¡ENJAULAD A DODO, POR FAVOR! EL CUENTO DE QUE TODAS LAS PSICOTERAPIAS SON IGUAL DE EFICACES

César González-Blanch
Hospital Universitario Marqués de Valdecilla - IDIVAL, España
Laura Carral-Fernández
Hospital Universitario Marqués de Valdecilla - IDIVAL , España

¡ENJAULAD A DODO, POR FAVOR! EL CUENTO DE QUE TODAS LAS PSICOTERAPIAS SON IGUAL DE EFICACES

Papeles del Psicólogo, vol. 38, núm. 2, pp. 94-106, 2017

Consejo General de Colegios Oficiales de Psicólogos

Resumen: El veredicto del pájaro Dodo afirma que cuando las psicoterapias son comparadas entre sí ofrecen resultados similares, lo que sería consistente con la visión de que los factores comunes son los ingredientes más potentes para conseguir los beneficios de las psicoterapias. Este trabajo revisa el debate en torno a este asunto, resalta algunas cautelas en las conclusiones que se pueden extraer de él y discute, con el reconocimiento de las debilidades de la investigación en este campo, los motivos por los que el debate sigue vivo. Finalmente, se sugiere cómo esto puede contribuir a la investigación y a la atención a los pacientes.

Palabras clave: Veredicto del pájaro Dodo, Equivalencia de tratamientos, Meta-análisis, Investigación en psicoterapia, Factores comunes.

Abstract: The Dodo bird verdict states that when the psychotherapies are compared with each other they yield similar outcomes, which is consistent with the view that common factors are the most potent ingredients for producing the benefits of psychotherapy. This paper reviews the debate around the issue, highlights some caveats in the conclusions that can be drawn from it, and discusses, with recognition of the weaknesses of the research in this field, the reasons for the debate still being alive today. Finally, a number of suggestions are offered with regards to how this can contribute to research and to patient care.

Keywords: Dodo bird verdict, Treatment equivalence, Meta-analysis, Psychotherapy research, Common factors.

Dodo es el pájaro más citado de la Psicología. Se trata de un personaje de Alicia en el País de la Maravillas que resuelve una carrera con un planteamiento alocado (cada uno empezaba por donde y cuando quería, y paraba a su antojo) con la sentencia “Todos han ganado, y todos deben tener premio”. En Psicología, el veredicto del pájaro Dodo ha valido para representar metafóricamente la idea de que todas las psicoterapias obtienen resultados equivalentes. De aquí se ha postulado que lo que prevalece en la eficacia de los tratamientos son los factores comunes referidos al paciente, al terapeuta, a la relación entre ambos, a la estructura de la terapia o al proceso terapéutico en sí, más que los componentes específicos de cada orientación terapéutica (Wampold, 2007).

El presente artículo pretende repasarla historia de este debate, resaltar algunas de las limitaciones que deben contener las conclusiones que de él se pueden obtener y, por último, argumentar sobre los motivos por los que el debate sigue, como en el cuento, sin un claro final.

LA HISTORIA DEL VEREDICTO DE DODO

El primer referente de este veredicto de Dodo se encuentra en 1936 un artículo de Rosenzweig (1936), que contiene la primera formulación de la preponderancia de los factores comunes en psicoterapia. Unas cuantas décadas después, la idea fue rescatada en una revisión cualitativa de la literatura que concluye que no existen efectos diferenciales entre los tratamientos (Luborsky, Singer y Luborsky, 1975). Smith y Glass (1977) fueron los primeros en hacer la primera revisión cuantitativa (meta-análisis) tratando de resumir los datos de 375 estudios. Concluyeron, por una parte, que todas las psicoterapias eran más eficaces que el no-tratamiento; por otra, que las diferencias entre las escuelas eran en la práctica despreciables, por lo que, en definitiva, no estaba justificada la reivindicación de que unas eran superiores a otras. Aunque el tamaño del efecto entre terapias es grande para unas (0.91 para la desensibilización sistemática) y pequeño-medio en otras (0.26 para la Gestalt), la conclusión se sostiene en la agrupación de las terapias entre conductuales y no-conductuales (entre las que incluye, junto a la rogeriana y las psicodinámicas, algunas cognitivas). Quizá porque el meta-análisis no había logrado la veneración que tiene en la actualidad, Hans Eysenk, conocido por su polémica afirmación de la ineficacia de todas las psicoterapias (salvo la conductual), se refirió a este estudio como una “mega-tontería” (Eysenck, 1978). La controversia ha continuado desde entonces con análisis, meta-análisis y análisis de los meta-análisis. A cada estudio le sigue una réplica (no rigurosamente en el sentido experimental) que cuestiona las conclusiones anteriores a partir de un análisis, en muchos casos, con nuevos criterios.

Atendiendo a las críticas que recibió el estudio de Smith y Glass (1977), principalmente por la inclusión de estudios de baja calidad metodológica, Shapiro y Shapiro (1982) diseñaron un nuevo meta-análisis con aquellos estudios que incluían comparaciones entre tratamientos además de un grupo control. De los 143 estudios examinados, encuentran diferencias en el tamaño del efecto que van desde 1.06 (lo que equivale a un tamaño del efecto grande) para las terapias conductuales y las cognitivas hasta 0.40 (entre pequeño y medio) para las psicodinámicas/humanistas, si bien éstas están pobremente representadas y pueden haber sido intervenciones de “hombres de paja”, pensadas para no ofrecer resultados terapéuticos. La conclusión de los autores es que existen diferencias modestas entre tratamientos. Dentro de una crítica general al procedimiento meta-analítico, Wilson y Rachman (1983) criticaron del estudio Shapiro y Shapiro (1982) que el análisis era poco representativo de la investigación y la práctica clínica. Shadish, Matt, Navarro y Phillips (2000) analizaron estudios que fueran representativos de los pacientes y tratamientos de la “vida real”. Encontraron diferencias moderadas entre tratamientos (la media del tamaño del efecto entre tratamientos era de 0.41) a favor de los tratamientos conductuales frente a los no-conductuales, y el efecto era mayor cuando se utilizaban medidas de resultados específicamente relacionadas con los objetivos de la terapia.

