Entrevista

Hilda Sabato: itinerarios, horizontes y problemas para la historia política

Hilda Sabato: Itineraries, Horizons and Problems for Political History

Hilda Sabato: itinerários, horizontes e problemas para a história política

Hilda Sabato
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Margarita Garrido
University of Oxford, United Kingdom
Franz Hensel
Universidad Autónoma de Bucaramanga, Colombia
Francisco A. Ortega
Universidad Nacional de Colombia, Colombia

Hilda Sabato: itinerarios, horizontes y problemas para la historia política

Historia Crítica, núm. 95, pp. 103-126, 2025

Departamento de Historia, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes

Recepção: 03 Setembro 2024

Aprovação: 20 Novembro 2024

Resumen: Hilda Sabato es un referente de la historiografía hispanoamericana. A raíz del lanzamiento del primer volumen del proyecto editorial Historias de lo político en Colombia: imaginando repúblicas en tiempos de independencia, 1780-1852 (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia; Universidad del Rosario, 2024), aprovechamos la presencia de Hilda Sabato en Bogotá para conversar con ella sobre el contexto familiar, político e intelectual de sus años formativos, la experiencia en medio de las dictaduras en el Cono Sur, su retorno a Argentina a finales de los años setenta y el proceso de reconstrucción democrático e institucional, particularmente en el ámbito universitario. Conversamos también sobre sus preocupaciones y planteamientos teóricos en el ámbito de lo político, sobre su mirada de la configuración de la república tras la fractura monárquica y la construcción de comunidades políticas a lo largo del siglo xix. En pocas palabras, la entrevista aborda los problemas y preguntas que Sabato ha procurado resolver a través de su extensa bibliografía.

Palabras clave: Hilda Sabato, historia de América latina, historia de lo político, historia política, republicanismo..

Abstract: Hilda Sabato is a referent of Hispano-American historiography. As a result of the launching of the first volume of the editorial project Historias de lo político en Colombia: imaginando repúblicas en tiempos de independencia, 1780-1852 (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia; Universidad del Rosario, 2024), we took advantage of Hilda Sabato's presence in Bogotá to talk with her about the familial, political and intellectual context of her formative years, her experience amid the dictatorships in the Southern Cone, her return to Argentina in the late 1970s and the process of democratic and institutional reconstruction, particularly in the university sphere. We also talked about her concerns and theoretical approaches in the political sphere, as well as her view of the configuration of the republic after the monarchical fracture and the construction of political communities throughout the nineteenth century. In short, the interview addresses the problems and questions that Sabato has sought to resolve through her extensive bibliography.

Keywords: Hilda Sabato, Latin American history, political history, republicanism..

Resumo: Hilda Sabato é figura de destaque na historiografia hispano-americana. Após o lançamento do primeiro volume do projeto editorial Historias de lo político en Colombia: imaginando repúblicas en tiempos de independencia, 1780-1852 (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia; Universidad del Rosario, 2024), aproveitamos a presença de Hilda Sabato na Bogotá para conversar com ela sobre o contexto familiar, político e intelectual de seus anos de formação, sobre experiência em meio às ditaduras no Cone Sul, sobre seu retorno à Argentina no final da década de 1970 e sobre o processo de reconstrução democrática e institucional, particularmente no ambiente universitário. Também conversamos sobre suas preocupações e abordagens teóricas na esfera política, sua visão da configuração da república após a ruptura da monarquia e a construção de comunidades políticas ao longo do século 19. Em suma, esta entrevista aborda os problemas e as questões que Sabato procurou resolver por meio de sua extensa bibliografia.

Palavras-chave: Hilda Sabato, história da América Latina, história do político, história política, republicanismo..

Introducción

Graduada de la Universidad de Buenos Aires como profesora secundaria, normal y especial en Historia en 1976, Hilda Sabato posteriormente obtuvo su título de doctorado en Historia de la Universidad de Londres en 1981. Inicialmente, se dedicó a la historia económica y social con libros como Capitalismo y ganadería en Buenos Aires: la fiebre del lanar (1989) y Los trabajadores de Buenos Aires. La experiencia del mercado, 1850-1880 (1992), en coautoría con Luis Alberto Romero. Su trabajo posterior renovó la historia política de Argentina y América Latina con obras conocidas, como La política en las calles. Entre el voto y la movilización. Buenos Aires, 1862-1880; Pueblo y política. La construcción de la república (2005 y 2010); Buenos Aires en armas. La revolución de 1880 (2008); Historia de la Argentina, 1852-1890 (2012); Repúblicas del Nuevo Mundo. El experimento político latinoamericano del siglo xix (publicado en 2018 en inglés y en 2021 en español). A esas obras se suman otras que editó, coordinó y dirigió en estos años. Entre ellas se destaca la compilación Ciudadanía política y formación de naciones. Perspectivas históricas de América Latina (1999), un referente de la bibliografía sobre ciudadanía en el continente. El recorrido académico de Hilda ha sido reconocida con distinciones nacionales e internacionales, tales como la Trayectoria en Investigación, de la Fundación Alexander von Humboldt de Alemania, en 2012 y el Premio Clarence Haring otorgado por la American Historical Association, en 2001.

Entrevistadores (EE): Es un gusto estar aquí contigo, encontrarnos nuevamente y tener la oportunidad de tener esta conversación. Comencemos hablando de tu itinerario, de tu formación inicial y de tu ambiente familiar. Pertenecer a una familia de inmigrantes, que a su vez adquirió notoriedad intelectual en la Argentina de medio siglo, debió ser significativo en tus primeros años. ¿De dónde vienes? ¿Cuáles fueron los primeros materiales de tu vida?

Hilda Sabato (H. S.): Bueno, simplemente decir que nací en una familia de padres muy jóvenes, soy la mayor de tres hermanas, en un hogar de clase media-media. Era una situación económica ajustada en esos momentos: mi padre era profesor de física, mi mamá había estudiado física y matemática; era una casa muy austera. Al mismo tiempo, era una casa alegre, con amigos y vecinos que participaban de la vida familiar.

Mi padre, además, era una persona con muchos intereses intelectuales. Mi mamá también. La casa era un lugar de pasaje de gentes diversas, no solamente del ambiente científico: había poetas, escritores, vecinos de la otra cuadra, qué sé yo, era una casa muy movida. La forma en que nos criaron tuvo una influencia grande. Aunque la época -soy de 1947- era bastante complicada para una mujer, en mi caso crecí muy libre, tanto porque mis padres eran muy abiertos como porque todo el movimiento que hubo en casa me fue creando un lugar de pertenencia, de seguridad, que me ayudó toda la vida.

Mis padres eran muy críticos y contrarios al régimen peronista, por izquierda. En esa época había que tener el carnet del partido para trabajar en el sector público -para dar clase, por ejemplo-, lo que nos afectaba directamente. Vivíamos entonces entre la oposición política en un régimen bastante perseguidor y la situación económica estrecha. Por su parte, los Sabato fueron convirtiéndose en una familia conocida debido a los tíos de mi papá, entre los cuales se encuentra Ernesto Sabato, a quien todo el mundo conoce. Pero había otros más que tenían actividad pública, eran ingenieros, fueron funcionarios y tuvieron una influencia pública importante.

En la infancia, ese dato era apenas un background sin mucho efecto, pero, con el tiempo, llevar un apellido conocido tuvo ventajas y desventajas, porque crea expectativas…: “Ah, vos sos Sabato y tu papá era no sé quién y tu tío era no sé quién”; y, bueno, sí, eran todo eso, ¡pero yo soy otra cosa! Al mismo tiempo, abre puertas, porque resuena y, por lo tanto, queda.

