Sección general
El clero bogotano y las autoridades estatales en la transición del Virreinato de la Nueva Granada a la República de Colombia (1817-1827)
The Bogotá Clergy and State Authorities in the Transition from the Viceroyalty of Nueva Granada to the Republic of Colombia (1817-1827)
O clero bogotano e as autoridades estatais na transição do Vice-Reino da Nueva Granada para a República da Colômbia (1817-1827)
El clero bogotano y las autoridades estatales en la transición del Virreinato de la Nueva Granada a la República de Colombia (1817-1827)
Fronteras de la Historia, vol. 30, núm. 1, pp. 398-427, 2025
Instituto Colombiano de Antropología e Historia
Recepção: 09 Dezembro 2023
Aprovação: 02 Julho 2024
Resumen: El presente artículo reconstruye la relación entre el clero santafereño y las autoridades estatales entre 1817 y 1827, década en que el arzobispado fue sede vacante. La investigación se enfoca en la relación pública entre los sacerdotes y las autoridades civiles porque está basada en los textos que el clero imprimió en Bogotá para ser difundidos entre los lectores. El artículo se divide en dos partes: en la primera se analiza la relación entre clero bogotano y las autoridades estatales desde la muerte de Juan Bautista Sacristán hasta la fundación de la república. En la segunda, el vínculo de los curas bogotanos con los poderes civiles a partir de la Constitución de Cúcuta y hasta 1827. La investigación es inédita y se inserta en el ámbito de la historia eclesiástica y contemporánea colombiana, con el fin de profundizar en el conocimiento del papel del clero en el desarrollo social y político de la ciudad y del país.
Palabras clave: Arzobispado de Santafé, clero bogotano, Reconquista española, Gran Colombia, Constitución de Cúcuta, patronato republicano.
Abstract: This article reconstructs the relationship between the Bogotá clergy and state authorities from 1817 to 1827, a decade during which the archbishopric was vacant. The investigation focuses on the public relationship between priests and civil authorities, as it is based on the texts that the clergy printed in Bogotá to be distributed among readers. The article is divided into two parts: the first part analyzes the relationship between the Bogotá clergy and state authorities from the death of Juan Bautista Sacristán to the founding of the Republic. The second part examines the relationship between Bogotá priests and civil powers from the Constitution of Cúcuta until 1827. This research is unprecedented and contributes to the field of ecclesiastical and contemporary Colombian history, aiming to deepen the understanding of the role of the clergy in the social and political development of the city and the country.
Keywords: Archbishopric of Santafé, Bogotá clergy, Spanish Reconquest, Gran Colombia, Constitution of Cúcuta, Republican Patronage.
Resumo: Este artigo reconstrói o vínculo entre o clero de Santafé e as autoridades estatais entre 1817 e 1827, década em que o arcebispado foi sé vacante. Baseada nos textos que o clero imprimiu em Bogotá para serem divulgados entre os leitores, a pesquisa coloca em foco a relação pública entre os sacerdotes e os poderes civis. O artigo está dividido em duas partes: a primeira analisa essa relação desde a morte de Juan Bautista Sacristán até a fundação da república; a segunda, no período que se estende desde a Constituição de Cúcuta até 1827. A pesquisa é inédita e se insere no campo da história eclesiástica e contemporânea da Colômbia, a fim de aprofundar o conhecimento do papel do clero no desenvolvimento social e político da cidade e do país.
Palavras-chave: Arcebispado de Santafé, clero bogotano, Reconquista espanhola, Grã-Colômbia, Constituição de Cúcuta, padroado republicano.
Introducción
El 1.o de febrero de 1817 murió monseñor Juan Bautista Sacristán, arzobispo de Santafé elegido en 1804 y que llegó a la capital del virreinato el 5 de diciembre de 1816. Empezó de esta forma la vacancia de la sede bogotana, que se prolongaría hasta julio de 1827, cuando fue designado monseñor Fernando Caycedo y Flórez.
En esta década, el territorio de la actual República de Colombia tuvo una población de 1 110 907 habitantes y la provincia de la capital albergó a 188 6953, de los cuales 35 000 residieron en la ciudad4. En 1825, Bogotá fue el eje urbano de la segunda provincia más poblada del país5 y capital de un arzobispado que cubría “más de la tercera parte del actual territorio colombiano”6, con 360 parroquias7 y 431 sacerdotes seculares8.
