, como observadora participante, me involucro en las cosas con mi cuerpo, ellas coexisten conmigo como sujeto encarnado (MERLEAU-PONTY, 2005, p. 215). Ahora podemos comprender por qué Ingold propone la observación participante como una práctica de correspondencia en proceso y por qué, vista así, no hace aparecer la pregunta por la otredad.
Mientras la observación participante que escinde el cuerpo de la mente se apega a la tradición cartesiana y kantiana que hicieron de los límites espaciales del objeto su esencia – lo que Merleau-Ponty (2005, p. 171) llama “la existencia partes extra partes” – y así establece la existencia de un “yo” observador participante y la de los “otros”, la observación participante como práctica de correspondencia parte de asumir que ni el cuerpo ni la existencia pueden ser considerados como originales del ser humano (pues se presuponen mutuamente), pero, sobre todo, que “el cuerpo es existencia solidificada o generalizada, y la existencia encarnación perpetua” (MERLEAU-PONTY, 2005, p. 192).
No es aventurado afirmar que la raíz del problema de la otredad en la antropología contemporánea es el del cuerpo del antropólogo y que, como dificultad, consiste en creer que está dado de antemano. El “estoy dado” significa que “me encuentro ya situado e involucrado en un mundo físico y social” (MERLEAU-PONTY, 2005, p. 419). Como antropóloga dada, un “ser en sí” (MERLEAU-PONTY, 2005, p. 407), debí experimentar en “campo” los cuerpos del ladrillero, del ingeniero electrónico y el mío como objetos dispuestos en el espacio y tiempo. Me debió parecer que los otros cuerpos estaban ante mí, existiendo en-sí y para-sí, por lo cual la separación entre ellos y yo exigió de mí una operación contradictoria: a la vez que tuve que percibirlos como cuerpos, debí distinguirlos de mi propio cuerpo y, por lo tanto, colocarlos en el mundo como objetos. En ese sentido, “yo”, como observadora y antropóloga constituida, solo pude intentar conocerlos como una aproximación que nunca se logró porque nuestros cuerpos individuales no lo permitieron.
Pero, de hecho, no es así. Ni “yo” (antropóloga) ni los “otros” (ladrilleros e ingenieros electrónicos) nunca somos “seres totalmente personales” (MERLEAU-PONTY, 2005, p. 411), sino “en proceso de llegar a ser” (INGOLD, 2017, p. 152). Esto es, no existe constantemente un sujeto “ladrillero”, “ingeniero electrónico” o “antropóloga”. Tales etiquetas son lo que Merleau-Ponty (2005, p. 463) denomina “contingencia ontológica”. Esta es una afirmación difícil de asimilar para el antropólogo entregado a sí mismo; es decir, para aquel que cree que ya sea como cuerpo o subjetividad está dado antes, durante y después de la observación participante.
En gran medida, lo que le ha permitido al antropólogo exotizar su encuentro con los “otros” y constituirlos como otredad, ha sido la confianza tanto en su subjetividad como en su trascendencia hacia los demás. Precisamente, el concepto de “reflexividad” – el que le ha valido, entre otras disciplinas, su éxito a la etnografía como método de investigación crítico – ha servido para reafirmar y conservar la subjetividad del etnógrafo al entenderse como el “equivalente a la conciencia del investigador sobre su persona y sus condicionamientos sociales y políticos” (GUBER, 2011, p. 45).8 Si bien este concepto trató de enmendar las fallas de la antropología tras la crisis de la autoridad etnográfica, lo cierto es que patenta la creencia de que el antropólogo es una subjetividad y un cuerpo completamente constituidos.
Cuando la antropología es concebida como una práctica de exposición a un mundo que no está terminado y la observación participante es experimentada como una práctica de correspondencia, lo que tenemos no es una correlación objetiva de cuerpos como unidades individuales, sino como “correspondencias vividas” (MERLEAU-PONTY, 2005, p. 237). Esto es, la cosa (el cuerpo-ladrillero, el cuerpo-gavera, el cuerpo-lodo) es correlativa a mi cuerpo-antropóloga y, en términos más generales, a mi existencia, de la cual, mi cuerpo no es más que la estructura estabilizada (MERLEAU-PONTY, 2005, p. 373). Aquí, el problema de la otredad no surge.
