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¿CÓMO ES POSIBLE? PROCESOS PSICOLÓGICOS DE RECONCILIACIÓN TRAS EL GENOCIDIO EN RUANDA

How can it be possible? Psychological processes of reconciliation after the genocide in Rwanda

María Prieto-Ursúa
Universidad Pontificia Comillas de Madrid, España
Ángela Ordóñez
Universidad Pontificia Comillas de Madrid, España
Fidèle Dushimimana
Catholic Institute of Kabgayi, Ruanda

¿CÓMO ES POSIBLE? PROCESOS PSICOLÓGICOS DE RECONCILIACIÓN TRAS EL GENOCIDIO EN RUANDA

Papeles del Psicólogo, vol. 40, núm. 1, pp. 57-63, 2019

Consejo General de Colegios Oficiales de Psicólogos

Recepción: 03 Julio 2018

Aprobación: 17 Octubre 2018

Resumen: Casi 25 años después de la extrema crueldad y violencia que hubo en Ruanda durante el genocidio de 1994, agresores y agredidos vuelven a convivir como vecinos. La psicología tiene un valor extraordinario para explicar tanto el horror como la superación del mismo. No podemos explicar los procesos de la reconciliación interpersonal o nacional sin antes entender las dinámicas del conflicto en general, y del conflicto de Ruanda en particular. Tanto antes, como durante, como después, tienen lugar procesos emocionales, cognitivos y conductuales, que afectan a los implicados y les hacen capaces de lo mejor y de lo peor. Este es el propósito de este artículo: comprender los procesos psicológicos que llevan al conflicto violento y desarrollar las condiciones para la reconstrucción y la reconciliación personal y social, todo ello ilustrado con el caso de Ruanda, uno de los más privilegiados escenarios para estudiar la violencia y su superación.

Palabras clave: Reconciliación, Rwanda, conflicto violento..

Abstract: Almost 25 years after the extreme cruelty and violence that occurred in Rwanda during the genocide of 1994, the perpetrators and victims live together as neighbors. Psychology is of extraordinary value in explaining both the horror and its overcoming. We cannot explain the processes of interpersonal or national reconciliation without first understanding the dynamics of the conflict in general, and of the Rwandan conflict in particular. Before, during and after any violent conflict, emotional, cognitive and behavioral processes take place, affecting those involved and making them capable of the best and the worst. This is the objective of this article: to understand the psychological processes that lead to violent conflict and to analyze the conditions for reconstruction, and personal and social reconciliation, focused on the case of Rwanda, one of the most fitting scenarios for studying violence and the overcoming of it.

Keywords: Reconciliation, Rwanda, violent conflict..

¿Cómo es posible? Es lo que cualquiera se pregunta cuando, sabiendo la extrema crueldad y violencia que hubo en Ruanda durante el genocidio de 1994, se entera de que agresores y agredidos vuelven a convivir como vecinos 25 años después. La psicología tiene un valor extraordinario para explicar tanto el horror como la superación del mismo.

No podemos explicar los procesos de la reconciliación interpersonal o nacional sin antes entender las dinámicas del conflicto en general, y del conflicto de Ruanda en particular. Tanto antes, como durante, como después, tienen lugar procesos emocionales, cognitivos y conductuales, que afectan a los implicados y les hacen capaces de lo mejor y de lo peor. Este es el propósito de este artículo: comprender los procesos psicológicos que llevan al conflicto violento y desarrollar las condiciones para la reconstrucción y la reconciliación personal y social, todo ello ilustrado con el caso de Ruanda, uno de los más privilegiados escenarios para estudiar la violencia y su superación.

Procesos psicológicos pre-conflicto: la incubación del odio y el miedo

La movilización de los procesos propios del conflicto empieza con la frustración de necesidades psicológicas básicas, como la seguridad, el control, la identidad, el bienestar o la conexión con otras personas. La identificación con el grupo puede satisfacer estas necesidades psicológicas. Todo grupo construye una visión de sí mismo y de su historia, unas “narrativas colectivas” (Auerbach, 2009) que contienen un argumento y un cierto sentido de coherencia y consistencia. Se refieren a cinco componentes: quiénes son los héroes de la historia, qué pasó, cuándo, dónde y por qué pasó. Las narrativas no son meras descripciones neutras ni representan hechos reales; constituyen relatos del pasado, del presente y futuro, implican valores, significados, creencias y marcos socioculturales. Todo este repertorio psicológico puede ser incorporado en procesos de socialización desde niños (Villa, 2016).