Mis padres, por suerte, nos inculcaron la idea de que éramos como todo el mundo, que no había nada que nos hiciera distintos. Los dos nos impulsaron mucho a una vida sin pretensiones de privilegios: jugábamos con los chicos del barrio, fuimos a colegio público, etcétera. Al mismo tiempo, es claro que teníamos algunas ventajas, no solo del apellido “que resuena”, sino también de tener a mano una biblioteca espectacular que mi papá fue construyendo o del acceso a gentes muy diversas que pasaban por la casa. En las reuniones, de chica me quedaba a la noche escuchando las conversaciones de los que venían, no me quería perder nada. Y, bueno, todo eso creaba un clima de curiosidad que mis padres alentaban, la curiosidad infinita, ¿no? Y la idea de que el conocimiento y la letra tienen un valor.

EE: Es patrimonio.

H. S.: Es un patrimonio cultural. Diría que lo principal de mi formación fue el patrimonio cultural que significó vivir en mi familia. Después hubo más, pues nos fuimos a Inglaterra a vivir durante un año y medio. Mi papá estaba en la Universidad de Birmingham, y yo fui a la escuela, conocí otro país y otras gentes, y aprendí inglés como mi segundo idioma, cosas que entonces tomé como naturales, pero que fueron decisivas para mi formación, y que, si no las tienes, después son más difíciles de adquirir.

EE: Ese crecimiento ocurre en un país que está viviendo transformaciones aceleradas, en el que hay cambios políticos y sociales significativos. Tú mencionas una clase media, pero ser una clase media en Argentina en esa época era muy importante. Era un fenómeno de emergencia y expansión inusual en el contexto latinoamericano. ¿Qué significó crecer en el contexto de ese país, de esas grandes transformaciones sociales y políticas?

H. S.: En la Argentina, el ascenso de una familia de inmigrantes con muy poco capital cultural, y por supuesto muy poco capital material, se hizo en una generación. En una familia como la mía, mi abuelo paterno, por ejemplo, no había hecho la universidad, ni siquiera la secundaria. Los hijos de mi bisabuelo eran once, pero solo ocho sobrevivieron la infancia, y de ellos, los padres decidieron alternarlos: uno estudiaba, otro trabajaba, uno estudiaba, otro trabajaba, y así siguiendo.

Mis padres ya pertenecían a la generación siguiente, pero la idea de que el estudio era indispensable estaba ahí. La escuela pública para los sectores inmigrantes con aspiraciones fue la clave de ascenso a esos sectores medios que eran muy fluidos, muy amplios. En el caso nuestro, que estábamos en la zona inferior, estudiar era un mandato. Entonces, mi padre se recibió de profesor de física, y luego de la caída del peronismo fue ascendiendo en el terreno científico, convirtiéndose en una persona pública, en un personaje importante en el desarrollo científico argentino. Hacia los años sesenta, nuestra situación económica fue mejorando. Ese sector medio estaba atravesado por las divisiones que comenzaron a aparecer en el mundo político, ya no solo peronismo/antiperonismo, sino por lo que empezó a pasar luego del golpe militar que derribó a Perón en 1955, que fue bastante menos auspicioso de lo que esperaban muchos de los que contribuyeron a él. Siguió un retorno a la institucionalidad republicana, pero con el peronismo proscripto, presidentes civiles muy condicionados por los militares y una transformación muy rápida del mundo político que llevó a una permanente agitación. Momentos de expansión, de libertad y luego restricciones de las libertades en los gobiernos militares. Mi adolescencia y mi juventud transcurrieron en la alternancia entre gobiernos civiles y militares. Yo no voté hasta mucho más tarde de la edad en que me correspondía hacerlo porque no se realizaban elecciones. También soy resultado de la cultura juvenil de los sesenta, y eso en la Argentina fue muy importante. A pesar de la situación de regímenes militares y de la intervención que se hizo de las universidades, al mismo tiempo se crearon espacios alternativos y había un clima de efervescencia político-cultural muy fuerte. Además de las transformaciones de la cultura juvenil, agregaría dos cosas: las discusiones ya muy fuertes acerca del lugar de la mujer y el aire de frescura que trajo, no hay que olvidarlo, la píldora. Fue un momento realmente movilizador en el cual se abrió un horizonte de libertad para las mujeres, muy diferente al que tuvieron las generaciones anteriores.

Y, por otro lado, estaban el impacto de la Revolución cubana y la expansión de la izquierda y de los movimientos revolucionarios que tuvieron incidencia a fines de los sesenta en la Argentina. Y en los setenta esto se aceleró con el fracaso del Gobierno militar (el de 1970 a 1973); la expansión de un peronismo renovado, que comenzó a recuperar terreno, ya no solo entre sus antiguos seguidores, las clases populares, sino también entre los jóvenes, la intelectualidad, y lo que empezaba a ser la izquierda revolucionaria, izquierda entre comillas, porque muchos de ellos venían en realidad del nacionalismo de derecha. Se fue conformando un espacio de contestación del régimen militar, una fuerza que fue imparable hasta el retiro de los militares del Gobierno. Cuando el presidente de facto, general Alejandro Agustín Lanusse, terminó por llamar a elecciones, empezó otro momento.

EE: Pero son las raíces históricas también de los Montoneros, ¿no?

H. S.: Los Montoneros surgieron un poquito antes, pero ahí se expandieron. Los Montoneros, las Fuerzas Armadas Peronistas (fap), otras organizaciones armadas y el Ejército Revolucionario del Pueblo (erp), que era la guerrilla fuerte de izquierda trotskista. El erp y los Montoneros comenzaron a ocupar progresivamente el espacio contestatario en oposición a la “democracia burguesa” y al Gobierno constitucional en manos del peronismo (1973-1976). Las agrupaciones de la izquierda peronista operaban dentro del propio sistema para desplazar a los sectores más tradicionales del partido y hacer la revolución. Esa estrategia fracasó, como sabemos, en buena medida con el apoyo de Perón, quien no quería ninguna revolución. Hasta aquí, una síntesis muy simplificada de una situación complejísima que una persona como yo, que en ese momento tenía veintitantos años, vivía como un tsunami. Estaba en la universidad, estudiaba Matemáticas en plena efervescencia de fines de los sesenta y militaba en sectores de la izquierda universitaria (no comunista, crítica de la Unión Soviética).

Para principios de los setenta, me había cambiado de carrera y ya estaba estudiando Historia. La universidad era un espacio de intenso debate político e intelectual en esos primeros años, que luego, con el ascenso del peronismo y la pelea interna en el Gobierno, comenzó a convertirse en un instrumento cada vez más político que intelectual. O sea, la pulsión política le ganó a la función intelectual, pues solo adquiría sentido si estaba al servicio de la militancia revolucionaria, dos términos que hoy para mí son antitéticos [risas]. Y entonces la universidad, y sobre todo la Facultad de Filosofía y Letras, se convirtieron en bastiones de la revolución, por decirlo así. Y muchos de quienes, como yo, estábamos ahí y en principio simpatizábamos con esas ideas, sentíamos a la vez la tensión entre las dos cosas. Y esto, en mi caso, no es una “invención” posterior: vivía escindida entre la cuestión del impulso político revolucionario, en pos de cambiar las cosas, y la idea de contribuir a la transformación más desde la reflexión y el pensamiento. Una postura que era muy difícil sostener en el clima de la época.

EE: Hilda, ¿cómo se da ese tránsito de las matemáticas a la Facultad de Filosofía? ¿Se vivía en la Facultad de Ciencias ese fervor con la misma intensidad? ¿Este tránsito tuvo que ver con la atmósfera que nos describes o eran inquietudes que venían de otro lado?