La transformación que Ingold ofrece sobre la observación participante como práctica de correspondencia y de la antropología como práctica de observación corresponsal está en sintonía con el llamado de Merleau-Ponty a reconocer que la teoría del cuerpo es una teoría de la percepción. Esto es, que el cuerpo es “el sujeto de la percepción” (MERLEAU-PONTY, 2005, p. 239) y que si podemos experimentar las cosas no es porque estamos en el mundo sino porque somos de él: ser-en-el-mundo (MERLEU-PONTY, 2005, p. 421). En ese sentido, mi cuerpo-antropóloga es fundamental como sujeto de percepción en un sentido vital y no únicamente como medio para y con el objetivo de conocimiento científico.
Si bien el problema de la otredad no emerge con la observación corresponsal, Ingold (2017, p. 152, énfasis del autor) afirma que “al incorporar la correspondencia dentro del marco esquizocrónico de la etnografía, reaparece con una apariencia muy distinta que es la ‘intersubjetividad’ y […] la intersubjetividad consiste en vivir con otros no con atención sino intencionalmente”. Aquí, no es posible convenir con Ingold. El argumento es que el olvido del cuerpo del etnógrafo deviniendo es lo que vuelve a dar lugar a la pregunta por la otredad en la etnografía, pero si lo visibilizamos, junto con otros cuerpos, esta desaparece. En ese sentido, tampoco es posible sostener, como lo hace Ingold (2017, p. 153), que las finalidades documentales de la etnografía convierten las trayectorias de aprendizaje (de la antropóloga) en “ejercicios de recolección de datos destinados a producir resultados”. La etnografía, como la antropología, también puede ser una práctica de exposición al mundo.
A continuación, en un primer momento, se expone el olvido de los cuerpos en la etnografía y la manera como ello perpetúa el problema de la otredad. En un segundo momento, volviendo a mi propio proceso de investigación con ladrilleros e ingenieros electrónicos en México, de manera exploratoria se proponen cuatro condiciones en la escritura para que esto no ocurra.
2 Etnografía, Cuerpos y Otredad
Casi nunca el cuerpo del etnógrafo que escribe la etnografía es el objeto de estudio de los antropólogos ni el tema de las etnografías. Los casos de análisis del cuerpo del etnógrafo provienen en su mayoría de antropólogas feministas de la década de 1980. Así, por ejemplo, Strathern et al. (1987, p. 287) citan trabajos que estudian la experiencia femenina y el cuerpo vivido, o que exploran la naturaleza del yo en la situación de trabajo de campo y conciben a la etnografía como autobiografía. Si bien esos trabajos se enfocaron en el tema de la escritura etnográfica – tal como lo hicieron Geertz (1989) y Clifford (1995) al revisar las obras de Malinowski, Evans-Pritchard, Marcel Griaule, Michael Leris y otros –, no fueron plenamente tomados en cuenta. En ese sentido, un fuerte sesgo masculino ha dominado en la etnografía y ni siquiera la crítica de la autoridad etnográfica y la experimentación con la escritura ha logrado liberarse de una comprensión y exploración monológica y androcéntrica; ya no solo de la cultura de los “otros”, sino también del cuerpo que escribe la etnografía.
Con todo, la teoría feminista continúa reflexionando sobre los cuerpos. Pozo (2020), por ejemplo, invita a “corporeizar las etnografías” y desarrollar una “antropología encarnada”. Si bien la “etnografía feminista” de Pozo apunta al cruce entre cuerpos, sexualidades y tecnologías, sigue confundiendo la etnografía y la antropología (habla de trabajo de campo e investigación etnográficas) y presuponiendo la subjetividad de la investigadora. Citro (2011, p. 70), por su parte, propone una etnografía postcolonial de y desde los cuerpos que consistiría no en “‘hablar sobre los cuerpos de los otros’ ni tampoco en ‘otorgar’ o ceder el lugar para que los otros hablen solos de sí mismo, sino en intentar construir diálogos, de nuestras palabras y corporalidades”. Sin embargo, el diálogo entre las corporalidades no se tiene que construir, es su condición. Lo que hace falta es visibilizarlo.