Las metanarrativas, a veces llamadas visiones compartidas, sitúan a las narrativas en un contexto más amplio y suponen una fuente de identidad y de legitimidad nacional. Son esquemas abstractos, intangibles, desde los que se interpreta la realidad e incorporan los símbolos básicos, los valores, creencias y códigos de conducta de un colectivo (Auerbach, 2009). Las narrativas y metanarrativas construyen la identidad colectiva; los intentos de modificar las metanarrativas son percibidos como ataques directos a los propios valores o símbolos.

Una vez construida esta identidad colectiva, las amenazas a la seguridad o a la identidad social del grupo crean angustia colectiva (Wohl y Branscombe, 2009), una reacción emocional a la creencia de que la futura existencia del grupo está siendo amenazada de alguna manera. Las narrativas del grupo empiezan entonces a acentuar algunos contenidos.

En primer lugar, comienzan las narrativas que señalan que hay un otro/enemigo que destruye la identidad, el estilo de vida, los valores, las tradiciones propias, y por lo tanto debe ser eliminado (Villa, 2016). El sentido de pertenencia al grupo se refuerza en contraposición a ese otro/enemigo, con quien no es posible establecer un diálogo. Cada parte se considera del grupo bueno y se vive encarnando virtudes: amantes de la paz, rectos, honestos y, sobre todo, víctimas del otro, que se vive como colectivo, sin distinguir individualidades, y encarna todos los defectos. En ocasiones el grupo cree que ha sido elegido, lo que le confiere un extraordinario sentido de rectitud o superioridad moral (Auerbach, 2009). Este tipo de narrativas construye una visión del mundo que genera identidades opuestas (Villa, 2016): un endogrupo (nosotros), que se opone al exogrupo (ellos). Empieza la polarización, definida por Ignacio Martín-Baró como el proceso por el cual las posturas y las percepciones ante un determinado problema tienden a reducirse cada vez más a dos esquemas opuestos y excluyentes (Moyano y Trujillo, 2015). El conflicto entre grupos, normalmente, favorece una mayor exigencia de conformidad a los mismos, pudiendo ser rechazados si no comparten las actitudes negativas hacia los miembros del otro grupo.

En segundo lugar, empiezan las narrativas victimistas, que sobre-simplifican los hechos y construyen mitos fundadores (Villa, 2016). Así, por ejemplo, es frecuente encontrar lo que Staub (2013) llama el “trauma elegido”, un trauma grupal no resuelto o no sanado, especialmente debido a una victimización pasada, que se convierte en un componente importante de su identidad y fortalece la idea de que ellos son las únicas víctimas y los otros los únicos agresores. La historia de victimización lleva a la gente a sentirse vulnerable y a ver el mundo como peligroso, y a reaccionar ante cualquier amenaza percibida de forma intensa; aparecen creencias como la victimización competitiva (Auerbach, 2009), en la que se observa una evaluación asimétrica del sufrimiento: la convicción de que el propio grupo ha sufrido más que el otro, y que es más injusto su sufrimiento.

Además, las relaciones intergrupales conflictivas normalmente van acompañadas de prejuicios sociales, actitudes negativas con alta carga emocional de los miembros de un grupo hacia los de otro (Moyano y Trujillo, 2015). El prejuicio está constituido, en el nivel cognitivo, por creencias sobre los rasgos de los miembros del grupo enemigo, creencias que conforma el estereotipo (acuerdo acerca de los rasgos normativos de una categoría de personas o de los miembros de otro grupo). El grado de verdad de estas creencias suele ser reducido, o incluso pueden ser absolutamente falsas. El conflicto intergrupal puede ser la simiente para todas las dinámicas del prejuicio y polarización, pero a la vez puede ser consecuencia de las mismas.

Además de procesos cognitivos, también hay procesos emocionales implicados en la génesis de la violencia colectiva. La evaluación negativa que se hace sobre el grupo enemigo y sus miembros tiene una alta carga emocional, con emociones de hostilidad, desagrado, aversión, odio, ira y tensión (Moyano y Trujillo, 2015). Como bien señala la teoría del aprendizaje social, cuando una persona está identificada con otra, el hecho de observar en ella emociones intensas genera también emoción en la persona que observa, lo que facilita el contagio de las emociones entre los miembros de un grupo.

