Revisión Crítica

Arenes, Carolina y Pikielny, Astrid Hijos de los 70. Historia de la generación que heredó la tragedia Argentina Buenos Aires: Sudamericana, 2016, 352 pp.

Eduardo Fioravanti
Universidad Nacional de San Martín, Buenos Aires , Argentina

Arenes, Carolina y Pikielny, Astrid Hijos de los 70. Historia de la generación que heredó la tragedia Argentina Buenos Aires: Sudamericana, 2016, 352 pp.

Papeles del CEIC. International Journal on Collective Identity Research, núm. 1, pp. 1-6, 2017

Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea

Arenes Carolina, Pikielny Astrid. Hijos de los 70. Historia de la generación que heredó la tragedia Argentina . 2016. Buenos Aires. Sudamericana. 352 pp.

“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos.”

Karl Marx, El 18 brumario de Luis Bonaparte.

Pasadas más de cuatro décadas, los años setenta siguen mostrando las marcas de su intensidad en las nuevas generaciones. ¿Qué hacen los “Hijos de los 70” con ese legado que el pasado les deja?

En esta investigación periodística Carolina Arenes y Astrid Pikielny narran los diálogos que durante varios años mantuvieron con veintitrés hijos de personas vinculadas, de alguna manera, a la violencia política en los años setenta: hijos de desaparecidos por el terrorismo de estado, de militantes sindicales, de intelectuales, de militares, de policías y gendarmes, de militantes armados, de muertos por la guerrilla. Con escritura precisa y respetuosa, las autoras muestran como estos hijos han tenido que aprender a decir (y hacer) algo sobre sus padres y sobre “los 70”.

Si bien el libro no propone un análisis de los casos, la diversidad de voces y la propia capacidad crítica que los hijos —a partir de sus condiciones y su legado— han construido, invitan a pensar los años 70 y sus actuales repercusiones. Con cautela y en los momentos adecuados, Arenes y Pikielny analizan el discurso de los entrevistados, describen sus posturas y contextualizan los escenarios del diálogo. De esta forma introducen algunas reflexiones propias, pero siempre dejando el espacio para que el lector oriente con gran margen su análisis.

En un breve prólogo, único espacio donde las autoras asumen su voz con más presencia, dejan en claro sus intenciones y hacen unos necesarios alertas. Aunque en el libro los hijos no dialogan, la selección de casos y la forma narrativa disponen al lector a buscar ese dialogo que no ocurrió. No hay una clasificación taxonómica de casos, unos tras otros transcurren los relatos sin clasificar los hijos en relación a las responsabilidades de sus padres, ya que precisamente son “hijos de”. También advierten que no hay intenciones de revitalizar la “teoría de los dos demonios”, y si bien su voz se escucha formalmente sólo en el prólogo, resaltan acertadamente la asimetría entre la militancia armada y la represión organizada y sistemática ejercida desde el Estado.

Cada capítulo del libro lleva el nombre de su protagonista (exceptuando el anteúltimo que es anónimo) y una frase que condensa los sentidos del testimonio:

Eva Daniela Donda: “Yo soy hija de desaparecidos y a mí me re-cagaron la vida. A mi también me mataron a mis padres, pero ¿Quién tiene el medidor del dolor? ¿Quién decide quién sufrió más?.”

En este segundo testimonio incluido en el libro, las autoras describen que cuando Eva tenía dos años, sus padres, ambos militantes, fueron secuestrados y quedó en manos de su tío paterno quien era jefe de inteligencia del centro clandestino de detención ESMA. Su hermana Victoria nacida en cautiverio durante la detención de su madre en la ESMA, fue entregada ilegalmente a un prefecto. En 2004, luego de los resultados del análisis de ADN impulsado por Abuelas de Plaza de Mayo, las hermanas Donda confirmaron su parentesco. En ese momento se reencontraron en un bar, hablaron y se abrazaron. Pero las formas de elaborar su identidad impidieron futuros encuentros. Eva defiende a su padre-tío (quien es acusado de haber participado en la detención y desaparición de su propio hermano y su cuñada), incluso participó como oradora en un acto de la Asociación de Familiares y Amigos de Víctimas del terrorismo, agrupación que impugna los juicios de lesa humanidad y exige el reconocimiento de quienes murieron en acciones de la militancia armada.