Hoy, la pregunta por el cuerpo del etnógrafo que escribe la etnografía sigue pendiente. Si bien no pueden ignorarse los ejercicios de escritura de etnografías que se autodenominan dialógicas, colaborativas, transmedia o activistas y que, a su modo, pretenden derribar la autoridad del etnógrafo para hablar de los “otros”,9 da la impresión de que para ello han debido olvidar el cuerpo del etnógrafo. De ese modo, el debate se ha centrado en la escritura. Lo que se propone es devolver a la etnografía los cuerpos que la escriben. Lo relevante es que esos cuerpos no aparecen como otredades, antes bien, son del mundo.
Así como no preexiste ni persiste un cuerpo-antropóloga, tampoco está dado ni permanece el cuerpo-etnógrafa. Lo que hay son cuerpos deviniendo junto con otros cuerpos y creando, con su movimiento continuo, el tiempo y el espacio que habitan. Como cuerpo-antropóloga me muevo, hago cosas y me correspondo con otros cuerpos. Como cuerpo-etnógrafa también. Es en ese movimiento (hacer) donde está la diferencia de la exposición al mundo del cuerpo-antropóloga y el cuerpo-etnógrafa. Si soy cuerpo-antropóloga es porque por momentos practico eso que llamo observación participante. Si soy cuerpo-etnógrafa es porque por momentos escribo eso que llamo etnografía. Es decir, llego a ser antropóloga porque hago observación participante y no al revés, hago observación participante porque ya soy antropóloga. Lo mismo puede decirse para el cuerpo-etnógrafa. Llego a ser etnógrafa porque escribo una etnografía y no al contrario, escribo una etnografía porque ya soy etnógrafa.
En ese sentido, es necesario volver a la escritura más allá del texto como contenido intelectual y destacar su dimensión corporal. ¿Por qué insistir en ello? Porque al visibilizar los cuerpos de la etnografía es posible retornar al punto donde no hay diferencia entre la etnógrafa y los “otros”. Es decir, no hay un cuerpo-etnógrafa que antecede a la etnografía y desde el cual se puede argumentar la diferencia entre el “yo” que escribe y los “otros” sobre quienes se escribe.
En lo que sigue, a modo exploratorio y recuperando una vez más mi propio proceso de investigación con ladrilleros manuales e ingenieros electrónicos en México, se exponen cuatro posibilidades para cuestionar la idea de que la etnografía está condenada a reafirmar la diferencia entre “yo” y los “otros”. Como se verá, esas posibilidades están en relación necesaria con la escritura, pero sin olvidarse de sus cuerpos. Si aquí profundizo más en los cuerpos de la etnografía como escritura, que en los de la antropología como observación corresponsal, es porque la etnografía como texto, objeto académico, termina imponiéndose y opacando tanto el cuerpo del antropólogo como del etnógrafo.
2.1 Los Cuerpos que Escriben la Etnografía
Podría pensarse que escribir consiste en un trabajo esencialmente mental o intelectual. En ese caso, la etnografía sería producto no de un cuerpo que escribe, sino de una mente pensante que articula conceptos, ideas y datos. Una mente sin exterior que está cargada con la experiencia de un cuerpo sin interior. Así es como persiste el problema de traducir la experiencia a su forma textual. Un verdadero conflicto epistemológico y ontológico que todo antropólogo enfrenta cuando empieza a escribir la etnografía. No es posible ahondar en el proceso epistemológico que se desencadena allí; es decir, en cómo la experiencia es tratada como información que a la luz de una teoría y conceptos se convierte en datos que se documentan en la escritura. Sobre ello ya se han escrito muchas páginas analizando el estilo de escritura y los recursos retóricos y literarios de los etnógrafos (CLIFFORD, 1995; CLIFFORD; MARCUS, 1986; GEERTZ, 1989).