Todos estos procesos psicológicos se dan en combinación con unas características políticas y culturales determinadas; por ejemplo, la legitimación política de narrativas que incitan al mantenimiento de las diferencias, la construcción y exacerbación del odio o la legitimación de la violencia como una forma de responder a las acciones del otro (Villa, 2016), la desconfianza en el sistema legal o una elevada percepción distorsionada de injusticia (Moyano y Trujillo, 2015). Además, los medios de comunicación pueden ser poderosos constructores de discurso, haciendo una evaluación asimétrica del sufrimiento o fomentando la victimización competitiva.

Procesos psicológicos pre-conflicto en el caso de Ruanda

Revisados los procesos en situaciones pre-conflicto, vamos a identificarlos en la situación de Ruanda antes del genocidio, para poder comprender mejor el contexto en el que se generó la violencia.

En Ruanda convivían tres etnias: hutu (85%), tutsi (14%) y twa (1%). Los hutu eran principalmente campesinos y, los tutsi, eran tradicionalmente pastores y nómadas. Parece que los tutsi podrían ser más altos, los twa, bajos y los hutu tendrían una estatura intermedia, aunque actualmente las diferencias fenotípicas entre ellos son mínimas; las diferencias principales se encontraban en sus nombres y apellidos (asociados al lugar de procedencia), en el reparto de derechos y deberes, y en los puestos de poder que asumían. Históricamente los tutsi contaron con más derechos que los hutu, además de cierta preeminencia en el plano político. La enemistad entre las dos principales etnias se remonta al siglo XVI, durante ciertas expediciones militares llevadas a cabo por los tutsi, con que hacían valer su poder para someter a sus súbditos hutu. Tras la I Guerra Mundial, la administración de Ruanda quedó bajo el paraguas de Bélgica, que potenció el poder de los tutsi en el país y alimentó la hipótesis de la superioridad genética de los tutsi. El discurso ideológico supremacista culminó con la creación de un documento de identificación a nivel nacional que detallaba la etnia concreta a la que pertenecía la persona; la mera posesión de este carnet étnico garantizaba un sistema en el que los tutsi se beneficiaban de privilegios, incrementando la percepción de injusticia por parte de los hutu. En aquel momento, ambos grupos ya podían identificar elementos de la realidad que incorporar a su narrativa de pueblo elegido, moralmente superior, en contraposición al otro, enemigo y amenaza. Las maniobras belgas incrementaron el miedo, instaurado históricamente y aprendido durante generaciones.

La identidad hutu, construida a través de las narraciones sobre sus propios valores en contraposición a los de los tutsi, como pueblo injustamente tratado durante siglos, provocó que los hutu, especialmente en su ala más radical, percibieran cada acontecimiento durante la colonización belga del siglo XX como una amenaza a su supervivencia. En los años que precedieron al genocidio, el clan de los akazu, el ala más radical de los hutu, ocupaba gran parte de los puestos de poder y contaba entre sus filas con los científicos e intelectuales que enunciaron la ideología que se utilizó más adelante para justificar el genocidio. Su posición privilegiada en la sociedad ruandesa les permitió diseminar el odio étnico y alimentar la idea de que los tutsi debían ser erradicados. Según su ideología, los tutsi pertenecían a otra raza distinta y extraña, y su llegada a Ruanda había significado el inicio de la esclavitud y explotación a la que se habían visto sometidos los hutu durante siglos; no sólo había condicionado la pérdida de sus riquezas y poder, sino que les había obligado a vivir en una constante humillación y pobreza, llegando incluso a corromperles por dentro. Los akazu alimentaron entre los hutu esta idea de que acabar con los tutsi era la única manera de recuperar su auténtica identidad y dignidad, su libertad y su seguridad, arrebatadas injustamente hace tantos siglos (Rodríguez Vázquez, 2017).

Después de que Ruanda se independizara de Bélgica, los hutu por primera vez accedieron al poder en 1961. Durante esos 30 años de gobierno previos al genocidio, el temor histórico al que había sido su opresor se puso de manifiesto. La narrativa hutu respecto a los tutsi quedó plasmada en “Los diez mandamientos hutu”, publicados en Kangura (“la revista del odio”) a finales 1990 (anexo 1). Todos estos siglos de conflicto histórico cristalizaron en la guerra civil de 1990, antesala del genocidio de 1994. El desencadenante del genocidio fue la muerte en atentado aéreo del presidente hutu Habyarimana el 7 de abril de 1994, inmediatamente adjudicada a los tutsi. El genocidio fue la vehemente e intensa respuesta de rabia, odio y angustia colectiva hutu hacia los tutsi.

