Resumen: El presente artículo analiza la función política que desempeñó la fiesta durante el siglo XVIII a partir de la reforma festiva realizada por Carlos IV al calendario de la Real Audiencia de Nueva España. Se revisan las razones por las cuales disminuyó el número de festividades a las que asistía el tribunal, así como el curso de esta iniciativa. Uno de los aspectos que se exploran es la función que tuvo la fiesta como promotora de la Corona, asunto que se vislumbra en la reforma de 1789 y se constata en los años siguientes con las festividades vinculadas con el monarca, y en las cuales tomó parte la Real Audiencia.
Palabras clave: Fiesta, poder, reforma festiva de 1789, Nueva España.
Abstract: This paper examines the political role of festivities in the 18th century, focusing on the festive reform implemented by Charles IV concerning the calendar of the Royal Audience of New Spain. It reviews the reasons behind the reduction in the number of festivities attended by the court and the progression of this initiative. One aspect explored is the role of festivities as a tool for promoting the Crown, a concept evident in the 1789 reform and further confirmed in subsequent years through the festivities associated with the monarch, in which the Royal Audience participated.
Keywords: Festivity, power, The Festive Reform of 1789, New Spain.
Resumo: Este artigo analisa a função política que a festa desempenhou durante o século XVIII a partir da reforma festiva do calendário da Real Audiência da Nova Espanha, levada a cabo por Carlos IV. São revistas as razões pelas quais diminuiu o número de festividades a que comparecia o tribunal, bem como o rumo dessa iniciativa. Um dos aspectos explorados é a função da festa na promoção da Coroa, questão que se vislumbra na reforma de 1789 e se confirma nos anos seguintes com aquelas celebrações ligadas ao monarca nas quais participou a Real Audiência.
Palavras-chave: Festa, poder, reforma festiva de 1789, Nova Espanha.
Sección especial
Fiesta y poder en Nueva España: la reforma festiva de 1789
Festivity and Power in New Spain: The Festive Reform of 1789
Festa e poder na Nova Espanha: a reforma festiva de 1789
Recepção: 28 Fevereiro 2022
Aprovação: 05 Agosto 2024
La fiesta ocupó un lugar central en las sociedades pretéritas, afirma un estudioso del tema para la Francia del Antiguo Régimen2. Su relevancia es indudable, al punto de que se ha convertido en un campo privilegiado para aproximarse a los proyectos políticos de quienes se sirvieron de estas prácticas colectivas para conformarlos y transmitir con ellas una pedagogía entre la población gobernada, así como un observatorio para explorar las relaciones de poder que se configuraron entre esta y las autoridades3. Asimismo, no puede soslayarse que instituir festividades y definir calendarios, es decir, establecer lo que era motivo de conmemoración y ordenar el tiempo a partir de ciclos festivos, era una acción realizada por el poder4.
En el caso de la monarquía hispana, el ascenso de los Borbones al trono vino acompañado de un conjunto de reformas para la monarquía que afectaron también a los reinos de ultramar. Aunque con frecuencia estas reformas son revisadas desde una perspectiva económica5, cabe la reflexión sobre lo que, en términos culturales y políticos, pueden decir en relación con la fiesta. Esta no escapó de la mirada reformadora. A partir del siglo XVIII, las festividades, particularmente las religiosas, entraron en una concepción enmarcada en los criterios económicos, políticos y morales de la época, que buscaban modificar el lugar que tradicionalmente habían ocupado en la sociedad, como lo ha estudiado Juan Pedro Viqueira para la Ciudad de México al revisar las disposiciones para regular el carnaval, las procesiones de Semana Santa y el consumo de bebidas alcohólicas, que formaban parte del mundo festivo6.
Asimismo, la relación de la política borbónica con la fiesta también se advierte en los usos que esta última tuvo para promover a la nueva casa reinante que, como los Austrias, se percató de que, a través de las fiestas, particularmente las que conmemoraban a la familia real, podía mantenerse una relación con los súbditos de los reinos y reforzar alianzas7. Como ha señalado Antonio Bonet Correa, la fiesta era “una forma de memoria colectiva a la vez que de fijación política, que desde el otoño de la Edad Media, con el nacimiento de las modernas formas de gobierno, eran una manifestación evidente del poder cada vez más creciente del Estado”8.
Si con las reformas borbónicas se divisa un cambio de relación con los vasallos, ahora súbditos, que buscaba reemplazar la relación pactista por una de corte absolutista, en estas líneas exploro las repercusiones que tuvo la fiesta para los Borbones como una manifestación del poder del rey. La revisión se hace a partir de un ámbito ignorado por la historiografía: el de la reforma que en 1789 se hizo al calendario festivo observado por la Real Audiencia de la Nueva España, medida con la cual se intentó acotar la presencia de esta corporación en las fiestas, en atención a los inconvenientes que tantas fiestas ofrecían a las labores del tribunal. La revisión de un panorama previo y posterior a 1789 de la presencia de la Audiencia en las festividades permitirá entender la reforma y seguir su curso.
Como esta reforma reducía fiestas para el tribunal y promovía las festividades regias que debía observar la Audiencia, lo que constata la utilidad que tuvo la fiesta para la casa reinante, me acerco a las situaciones que, de forma posterior a la reforma carlista, advierten el realce de la familia real a partir de las prácticas festivas registradas en la Ciudad de México. Una de estas festividades fue la jura hecha por la capital novohispana en 1789 para proclamar a Carlos IV como monarca, muerto Carlos III. Esta fiesta ya ha sido revisada para la Nueva España en el caso de otros monarcas Borbones9.
Con el análisis de estos aspectos, exploro la función de la fiesta como un vehículo idóneo para promover a los Borbones en Nueva España y su capital. El caso es oportuno por las situaciones enunciadas por la historiografía que se ha acercado a la fiesta en relación con el poder regio: el reinado de Carlos IV no corresponde al periodo pleno del reformismo borbónico (registrado con Fernando VI y Carlos III), sino más bien a un lapso que coincide con el ascenso de las ideas liberales y la Revolución francesa, que ponen en entredicho la legitimidad del poder real.
Asimismo, como han apuntado Víctor Mínguez y Juan Chiva Beltrán, a través de las fiestas, los monarcas distantes y ausentes trataron de relacionarse con sus súbditos y revertir esta situación. La promoción era extensiva tanto al monarca y su familia como a sus representantes locales: los virreyes. A partir de las recepciones virreinales, los novohispanos reconocían al monarca y a su representante. Empero, fue a partir del reinado de Carlos IV que las recepciones virreinales entraron en decadencia10. En este entramado conviene preguntarse qué sucedió con las fiestas que exaltaban a la monarquía. Con un reinado en crisis, inmerso en conflictos con otras potencias de la época, pero con una línea reformista vigente, inaugurada desde Felipe V, es oportuno estudiar la situación de la fiesta y su uso como recurso en favor del reinado de Carlos IV en Nueva España.
