Meridianos
‘Aquende et allende stremo’: de las productividades etnohistóricas de la fronterización iberoamericana a la apertura descolonial de Abya Yala/Quilombola
‘Aquende et allende stremo’: From Ibero-American Bordering Ethnoshistorial Consequences to Abya Yala/Quilombola Decolonise Opening
‘Aquende et allende stremo’: das produtividades etno-históricas da fronteirização ibero-americana à abertura descolonial de Abya Yala/Quilombola
‘Aquende et allende stremo’: de las productividades etnohistóricas de la fronterización iberoamericana a la apertura descolonial de Abya Yala/Quilombola
Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología, núm. 32, pp. 3-31, 2018
Departamento de Antropología, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes
Recepción: 05 Abril 2018
Aprobación: 09 Mayo 2018
Resumen: Se presenta una revisión del concepto frontera(s) desde una mirada etnohistórica, abordando el debate desde las fronterizaciones ibéricas y las diferentes formas de ocupación por desocupación como instrumento jurídico, y la posterior proyección de dicho modelo a América. De igual manera se pretende observar su posible continuidad con la llegada de la independencia en el siglo XIX y la creación de los Estados republicanos. Se lleva a cabo un profuso análisis del concepto frontera en el ámbito euroamericano, el cual transita, inexorablemente unido, con el de territorio y el de territorialidades.
Palabras clave: América Latina, colonialismo, fronteras, territorio, ocupación/desocupación.
Abstract: A review of Border(s) Studies is introduced from an ethno-historical point of view, addressing the discussion from the angle of the Iberian fixing of frontiers and the different ways of expelling people from their lands to later occupy their territories. That occupation turned into a legal precedent and later on, this model was transferred to America. Similarly, we seek to examine the manner in which this model was perpetuated with the attainment of independence in the 19th century and the creation of republican states. This article presents a broad analysis of the concept of the border in the Euro-American ambit which, as it develops, is unavoidably joined to the ones of territory and territorialities.
Keywords: Colonialism, Latin America, Borders, occupation/expelling, territory.
Resumo: Apresenta-se uma revisão do conceito fronteira(s) sob um olhar etno-histórico, que aborda o debate a partir das fronteirizações ibéricas e das diferentes formas de ocupação por desocupação como instrumento jurídico, e da posterior projeção desse modelo à América. Além disso, pretende-se observar sua possível continuidade com a chegada da independência no século XIX e a criação dos estados republicanos. Realiza-se uma profusa análise do conceito fronteira no âmbito euro-americano, o qual transita, inexoravelmente unido, com o de território e o de territorialidades.
Palavras chave: Palavras-chave:, América Latina, território, colonialismo, fronteiras, ocupação/desocupação.
Esta introducción pretende ser una revisión parcial, necesariamente, del conglomerado que supone el concepto frontera(s), haciendo hincapié solo en algunos de sus muchos elementos y aristas, y referenciado sobre todo a los territorios y las territorialidades o dispositivos de territorialidad: en tanto los primeros refieren las extensiones terrestres delimitadas por la posesión -lo que procura la jurisdicción sobre la idea de cerramiento- la territorialidad supone el control del espacio así clausurado por una parcialidad de poder (Montañez y Delgado 1998, 123-124). Sujeto además a discusión, como no podría ser de otro modo. La producción sobre este tópico es inabarcable, afectando además a numerosísimos casos históricos de territorialización y desterritorialización (Nates Cruz 2011), elevación de naciones con o sin Estado (si al fin pudiéramos averiguar qué cosa son lo uno y lo otro), donde los dispositivos fronterizos son quizá otros o los mismos. Sin embargo, y dado nuestro contexto, hemos privilegiado una mirada centrada en el repaso crítico de la productividad etnohistórica y la crítica americanista, que recuerde el debate desde las fronterizaciones ibéricas en sus fuertes contornos africanos, y su dramática proyección belicosa que desconfiguró las extensiones iberoamericanas y posteriormente republicanas en nuevos estatutos; hasta el cuestionamiento descolonial (Soto Acosta 2017) que, reconstruyendo la espacialidad indígena y sus territorialidad política (Surrallés y García Hierro 2004 ), pregunta y demanda igualmente a Europa en su ensimismamiento fronterizo respecto a los “flujos migratorios”; y que, trasladado el imperio y sus derivaciones, anuda hoy la frontera por antonomasia en América como suma de muchas fronteras consecutivas.
Es así que podemos observar con asombro, hoy, dos resultados de frontera tremendos en el mundo, dos pugnas de correlación histórica por desplazamiento: los dispositivos de la frontera sur estadounidense y las vallas de Ceuta y Melilla, con dos apartheids continentales (Balibar 2003, 191-192), siempre un Sur: espacios territorializados y transterritorializados por colonización, naciones fallidas, contingentes migrantes de África y de América del Sur..., que nos sugieren estos contornos de difícil inteligibilidad si no atendemos a la crítica latinoamericana. La metodología es por ende doble y conjugada: comparativa pero no detenida, sino donde el efecto comparador produce el traslado de fronteras abiertas y cerradas, vencedoras y derrotadas/contestatarias de la regionalización, la mundialización y la globalidad contemporánea, atendiendo a las distintas formas de fronterización ocluida como envés (la andalusí y la inca, e. g., comparables solo en cuanto el otro frente de la especificidad bifronte de las fronteras), y conformando nuevos estatutos no solo ad intra y ad extra en torno a una raia, sino necesariamente quebrados, móviles y multirreferenciados. Es decir, donde lo comparativo y exportable no puede serlo sin desplazamiento, cuando las unidades regionales e históricas pueden no ser conmensurables (Martínez-Magdalena y Benítez-Burgos 2017 ).
Aseguran Lois y Cairo (2011, 16) que “las fronteras ibéricas son un buen laboratorio para analizar diferentes tipos de frontera, o, mejor, los diferentes tipos de procesos de fronterización”. Distinguen las fronteras hispano-francesa e hispano-portuguesa, en cuanto fronteras entre Estados iguales sometidas hoy a desfronterización europea; de la hispano-marroquí, impuesta de facto y de jure por España, desaparecida en la colonización y reaparecida en la descolonización, para ser refronterizada desde la Unión Europea (UE) en la actualidad bajo el criterio de la seguridad. Algo similar se ha aventurado respecto de América Latina: “La historia de Latinoamérica ha sido en gran medida una historia fronteriza y sigue siéndolo en muchos lugares de ella. Tiene, por lo tanto, un relieve especial y estudiarla contribuye a comprender en profundidad la trayectoria de sus pueblos” (Villalobos 1991, 294). Sin embargo, cualquier pretensión de tratar “sobre fronteras”, como en nuestro caso, es un artefacto fronterizo o de fronterización (Boccara 2005b). Cualquier intento de abordar este tópico (por ende, objetual y reificado) supone una territorialización cognitiva, cuyo dispositivo analítico es disciplinar y posicionado. La productividad cognitiva que repasa un tópico como el de las fronteras y territorialidades no solo produce y reproduce una territorialidad intelectual y disciplinaria, sino que ahonda en la fronterización epistemicida. Si bien las antropologías americanas y del mundo han abierto en canal la ridícula trascendencia europea, y en relación con la teoría de la eremación1 que veremos presidir toda “ocupación” de América, podemos recordar que hablar del vaciado del espacio y su ocupación no solo constituye una redundancia, sino más bien una retórica de trascendencia política. La fronterización epistemológica se hace evidente, por ejemplo, cuando Fernández Retamar (1978, 5-6) comienza por matizar el término Latinoamérica, partiendo además de la anotación etimológica e histórica de “español”, de procedencia provenzal, para notar la necesaria ampliación incluyente de Nuestra América al Caribe no latino, y desde luego al cuerpo indígena latinizado y resistente.