La importancia social y política del clero colombiano de aquellos años no se debe solo y tanto a su consistencia numérica. El prócer Jorge Tadeo Lozano afirmó que “la revolución que nos emancipó fue una revolución clerical”9, mientras que un viajero inglés que visitó Bogotá en 1823 notó que los clérigos tenían un “poder ilimitado […] sobre las mentes de sus feligreses”10. Dichos religiosos “disponían de fama y credibilidad total”11, que amplificaba una religiosidad popular que atribuía a Dios un rol determinante en la historia y la actualidad humana.
A pesar de ello, la historia de los curas bogotanos durante la vacancia episcopal, “cuando ha sido explorada, se ha hecho de manera tangencial”12, y el objetivo de esta investigación es analizar el vínculo público de los sacerdotes capitalinos con las autoridades estatales entre 1817 y 1827. La relación objeto de estudio es de naturaleza pública, porque está conformada por los textos que el clero imprimió en Bogotá para ser difundidos entre los lectores. La búsqueda de las fuentes primarias se realizó en la Biblioteca Nacional de Colombia y en la Hemeroteca Digital Histórica del Banco de la República, y contrastamos los documentos encontrados con las principales publicaciones sobre la historia del catolicismo colombiano decimonónico, con particular atención a las investigaciones sobre la relación entre el Estado y la Iglesia en Colombia en el siglo XIX. Entre estas últimas se encuentran algunas que tenían como fin “defender el accionar de la institución”13, escritas por laicos como José Manuel Groot, con su Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada de 1869, y Juan Pablo Restrepo, autor de La Iglesia y el Estado en Colombia de 1885; y por miembros del clero, como el jesuita Juan Manuel Pacheco y el claretiano Roberto Tisnés, directores del volumen 13 de la Historia extensa de Colombia (1971-1986).
Desde finales de los años sesenta del siglo XX, la profesionalización de la historia en Colombia, orientada por Jaime Jaramillo Uribe -creador en 1963 del Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura y director del Manual de historia de Colombia, de 1979- dio nacimiento a la corriente historiográfica conocida como nueva historia de Colombia, influida por escuelas europeas, y que puso en discusión metodologías y resultados de la historiografía tradicional colombiana. Pese a que esta corriente manifestó poco interés por la historia del catolicismo, a partir de los años ochenta sus metodologías y resultados científicos empezaron a tener injerencia también en el estudio de las relaciones entre Estado e Iglesia decimonónica. Se publicaron importantes investigaciones, de las cuales nos limitamos a mencionar, entre muchas, los capítulos sobre el clero en El régimen de Santander en la Gran Colombia de David Bushnell, de 1985, y Política, Iglesia y partidos en Colombia de Cristopher Abel, de 1987. En esta categoría se sitúan el jesuita Fernán González14, quien publicó Partidos políticos y poder eclesiástico. Reseña histórica, 1810-1930, de 1977, colaboró con el séptimo volumen de la Historia general de la Iglesia en América Latina de 1981 y escribió Poderes enfrentados. Iglesia y Estado en Colombia, de 1997; y, César Hurtado, con Partidos, guerras e Iglesia en la construcción del Estado-Nación en Colombia (1830-1900), de 2006. En este contexto, cabe mencionar también la Historia del cristianismo en Colombia. Corrientes y diversidad, dirigida por Ana María Bidegaín en 2004; Sociabilidad, religión y política en la definición de la nación. Colombia, 1820-1886, de Gilberto Loaiza Cano, de 2011, y la investigación más reciente, de José David Cortés, La batalla de los siglos. Estado, Iglesia y religión en el siglo XIX. De la Independencia a la Regeneración, de 2016.
Esta nueva corriente demuestra interés por la historia regional o local de la Iglesia, con trabajos notables como los de Gloria Mercedes Arango sobre el catolicismo antioqueño. Con referencia a la arquidiócesis bogotana, no hay estudios específicos sobre las autoridades civiles y el clero santafereño a lo largo de todo el siglo XIX, pero se puede encontrar información útil en el tomo 2 del estudio de José Restrepo Posada, titulado Arquidiócesis de Bogotá, de 1963, y en los trabajos de Luis Carlos Mantilla, Historia de la Arquidiócesis de Bogotá. Su itinerario evangelizador, 1564-1993, de 1994, y monseñor Guillermo Agudelo, Los arzobispos de Bogotá que han marcado nuestra historia, 1564-2010, textos enfocados en defender a la institución eclesiástica. En el ámbito de las nuevas interpretaciones de la historia de la Iglesia, se sitúa el volumen editado por Jaime Mancera Casas, Carlos Alzate Montes y Fabián Benavides Silva, Arquidiócesis de Bogotá, 450 años: miradas sobre su historia, de 201515, que no analiza el periodo 1819-1850, laguna en parte llenada por los capítulos quinto y sexto del libro de William Elvis Plata, Religiosos y sociedad en Nueva Granada. Vida y muerte de un convento dominicano. Santafé de Bogotá, siglos XVI-XIX, y por la tesis de maestría de Jaime Silva Cabrales, “Las sedes vacantes en las diócesis de Santafé y Popayán durante el proceso de independencia de la Nueva Granada, 1810-1835”, ambos de 2019.