Para tener una idea de las fiestas en las cuales participaba la Audiencia novohispana, como asistente o promotora, me acerco a las noticias de las Gacetas de México en los distintos tramos de su existencia (1722, 1728-1742 y 1784-1809). A través de los indicios que reportan la vida festiva registrada en la Ciudad de México, es posible seguirle la pista al tribunal. En la capital novohispana tenían lugar diversas festividades, pero había algunas de especial significado religioso y político, como la Semana Santa, Corpus Christi, el paseo del pendón, la fiesta de Nuestra Señora de los Remedios y la de Nuestra Señora de Guadalupe, además de la recepción de los virreyes.
Las Gacetas señalan la presencia de la Audiencia en estas y otras festividades, lo que no es fortuito: el tribunal era parte del entramado corporativo de la ciudad y uno de los brazos del poder regio. Como asientan las Gacetas de 1722, la “nobilísima México, cabeza de la Nueva España y corazón de la América”, celebró “los dos siglos cumplidos de su conquista el día del glorioso mártir San Hipólito, su patrón, a 13 de agosto del año pasado, con festivas demostraciones de luminarias, máscaras, y colgaduras, y con paseo la víspera”11. Este paseo era el del pendón, que rememoraba “simbólicamente, teatralmente, la capitulación de México-Tenochtitlan ante los conquistadores españoles”. El pendón era un estandarte copia del que trajo Hernán Cortés durante su expedición y fue símbolo de la sujeción de la ciudad a la Corona12. Como dice Viqueira:
El estandarte o pendón era llevado la víspera de la fiesta, de la casa capitular al palacio del virrey, quien, a caballo, acompañado de otras autoridades, lo conducía a la iglesia de San Hipólito, construida en un lugar donde muchos españoles habían perecido durante la noche triste. El día de San Hipólito, después de una misa solemne, el pendón hacía el recorrido inverso hasta regresar a la casa capitular. Toda la ceremonia, la fecha de su celebración, el homenaje a los conquistadores caídos, los ritos religiosos, todo se convertía en una revivencia de los sucesos históricos que habían forjado y legitimado la sujeción de la ciudad de México a España. La fiesta de San Hipólito era, pues, una representación teatral histórica al servicio de la dominación colonial.13
Las Gacetas obvian la descripción apuntada y solo refieren la conducción del pendón de las casas del cabildo hasta la iglesia de San Hipólito; dan cuenta de la asistencia de la Audiencia14. La Gaceta de 1722 registra que el 13 de agosto de 1721 iban “montados a caballo” el virrey, “Audiencia, tribunales, ciudad, y caballería”. Correspondió al conde del valle de Orizaba, regidor de la ciudad, sacar el estandarte15. Esto se debía a que, como apunta la Gaceta del 25 de agosto de 1784, inicialmente el pendón era sacado por los caballeros, que no eran regidores, pero, a partir de 1530, la Corona estableció la representación del ayuntamiento de la ciudad en esta festividad por medio del regidor más antiguo, quien anualmente sacaría el pendón16.
La fiesta del 12 y el 13 de agosto contaba con la aprobación y la presencia del virrey, la Audiencia, la nobleza y el cabildo secular (el ayuntamiento), asunto también señalado en la cédula de 153017. El ceremonial se registraba así en el siglo XVIII: los oidores de la Audiencia acudían, como la nobleza y el cabildo, “en sus caballerías” hasta la iglesia de San Hipólito, como se apunta para 1722, 1737, 1738 1739 y 1784. Solamente en 1721, con motivo de la conmemoración del segundo siglo de la Conquista, y en 1737, por estar en mal estado la iglesia de San Hipólito, la misa se hizo en la catedral metropolitana18.
La presencia de la Audiencia también se registraba en la festividad del 15 de agosto, día de la Asunción de Nuestra Señora, titular de la catedral, a la que acudía el tribunal para escuchar la misa y el sermón predicado en el día19. Además de la fiesta del 15 de agosto, había otras a las cuales asistía la Audiencia, como la Semana Santa o la festividad de Corpus, “celebérrima en todas las ciudades de la Cristiandad”20.
La Gaceta de abril de 1722 indica, por ejemplo, que el “segundo día de Pascua, que fue de Tabla, asistió en la Catedral” el virrey, además de la Audiencia y los tribunales; el arzobispo, “con ambos cabildos, eclesiástico y secular, a la misa y sermón”. Por su parte, las Gacetas de 1728 y 1732 reportan la asistencia de la Audiencia “a la bendición, procesión y sermón de las palmas” del Domingo de Ramos (el 21 de marzo y el 6 de abril, respectivamente)21. El tribunal también asistió a la procesión, a la misa y al sermón del segundo día de la Pascua de Resurrección. Para abril de 1729, la Audiencia acudía a la misa y al sermón predicado el Jueves Santo, así como a la misa del Sábado de Gloria. Y el 25 de febrero de 1735, primer viernes de Cuaresma, el tribunal se presentó en la capilla del palacio virreinal, a la misa y al sermón del día22.
En la fiesta de Corpus, la Audiencia iba a la misa cantada del día, celebrada en la catedral, y, junto con el virrey, cerraba la procesión “con no menos devoción, que gravedad”, como se da cuenta para 1722, 1728 y 173323. La participación del tribunal terminaba con su asistencia a la misa y a la procesión de la octava de Corpus. Aunque esta procesión no era tan concurrida como la de Corpus, no carecía de “lucimiento, pompa y solemnidad”, como se informa para 1728 y 172924.
Una fiesta con un sentido identitario para Nueva España era la del protomártir Felipe de Jesús, misionero franciscano novohispano muerto en Japón y “jurado patrón” de la Ciudad de México desde el 12 de enero de 162925. Su festividad, celebrada el 5 de febrero, se hacía anualmente en la catedral, con la asistencia de los tribunales y el ayuntamiento de la ciudad. En la tarde del día anterior se conducía la efigie del santo desde el convento de San Francisco hasta la catedral. Concluida la función se regresaba la imagen al convento. A la misa de esta fiesta acudía la Audiencia, como se registró en 1728, 1729, 1730, 1731 y 178426.
Ligada al ciclo de la conquista, por acompañar a Cortés en su expedición, era la imagen de la Virgen de los Remedios, venerada en su santuario situado extramuros de la ciudad. Aunque su fiesta tenía lugar cada año, el 1.o de septiembre, en su santuario, o en la catedral cuando se encontraba allí (como sucedió en 1742), en recuerdo de la “acción de gracias por haberse libertado de la hostilidad francesa la flota en que de tornaviaje para España iba el Excelentísimo Señor conde de Galve, año de 1696”, también su imagen era motivo de traslados de su santuario a la Ciudad de México27.
Estas traslaciones sucedían cuando se presentaba alguna calamidad, por ejemplo la falta de lluvias. En estos actos tomaba parte la Audiencia, la cual autorizaba, como el virrey y los cabildos secular y eclesiástico de la ciudad, dichos traslados a la capital. Así sucedió el 15 de mayo de 1733, cuando se condujo a la Virgen de los Remedios para hacerle un novenario y pedirle por el feliz regreso de la flota comercial que iba a España. El segundo día del novenario fue costeado por la Audiencia28. También en abril de 1786, ante las epidemias y la falta de lluvias que afectaban a los novohispanos, la imagen fue trasladada de su santuario a la capital29.