Por eso, tendremos ocasión de advertir sobre el estatuto fronterizo de América Latina (o, más bien, de América Latina como producción fronteriza), puesto que la fronterización euroamericana atrapa el espacio latinoamericano en una pinza histórica (transitando entre la conquista, el uti possidetis iure y los diferendos republicanos), deteniéndose la expansión iberoamericana en la frontera con Estados Unidos (retirada la economía colonial, aparece el capitalismo); lo que perversamente sitúa al espacio latino como equiparable a África en la detención en Ceuta y Melilla, es decir, como Sur neocolonial (granero de expansión agropecuaria y de mano de obra, y gran mercado de consumo) y, por ende, objeto-víctima y victimizado, en especial por la historiografía medievalista hispanoportuguesa, pero ingenuamente también por la americanista, que persisten como instrumentos de dominación cognitiva. Corsé que se rompe atendiendo a que se debate entre la dominación fundacional ocasionada por la expansión euroamericana, por un lado, y su liberación y estatuto diferencial, por otro, contribuyendo a revertir el espacio euroamericano en latinoeuropeo: y que viene sobrepasado por las demandas indígenas.
Sea como fuere, la diversidad latinoamericana depende de condiciones ecopolíticas, además de socioeconómicas, porque aceptar su espacio como expansión y continuidad del europeo lleva “inevitablemente a la fragmentación de la visión histórica [...], [dividido] en compartimentos estancos, conceptualmente percibidos como prolongaciones de Europa” (Armillas 1983, 295-296). No hay que olvidar que los esfuerzos historiográficos, que la antropología ayuda a sustentar en ocasiones, o desde donde se alimenta en otras perdiendo la oportunidad de ejercer una mayor crítica, pueden estar obedeciendo al nacionalismo más obtuso, por un lado, y al turnerismo neocivilizador, constitutivo de nuevas naciones, por otro (Mitre 1997, 10 ss.). La consideración del expansionismo europeo tendrá sentido únicamente mientras dure la disputa territorial del Brasil, es decir, en cuanto Portugal y Castilla seguían compitiendo allende los mares como lo hacían en la raya peninsular y en las posesiones africanas. No obstante, confines de disputa para la ocupación, que con las reformas borbónicas troca el Reino por el dominio y el Estado, dan inmediatamente la “frontera colonial” (Néspolo 2013 ).
Teoría y metodología de las fronteras en el ámbito euroamericano
Las fronteras serán defendidas en la teoría política continental por Schmitt (1950). La imposibilidad del derecho sin tierra (iustissima tellus), es en Schmitt uno de los elementos centrales en torno a la comunidad religada sobre un suelo de posición frentista; y el estatuto de la propiedad. El principio “tomar la tierra” o iustissima tellus derivaría del asentamiento humano primitivo ordenado socialmente que habita en cerramientos, es decir, resultado de una “medida interna” que ordena el espacio como posesión. La noción de nomos se objetiva como espacio de comparecencia pública en él. La necesaria homogeneización de la sociedad “igual” se alcanza por una fuerza decisoria: ni la igualdad general ni la igualdad en cuanto personas sería igualatoria, puesto que eliminaría la posibilidad de la política. Hay que mencionar que la teoría schmittiana fue recibida por la trayectoria jurídica española, al mismo tiempo que aquella se fundamentó en el tradicionalista español Donoso Cortés (López García 1996 ); para América Latina, Martínez de Bringas (2009, 12) pone el iustissima tellus como conquista a partir del patrón de la racialidad. Tripolone (2014, 352) vuelve a cerrar toda posibilidad al subrayar la condición espacial del Derecho internacional, “ya que a partir de las divisiones territoriales se diferencia exterior de interior y, por ende, comienzan a relacionarse dos sujetos distintos”. Como instrumentos de espacialización sociojurídica por derecho de posesión y conquista, las fronteras proporcionan una existencia regulada o comunitaria a grupos concentrados en espacios sociales abiertos y extendidos. De ahí que el territorio, o mejor, la territorialidad, dé la sociedad en orden, pacificada y, nominalmente, igual: determinación espacial del imperio de la ley, normatividad jurídica entonces, estableciendo contornos de legalidad e ilegalidad, en una topología dentro-fuera del territorio (soberanía, extranjería, política exterior) y dentro-periferia en su ampliación mundial. El que los grupos se doten de espacio constituye una legitimidad histórica por lo demás concurrente con la condición política de los grupos organizados en el Estado-nación.
El estudio de las fronteras y los procesos de fronterización son objeto de la historia política y la territorialidad geográfica, la ciencia política, los estudios jurídicos, y de las relaciones internacionales. La antropología lo acoge tardíamente añadiendo el énfasis sobre los grupos étnicos, la territorialización simbólica de los Estados-nación y los flujos migratorios; discutiendo la metodología, que procurará ser etnohistórica y comparativa. No obstante, las fronteras y sus procedimientos de fronterización se han constituido como un vasto campo específico de investigación multidisciplinaria, con modelos y metodología propios. No siendo posible desatender de todos modos tanta producción, cualquier objeto de investigación deberá ser conjugado entre la comparatividad histórica y socioantropológica (Nacuzzi y Lucaioli 2014), la antropología ecológica de fronteras (Fábregas y Tomé 2002; Tomé 2008), y la foucaultiana sospecha de una empresa sostenida en el tiempo y coincidente (si no coordinada) con la modernidad-globalidad. Uno de los debates importantes ha venido siendo el de la posible continuidad medieval en la conquista y ocupación americanas (Crespo 2010), y en él, el de los modelos socioeconómicos de la ocupación (Viales Hurtado 2006, 154 y ss.). Se ha debatido, asimismo, tanto desde Europa como en la crítica latinoamericana, que la expansión europea, protagonizada por Castilla y Portugal, dio lugar a distintas formas de ocupación, una regionalización que deshomogeneiza una supuesta empresa común, convergente o coordinada (e incluso un continente: América), y que fue condicionada principalísimamente por la respuesta resistente de los pueblos y naciones originarios.
La discusión sobre la operación de los términos frontera(s), que requieren ser conceptualizados como unidades iguales en la comparación, no pudiendo serlo en los espacios iberoamericanos, es de vital importancia. Baud y Van Schendel (1997) abogan por una comparatividad desde la periferia y lo regional, y sus amplitudes sociales, puesto que además la comparación entre fronteras hispánicas o anglo- y franco-americanas es discutible. Además del problema comparativo, podemos considerar el método historiográfico de la longue durée aplicada por Braudel en 1958; así como el genealógico, por cuanto las fronteras son dispositivos de gubernamentalidad y biopolítica: aplicada a las fronteras americanas, la metodología de la longue durée permite criticar la hipercentralidad de los Estados (Boccara 2005b) en su productividad fronteriza estática y detenida, donde las fronteras históricas, en cuanto aparato jurídico y cristalización político-historiográfica, que otrora fragmentaron poblaciones y nacionalidades originarias, son respondidas hoy desde la perspectiva indígena resistente (Campion Canelas 2016).
Antes es necesario cuestionar la enunciación europea. Para el caso español, nos parece importante mencionar la perspectiva combinada, comparativa, de longue durée y traductológica, de los trabajos de Stallaert (1998 y 2006) sobre la etnogénesis casticista y racista hispana. Sobre todo, por introducir la etnicidad y religiosidad dominantes como elemento fundamental de análisis, y por cierto, las identidades contrahegemónicas de las comunidades culturales ibéricas (Stallaert 2012). Estas consideraciones nos llevan igualmente a la tercera consideración teórica, en lo tocante al aparataje fronterizo de detención, fragmentación y reanudación del avance sobre tierra aniquilada o nula: los dispositivos de frontera o la frontera como dispositivo bifronte. Las fronteras contemporáneas son dispositivos sofisticados que vigilan los movimientos de los “flujos” migratorios conformados por quienes fueron expulsados, perseguidos, renegaron o abandonaron sus Estados; lo que sugiere de nuevo el estatismo frente a un enemigo sin Estado e itinerante, es decir, un no reconocido que pulula además por entre los Estados reconocidos entre sí. Se alimentan aquellas, instrumentalmente, de la tecnología del muro (Rosière 2011), y la contención animal con alambre de púas como producto industrial de acería posterior al cerramiento con vallado de los enclosures en los open fields/common lands británicos (Razac 2015).