Ahora bien, teniendo en cuenta las investigaciones citadas, el texto que se presenta a continuación consta de dos partes: en la primera se analiza la relación entre el clero bogotano y las autoridades estatales después de la muerte de Juan Bautista Sacristán hasta la fundación de la República; y en la segunda, el vínculo de los curas bogotanos con los poderes civiles a partir de la Constitución de Cúcuta hasta 1827. La investigación es inédita y se inserta en el ámbito de la historia eclesiástica y contemporánea colombiana, con el fin de profundizar en el conocimiento del papel del clero en el desarrollo social y político de la ciudad y del país.
El clero bogotano y las autoridades estatales entre la restauración monárquica y la fundación de la república (1817-1821)
Con el arribo a Santafé, el 6 de mayo de 1816, de las tropas españolas comandadas por el general Pablo Morillo, empezó la fase del proceso de independencia que los documentos de la época llaman la “Pacificación”16 y la historiografía colombiana define como “Restauración Monárquica”17. Durante este periodo, que terminó en 1819, las autoridades regias, además de “censurar y enviar a la hoguera cualquier tipo de proclamación en contra del sistema monárquico”18, persiguieron a los insurgentes/patriotas, entre los cuales se contaron 42 miembros del clero, que fueron trasladados a España para ser procesados por alta traición al rey19. Entre estos destacan los gobernadores del arzobispado Juan Bautista Pey y José Domingo Duquesne; los canónigos Andrés Rosillo y Fernando Caycedo y Flórez, y el rector del Colegio San Bartolomé, el padre Pablo Francisco Plata. Debido a la campaña de arrestos de la jerarquía eclesiástica, y también para controlar a los sacerdotes que se habían quedado en la ciudad, Morillo nombró gobernador del arzobispado al vicario castrense, el español Luis de Villabrille, que pasó a la historia por presuntos hurtos20 y actos de corrupción. El jefe de la expedición “pacificadora” no se limitó a castigar al clero republicano, sino que, tan pronto llegó a Santafé, el 26 de mayo de 1816, entendió la importancia de contar con el respaldo de los sacerdotes para restaurar la monarquía y escogió al presbítero santafereño y realista Juan García Tejada como director del nuevo periódico oficialista Gazeta de Santafé.
El 21 de mayo monseñor Sacristán llegó a Cartagena y “protestó ante Morillo por las encarcelaciones y el encargo del gobierno del arzobispado a Villabrille”21. El arzobispo nombró provisor vicario a Antonio de León, racionero del cabildo catedralicio de Santafé22 y “ferviente realista [...] que sirvió de juez a los sacerdotes procesados por su participación en la independencia”23. Una vez llegado a Guaduas, el arzobispo capitalino volvió a manifestar sus quejas a Morillo que, “al no ser atendidas por el militar español, ocasionaron que el arzobispo decidiera postergar su marcha hacia Santafé hasta tanto el pacificador no saliera de la ciudad”24. El 20 de noviembre de 1816 Morillo dejó Bogotá y monseñor Sacristán hizo su ingreso a la capital el 5 de diciembre, mostrando “una clara inclinación hacia la reconciliación”25 de los sectores realistas y patriotas de su clero.