Al igual que con la fiesta de Felipe de Jesús, la de Guadalupe se había convertido en otra festividad que expresaba la identidad de una Nueva España que se regocijaba por haber sido la tierra donde se apareció esta advocación mariana, según la tradición, en 1531. La Audiencia acudía, junto con el virrey, los tribunales, el ayuntamiento, el arzobispo, el cabildo eclesiástico y el “innumerable pueblo”, a la misa y al sermón que se hacían en su santuario, como ocurrió en 1731, a dos siglos de la “admirable” y “prodigiosa aparición”30.
Con menos noticias disponibles, hay otras festividades en las cuales tomaba parte el tribunal. En 1722 las Gacetas apuntan su asistencia a la octava de la “fiesta del Patrocinio del Señor San José”31. De manera más constante, la misma fuente refiere que el día 2 de febrero, en la fiesta de la Purificación, acudía a la Catedral la Audiencia “a la bendición, distribución, y procesión de las candelas, que se hizo con la solemnidad acostumbrada”, como se asienta para 1728, 1730, 1731 y 173432.
El 28 de agosto de 1785, la corporación participó en la función de santa Rosa de Santa María, cuya imagen era trasladada ese día por los dominicos desde su iglesia a la catedral. Esta fiesta se celebraba desde 1671, cuando fue beatificada. Por otro lado, la Gaceta del 11 de julio de 1786 apunta la celebración, en la catedral, “con la magnificencia que acostumbra”, de la fiesta al “esclarecido Príncipe de los apóstoles, san Pedro”, el 29 de junio. La fiesta fue autorizada por el virrey, la Audiencia, el ayuntamiento y “demás tribunales a quienes compete la asistencia”33.
La Gaceta de 1728 revela que el 13 de noviembre la Audiencia asistió a la función de La Profesa, donde hubo misa con sermón; el 20 de diciembre tomó parte de las honras del entierro del corazón del extinto virrey marqués de Valero, que se hicieron en el monasterio de Corpus Christi, de las franciscanas descalzas, fundado por este virrey. Días después, el 26 de diciembre, el tribunal estuvo en la catedral, en la procesión, la misa y el sermón del fraile mercedario Nicolás Ramírez, catedrático de la universidad. El 16 de enero de 1729 la corporación concurrió a la catedral con motivo de la fiesta carmelita de la canonización de san Juan de la Cruz. La relación da una idea de las diversas fiestas que atendía el tribunal en un tiempo corto34.
El 5 de noviembre de 1733 se celebró función en La Profesa “por las almas de los difuntos militares”, a la cual acudieron el virrey, la Audiencia, los tribunales, el ayuntamiento y el cabildo eclesiástico. Por otro lado, había funciones que involucraban directamente a quienes conformaban la corporación. Por ejemplo, el 1.o de diciembre de 1733 la Audiencia concurrió a la iglesia del convento de la Merced “a las honras y cabo de año que se hizo por el alma de la señora doña Cristina María de Vértiz, esposa del señor don Juan Carrillo Moreno, alcalde del crimen de la misma Audiencia”35.
Igualmente, la Audiencia asistía a las recepciones y exequias de los virreyes. El 8 y 9 de abril de 1734 tuvieron lugar las honras y funerales del marqués de Casa Fuerte en la catedral. Entre los asistentes a la víspera de esta “lúgubre función” se encontraban los oidores, quienes escucharon la oración pronunciada en honor del finado virrey36.
La Audiencia también participaba en las funciones que exaltaban a la familia real. El 19 de diciembre de 1732, a propósito de los 49 años que cumplía Felipe V, se hizo una misa de gracias y se cantó un Te Deum, al cual concurrieron la “Audiencia, Tribunales, y Nobleza”. Posteriormente, pasaron “a cumplimentar, y dar la enhorabuena a Su Excelencia”, el virrey, y en las siguientes tres noches asistieron a las comedias Duelos de ingenio y Fortuna, que se presentaron en el teatro del palacio virreinal37. Las felicitaciones presentadas al virrey, en nombre del rey, fueron un acto constante, como se lee en las Gacetas de 1733, 1734 y 1735. En esos años, el 1.o de mayo, día del apóstol san Felipe, nombre del rey, la Audiencia, los tribunales, los prelados y la nobleza acudían a cumplimentar al virrey38.
El 23 de septiembre de 1733, con motivo de la “noticia de la salud del Rey Nuestro Señor, y Real Familia” y por el cumpleaños número 20 del príncipe de Asturias, el futuro Fernando VI, se hizo un repique general, se dijo misa de gracias y se cantó un Te Deum en la catedral. A la función acudieron los oidores, quienes le dieron la enhorabuena al virrey. El mismo ritual se verificó en los siguientes tres años39.
Por otro lado, el 11 de febrero de 1735, se hizo un repique general y “se cantó misa y Te Deum, a que asistió con la Real Audiencia, y demás tribunales” el virrey. El motivo era que este había tenido noticias de la buena salud del monarca y su familia. Los oidores acudieron a darle plácemes al virrey por el acontecimiento. Lo mismo sucedió el 4 de julio de ese año40.
El ceremonial con motivo de la salud de la familia real se repitió en otros años. El 27 de agosto de 1784 hubo un repique general en la capital por la noticia de la salud del monarca, Carlos III, y la real familia, y el 30 del mismo mes se dijo la misa de gracias en la catedral, con asistencia de la Audiencia, “Nobilísima Ciudad, y demás tribunales”41. El 25 de agosto de 1785 la Corte celebró una misa de gracias en la catedral por el santo de la princesa de Asturias, María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV. Al acto asistieron el virrey, la Audiencia, los tribunales y el ayuntamiento de la ciudad. Por la tarde hubo artillería con salvas y por la noche, “una gran función de teatro, estando todo el Coliseo iluminado”42.
El nacimiento del infante Carlos María Isidro, hijo de Carlos IV, el 29 de marzo de 1788, fue otro motivo de festividad que se registró hasta agosto en la capital novohispana. Con demostraciones de júbilo, la Gaceta señaló que los vasallos “se glorían de serlo del mayor monarca, y de cuya augusta mano están recibiendo continuos beneficios”, lo que advierte la función que tenía la fiesta para reforzar la alianza entre los que se veían como vasallos y su monarca.
Por la Gaceta del 26 de agosto de 1788 se sabe que el 19 y el 20 de ese mes se iluminaron las calles, los palacios del virrey y del arzobispo, las casas del ayuntamiento y demás reales oficinas, la Catedral y las torres de los conventos de ambos sexos. Desde el 18 y en los siguientes tres días hubo repiques generales. El 19 de agosto tuvo lugar la misa en la catedral, que ofició y cantó el arzobispo, y se contó con la asistencia del virrey, la Audiencia y “demás tribunales”. Una vez concluyó la ceremonia, se dieron los plácemes al virrey.
Asimismo, el coliseo dio funciones entre el 19 y el 21 de agosto. La celebración del nacimiento del infante se cruzó con la del santo de la princesa de Asturias, el 25 de agosto, día en el que se hizo la consabida misa de gracias en la catedral, con la presencia de la Audiencia y las demás autoridades. Los cumplimientos al virrey, después de la misa, y una función por la noche, en el coliseo, dieron fin a las fiestas registradas por la Gaceta43.