Ocupación de tierras baldías y teoría de la eremación
Se ha entendido, prematuramente, que las fronteras, en cuanto instrumentos de separación entre Estados, operan procurando a estos una juridicidad ad intra que reconoce una ad extra. La frontera precisa entonces de una instrumentación de desplazamiento/colonización y administración de poblaciones. El término frontera abre un campo semántico y técnico que se unifica en cuanto archilexema (Ena Álvarez 1996, 315), recogiendo el limes romano y la raya hispánica. Es un concepto reductor de gran productividad. Si el limes romano entendía la separación entre la juricidad ad intra y un exterior no equiparable ni reconocible sino bárbaro, la frontera medieval diferencia productivamente entre iguales, entre reinos, sean cristianos o musulmanes (Martín Martín 1996-2003, 277-278). Parece adecuado pensar entonces que la frontera responde al resultado primero, sine qua non, de un territorium o espacio sobre el que impera la ley, es decir, de una jurisdicción que primero se adentra socialmente desde el confín (nomos-naturaleza)2, y que luego se encuentra con un igual, en cuanto asimilable: como para el caso de los límites y las fronteras en Roma, que después de ser un imperium sine fine, su descomposición abriría el reconocimiento de iguales reinos o imperios, habilitando, por tanto, las fronteras (Cañizar Palacios 2017 ); para a continuación retrotraerse de nuevo al límite en la expansión imperial, en la pretensión universal de las territorialidades islámicas (Buresi 2001, 61) o de la dilatatio christianitatis (Crespo 2010 ) y la monarchia universalis a partir del imperium (Korstanje 2007); o bien a la amplitud económica (más en las colonias sajonas y francas) que hace de las fronteras unas aduanas -o un control del flujo migratorio laboral- y que afecta a la población civil de varias maneras3.
La frontera conlleva -si no lo es- un sistema litigante. Para las extensiones americanas, no considerando como iguales a las poblaciones nativas con un cuerpo jurídico irreconocible-ininteligible, en los casos de los pueblos nómadas, para los que operaba el término jurídico de desierto (Nacuzzi y Lucaioli 2014, 42 y ss.), la frontera era siempre expansiva hasta la asimilación, en cuanto espacio abierto de conquista bajo el derecho de guerra. Ahora bien, tal y como se discutió en las Juntas de Burgos (1512) y Valladolid (1550-1551), el otorgamiento de vasallaje a las poblaciones nativas americanas reconoció una igualdad ad intra, nunca ad extra. Con Arendt (2002, 52 y ss.), podemos conjeturar que las partes en contienda no fueron históricamente iguales (hómoioi), por mucho que el vasallaje las quisiera traer como idénticas o equidistantes; cuya simetría no podía ser efectiva por la distancia servil redituable en la guerra a favor de los vencedores. Es decir, no fueron hómoioi en el tiempo, al encontrarse bajo el principio de la aculturación.
El uso de la palabra frontera es citado tempranamente en la documentación histórica, arrastrando los fines y confines, extremum/extremitas, en relación con el “confinio sarracenorum” o “in fronteria maurorum” (Buresi 2001, 54 y ss.). El “frente” de la frontería, es decir, el tener alguien enfrente, reconocía al consortio paganorum del limes en el enemigo (por ende, igual) habitante en la terra sarracenorum (Mitre 1997, 30). Se ha especulado con que la indianidad americana estaría reducida a la paganía, más que a la morería: es decir, frente a un no igual, que a un igual, habitante del límite, más que de un reino interlocutor, si bien los ejemplos que recogemos impiden considerarlo así en buena parte. De cualquier forma, la frontera medieval no era tanto una línea cuanto un dispositivo de contención y posesión en forma de franja vaga, discontinua, imprecisa, tornadiza, incluso poblada por comunidades con capacidad de subsistencia y de negociación de las fidelidades contingentes (Martín Martín 1996-2003, 279); que iría evolucionando hacia su secularización estatal en cuanto productora de realidades político-territoriales, militares, económicas y fiscales. La casuística de las fronteras evoluciona en paralelo sobre la demarcación de la propiedad (Buresi 2001, 56).
Ahora bien, estas descripciones siguen, si no tienen en cuenta las fuentes musulmanas, una precisa “lógica conquistadora” (Rebollo Bote 2015, 186) de la ocupación y el reparto ibérico-cristiano, y que no quiere atender tampoco a que el fenómeno fronterizo andalusí es correlativo a otros contextos no ibéricos (Chalmeta 1991). La concepción fronteriza islámica en la península ibérica (ṯaġr/ṯuġūr) se ha considerado alógena, alcanzando a definir los dominios periféricos de al-Andalus (dār al-islām) como regiones de guerra (dār al-ḥarb) (Buresi 2001, 57). Sin embargo, la construcción historiográfica de esta relación puede estar comprometida. El encaje de al-Andalus en la historiografía española es aún muy controvertido, y no está colaborando en la necesaria y pronta descolonización de España. La administración territorial andalusí (kūrah como administración territorial y ṯaġr como marca fronteriza) se ha venido superponiendo historiográficamente a la de Hispania. La tesis de la frontera andalusí como zona de guerra y botín puede revocarse al menos en parte, por cuanto estuvo dotada igualmente con políticas fiscales de (re)población y concesión de tierras (manzil wa maḥraṯ) (Chalmeta 1991, 21).
La ambigüedad de las fronteras pareció ser el elemento externo de la administración periférica mientras se iba conformando la autoridad centralista de los Estados (Mitre 1997, 38 ss.). La patria estaba supeditada a un sentido patrimonial y étnico (regnum), no tanto a un arraigo al suelo, pudiendo este permutarse por otro, venderse, ganarse o perderse, o dar en pago, siendo sus villas y tierras motivo de los contratos matrimoniales. La frontera aquí sería siempre un elemento de movilidad. La precisión territorial será posterior, pasando el término patria “a ser sinónimo de territorio delimitado por una personalidad moral [la posesión del monarca comunis patria] al que se dota de unos confines precisos”, haciendo de la patria la tierra (Mitre 1997, 46). La tierra cuidada del Reino para que resulte productiva y aumente la población vino definida aristotélicamente en las partidas alfonsinas como huerto vallado por las leyes (Martín Martín 1996-2003, 279). La nación (grupo de personas nacidas bajo las mismas condiciones, es decir, la afinidad noble) y la fraternitatis naturalis o lazo de los habitantes del Reino entre sí merced a la vecindad y la convivencia se irán constituyendo como entidades necesitadas de gobierno: donde la diplomacia y la guerra iban dando la medida de los contornos de una patria fronterizada (Mitre 1997, 46 y ss.). Las fronteras se ampliaban mediante conquista militar y repoblación consecuente, siendo entonces un aparato solidario. El embate militar despoblaba por efecto de la guerra, o en cualquier caso sometía a la negación de las instituciones jurídico-territoriales de los pueblos conquistados (o su desmantelamiento). La repoblación suponía por ende una despoblación anterior, y una ocupación territorial (sobre territorio, bienes y asentamientos, o mediante fundaciones y refundaciones): desertus/eremus.
La última frontera ibérica al interior, el reino granadino, llevará las fronteras al Mediterráneo. Las grandes alianzas territoriales que van significando proyectos de largo aliento nacional articulan fenómenos de detención territorial fuerte, continental incluso: es el caso papal contra el turco y el ibérico con África.