Esta postura conciliatoria del arzobispo no fue correspondida por los sectores realistas del clero bogotano, que estaban convencidos de que “sin Rey no había fe católica”26 e impulsaban “la identificación del cristianismo con un sistema político, económico y social”27. Los sacerdotes monárquicos estaban influidos por las ideas prevalentes en España antes de 1810, como el despotismo ilustrado católico del capuchino español Joaquín de Finestrad o el “regalismo borbónico que provocó una beligerante actitud antirrepublicana en un sector del clero”28. Esto se puede ver en una carta de enero de 1817, en la que se alaban “los muchos bienes que nos resultan de la gloriosa pazificación”, que puso fin a la “sacrílega y fantástica independencia” y dio “a estos pueblos su verdadera libertad y derechos que habían perdido en la penosa esclavitud”29. La actitud realista del clero santafereño se apoyaba también en el magisterio de Pío VII quien, el 30 de enero de 1816, publicó el breve Etsi longissimo con el cual, retomando la tradicional teología de san Pablo del respeto a la autoridad constituida, “exhortaba a la clerecía a que condenara la Independencia y se hiciera lo posible por frenar las revoluciones”30. Como escribe Fernán González, esto hizo que se absolutizara “lo que era solo una concretización relativa y contingente de la presencia de la Iglesia en el mundo, perdiendo la adaptabilidad al nuevo mundo que se gestaba”31.
En el caso específico de la arquidiócesis bogotana, dicha absolutización llevó al clero realista a apartarse de los intentos conciliatorios promovidos por el arzobispo y, cuando monseñor Sacristán murió improvisamente el 1.° de febrero de 1817, De León siguió arremetiendo contra la Primera República, a la que definió como “una horrible tormenta” fomentada por “gobernantes obstinados” y por “un pueblo ingrato”32. Según el racionero, la muerte tan temprana de Sacristán era un castigo divino para Santafé y “las maldades que había cometido [...] desde la revolución, por la rebelión contra su Soberano, por la jura de la independencia, por el árbol de la libertad, por los festejos de Bolívar”33. En la misma tónica de De León estaba Nicolás de Valenzuela, provisor del obispado de Santa Marta, quien afirmó que “la revolución civil vivida en Nueva Granada había sido un castigo celestial para que todos los pobladores sufrieran bajo las órdenes de la justicia eterna”34.
La postura realista y antirrepublicana del racionero del cabildo catedralicio no era aislada. El presbítero y abogado de la Real Audiencia Santiago de Torres35 se regocijó por la restauración de un rey capaz de poner fin a la soberanía popular y a otros principios “tan arbitrarios como falsos y fecundos en errores y consecuencias absurdas”36. Estas arbitrariedades eran la base del sistema revolucionario: “¡infiel y solapado, como todo el tenebroso curso de la masonería e iluminismo [...]! ¡Sistema horrendo y escándaloso! ¡Sistema infernal de los destrozos, de los perjurios, de los sacrilegios, de los asesinatos y de la impunidad de todos los crímenes!”37.
Con la victoria patriota en la batalla de Boyacá, el abandono de la capital por parte del alto clero realista38 y la proclamación de la república, los sacerdotes bogotanos, retomando el rechazo al sistema virreinal planteado por Juan Fernández de Sotomayor en su Catecismo o instrucción popular de 1814, impulsaron “una campaña anti-española que pretendía menoscabar el sistema político monárquico articulando el terror vivido durante el periodo de la Reconquista con la destrucción y opresión impuesta por espacio de tres siglos de dominio hispánico”39. Todo esto, siguiendo la alianza con los poderes constituidos, ahora republicanos, que veían en la religión un “principio de orden y elemento de cohesión social”40. En este sentido, fue muy importante el papel de los nuevos provisores vicarios capitulares Nicolás Cuervo (1819-1823) y Fernando Caycedo y Flórez (1823-1827). Cuervo fue escogido por el cabildo catedralicio de Santafé en sustitución del canónigo realista y español Francisco Javier Guerra y Mier, debido a las presiones de las autoridades civiles que querían en los vértices de la Iglesia capitalina sacerdotes de probada “fe” republicana41. En el cuatrienio en que gobernó el arzobispado, no se cansó de recordar a los feligreses la religiosidad católica de las autoridades republicanas que estaban dando vida a un gobierno justo, en el que la religión florecía a pesar de los enemigos filoespañoles, quienes difundían entre el pueblo mentiras como que “la República es un semillero de vicios, una sociedad monstruosa y condenada por la Iglesia” y que “la religión de Cristo está ultrajada, que sus ministros están proscriptos, y que la irreligión está cundiendo por todas partes”42. Todo esto era falso e invitaba a los fieles a no escuchar a “un puñado de bandidos que, impelidos por la necesidad, han salido del estrecho recinto en que se hallaban reducidos por la fuerza de nuestras armas”43. El Gobierno, y en particular su vicepresidente, Francisco de Paula Santander, era católico, defendía y financiaba al clero y aprobaba solo leyes y decretos que protegían la religión. El que se atreviera a decir lo contrario, “inventa patrañas para alucinaros”44.