Estos procesos psicológicos confluyeron con ciertas características sociopolíticas: la legitimación de la narrativa supremacista y la legitimación de la violencia. Los medios de comunicación alimentaron el terror durante años y configuraron la imagen de la población tutsi como amenaza; la Radio de las Mil Colinas, al grito de inyenzi (cucarachas), continuó deshumanizando la imagen de los tutsi, contribuyendo al desprecio y rechazo hacia este grupo. Desde la prensa y propaganda, los tutsi eran retratados como colaboradores de los belgas a los que era necesario erradicar. En ocasiones estos discursos apelaban a la superioridad moral de los hutu, haciéndoles entender que acabar con los tutsi era solo su obligación para velar por el bien de su pueblo. Las milicias del ala radical hutu se autodenominaron interahamwe (los que matan juntos), y se sirvieron de las retransmisiones de esta radio para provocar el levantamiento hutu el día que empezó el genocidio: los hutu fueron dirigidos a la matanza colectiva o “solución final”, un “trabajo” necesario para un bien mayor: su supervivencia.

CONFLICTOS PSICOLÓGICOS DURANTE EL CONFLICTO: LA DESCONEXIÓN MORAL

De la misma manera que encontramos procesos que facilitan que el conflicto empiece, también hay procesos que permiten que el conflicto dure y se prolongue en el tiempo, o que incluso empeore.

Los más relevantes son los mecanismos de desconexión moral (Bandura, 2002). Según Bandura, cuando las personas siguen sus estándares morales sienten satisfacción y bienestar, mientras que romperlos supone auto-censura, auto-castigo y malestar. La violencia extrema dirigida hacia otros puede ser muy amenazante para la identidad moral de la persona, por lo que requiere de mecanismos de desconexión moral muy poderosos.

Hay cuatro formas para desconectar el control moral interno de la conducta incorrecta:

Junto a estos mecanismos de desconexión moral, también hay condiciones externas que facilitan el desarrollo de la violencia, como la pasividad de los testigos, tanto personales como grupos o naciones (Staub, 2013). Los testigos pueden no actuar por confiar en que cada daño infligido por su grupo sea el último, o por confiar en el criterio de sus líderes, o creer que no pueden influir en un proceso social, o no saber cómo conectar con otras personas para conseguirlo.

La desconexión moral en el caso de Ruanda

En el caso de Ruanda podemos encontrar todos los mecanismos de desconexión moral. La violencia durante aquellos días pasó a ser vista como correcta, redefiniendo los asesinatos como un trabajo necesario que permitiría conseguir un bien mayor: garantizar la seguridad y la libertad de los hutu y conseguir un futuro de paz en el que no tendrían que volver a competir por sus derechos. Designarlo como la “solución final” implicaba que todas las soluciones anteriores habían resultado insuficientes y, por tanto, ésta era la única alternativa.

Con frecuencia, las masacres se perpetraron en grupo, lo que permitía beneficiarse del respaldo y sentimiento de pertenencia al grupo y diluir la responsabilidad de los actos individuales. Además, la mayoría respondía a las órdenes de un superior, desplazando la responsabilidad hacia el ala extremista del gobierno hutu que ordenaba los ataques, a lo que se añadía la amenaza de muerte hacia aquellos que no quisieran participar de las masacres.

Por último, la narrativa de los tutsi como culpables permitía encajar el genocidio como una actuación en legítima defensa. El mecanismo psicológico principal en el asesinato de víctimas inocentes fue la devaluación; resultaba más sencillo si no eran vistos como personas sino inyenzi (cucarachas), como animales que no merecían ser tratados con dignidad; hubo casos concretos de agresores durante el genocidio que nunca antes habían cometido un crimen, pero que lograron distanciarse tanto emocionalmente que sus víctimas se convirtieron tan solo en números.