Los reinos interiores se expandieron mediante la desocupación y la repoblación, bajo formas y derecho de la aprisio (Pirineos), presura (valle del Duero, siglos VIII-IX), repoblaciones concejiles (concejo con su alfoz) mediante Cartas Pueblas, y capitulaciones de las poblaciones de musulmanes luego trasladados extramuros, y asimilados (conversos) y expulsados, por medio de las órdenes militares en la forma de encomiendas, o los repartimentos; lo que suponía, al menos en varias formas, la vacancia de propiedad de la tierra ocupada. La tierra se repartió formando grandes extensiones de dominio noble, militar, funcionarial y eclesiástico, obligando a sus propietarios, si no a permanecer en los donadíos, sí a costear la repoblación; como también en los heredamientos, extensiones más pequeñas otorgadas a los caballeros y sus peonías.
La historiografía ha discutido las formas de ocupación por desocupación: desde las primeras consideraciones de la ocupación del yermo -es decir, de un espacio de frontera poco habitado o vacío/vaciado en el contexto del empuje de Reconquista- hasta la ocupación de espacios poblados pero desorganizados producto de los conflictos fronterizos y que conllevaron procedimientos de aculturación y expulsión (García de Cortázar 1999). Las fronteras como locii móviles y expansivos sobre res derelictae (espacios vacíos por desocupación jurídica), o res nullius (espacios de nadie que, ocupados con esta legitimidad, conforman la territorialidad ibérica), han dado lugar a dos tendencias en agrios debates: ambas posiciones se rastrean, con fuertes posos nacionalistas, tanto en la historiografía portuguesa como en la española, iniciando con el inaugural estudio de Alexandre Herculano Historia de Portugal (de 1846), donde refiere los espacios vaciados del valle del Duero, extensiones descritas en cuanto cercados o rodeados: “O novo estado, a o passo que se fortalecia com o desenvolvimento artificial da população, lançava ás vezes em volta de si, como defensa e barreira, uma cincta de desertos” (reproducido en Escudero Manzano 2016, 157, n. 32). Autores consecutivos como Sánchez-Albornoz aseveraron esta posición eremizadora con distintos argumentos y fuentes documentales: eremación o desertificación causada por los efectos de las expediciones cristianas y las aceifas musulmanas, hambrunas y epidemias, y la guerra interna (fitna) entre bereberes y árabes, todo lo que llevaría a grandes desplazamientos de población, y traslados libres o incentivados de nueva población.
La crítica a la literalidad de los espacios de frontera como abiertos a la ocupación en cuanto abandonados y, por ende, etimológicamente desérticos, como segunda posición, sería la de autores contestatarios que propugnan una continuidad poblacional o en todo caso un vaciamiento administrativo (metafórico), más que poblacional: como desorganización merced a los cambios de autoridad o su falta en los momentos transicionales del desplazamiento fronterizo. Se discute también si la repoblación fue espontánea y libre, o guiada y regulada por las autoridades y las respectivas coronas como una estrategia de repoblación. El vacío, de todas formas, habría sido más bien administrativo, y el desierto tendría un sentido figurado, poniendo las fronteras inmediatamente como dispositivos regulatorios expansivos. La eremación funge por ende como economía ideológica que desacredita la organización andalusí (antes la africana y después la americana) y acredita la ibérico-cristiana tornando aquella(s) al límite o a la frontera en lo que se considera herencia hispana y sus extensiones de conquista legítima o misionera. Es decir, se trataría de una frontera siempre expansiva, en cuanto aparato político de guerra, inacabable en su tarea de incorporación de tierras ilegítimas en las manos de los enemigos usurpadores4, pero cuyo fin es la provincia hispana de la Mauretania Tingitana/Transfretana (Gozalbes Cravioto 1993).
El aparato jurídico prosigue además sobre la aptitud económica de frontera: las grandes propiedades se dedicaron a la ganadería en los inmensos espacios abiertos producidos por la ocupación de las franjas de frontera (más apta para el rápido aprovechamiento ganadero), cuyos conflictos con el campesinado darán lugar a la Mesta castellana (1273-1836). En esta institución se encomienda a las autoridades la entrega a los concejos de aquellos “mesteños e ganados mostrencos”, es decir, el ganado cimarrón que “no obiese duenno” (Klein 1920, Appendix G y C) como bien común o pretendido por los privilegios nobiliarios, o como fuente de ingreso para sufragar la Cruzada. Posteriormente los bienes mostrencos pasan al dominio real y público, y a América (Klein 1920, 276). Siguiendo esta misma doctrina en América las fronteras agrarias sobre baldíos son en rigor límites de avance jurídico de posesión sobre tierras indígenas incluso reconocidas: podemos observar esta aplicación del derecho en ejemplos de expropiación de las tierras de resguardo indígena declaradas como bien vacante (mostrenco). Solano y Flórez Bolívar (2007) lo ilustran para el caso entre siglos del estado de Bolívar, donde se abolió la propiedad indígena de ciertas tierras mediante una declaratoria de vacancia. Fundamentada en la extinción del pueblo nativo de la zona, tenida la tierra como baldíos igualmente, o bien debido al abandono de las tierras, se ampara en la declaración de vacancia de un bien inmueble rústico abandonado por su propietario o estando sin dueño conocido.
Después de la ocupación por desocupación de las alteridades históricas, la regeneración de la población conformó en España una política al interior, pretendiendo finalizar la homogeneización de un Estado en lo nacional. Ambas estrategias de expansión y uniformización fueron juntas como un mismo sistema, una biopolítica practicada en los ensayos dificultosos de instaurar nuevas poblaciones en la España absolutista, que se extendió por supuesto a América (De Paula 2000) contribuyendo a la conformación de los espacios fronterizos, y que venía siendo práctica común en Europa.
Contemporáneamente, estudios de la espacialidad racializada asumen la frontera exterior de la UE a partir de las “cuestiones históricas y raciales”, donde la construcción de la identidad nacional española desde el siglo XVI fundamentaría, al menos en parte, la “exclusión racializada en la España actual” (Vives 2011, 63). Las fronteras, en cuanto máquinas de alteridad, funcionarían como productos-producciones-productoras de racialización, pero también serían sus recursos de ejecución; aspecto diferenciador que se comprueba en el distinto tratamiento jurídico de la inmigración según el origen. El espacio de inmigración latino sería aquí un contingente intermedio (es decir, ya domesticado por la lengua y la asimilación parcial) en los extremos raciales del espectro español, mientras que las producciones de la frontera con Marruecos serían una defensa contra la alteridad inmigrante. La diferencia entre los aeropuertos y las vallas de Ceuta y Melilla -todos ellos en cuanto dispositivos de frontería- es aquí importante. Los aeropuertos europeos, en especial Madrid-Barajas y Lisboa-Portela, se convierten en fronteras reducidas (Del Valle Gálvez 2005, 4), que bajo conceptos como el de “invasión”, complementariamente con el de “asalto” en Ceuta y Melilla, excusan pérfidamente el dispositivo fronterizo europeo (Rodrigues y Magalhães 2016).
La rraya de los Tratados de Alcáçovas y Tordesillas y el principio (americano) uti possidetis (iure)
Si se ha estimado un comienzo de la proyección fronteriza con América es debido a un antecedente mayor o fundacional, la rraia colombina (Rumeu de Armas 1995). Tordesillas sobre todo, tratado que se constituye como frontera de dominio global (elemento, además de militar, técnico), abre la etapa del colonialismo moderno. El Tratado de Tordesillas estaría precedido, en este continuismo jurídico, por la tradición hispanoportuguesa de las particiones medievales, trocando el ideal de cruzada por el de evangelización, el de “sucedanía” papal, por su función arbitral inter-Estados, y la reconquista detenida en la Mauritania Tingitana/Hispania Transfretana por el de soberanía expansiva hacia el Atlántico. Se establece el origen de la raia colombina como probablemente la hispanoportuguesa, conocida aún como la Raya (Medina García 2006 ) y reconocida en la Concordia de Alcañices de 1297. Las disputas territoriales entre los reinos de Portugal y León se resolvieron con el intercambio de plazas fuertes y villas, además de alianzas matrimoniales, llegando a constituir una de las fronteras europeas más antiguas y longevas (García Fernández 1999), pero desde luego no carente de una larga evolución que va más allá de los tratados de Badajoz de 1267 y el de Alcañices, y cuyas etapas pueden conjeturarse como de conquista, de tratados y de contiendas (Martín Martín 1996-2003). La raya hispanoportuguesa se constituyó con fuerte proyección simbólica, puesto que sirvió de elemento fundacional del rito de reparto territorial.
