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A VUELTAS CON LA COMPARACIÓN DE PSICOTERAPIAS: EN BUSCA DE LA SUPERVIVENCIA DEL PROFESIONAL

Antonio Galán Rodríguez
Equipo de Salud Mental., España

A VUELTAS CON LA COMPARACIÓN DE PSICOTERAPIAS: EN BUSCA DE LA SUPERVIVENCIA DEL PROFESIONAL

Papeles del Psicólogo, vol. 39, núm. 1, pp. 13-21, 2018

Consejo General de Colegios Oficiales de Psicólogos

Resumen: Los intensos debates sobre la eficacia diferencial de las psicoterapias nos sitúan en un impasse que analizamos desde dos perspectivas: a) el debate académico, marcado por el contraste entre una propuesta dominante (tratamientos basados en la evidencia) y una serie de alternativas (movimiento de factores comunes, énfasis en las relaciones terapéuticas, desarrollo de la excelencia profesional); y b) el impacto emocional en los profesionales, abrumados ante el gran número de propuestas, la poca aplicabilidad de algunas de ellas en los contextos habituales de trabajo, o las decepciones que conlleva la lealtad a algunas terapias que se revelan fallidas. Con objeto de superar fructíferamente este estancamiento sugerimos adoptar una actitud diferente, que implica aplicar cierta irreverencia, aceptar algunos límites epistemológicos, valorar la sabiduría práctica, tolerar cierta ingenuidad, y cultivar como profesionales algunas actitudes de las que recomendamos a nuestros pacientes.

Palabras clave: Psicoterapia, Tratamientos psicológicos, Terapias basadas en la evidencia, Factores comunes.

Abstract: Hot debates about comparative effectiveness of psychological treatments have led us to an impasse. This is analyzed from two perspectives: a) an academic debate, where the most acknowledged proposal (evidence-based treatments) faces a number of alternative ones (common factors models, psychotherapy relationships, expertise in psychotherapy); b) the emotional impact on practitioners, who can feel overwhelmed by the huge number of models, the mismatch between them and the usual work environments, and the disappointments after allegiance to failed therapies. In order to overcome fruitfully this stalemate, a new approach is suggested, what implies applying some amount of irreverence, accepting epistemological limitations, valuing practical wisdom, tolerating some ingenuity, and developing some attitudes we advise our patients.

Keywords: Psychotherapy, Psychological treatments, Evidence-based treatments, Common factors.

UN DEBATE Y UN IMPASSE

Actualmente asistimos a un interesantísimo debate (al que no es ajeno esta revista) sobre la eficacia diferencial de las intervenciones psicoterapéuticas, donde entran en juego cuestiones académicas, de definición profesional y de organización asistencial; no obstante, son los aspectos académicos los más referenciados, dentro de un conflicto marcado por la sucesión de estudios sobre semejanzas-diferencias y ventajas-desventajas de distintas propuestas psicoterapéuticas. Estas contiendas, a pesar del enorme esfuerzo desplegado en ellas, siguen sin ofrecer vencedores, lo que sugiere la conveniencia de adoptar enfoques alternativos que nos saquen del impasse actual. El objetivo de este artículo es ofrecer un análisis y ciertas reflexiones que nos orienten hacia una salida enriquecedora para nuestra profesión.

UNA HISTORIA ACADÉMICA

Las primeras propuestas psicoterapéuticas fueron planteadas por los distintos modelos psicológicos (psicoanalítico, conductual, humanista, cognitivo, sistémico…) conforme estos se desarrollaban; lo hacían en un clima marcado por el conflicto entre escuelas, y por la necesidad de diferenciarse unas de otras, de modo que cada modelo defendía su identidad y la supremacía de su propuesta. Más adelante, sobre todo a partir de los años 50, se comenzó a demandar de los tratamientos que defendieran su eficacia a través de estudios empíricos (Lambert, 2013); algunos de esos marcos teóricos se mostraron más dispuestos que otros a dar este paso; las propuestas cognitivo-conductuales asumieron el liderazgo, mientras que otras escuelas alegaban obstáculos de distinto tipo a la hora de poner a prueba su eficacia terapéutica (por ejemplo, el carácter esencialmente “inaprensible” de un proceso terapéutico caracterizado por la fluidez y la privacidad).