El respaldo de Cuervo a la República le costó una fuerte tensión con monseñor Salvador Jiménez de Enciso, prelado español obispo de Popayán, provincia bajo el control realista hasta 1822. En octubre de 1819, cuando los peninsulares se retiraron por primera vez de Popayán, monseñor Jiménez se refugió en Pasto, no sin antes excomulgar y censurar a los que apoyaban la república. Cuervo convocó entonces una comisión de teólogos y canonistas que declaró que “aquellas excomuniones son injustas, atentadas, de ningún valor, ni efecto”45. Jiménez reaccionó a esta decisión del provisor santafereño definiéndolo, según refiere él mismo, como “hijo del diablo, separado del rebaño de Jesucristo e indigno del sacerdocio”46, por haber anulado la excomunión y las censuras. Cuervo le contestó avisando a sus feligreses que era necesario “discernir conmigo el sagrado carácter del Apóstol del abuso de su ministerio” y afirmando que esa excomunión y tales censuras “no son una medida de religión [...] son el acostumbrado manejo de los agentes de la Península”47. Cuervo concluyó pidiendo a los bogotanos oraciones para monseñor Jiménez y los filoespañoles para que fuesen “restituidos a su juicio, enagenado por el fanatismo”48.
En 1823, Nicolas Cuervo dejó el cargo y el cabildo catedralicio nombró provisor vicario a monseñor Caycedo y Flórez, quien se manifestó siempre “de acuerdo con [que] cualquier proyecto contara con la aprobación de la administración”49 y expresó muchas veces su postura antiespañola, endurecida en los cuatro años que pasó en la Península privado de la libertad a causa de su apoyo a la revolución iniciada el 20 de julio de 1810. A partir de su regreso a Santafé en 1821, empleó un lenguaje veterotestamentario según el cual, del mismo modo en que Dios dirigió la liberación de los judíos de Egipto, así planeó la libertad americana sirviéndose, como nuevo Moisés, de Simón Bolívar para poner fin a la tiranía de los españoles en América50.
En sintonía con la postura antiespañola de la jerarquía santafereña se posicionaron otros sectores del clero capitalino, tanto seculares como regulares. Un franciscano de la capital describió a los peninsulares como “una horrible mezcla de ferosidad y barbarie que hicieron del Continente todo una cárcel y la vida de sus habitantes un suplicio”51, mientras el presbítero Manuel Fernández Saavedra dijo que, a partir de 1816, en Cundinamarca “el espanto y el temor se habían de tal modo apoderado de los hombres, que cada uno vivía entregado a sí mismo en el recinto de su casa sin atreverse a manifestarse o errando por la selva en compañía de bestias feroces”52.
La campaña antiespañola de los sacerdotes debía enfrentarse a las críticas que iban difundiéndose en la capital acerca del respaldo del alto clero al régimen virreinal. Un anónimo autor escribió que, durante el virreinato, la autoridad espiritual cooperó “a nuestra ciega fidelidad”53 y, cuando empezó la revolución americana, Madrid obtuvo la ayuda de la jerarquía eclesiástica “para que hiciese más fuerte la pólvora y el cañón con los rayos terribles de la Iglesia”54. En la Nueva Granada, a partir de 1816, el alto clero “sofocó las chispas que diesen inicio de cualquier movimiento político”55. Estas críticas fueron rechazadas por la jerarquía y el clero santafereño. El promotor fiscal eclesiástico definió a los sacerdotes bogotanos como “tropas auxiliares de la República”56 y quien trataba de decir lo contrario no encontraba mucha audiencia en la opinión pública porque, como escribió el presbítero José Azuola y Lozano, primo del prócer Jorge Tadeo Lozano y famoso periodista, el verdadero colombiano, el “vestido de ruana os enseñará como Maestro que todos vuestros discursos son falaces y engañosos a la luz del catolisismo que arde en su religioso corazón”57. Los agustinos calzados de Bogotá afirmaron haber contribuido a la lucha independentista “en muy semejantes términos a los de los magistrados que hoy rijen la república”58. Lo lograron a través de la formación de la opinión pública, de los años de prisión que padecieron en Venezuela y España desempeñándose como capellanes del ejército patriota, y “disolviendo las dudas y objeciones que embarazaban la rápida marcha de nuestra trasformación en colombianos [...] por medio del confesionario y de la cátedra del Espíritu Santo”59.