La colonización del territorio hispanoamericano fue interpretada como empuje diferente del modelo turneriano, aunque no del propuesto por Walter P. Webb en los años veinte, que refería el progreso civilizatorio individual sobre el límite y no sobre la frontera institucionalizada por la pugna hispanolusa (Villalobos 1991); atendiendo, más allá del impulso individual, a las “estructuras de colonización”, que hacen hincapié en el suelo y el poblamiento, y no solo en las fronteras expansivas (Jara 1973). Se aseveró la condición mixta de la empresa indiana, emprendida con iniciativa y financiamiento privados, pero con un funcionamiento regulado por la Corona; y lo primero además con afán señorial por mérito mediado por un sistema de mercedes, que, por último, con la explotación del agro y el subsuelo compuso una sociedad colonial de sustrato indígena. La ordenación territorial supondrá traslados masivos de población en permutas, cesión de terrenos y transmigración de pueblos de indios adscritos a las reducciones religiosas en la delimitación fronteriza hispanoportuguesa (Santos Hernández 1973, 65). La zona araucana sería la fronteriza en el espacio militar hispano, debiendo la Corona sufragar un ejército regular superpuesto a la guerra privada, dado que esta fue incapaz de retener un dominio sobre un territorio que “no era posible asimilar a las formas europeas de producción” (Jara 1973, 9). La frontera, posteriormente, podía ser inverosímil, advirtiéndose sobre la inutilidad del ejército de frontera, disperso y entregado al comercio.
Sin necesidad de ser exhaustivos, la territorialidad americana acusará todas estas proyecciones fundadas en criterios de posesión efectiva, primero, y de iure, después, que no pueden resumirse como cristalizadas con un sentido teleológico en las repúblicas bajo el principio del uti possidetis (iure), puesto que en rigor fueron igualmente fronterizadas antes y después desde unas centralidades fuertemente urbanas con unas periferias “a la espera” de una efectiva asimilación territorial. Es decir, los diferendos abren aún la nueva potestad territorial, aunque solo se resolverá con las nuevas iniciativas de los Estados plurinacionales y las territorialidades indígenas que superen el uti possidetis (Barié 2003, 24 y ss.). No obstante, se concluyó jurídicamente que habían seguido los elementos principales de la administración colonial y sus reformas, como las intendencias, capitanías y audiencias (Pozuelo Reina 1995, 1778, n. 13), en una transición ficcional de la posesión, es decir, por ley (Gutiérrez Baylón 2010, 22 y ss.). De tal modo que la administración virreinal proporcionó en su segregación los distintos territorios de los Estados republicanos, aunque con numerosas particiones más en Centroamérica, una lucha común y de alianzas sin fronteras en los distintos procesos de independencia, diferentes proyectos de unidad regional pensados por próceres en formas autónomas y federales, en fin, perdiéndose el norte del río Bravo (Ibarra 1994, 53 y ss.).
Con esto, amparándose en la propuesta del Congreso de Angostura de 1819 de asumir provisionalmente las delimitaciones de 1810, concluye Pozuelo Reina (1995, 1779) que los problemas de delimitaciones de los imperios metropolitanos son heredados de lleno por las nuevas administraciones independientes americanas. El principio del uti possidetis, de posesión territorial de los Estados sobre los límites ya definidos por la ocupación histórica (uti possidetis, ita possideatis)5, se ha considerado una de las aportaciones latinoamericanas al Derecho internacional (Ramos Acevedo 2012). Asumiendo las delimitaciones coloniales, quedan como diferendos entre las repúblicas los territorios apenas o mal delimitados. La militarización de los diferendos en América Latina, cuando el principio no opera, es relativamente escasa, aunque tan variada como la guerra del Chaco en 1932 o la disputa por las Malvinas en 1982. Las cartas políticas y las constituciones de los Estados americanos (incluido el utis possidetis incorporado con la doctrina Monroe) se circunscribieron a que la simultaneidad de las proclamaciones de la independencia en los diversos Estados hizo que no se admitiera la existencia de territorios que jurídicamente pudieran calificarse de res nullius, no obstante que grandes extensiones de ellos permanecían inexplorados (Gutiérrez Baylón 2010, 20-21).
Así, el resultado será la incorporación del principio de juris en los sucesivos tratados de unión, liga y confederación, tratados de paz entre repúblicas, así como posteriores de límites y arbitrajes de límites, llegando a ser un corolario convencional (Parodi 2002, 6). La Declaración de independencia colombiana de 1810 marcará un después jurídico propio de las delimitaciones americanas correspondientes, entre un uti possidetis de iure y otro de facto, especialmente para el caso de brasileño (Parodi 2002, 5 ss.). No podemos obviar que las fronteras con los Pueblos y Naciones originarias respondían no a la equidad y el reconocimiento jurídico, porque cuando lo fue, no lo será con arreglo a tratados, sino a los tenidos por rudimentos de mediación híbrida; por lo demás bajo la soberanía lingüística, tales como las juntas de indios, juntas de guerra y los parlamentos/coyagtun hispanomapuches, donde estos, “en su acepción de 'tratado' parece[n] haber sustituido al de 'paces' a inicios del s. XVII” (Payàs, Curivil y Quidel 2012, 250, n. 1).
Una vez reconocidos los derechos territoriales por el principio del uti possidetis iure tendrá lugar la ocupación efectiva de los márgenes poco definidos o liminares. La distribución territorial habilitará tanto los repartos como los vacíos o baldíos sobre los que medra la nación de manera continuada: los baldíos luego como reserva de colonización interna en la extensión de los espacios agropecuarios y el modelo extractivista; donde el concepto desierto, en cuanto categoría colonial (Tomé 2012) y nacional (Nacuzzi y Lucaioli 2014 ), pasó a deslindar, después de los lugares inhabitados y estériles, los no trabajados y apropiados por el capitalismo (Navarro Floria 2002, 140).
La crítica latinoamericana: entre la continuidad feudal y el capitalismo global
Si la conquista territorial estuvo dotada con el dispositivo jurídico dominador, las otredades liminares crearon un despliegue inverosímil de cuestiones en la expansión americana. Tanto así que se va a debatir sobre la res nullius y sus formas de ocupación y dominio. Ahora bien, la geno- y etnocida (Bartolomé 2003) conquista del desierto patagónico (Navarro Floria 2002) y del desierto verde chaqueño (Lois 1999) en la historia nacional argentina, que ideó una vacancia disponible (un vaciado sistemático) como programa político, ha sido contestada, circulando e incorporándose entre las fronteras y las zanjas, y en los discursos memoriales, por las distintas trayectorias indígenas (Hernández 2006 ).
De cualquier modo, las disputas por la conceptualización de las fronteras en América Latina suman fronteras de origen anglosajón especialmente (Ortega y Medina 1981), que “cierran” el espacio latinoamericano por el norte. Se ha puesto en relación, de todos modos, con las discusiones sobre el sistema capitalista como motor distinto y moderno de la expansión americana. Serje de la Ossa (2017) destaca cómo los conceptos frontera y periferia alcanzan el sentido contemporáneo en la historia del mundo capitalista moderno, contrastando con otras formas de fronteras y confines distintas. Se ha discutido si las empresas ibéricas en la conquista y la colonización americanas fueron capitalistas o protocapitalistas, alcanzando un estatuto pobre y marginal en el esquema analítico de F. Braudel (1984), que situó los espacios evolutivos del capitalismo entre Venecia y Amberes en el siglo XVI, Génova y Ámsterdam en el XVII, Londres y Nueva York en el XVIII-XX. Lo que instala ya en la historia la dependencia subdesarrollada de América Latina, y que en los discursos economicistas de la política latinoamericana surjan las asunciones retóricas del feudalismo.