Quienes defendían poner a prueba las intervenciones se beneficiaron de un movimiento surgido de otro ámbito clínico, la Medicina Basada en la Evidencia; tomándolo como modelo, muchas propuestas psicoterapéuticas se sometieron a estudios para comparar su rendimiento (eficacia, efectividad, eficiencia…) con el de otros modelos, psicológicos o no. Se empezó a hablar así de “tratamientos con apoyo empírico”, “terapias basadas en la evidencia” y expresiones similares. Los ensayos clínicos aleatorizados se convirtieron en la metodología de referencia (el “gold standard”), y se adoptó de la Medicina dos ideas: cada tratamiento contiene ingredientes específicos, y está diseñado para un cuadro psicopatológico igualmente específico. De esta manera, académicos e instituciones elaboraron guías con propuestas psicoterapéuticas que habían pasado por estos procesos, y que gracias a ello recibían cierto sello de validez (Pérez, Fernández, Fernández y Amigo, 2003). Pero además, parecía tratarse de un camino que había que recorrer para perder la inocencia, dejar de dar por supuesta su validez, y probar ésta ante el conjunto de la sociedad (Pérez, 2013).

Aunque esta propuesta se ha convertido en la dominante, no ha estado exenta de cuestionamientos (Lambert, 2013). En primer lugar señalaríamos la sorpresa (y la frustración) por no encontrar propuestas terapéuticas que claramente se diferencien en eficacia del resto. Incluso modelos a los que se esperaba excluir, se sumaron a esta corriente y superaron las pruebas, como el psicoanalítico (Fonagy, 2015). Donde se esperaba encontrar veredictos determinantes, surgieron incertidumbre y discusiones. Las propuestas para superar ese impasse (meta-análisis y posteriormente meta-meta-análisis) han dado lugar a argumentos y contra-argumentos que no nos permiten salir del atolladero (González-Blanch y Carral-Fernández, 2017). Pero también se cuestionan principios básicos de esta propuesta, como:

Mientras se desarrollaba este enconado debate, se apeló cada vez más a una propuesta antigua de Rosenzweig (1936), inspirada en un pasaje de “Alicia en el País de las Maravillas”, cuando el pájaro Dodo considera que todos los participantes en una competición han ganado y que deben tener premio. Así surgió el conocido “veredicto del pájaro Dodo”. Según éste, quizá todas las propuestas psicoterapéuticas (entendemos que las serias) serían más o menos igual de eficaces. Más allá de una inspiración, esta idea dio lugar a estudios fructíferos acerca de lo que se ha dado en llamar “factores comunes” a todas las psicoterapias, como las expectativas de curación, la instilación de esperanza, o la alianza terapéutica (Wampold, 2015). El veredicto del pájaro Dodo también ha generado encarnizados debates. En este sentido, resulta curioso revisar los títulos de algunos artículos, donde se habla de enjaularlo (González-Blanch y Carral-Fernández, 2017) o matarlo (Hoffman y Lohr, 2010), o se le considera una “leyenda urbana” (Hunsley y Di Giulio, 2002).

Este recorrido que hemos revisado brevemente ha derivado en un enfrentamiento enconado e irresuelto. En un lado se sitúa la propuesta, quizá dominante, que defiende la especificidad de los modelos terapéuticos (efectos propios y diferenciales, destinados a trastornos mentales específicos). En el otro, una serie de propuestas alternativas que se alejan de aquélla. Entre ellas podríamos señalar tres que resultan ilustrativas para entender el campo general de esta disputa:

Algo en común para estas propuestas es su intento de mantenerse al margen de las teorías o de los modelos psicoterapéuticos específicos, e incluso de los diagnósticos. Por ello, son planteamientos fácilmente aplicables a modelos muy diferentes. La idea es que la psicoterapia no la hacen los modelos, sino los psicoterapeutas y la relación que generan; y que aunque apoyados en modelos y en técnicas, son aquellos el elemento central. Esto no significa necesariamente un abandono de los modelos terapéuticos (Truscott, 2010), pero estos no contendrían el elemento terapéutico clave, sino que serían el contexto de relación en el que esos otros factores (los comunes, la relación terapéutica, los factores de cambio, los generadores de excelencia profesional….) van a ejercer su influencia.