H. S.: Buena pregunta. No, la Facultad de Ciencias Exactas siempre fue un lugar de mucha politización. A diferencia de las carreras tradicionales como Ingeniería, Derecho, Economía y Medicina, Ciencias Exactas siempre fue un lugar de mucho debate y acción política. Y la verdad es que, a medida que avanzaba en la carrera, que me gustaba mucho, empecé a sentir otras necesidades ya personales, de tratar de entender más lo que ocurría en la Argentina. Viajaba mucho por el país en ese momento: hacía campamento, iba a lugares que eran bastante aislados y diferentes a Buenos Aires, y con todo eso me empezó a picar la inquietud por las humanidades. Y, bueno, ahí tuve una crisis fuerte. Dejé la carrera de Matemáticas, estuve un tiempo sin estudiar y, finalmente, me decidí por lo social, aunque todavía tenía la duda de si quería estudiar Antropología o Historia. Empecé las dos carreras y al final me quedé con Historia... [risas].

EE: ¿Y cuál era la percepción de la historia? Cada generación tiene también su mirada sobre la historia, ¿no? ¿Cuál era la de tu época? ¿Qué era lo que la historia te ofrecía?

H. S.: En ese clima, la discusión de moda era sobre el imperialismo y la dependencia y temas afines: liberación o dependencia, esa era la consigna [risas]. Y, además, en el caso argentino, se actualizó un debate que en alguna medida sigue y resulta bastante estéril, pero que en ese momento ganó terreno. Por esos años, junto con la recuperación del peronismo y la incorporación de sus ideas, se restableció la tradición del revisionismo histórico, una corriente surgida a partir de las décadas de los veinte y treinta, muy crítica de las versiones liberales más tradicionales de la historia argentina. Y se convirtió en una bandera del peronismo tanto de derecha como de izquierda. Esa controversia se puso en escena en la universidad, en los años setenta, como una disputa que, para mi gusto, debía haber estado totalmente superada, pero que volvió a cobrar vigencia política.

EE: ¿En qué consistía ese revisionismo?

H. S.: Te lo digo muy rápidamente: A partir de 1920, con la creciente inconformidad con la tradición liberal, que de alguna manera reivindicaba la trayectoria de los Gobiernos del siglo xix, surgió una historia que se contraponía a ella y veía en ese pasado uno de entrega de la soberanía nacional, con la subsunción del país al imperialismo inglés y la dominación del pueblo por parte de los beneficiarios de ese orden. De allí que se proponía una inversión casi caricaturesca de la historia “oficial”: a los hitos y héroes de esa versión del pasado se les oponían los hitos y héroes de la Argentina revisionista. Historia liberal vs. historia revisionista, dos narrativas que, desde el punto de vista de lo que hoy consideramos la disciplina histórica, estaban atravesadas por ideologías destinadas a construir memorias colectivas más que a saber qué pasó o a dar sentido al pasado. Pero se volvieron a poner en escena fuertemente en los setenta.

Debo decir que inicialmente simpatizaba con esa versión revisionista de nuestro pasado, pero, cuando comencé la carrera y empecé a investigar con sistematicidad, consideré que todo eso debía pasar al arcón de los recuerdos. Por entonces, y saliéndonos del debate local, vivimos la influencia de la historia estructural, tanto de tradición marxista como no marxista, el impacto de la escuela francesa de los Annales, y la creciente vigencia de una historia relacionada con las ciencias sociales como basamento teórico que permitiría la renovación de la disciplina.

EE: Antes de que pasemos a una conversación sobre estas corrientes, repasemos un par de momentos que son importantes: la experiencia de la dictadura y tu viaje a Londres en 1976. ¿Qué significó en ese momento salir? ¿Por qué el regreso en 1978, en plena dictadura, a Buenos Aires?

H. S.: Yo entro a la Facultad de Historia en el año 70 y termino en el 74. Hice muy rápido la carrera, pero además tuve mucha suerte. Terminé justo cuando se profundizaba la disputa política violenta entre las bandas del peronismo, los sectores de la guerrilla y los sectores oficiales de la derecha peronista, con un clima de mucha movilización que incluía, por supuesto, a la universidad. Para 1974, Perón en la presidencia ya se había manifestado claramente en contra de las organizaciones guerrilleras y estas lo tomaron como un desafío para profundizar sus acciones violentas durante el gobierno constitucional. A mediados de año, con la muerte de Perón, todo esto se acelera cuando lo sucede su mujer, que era la vicepresidenta, y se revela, junto con todo el equipo de gobierno, incapaz de lidiar con las fuerzas de su propio movimiento político, con el resultado de una radicalización del conflicto ya decididamente violento. (Entre paréntesis: confieso haber votado la fórmula Perón-Perón en 1973, lo que en ese momento me parecía lógico, ¡pero ahora me espanta!). Poco después, el Gobierno de Isabel Perón decretó la intervención de las universidades, consideradas un foco de la izquierda y la guerrilla, y puso a cargo de su manejo a figuras de derecha, decididas a limpiar el terreno. Yo en ese momento estaba terminando la carrera, lo cual fue una bendición porque, si hubiera sido un mes más tarde, me quedo sin título y eso habría dificultado todo lo que hice después.

Todos los que teníamos alguna simpatía o habíamos tenido alguna actividad militante nos tuvimos que ir a casa y hacer el menor ruido posible porque en ese momento se intensificó la represión ilegal parapolicial. No tan eficaz en la Universidad de Buenos Aires (uba), que es muy grande, y por lo tanto hacía más difícil ese seguimiento, pero en el interior del país, en varias provincias, hubo una persecución sistemática sobre los universitarios. Entre 1974 y 1976 fue un periodo muy difícil de represión cada vez más dura. Hacía lo que podía, mientras trabajaba en el Consejo Latinoamericano en Ciencias Sociales (Clacso), que también era una organización perseguida, pero que tenía cierto estatuto internacional. Mi marido, Carlos Reboratti, también quedó fuera de la universidad.

EE: ¿Qué hacías en Clacso?

H. S.: Del 71 al 74 fui asistente especial de la Secretaría Ejecutiva, primero con Aldo Ferrer y después con Enrique Oteiza. Luego seguí allí en el área de publicaciones hasta que me fui en el 76.

EE: ¿Por qué deciden ir a estudiar a Inglaterra?

H. S.: La situación era cada vez más difícil por el clima de represión y persecución. Mi marido había conseguido trabajo en el circuito de centros alternativos al aparato oficial, algunos de ellos vinculados al Instituto Di Tella, que albergaron a muchos de los expulsados de las universidades. Los tiempos eran cada vez más inciertos. Los Montoneros se habían pasado a la clandestinidad. En ese momento comenzó mi distanciamiento de la propuesta armada, que previamente había considerado como el camino deseable hacia la revolución. Por razones de ética personal e incluso de orientación vital, la violencia nunca fue lo mío, a la vez que sentía gran distancia respecto al comportamiento de la guerrilla frente a un Gobierno que podía ser deplorable, pero era un Gobierno constitucional.

Entonces en el 75 decidimos pedir becas para irnos afuera, ya que se estaba poniendo muy peligroso; uno veía pasar las cosas por los lados: amigos, parientes -tengo una hermana que estaba muy comprometida en Montoneros-, compañeros de trabajo…, todo era muy difícil. Había que cuidarse y había mucho miedo, teníamos mucho miedo. Charly, mi marido, consiguió muy rápido la beca del British Council y luego yo obtuve una de la Fundación Ford. Pero perdimos el viaje porque quedé embarazada y los ingleses no quisieron que nuestro hijo naciera en Inglaterra. Entonces, postergaron la beca y nos fuimos en el 76. El golpe fue en marzo de ese año, así que se hizo indispensable tomar la decisión de irnos.