El meta-análisis de Wampold et al. (1997) supone la prueba más directa al veredicto de Dodo. A diferencia de los anteriores intentos, aquí sólo incluyeron estudios que compararan psicoterapias “bona fide” entre sí, esto es, aquellos tratamientos en las que hay una clara intención de terapéutica, ofrecidas por terapeutas entrenados, con fundamentos psicológicos y disponibles para la comunidad terapeutas (podría traducirse la expresión como psicoterapias en toda regla). Por otra parte, evitaron clasificar los tratamientos en categorías generales (por ejemplo, conductuales, psicodinámicas…) para evitar el cuestionamiento de la validez de estas categorizaciones. Si bien el tamaño del efecto medio de las distintas terapias era de 0.19 (entiéndase, pequeño), un segundo análisis, en torno a la homogeneidad medida con el estadístico Q, reducía, de acuerdo con la hipótesis de los autores, la media de los tamaños del efecto a prácticamente cero, lo que confirmaba la equivalencia de las psicoterapias.

El estudio deWampold et al. (1997) ha sido criticado por varios motivos. Primero, se ha observado que alrededor del 69 - 80 % de los estudios incluidos en ese meta-análisis implicaban comparaciones entre distintas formas de terapia cognitivo-conductual (terapia cognitiva, desensibilización, exposición, relajación, entrenamiento en habilidades…), lo que puede encubrir los efectos diferenciales con las otras terapias (Crits-Christoph, 1997; Hunsley y Di Giulio, 2002). Además, según Crits-Christoph (1997), sólo alrededor de un 45% de los 114 artículos tenían por objeto de tratamiento un trastorno DSM, y alrededor de un tercio de los estudios tenían muestras pre-clínicas de estudiantes. Así, de los 114 estudios, Crits-Christoph (1997) rescata 29 estudios independientes, que no comparaban distintas formas de terapia cognitivo-conductual y que no incluían a estudiantes. De esta submuestra, al menos 14 estudios ofrecían algunas diferencias significativas entre estudios con un tamaño del efecto grande (Crits-Christoph, 1997). Wampold et al. (1997) señalan apropiadamente que, dentro de un conjunto de casi 3.000 variables dependientes, siempre pueden encontrarse contraejemplos si hacemos una selección post-hoc de algunas variables. De modo general, la contrarréplica a las críticas recibidas se apoya en la idea de que los efectos diferenciales de las terapias son, como mucho, débiles. Tampoco la Tierra es perfectamente esférica, dicen, y no por esto pasa a ser plana (Wampold et al., 1997). Un símil que, bien visto, puede valer tanto para defender como para contrarrestar los argumentos a favor del veredicto de Dodo.

Puede entreverse en lo reseñado que la confrontación en torno a Dodo se polariza entre quienes defienden la existencia de diferencias entre las psicoterapias, generalmente a favor de terapias cognitivo-conductuales, y quienes sostienen que los datos confirman que todas las terapias funcionan por igual y que, en consecuencia, habría que buscar en los elementos inespecíficos o comunes la clave del éxito. Un debate que continúa generando una sucesión de análisis y re-análisis de los estudios sobre la eficacia de las psicoterapias (ver Baardseth et al., 2013; Marcus, O’Connell, Norris y Sawaqdeh, 2014; Tolin, 2010). Significativamente, algunos de los meta-análisis, como el de Shapiro y Shapiro (1982) o de Smith y Glass (1977), son referenciados tanto en apoyo (por ejemplo, Wampold et al., 1997) como en contra (por ejemplo, Tolin, 2010) del veredicto de Dodo.

ALGUNAS CAUTELAS EN LA GENERALIZACIÓN DE LOS RESULTADOS

Con la cuestión principal pendiente de resolverse, conviene ser cautelosos sobre las conclusiones que pueden derivarse de los datos disponibles. Sean o no sean significativas estadística o clínicamente las diferencias entre tratamientos halladas por la investigación, el veredicto de la equivalencia no debería generalizarse más allá de los tratamientos estudiados. De los varios centenares de psicoterapias disponibles, apenas puede decirse que unas pocas de ellas hayan sido evaluadas con algún rigor experimental. Incluso en los campos más estudiados, hay serias limitaciones. A pesar de que más de un centenar de estudios han comparado los resultados de distintas psicoterapias para adultos con depresión, ninguno de esos estudios tiene potencia suficiente para detectar diferencias clínicamente significativas (Cuijpers, van Straten, Bohlmeijer, Hollon y Andersson, 2010).

La mayor parte de los trastornos, unos 300 en el DSM-IV, no tienen estudios comparativos entre terapias con un adecuado control por lo que tampoco sería razonable a partir de los datos disponibles sostener que dos terapias son igual de eficaces en cualquiera de los trastornos que podemos encontrar descritos en los manuales de psicopatología. Bien puede suceder que no existan diferencias o éstas sean mínimas entre terapias ofrecidas competentemente para un trastorno (por ejemplo, la depresión) pero sí se encuentren diferencias importantes para otro (por ejemplo, la agorafobia) (Chambless, 2002). De hecho, se ha observado que los meta-análisis que comparan datos de todo tipo de tratamientos, clientes y condiciones pueden no ser demasiado apropiados para los clínicos, puesto que los efectos diferenciales significativos entre tratamientos para un trastorno pueden ser “compensados” por los efectos contrarios en otras condiciones o “barridos” por una tendencia general a no hallar diferencias significativas (Chambless, 2002). Podemos encontrar varios estudios comparativos entre terapias para trastornos depresivos o ansiosos, pero en el campo, por ejemplo, de las psicosis o las adicciones son todavía muy escasas las comparaciones directas entre terapias. Las mismas cautelas deben tenerse respecto a la generalización de los resultados de estudios en adultos con un trastorno mental a otras poblaciones como la de niños y adolescentes, la de personas mayores, o para personas con patologías crónicas o con comorbilidades psíquicas o físicas (Hofmann, Asnaani, Vonk, Sawyer y Fang, 2012).