El debate sobre los modos de producción en América viene de lejos, y se conjuga en diferentes frentes ideológicos que no es posible repasar aquí. Palerm (1979) situó la formación colonial mexicana como resultado del sistema económico mundial, no derivada naturalmente desde una evolución endógena del capitalismo incipiente en la relación “comunidades nativas-repartimentos-encomiendas-haciendas”, sino como producto de un factor externo, la fuerza expansiva del capitalismo mundial, en la que la ordenación anterior pasa a ser una de sus fuerzas que vincula las colonias con las metrópolis. Stavenhagen (1965) había recogido como errores para las Ciencias sociales algunos de estos destilados, que designaban una dualidad latinoamericana afectando a las concepciones, entre otras, de las ruralidades latinoamericanas. La sociedad arcaica (eminentemente rural) arrastraría la condición feudal en la que ambos polos son partes integrantes. La crítica contemporánea, por ejemplo, siguiendo a Dussel (2002), resitúa la disputa en la distinción epistemológica de una modernidad entre el paradigma eurocéntrico y el paradigma mundial: entre la centralidad autónoma y concentrada del devenir europeo desde su evolución media expansiva y difusionista, y el sistema-mundo wallersteiniano que administra la centralidad incorporando para su crecimiento la periférica Amerindia (Dussel 2002, 50 y ss.; y 78, nn. 35, 37 y 38).
La centralidad europea será producto de su esencialismo, que se nutre en su estrecho horizonte regional impuesto como centralidad mundial; pero siendo el producto en rigor del intento hispánico de acercarse a la centralidad del sistema interregional asiático y musulmán del que era periferia (Dussel 2002, 55); y siendo la resultante, después de la incorporación de Amerindia, que sufragó la guerra, del traslado de la centralidad a las ciudades holandesas y británicas (Dussel 2002, 77, n. 32) generando el capitalismo mercantil, industrial y hoy transnacional. La captura de América Latina ha sido señalada por Santos (2010), quien sobre la refundación del Estado latinoamericano ve problemática una imaginación política que estuviera fundamentada en la errónea concepción de que el capitalismo no parece tener fin. Mignolo (1996) encuentra adecuado el término posoccidentalismo de Fernández Retamar, donde se extraen como preocupación fundamental “las relaciones entre América Latina y Europa, al menos hasta 1898, y las relaciones de América Latina y América sajona desde y a partir de 1898, momento en el que los esfuerzos locales y los proyectos de independencia en Puerto Rico y Cuba se encontraron en un nuevo orden mundial y en una situación muy diferente a la de los movimientos de independencia al comienzo del siglo XIX” (1996, 679). Ciertamente, el capitalismo se sobrepone aquí, como mejor civilizador, a la máxima alberdiana de 1852, “en América gobernar es poblar” (Fernández Retamar 1978, 26).
La crítica latinoamericana a la concepción eurocentrada, euroamericana, asume, por otra parte, que la fronterización es el vector más importante de la etnogénesis indígena, puesto que la tierra y su jurisdicción indígena son elementos trascendentales en la última (Boccara 2005a). No solo porque trabaja desde el envés o el revés (Boccara 2003), sino porque toma el protagonismo designante, narrativo, ideológico, teórico y metodológico, epistémico en definitiva, y definidor demandante y administrador de sus territorios (Saguier 2018, 19 y ss., y 25 y ss.); y toma igualmente la ocupación y reocupación de la tierra ancestral como presencia y población histórica, y no como la ausencia del vacío que supuso una vacancia territorial en la que la noción de desierto los había puesto (Bartolomé 2003).
En este sentido, Campaña (2013) repasa las demandas y políticas de biteralidad entre Estados y Pueblos Indígenas (fundadas en el derecho de consentimiento previo, libre e informado), es decir, al interior de los Estados unitarios, si bien ha de pasarse a la trascendencia contemporánea de los Territorios (Toledo Llancaqueo 2004, ii). Máxime cuando:
“[...] la progresiva implantación de nociones occidentales de territorialidad y las exigencias de los funcionarios, por ejemplo hacer mapas de las tierras de los pueblos y marcar sus fronteras con cruces mojoneras, fueron cambiando las formas indígenas de pensar el territorio [...], [contribuyendo] a la progresiva fragmentación de los Pueblos indígenas y de las áreas que antes ocupaban [...]; perdiendo memoria de ellos y encapsulando gradualmente las nociones de Pueblo y territorio étnico en los niveles comunitarios y agrarios” (Barabas 2004, 108).
La etnoterritorialidad (Barabas 2014) sugiere un nuevo aparato jurídico en su concepción (jurisdicción indígena), así como un concepto de soberanía igualmente repensado. La re-construcción de las territorialidades históricas de los Estados, pueblos y naciones originarias, toda vez que fue aniquilada en buena medida su organización político-económica, no puede depender solo de la confianza arqueológica y una historiografía no siempre atenta al enfoque y la teoría sobre fronteras. La cartografía de las territorialidades autóctonas y sus adaptaciones ha requerido grandes esfuerzos. El trabajo de Tanck de Estrada (2005) ubica en mapas del espacio de dominio de las intendencias de la Nueva España a los pueblos de indios, con una metodología mixta. Esta regionalización enciclopédica de los indios, situados en los mapas, que les da existencia histórica, y no obstante la utilidad documental, pedagógica y genealógica, reconoce la existencia previa sancionada por el Virreinato de entidades territoriales como el altépetl, dando relevancia histórica. Lo cierto es que “las fronteras” de estas instituciones, si bien se deben a las reducciones analíticas del procedimiento etnohistórico, son de importancia, aun a riesgo de fronterizar étnicamente por la vía del análisis6, que en ocasiones arroja como único dispositivo de frontera la guerra interétnica. Este riesgo se viene asumiendo por su producción política y demandante, pero, de cualquier manera, no hay que olvidar que el aparato cognitivo desertiza como epistemicidio, y que el liderazgo de y entre las fronteras nacionales ha de ser indígena.
Otros ejemplos de mapeado son los de Hirt y Lerch (2014) , que cartografiaron las territorialidades indígenas en los Andes bolivianos a partir de las necesidades abiertas por las reformas agrarias: ayllukuna, markakuna y el suyu como unidades político-territoriales, así como socioeconómicas, siguen cuestionando el espacio nacional. La apropiación de los mapas -en cuanto estos son considerados por distintas autoridades como mediadores y objetos-frontera- permite reivindicar el sistema comunitario de la tierra, desmembrado por las administraciones de la conquista, la colonia y la república, así como por el mercado. Podemos asumir que la articulación territorial indígena prehispánica requirió sistemas auto- y heterorreferenciales, y por ende, administración de las alteridades, concepciones espaciales estáticas y móviles con desarrollo urbano y centros y medios de control territorial, pucaráes, etcétera (Campion Canelas 2018). Porque aunque simplemente podamos traer aquí las readaptaciones y resistencias indígenas respecto al entramado fronterizo hispánico, e, inmediatamente, sus proyecciones7, las concepciones territoriales originarias anunciaron sentidos parentales del entorno físico, cosmogónicos y biocentrados de la mayor relevancia. Los dominios del tawantin suyu, repartidos los ayllukuna en mitades, cuadrantes y ceques, con pisos andinos verticales, estaban dotados con fronteras complejas que determinaban una territorialidad sustentada en amojonamientos y delimitaciones (suyo), la implantación de la administración colonial incaica, sistemas tributarios y de trabajo (suyu para la mita agrícola), fortificaciones militares y colonizaciones (yanaqkuna y mitmaqkuna/mitimaes) y trasplantes de población (Sanhueza Tohá 2004). Lo cual trajo complejidad con la reactivación de los conflictos étnicos precoloniales que habían sido reorganizados previamente por el Imperio inca, además de dificultar las relaciones entre los grupos andinos y amazónicos (Millones 1972, 39). Ahora bien, la asimilación de la territorialidad inca al esquema analítico fundamentado en Estados dotados de fronteras y políticas fronterizas es algo discutible (Sanhueza Tohá 2004), y que solo puede caer en la traducibilidad terminológica y cognitiva que abre espacios jurídicos.