Además de estos mecanismos, hubo condiciones externas que permitieron la extrema violencia. Los organismos internacionales hasta entonces presentes en el país, entre ellos los cascos azules pertenecientes a la misión de paz de Naciones Unidas en Ruanda (UNAMIR), se retiraron durante el conflicto, las embajadas cerraron, la presencia de occidente salió del país y muchos miembros de la Iglesia observaron pasivamente o se retiraron (e incluso algunos participaron del genocidio). La inacción de tantos actores poderosos que permanecieron impasibles ante la matanza fue otra forma de legitimar la violencia.

PROCESOS PSICOLÓGICOS POST-CONFLICTO: LA RECONCILIACIÓN

No es fácil plantearse la reconciliación inmediatamente después del conflicto. La violencia tiene efectos devastadores en las víctimas, en los agresores y en la comunidad; destruye valores morales, trastorna identidades (propias y del otro), y genera emociones negativas, como la desconfianza, el miedo y la inseguridad, el deseo de venganza, el odio, y todas las contenidas en el trastorno de estrés post-traumático (TEPT).

En este contexto la reconciliación es algo más que la solución de problemas, la mediación o la negociación. La restauración de relaciones implica procesos psicológicos tanto cognitivos como emocionales. En situaciones especialmente traumáticas, la reconciliación no es sólo una intervención técnica, sino un cambio profundo de actitud.

La reconciliación implica la reconstrucción de relaciones destruidas en el contexto de la violencia, para garantizar que individuos y sociedades puedan definir un futuro común y encaminarse hacia él (Abello, 2006); es un proceso de consolidación de nociones positivas y constructivas de paz y de crear espacios seguros. Un proceso de reconciliación supone que el orden social en el post-conflicto no es sólo impuesto por las autoridades, sino construido con la sociedad, basado en la protección de derechos y en la creación de espacios para la resolución pacífica de los conflictos.

Hay dos elementos indispensables para hacer posible cualquier proceso de reconciliación: la verdad y la justicia. Mediante la verdad la sociedad reconoce la magnitud y la dimensión de lo ocurrido, identifica a los responsables y evidencia lo que la violencia ha causado en individuos y en comunidades (Abello, 2006). Establecer quién hizo qué y por qué es esencial para la justicia y para que las narrativas grupales puedan moverse hacia una historia compartida (Staub, 2013). Para satisfacer la necesidad de verdad se han constituido comisiones especiales o tribunales que permiten el reconocimiento social de la historia de la violencia y de sus efectos.

Otro elemento imprescindible para la reconciliación es la justicia, que implica reconocer la responsabilidad de los que usaron la violencia y la compensación que merecen las víctimas de tal violencia (Abello, 2006). Todo crimen impune es fuente de nuevos crímenes. Las víctimas deben ocupar un puesto preferente en todo el proceso de reconciliación; es importante considerar a todas las víctimas, sean quienes sean sus agresores: las víctimas son patrimonio de todos (Aguirre, 1999). Los procesos de justicia eficaces reconocen el sufrimiento de las personas, incrementan los sentimientos de seguridad y recrean un equilibrio en las relaciones entre los dos grupos.

Tareas para la reconciliación

Después de la verdad y la justicia, para que los conflictos se transformen en una paz duradera basada en un cambio de mente y de corazón, se requieren procesos profundos y prolongados. Según Auerbach (2009) la reconciliación entre dos partes en conflictos de identidad requiere el desmantelamiento y la incorporación de sus narrativas conflictivas al discurso público de las dos partes. Para hacerlo, Auerbach sugiere una serie de pasos o etapas, que ella llama “la pirámide de la reconciliación”, una propuesta descriptiva, no prescriptiva, del proceso de reconciliación (descrita en Prieto, 2015). Como vamos a ver, las dos primeras tareas son más bien requisitos, y corresponderían al establecimiento de la verdad que hemos mencionado antes:

  1. 1. Conocimiento de las narrativas en conflicto. Cuando los conflictos son prolongados, el daño y el miedo son tan fuertes que llevan a cada parte a concentrarse en su propia situación, y al final no sólo son desconocedoras de la narrativa del otro, sino que son incapaces de revisar críticamente su propia narrativa y de admitir la posibilidad de que haya inexactitudes en su versión de la verdad.
  2. 2. Reconocimiento de las narrativas del otro, sin aceptarlas como verdaderas necesariamente. Es importante distinguir entre conocimiento (paso anterior) y reconocimiento: admitir que la versión del otro tiene alguna validez, entenderla y reconocerla como legitimada.
  3. 3. Expresión de empatía hacia la situación del otro. La empatía es la habilidad para considerar la perspectiva del otro, y puede referirse a sentir lo que el otro siente (empatía emocional) o a entender los sentimientos del otro (empatía cognitiva). Este es un paso difícil, que puede incluso ser interpretado como una falta de fidelidad hacia el propio grupo. Los intercambios empáticos son más probables en niveles personales, por ejemplo, entre padres de ambas partes que han perdido a sus hijos.
  4. 4. Responsabilidad. Cada parte asume por lo menos alguna responsabilidad parcial por el sufrimiento de la otra parte; parece que la culpa facilita la asunción de la responsabilidad, la expresión de arrepentimiento, la petición de disculpas y la reparación, tanto en el nivel personal (Prieto y Echegoyen, 2015) como en el grupal (Páez, Valencia, Etxebarría, Bilbao y Zubieta, 2011), mientras que la vergüenza los dificultaría.
  5. 5. Expresar disposición para la restitución o la reparación del daño, en el terreno personal-grupal o como acto político de los responsables de las decisiones. La reparación implica que el grupo agresor admite responsabilidad, expresa un deseo de mejorar la relación con el otro grupo e indica que el daño no se repetirá en el futuro. Los actos de reparación facilitan la comunicación positiva entre víctimas y agresores, mediante la superación, en la víctima, de su rabia y su sensación de indefensión (Wohl y Branscombe, 2009).
  6. 6. Pedir disculpas y perdón por los errores pasados. Como señala Aguirre (1999), sólo después de haber hablado de la verdad y de la justicia es cuando procede hablar del perdón. El perdón debe ser planteado desde el respeto a las víctimas. Cuando la disculpa y el arrepentimiento se perciben como auténticos, los rasgos negativos del ofensor se atenúan. La disposición a perdonar reconstruye al sujeto, liberándole del odio y del deseo de venganza, y posibilita a la sociedad salir de la espiral de la revancha. El perdón puede expresarse personalmente, o en el ámbito legal, mediante amnistía, indulto o reducción de pena (recordando que las medidas que implican impunidad dificultan el proceso de reconciliación). Las medidas de perdón articuladas legalmente deben aplicarse con dos condiciones previas (Aguirre, 1999): que los derechos de las víctimas hayan sido reivindicadas, se las haya rodeado de solidaridad y se les haya hecho justicia; y que los agresores hayan reconocido, de alguna manera, la injusticia cometida y ofrezcan garantías de modificar su trayectoria anterior.
  7. 7. Incorporación de las narrativas opuestas en un discurso común del pasado, aceptable para las dos partes. Es decir, la construcción de una narrativa compartida que incorpore las perspectivas de las dos partes del conflicto. En ocasiones es suficiente que sean mutuamente tolerantes con las otras interpretaciones de los hechos relacionados con el conflicto.

Nosotros añadiríamos una última tarea para considerar completo y garantizar la sostenibilidad del proceso de reconciliación: el contacto entre las dos partes. Allport (como se citó en Moyano y Trujillo, 2015), en su hipótesis del contacto, planteaba que el prejuicio podía ser reducido mediante el contacto intergrupal positivo, para el que deberían darse una serie de condiciones: (1) igualdad de estatus de los grupos que van a contactar; (2) persecución de objetivos comunes, compartidos por los miembros de los grupos por separado; (3) autorización y legitimación de las instituciones sociales; y (4) expectativas de resultados positivos. El contacto positivo permitiría ver la humanidad del otro, repensar la propia identidad y construir una identidad común (Staub, 2013).

La reconciliación en Ruanda

La cultura ruandesa es principalmente comunitaria; la calidad de vida individual no se concibe lejos ni distinta de la calidad de vida de la comunidad. En Ruanda, la reconciliación personal y comunitaria son prácticamente indivisibles, y casi todos los pasos dados en estas dos últimas décadas de reconstrucción del país han ido encaminados hacia la construcción de la comunidad a través del diálogo, con un objetivo último de convivencia pacífica.

Algo que Ruanda ha conseguido de manera notable es que el genocidio no se convierta en un tema tabú. Así, cada 7 de abril se inicia el periodo de conmemoración, Kwibuka (recuerdo), señalando el inicio de 100 días de luto en el país. Durante la primera semana se suceden numerosos actos, memoriales, vigilias y testimonios para mantener vivo el recuerdo de lo ocurrido. Este periodo de luto termina el 4 de julio, Kwibohora (el día de la liberación), aniversario del fin del genocidio.