De lo que se quiere hablar es de los cuerpos que escriben la etnografía y de cómo el acto de escribir constituye, a su modo, una exposición al mundo. Mientras escribía la etnografía comparada sobre los materiales y los procesos de materialización de los ladrilleros manuales de San Pedro Cholula y los ingenieros electrónicos de Electronic Cats, me di cuenta de que en ningún momento mi escritura consistía en un vaciado de “recuerdos” intangibles e inmateriales de mi experiencia pasada con ladrilleros e ingenieros electrónicos, interpretados o analizados desde cierta teoría o concepto. Por supuesto, mi etnografía está llena de conceptos teóricos y citas de autores contrapuestos a los datos. Lo que intento apuntar es que, para escribir, mi cuerpo-etnógrafa debió corresponderse con otros cuerpos: cuerpo-computadora, cuerpo-escritorio, cuerpo-silla, cuerpo-libro, cuerpo-cuaderno, cuerpo-cámara fotográfica, cuerpo-teléfono celular, etc. ¿Cuál de todos ellos escribió la etnografía? Conviene hablar no del cuerpo que escribe la etnografía, sino de los cuerpos.
El acoplamiento de mi cuerpo-etnógrafa con el cuerpo-computadora fue fundamental para escribir la etnografía, pero no fue el único. Y cuando digo que en ningún momento la escritura consistió en un vaciado de recuerdos intangibles e inmateriales de mi experiencia alojados en mi mente individual, pensaba en uno de los tantos momentos mientras escribía la etnografía y coexistía con el ladrillo cocido y la placa electrónica que me obsequiaron los ladrilleros e ingenieros electrónicos, con libros abiertos con citas señaladas, con audios grabados en el teléfono celular, con fotografías y videos, etc. Mi memoria resultaba estar expandida en estos objetos, por lo que debía prestarles atención para poder escribir.
El proceso de escritura de la etnografía constituye acciones, gestos y movimientos del cuerpo-etnógrafa que se corresponden con otros cuerpos humanos y no humanos. Es cierto que esas correspondencias ya no fueron primeramente con los ladrilleros e ingenieros electrónicos, pero ¿por qué importan más las correspondencias de los movimientos del cuerpo-antropóloga que las del cuerpo-etnógrafa? El cuerpo que escribe la etnografía se olvida por la imposición de la etnografía como texto terminado. Como consecuencia, así como el etnógrafo borra la presencia del antropólogo, la etnografía borra el cuerpo del etnógrafo y los movimientos de los cuerpos que la materializaron: la etnografía aparece como un objeto intelectual. Mientras las anécdotas del antropólogo que llega a “campo” y sortea todo tipo de aventuras para vivir entre los “otros” son la introducción común de las etnografías, pocas veces el etnógrafo narra su proceso de escritura como parte de la etnografía.
La importancia de que la etnógrafa dé cuenta del proceso de escritura radica en visibilizar que la escritura solo es posible en correspondencia con otros cuerpos humanos y no humanos y que el cuerpo-etnógrafa está deviniendo tal mientras escribe. Entonces, como cuerpo-etnógrafa, cuando escribo no es mi mente proyectando ideas y conceptos únicamente, sino mi cuerpo entero en sus diferentes facetas de actividad y movimiento: los dedos de las manos que tocan las teclas del teclado, los ojos que miran las letras que se imprimen en la pantalla de la computadora, los oídos que oyen el sonido de las teclas, la nariz que huele las albóndigas terminando de cocerse en la cocina.
2.2 Los Cuerpos y los Procesos de Materialización de la Etnografía
Una etnografía se nos presenta como un texto terminado. Esto es debido a que a la solidez del texto (la impresión de tinta en papel) hace que las características de este permanezcan disponibles para su lectura mucho después de que haya cesado el movimiento que las originó: el acto de escribir. De este modo, la materialidad del texto se impone a los procesos de materialización de la escritura. Entonces, atender a los procesos de materialización, en relación con el movimiento de los cuerpos, puede ser también una forma de subvertir el problema de la otredad desde la escritura de la etnografía.