Territorios, en fin, calificados hoy como “ancestrales” (Herreño Hernández 2004) y que tienen una concepción jurídica equivalente a la de “terras tradicionalmente ocupadas” (Berno de Almeida 2004 ), son inconmensurables en las traducciones terminológicas, como ya comentamos. Por ello, deben repensarse con categorías jurídicas autóctonas reconocibles. Aunque es manifiesta la concepción mixta de una territorialidad más biocentrada, como intentan recoger las constituciones de Ecuador y Bolivia, está aún por resolver la concepción de Estados-naciones plurales fundados en analogías interjurídicas. Si la frontera es un productor de la materialidad jurídica, queda por solventar su falta de futuro aquí. La crisis del Estado unitario puede recibirse también atendiendo a otras hipótesis que territorializan inter-Estados en una unión continental originaria, que estaría depositada en la comunicación marítima (baste recordar el comercio de Spondylus al sur y al norte de Ecuador) y, especialmente, fluvial de los pueblos y naciones americanos; tesis designada por Saguier (2018) como de las hidrovías (conectadas las cuencas del Orinoco, el Amazonas y el Plata). Estas hidrovías que conectan a los pueblos y naciones americanos tendrían el sentido de espacios sin fronterizar, al menos en el cerrado sentido eurocéntrico y atlántico. Existiría una “cartografía ancestralmente memorizada”, también regulada en los itinerarios económicos y las peregrinaciones religiosas, que contribuye a la etnogénesis del territorio (Saguier 2018, 19 y ss., y 25 y ss.).
Fronteras de cierre del espacio europeo y latinoamericano
Los intentos de otros países europeos de hacerse con territorios americanos, entendiendo positivamente la disputa por la libertad del mar (el utis possidetis no podría aplicarse al mar, so pena de clausurarlo), abrieron otras territorialidades a un capitalismo más esforzado que el incipiente caudal ibérico. El territorio de las Guayanas fue siempre disputado y resistente, cimarrón (Crespo Solana 2006 ), conformando fronteras inconclusas en cuanto territorios marginales (frontera caríbica) no acabados de incorporación definitiva (Perera 2006 ). Cuba, el circuncaribe (Von Grafenstein 1997) o el Caribe fractal (Ette 2004 ) y el emblemático Haití (Alfonso et al. 2010) han conformado, por último, una abertura al cierre del espacio fronterizo hispanoportugués e imperial europeo y angloestadounidense.
De cualquier forma -y ante el cierre de América Latina por el sistema económico global entre las fronteras estadounidenses del sur, y la detención africana de Europa en su retirada colonial, que en el caso de España, perdida definitivamente Filipinas, se sigue abriendo a Hispanoamérica (Portugal aún conserva sus influencias lusófonas)- ocurre que en la comparación de los dispositivos fronterizos estadounidenses y españoles en Marruecos (Calavita 2006), estos se pueden considerar como equivalentes, en este sentido, de la injerencia continental bajo la excusa de la vigilancia. Aunque la frontera estadounidense como ejemplo anglo ha sido tremendamente productiva (Álvarez 1995), habría que prestar atención al equívoco estatuto de las fronteras marginales y sumatorias del capitalismo como cierre definitivo de la espacialidad latinoamericana que la misma Abya Yala/Quilombola se ocupa de contestar. Belice es uno de los últimos vestigios del colonialismo británico. Guatemala reclama Belice con el argumento de ser aquella la heredera de los derechos de España sobre el territorio con base en el derecho de sucesión otorgado por el uti possidetis iure (Paz Salinas 1979). Si bien la Corona española no fundó asentamientos permanentes debido a la ausencia de metales preciados y a lo inhóspito del terreno que presuponía como propio, otros países europeos que disponían de burguesía y estructuras sociales y económicas, que les permitían alimentar mercados de consumidores de productos tropicales como la madera de caoba, estuvieron interesados en el futuro territorio beliceño, en virtud de la libertad del mar (Bosch 1970). Siendo un territorio marginal a la Corona, reducto de disidencias de las milpas mayas, renegados europeos, y cimarrones y deportados, se reclamará a España la plena soberanía esgrimiendo el derecho de posesión que les otorgaba la ocupación efectiva del territorio (Paz Salinas 1979, 36).
Ahora bien, aunque la soberanía no dejó de ser española, la frontera anglosajona se fue imponiendo en los tratados internacionales con el derecho a la explotación comercial. También México reclamó la soberanía de Belice. Sin embargo, Inglaterra sostenía que los tratados de 1783 y 1786 (Versalles y Convención) seguían vigentes, por lo que la soberanía sobre el territorio beliceño recaía aún en España, y que ni México ni Guatemala tenían la posesión efectiva del territorio, no pudiendo ser interlocutores; hasta la firma del convenio de límites de 1859, origen del actual diferendo limítrofe entre Belice y Guatemala. Al renunciar México al territorio beliceño se establecieron las fronteras utilizando como referencia el río Hondo. En 1981 Belice logra la independencia convirtiéndose en miembro de las Naciones Unidas y de la Commonwealth. Guatemala no aceptó ninguna conciliación. Posteriormente se determinó acudir a la Corte Internacional de Justicia (CIJ), lo que tiene que ser aprobado por ambos países a través de un referéndum (Toussaint 2009, 124-126). En el caso que nos ocupa, las fronteras están en gran parte delimitadas por ríos navegables: lo que no deja de ser una discrecionalidad, dado que el recurso natural muda, dejando de ser confiable. El método de demarcación que define la línea divisoria en el canal más profundo de la corriente principal deja de ser operativo cuando en la frontera entre México y Belice desaparece el cauce (García y Kauffer 2011, 151). Esto favorece los flujos migratorios, convirtiéndose el agua en lugar de tránsito de personas a través de los límites fronterizos.
En las vallas de Ceuta y Melilla podemos atisbar un denso resultado acumulativo en el mismo sujeto histórico. Espacios híbridos que se van transformando y donde confluyen prácticas de sujetos e instituciones que se encuentran situadas en diferentes contextos espaciales dependientes de estructuras coloniales8; reforzando discursos, mitos y estereotipos de la colonización de la frontera como un espacio vacío (Ferrer-Gallardo 2008, 132). A través de sus mutaciones es posible percibir las políticas de fronteras de la UE. En 1998 era un muro de tres metros de altura y se realizó una ampliación de este, doblando su altura, en el 2005. Años después se añadirá una alta sirga tridimensional, mallas antitrepa y alambres de cuchilla (Ferrer-Gallardo y Gabrielli 2018, 13-14).
El control de las fronteras, en cuanto bifrontes asimétricas, muestra el compromiso con el dispositivo, debido a distintos motivos de dependencia y soberanía. Lytle Hernández (2015) recuerda, a través de documentación del mexicano Archivo Histórico del Instituto Nacional de Migración, cómo el control de la frontera no ha sido históricamente exclusividad de Estados Unidos como resultado de la defensa de su soberanía, el control de la mano de obra o de la inmigración indeseada. En sus diferentes departamentos de migraciones, desde 1926 se hacía cumplir la ley de inmigración mexicana, a través de las labores de vigilancia y regulación de los contingentes migrantes, gestionando la salida y el regreso de sus ciudadanos mexicanos u otros, e impidiendo que contingentes laborales cruzaran de manera ilegal hacia Estados Unidos (Lytle Hernández 2015, 33-34). El Gobierno marroquí, por otra parte, ha desempeñado un papel de cooperación con el español en el control migratorio, desarrollando una notable capacidad para gestionar los tiempos del control fronterizo. Al igual que sucede con otros países, el control de flujos migratorios “en tránsito”, que gestiona Marruecos, es un instrumento de gran importancia en las relaciones bilaterales con sus vecinos del norte (Ferrer-Gallardo y Gabrielli 2018, 29). Las políticas encaminadas a la deslocalización del control fronterizo comienzan con el programa de La Haya en 2004. La UE impulsará este proceso a través de diferentes instrumentos de política de vecindad. Las “devoluciones en caliente” que practica el Gobierno español a través de distintas reformas normativas devuelven a los ciudadanos no europeos a través de la frontera.