En ocasiones, era la Audiencia la que proponía festividades. El 18 de octubre de 1742, por ejemplo:
concurrió la Real Audiencia Gobernadora en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, a la fiesta que se hizo a sus expensas, y misa, que cantó el señor oidor doctor don Pedro de Padilla y Córdova, en acción de gracias, por las felicidades logradas en el presente interregno, comenzado por la muerte del excelentísimo señor duque de la Conquista; y ya finalizado por la llegada del excelentísimo señor conde [de Fuenclara], nuevo virrey de este reino.44
El panorama esbozado, aunque aproximado, advierte que la Audiencia participaba en diversas fiestas que les restaban tiempo a sus labores. De esta situación era consciente la propia corporación.
Todavía en tiempos del reinado de Carlos III, el 22 de marzo de 1784, la Audiencia de Nueva España le externaba a la Corona una preocupación: le señalaba que, ante el “excesivo número de fiestas de tabla” que los oidores observaban, como parte de sus obligaciones, la Audiencia estaba impedida para despachar, de manera expedita, la multitud de negocios ventilados en sus salas. Esto perjudicaba el real servicio como los intereses de quienes acudían al tribunal a dirimir sus problemas45. La queja de la Audiencia estaba fundada, pues las fiestas, desde una perspectiva teológica, eran días destinados al descanso y suponían el cese del orden laboral.
Por otro lado, esta condición de la fiesta, como día excluyente del trabajo, se reafirmaba cuando la Iglesia establecía festividades de tabla, es decir, las que debían ser observadas obligatoriamente por la población. La conformación de un calendario festivo en Nueva España era paralela al establecimiento de la Iglesia y los concilios provinciales que definieron calendarios festivos para los indios y para los españoles, y demás calidades de la sociedad. Menor en número de fiestas, el calendario fijado para los indios estaba mucho más acotado, en atención a su condición de pobres y porque representaban a un sector de la población cuya fuerza de trabajo era vital para la economía del reino46.
La Audiencia, como otras corporaciones, estaba obligada a observar las fiestas avaladas por la Iglesia, pero para 1784 la situación era motivo de malestar, pues el tribunal ocupaba una parte significativa de su tiempo en asistir a las funciones, ordinarias y extraordinarias, que desfilaban a lo largo del año. La fiesta constantemente requería su presencia, por lo cual, como lo expresaba al monarca, en repetidas ocasiones los oidores manifestaron su deseo de que el tribunal, sin mayor distracción, se abocara al estudio y la solución de los asuntos que caían en su jurisdicción. La Audiencia sugirió al rey una reforma y la reducción del número de fiestas en las cuales el tribunal tomaba parte, a semejanza de lo hecho en Guatemala.
La Audiencia propuso a la Corona una relación de fiestas que el tribunal debería observar, si el monarca estaba de acuerdo. Señalaba que, en lo sucesivo, podría asistirse a las funciones
de la Candelaria y Semana Santa, por ser de las más principales de la Iglesia y Patronato, cuando no ocurriera el virrey; las de Corpus y su octava; la de Nuestra Señora de la Asunción, en el día quince de agosto; la de Nuestra Señora de los Remedios, el día primero de septiembre; y la de Nuestra Señora de Guadalupe, en su célebre santuario; a la de San Hipólito en coche, haciéndose la función de víspera y misa.47
La relación correspondía a las fiestas religiosas, pero la Audiencia añadió que el tribunal debía estar en las fiestas que se hacían con motivo del cumpleaños del rey y los príncipes, en las exequias y los nacimientos de los miembros de la familia real, en las fiestas con motivo de alguna victoria militar de la monarquía y en las rogativas públicas realizadas para conseguir el favor divino ante alguna adversidad para la Corona. El tribunal incluyó en esta relación de fiestas los entierros de los virreyes, los ministros y sus mujeres, así como los de los canónigos y los prebendados de la catedral48.
Por último, la Audiencia planteó que, con el fin de no entorpecer sus labores, en las fiestas señaladas, el tribunal se presentara a través de la representación de dos oidores, dos alcaldes y un fiscal del tribunal49. Sin necesidad de que acudiera toda la corporación, con esta medida, el tribunal resolvía el problema que suponía excluir fiesta y trabajo. Estaría presente en las festividades de tabla reconocidas, pero, simultáneamente, se ocuparía de atender sus labores sin dilación. Asimismo, aunque propuso la conservación de la fiesta del 13 de agosto, la Audiencia consideró cancelar el paseo del pendón y la segunda entrada pública que el virrey hacía a la Ciudad de México50. Tales fueron las sugerencias hechas por el tribunal al monarca.
Por el contenido del documento, inserto en la real cédula que se dirigió a Nueva España en 1789 para resolver el problema señalado por la Audiencia, puede sostenerse que fueron espacios de ultramar (Guatemala y Nueva España) los que definieron la reforma que Carlos IV introdujo para reducir el número de fiestas que sus tribunales y el personal debían atender en la Península y en sus demás reinos, como los americanos. Fue en estos donde se denunció un problema que la mirada racional de la Corona no pudo soslayar. El criterio de la época advirtió que las festividades generaban derroches económicos y “pérdidas” de un tiempo que podía y debía emplearse de forma provechosa.
La Audiencia también compartía esta visión, pues su propuesta buscó acotar el número de fiestas que obligaban su asistencia y reducir la presencia de la corporación. Consideró en su relación a un número mínimo de oidores cuya asistencia cubriera el compromiso y el protocolo determinados para las fiestas realizadas en la Ciudad de México.
El 29 de marzo de 1789 Carlos IV emitió el decreto que estableció la reducción de los días festivos, atendiendo la inquietud de la Audiencia novohispana. Aunque el decreto no lo decía, es evidente que el origen de la disposición partía de la experiencia registrada en ultramar. El decreto, conocido primero en la Península unos días después, mediante la circular del 31 de marzo, señaló como fiestas de tabla, para efecto de que fueran observadas por los tribunales de la monarquía, las fiestas marianas dedicadas a las advocaciones del Carmen (16 de julio), los Ángeles (2 de agosto) y del Pilar (12 de octubre). Asimismo, indicó tres periodos vacacionales: el comprendido entre el carnaval y el Miércoles de Ceniza, el de la Semana Santa (del Domingo de Ramos al martes de Pascua) y el de Navidad (del 25 de diciembre al 1.o de enero). Los tribunales trabajarían en los demás días del año, que pasaron a ser ordinarios51. Más tarde, mediante la cédula del 9 de octubre de 1791, Carlos IV introdujo una fiesta más a la disposición de 1789: la de san Pedro y san Pablo (29 de junio)52.
El decreto de 1789 fue dado a conocer al Consejo de Castilla, a la Inquisición y a las secretarías de Estado, Guerra, Indias, Marina y Hacienda, con el propósito de que circulara también entre las secretarías de despacho, consejos, tribunales y demás oficinas. Esto revela el alcance de la disposición, que tenía el propósito de que fuera aplicada únicamente a los tribunales de la monarquía. El decreto fue despachado a Nueva España y a las Filipinas53.