Este recorrido que hemos descrito brevemente, tan cargado de debates y conflictos, nos ofrece una imagen de nuestra profesión de la que subrayaríamos la riqueza de las aportaciones, y la confusión final en la que deriva. Estos enfrentamientos nos han obligado a indagar, investigar y reflexionar sobre lo que hacemos, nos ha llevado a intentar delimitar con claridad en qué consiste nuestra práctica terapéutica, y nos ha espoleado a hacerla más transparente ante nuestros colegas. Pero también nos ha arrojado a un estado de dudas y confusión, no sólo entre los académicos que investigan y debaten, sino también entre los azorados y a veces perdidos practicantes de la profesión, y en los pacientes a los que estos tratan de ayudar.

PROFESIONALES ABRUMADOS

¿Cómo se viven estos debates en el proceso de convertirse y ejercer como psicoterapeuta? Los profesionales son protagonistas de estas disputas y deben posicionarse; cuanto menos, tendrán que elegir entre esas numerosísimas prácticas terapéuticas en liza. Y en esa tesitura podrían surgir vivencias molestas que quizá sean desconsideradas. La profesión de psicoterapeuta está llena de mitos, tabúes y temas incómodos que tienden a ser soslayados en los foros públicos, y que suelen remitirnos a situaciones profesionales incómodas, y a emociones que nos avergüenzan (Pope, Sonne y Greene, 2006). Éstas de las que vamos a hablar no suelen constituir el objetivo de estudios académicos, ni aparecer en revistas de impacto, pero sí ocupan cierto espacio en encuentros profesionales, y especialmente cuando se trata de grupos pequeños e informales. Dado que se tiende a estudiar la psicoterapia más que al psicoterapeuta (Orlinsky y Rønnestad, 2005), algunos problemas y vivencias no son hechas públicas.

En estos momentos es fácil sentirse abrumado ante el enorme número de propuestas terapéuticas disponibles. Además de los grandes modelos tradicionales, hay numerosas terapias específicas bien desarrolladas; así mismo, la amplitud de nuestro campo y la consiguiente especialización, ha dado lugar a propuestas para ámbitos de intervención muy específicos (trastorno límite de la personalidad, intervención en trauma, relaciones padres-hijos en contextos desfavorecidos…). Este panorama confronta al profesional con la incapacidad para abarcar campos de conocimiento tan amplios y diversos; además de las limitaciones intelectuales, se encuentran las logísticas y financieras; hay modelos que establecen unos procedimientos muy formalizados de formación y acreditación, y esto implica un esfuerzo importante en tiempo, trabajo y dinero. Para los profesionales que trabajan en contextos generalistas, estas llamadas desde tantos lugares (a veces tan diferentes) puede resultar muy demandante e incluso abrumadora. Ya ni tan siquiera contamos con el antiguo recurso del sectarismo (la adhesión firme a una escuela de pertenencia), que aportaba la seguridad de defender incondicionalmente el modelo en el que uno se ha formado: desde una postura honesta, a lo más a lo que podemos aspirar es a pensar que nuestro modelo solucione algo mejor ciertas cosas.

Indudablemente, en estos momentos destaca una presión sobre los profesionales dirigida a la aplicación de tratamientos basados en pruebas, es decir, debidamente estructurados y manualizados, con objetivos delimitados y procedimientos estandarizados. Para ello se apela a la obligación ética e intelectual de hacer uso del conocimiento validado científicamente (Tortella-Feliu et al, 2016). En efecto, algunas de estas propuestas no sólo subrayan su superioridad técnica, sino incluso el imperativo ético de escogerla respecto a otros procedimientos; de esta manera, encontramos el campo abonado para el sentimiento de culpa.