La jerarquía y el clero capitalino, durante la formación de la república, adoptaron una postura con respecto a las nuevas autoridades que tenía dos matices: por un lado, su unieron al rechazo de la herencia española; y, por el otro, promovieron la legitimidad de las instituciones republicanas. Este segundo matiz estaba condicionado por las presiones de las autoridades civiles que reconocían “el tremendo influjo sociocultural de la Iglesia en la vida de la joven nación”60 y querían convertir a los sacerdotes en “portavoces de la legitimidad religiosa del nuevo orden”61. Por esta razón, el 2 de diciembre de 1819, el vicepresidente Santander ordenó a los curas de Colombia predicar “sermones a favor de la Independencia bajo tres argumentos: la independencia no iba en contra de la doctrina de Jesucristo, seguirla no significaba ser hereje y sufrir otra Reconquista sería el peor de los males que se podría padecer”62. Dichos sermones, cuyos 199 textos escritos reposan en un fondo del Archivo General de la Nación, demuestran el respaldo del clero santafereño a la petición de Santander. En la capital, los sacerdotes asumieron una postura unitariamente republicana y antiespañola, como lo demuestra la celebración de una velada en el templo de San Francisco de Bogotá, en la cual los minoritas de la ciudad alabaron a Bolívar por haber roto las cadenas de la esclavitud colombiana y afirmaron que la revolución americana era “oportuna y necesaria”63. Concluyeron escribiendo que la independencia de América “en nada se opone a la religión de Cristo, más bien en ella se apoya, [...] en nada se opone a la disciplina eclesiástica”64. Por su parte, los dominicos celebraron la constitución de un gobierno liberal “que está arreglando los verdaderos intereses de los ciudadanos”65.
El inicio de la revolución impulsada por el coronel Rafael de Riego en 1820 debilitó las posibilidades españolas de retomar el control de sus antiguas colonias e hizo acercar al episcopado colombiano realista a la postura republicana del clero santafereño. Entre los monárquicos “convertidos” destaca el obispo de Mérida, monseñor Rafael Lasso de la Vega, quien se alineó a la república en 1820 y participó en la redacción de la Constitución de Cúcuta que abrió una nueva fase en las relaciones entre el clero y las autoridades civiles en Colombia.
La relación entre el clero bogotano y las autoridades republicanas a partir de la Constitución de Villa del Rosario de Cúcuta de 1821
La nueva república, conformada por los antiguos Virreinato de la Nueva Granada y Capitanía de Venezuela, a los que se unieron las reales audiencias de Quito y Panamá y el Gobierno de Guayaquil, obtuvo sus bases fundamentales a través de la promulgación de la Constitución de Villa del Rosario de Cúcuta del 30 de agosto de 1821. La aprobación de la primera carta constitucional republicana abrió un debate en el seno del clero bogotano, porque la Constitución no declaraba el catolicismo como religión del Estado, a diferencia de lo dispuesto por las leyes fundamentales precedentes a la Reconquista española, como la de Cundinamarca de 1811. Los sacerdotes más fieles a la república hicieron caso omiso de la letra de la Constitución y siguieron considerando el catolicismo como religión del Estado. Por ejemplo, monseñor Caycedo y Flórez en 1823 pidió al Gobierno impedir la circulación de “papeles obscenos y que de algún modo sean contrarios a la Religion del Estado que es la católica”66. Además, según el provisor, el artículo 113 de la Constitución obligaba al presidente de la república a proteger el catolicismo, removiendo las causas que “turban la religión de los colombianos”67.
Otros clérigos trataron de explicar el porqué de la decisión de los padres constituyentes. José Azuola y Lozano escribió que era cierto que la Constitución no tenía un artículo que declarara el catolicismo religión del Estado; sin embargo, esto en realidad “no importa, ni Colombia lo necesita”68. Según este autor, el hecho de que el catolicismo fuese la base de la nación era una verdad “preconstitucional”69 de la que derivaba toda la Constitución70. Así como Colombia era una república libre sin que la carta lo explicitara, “también es católica sin artículo de Constitución”71, porque su ser católica era una ley inmutable.