A Nueva España llegó por la real cédula del 18 de septiembre de 1789. Empero, la reducción de fiestas para la Audiencia no fue concebida en los términos establecidos para la Península, sino desde la realidad local. Correspondió al virrey Juan Vicente de Güemes Pacheco y Padilla, segundo conde de Revillagigedo, aplicar la iniciativa dirigida a la Audiencia de México. Ante el “excesivo número de fiestas de tabla” que el tribunal tenía que cumplir, y que obstruían el despacho inmediato de los negocios y el estudio de los casos que atendía, la cédula indicó que las fiestas de tabla para el tribunal quedaban reducidas al Domingo de Ramos, jueves y viernes santos, el día de Corpus con su octava, las fiestas de la Virgen de la Candelaria (2 de febrero), la de la Virgen de los Remedios (1.o de septiembre), la de la Virgen de Guadalupe (12 de diciembre), la de Asunción (15 de agosto), la de san Hipólito (13 de agosto), la de santa Rosa de Lima (30 de agosto) y la de desagravios (rogativas públicas a favor de la monarquía)54.
A esta cédula, Revillagigedo agregó un bando que incluyó las fiestas de las advocaciones del Carmen, los Ángeles y del Pilar, es decir, las mismas que Carlos IV contempló para la Península. Para 1791, como sucedió en esta, al calendario definido para la Audiencia se sumó la función de san Pedro y san Pablo55.
Al margen de las fiestas añadidas por el virrey, que eran una forma de homologar la medida aplicada en Nueva España con la que existía en la Península, debe señalarse que las festividades definidas para la Audiencia apelaban a las circunstancias locales en las que se desenvolvía la fiesta. El calendario conjuntaba fiestas importantes para la monarquía católica, como la de Corpus y su octava, con aquellas que respondían a las devociones del reino y le otorgaban su singularidad en el conjunto de reinos de la monarquía, como eran las festividades de san Hipólito, y de las vírgenes de los Remedios y de Guadalupe.
A estas fiestas se sumaba la de santa Rosa de Lima, única santa reconocida para el mundo americano durante el lapso que formó parte de la monarquía hispana. En resumidas cuentas, el calendario festivo de 1789 normó los acontecimientos que eran dignos de celebrarse en la Ciudad de México y la Audiencia. Cabe añadir que santa Rosa, la Virgen de Guadalupe y san Hipólito eran patrones de las Indias, Nueva España y la Ciudad de México, respectivamente. No se les podía soslayar en la reforma de 1789.
En otro orden de ideas, la disposición de 1789 es sintomática de la concepción ilustrada desde la cual operó el reformismo borbónico, y que definió la fiesta que se deseaba promover, más moderada en cuanto a gastos y ordenada en lo relativo a las conductas públicas que debían observarse en ella. Esta concepción se oponía a la fastuosa fiesta barroca ahora cuestionada. En este sentido, la cédula introdujo cambios en el paseo del pendón.
Con el argumento de que las autoridades y la ciudad generaban enormes gastos en el paseo que se hacía en la víspera y el día de san Hipólito, además del ridículo al cual se exponían los ministros que acudían al paseo montando a caballo y con toga, el rey suprimió el paseo a caballo y se dispuso que los oficiales asistieran en coche a la misa cantada que se hacía. La medida no era nueva: ya en 1771 se había suprimido el paseo a caballo, aunque sin éxito56.
Evitar derroches y ridiculeces, es decir, razones económicas y morales, determinaron la alteración del protocolo del paseo, que no fue el único acto que la cédula de 1789 contempló, pues igualmente canceló la segunda entrada pública que los virreyes hacían a la Ciudad de México cuando tomaban el cargo. En este asunto, el documento tampoco era novedoso: otra cédula anterior, remitida el 14 de marzo de 1785, ya lo había considerado en los términos en que lo hacía la de 1789. La entrada generaba un gasto que era deseable evitar57.
No podía suprimirse la recepción al virrey porque, amén de celebrar al representante del rey y confirmar su autoridad sobre la población novohispana (legitimar ante esta el poder que el rey le otorgaba al virrey)58, el itinerario emprendido por el virrey, que era el mismo realizado en el pasado por Cortés, tenía un sentido político que no pasaba desapercibido. Como destaca Mínguez: “De alguna forma, el viaje de los virreyes se transformaba en un rito que recordaba la conquista del país a sus habitantes y la lealtad debida a la Corona española. Recibir a un virrey significaba recibir al monarca que lo enviaba”59.
Por otro lado, si la cédula de 1789 redujo el número de fiestas a la Audiencia, le señaló la obligación de celebrar los cumpleaños de la familia real, sus exequias y las victorias de las armas de la monarquía. También quedaba comprometida a realizar rogativas públicas a favor de esta en caso de ser necesario60. La medida confirmaba una situación que la Audiencia cumplía desde el pasado, como lo demuestran los ejemplos referidos en el apartado anterior.
Hasta aquí, la Corona tomó en cuenta varios cambios sugeridos por la Audiencia en 1784, pues avaló las festividades religiosas propuestas por el tribunal, añadió la de santa Rosa de Lima, prohibió el paseo a caballo del pendón y suprimió la segunda entrada de los virreyes. También dispuso la obligación que tenía la Audiencia de celebrar los acontecimientos vinculados con la familia real. Empero, no consideró las festividades de las autoridades indianas (virreyes y eclesiásticos). Solamente señaló el caso de la recepción del virrey. Tampoco consideró la propuesta del tribunal para que solamente asistiera una parte de la corporación a las funciones, mientras otra seguía laborando.
La actitud de la Corona revela la pedagogía que buscó transmitir mediante la reforma hecha al calendario festivo y las fiestas reconocidas a la Audiencia. No fue casual que tomara cartas en el problema señalado por esta, al contrario, se percató de que cabía la posibilidad de extender su autoridad sobre sus súbditos novohispanos apoyándose en la fiesta como un canal a través del cual podía hacerse presente en ultramar. Si, por un lado, el monarca reconoció diversas festividades religiosas, vinculadas con la realidad novohispana, por el otro, hizo patente la necesidad de que la Audiencia promoviera las fiestas que realzaban a la familia real.
Tampoco fue casual que desdeñara las ceremonias que enaltecían a las autoridades novohispanas, redujera el esplendor de las entradas del virrey y hasta la participación de los oidores en el paseo del pendón, haciendo de su participación algo más discreto. Convenía a los propósitos de la Corona que fueran sus fiestas más que las de sus oficiales las que figuraran en la reforma de 1789.
La Corona reconocía el sentido político de la fiesta. No solamente debía reformarla para resolver los problemas que su presencia excesiva y fastuosa generaba en la economía y el orden laboral; también, al configurar un calendario festivo, tenía que valorar lo que convenía conservar y lo que era necesario desterrar. En este asunto, si las fiestas cívicas cumplían con el propósito de conformar una imagen de la autoridad ante la población, las destinadas a honrar a la monarquía eran las que más convenían a los Borbones. La fiesta se convirtió en un vehículo idóneo para hacer presente al monarca entre sus súbditos de ultramar, pese a la distancia que había con estos.