El conocimiento de estas propuestas, bien formalizadas y estudiadas en contextos de investigación, puede llevar al profesional a una sensación de incompletitud o de incompetencia. Frente a los contextos más asépticos o mejor dotados de los estudios, el profesional estándar se encontrará en situaciones más complejas y precarias; con ello puede derivar hacia una constante pugna por ajustar a los pacientes o a su entorno de trabajo a unos estándares imposibles fijados por el modelo. Los profesionales (y sobre todo en contextos públicos) se encuentran con cuadros clínicos pobremente delimitados, con demandas vagas, con compromisos endebles, y con una alta comorbilidad. Muchas de esas propuestas manualizadas comienzan con el trabajo terapéutico formal con el paciente; pero en los contextos aplicados la primera gran preocupación del profesional es una anterior, porque el gran reto en la primera entrevista es lograr que el paciente quiera volver: retornar para formalizar un diagnóstico, crear una mínima alianza terapéutica, fijar un compromiso… y entonces comenzar “la terapia”. Incluso con el paciente ya delimitado y comprometido, la intervención se enfrentará a limitaciones prácticas, tanto en los pacientes (disponibilidad económica, accesibilidad, apoyo del entorno) como en los profesionales (poco tiempo para atender al paciente, ausencia de espacios para reflexionar sobre el caso, escaso apoyo externo…).

En efecto, es frecuente que el profesional atienda a pacientes con demandas vagas y que, por organizaciones particulares de personalidad, ponen los aspectos de relación terapéutica en primer plano, obligando a posponer (o renunciar a) formulaciones completas del caso; y son éstas precisamente las que suelen dar inicio a los tratamientos estandarizados. Posiblemente éste sea uno de los motivos por los que los tratamientos basados en pruebas se encuentran con tantas dificultades para extenderse en los dispositivos asistenciales (Fonagy y Allison, 2017; Marchette y Weisz, 2017). Pudiera resultar que los procedimientos terapéuticos con evidencia empírica sean realmente valiosos, pero que constituyan una pequeña parcela muy selectiva de las intervenciones psicológicas, en la medida en que estarían dirigidas a pacientes seleccionados y a recursos (o profesionales) igualmente seleccionados.

Una última vivencia nos lleva a las decepciones. Ha habido muchos procedimientos terapéuticos que aparecieron como propuestas deslumbrantes, atrajeron el interés de los profesionales, y luego se desinflaron. ¿Qué ocurre con el profesional que se ilusionó por ellas, realizó un gran esfuerzo por asumirlas y finalmente se decepcionó? Ha ocurrido con propuestas tan asentadas como la terapia cognitiva. Por ejemplo, la terapia cognitivo-conductual para la depresión se ha enfrentado recientemente a diversos meta-análisis que ponen en duda la eficacia de la que siempre ha hecho gala; entre ellas podríamos destacar la de Johnsen y Friborg (2015) publicada en el Psychological Bulletin de la APA; como era esperable, ha dado lugar a una serie de réplicas (por ejemplo, Ljótsson, Hedman, Mattsson y Andersson, 2017) y contra-réplicas (Friborg y Johnsen, 2017), que fácilmente nos dejan en la incertidumbre. Y si esto ocurre en formatos ya veteranos y con pruebas de fiabilidad, ¿qué podemos esperar en otras propuestas más recientes y mediáticas?. Un ejemplo muy ilustrativo lo encontramos en el EMDR, que desde el primer momento generó un gran debate: presentó una propuesta arrolladora para trabajar con cuadros traumáticos, pero al mismo tiempo dio lugar a muchas críticas, por las cuestiones técnicas y por el sistema de formación (controlado y caro) (Davidson y Parker, 2001), llegando a ser comparado incluso con el mesmerismo (McNally, 1999). Y si tras ese recorrido tan amplio, se confirmarse que no es tan efectivo, ¿cómo queda el profesional que se entusiasmó, compró el producto y se lo vendió a sus pacientes?.