Según Porter (en Clark, 2014), la reconciliación necesita un espacio de discurso y debate público en el que los dos antiguos oponentes puedan escucharse y expresarse abiertamente. Aunque algunos autores señalan que en Ruanda no ha existido ese espacio, debido a la imposición de una única narrativa sobre la historia de Ruanda (que enfatiza la armonía histórica entre hutu y tutsi y centra el origen de las distinciones étnicas en el colonialismo europeo que dividió el país, Bilali, 2014), para otros ese espacio de debate público han sido los tribunales populares Gacaca (Clark, 2014), que han funcionado desde el 2001 hasta hace aproximadamente dos años, inspirados en la tradición popular para la resolución conflictos. Se crearon tribunales Gacaca en cada comunidad, y la asistencia a ellos era obligatoria. En ellos se elegía un grupo de personas consideradas neutrales, cuya reputación les avalara como personas honestas e íntegras, y se les designaba como jueces. Éstos escuchaban las narrativas de las dos partes en conflicto y decidían quién era culpable. Además de agilizar el proceso penal en un momento en que el país no podía asumir la instrucción de todos los casos, estos tribunales permitieron que los agresores confesaran sus crímenes y que las víctimas conocieran la verdad sobre lo que les había ocurrido a sus familiares, y su valoración es positiva entre los ruandeses, en general (Clark, 2014). Sin embargo, se han observado algunos problemas respecto a estos tribunales; por ejemplo, casos de falsos testimonios y amenazas (Mukherjee, 2011), la reducción de la confianza y la unidad entre los grupos (Rettig, 2008), o la generación de resentimiento en los hutu, ya que los tribunales sólo juzgaban asesinatos y agresiones contra tutsi, pero no contra hutu moderados ni los casos de asesinatos o agresiones a hutu por el Frente Patriótico Ruandés (Clark, 2010). Además, el conocimiento de la verdad puede reactivar emociones negativas si no se facilita el apoyo emocional necesario para poder procesarla (Páez et al, 2011 ).

En Ruanda se enfatizó la necesidad de justicia después del genocidio, que derivó en la creación de órganos especiales para la justicia transicional. Los crímenes cometidos durante el genocidio no quedaron impunes. En el año 1994 el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas estableció el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) para la persecución y condena de aquellos que lideraron la matanza. Por otro lado, los tribunales Gacaca llevaron a que numerosos agresores que ya estaban cumpliendo condena y confesaron sus crímenes fueron liberados y la pena de cárcel fue conmutada por servicios a la comunidad. En general, la evaluación que se ha hecho de los procesos de justicia transicional en Ruanda es positiva (Clark, 2014), y para las víctimas, saber que no se permitía la inmunidad de los victimarios fue necesario para restaurar el equilibrio y el sentimiento de seguridad.

Algunas iniciativas que el gobierno ha puesto en marcha para la reconciliación han sido cuestionadas, como el cambio de nombres de pueblos y lugares, o la re-educación en los Ingando Camps. Una de esas iniciativas, Ndi Umunyarwanda (Yo soy ruandés), dirigida a fortalecer una identidad como ruandeses distinta de las sub-identidades étnicas, es controvertida por generar cierto sentimiento de “culpa colectiva”, por hacer sentir culpables a personas que no cometieron crimen alguno (e incluso algunas que han nacido después del genocidio) o la imposición de una única narrativa (Bilali, 2014). En algunas sesiones se animaba a todo hutu a pedir disculpas a sus compatriotas tutsi; sin embargo, la expresión de remordimiento indiscriminado no ha resultado positiva. En la actualidad, pese a que esta iniciativa ha logrado enfatizar aquellas características que les unen como sociedad, se cuestiona que suprima las identidades étnicas, que todavía hoy siguen estando presentes y forman parte de su identidad individual (Thomson, 2011). Son varios los autores que consideran más positiva una identidad dual que una única identidad (Dovidio et al, 2007).