Un caso que refuerza la idea de lo que políticamente representaba la fiesta fue el paseo del pendón. Si en 1789 Carlos IV prohibió el paseo a caballo y el uso de toga para evitar que los oidores se expusieran al ridículo delante de la población espectadora y evitar gastos en la realización de dicho acto, en 1791 el rey cambió de parecer y restableció el paseo del pendón con el protocolo conocido61. ¿A qué se debió la modificación? Conjeturamos que obedeció a que el monarca reparó en lo que el paseo del pendón significaba a nivel político y que favorecía a la monarquía.
En el contexto de la redefinición de las relaciones políticas entre la Corona y el reino novohispano que, a partir de la visión borbónica, comenzó a ser tratado como una colonia y sus vasallos como súbditos, el paseo, llamado también “fiesta de la Conquista”, era un recordatorio de la condición “colonial” de Nueva España, que había sido incorporada a la monarquía luego de una conquista militar, aunque también mediante un avasallamiento en el que los novohispanos estaban obligados a obedecer a la Corona.
En este sentido, la fiesta de la Conquista, como el itinerario emprendido por el virrey a su llegada, reforzaba la relación entre la metrópoli y la colonia, y esta función hacía factible anteponer su sentido político al razonamiento económico que invitaba a la variación de su protocolo. Los valores que transmitía la fiesta, como la lealtad a la monarquía, la condición política de Nueva España y el recordatorio anual de su conquista, la convirtieron en una festividad de alto valor para la Corona y sus intereses de recuperar las riendas del reino por medio de reformas y el uso de mecanismos, aun simbólicos, que aseguraran su presencia entre los súbditos indianos.
Las noticias referidas por las Gacetas nos aproximan al curso que siguieron las disposiciones de 1789 y advierten de la continuidad que tuvieron los actos festivos que promovían al monarca y a la familia real durante el reinado de Carlos IV, así como las festividades que convenían a la Corona, como el paseo del pendón, en las que la Audiencia tomó parte conforme a lo señalado por el rey.
Las Gacetas siguieron registrando el paseo del pendón, con la asistencia del ayuntamiento, la Audiencia, los “tribunales de estilo” y la nobleza, como se asienta para 1789. Las noticias de 1792, 1793, 1794 y 1796 añaden la participación de una nueva corporación no referida con anterioridad: la “oficialidad”, es decir, el ejército. El toque militar de la conmemoración se avenía bien con la institución introducida en Nueva España por los Borbones.
A diferencia de las noticias de 1789 y 1792, las de 1793 apuntan que la celebración de las “vísperas y misa de gracias en la iglesia de san Hipólito mártir” se hizo “paseando el estandarte real a caballos en ambos días el regidor alférez real en turno, don Manuel Monroy Guerrero y Luyando, acompañado de la Real Audiencia, la N.C [Noble Ciudad], Nobleza y oficialidad, con el aparato y pompa que anualmente”62. El paseo se hacía a caballo, como a partir de 1791 solicitó el monarca, luego de prohibirlo inicialmente en 1789. Las noticias de 1796 también registran el paseo a caballo y la asistencia de la Audiencia a la festividad del 15 de agosto realizada en la catedral, que contó con el visto bueno en 178963.
La Audiencia siguió participando en las festividades aprobadas en 1789, aunque también su asistencia es mencionada en otras no necesariamente señaladas en este documento. El 13 de junio de 1790, ante la escasez de lluvias y la “continuación de los hielos, que en años anteriores han malogrado las cosechas”, era conducida en procesión la imagen de la Virgen de los Remedios “desde la iglesia parroquial de la Santa Veracruz hasta la metropolitana, donde se le ha hecho novenario de rogación por la felicidad de los temporales con la misma solemnidad y devoción que siempre”. El acto, que culminó el 21 de junio, contó con la participación del virrey, la Audiencia y las “sagradas religiones”.
La Audiencia tenía permitido asistir a la fiesta de la Virgen de los Remedios (1.o de septiembre), pero la cédula de 1789 no decía nada de los demás actos que involucraban a esta imagen. En este caso, la ambigüedad pudo influir en la presencia del tribunal en la solemnidad de 1790, aunque también el peso de un protocolo que incluía la asistencia del tribunal en las rogativas hechas a la Virgen de los Remedios64. El 12 de diciembre de 1791, con motivo de la solemnización de la “maravillosa aparición” de la Virgen de Guadalupe, hecha con “las demostraciones de júbilo que se acostumbran”, la Audiencia acudió a la función realizada en el santuario de Guadalupe65.
Más copiosas son las noticias sobre la participación del tribunal en las fiestas que conmemoraban a la monarquía: sus onomásticos, sus cumpleaños, el nacimiento de nuevos miembros de la familia real y, evidentemente, el ascenso al trono de Carlos IV. La Audiencia cumplía así con las disposiciones regias que pedían su participación en los actos festivos que realzaban a la monarquía.
El 4 de noviembre de 1789 la Audiencia asistió a la catedral a la misa de gracias por el onomástico de Carlos IV y pasó al palacio virreinal para dar el besamanos al virrey. Durante la misa se “hizo la artillería”, en la tarde hubo salvas y por la noche, una función en el coliseo66. El 3, el 4 y el 5 de diciembre de 1789 se celebró “con las mayores demostraciones de júbilo y repique general de campanas” “el feliz parto de la reina”. La Audiencia, que como el virrey “siempre autorizan tan clásicas funciones”, acudió a la misa de gracias hecha en la catedral el segundo día67.
El 9 de diciembre de 1790, con motivo del cumpleaños número 39 de la reina, la Corte celebró la misa de gracias en la Catedral. La función fue autorizada por el virrey, la Audiencia y los demás tribunales. No faltaron las salvas y una función en el coliseo. El nacimiento de la infanta María Teresa, hija de Carlos IV, el 16 de febrero de 1791, también fue celebrado por la Audiencia y, en general, por los reinos y los vasallos del monarca, quien lo dispuso por real cédula el 17 de marzo de ese año. En dicha cédula establecía que, para “consuelo a mis reinos y vasallos, he mandado que general y particularmente concurran con el fervor y devota disposición, propia de su amor y religioso celo, a rendir a su Divina Majestad las más debidas gracias”. Así lo mandó a los “virreyes, presidentes, Reales Audiencias, a los gobernadores y ciudades de aquellos distritos”. El monarca pidió que “todos me ayuden a dar a su Divina Majestad las gracias”68.
En cumplimiento de lo ordenado, entre el 27 y el 29 de agosto de 1791 hubo repiques generales a vuelta de esquila, salvas de artillería e iluminación en las noches. El segundo día se celebró la misa de gracias en la catedral, “asistiendo los tribunales y cuerpos de estilo”69.
El 4 de noviembre del mismo año se solemnizó el onomástico de Carlos IV con una misa de gracias en la catedral, autorizada por la Audiencia y los “tribunales de estilo”, en la que no faltaron el besamanos, las salvas de ordenanza y una función en el coliseo durante la noche. El 12 de noviembre fue el cumpleaños del monarca y tuvo lugar una solemnidad en los mismos términos que el 4 de noviembre70. Lo mismo sucedió el 4 de noviembre de 1794 y el 12 de noviembre de 1795. El 19 de noviembre de aquel año se hicieron las “honras de los militares difuntos” en la catedral, en las cuales se registra la asistencia del virrey y la oficialidad, ya no la de la Audiencia71.