Tras este recorrido marcado por el escepticismo parece necesario volver a subrayar la riqueza de todas las aportaciones que se han realizado; y esto no es óbice para dirigir una mirada atenta a todos estos elementos tan humanos que sostienen la mirada del profesional; si no prestamos atención a éste, podríamos seguir invirtiendo mucho esfuerzo en generar procedimientos que no se usan, para a continuación indignarnos por ello.

PROPUESTAS DE SUPERVIVENCIA

Nos encontramos por tanto en medio de grandes debates aún irresueltos. ¿Terapias o técnicas basadas en la evidencia? Procedimientos formalizados versus intervenciones basadas en la relación. ¿Énfasis en las técnicas y procedimientos, o en los profesionales? Y un largo etcétera. El pensamiento filosófico nos ha familiarizado con la idea de que la disputa entre dos argumentos enfrentados (tesis y antítesis) puede ser superada cuando logramos crear una nueva visión que supere ésta, ya sea mediante una síntesis integradora, o mediante un cambio de paradigma; esto parece ser especialmente necesario cuando no es posible la completa derrota de la idea rival. ¿Cómo construir una visión del problema que nos permita generar nuevas perspectivas y planteamientos?. Apuntemos algunas ideas que puedan ayudarnos en esa búsqueda.

Irreverencia

Cuando tres grandes figuras de la terapia familiar improvisaron un grupo de trabajo para analizar casos difíciles, el concepto propuesto para favorecer la supervivencia del terapeuta fue “irreverencia” (Cecchin, Lane y Ray, 2002): los casos difíciles requieren que el terapeuta se muestre irreverente respecto a los conocimientos dados, ya sea la teoría y las técnicas de su formación, o la visión que los pacientes, sus familias o los colegas le presentan. Propuestas como éstas generan suspicacia porque parecen invitar a prácticas asistemáticas, y que impliquen desechar las aportaciones valiosas que tantos profesionales han formalizado. Pero estos terapeutas planteaban una condición previa: este tipo de irreverencia puede desplegarse respecto a los conocimientos bien adquiridos y dominados. Es decir, que resulta necesario haberse formado en un modelo y conocerlo bien, para ser irreverente con él. Resulta una idea valiosa porque nos permite salir de una falsa dicotomía: espontaneidad individual versus modelos manualizados. Es necesario dominar un modelo, una técnica, o una práctica para tener luego la libertad de saltársela, hacer adaptaciones y ser creativo.

Límites epistemológicos

Quizá pudiera ayudarnos a entender este impasse, el reconocernos en medio de una crisis epistemológica. Desde muchos campos del conocimiento (Filosofía, Biología, Sociología, Física, Economía…) han surgido planteamientos epistemológicos que convergen en un cuestionamiento de las premisas tradicionales del positivismo, tanto a nivel conceptual como metodológico. Implica pasar a visiones constructivistas y construccionistas, desde las que no existe una realidad independiente del observador; la lógica lineal que tanto ha ayudado al avance de la ciencia, da paso a otros tipos de lógica (circular, compleja, confusa…); se trata del paradigma de la complejidad, que también ha llamado a las puertas de la Psicología (Munné, 2004). Todo ello encaja con una forma diferente de ver y posicionarse en el mundo, la postmodernidad, a la que el mundo de la psicoterapia no se ha mantenido ajeno (Feixas y Villegas, 2000). No obstante, persisten los planteamientos modernos, de modo que el psicólogo de este principio del siglo XXI se encuentra situado entre la modernidad y la postmodernidad, y el campo de la psicoterapia también vive esta confusión. El pensamiento postmoderno nos invade progresivamente, y nos remite a la complejidad, nos muestra la inutilidad de buscar explicaciones simples y lineales, y lo inoportuno de aspirar a grandes modelos que lo expliquen todo, conduciéndonos más bien a planteamientos constructivistas o a la Teoría del Caos, con sus sistemas dinámicos, complejos o no lineales.