El 76 empezó un Gobierno militar de otra índole a los que habíamos vivido. El propósito principal de ese Gobierno militar en los primeros años fue, por supuesto, la aniquilación de la guerrilla y, junto con ello, la destrucción de todo aquello que ellos consideraban era la base ideológica e intelectual que alimentaba a las guerrillas, es decir, cualquier forma de pensamiento crítico. El golpe del 66 había sido duro, pero de alguna manera no logró quebrar las redes y las tramas de conexión de los grupos artísticos, intelectuales y científicos. En cambio, el del 76 fue draconiano, total, vinieron con todo, mataron y persiguieron a miles y miles de personas. Entonces, más que nada, lo que había que hacer era protegerse. Muy lentamente comenzaron a formarse grupos alternativos para sobrevivir; los amigos y colegas comenzaron a dar clases en colegios secundarios, a trabajar en editoriales, y, poco a poco, se aprovecharon algunas de las estructuras que existían previamente para armar centros de investigación privados con apoyo internacional. En Buenos Aires, comenzaron también a organizarse redes de, llamémosle, supervivencia intelectual, pero todo en condiciones muy precarias y con muy bajo perfil.

Mucha gente se tuvo que ir. Teníamos miedo. Fue una sangría enorme hacia afuera y una sangría interna de la gente que iba cayendo, muerta, desaparecida, o lo que fuera. En el 76, cuando la cosa estaba más grave, ya estábamos en Inglaterra, con esas becas que conseguimos, postergadas por “el amor de los ingleses a los niños” [risas]. Y ahí nos quedamos durante algo más de dos años.

Entretanto, en la Argentina luego del 78 la situación siguió complicada, pero parecía que la represión cedía un poco, tanto por el triunfo militar del Gobierno sobre las guerrillas, que había sido apabullante, como por cierta repercusión internacional que empezaba a tener la represión indiscriminada.

En ese clima, en 1978 se creó la revista Punto de Vista, como una iniciativa de debate y producción intelectual de la que luego participé muchos años. Poco antes, un grupo de historiadores de mi generación y un poco mayores constituyó el Programa de Estudios de Historia Económica y Social Americana (Pehesa) -que todavía existe-, radicado en uno de esos centros de investigación que mencioné antes, el Centro de Investigaciones Sociales sobre el Estado y la Administración (Cisea). El propósito era mantener viva la llama de la historia social, considerada entonces como la vanguardia de la historiografía. Se trataba de recuperar un ámbito de discusión entre historiadores que sobrevivían como podían en la Argentina; esto es, construir un espacio común para seguir pensando. Yo estaba en Inglaterra, me invitaron a sumarme y, por supuesto, lo hice con mucho entusiasmo. Tenía un lugar para volver…, era solo una oficina en un centro dedicado a otras disciplinas, pero era un lugar de referencia, diálogo e intercambio. Nos devolvimos. Mi marido también quería volver, y yo iba a tener otro hijo y no quería que naciera en Inglaterra.

Una vez regresados, el periodo que va de fines de los años setenta y principios de los ochenta fue muy creativo desde el punto de vista intelectual, por mi trabajo con la gente del grupo del Pehesa, y también por mi inserción en la revista Punto de Vista, un espacio decisivo en que discutíamos las novedades en historia, literatura, teoría política, arte, etcétera, y procesábamos nuestra incorporación en la vida política. Es el periodo en el cual decididamente me alejo de mis ideas radicales respecto a la revolución y la política, y me convierto en lo que mis detractores argentinos llaman una “socialdemócrata” o, más adecuadamente, en una socialista democrática. Participo de la creación de instituciones destinadas a debatir la democracia pluralista en la Argentina, como el Club de Cultura Socialista, y también me involucro en el movimiento de derechos humanos. En ese marco, apoyé decididamente el Gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989), que inició la transición a la democracia en la Argentina.

EE: ¿Por qué regresar a la Argentina, con hijos aún pequeños, en medio de la dictadura?

H. S.: Fue una decisión familiar, de mi marido y mía. Mi padre me quería matar cuando le dije que me quería volver. Me dice: “Vos estás loca”; y sí, estábamos un poco locos, pero es normal en esas circunstancias. Cuando uno se va sin saber si vuelve se siente muy mal. Yo no estaba exiliada oficialmente, no es que me vinieron a buscar a mi casa y me tuve que salir a la noche escapando al Uruguay. Decidí irme porque la situación estaba muy difícil para mí, para mi familia, para mis amigos, para mi propio trabajo, para mi propia persona. Pero, cuando te vas en una situación en la cual no sabés si podés volver, la sensación es horrible y, por más que estés mejor que en tu país, no te sentís muy contento. Al menos ese fue nuestro caso. Nunca estuvimos muy contentos en Inglaterra, lo que en mi caso también tiene que ver con cierta formación personal y familiar. Mi padre siempre nos había insuflado la idea de que el país nos había formado y nosotros teníamos una obligación, una deuda, con la sociedad que nos había dado esa posibilidad. Lo cierto es que el arraigo a la Argentina (¡y no por nacionalismo!) fue siempre muy fuerte. Entonces, cuando las cosas empezaron a ordenarse un poco, después del mundial de fútbol (1978), pensamos en regresar. Mi marido, por su parte, no tuvo una buena experiencia académica en Inglaterra, pues le tocó un pésimo tutor, horrible, lo que le impidió avanzar con sus cosas. Por mi parte, yo había pasado los dos años de residencia obligatoria. Tenía los materiales, me venía bien volver a la Argentina, además para poder participar, para tener diálogo con otros. La vida en Inglaterra de doctorando en esos años era muy solitaria, sin cursos ni seminarios. Uno llegaba, se encontraba con su advisor que indicaba ir al archivo y producir capítulos. Eso era.

EE: ¿Quién era tu director de tesis en ese momento?

H. S.: John Lynch. Hizo muy bien su papel, porque me hizo sacar la tesis, pero no era alguien con quien podía tener un diálogo intenso.

EE: Pero después tuviste un paso por la historia económica, social y luego política. ¿Allí tuvo que ver algo Eric Hobsbawm? ¿Tuviste diálogo con él?

H. S.: El asunto es así, para tratar de comprimirlo. En Inglaterra, cuando llegué, salté directamente de hacer un profesorado -ni siquiera había hecho licenciatura- a hacer mi tesis de doctorado, sin pasos intermedios. Yo soy un poco obstinada y me propuse salir adelante, pero al principio me encontraba bastante “a la intemperie”. No tenía cursos que compartir con otros compañeros, no tenía otros profesores que me guiaran, no había espacios previstos de intercambio intelectual. Entonces, empecé a buscar contactos. Y hablé con Eric Hobsbawm, a quien le había escrito previamente desde Buenos Aires (un caradurismo absoluto de mi parte: ¡una estudiante de historia de Buenos Aires le escribe a Hobsbawm!) y él me había contestado muy amablemente aconsejándome respecto a lo que me convenía hacer en Inglaterra. Así que, cuando llegué, lo llamé y me recibió. Después tuve encantadores diálogos con él; lo iba a ver a Birkbeck College. En ese momento, yo estaba totalmente inmersa en la historia estructural y Hobsbawm era para mí un héroe. Su obra representaba el ideal de lo que tenía que producir un historiador.

Por entonces, lo mío era la historia estructural, con una fuerte impronta marxista. Esta provenía en parte de lecturas que había hecho en Buenos Aires, en grupos de estudio antes de la dictadura, y de un posicionamiento político-ideológico. Y mi tema de tesis era estructural: el capitalismo en el agro pampeano. Por lo tanto, la cuestión que me obsesionaba cuando llegué a Inglaterra era la renta de la tierra, así que me zambullí en lecturas del tema. También busqué ayuda y hablé con gente como Ernesto Laclau, que en ese momento estaba allá, Hobsbawm, y otros. Al mismo tiempo, me hice de colegas y amigos en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Londres, donde compartía oficina con varios latinoamericanos.

EE: ¿Era gente latinoamericana o eran todos latinoamericanistas ingleses?