Los datos referidos sugieren el continuum que siguieron tanto la Audiencia como el rey para valerse de la fiesta y promover a la monarquía. Útil a la Corona, la fiesta en honor a la monarquía también era un mecanismo idóneo para el tribunal y para las autoridades novohispanas, pues les permitía vincularse con la Corona. Como advierte Mínguez, a través de las celebraciones públicas se expresaba “la lealtad ciega del pueblo americano a sus monarcas”, porque “el carácter propagandístico y oficialista de los festejos públicos afirma publicitariamente la fidelidad de los súbditos transoceánicos y el amor que por ellos sienten sus reyes españoles”72. Como apunta Chiva Beltrán, a partir de su inserción en las festividades monárquicas, las ciudades, como México, configuraban “su reconocimiento como ciudades del rey, ciudades que festejan constantemente eventos relacionados con la Monarquía hispánica”73.
Una de las fiestas que expresaban de forma contundente la lealtad de la Ciudad de México a su monarca era la jura en su honor. Como sus antecesores, Carlos IV fue proclamado como monarca en diversas poblaciones novohispanas. Un poema inserto en la Gaceta del 22 de diciembre de 1789 asentó:
Cesen al punto vuestros justos lloros
(¡o amates pueblos!) pues que ya festivas
Tropas de gentes van con dulces vivas
Al Cuarto Carlos celebrando a coros:
Ya sus elogios oigo entre sonoros
Instrumentos con Letras expresivas:
Ya veo de fuegos raras inventivas,
Y abrirse a obsequio suyo los tesoros.
Prevenid vuestros júbilos por tanto
Para aclamarle: cese el triste luto
Con que significado habéis vuestro quebranto;
Y pues el llanto del amor es fruto,
De vuestro amor en pruebas aquel llanto
Hoy ofrecedle por primer tributo.74
En la Ciudad de México se dispuso que la jura se hiciera el 27 de diciembre de 1789. En este y en los siguientes dos días, según lo previsto por el virrey:
se adornarán con colgaduras los balcones y fachadas de las casas, iluminándolas, y las calles de esta capital, y se harán todas las funciones que quepan en los esfuerzos del amor y fidelidad que profesa y tributa esta NC [Noble Ciudad] al soberano objeto a que se consagran, ya que no puedan ser las que exigen su mérito y nuestros deseos. La carrera del Paseo por donde ha de conducir el Real Pendón, con las obligaciones del vecindario, se harán saber por el bando que oportunamente se publicará. El manejo de caballos que ha de formarse por los caballeros, y la corrida de toros, con otras diversiones de este carácter, se verificarán en el enero siguiente.75
Y, en efecto, así ocurrió. A las cuatro de la tarde del 27 de diciembre tuvo lugar el paseo del pendón, conducido por el alférez real, don Ignacio Iglesias Pablo, quien fue acompañado por el ayuntamiento de la ciudad y la nobleza “ricamente montados”. La presencia de la milicia se materializó con la escolta de una compañía de dragones. La procesión se encaminó a los dos tableados que fueron construidos al frente del palacio virreinal y de la casa arzobispal. El conde de Revillagigedo hizo la proclama al rey, asistido de la Audiencia, el tribunal de cuentas, los ministros de Hacienda y las repúblicas de indios de la ciudad. Hecha la proclama, se descubrieron los “reales retratos” de los monarcas, con lo cual los reyes, ausentes y distantes, se hicieron presentes entre sus súbditos novohispanos. O, como advierte Mínguez:
La ausencia del rey es solo física, pues su imagen está presente continuamente en la vida pública americana, y aún más la imagen colectiva de la dinastía que gobierna en la metrópoli. Una inacabable serie de imágenes regias -pinturas, jeroglíficos, esculturas, retratos, etc.- hacen posible la epifanía real en la sociedad colonial. Citemos un ejemplo: las juras o festejos de la proclamación de un monarca a su llegada al trono están presididas invariablemente por un retrato del nuevo rey -probablemente el primero que se contempla en el lugar- que, bajo un dosel, recibe el homenaje de la ciudad o reino en cuestión.76
Una vez que se mostró públicamente a los soberanos, el virrey y los asistentes repartieron y arrojaron “cantidad de medallas y monedas de oro, plata y cobre”, acuñadas por la ciudad para perpetuar “la memoria de tan feliz día y de la fidelidad de sus habitantes”. Asimismo, el arzobispo esparció “desde sus balcones las medallas que ha dedicado a los reyes nuestros señores”. Una vez que los representantes del poder temporal y espiritual hicieron la proclamación, correspondió al gentío “de todas clases” hacer los “vivas y aclamaciones”. La Gaceta del 12 de enero de 1790 indica que había una multitud “que llenaba la vasta extensión de la Plaza Mayor y calles inmediatas”. En el acto hubo triples salvas de artillería y repiques generales de campanas. A las siete de la noche, cuando concluyó la proclama, el pendón fue restituido a las casas capitulares y en estas se hizo nuevamente la pública proclama. Correspondía entonces al ayuntamiento cumplir con el acto realizado por el virrey, el arzobispo y el gentío.
En cuanto a los efectos de la fiesta y los monumentos en honor al rey, en los tres días “fue sobresaliente la iluminación de la perspectiva que cubría el frente de dichas casas capitulares, la de los dos tableados, y la de la base de la estatua ecuestre colocada en la Plaza Mayor, interín se la sustituye la de bronce”, que el gremio de arquitectos dedicó a Carlos IV. No eran menos célebres las iluminaciones de la “Catedral, de las casas arzobispal, de Moneda, Aduana, Tabacos, Pólvora, Correos, y otras oficinas reales”, y las de “los templos, y casas de sujetos y vecinos distinguidos”.
Durante las tres noches hubo orquestas en distintos parajes de la ciudad y “continuos fuegos artificiales que se dispararon en la Plaza Mayor, calle de Tacuba, y al frente de las casas y a costa del señor gobernador del Estado del Valle”. Las casas por donde pasó el pendón fueron aseadas y adornadas sus fachadas “con tapicerías y géneros ricos de seda y perspectivas de arquitectura”, o con pinturas permanentes. La ciudad se embelleció con motivo de la jura del rey.
Las fiestas requerían espectadores que constataran su magnificencia, y por esta razón la Gaceta apuntó que durante esos días el “inmenso pueblo de esta capital, aumentado con los muchos forasteros que de largas distancias han ocurrido”, admiraron la suntuosidad ejecutada en los días de la fiesta. El día 28 hubo una solemne misa de acción de gracias oficiada por el arzobispo a la que acudieron el virrey, la Audiencia, los tribunales y los “demás respetables cuerpos”. El 29 se celebró otra misa de gracias en la Colegiata de Guadalupe.