Pero a pesar de este contexto cultural y de las prácticas profesionales post-modernas, la metodología de investigación más extendida sigue siendo moderna. Las t, los ANOVAS y el grueso de los procedimientos de estudio en los que nos hemos formado y que siguen siendo un criterio básico de nuestras investigaciones, son propios de una mente moderna, lineal, empirista… De esta manera, podríamos estar evaluando nuestra práctica profesional con unas herramientas que no se ajustan a la complejidad con la que queremos entender la psicoterapia, como un proceso tan complejo y difícil de aprehender con una lógica simple y lineal. Nos hemos percatado de la complejidad de nuestro objeto de interés (la psicoterapia) pero aún no hemos desarrollado unos instrumentos de estudio al nivel de esa complejidad. Es fácil pasar a considerar que nuestra intervención con el paciente crea un sistema dinámico no-lineal, el tipo de sistema que abordan las nuevas ciencias de la complejidad, que nos proporciona conceptos como “estados atractores”, “caos determinista” o “emergencia” (Coderch, 2013). Pero posiblemente aún se encuentran insuficientemente desarrollados, al menos en su aplicación a nuestra disciplina; e incluso contando con un próximo desarrollo, su nivel de complejidad podría suponer un reto intelectual de tal nivel, que la mayoría de los profesionales se vean obligados a continuar con visiones más simples e “imperfectas”. En ese caso seguiríamos siendo mentes postmodernas con herramientas modernas….

El valor del salto

Los pacientes acuden a psicoterapia en relación a un malestar por el que buscan ayuda. Los profesionales nos hemos acercado a esas dificultades utilizando modelos psicopatológicos, que implican una forma específica de entender y clasificar los problemas psicológicos; indudablemente la perspectiva que ha resultado dominante es deudora de la visión psiquiátrica, y por tanto médica, de los trastornos mentales. Ha sido éste un modelo que ha permitido grandes avances en la psicoterapia, pero en la actualidad hay voces que advierten de los efectos encorsetadores de esta perspectiva, y que subrayan la madurez con la que ya contaría la Psicología Clínica para proponer modelos más asentados en nuestra propia disciplina (González y Pérez, 2007; López y Costa, 2013). Algunas de estas propuestas pasan de entender los trastornos mentales como “entidades naturales” a concebirlas como conductas que deben ser definidas como tales, es decir, como comportamientos dentro de un contexto. Adoptar este modelo supone un salto arriesgado, en la medida en que nos priva de la seguridad de unos modelos bien asentados a lo largo de decenios de Psicología Clínica, y nos priva de la (deseada por algunos) cercanía con la Medicina; pero son precisamente estos riesgos lo que espolea el deseo de otros profesionales de construir una perspectiva de las disfunciones psicológicas plenamente asentada en lo psicológico y orgullosa de ello. Salir del impasse actual pudiera hacer recomendable explorar a fondo este cambio de paradigma en la forma en que entendemos el malestar por el que los pacientes acuden a nosotros.

La sabiduría práctica

Pudiera ser útil rescatar la distinción aristotélica entre tres tipos de conocimiento: epistemé o conocimiento teórico, techné o conocimiento técnico, y phrónesis o conocimiento práctico (Rodríguez Sutil, 2013). Aunque en el pensamiento griego phrónesis se remitía ante todo a cuestiones morales, podemos ampliarlo a cualquier ámbito de experiencia humana; sería la sabiduría que proporciona la combinación de experiencia y de prudencia, pero no de cualquier experiencia (la que da la simple repetición o el mero paso del tiempo haciendo lo mismo), sino la que nos permite convertirnos en auténticos expertos; la que se opone tanto a la incompetencia como a la hybris o desmesura; y la que incluye una mirada crítica sobre la propia actuación. Todos sabemos que en los ámbitos de phrónesis (ya sea como carpintero o como psicólogo) el conocimiento acumulado nos permite elaborar unas reglas que no siempre deben ser seguidas de forma estricta, pero que siempre orientan la práctica.