H. S.: No, había varios latinoamericanos. Entre otros, un gran amigo que conservo aún, que es Luis Ortega, historiador económico chileno, que ha trabajado sobre historia de la industria y la minería. También había otros colegas de América Latina, pero con la mayoría nos encontrábamos a “la inglesa”: a la hora del té, 3:30 p. m., y para las 5:00 p. m. en el Instituto no quedaba ni el gato.

Y así llegamos finales de 1978, cuando decidimos volver a la Argentina, sí o sí, contra viento y marea, contra la familia, contra todos.

EE: ¿En el 78 regresan y vuelven a ir a Inglaterra en otro momento?

H. S.: No, solo vuelvo para rendir la tesis en enero de 1981. Ya en Buenos Aires, me incorporé al grupo Pehesa, que mencioné antes, y obtuve una prolongación de la beca de la Ford que me daba dos años más para terminar la tesis. Aquí tengo que introducir una digresión. Cuando estaba en Inglaterra, estaba en efervescencia la disputa con los estructuralistas y sobre todo con Louis Althusser y los althusserianos. Su propuesta nunca me había convencido porque la considero poco productiva para los historiadores. Y entonces me sentí atraída por la posición que los ingleses tenían en la discusión con Althusser y con todo el estructuralismo, y en particular descubrí a E. P. Thompson, Christopher Hill y luego al grupo de History Workshop. Me sirvió esa visión de los marxistas culturalistas ingleses, porque si bien yo tenía una formación marxista, era muy reacia a sus versiones más ortodoxas. No me cerraban los esquemas más rígidos sobre modos de producción para el caso que yo estaba estudiando -la formación del capitalismo agrario en la provincia de Buenos Aires- y, aunque estaba imbuida del interés por la historia social y económica, estas nuevas lecturas me sirvieron para alimentar mis propias dudas sobre las versiones más canónicas del marxismo. Esas lecturas, que empecé en Inglaterra, las continué después en Buenos Aires con un grupo de gente que venía de la historia social y estaba incorporando la dimensión de la cultura, sobre todo de la mano del marxismo cultural inglés.

EE: ¿Esas lecturas se articulan con la teoría de la dependencia y, por ejemplo, Wallerstein, una figura para aquel momento?

H. S.: Sí, pero no… me explico: yo no tuve una formación sistemática después del grado, como ya mencioné. Salí de hacer la carrera de Historia en Argentina, de una carrera en efervescencia, sí, pero bastante pobre desde el punto de vista historiográfico. Por eso, nos organizábamos para suplir esa deficiencia en una especie de universidad paralela. Hacíamos cursos entre nosotros, pagábamos profesores de afuera de la universidad, por ejemplo, para leer El capital de Karl Marx, y armábamos grupos de discusión sobre Althusser y otros autores. De esa manera algo artesanal, fui incorporando autores y temas. Wallerstein llegó, lo leí, pero no me convenció. Empecé a desconfiar de las interpretaciones omnicomprensivas, y la historia me empezó a interesar cada vez más por la propia particularidad del pasado y no para aplicar recetas o modelos. Tampoco fue una postura que decidí a priori. A medida que me iba formando, fui decidiendo a los “ponchazos” lo que me parecía bien y mal, sin adscripciones fuertes a ninguna corriente.

EE: ¿En este momento (1978) conociste a Thompson?

H. S.: Conocí su obra a partir del debate con el estructuralismo. La relación historiográfica entre ingleses y franceses no ha sido fácil y, por entonces, no se leían uno a otro con frecuencia, más bien se ignoraban. Nosotros, como vivimos en los márgenes, leemos todo lo que podemos, venga de donde venga. Pero en esos años se habían puesto de moda en Inglaterra los libros de dos ingleses althusserianos -casi un oxímoron-: Barry Hindess y Paul Hirst [risas]. Y fue entonces que me topé con el debate que allí se desató, en el cual las posiciones antiestructuralistas más fuertes provenían de reconocidos historiadores, como Thompson. Yo todavía no estaba preocupada por los sectores populares, pero la visión de Thompson me atrajo de inmediato, por la manera en que pensaba el pasado y el tipo de trabajo que proponía.

EE: Hay mucha distancia de la historia de la clase obrera de Hobsbawm a la de Thompson. Ese es el gran salto que se dio en Inglaterra en términos de desplazamiento hacia lo cultural. Y tú, sin querer queriendo, estuviste en las dos. Quizá ese eclecticismo te permitió desarrollar una sensibilidad en la que no había un modelo.

H. S.: Sobre todo el tema de la “clase”. A mí la “clase”, en su versión ortodoxa, me ponía mal.

EE: Thompson ya dice “lucha de clases sin clases” (1978), y eso nos cambió…

H. S.: A mí también, sí. Ese artículo, un poco más tarde, me resultó decisivo.

EE: Eso que dijiste de no encajarnos en una teoría es muy interesante. Importante decir también que es por nuestra posición periférica que podemos hacer una mezcla a nuestro gusto, que tentativamente podemos llamar ecléctica. Entonces, ¿para qué nos sirven las teorías? Nos parece que es un punto muy importante para América Latina. ¿Cuál es nuestro lugar en ese mundo?

H. S.: Lo primero es señalar que la posición periférica tiene muchos problemas, pero también ventajas. Las desventajas las conocemos demasiado bien. Y, para esa época, había un rasgo que, en principio, parece una desventaja, pero creo que no lo fue: la falta de sistematicidad en la carrera universitaria. Ahora todo está mucho más ordenado y regimentado en la vida universitaria. Pero en los años setenta, en la Universidad de Buenos Aires, por ejemplo, después de las expulsiones de 1966 nos habíamos quedado sin grandes maestros. Por lo tanto, los estudiantes nos organizábamos para complementar la formación por fuera. Esos fueron los setenta, muy diferente a la carrera en la actualidad o en la década del sesenta, donde enseñaban historiadores de primera, como Tulio Halperin Donghi y José Luis Romero, entre otros.

Otra “ventaja” se vincula también con una desventaja: la marginación que nos obliga a abrirnos al mundo, a recibir y mezclar inspiraciones e influencias. Y esto no tiene que ver con la subordinación o la copia, sino con la avidez de incorporar novedades y la posibilidad de los cruces, sin quedar pegado a ningún influjo en particular. El resultado puede ser muy productivo, si se aprovecha bien, ¡claro!

Con respecto a la relación de los historiadores con la teoría o las teorías, la cosa es bien compleja. En general, no podemos pensar si no tenemos conceptos y categorías de análisis, pero en el caso de los historiadores en particular no se trata de conceptos de uso corriente, sino de categorías bastante sofisticadas. Por eso, debemos recurrir a la teoría, donde se definen y formalizan las categorías de análisis. En mi caso, que me dedico a la historia política, me apoyo en la teoría política y en los filósofos políticos, para poder pensar lo que me interesa. Cuando estaba haciendo mi tesis, para analizar las estructuras económicas y sociales tenía que recurrir a las teorías de ese campo.

Como historiadora, y esto es siempre muy difícil de explicar, la cuestión es introducir categorías y conceptos que han sido formulados en los marcos sistemáticos e internamente consistentes de una teoría, sin comprar la teoría en su conjunto. Dado que cada teoría propone una interpretación sistemática de la realidad, en clave económica, social, política, cultural o lo que sea, ¿cómo hacemos nosotros para usar los conceptos sin quedarnos pegados a la interpretación que los contiene? Para usar el ejemplo de mi tesis doctoral: ¿cómo podía yo usar la categoría de renta de la tierra sin quedarme pegada a la teoría de la renta, en alguna de sus versiones, y para usarla más bien de manera operativa? Después de todo, lo que tenía delante cuando analizaba el caso de la provincia de Buenos Aires no se correspondía exactamente con ninguno de los modelos que teorizan la renta de la tierra. Es un juego difícil, y para mí gusto no hay recetas.

EE: ¿Y esta reflexión se hacía a finales de los setenta?