En el caso de Estados Unidos-México, esta política de externalización se manifiesta en diferentes programas, con el fin de atender y controlar los flujos migratorios centroamericanos hacia Estados Unidos (Castañeda 2015). Surge ilusoriamente, tras la declaración de una crisis humanitaria por parte del Gobierno estadounidense por el alto volumen de migración centroamericana, principalmente, menores no acompañados y familias con niños, y el requerimiento de este a los gobiernos de la región para contener el flujo migratorio. Se pretendió conseguir también el ordenamiento fronterizo en los cruces oficiales con Guatemala y Belice, creando Centros de Atención Integral al Tránsito Fronterizo; mejorando las condiciones de los albergues y estaciones migratorios. También especificaba la puesta en marcha de medidas de corresponsabilidad regional y colaboración multilateral, aunque la política mexicana de migración adquirió un carácter de detención y deportación. Hoy, tanto la población hispana estadounidense como la población mexicana y centroamericana en marcha hacia la frontera-muro retan a Estados Unidos.
Ceuta perteneció a Portugal en 1415 y pasó a manos españolas en 1668. El Reino de Castilla conquistó Melilla en 1497 (Ferrer-Gallardo y Gabrielli 2018 ). En 1863, durante el reinado de Isabel II, ambas ciudades se convirtieron en puerto franco, lo que incentivó el comercio, dejando de ser simples puestos militares (Castan 2009). Luego del protectorado español en Marruecos, entre 1912 y 1956, Marruecos logró la independencia, pero sin los enclaves españoles: Ceuta y Melilla siguieron bajo la soberanía española. En 1986, con la entrada de España en la Unión Europea, el Gobierno español negoció que ambas ciudades se mantuvieran al margen del territorio aduanero comunitario, lo que supuso que conservaran un régimen fiscal especial acarreando que la entrada de mercancías quedara exenta de aranceles. Esta excepcionalidad se mantuvo tras el acuerdo de Schengen: es decir, ninguna de las dos ciudades se encuentra dentro de la Unión Aduanera Comunitaria. Su economía es, por tanto, la de un “comercio atípico” (Fuentes Lara 2016) a través del paso del Tarajal I, por donde pueden circular personas, pero no mercancías.
Marruecos no reconoce esta frontera como aduana comercial, ya que reivindica el territorio como propio. Sí existe aduana comercial en Melilla, desde 1896, ya que era la salida natural para exportar los minerales del Rif (Ferrer-Gallardo y Gabrielli 2018). Las porteadoras provienen de las inmediaciones, cuya residencia permite el acceso sin visado a Ceuta, pero les prohíbe pernoctar. Todos los días que se abre el paso del Tarajal, trasladan fardos cuyo peso puede oscilar entre los 50 y los 90 kilos. Para subir este peso a la espalda se necesitan hombres estibadores. Las mujeres suelen trabajar por comisión, portando ropa y calzado, enseres, tecnología y artículos de ferretería. Al otro lado los espera el cliente para recoger la mercancía. Después regresan a sus casas en taxis colectivos. En febrero de 2017 abrió el nuevo paso El Tarajal II, que sustituyó al anterior, donde las mujeres tenían que cruzar por un angosto puente. Tenían un tiempo limitado para realizar el tránsito, sufrían arbitrariedad policial a ambos lados de la frontera y largas esperas en la playa bajo temperaturas de 45 °C; les podían requisar parte de la mercancía, sufrir agresiones de los agentes cuando estos intentaban mantener el orden, y en ocasiones se producían avalanchas con muertes (Ferrer-Gallardo y Gabrielli 2018).
La perforación de las fronteras en las agendas migratorias propias, la unidad regional y el pluralismo territorial
La integración regional latinoamericana (integración centroamericana, andina y caribeña), aunque pueda ser primariamente industrial, financiera y comercial, abre algunos espacios novedosos (Sanahuja 2009), donde se articulan los distintos países históricamente comprometidos, con distintas opciones (Alalc, Aladi, MCCA, Caricom, CAN, Unasur, Mercosur, Alba), y donde al menos se abren a políticas de reconocimiento transmigratorio como el pasaporte andino, así como desarrollo fronterizo, por ejemplo, en la Comunidad Andina-CAN (Ramírez 2008). El Mercosur, más restrictivo, ha establecido junto con la CAN y Chile, un Área de Libre Residencia de tipo laboral. Lo cierto es que en lo relativo a las fronteras -más allá de las controversias sobre la seguridad, especialmente entre las fronteras de Brasil, Venezuela y Colombia, que dificulta su integración regional (Briceño Monzón 2009) - se han vislumbrado numerosos avances en la Región Andina tendientes a la cooperación y la apertura de “oportunidades”; a pesar de “la cultura política y la tradición institucional de la región [americana], que se caracteriza por distintos grados de centralismo, y por una marcada defensa de la inviolabilidad y la integridad del territorio de cada Estado, desde que fuera adoptado el principio de intangibilidad de las fronteras del periodo colonial a partir de sus independencias políticas” (Sanahuja 2009, 41).
De igual manera, y aunque se haga necesario posicionarse en transversalidades interculturales y feministas, el desborde de las fronteras encarnizadas que aporta el estudio de los feminicidios, violaciones, encierros y maltratos en la frontera norte e in itinere (Monárrez y Córdoba 2007) y la teoría transgénero es importante.
Hoy se ha abierto la discusión sobre las analogías jurídicas en el derecho intercultural y el pluralismo jurídico (Sánchez-Castañeda 2011); y las fronteras afuera y adentro de las naciones pueden contener comunidades diversas con itinerarios históricos y jurisdicciones territoriales distintos en marcos incluso liberales. Las comunidades afrodescendientes americanas hacen hincapié necesariamente en una “territorialidad de vida”, en el suelo ocupado marginalmente por el cimarronaje y los quilombos/palenques/cumbes, y las zonas de mayor concentración afroamericana “remanente”: a causa de la desintegración de las reducciones y haciendas en las que eran esclavos, compra, donación, concesiones estatales, legado testamentario, abandono de patronos y cultivos o minas, etcétera; dado que los “territorios nacionales son espacios de poder fundamentales en esta cartografía de la política racial” (Lao-Montes 2009, 231), aunque en conflicto con territorios ancestrales indígenas (Hoffmann 2002), y puesto que la responsabilidad mundial por la esclavitud (agenda de Durban) aún no se ha dirimido (Lao-Montes 2009).
De la mayor relevancia para contestar las fronteras nacionales americanas, como sus fronterizaciones consecutivas e inacabadas al interior, es vislumbrar el sentido político de las poblaciones originarias no contactadas o retornadas al bosque (Parellada 2007), como por supuesto los movimientos de ocupación de tierras en la lucha agraria (Veltmeyer 2008). El retorno al bosque es un procedimiento político de reocupación del territorio, que, como en el pueblo chaqueño ayoreo, se hace presente en territorios ancestrales en los casos de acoso y expulsión, y que en la Amazonía se han constituido como “terras tradicionalmente ocupadas” (Berno de Almeida 2004 ).
Por último, aunque las migraciones alcancen agenda propia, distinta a la de los gobiernos y sus acuerdos fronterizos, queda por ver una plurinacionalidad menos rígida que las contenciones nacionales, unitarias y pluriculturales, puesto que el uti possidetis (de iure o de facto) viene roto por la distribución geográfica indígena (Barié 2003, 24 y ss.), que pone de retorno a las migraciones indígenas como vanguardia aún, tremenda, de las posibilidades o imposibilidades no tanto de una postnacionalidad como de una plurinacionalidad genuina.
Referencias
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Notas