Mucho se ha dicho acerca de las dos otredades que la antropología y la etnografía producen como “ficciones” (CLIFFORD, 1986a; STRATHERN et al., 1987): por una parte, entre el etnógrafo y los “otros” (sobre quien escribe) y, por otra, entre el etnógrafo y el lector. La importancia de llamar ficción a la etnografía es que la reconocemos como “‘algo hecho o modelado’” (CLIFFORD, 1986a, p. 6). Hacer implica cuerpos, movimientos, procesos de materialización. Entonces, escribir una etnografía consiste no en un trabajo intelectual que describe, interpreta o analiza a los “otros”, sino en un trabajo material y corporal que implica procesos de materialización compartidos con esos “otros”. En este punto es relevante mencionar que mi investigación no surgió como un interés por los ladrilleros o ingenieros electrónicos, sino por los “objetos” (ladrillos y placas electrónicas) que crean, los materiales con los que trabajan y los procesos de materialización.
El ladrillero hace ladrillos, el ingeniero electrónico hace placas electrónicas, la etnógrafa hace etnografías. Solo haciendo ladrillos es como el ladrillero deviene tal. Lo mismo puede decirse para la etnógrafa. Entonces, para subvertir la distinción en la etnografía entre “ellos” (ladrilleros e ingenieros electrónicos) y “yo” (etnógrafa), bien podemos enfocarnos no solo en lo que hacemos sino, sobre todo, en los procesos de materialización compartidos.
¿Cómo un ladrillo, una placa electrónica y una etnografía llegan a serlo? Esta pregunta requiere pensar en los cuerpos, sus gestos, movimientos y acciones. En mi investigación encontré que los ladrilleros, los ingenieros electrónicos y la etnógrafa comparten procesos de materialización: cortar, tramar y montar, por ejemplo. Si pensamos escribir como tramar, el cuerpo-etnógrafa no ejecuta movimientos diferentes a los del cuerpo-ladrillero; si imaginamos escribir como montar, el cuerpo-etnógrafa no realiza movimientos ajenos a los del cuerpo-ingeniero electrónico. Si concebimos escribir como cortar, el cuerpo-etnógrafa, el cuerpo-ladrillero y el cuerpo-ingeniero electrónico son indiferenciados. Quizá, esta visibilidad de los cuerpos y los procesos de materialización constituya una forma de ejercitar lo que Wagner (1981) llamó “antropología inversa” o una aproximación a lo que Latour (2012) nombró “antropología simétrica”. De cualquier manera, es una antropología y etnografía que buscan ser prácticas de exposición al mundo. Es decir, mostrar cómo el antropólogo y el etnógrafo devienen junto con otros.
2.3. El Cuerpo que Lee la Etnografía
Para que la otredad entre el etnógrafo y los “otros” surja, es necesario que el etnógrafo produzca una distancia con el lector para convencerlo de que él (cuando fue cuerpo-antropólogo), a diferencia del lector, realmente estuvo en “campo”, experimentó de primera mano aquello sobre lo que escribe y, por ello, su voz tiene autoridad – sobre esto reflexionó Pratt (1986, p. 32) y lo refirió como “los sujetos del texto etnográfico: el etnógrafo, el nativo y el lector” –. Mientras la otredad generada entre el etnógrafo y el “nativo” ha sido ampliamente debatida y sometida a experimentación desde la escritura, la diferencia del etnógrafo con el lector casi nunca se discute. Aquí, el “lector” no es alguien que decodifica o interpreta el sentido de la etnografía como una transmisión intelectual de significados enteramente discursivos o simbólicos. Antes bien, el lector es un cuerpo en movimiento.
Ahora bien, ¿por qué es importante el cuerpo-lector de la etnografía? Porque constituye otra posibilidad para trastocar la otredad en la escritura de la etnografía al reconocer al cuerpo-lector no como un intérprete de un escrito, sino como el habitante del texto-etnografía. Para ello, la lectura debe ser entendida como una práctica material y corporal antes que intelectual.
Mientras para la gente de la antigüedad griega y el medievo la “escritura habla” y “leer es escuchar”, para el lector contemporáneo “todo lo que existe son imágenes de sonido vocal, sus huellas psicológicas en la mente” (INGOLD, 2007, p. 14).10 No obstante, sostiene Ingold (2007, p. 15), “esta división entre la materialidad del sonido, su sustancia física y su representación ideal es […] una construcción moderna”. De hecho, la lectura pasó de ser algo que “aconseja”, a “algo oscuro” y, finalmente, a su simple entendimiento como “interpretación” (INGOLD, 2007, p. 14).