H. S.: No sé, es más bien una reflexión ex post [risas]. En el momento, me rompía la cabeza tratando de entender, explorando más y más fuentes en archivos y bibliotecas, a la vez que buscaba conceptos y categorías que me permitieran dar sentido a lo que encontraba. En ese punto, el empirismo de la historiografía inglesa fue providencial y mi tutor fue implacable en esa materia. No tenía un esquema teórico previo que me indicara cómo hacer, así que todo era ensayo y error.

EE: Pero sí estaba la incomodidad de pensar la categoría de renta de la tierra y tener la responsabilidad de usarla sin un esquema.

H. S.: Exactamente. Iba descubriendo lo que no quería, aunque era más difícil encontrar lo que sí quería… De todas maneras, es una cuestión incómoda, porque al tomar categorías de una teoría de manera vicaria, por así decir, quedan desarticuladas del conjunto en que fueron concebidas. Por ejemplo, en mis trabajos sobre política, recurro a las categorías de esfera pública y espacio público, tomadas de una serie de autores como Habermas y Arendt, entre otros. Me fueron de gran utilidad para dar cuenta de lo que veía en la Argentina del siglo xix y, por lo tanto, las tomé en su complejidad; pero, al mismo tiempo, me despegué de las interpretaciones más generales que esos autores hacían en sus planteamientos de índole teórica, y las combiné de maneras quizá demasiado eclécticas.

EE: Cuéntanos del paso de Inglaterra a Estados Unidos. ¿En qué momento te encuentras Estados Unidos como entorno institucional?

H. S.: Lo de Estados Unidos en realidad viene por el interés en conocer otros mundos, inclusive los académicos, y para tener acceso a bibliotecas mejor nutridas que las argentinas, que eran y siguen siendo bastante pobres. Todavía en dictadura, el aislamiento era brutal, pues los colegas de otros países no venían a la Argentina y no teníamos acceso regular a libros y journals. Era duro; entonces, había que tratar de salir. Ya después de la dictadura, salí varias veces invitada por instituciones de Estados Unidos, en muchos casos en familia, porque era el lugar donde uno podía recargar las pilas, como se decía, y traer materiales. Contrabandeábamos cajas y cajas de fotocopias. Más tarde, hice estadías de investigación en varios lugares de Europa, en especial en Alemania.

Después de la vuelta a la democracia, nos involucramos muchísimo en la universidad y en el Conicet [Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas], en la refundación de la política de investigación en la Argentina y del campo historiográfico. De alguna manera, y lo digo sin ningún tipo de modestia, fui parte de un movimiento generacional -teníamos alrededor de cuarenta años-, que contribuyó a promover la renovación historiográfica en las universidades de todo el país.

EE: ¿Qué nombres aparecen en esa renovación?

H. S.: En ese grupo entramos todos los que habíamos estado en el Pehesa: Luis Alberto Romero, Leandro Gutiérrez, Juan Carlos Korol, Mirta Lobato, entre otros; además de Enrique Tandeter -que había vuelto del exilio-, Gastón Burucúa, Fernando Devoto y otros cuantos más. Hubo una renovación intelectual fuerte. Fue un esfuerzo enorme, llevado adelante con gran entusiasmo, y el Departamento de Historia de Buenos Aires se convirtió en ese momento en un centro bastante destacado. Otras áreas de las ciencias sociales y las humanidades también vivieron una transformación intelectual e institucional decisiva, que cambió el panorama de estas disciplinas en el país.

Ya a fines de los ochenta, todavía en medio de ese clima fervoroso, conozco en Buenos Aires a Albert O. Hirschman, un personaje que admiraba y cuyo trabajo me había servido muchísimo. En un momento, en plena conversación me dice: “¿Por qué no te presentás a Princeton?”. Y le pregunto: “¿A la Universidad de Princeton?”. “No, al Instituto de Estudios Avanzados”, me contesta, y yo ni sabía lo que era… Un dato interesante: a esa altura, yo no era una principiante, pero no tenía idea de qué era el IAS [Institute for Advanced Study] de Princeton. Evidentemente, no pertenecía a esa liga, a ese circuito. Mi respuesta: “No, mire, no, yo tengo dos hijos, marido, obligaciones de todo tipo. No me puedo ir un año de la Argentina”. Me insistió, pero me parecía imposible. Cuando esa noche le cuento a mi esposo me dice: “Pero vos estás loca, ¿cómo le vas a decir que no?”. Y yo: “¿Cómo le voy a decir que sí? Me tendría que ir un año de la Argentina…”. Bueno, para hacerla corta, dije que sí y fui. Ese fue un momento importante, no por el aura elitista del Instituto, sino porque era un lugar espectacular para trabajar, que reunía un conjunto de gente de lujo y donde tenía total libertad para hacer lo que quisiera. En ese momento estaban Clifford Geertz, Michael Walzer, Joan Scott y Hirschman en la Escuela de Ciencias Sociales del IAS, que era mi sede. Además, había un conjunto de personas de distintos países del mundo, de distintas disciplinas y orientaciones. Por otra parte, era el momento en el cual estaba ganando terreno el giro lingüístico y se daba la dura pelea entre quienes estaban en la renovación radical de los principios sobre los cuales se sostenía la historia y los historiadores más tradicionales. Esta disputa historiográfica tenía uno de sus focos en la Universidad de Princeton, y podíamos verla en toda su potencia en los seminarios del Davis Center, coordinados por la magnífica Natalie Zemon Davis.

En ese sentido, ese año fue un festín. En principio, mi posición era crítica de los posmodernos, pero toda la discusión me enseñó mucho, me sirvió para pensar y revisar muchas cosas. Había debates muy fuertes y, aunque solía enojarme con las posturas más radicales, descubrí pronto que las preguntas que se hacían eran muy pertinentes. Para mí fue un momento importante, que me llevó a pensar también en la crisis de la historia social, en la crisis de los paradigmas sobre los cuales se fundaba la historiografía de E. P. Thompson. Aunque su obra fue fundamental en mi visión de la historia, pronto empecé a preguntarme por temas tales como el estatuto del texto histórico, la concepción de la evidencia, el rol de las fuentes. Si bien el cuestionamiento que ahora se hacía a la “vieja” historiografía era radical, y no me convencía para nada, al mismo tiempo, me sirvió para revisar mis propias certezas.

EE: ¿Qué escribiste en ese momento?

H. S.: Ahí fue donde escribí el primer artículo que salió en Past & Present sobre ciudadanía y política en Buenos Aires, “Citizenship, Political Participation and the Formation of the Public Sphere in Buenos Aires 1850s-1880s” (1992). Años después estuve en Stanford, y luego de nuevo en Princeton, básicamente para explotar las bibliotecas norteamericanas y dialogar con gentes de distintos orígenes, disciplinas y orientaciones. En el Davis Center, donde fui fellow en 2012, estaba de coordinador Dan Rodgers, un historiador muy perceptivo, muy perspicaz. Y fue en ese tiempo cuando terminé de formular el proyecto de Repúblicas del Nuevo Mundo.

EE: Hagamos un salto, porque estamos desordenando el guion, para hablar sobre tus libros. En 1998 publicaste La política en las calles, libro que ha dejado una huella importante en varios de nosotros. Un año después apareció el libro colectivo que coordinaste sobre ciudadanía política y formación de las naciones, también de gran influencia en el continente, y luego publicaste Pueblo y política: la construcción de la república (2005). En estos textos aparece una forma de abordar la república muy diferente, de hablar y de imaginar la comunidad política del siglo xix que resultaba novedosa para muchos de los que nos acercábamos al periodo. ¿Por qué regresar a la república en pleno siglo xxi?