Otro aspecto a tener en cuenta es que, si bien hay mucha literatura, más o menos rigurosa, sobre los beneficios de las psicoterapias, es casi inexistente la literatura sobre los efectos perjudiciales de las mismas (Lilienfeld, 2007; Mohr, 1995). La elección de la psicoterapia apropiada para un caso debería basarse no solo en los beneficios esperados, sino también en la seguridad de las mismas. La más aventurada de las interpretaciones de los meta-análisis reseñados sería la que llevase a suponer que terapias, pongamos por caso, tan alocadas como la del “Abrazo Forzado” que a lo sumo tienen algún apoyo anecdótico, pero ninguno experimental, y con un alto potencial de causar daño (Mercer, 2005), quedan amparadas por la supuesta equivalencia de los efectos de todas las terapias para todas las condiciones. Una encuesta reciente, con datos de casi 15.000 personas que recibieron tratamiento psicológico para la ansiedad y la depresión en Inglaterra y Gales, sugiere que alrededor de 1 de cada 20 piensa que el tratamiento psicológico recibido tuvo un efecto adverso duradero (Crawford et al., 2016). De hecho, los pacientes pueden estar subestimando el daño, porque se ha encontrado que entre el 5% y 10% de los pacientes adultos que participan en ensayos clínicos de psicoterapias terminan peor que al inicio del tratamiento (Lambert y Ogles, 2004), más aun, es esperable que en la práctica clínica ordinaria la situación sea más desventajosa: los resultados sugieren tasas de deterioro de hasta el 14% en algunos lugares (Hansen, Lambert y Forman, 2002). Además, en un contexto en el que se asume que hay tratamientos eficaces para gran variedad de problemas y trastornos, debe tenerse presente que el problema más común de una terapia ineficaz no es el daño que causa, sino que priva de los beneficios esperados con otra terapia, y alarga innecesariamente el malestar. Si bien hay iniciativas destinadas a consignar las terapias eficaces para distintos trastornos (por ejemplo, Australian Psychological Society, 2010; Chambless y Ollendick, 2001; Nathan, Gorman y Salkind, 2005), menos esfuerzo se ha dedicado a informar de las terapias sin apoyo empírico o con efectos potencialmente adversos.

EL META-ANÁLISIS: PROS Y CONTRAS

Desde que el psicólogo Gene Glass acuñara el termino meta-análisis (Glass, 1976), este tipo de análisis ha ganado un notable prestigio, sobre todo en las últimas dos décadas, considerándose la forma de revisión sistemática de mayor rigor científico. La acumulación de investigaciones y de publicaciones hace inabarcable la pretensión de estar al día leyéndolo todo. En comparación con los estudios originales, los meta-análisis tienen ventajas propias: permite una mayor generalización de sus resultados respecto de los ensayos clínicos individuales, puesto que las muestras se extraen de distintas poblaciones. El meta-análisis mejora tanto el poder de los estudios pequeños o no concluyentes para responder preguntas como la capacidad para valorar y explicar las discrepancias entre los resultados de distintos estudios. Además, el meta-análisis facilita la identificación de tendencias que en estudios individuales pueden pasar inadvertidas y permite detectar áreas en las que es preciso mayor investigación.

Sin embargo, como cualquier otro análisis, distintos supuestos y métodos pueden proporcionar distintas respuestas. En función de los estudios incluidos (y los excluidos), los tipos de análisis y la interpretación de los resultados, podemos aceptar o rechazar la hipótesis, en este caso, de la equivalencia o no de las psicoterapias. Entre los sesgos que pueden afectar a resultados de los meta-análisis, uno especialmente problemático es el llamado sesgo de publicación, esto surge cuando la probabilidad de que un estudio sea publicado no es independiente de sus resultados, en otras palabras, se refiere a la tendencia a publicar resultados positivos y guardar en el cajón los negativos. Por otra parte, los meta-análisis no pueden mejorar la calidad de los estudios originales y están expuestos a problemas derivados del mal manejo de los sesgos. Por ejemplo, está claro que en psicoterapia es más difícil aplicar procedimientos de enmascaramiento que en el estudio con fármacos, particularmente el doble ciego. Pero sólo aproximadamente el 45% de los ensayos de psicoterapia (en contraste con el 98% en los ensayos de medicamentos) se aplica una evaluación ciega de los resultados (Huhn et al., 2014). Los pocos meta-análisis que examinan la aplicación de doble o simple ciego han constatado la existencia de sesgos en el sentido de que, por ejemplo, los ensayos que aplican procedimientos de enmascaramiento tienen tamaños del efecto más bajos que aquellos estudios que no han procurado encubrir de algún modo durante el estudio qué tratamiento era el eficaz. Por ejemplo, los ensayos de psicoterapia para la depresión de menor rigor metodológico (y el enmascaramiento es un indicador claro de eso) en general tuvieron un tamaño del efecto mayor que los ensayos de mayor calidad (Cuijpers et al., 2010). Entre los factores que pueden agrandar artificialmente los tamaños del efecto de los meta-análisis sobre psicoterapias es especialmente relevante la incorporación de estudios con muestras pequeñas y potencia insuficiente (Kuhberger, Fritz y Scherndl, 2014).

En suma, la validez de los meta-análisis es susceptible de ser afectada por la calidad metodológica de los estudios incluidos, por los diferentes tipos de sesgos de publicación y por la elección de los criterios de inclusión de los estudios (Finckh y Tramer, 2008).