No es posible ahondar en la discusión que Ingold desarrolla sobre la materialidad de la escritura en relación con la oposición entre el texto y la imagen (es decir, cuestionar que el texto no es una imagen). Lo importante es que a partir de esta cuestión, Ingold (2007, p. 24, nuestra traducción) plantea que mientras para los lectores de la época medieval el texto era como “un mundo en el que se habita y la superficie de una página como un país en el que uno se orienta siguiendo las letras y las palabras como el viajero sigue las huellas o las marcas en el terreno”, para los lectores modernos, por el contrario, “el texto aparece impreso en la página en blanco tanto como el mundo aparece impreso en la superficie de papel de un mapa cartográfico, listo y completo” (INGOLD, 2007, p. 24). Debido a ello, según expone Ingold (2007, p. 24), sobrevino “un cambio radical en la percepción de la superficie”: “de algo parecido a un paisaje por el que uno se mueve, a algo más parecido a una pantalla que uno mira, y sobre la que se proyectan imágenes de otro mundo” (INGOLD, 2007, p. 26).
En ese sentido, Ingold propone volver a concebir la escritura como un oficio: el arte de los escribas. En ese arte, las líneas inscritas en la página (en forma de letras, signos de puntuación, números, etc.) son “las huellas visibles de los movimientos diestros de la mano” (INGOLD, 2007, p. 26); por lo tanto, el ojo del lector, “vagando por la página como un cazador en el camino, seguiría estas huellas como habría seguido las trayectorias de la mano que las hizo” (INGOLD, 2007, p. 26).
Justamente porque el ojo del lector es un cazador tras las huellas de los gestos y movimientos del escritor, la escritura es recordar: habla a través de “las voces del pasado” (INGOLD, 2007, p. 15). Como instrumento de la memoria, el propósito de la escritura debería ser “proporcionar los caminos a través de los cuales las voces del pasado podrían recuperarse y traerse de vuelta a la inmediatez de la experiencia presente, permitiendo a los lectores entablar un diálogo directo con ellos” (INGOLD, 2007, p. 15) y no, como hoy lo pensamos, “cerrar el pasado brindando un relato completo y objetivo de lo que se dijo y se hizo” (INGOLD, 2007, p. 15). Es decir, la escritura no es un registro sino un “medio de recuperación” (INGOLD, 2007, p. 15).
En ese sentido, mi texto-etnografía aspira a mostrar los caminos a lo largo de los cuales el lector pueda recuperar las voces del pasado y conectarlas con las circunstancias de su propia vida y no, por el contrario, concebirlo como un relato cerrado y completo sobre ladrilleros e ingenieros electrónicos. Después de todo, las palabras son “instrumentos de percepción, tanto como las herramientas son instrumentos de acción”, es decir, ambas llevan a cabo “un compromiso hábil y sensual con el entorno que se agudiza y enriquece a través de la experiencia previa” (INGOLD, 2000, p. 146). En ese tenor, no resulta aventurado sostener que la etnografía como escritura es un espacio común para los cuerpos del etnógrafo y del lector, no como un medio de transmisión de conocimiento, sino un lugar para habitar, para moverse y ser en el mundo.
2.4 De la Etnografía como Objeto Terminado a la Escritura para Habitar
De Certeau (1984, p. 134) describe escribir como “la actividad concreta que consiste en construir”. De ese modo, el texto es un “artefacto – una cosa fabricada o hecha – que se construye donde antes no había nada” (INGOLD, 2007, p. 13). Esta connotación de la escritura como construcción es positiva en el sentido de que muestra que el texto es resultado de un proceso de materialización (una ficción); por otra parte, es negativa porque el escritor (la etnógrafa), como el urbanista, asume que se enfrenta a un páramo (la hoja en blanco) y se prepara para la superposición sobre él de una construcción de su propia creación (INGOLD, 2007, p. 13). Aunado a ello, la etnógrafa como constructora es quien determina cuando su construcción está acabada o, al menos, le da esa apariencia. Así, el texto-etnografía se presenta al lector como un objeto intelectual terminado.