H. S.: Bueno, primero, gracias por lo que me decís porque uno nunca sabe cuando uno escribe algo si alguien lo va a leer y cómo. Empiezo por la pregunta referida al origen de mi interés por la república, tema que en principio no estaba en mi horizonte de preocupaciones. Mi paso de la historia más estructural a otro tipo de historia, la que hoy llamamos política en sentido genérico, fue un paso paulatino, lento, no resultó de haber descubierto repentinamente esa cuestión. El origen de La política en las calles fue otro, bastante diferente a lo que resultó y requiere un poco de cronología.

Cuando volví de Inglaterra y terminé mi tesis, había empezado a trabajar en el Pehesa con Luis Alberto Romero y Leandro Gutiérrez, quienes venían investigando sobre sectores populares en la Argentina de fines del siglo xix y principios del siglo xx. Yo estaba en ese grupo y surgió un proyecto de equipo sobre la provincia de Buenos Aires. Los resultados están en varios artículos y en un libro que hicimos con Romero que se llamó Los trabajadores de Buenos Aires: la experiencia del mercado: 1850-1880 (1992). Es un análisis del mercado de trabajo, pero que lleva la impronta de la historia sociocultural de Thompson y la influencia de Leandro Gutiérrez, que trabajaba muy bien sobre todos esos temas. La pregunta central no refería a la historia del mercado, sino que giraba hacia una historia social del mercado. Hicimos un análisis económico, pero también un análisis sobre las formas de vida, las formas de trabajo y las experiencias de los trabajadores. Era una historia densa, con mucho material empírico, y ahí empecé a conectar con una cuestión que me interesaba particularmente: no puede ser, pensaba, que estos trabajadores no tengan inserción política. Y allí entró Thompson y su “lucha de clases sin clases”.

No me convencían las interpretaciones canónicas de la historia política argentina que sostenían que el sistema político de la segunda mitad del siglo xix y principios del xx marginaba y no incluía a las clases populares, y que ellas resultaban indiferentes, excluidas o ajenas a la política. Al ver a esos sectores en acción y sus experiencias, empecé a dudar fuertemente de esas versiones. Escribí un proyecto a partir de la fórmula “lucha de clases sin clases”, donde argumentaba que sí había participación popular, solo que nosotros no podíamos verla porque atendíamos únicamente a los mecanismos formales de la vida política. Y ahí es donde Thompson entraba, al momento de explorar qué hacían estos sectores para protestar contra el sistema político que los oprimía. Esa era mi hipótesis inicial, pues, frente a un sistema excluyente, encontraba expresiones que se podían entender como una respuesta: huelgas, ataques a policías, revueltas de tipo thompsoniano, y me puse a trabajar en eso. Pero pronto me di contra una pared porque no lograba encontrar nada significativo, no lograba salir de los cinco ejemplos iniciales bastante triviales. Y empecé entonces un periodo muy difícil porque no sabía para dónde ir, tenía que aprender a comprender “la política”, pues yo venía con otra cabeza. Y tuve que rebobinar y empezar de nuevo, a estudiar sobre la política y lo político.

Les cuento esto para mostrar cómo el trabajo del historiador puede ir por caminos insólitos, que no resultan de un plan previo perfectamente definido. En mi caso, el camino fue muy difícil porque cambiar de una historia estructural de lo social a una historia política que atienda a la acción, a la incertidumbre, me llevó mucho tiempo. Pero las nuevas preguntas no me llevaron directo a la república, para nada. Eran mucho más acotadas: ¿cómo hacían los trabajadores para resistir? Y ¿cómo llego a los trabajadores? Los había visto en el mercado de trabajo, en tanto individuos, pero ¿cómo llegar a la acción colectiva? Ahí encontré una veta de ingreso que me fue providencial, la de los inmigrantes, que constituían un altísimo porcentaje de los trabajadores de Buenos Aires. En la interpretación más aceptada de la vida política argentina, se entendía que los inmigrantes estaban excluidos de la política, tanto por decisión de los de arriba como por su propia voluntad de no participar. Decidí explorar esa cuestión concreta, que podía seguirse en las fuentes y la bibliografía, y ahí descubrí un mundo: los inmigrantes me aparecían en todos lados, organizaban asociaciones, participaban en las manifestaciones públicas, se sumaban a las revoluciones, publicaban periódicos; en suma, se involucraban en la política de Buenos Aires.

Voy por pasos porque es muy notable cómo uno puede llegar tan lejos del punto de partida. Empecé a trabajar el espacio de acción de los inmigrantes y lo encontraba en la esfera pública. Al principio, cuando escribí mis trabajos sobre los inmigrantes y la política, todavía veía su participación como una vía alternativa a la política formal, y en esta línea estuve influida por el famoso libro de José Murilo de Carvalho, Os bestializados (1987), donde él ve esa dicotomía entre la política formal en la cual los sectores populares no intervenían y la informal, propia de los sectores populares. Hice sintonía con eso.

Bueno, entonces de ahí, de los sectores populares, de los inmigrantes, pasé a ver la política canalizada por dos vías: la política formal y la informal. La vía formal estaba básicamente representada por las elecciones y mecanismos afines, que en ese momento me interesaban poco, pues pensaba que estaban monopolizadas por las dirigencias. Y la vía informal, la del espacio público, las movilizaciones, etcétera. Hasta que me di cuenta de que no podía entender la una sin la otra y, por lo tanto, comencé a explorar las elecciones, las agrupaciones partidarias y todo ese mundo que aparece en La política en las calles. No hay dos políticas, sino una sola. Y, para terminar, agrego un último paso que incorporé después de La política en las calles: el tema de la violencia política, que hasta entonces había dejado fuera porque entendía la acción armada y las revoluciones como la antipolítica.

En algún momento hice el cruce entre las dos cosas. Y es solo entonces, aunque ya algo aparecía en La política en las calles, cuando empecé a vislumbrar la cuestión de la república. Una república que sostiene, avala, permite o es utilizada para el despliegue de la acción política en toda su complejidad, como mucho más que una cuestión de las elites, pues involucra a buena parte de la población. ¡Y me entusiasmo con el tema de la república!

EE: Es claro este primer momento de historia social y cómo ese paso a la historia política se dio a través de la movilización popular. ¿Hay un paso de la política, de la política de las calles, a lo político? ¿Hay algo que es productivo históricamente en esa diferenciación y relación entre la política y lo político?

H. S.: ¡Ay, qué pregunta! A ver, yo creo que me sirvió mucho la distinción de lo político y la política, que fui descubriendo a medida que lo necesitaba. La formulación de Claude Lefort y de Pierre Rosanvallon me vino muy bien para poder separar analíticamente esas dos instancias de la vida colectiva. Pero, al mismo tiempo, por mi propia manera de mirar, me cuesta pensar en lo político sin la política y viceversa. Me parece que en mi trabajo no puedo sino jugar con las dos instancias, sin subordinar una a la otra.

EE: Pasemos a tu libro Las repúblicas del Nuevo Mundo. El experimento político latinoamericano del siglo xix (publicado en 2018 en inglés y en 2021 en español). Nos preguntamos dos cosas: primero, ¿cómo, con los experimentos republicanos de América Latina, se pueden variar o matizar las hipótesis sobre las características compartidas de las repúblicas y el republicanismo hispanoamericano?

Y, en segundo lugar, nos preguntamos sobre una tensión que puede ser específica de estas repúblicas y que se expresa de la siguiente manera: la notoria tendencia al unanimismo, es decir, una intolerancia a lo que los contemporáneos llaman facciones; y, al mismo tiempo, la inclusión temprana de la participación popular en la política, e incluso de la ciudadanía de distintos grupos sociales y étnicos. ¿Consideras que esa tensión entre unanimismo y diversidad es una clave para comprender esta familia de repúblicas en la revolución atlántica?