TODO POSITIVO, NUNCA NEGATIVO

La ciencia tiende a confirmar hipótesis, y aparentemente lo logra casi siempre. Según Fanelli (2010) más del 80 % de los estudios publicados rechazan total o parcialmente la hipótesis nula, esto es, encuentran las diferencias o las asociaciones buscadas. La Psicología (junto con la Psiquiatría) es la más propensa a publicar resultados positivos, hasta 5 veces más en la comparación con las ciencias del espacio, que están en el otro extremo de la lista (Fanelli, 2010). No es una observación nueva, en 1959 Theodore Sterling analizó algunas revistas de Psicología y encontró que casi el 97 % rechazaban la hipótesis nula (Sterling, 1959); 30 años después los resultados no habían cambiado demasiado: el 94 % de los estudios mostraban resultados positivos, lo que sugiere que muchos estudios con resultados negativos se quedan sin publicar. Las revistas médicas con las que compararon los resultados tenían “sólo” un 85 % de resultados positivos (Sterling, Rosenbaum y Weinkam, 1995).

Siendo este sesgo general importante, no necesariamente invalida los resultados de un estudio en particular y las conclusiones que de él se derivan. El problema es que los sesgos también se dan dentro de los estudios individuales. La estimación de la frecuencia de artículos sesgados en la prestigiosa revista Psychological Science, que se presenta como la referencia para la mejor investigación en el campo, dio como resultado que el 82% de los artículos analizados estaban sesgados (Francis, 2014). Esto sí que cuestiona la validez de muchos de los artículos publicados.

El afán por alcanzar el famoso umbral de la significación estadística ha sido descrito como el “sucio secretito” de la Psicología (Lambdin, 2012). En contra de lo que es razonable esperar, es tres veces más probable encontrar estudios de Psicología que alcanzan la significación estadística por poco que estudios que se queden a poco de lograrla (Kuhberger et al., 2014). Es sabido que la flexibilidad en la recolección de datos y en su análisis permite presentar cualquier resultado como significativo (Simmons, Nelson y Simonsohn, 2011). Estudios sobre psicoterapia que se presentan con resultados positivos pueden ser básicamente estudios en los que no se debería haber rechazado la hipótesis nula, pero que una vez analizados se ha ignorado el resultado primario y se ha puesto el énfasis en un análisis post-hoc de variables secundarias o de subgrupos. Por poner un ejemplo, la eficacia de la Terapia de Aceptación y Compromiso (por sus siglas en inglés, ACT) para la psicosis estuvo inicialmente avalada por un ensayo clínico que informaba que cuatro sesiones habían reducido a la mitad las rehospitalizaciones en pacientes con psicosis en un seguimiento de cuatro meses (Bach y Hayes, 2002). Una elocuente gráfica con el análisis de supervivencia subrayaba la bondad del tratamiento respecto al tratamiento usual. El estudio ha sido citado en múltiples ocasiones en la literatura. Sin embargo, las rehospitalaciones ni siquiera son una medida recomendada para los estudios centrados en recaídas. Más bien puede ser que su elección fuera una decisión a la vista de los datos del ensayo, una forma, por tanto, de embellecer inadecuadamente el artículo. El hecho de que los síntomas llegasen a duplicarse en el seguimiento en el grupo que recibió la ACT respecto al grupo control era interpretado por los autores como una medida indirecta de la aceptación, en definitiva, como un respaldo a la terapia. Sin embargo, el malestar emocional que los síntomas generaban, en contra de lo que podíamos suponer por la teoría de la ACT, no era menor para la ACT que para el grupo control. Si cambiaba en cambio la credibilidad en los síntomas, que se supone no es objeto de abordaje directo por parte de este tipo terapia, sino algo más propio de la terapia cognitiva.

Esto no va en contra del uso de la estadística y del método científico, sino de su mal uso y en particular contra la malinterpretación del nivel de significación alfa y su sobreestimación frente a los demás parámetros que nos ofrece el análisis estadístico. Un porcentaje inaceptablemente alto de psicólogos investigadores reconocen haber realizado alguna forma de mala práctica, de las que pueden distorsionar los resultados, con objeto de obtener datos positivos. Aunque sólo una mínima parte llegue a falsificar deliberadamente los datos, otros hábitos, como sólo informar de algunas variables dependientes o decidir recoger más datos si no se alcanza la significación, son mucho más comunes (John, Loewenstein y Prelec, 2012).

Esta tendencia a lo positivo se combina con el afán de los autores, editores y revisores por lo novedoso frente a la réplica de trabajos. Un análisis de una muestra de 500 artículos de Psicología publicados desde 1900 reflejó que alrededor del 1 % eran réplicas de estudios previos y, a diferencia de lo que sucede en otras disciplinas, la mayoría confirmaban los resultados (Makel, Plucker y Hegarty, 2012). La baja potencia estadística de los estudios, las prácticas de investigación cuestionables y la tendencia a la publicación de los resultados estadísticamente significativos se han propuesto como los principales factores que contribuyen a la crisis replicabilidad en la Psicología (Ioannidis, 2014; Nosek, Spies y Motyl, 2012; Open Science Collaboration, 2015).

De este modo tenemos la tendencia a presentar estudios con resultados positivos reforzada por la falta de réplicas independientes que corroboren o refuten sus conclusiones. Esto crea una ciencia de relumbrón, con muchos resultados rutilantes pero a la larga poco fiables. En el campo de la investigación psicoterapéutica puede esperarse que estos efectos (o defectos) favorezcan, en suma, la impresión de que todo funciona y todo vale.

Estas prácticas, que desvirtúan los resultados de la investigación, no afectan sólo a los estudios sobre la eficacia de las psicoterapias, ni siquiera de modo general a la investigación en Psicología (Chan y Altman, 2005), aunque sí parece que nuestra disciplina es especialmente vulnerable a ellas (Fanelli, 2010). Por lo que algunas soluciones propuestas para minimizar estos sesgos, tales como el registro público previo del plan del ensayo clínico y su fiel reflejo en los datos presentados en el artículo (De Angelis et al., 2004), no nos deberían ser ajenas. Sin embargo, un estudio reciente sobre estas prácticas informaba que el registro público del protocolo y la presentación de artículos con los resultados primarios se da en menos del 20% (32 de 170) de los ensayos sobre el tratamiento de la depresión. Además, los ensayos con psicoterapia eran menos propensos a ser debidamente registrados y publicados que los ensayos con antidepresivos (Shinohara et al., 2015).