Las autoras describen como, la ahora diputada nacional, Victoria Donda aceptó las disculpas del militar con quien creció (su “apropiador”) luego de ser entregada ilegalmente, y lo visita frecuentemente a la cárcel donde cumple su condena. Lo que no acepta es que su hermana desconozca la responsabilidad de su tío en el secuestro y muerte de sus padres biológicos.

Esta compleja trama de parentescos, crímenes aberrantes y afectos irreconciliables -que por su imbricación hasta hacen difícil su lectura- muestran trágicamente la dificultad de establecer un análisis simple y normativo sobre la herencia que deja el pasado y la imposibilidad de establecer una síntesis que intente clausurar el tema.

Mario Javier Firmenich: “Defiendo a mi padre y su historia, porque siento de ese modo que defiendo mi propia historia.”

Mario se queja ante las autoras porque en las dos agrupaciones peronistas de las que fue parte lo “obligaban a militar con capucha” por su “portación de apellido” (p.103). Es que Mario Javier es hijo de quien fuera uno de los jefes de la agrupación armada Montoneros: Mario Eduardo Firmenich. La vida de Mario Javier estuvo signada por la militancia de sus padres. Nació en la cárcel donde su madre estuvo detenida poco antes del golpe de Estado de Marzo del año 76. Para protegerlo, los padres lo dejaron al cuidado de religiosas en un convento de la provincia de Córdoba. Luego vivió en Cuba, donde varios militantes alojaban a sus hijos ya que la militancia requería de tiempo completo. Luego estuvo en Brasil y México hasta que finalmente se instaló en Argentina. Su padre fue condenado a prisión luego de los juicios que en 1985 juzgaron a las cúpulas militares y los dirigentes de las principales guerrillas. En 1991 fue indultado junto con las cúpulas militares.

Al ser consultado por las autoras sobre las decisiones de su padre en relación a haber elegido el camino de la lucha armada, Mario Javier prefiere no hablar de responsabilidades individuales, sino de un clima de época. A la manera del etnógrafo intenta comprender cuál es la lógica que guiaba a sus padres, quienes para él, estaban convencidos de que la lucha armada era el camino para lograr un ideal noble: un mundo mejor y más justo. Esos ideales son retomados por Mario Javier en su militancia política actual.

En el nombre del padre. Aníbal Guevara: “Quiero ser lo más diferente que pueda de los que violaron los derechos humanos o de los autoritarios que abusaron del poder del estado y les negaron las garantías constitucionales a sus enemigos.”

Hijo de un militar juzgado por delitos de lesa humanidad en 2009 y vocero de la agrupación “Hijos y Nietos de Presos Políticos” —la cual denuncia que los juicios de lesa humanidad no se ajustan a derecho y que sus padres son presos políticos—, aclara Aníbal que su padre y los militares tienen responsabilidades sobre su accionar en los ‘70 pero se enmarcan en un contexto de época. Su padre y sus camaradas, según Aníbal, actuaban convencidos de que estaban en una guerra contra el “terrorismo” y la “subversión”. La institución militar, jerárquica y verticalista, así les presentó la situación y así la asumieron. Exime a su padre de la responsabilidad penal de la que lo acusan y a la vez, busca comprender cuál es la lógica que llevaba a los militares a “abusar del poder del Estado” y asume su causa como colectiva. Aníbal explica a las autoras de “hijos de los 70” que parte de su búsqueda en la reflexión sobre lo que él considera “la tragedia de los 70”, es dialogar con hijos y familiares de desaparecidos y promover un pedido de perdón por parte de los militares.

Analía Kalinec: “Yo tengo a mi papá por un lado y al represor por otro. Son la misma persona pero en algún punto alguna disociación tiene que hacer mi cabeza.”

En este capítulo se presenta la historia de Analía, quien vive la reapertura de los juicios de lesa humanidad como un evento disruptivo en su vida, traumático y liberador a la vez. Conoció a partir de los juicios la segunda identidad de su padre Eduardo: el “Doctor K”. Ayudante de la policía Federal, fue juzgado por decenas de secuestros y torturas y, en los juicios, sus víctimas lo describían como uno de los verdugos más temibles. Hasta ese momento para Analía eran “la familia Ingalls” (p.143) pero la coyuntura política nacional la enfrentó a sus dramas domésticos. Años de psicoterapia la ayudaron a procesar el drama. Lejos de defender o intentar comprender a su padre, Analía dejó de visitarlo en la cárcel porque al mirarlo ya no ve a su padre, sólo ve al “Doctor K”.

Luciana Ogando: “No puede ser que porque ustedes fueron valientes y sufrieron mucho yo no pueda hacer lo que hace cualquier generación, que es cuestionar a la generación que la precedió.”