H. S.: Es la pregunta “del millón”, para la que por supuesto no tengo respuesta. Primero, me gustó mucho lo de “familia de repúblicas”; no lo había pensado y lo voy a incorporar. Ahora bien, yo no empecé buscando las afinidades entre las repúblicas hispanoamericanas. Por el contrario, comencé pensando que eran todas diferentes. Y fue solo cuando me puse a estudiarlas sistemáticamente que comencé a descubrir mucho en común, lo que me sorprendió realmente y me impulsó a indagar sobre esas similitudes. Claro que podría hacerse un trabajo exactamente al revés, identificando las diferencias, un trabajo más propio de los historiadores.

En mi caso, se trató de un doble proceso: primero, consideraba que todas estas repúblicas eran diferentes, por lo que había que explorar esas diferencias. Cuando surgieron los paralelos, pasé a preguntarme qué es lo que no estaba viendo en esa historia. Y eso me llevó a pensar en la forma en que estas repúblicas y el régimen republicano fueron incorporados en estas latitudes, y a postular que esos modos de apropiación tuvieron muchos puntos en común, más allá de sus particularidades.

En cuanto al unanimismo, común en los planteos republicanos del siglo xix, hay mucho para trabajar. Entiendo que el contraste entre la concepción de una soberanía popular, que invocaba al pueblo en singular y la realidad de sociedades tan diversas, estimulaba el unanimismo. En efecto, el temor a la disolución del cuerpo social, de la comunidad en construcción, que obsesionaba a los letrados del siglo xix, potenciaba las tendencias unanimistas.

De allí también la promoción inicial de la monarquía, que podría brindar bases mucho más firmes que la república para evitar la disolución. Descartada la monarquía, en sociedades tan heterogéneas social y culturalmente, la idea de unanimidad buscaba contrarrestar la fragilidad del orden republicano. La política se concebía así como el espacio de la unidad frente a la heterogeneidad de lo social. Lo social se entendía como terreno de lo privado, de las diferencias; es esa desigualdad del mundo social, ya sea en términos materiales, sociales, culturales, o lo que sea, es esa diversidad la que la política debe superar.

EE: Sí, lo que es voluntario.

H. S.: La política como voluntad, pensada como un espacio de unidad, del bien común. Y, como tal, debe precaverse de incorporar a su dinámica las diferencias, las rivalidades, que son en cambio propias del mundo social, del mundo privado, mas no deben serlo del mundo público.

EE: La diversidad es la que alimenta la unanimidad. Esa afirmación nos recuerda el libro de James Sanders que señala que América Latina fue la vanguardia de las revoluciones porque incluimos gente de otras culturas.

H. S.: Sí, concuerdo con lo que decís: diversidad y unanimidad como dos caras de la misma moneda, siempre en tensión. En cuanto a la idea de vanguardia aplicada a nuestras repúblicas, no me termina de convencer, porque allí Sanders plantea algo así como un modelo latinoamericano virtuoso. No me parece que estas repúblicas fueran “virtuosas”, aunque sus protagonistas lo plantearan y creyeran así. No las considero lo mejor que podía haber pasado, tampoco lo contrario: no lo sé, es apenas lo que pasó… Tuvieron enormes contradicciones y una de ellas fue que efectivamente encontraron muchas dificultades para procesar el conflicto.

Hoy tenemos otras visiones de la política, que ya no aparece como el lugar de la unanimidad, sino el de la tramitación de las diferencias. Pero, en el siglo xix, el miedo a la disolución social alimenta esa pulsión por evitar que la política refleje o se haga cargo de la diversidad del mundo social. Pero eso también -acá soy más cuidadosa porque no estoy muy segura de lo que voy a decir- se vincula con la vigencia de una noción aristocrática en el sentido republicano, que postula la existencia de una aristocracia de la virtud destinada a conducir la república. Pero esa aspiración no dio los resultados esperados. La cuestión electoral jugó aquí un papel, pues en la práctica los sistemas diseñados para seleccionar a los representantes resultaron bastante menos virtuosos de lo que se esperaba. Ni la introducción de elecciones indirectas ni la de los colegios electorales resolvieron el problema de los antagonismos políticos, pues, en lugar de funcionar como una criba que lograra seleccionar representantes notables e indiscutibles, terminó alimentando las divisiones partisanas.

A lo largo del siglo, se buscaron formas de encarar la cuestión del antagonismo, pero con resultados siempre precarios. Hasta que, avanzado el siglo, se fue imponiendo una nueva manera de entender la política, no ya como espacio de la unanimidad, sino como aquel en que se habrían de dirimir las disputas entre grupos y sectores, ahora encarnados en los partidos políticos formales.

EE: ¿Cuál es el lugar de Estados Unidos en la reflexión sobre la república? ¿Es posible pensar la experiencia republicana norteamericana como específicamente americana? Es decir, poner todos los países del hemisferio dentro de este mismo paquete con todas las diferencias y tratar de ver similitudes y lenguajes comunes y no distancias insalvables, como suele hacer la historiografía del periodo.

H. S.: Claro, sí, yo creo que se puede pensar el conjunto de las repúblicas americanas. Mientras reflexionaba sobre la experiencia republicana en Hispanoamérica, todo el tiempo tenía a Estados Unidos en la cabeza. En un principio, porque compartía la convicción bastante generalizada de que la república norteamericana era muy distinta a nuestras repúblicas. Pero poco a poco empecé a ver los paralelos. En parte, gracias a cambios producidos en la propia literatura estadounidense sobre la república, que modifica algunas de las verdades heredadas. Y también al comprobar cuánto tienen en común ambas historias. En principio, el piso conceptual y el repertorio de ideas y de instituciones disponibles fueron muy parecidos.

Claro que, en el caso de América del Norte, estamos frente a un desafío pionero, que no tenía antecedentes imitables en su época. Estaban los ejemplos de las repúblicas antiguas y las medievales, pero se trataba muy decididamente de otro mundo material, otro tipo de sociedad, otro periodo. En ese plano, son los primeros que tienen que enfrentar los desafíos de disolución, de construir una comunidad política a partir de esas trece colonias muy diversas y que en principio resulta apenas en una confederación bastante poco articulada, bastante laxa. También enfrentan el desafío del tamaño. Ensayan, inventan, avanzan y retroceden, hasta que llegan a la república federal con la Constitución de 1787.

A partir de ese momento, Estados Unidos se convierte en un modelo más a tener en cuenta. Sus soluciones pasan a formar parte del repertorio disponible para los hispanoamericanos a la hora de su propia organización política, varias décadas más tarde. Por lo tanto, los hispanoamericanos cuentan con el repertorio europeo y el clásico, más la reciente experimentación norteamericana para la construcción de una república de nuevo tipo.

EE: En Estados Unidos, al igual que en las repúblicas americanas, no hay un fundamento ulterior que les de anclaje a las instituciones.

H. S.: Esa cuestión es fundamental, pues es el telón de fondo de la gran inestabilidad política de las repúblicas, no solo en Hispanoamérica. Sin fundamentos trascendentes, las repúblicas resultan un constructo humano, frágiles, pasibles de cuestionamientos, tanto en términos de instituciones como de prácticas. La constante redefinición de las bases constitucionales sobre las que se construían y reconstruían las repúblicas decimonónicas es una muestra de las dificultades para dar estabilidad al orden político y de los intentos por alcanzar esa meta. Y mientras en Europa, hasta la segunda mitad del siglo, los ensayos republicanos fueron efímeros, en América, la república llegó para quedarse. Con todas sus vicisitudes, buena parte del continente fue y sigue siendo republicano. Veremos cómo sigue esta historia, en nuestros tiempos inciertos.

Notas

Cómo citar: Sabato, Hilda. “Hilda Sabato: itinerarios, horizontes y problemas para la historia política”. Entrevista por Margarita Garrido, Franz Hensel y Francisco A. Ortega. Historia Crítica, n.° 95 (2025): 129-147, https://doi.org/10.7440/histcrit95.2025.06
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