Mi etnografía sobre ladrilleros, ingenieros electrónicos, ladrillos, placas electrónicas y materiales pretende mostrar otra forma de percibir (INGOLD, 2000) a estos “sujetos” y “objetos”. Es decir, hacer que el lector los vea o experimente de otro modo – por ejemplo, le pido al lector que imagine que tiene frente a él un ladrillo rojo cocido y una placa electrónica y se pregunte cuál de ellos creería que tiene algo más interesante y valioso que decirle –. Esto es lo que Ingold (2000, p. 22) refiere como “educación sensorial”; es decir, dotar al lector – él habla de novicio – de claves de sentido que constituyan pistas para la percepción.
Bajo esta lógica, adquiere sentido afirmar que todo texto “es un viaje hecho más que un objeto encontrado” (INGOLD, 2007, p. 16). La etnografía es la narración del viaje del antropólogo, pero, a su vez, implica un propio viaje del etnógrafo. Es el etnógrafo quien deja pistas al lector no para que las interprete o decodifique, sino para que las use como llaves que abrirán las puertas de su percepción. Es en ese sentido que la etnografía como escritura (antes que texto) representa un lugar para habitar, pues el lector “habitaría el mundo de la página, procediendo de palabra en palabra, como el narrador procede de tema en tema, o el viajero de un lugar a otro” (INGOLD, 2007, p. 91). De este modo, según Ingold (2007, p. 91, énfasis del autor), para el lector-habitante “la línea de su andar es una forma de saber. Asimismo, la línea de escritura es, para él, una forma de recordar. En ambos casos el conocimiento se integra a lo largo de un camino de movimiento.” Ese camino de movimiento, en mi caso, es el del cuerpo-antropóloga deviniendo junto con el cuerpo-ladrillero y el cuerpo-ingeniero electrónico (y muchos otros más, humanos y no humanos), el cuerpo-etnógrafa y el cuerpo-lector. Escribir es la manera que el etnógrafo encuentra para crear lugares para habitar, justo como lo hacen los ladrillos del ladrillero o las placas del ingeniero electrónico.
Entonces, se puede decir que la etnografía es la narración de un viaje de muchos cuerpos humanos y no humanos deviniendo. Como huella impresa en unas páginas, es un recorrido para los lectores que, a lo mucho, traza caminos tomados y puntos de referencia que lo invitan a moverse, a corresponderse con el mundo. En ese mundo, los cuerpos en su devenir no son el fundamento de la otredad, sino su ruptura.
Conclusiones
Siguiendo principalmente a Ingold (2017), la idea central de este texto ha sido que la antropología vista como una práctica de exposición al mundo y de observación corresponsal logra eludir la pregunta acerca de la otredad. Si bien parecería que este problema resurge en la etnografía como texto, a partir del propio proceso de investigación de la autora, se han propuesto algunas posibilidades cuando la etnografía también puede ser pensada, a su modo y bajo sus condiciones de escritura, como una práctica de exposición al mundo y de correspondencia con otros cuerpos.
En ese sentido, el llamado de Ingold (2011, p. 226) de “devolver la vida a la antropología” es importante y necesario para nuestro tiempo. La restitución de la antropología a la vida equivale a una “antropología con” (INGOLD, 2011, p. 226), y, hay que añadir, una “etnografía con”, que no apelan a la totalidad de estructuras o sistemas humanos y culturales que están completamente unidos, sino a la continuidad y apertura esencial que es el proceso de vida. Lo que vimos fue que, cuando la antropología y la etnografía se reconocen como prácticas de exposición al mundo y de correspondencia de los cuerpos deviniendo en su movimiento, la pregunta por la otredad no surge.
Hoy, el reto principal de la antropología y la etnografía contemporáneas quizá ya no es la crisis política y epistemológica relacionada con la autoridad del antropólogo y el etnógrafo para representar los “otros”. Desde una perspectiva post-humanista y anti-antropocéntrica, tal vez el quid de la cuestión ahora reside en cuestionar que hay una subjetividad dada y acabada para el antropólogo y el etnógrafo. Esto es, asumir que son cuerpos deviniendo, junto con otros, humanos y no humanos, en un mundo inacabado.
Referências
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Notas
Notas de autor