El clero bogotano aceptó lo dispuesto por la Constitución de Cúcuta, siguió manifestando su respaldo a la república y recibió el tímido apoyo de Pío VII quien, el 7 de diciembre de 1822, en respuesta a una carta filorrepublicana de monseñor Lasso de la Vega del 20 de octubre del año precedente, escribió una epístola que “abrió a la causa de la independencia”72. La “apertura” vaticana fue favorecida por la revolución de Riego en España, que dio vida a un Gobierno hostil a la Santa Sede, lo cual permitió al papa empezar a alejarse de la alianza con Madrid y desarrollar una política diplomática fundamentada en “la obediencia a quien realmente detenta el poder”73. El 24 de septiembre de 1824, el nuevo papa León XII cedió a las presiones de Fernando VII, restablecido en su trono el año precedente, y publicó el breve Etsi iam diu, que volvió a rechazar la independencia hispanoamericana. Esto no cambió la postura republicana del clero colombiano y santafereño, porque “el Obispo Lasso de la Vega y el cabildo de Bogotá restaron importancia”74 al breve pontificio. Ya a mediados de 1822, además, el clero realista colombiano perdió a su líder porque el avance del ejército patriota en el suroccidente del país, las leyes anticlericales aprobadas en España y una serie de cartas de Bolívar convencieron a monseñor Jiménez de Enciso de abandonar el frente monárquico para jurar fidelidad a la república. Reflejo de la nueva postura política del obispo de Popayán es El Atalaya, periódico católico escrito por monseñor Jiménez75, del que se estamparon veinticuatro números en la Imprenta de Espinosa de la capital en 1824. Esta publicación es muy importante porque, junto con los panfletos antimasónicos y antiprotestantes del canónigo Francisco Margallo76 y las cartas contra la tolerancia religiosa del obispo de Mérida, representaban el pensamiento de la mayoría de los sacerdotes capitalinos y colombianos77. El periódico se mostró distante de los breves pontificios que rechazaron la independencia de América y también del regalismo borbónico. Se mantuvo firme en la idea de que el catolicismo era la única fuerza capaz de dar estabilidad y prosperidad a una nación y afirmó que el Estado tenía que proteger a la religión sin entrometerse en la disciplina interna de la Iglesia porque “los príncipes deben defender a la religión, no ser su juez, no son legisladores”78. El periódico subrayó que en Colombia se estaba dando la correcta alianza entre Iglesia y Estado, gracias a sus “gefes supremos que, penetrados de los más piadosos sentimientos, se fatigan incesantemente en proteger y conservar en estos Estados la Religion de Jesucristo”79. A través de esta alianza entre el poder civil y el eclesiástico, los colombianos triunfaron “de todos sus contrarios y, unidos con los vínculos indisolubles de la Religion [...], nada desean tanto como el que la religion prospere a la par de su República paciente”80.
Cuando monseñor Jiménez describía el papel del Estado protector de la religión en Colombia, quizás estaba pensando en el texto de la Ley de Libertad de Imprenta, del 17 de septiembre de 1821, que prohibió la publicación y difusión de “escritos contrarios a los dogmas de la Religión católica” y de libros sagrados que no tenían “licencia del Ordinario eclesiástico”81. Con respecto a la Iglesia santafereña, un ejemplo de protección del Estado fue la creación del Colegio de Ordenandos de Bogotá, proyecto que monseñor Caycedo y Flórez impulsó en 1823 con el fin de sanar las múltiples faltas del clero santafereño. Este, según el provisor, veía entre sus filas a
sacerdotes indignos, sin vocación ni letras, llevados del sórdido interés y con la esperanza de hacerse ricos [...] confesores que deciden sin detenerse como si fueran papas [...] predicadores que pronuncian sermones disparatados [...] clérigos holgazanes que no piensan en otra cosa que en hacer negociaciones y embolsar dinero sin cuidar de la obligación que tienen de instruir al pueblo.82
El provisor vicario no disponía de los recursos para financiar esta iniciativa, por lo cual redactó una petición al Congreso en la que manifestaba su admiración hacia la Constitución de 1821 y su interés por mejorar los establecimientos de educación. Caycedo pedía respaldo por el naciente colegio, cuyo objetivo era formar curas que sostuvieran “el edificio cristiano y político de la República”, inspirando en el pueblo el temor de Dios “y la subordinación al gobierno”83. El provisor concluyó su petición afirmando que el nuevo centro de formación tendría una cátedra obligatoria para “explicar a los Seminaristas la sabia constitución que habéis establecido [...] y darles el ejemplo y la enseñanza del más acendrado patriotismo y del sostenimiento de la independencia”84. El 20 de junio de 1823, el Congreso de la República respondió a la petición de monseñor Caycedo y Flórez afirmando que “los sacerdotes tienen un influjo muy importante en la dirección de las almas”85 y decretó la creación del Colegio de Ordenandos de San José en el viejo palacio de los padres capuchinos de Bogotá.