LA LEALTAD AL MODELO PSICOTERAPÉUTICO

Está fuera de la pretensión de este escrito hacer un pormenorizado repaso de los potenciales sesgos de los estudios, pero conviene señalar al menos otro que afecta directamente a los estudios comparativos de psicoterapias: la lealtad al modelo psicoterapéutico. Este sesgo tiene que ver con una mayor probabilidad de encontrar resultados positivos a favor del modelo al que uno está adscrito. Éste es un sesgo con efecto sustancial y robusto en los estudios comparativos de psicoterapias (Luborsky et al., 1999; Munder, Brutsch, Leonhart, Gerger y Barth, 2013), en especial puede esperarse en los estudios en los que un mismo terapeuta aplica más de un tratamiento. Sin embargo, sólo alrededor de un 3% de los estudios miden este efecto y la mayoría ni siquiera lo mencionan (Falkenstrom, Markowitz, Jonker, Philips y Holmqvist, 2013). Aunque algunos de los meta-análisis comentados se han esforzado por controlarlo (por ejemplo, Tolin, 2010), su control a posteriori no deja de ser problemático y puede ser una fuente de nuevos sesgos. En el estudio de Luborsky y colaboradores obtienen que una combinación de tres métodos distintos de valorar la lealtad al tratamiento puede explicar cerca del 70% de los resultados, si bien, los tres métodos sólo correlacionaban débilmente entre ellos, lo que sugiere que cualquier método puede estar midiendo algo más (y algo distinto) que lo cada uno de ellos asume que es la lealtad del terapeuta al modelo (Luborsky et al., 1999). Una implicación de esto es que intentar una corrección del efecto a posteriori puede ser en realidad una sobrecorrección que barra las diferencias reales entre tratamientos. Por este motivo, parece más adecuada la propuesta de controlar el efecto haciendo que, tanto en los estudios individuales como en las revisiones, los investigadores participantes representen a distintas corrientes terapéuticas.

¿QUÉ ES EFICAZ EN LA PSICOTERAPIA EFICAZ?

Rosen y Davison (2003), en su crítica a la postura de la División 12 de la APA sobre el listado de tratamientos con apoyo empírico, utilizan un ejemplo para ilustrar la importancia de centrarse más en los mecanismos de acción con apoyo empírico que en la terapias de modo general. Supongamos, dicen, que un clínico pide a sus pacientes con fobia conducir que lleven un sombrero morado con unos imanes mientras aplica relajación y otras técnicas cognitivas durante la práctica in vivo. El clínico llama a este método la “Terapia del Sombrero Morado” (TSM), y sostiene que los imanes reorientan los campos de energía, aceleran procesamiento de la información, mejoran la coherencia interhemisférica y, para el caso, eliminan la evitación fóbica. La terapia es más eficaz que el tratamiento control. El inventor de la terapia atribuye su eficacia a que el paciente usa el sombrero morado durante las sesiones de exposición. A partir de ahí, se pueden publicar artículos sobre la TSM, organizar talleres de formación para terapeutas sobre el uso y colocación de los imanes del sombrero y, por supuesto, aplicar sesiones de terapia con todo el aparataje del TSM. Si todo esto suena demasiado estúpido, vienen a decir los autores, piensen en el desarrollo de algunas terapias, como la terapia de Desensibilización y Reprocesamiento por los Movimientos Oculares (por sus siglas en inglés, EMDR). De esta terapia se ha dicho que lo que es eficaz no es nuevo (esto es, desensibilización y reprocesamiento), y lo que es nuevo no es eficaz (esto es, movimientos oculares) (McNally, 1999).

La orientación a los mecanismos de cambio de las terapias no resuelve el problema, pero permite avistar la complejidad de la comparación entre terapias. Por ejemplo, Paunovic y Ost (2001) diseñaron un ensayo para investigar la efectividad comparada de la terapia de exposición y la terapia cognitivo-conductual (TCC) en el tratamiento del trastorno de estrés postraumático y no encontraron diferencias entre los tratamientos en ninguna medida. Como observan Neudeck y Wittchen (2012), ningún paciente estaría de acuerdo en exponerse a un estímulo temido sin una instrucción previa o la justificación de la finalidad de dicho procedimiento (en lo que pueden incorporarse elementos importantes de la terapia cognitiva), por otro lado, la TCC suponía en su última fase probar la validez de las hipótesis del paciente con “experimentos conductuales”. Por lo que determinar los ingredientes activos de ambas terapias puede ser difícil y, si son compartidos, estudiar la eficacia comparada es imposible.

Asumiendo que no todas las terapias, con ingredientes activos eficaces, funcionan igual con todas las personas (pacientes y, por qué no, terapeutas), hay otra cuestión por resolver. En un momento en que crece el interés de los investigadores en el campo sanitario en general por los tratamientos personalizados, sabemos que desde hace tiempo se viene reconociendo que la investigación en psicoterapia no sólo debe centrarse en los efectos de los tratamientos, sino también en qué tratamiento y por quién es el más eficaz para este individuo con este problema en particular y bajo qué circunstancias (Paul, 1967). Estas características pueden incluir variables socio-demográficas y clínicas, preferencias del paciente o marcadores biológicos. Para este propósito de identificar predictores y factores moderadores de la respuesta diferencial al tratamiento es esencial la comparación directa entre distintos tratamientos (Simon y Perlis, 2010).