Un ejemplo de las distintas iniciativas para la construcción de un discurso común en el país es el serial radiofónico Musekeweya, iniciado en 2004 por Radio La Beneveloncija Humanitarian Tools Foundation (Bilali, 2014), que presenta un retrato realista del difícil camino hacia la reconciliación entre dos pueblos ficticios, señalando sus fortalezas para conseguirla y potenciando el contacto positivo o la amistad entre grupos. El programa, basado en los estudios sobre reconciliación de Staub, ha tenido efecto positivo sobre la intención de los ruandeses de escuchar diferentes versiones de la historia (conocer y reconocer la narrativa del otro), el mostrar una victimización menos competitiva y más inclusiva y sobre la creación de una visión común de la historia (Bilali, 2014).

Respecto al arrepentimiento y la reparación, se observan beneficios en aquellos programas que preparan a víctimas y agresores para culminar con la expresión de arrepentimiento genuino y auténtico hacia las víctimas. Uno de los programas más relevantes es “The Secret of Peace”, más conocido por el nombre de la parroquia en la que nació, Mushaka Program, ha ido extendiéndose por todo el país. En esta iniciativa los agresores, para ser reinsertados en la comunidad parroquial una vez cumplida la pena judicial, deben seguir un proceso personal que culmina en la expresión de arrepentimiento a sus víctimas en un acto comunitario.

El apoyo institucional por parte del gobierno está siendo un factor clave para garantizar el éxito y la paz duradera. La Comisión Nacional para la Unidad y la Reconciliación apoya y prácticamente impone el contacto mediante políticas de convivencia y de no exclusión; por ejemplo, el planteamiento de las conmemoraciones del genocidio se realiza siempre de manera conjunta, implicando activamente a ambos bandos en el recuerdo y los memoriales (Rodríguez Vázquez, 2017). Hutu y tutsi se vieron obligados a convivir cuando los agresores empezaron a abandonar las cárceles y volvieron a sus comunidades, y comparten el día a día de sus vidas cotidianas: el contacto continuado está siendo la garantía para que la reconciliación en el país sea sostenible. Además, es frecuente que los procesos de reconciliación personal queden sellados por iniciativas económicas que vinculan a ambas partes en un objetivo común para mejorar su situación; por ejemplo, tareas cooperativas relacionadas con la agricultura o la ganadería que les permiten trabajar de manera conjunta, prolongando así el contacto positivo y aumentando las posibilidades de restaurar la confianza.

CONCLUSIONES

A través de un camino con luces y sombras, con aciertos y errores, los ruandeses han llegado a convivir en paz. Especialmente en las zonas rurales (donde vive la mayoría de los ruandeses) se han implicado en la reconstrucción de la relación y están dando testimonio de reconciliación genuina. Ahora, hutu y tutsi se sientan a la misma mesa, comparten comida y bebida, asisten juntos a la iglesia o al colegio, dialogan, se ayudan en tiempos de enfermedad o infortunio, y se casan entre ellos en un país en que el matrimonio simboliza una gran unión entre familias (Clark, 2014).

Aún hay mucho camino por andar, la reconciliación no termina en una convivencia pacífica, sino en la seguridad de que el conflicto no se repetirá en el futuro. Y para los ruandeses, es el nivel individual, es en la interacción personal, donde se puede conseguir, no intentando retomar viejas relaciones, sino construyendo nuevas formas de relacionarse (Clark, 2014). A diferencia de la versión del gobierno, según los ruandeses no se trata de volver a un estado anterior de armonía perdido, sino de aprender a convivir en paz definitivamente.


CONFLICTO DE INTERESES

No existe conflicto de intereses.

REFERENCIAS

Abello, A. (2006). Aproximaciones a procesos comprehensivos de reconciliación en contextos postconflicto. Centro de Estudios Políticos Internacionales. Documentos de Investigación, 16, 9-24.

Aguirre, R. (1999). La verdad, la justicia y el perdón ante la victimización. Eguzkilore, 12, 77-87.

Auerbach, Y. (2009). The Reconciliation Pyramid. A narrative-based framework for analyzing identity conflicts. Political Psychology, 30(2), 291-318.

Bandura, A. (2002). Selective moral disengagement in the exercise of moral agency. Journal of Moral Education, 31(2), 101- 119. Doi: 10.1080/0305724022014322

Bilali, R. (2014). Between fiction and reality in post-genocide Rwanda: Reflections on a social-psychological media intervention for social change. Journal of Social and Political Psychology, 2(1), doi: 10.5964/jspp.v2i1.288

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