El valor de cierta ingenuidad

Un número importante de terapeutas ha abordado con seriedad y compromiso el esfuerzo por analizar su modelo de tratamiento, centrarlo en un objetivo concreto, perfeccionarlo y someterlo a escrutinio público; los tratamientos empíricamente validados serían claros ejemplos, aunque no los únicos. Otros profesionales igualmente serios han abordado esa misma labor pero los resultados han sido decepcionantes y sus intentos no se han hecho públicos; en efecto, es sabido que se tiende a publicar lo que sale bien (González-Blanch y Carral-Fernández, 2017). En relación a los primeros, no parece descabellado pensar que esos esfuerzos hayan producido algo valioso; y considerando el alto nivel de conocimiento y experiencia que hemos acumulado en este campo de trabajo tan complejo, no sería sorprendente que, al igual que en un sprint entre corredores de élite, existan pocas diferencias entre los participantes. Así podríamos explicar la eficacia mostrada por tantos tratamientos, y la ausencia de diferencias marcadas entre ellos.

Ampliar mucho el rango de tolerancia a lo que entendemos como propuesta terapéutica valiosa puede parecer ingenuo, e indudablemente conlleva que algunas prácticas poco útiles reciban un crédito inmerecido. La cuestión es si podemos y/o debemos permitirnos ese peaje en el empeño por no dejar escapar propuestas valiosas que el rigor cientifista mantendría alejadas. En estos momentos estamos dominados por el espíritu de la sospecha y de la rivalidad, que da lugar a debates agrios y a la postre inútiles. ¿Podemos trascender de esta actitud, y permitirnos otorgar con liberalidad un voto de confianza? Algunos contextos profesionales donde se realizan intervenciones psicoterapéuticas se enfrentan a una demanda asistencial abrumadora y heterogénea, en la que todas las aportaciones (desde procedimientos estandarizados hasta actuaciones muy poco sistematizadas) encuentran su lugar. En la búsqueda de una organización coherente de ese enorme arsenal de recursos que ofrecen las psicoterapias actuales, lo perfecto podría ser enemigo de lo bueno.

Lo que siempre estuvo ahí

¿Y si resulta que inadvertidamente ya hemos desarrollado algunas ideas básicas respecto a cómo gestionar estos debates? Independientemente del marco teórico de referencia, del núcleo de la intervención terapéutica, o de las técnicas que se utilicen, hay unas ideas claves que (descritas con unas palabras o con otras) intentamos transmitir a los pacientes: que la realidad no es una cuestión de blanco-negro, sino de matices; que es conveniente ser flexibles, en lugar de aferrarse a ideas o principios dogmáticos, especialmente los heredados; que conviene cultivar la paciencia, especialmente en tareas complejas que demandan un largo recorrido; que nos enriquecen las relaciones con los demás, y que éstas deben cumplir ciertas características para que realmente nos beneficien; que incluirnos en redes sociales amplias nos enriquece; o que la madurez implica desarrollar tolerancia a la frustración, compasión (hacia uno mismo y hacia el otro) y confianza (en sí mismo y en los demás). ¿Y si adoptáramos esa actitud cuando se trata de debatir en torno a la eficacia de la psicoterapia?.

PARA FINALIZAR

Las limitaciones de espacio nos obligan a desconsiderar a otros implicados en este debate, como los proveedores de servicios (sanidad pública o seguros privados) y sobre todo a los propios pacientes. Estos últimos van posicionándose cada vez más como un cliente o consumidor que contrata un servicio del que quiere estar informado (Grodzki, 2013), pero sigue estando ajeno a los entresijos académicos de la Psicología. No obstante, es el paciente, como parte de una particular relación interpersonal que configura el fondo de la psicoterapia, quien marcará el curso de ésta.

Aceptando estas ausencias, y desde la prudencia de estar abordando un fascinante pero complejísimo desafío, creemos que hay algunos puntos que podemos dejar fijados atendiendo a unos criterios básicos de coherencia, congruencia y funcionalidad:

Son afirmaciones que pueden derivarse de nuestro análisis previo, y que, más allá de las referencias bibliográficas que las sustentan, parecen una respuesta coherente y plausible al debate en que estamos inmersos. Un debate que no podría ser menos complejo que la propia tarea psicoterapéutica…

CONFLICTO DE INTERESES

No hay conflicto de interés.

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Notas de autor

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