Cuijpers y colaboradores (Cuijpers, Ebert, Acarturk, Andersson y Cristea, en prensa) llevaron a cabo un meta-análisis de estudios que comparaban dos psicoterapias directamente con pacientes deprimidos con una característica específica (por ejemplo, pacientes con VIH o con cáncer o personas mayores). Se centraron en la comparación de los 6 tipos más estudiadas de psicoterapia para depresión en adultos (esto es, TCC, psicoterapia interpersonal, terapia de solución de problemas, activación conductual, terapia psicodinámica y counseling no directivo). Un total de 27 características específicas fueron analizadas en los estudios que reunían los criterios de inclusión. El resultado es que la TCC era más eficaz que otros tipos de psicoterapia en pacientes mayores, en pacientes con adicciones comórbidas y en estudiantes universitarios. Para los demás tipos de terapias no había suficiente potencia estadística para hallar diferencias entre ellas. Pero si se utilizaba un criterio más conservador de la relevancia clínica (un tamaño del efecto de g = 0.24, lo que suponía un mínimo de 16 estudios por característica), no había potencia suficiente para ninguna de las características. Esto lleva a concluir a los autores que el examen de los efectos comparativos de diferentes psicoterapias en grupos específicos no es probablemente la forma más eficiente para desarrollar tratamientos personalizados. Los autores estimaban que, si la producción de estudios comparativos continuaba al mismo ritmo que hasta la fecha, se tardaría más de 300 años para examinar las 27 características en las psicoterapias más populares cuando se adopta un umbral de relevancia clínica más laxo, y más de 1.300 años, cuando se utiliza un umbral más estricto (Cuijpers et al., en prensa). En cualquier caso, no tenemos porque suponer que el desarrollo de la investigación en psicoterapia va ir al mismo que ritmo que hasta la fecha, nuevas tecnologías como la minería de datos (data mining) y el aprendizaje automático (machine learning) tienen un gran potencial para transformar la investigación en salud mental mediante análisis secundarios, como ya lo hacen en otras áreas (Dipnall et al., 2016).

Aparte de los factores específicos de las terapias y todo lo que sucede en ellas (incluido lo que podría entenderse de modo no peyorativo como el efecto placebo y otros efectos relacionados con las expectativas), hay varios fenómenos ajenos al tratamiento que pueden influir igualmente en la respuesta al mismo. Comentamos brevemente dos de ellos: la remisión espontánea y la regresión a la media. La evolución natural de los trastornos psicológicos no siempre tiende a la cronicidad sino que en ocasiones los síntomas remiten espontáneamente sin necesidad de intervención alguna. Un meta-análisis reciente de los casos no tratados de depresión mayor sugiere que la mitad remiten espontáneamente al año (Whiteford et al., 2013), un dato que sugiere, por un lado, que la prevalencia de los trastornos en la comunidad no es en sí un indicador adecuado de la necesidad de tratamiento y, por otro, que podemos estar sobreestimando el efecto de los tratamientos en la recuperación de la depresión u otros trastornos. Por otra parte, la regresión a la media, que tiene que ver con la tendencia a que valores extremos tiendan a acercarse a la media si los medimos en varias ocasiones a lo largo del tiempo, puede estar igualmente reforzando la impresión del clínico de que todo funciona. Dado que los pacientes suelen iniciar el tratamiento, o ser seleccionados para un estudio, cuando se encuentran peor de lo habitual (esto es, puntúan alto en escalas que miden el malestar emocional), se puede esperar que tras el inicio del mismo se observe una “mejoría”, que equivocadamente puede atribuirse a la intervención. Estos fenómenos no solo afectan al clínico, sino también a los estudios con análisis pre-post sin un grupo control.

EL HECHIZO DE LA RELACIÓN TERAPÉUTICA

Asumiendo que las diferencias halladas en los estudios comparados de psicoterapias son pequeñas o sólo en algunos subgrupos de pacientes, algunos han postulado que la clave de la mejoría podría estar en los factores comunes de los tratamientos (Wampold, 2015). Ésta sería una solución más parsimoniosa que suponer muchos mecanismos diferentes que producen resultados similares. La corriente de los factores comunes busca determinar los principales ingredientes que las distintas terapias comparten entre sí. La creencia subyacente es que estos elementos comunes son más importantes para dar cuenta del éxito terapéutico que los aspectos específicos que distinguen a las terapias. Desde esta perspectiva, los modelos y las técnicas específicas no son importantes como mecanismo de cambio, sino porque proporcionan una justificación plausible de la terapia al paciente y al terapeuta.

Rosenzweig (1936) fue uno de los primeros en escribir sobre posibles factores comunes que pueden operar en distintas terapias. Sin embargo, una de las más influyentes contribuciones se debe a Jerome Frank (1961). Frank identificaba cuatro factores comunes compartidos por distintas formas de psicoterapia y por la mayoría de las prácticas curativas (como los rituales sanadores de las culturas no occidentales) que han sido pensadas para hacer frente a la característica compartida por todas las personas que acuden a terapia: la desmoralización (Frank y Frank, 1991). En concreto, Frank señala que esos factores compartidos por las prácticas sanadoras son: (a) una relación con carga emocional basada en la confianza del paciente en la competencia del terapeuta y en su deseo de ayudar; (b) un contexto institucional socialmente aceptado y legitimado, que en sí mismo aumenta las expectativas de ayuda del paciente; (c) una justificación (o mitología) que ofrece una explicación de los problemas y de los procedimientos para conseguir el cambio del paciente; y (d) las tareas y procedimientos (o rituales) que demuestran la competencia del terapeuta y dan al paciente un pretexto para el cambio (Frank, 1961). Desde entonces, varios investigadores han contribuido a identificar distintas categorías de factores comunes que han orientado desarrollos conceptuales e impulsado estudios empíricos. El defensor más conocido hoy en día de esta visión de la investigación en psicoterapia es Bruce Wampold (Laska, Gurman y Wampold, 2014; Wampold, 2015).

Con el tiempo, el número de factores comunes que se han descrito ha ido aumentando hasta acercarse al centenar (Grencavage y Norcross, 1990). Estos autores los organizan dentro de cinco categorías de orden superior: características de los pacientes, cualidades terapeuta, los procesos de cambio, la estructura de tratamiento y los elementos de la relación terapéutica (Grencavage y Norcross, 1990). Se ha afirmado repetidamente que los factores comunes explican alrededor de un 45% de la varianza del resultado de una terapia, comparado con el 15% que es atribuible a las técnicas terapéuticas específicas (Lambert, 1992). El factor común más estudiado es la alianza terapéutica, que ha sido señalado como el principal predictor del cambio en las distintas modalidades terapéuticas (Horvath, Del Re, Fluckiger y Symonds, 2011).