Luciana creció sabiendo muy poco sobre sus padres. Ya adulta exigió a su madre algunas respuestas y emprendió una búsqueda sobre su pasado y el de sus padres. Su padre Osvaldo fue secuestrado ilegalmente por segunda vez en 1977 y bajo tortura reveló datos a las fuerzas represivas. Logrando escapar fue enjuiciado por sus propios compañeros de militancia y luego fusilado. Luciana también se enteró, por ex compañeros de su padre, que él había mantenido durante años una relación con otro hombre, lo cual era motivo de preocupación para la moral de la agrupación Montoneros, asignándole una psicóloga para “tratar su conducta desviada”.

Sentada frente a las autoras del libro, Luciana explica que no fue fácil tomar la decisión de hacer pública su historia. Uno de los temores es que sea utilizada para relativizar la responsabilidad de los militares. Pero para ella “nada le quita responsabilidad a lo que hicieron los militares” (p. 208). Tampoco quiere impedirse hablar de cosas que aparecen como indecibles frente a los consensos establecidos. El lugar de “victima” le pesa incómodo e impuesto desde afuera. Su búsqueda, lejos del activismo o la adscripción a la militancia de sus padres, es en la psicoterapia construyendo su subjetividad y su propia voz: “Todas las herencias pueden ser cuestionadas” (p. 209) dice a las autoras.

Lejos de caer en una relativización complaciente que pretenda reconciliar, esta polifonía de voces evidencia conflictos de larga data y suma nuevos sentidos en pugna. Si bien algunas personas se repliegan a una búsqueda individual intentando trabajar su subjetividad, el libro muestra como muchas luchan por elevarse a la escena pública disputando espacios de legitimación. Los años 70 como período de intensa lucha política, lejos de haberse clausurado para pasar a ser un resto fosilizado de historia, siguen movilizando diversos actores en la actualidad.

Lo que pueden y eligen hacer estos hijos presenta una diversidad abrumadora, y una de las virtudes del libro es intentar no establecer una norma sobre lo que deberían hacer. Las distintas formas en que los hijos dan sentido a su experiencia, invitan a una labor de distanciamiento reflexivo que permita comprender los modos de acción y formas de construcción identitaria. Como parte de la heterogeneidad descrita, se encuentran personas que adscriben o impulsan identidades colectivas y otras que cuestionan su pertenencia a identidades establecidas y heredadas. Lo que sugiere un análisis comprensivo de estos casos es que las formas de activismo, el impulso o la adscripción a causas y los modos en que estos hijos construyen su identidad, no se derivan en forma automática de categorías pre-establecidas jurídicamente o por algún tipo de moral universal, más bien son el resultado de una constante disputa de sentidos.

Si bien no es una obra académica y no hay un análisis de los relatos con pretensiones científicas, “Hijos de los 70” tiene el mérito de poder ser leído desde perspectivas diversas. Al científico social lo proveerá de una valiosa paleta de sentidos, una materia prima inestimable para pensar lo social, en especial la clásica tensión entre “estructura y agencia”. En particular el antropólogo, acostumbrado a no separar artificialmente esferas de lo social aparentemente autónomas, tendrá a disposición dramas sociales donde lo político, el parentesco, las lealtades filiales, lo público y lo privado, forman un entramado inescindible.

El lector desprevenido quedará atrapado en una lectura compulsiva que sólo pide algunas pausas para sobreponerse a la violencia descrita, sobre todo por parte de los aparatos represivos del Estado.

Los interesados en reflexionar sobre el pasado reciente, podrán hacer uso de la audacia de las autoras al introducir voces ajenas a las zonas de consenso más hegemónicas en relación a la gestión de la memoria sobre los ´70.

Las implicancias del riesgo asumido por esa audacia, son atenuadas por la existencia de una mediación generacional siendo los hijos de los protagonistas directos de los años setenta los que hablan. Tal vez sea ésta, por ahora, una forma posible de abrir nuevas reflexiones. Paradójicamente, es la sensación de que algo se ha hecho —en relación al juzgamiento penal del terrorismo de Estado— lo que permite introducir nuevas voces sin una inhabilitación automática.

Es interesante abordar “Hijos de los 70” no como un muestrario de posicionamientos sobre un pasado reciente o una síntesis que pretenda ordenar, sino como un material que suma complejidad y expone una conflictividad que, lejos de clausurar, despliega nuevos problemas.

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