Asimismo, durante los tres días hubo funciones de teatro con “piezas escogidas” y bailes. En la noche del 29 el ayuntamiento ofreció un “magnífico baile con cena espléndida”, a la cual fue el virrey. La fiesta se prolongó hasta las cinco de la mañana del día siguiente. Como comentario positivo, que buscaba confirmar “la docilidad de estos fieles vasallos, y discreción con que se han hecho observar las acertadas y oportunas providencias del gobierno”, la Gaceta apuntó que, “en medio de la grande conmoción del numeroso pueblo y forasteros”, “no se ha percibido la menor disensión y desgracia”77.
Las fiestas siguieron entre el 25 y el 28 de enero, y el 1.o, el 3, el 4 y el 6 de febrero con corridas de toros y parejas de caballeros. Estos actos eran vistos como “demostraciones de amor y fidelidad dedicadas en obsequio del soberano”. Para evitar que las demostraciones causaran incomodidad y desorden en el público, y porque la óptica ilustrada estaba en contra de esta imagen que generaba la fiesta, el corregidor de la ciudad emitió un bando para arreglar el tránsito de los coches que acudieran a la plaza de toros, donde tendrían lugar los actos, y prohibir la colocación de mesas de comestibles y bebidas. Las rondas y las patrullas cuidarían del cumplimiento de las disposiciones “para hacer reinar en estos días una agradable tranquilidad”78.
El ascenso del rey estuvo acompañado de un signo de esperanza, como señalaba la Real y Pontificia Universidad en una convocatoria que emitió para promover la composición de discursos panegíricos y poemas, que serían premiados con medallas de oro grabadas con el busto del rey. Como se asentó en el cartel, la proclamación de Carlos IV:
ha excitado de tal modo los ánimos de sus vasallos, en esta Nueva España, que es casi imposible encontrar términos bastante expresivos con que manifestar el extraordinario júbilo y contento de que todos se hallan vivamente poseídos. La ventajosa idea que se han formado del nuevo rey al ver perpetuarse en su persona las eminentes virtudes cristianas y políticas que hacían al señor don Carlos III, digno de inmortalidad, no podía menos que producir en los leales corazones americanos estos nobles y generosos sentimientos.79
Si las noticias demuestran la función política que conservó la fiesta en tiempos de Carlos IV, resta preguntarse qué ocurrió con las autoridades indianas, específicamente con los virreyes, en el marco de la emisión de la disposición de 1789 que ordenó a la Audiencia su asistencia a las funciones regias, pero dejó en segundo término las de sus representantes novohispanos.
Mínguez apunta que la distancia física entre la Península y el reino novohispano es un “elemento de primer orden para explicar el desarrollo de las imágenes del poder en Nueva España”, pues significó “una enorme autonomía para los virreyes y un engrandecimiento de su imagen”; es decir, la ausencia del rey fue proporcional a una mayor “presencia y protagonismo de los virreyes”80. Esta idea es plausible a lo largo de la historia novohispana, sin embargo, a la luz de lo referido para 1789, se advierte que el virrey perdió importancia como figura que pudiera contrarrestar la ausencia física del rey.
Otras iniciativas emprendidas por Carlos III pretendieron restarle poder al virrey, como ocurrió con la implementación de la Comandancia General de las Provincias Internas en 1776; la creación del fiscal de Real Hacienda en 1779, quien fungiría como un asesor del virrey en materia de recaudación y gasto, o la reglamentación de las intendencias en 1786, que redefinieron la dinámica espacial y de gobierno del reino novohispano81. La cédula de 1789 continuó con la tendencia a fortalecer el poder regio y no necesariamente el del virrey, a través de la práctica festiva.
La ceremonial entrada del virrey no era irrelevante, pues, al igual que la “fiesta de la Conquista”, tuvo un sentido político favorable a la Corona. Lo que se buscaba era reducir los gastos, al cancelarse la segunda entrada del virrey a la capital novohispana. De hecho, mucho antes de la emisión de la cédula de 1789, el virrey con el que se inauguró el ascenso de Carlos IV, el segundo conde de Revillagigedo, avanzó en esa dirección al alterar su entrada primero para el domingo 18 de octubre de este año y, finalmente, para el día anterior, con el propósito de reducir los días destinados a su recepción. Además, solicitó que, en ese día, los oidores y los demás tribunales no dejaran de trabajar, y pasó directamente a la capital, sin detenerse en Puebla o Tlaxcala82.
Más allá de este comienzo, la investigación de Chiva Beltrán advierte que las recepciones virreinales continuaron, pero entraron en un proceso de descomposición que respondió a diversos factores y no tanto a la cédula de 1789, a la reducción de gastos y al desplazamiento de la figura virreinal, objetivos advertidos en dicho documento. Como expresa el autor, en tiempos del reinado de Carlos IV:
Los lugares de intercambio de poder se alteran totalmente, ya sea en Guadalupe en la mayoría de los casos o en Orizaba por aspectos defensivos, como en el caso del virrey Azanza. Los virreyes, lejos de pasar varias noches esperando la llegada de su entrada en el castillo de Chapultepec, duermen la noche anterior en la misma, en la villa de Guadalupe, y pasan al día siguiente a la capital, donde hacen el juramento en ese mismo día. Incluso surgen ya ciertos inconvenientes, como el rapto del virrey Marquina a manos inglesas.83
Al explorar la presencia de la Real Audiencia en las fiestas que formaban parte del andar cotidiano de la población de la Ciudad de México, se ha podido constatar la preocupación del tribunal, y más tarde de la Corona, por lidiar con el problema que la existencia de tantos días festivos suscitaba en otras esferas de la vida novohispana, como la laboral. Las disposiciones de 1789 son un primer paso para adentrarnos en la visión ilustrada a partir de la cual los Borbones se dieron a la tarea de reformar las prácticas festivas.
Partidaria de disminuir el número de fiestas, para sanear las finanzas y maximizar el tiempo que debía emplearse en fines útiles, la Corona emprendió una reforma al calendario observado por la Audiencia a partir de estos argumentos ilustrados. Empero, también fue una ocasión propicia para afianzar su posición y promover las festividades que personificaban a la institución monárquica en un reino distante: la Nueva España. Las noticias referidas en este trabajo permiten vislumbrar las continuidades que tuvo la fiesta en el reinado de Carlos IV como vehículo que exaltaba la figura del rey y la vinculaba con los súbditos novohispanos.
Por otro lado, se advierte que, después de la reforma de 1789, la Audiencia se ciñó a los protocolos y las fiestas avaladas por la Corona, pero en ocasiones el peso de la tradición y las ceremonias en las que el tribunal participaba siguió presente. No fue sencillo cancelar por decreto la asistencia del tribunal a festividades en las cuales figuraba.
Finalmente, las recepciones virreinales comenzaron a decaer con Carlos IV. Como investigaciones previas lo han demostrado, este fenómeno se esclarece por diversas circunstancias y no tanto como un efecto de la cédula de 1789, que minaba, mas no cancelaba, las recepciones. La reforma de Carlos IV, diseñada para la Audiencia novohispana, ofrece así un acercamiento para entrever los efectos del reformismo borbónico sobre la fiesta, como campo de acción política, en un momento distante de su punto de inicio. La aproximación advierte la vitalidad de la cual gozó la fiesta como un punto de apoyo a favor de la imagen regia, sin perder de vista que, a través de las festividades, el rey y sus súbditos entraron en contacto y reforzaron lealtades.