Las premisas que subyacen a la hipótesis de factores comunes son que (a) los diferentes enfoques terapéuticos son relativamente equivalentes en eficacia; (b) estas orientaciones o enfoques para el tratamiento proponen diferentes teorías de la psicopatología, tratamiento y el cambio; (c) los factores comunes puede ser la explicación más parsimoniosa de la equivalencia observada en eficacia; y (d) un terapeuta con una “personalidad competente” usando cualquier teoría del cambio que implemente un tratamiento con algo de coherencia puede ayudar a lograr resultados positivos (Lambert y Ogles, 2014).

Esta visión no ha estado exenta de cuestionamientos y posturas enfrentadas. Se cuestiona su cientificidad basada en una “ingeniera inversa” que intenta extraer las estrategias terapéuticas básicas induciéndolas de un conjunto heterogéneo de resultados de meta-análisis y revisiones (Baker y McFall, 2014) y que, además, algunos factores no han sido operativizados de modo que puedan ser estudiados empíricamente (Weinberger, 2014). Por otra parte, se ha criticado que muchos de los identificados como factores comunes (por ejemplo, la esperanza y la expectativa) son en realidad el resultado de un proceso relacional más que propiamente mecanismos de cambio terapéutico, sin que podamos determinar cómo activarlos o cómo participan en el complejo proceso de cambio (Sexton, Ridley y Kleiner, 2004). En esta línea, también se cuestiona la capacidad de este enfoque para guiar la práctica clínica y la formación práctica (Chambless, 2002) y que, en suma, la idea de que lo esencial no son los elementos específicos de la terapia conlleva un mensaje que puede aumentar la distancia entre la investigación y la práctica clínica (Sexton et al., 2004).

En contra de la primacía de los factores comunes, hay que tener presente que efectivamente algunas terapias sí parecen funcionar mejor que otras en algunos trastornos (Chambless, 2002). Esto ha sido asumido, de alguno modo, hasta por los principales valedores del enfoque de los factores comunes en alguno de sus artículos, al reconocer la superioridad a corto plazo de las terapias conductuales para trastornos como las fobias (Frank, 1979; Luborsky et al., 1975) .

Un meta-análisis de la literatura general de la alianza terapéutica halló un tamaño del efecto pequeño-medio de la correlación entre la alianza y resultado de la terapia (Martin, Garske y Davis, 2000). Incluso si la alianza terapéutica fuera el factor más importante, todavía se necesitaría entrenar a los terapeutas en los procedimientos que permiten que pueda lograrse una buena alianza terapéutica para cada caso (Fonagy y Clark, 2015). También es importante tener en cuenta que el uso de diseños de investigación débiles puede llevar a exagerar la importancia de este factor. La alianza se mide a menudo tarde en la terapia cuando algunos pacientes ya han mejorado. La correlación entre la alianza y el resultado puede por lo tanto ser una consecuencia, en lugar de una causa, de mejoría clínica. La alianza tardía se relaciona con el resultado de la terapia, pero no la alianza temprana (Feeley, DeRubeis y Gelfand, 1999). Los estudios de la alianza terapeuta-paciente raramente miden la competencia con que se ofrece el tratamiento, por lo que no se puede descartar la posibilidad de que la valoración positiva de la alianza refleje la competencia y sensibilidad con la que se ha ofrecido el tratamiento (Fonagy y Clark, 2015). Se ha observado que los terapeutas que ofrecen el tratamiento con alto grado de fidelidad al modelo de tratamiento tienen significativamente mejores resultados que los que no (Durlak y DuPre, 2008).

Estudios recientes sugieren que la calidad de la alianza entre el terapeuta y el paciente depende más de las acciones o características del terapeuta que de los pacientes, por lo tanto, el terapeuta, y lo que él hace, sería lo más importante para lograr resultados beneficiosos (Del Re, Fluckiger, Horvath, Symonds y Wampold, 2012). Sin embargo, la referencia a la alianza como un factor común puede ser engañosa en el sentido de que, aunque la importancia de la alianza puede ser común para las distintas terapias, el proceso que conduce a la alianza y cómo la alianza crea el cambio puede diferir dependiendo del tipo de terapia que se está administrando (Ulvenes et al., 2012; Webb et al., 2011), es decir, no es tan común. Los factores comunes, como la alianza, y los factores específicos, suelen presentarse de manera dicotómica, y los defensores de cada uno de ellos presentan pruebas que apoyan la primacía de uno u otro, sin embargo, la forma en que estos factores interactúan entre sí para producir beneficios es compleja y parece necesario que se estudien conjuntamente (Hoffart, Borge, Sexton, Clark y Wampold, 2012).

Independientemente de si las psicoterapias obtienen resultados equivalentes, estudiar qué parte del cambio en la terapia es debido a elementos compartidos por distintos enfoques es algo conceptual y clínicamente relevante. La clave no está en determinar cuál de los dos, técnicas o factores comunes, es más importante sino de cómo se relacionan entre sí para adaptarlos con éxito a un paciente en concreto (Norcross y Wampold, 2011). Esto supone, en definitiva, adentrarse en la nebulosa de los procesos de cambio para detallar una miríada de nuevos ingredientes activos, y no renunciar a separar el grano de la paja para apostarlo todo a un hechizo con resabios pre-científicos.

CONCLUSIONES

Quizá la principal conclusión de todo lo precedente es que aún no hay nada concluyente en el campo de la investigación en psicoterapias. Esta observación no invalida los resultados de la investigación en este campo. Hay un razonable apoyo a la afirmación de que los tratamientos psicológicos funcionan en una gran variedad de problemas y trastornos mentales. El consenso que prevalece, a partir de los mejores datos disponibles, es que los tratamientos psicológicos son más eficaces que la no intervención, que el placebo y que el tratamiento “habitual” (DeRubeis y Crits-Christoph, 1998; Lambert y Ogles, 2004; Wampold et al., 1997). Pero debemos reconocer que sólo unos pocos modelos terapéuticos, de los cientos existentes, han sido sometidos a examen. Además los estudios que sostienen la eficacia de las psicoterapias están sujetos a notables limitaciones, tienen sesgos y debilidades metodológicas y están expuestos a cuestionables prácticas de investigación que inflan las posibilidades de hallar resultados positivos y, con esto, la impresión de que todo es eficaz.

En el caso de la forma de psicoterapia más estudiada, la terapia cognitivo-conductual, un mega-análisis que incluye 269 meta-análisis llevados a cabo sobre una amplia variedad de trastornos (por ejemplo, del estado del ánimo, de ansiedad, psicóticos, de la alimentación, de consumo de sustancias, somatomorfos), tipos de problemas (ira, insomnio, estrés, dolor, cáncer...) y poblaciones (niños, mayores) revela que, si bien algunos meta-análisis no encuentran diferencias entre tratamientos, la mayoría de los estudios sí encuentran ventaja de unos sobre otros (Hofmann et al., 2012). Aún así la conclusión de los autores es que son necesarios estudios de alta calidad para examinar la eficacia de la terapia cognitivo-conductual, que su eficacia es cuestionable con algunos problemas, y que, salvo con niños y mayores, no hay estudios meta-analíticos con subgrupos particulares (Hofmann et al., 2012). La mayoría de los análisis carecen de potencia estadística, en particular, sólo se pueden sacar conclusiones provisionales sobre la comparación de psicoterapias para otros problemas que no sean los trastornos de ansiedad y depresivos (Tolin, 2010).

En este estado de cosas, el veredicto de que todo funciona por igual supone claudicar en el empeño por desentrañar los elementos eficaces que sirven para validar, refutar o modificar los modelos teóricos que sustentan las distintas formas de terapia. En definitiva, puede ser una precipitada suposición que abra aún más la brecha existente entre los clínicos y una ciencia guiada por teorías y validada por datos.

Si bien puede observarse que en listado de tratamientos empíricamente validados quedan representados en mayor o menor medida, sino cientos si al menos varios modelos terapéuticos (Chambless y Ollendick, 2001), ningún modelo teórico demuestra una superioridad absoluta sobre el resto. El escaso desarrollo de la investigación sobre los mecanismos por los que opera el cambio en psicoterapia no permite determinar por qué tratamientos con supuestos teóricos distintos logran resultados similares al menos con algunos trastornos. Incluso asumiendo que estas terapias eficaces tienen elementos en común, habría que determinar cuáles son los esenciales. Una visión amplia de los factores comunes incluye, además de la expectativa de mejora, la confianza en el terapeuta o la relación terapéutica, también mecanismos a menudo considerados específicos del tratamiento, como animar al paciente a exponerse a estímulos temidos o alentar al paciente a practicar determinadas conductas (Lambert, 2005). De hecho, el modelo contextual, que defiende el papel esencial de los factores comunes, postula que los ingredientes específicos de la terapia no sólo crean expectativas, sino que generan acciones saludables, tales como confiar menos en creencias disfuncionales (tratamientos cognitivo-conductuales), mejorar las relaciones interpersonales (psicoterapia interpersonal), ser más aceptable para uno mismo (terapia de aceptación y compromiso), expresar emociones difíciles (terapias centradas en la emoción y dinámicas), tomar conciencia de la perspectiva de los demás (terapias de la mentalización), y así sucesivamente (Wampold, 2015).Estas acciones saludables pueden a su vez relacionarse entre sí, de modo que al potenciar una, se beneficie otra.

Mientras que podemos acordar, a partir de los datos disponibles, que la psicoterapias funcionan para aliviar problemas de salud mental, poco podemos decir sobre cómo lo consiguen. El proceso de cambio en psicoterapia es extraordinariamente complejo. Por lo que es importante que, en el afán de identificar los mecanismos del cambio, tengamos en cuenta la diversidad de factores (y sus interacciones) que participan en la terapia, sin caer en el error de simplificar y limitar indebidamente nuestra capacidad para explicar lo que es útil en la psicoterapia. El enfoque de los factores comunes amplía la visión de la psicoterapia al poner el énfasis de la explicación del cambio en aspectos que van más allá de protocolo de tratamiento y del modelo teórico que lo guía. Se supera así un símil sobresimplificado de los ingredientes activos del modelo médico.

Si, como parece ser el caso, algunos problemas y trastornos requieren técnicas específicas de tratamiento (por ejemplo, las terapias basadas en la exposición para los trastornos de ansiedad), mientras que otros pueden responder igual de bien a una variedad de intervenciones, los psicoterapeutas deberían tener la capacidad de evaluar cuándo las técnicas especializadas pueden ser más beneficiosas y cuando pueden prevalecer los elementos comunes de la psicoterapia, como la alianza terapéutica (Marcus et al., 2014). Una alianza que, en todo caso, debe construirse con la referencia a una teoría que dé sentido al malestar emocional y a los procedimientos plausibles para atajarlo. Esto acentúa la complejidad del trabajo del psicólogo clínico, que requiere habilidades clínicas de evaluación, de aproximación al paciente y de manejo de recursos asistenciales que sobrepasan notablemente la aplicación de un estricto protocolo de tratamiento.

Desde la perspectiva científica, y de preocupación por la salud pública, los clínicos no deberíamos dejar de dar preferencia a las intervenciones que tienen mayor apoyo empírico. Mientras la infradotada investigación en psicoterapias avanza con un enfoque pluralista, dada la notable diferencia en el grado de conocimiento y de confianza que tenemos hoy en las distintas formas de psicoterapias para distintos trastornos, las instituciones académicas y profesionales, por su parte, harían bien en facilitar la diseminación de este tipo de información entre los profesionales y los usuarios. Junto a esto, es imprescindible que en el currículum formativo del psicólogo, y, para el caso del psicólogo clínico, se refuercen los aspectos relacionados con lectura crítica de la literatura científica que permita evaluar la validez y relevancia de los resultados de la investigación en tratamientos psicológicos para poder trasladarlos responsablemente a la atención de los pacientes.

Conflicto de intereses

No existe conflicto de intereses

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