La fundación del colegio representa, además del tradicional respaldo económico del Estado a las instituciones eclesiásticas, un intento de las autoridades civiles de obligar al clero a cooperar con sus objetivos políticos según la lógica del do ut des. Estos esfuerzos no siempre tuvieron éxito, como lo demuestra la breve vida del Colegio de Ordenandos, que cerró después de solo cinco años, debido a la “ominosa supervigilancia de la autoridad civil”, que introdujo en el plan de estudios “textos, entre los que figuraban los maestros del materialismo, como Tracy”86. Según José Restrepo Posada, el “exaltado” patriotismo del provisor lo hizo buscar al aliado equivocado, porque “el obispo necesitaba formar ministros de Cristo y el gobierno necesitaba formar un clero que le sirviera a él”87.
A pesar del fracaso del Colegio de Ordenandos, el periodo estudiado se caracteriza por los continuos intentos de las autoridades civiles de orientar el clero a fin de crear una Iglesia “republicana”. Para moldear una Iglesia funcional a los intereses de la élite política, antes se debían eliminar los rasgos virreinales de la organización católica, entre los cuales destacaba el Tribunal de la Inquisición de Cartagena, abolido por una ley de 22 de julio de 1821, “única reforma religiosa genuinamente popular”88, aprobada entre 1821 y 1826. Esta ley no debió ser suficiente para el Ejecutivo que, el 17 de septiembre del mismo año emitió un decreto que ordenó el cierre de las “comisarías de la inquisición” aún activas en Bogotá y prohibió “que los jueces eclesiásticos se arroguen una autoridad que no fue concedida en los primeros siglos de la Iglesia y que los Reyes confiaron al Tribunal de la Inquisición para consolidar el despotismo sin proponerse la conservación de la fe”89. Finalmente, la jerarquía colombiana no podía volver a publicar listados de libros prohibidos, “por ser todo esto un abuso incompatible con la libertad de la República, indecoroso y que no conduce al fin que se aparenta”90.
Como nota Juan Pablo Restrepo, la decisión de las autoridades civiles de abolir un tribunal religioso sin consultar a la jerarquía católica, además de ser jurídicamente irregular, representa bien la voluntad de las élites políticas colombianas de fortalecer su control de la institución eclesiástica91. En este sentido, se debe entender el debate acerca del patronato eclesiástico que caracterizó la primera mitad de la década de 182092. A pesar de haber sido ya objeto de discusiones y leyes desde la victoria en el puente de Boyacá hasta 1824, nadie, incluido el propio Santander, “se atrevía a ejercer la principal potestad que le asignaba el Patronato: el control absoluto sobre los nombramientos eclesiales”93. Sin embargo, en 1823 la situación eclesial de Bogotá se estaba volviendo difícil porque la sede ya cumplía seis años de vacancia y “de los ocho cargos existentes en la Basílica metropolitana, solo cinco se encontraban ocupados”94. En 1824, entonces, el Congreso empezó a examinar un proyecto de ley que daba a las instituciones republicanas los mismos privilegios que tenía la Corona española en América a través del patronato eclesiástico. Esta decisión abrió en el país y en el Legislativo un tenso debate “cuya pregunta central era: ¿Quién detiene, de forma legítima, el poder?”95, y que hizo que el clero santafereño se dividiera en dos frentes: el primero, heredero del regalismo borbónico y que veía entre sus líderes al vicepresidente de la Cámara, el sacerdote caraqueño Juan José Osio96, respaldó la aprobación del patronato republicano porque, como dijo el presbítero bogotano Francisco José Otero, la Colombia independiente adquirió la soberanía sobre el territorio “y, con ella, reasume también el patronato”97. El clérigo y congresista Juan Nepomuceno Azuero aprobó el patronato, al que describió como el medio para limitar el poder social del clero y para que “la República no sufra ningún detrimento de parte de unos hombres que tienen tan grande influjo sobre las conciencias, que pueden abusar de él para corromper las costumbres”98.
El frente contrario al patronato, que abogaba por la libertad de la Iglesia y estaba liderado por monseñor Lasso de la Vega99, encontró en el clero bogotano su mayor representante en el cabildo catedralicio. Este último manifestó sus dudas con respecto a la posibilidad de que la república pudiese ejercer el patronato, debido a la negativa del papa en concederlo y porque la Iglesia colombiana no lo necesitaba, toda vez que “la República tiene dos prelados que la auxilien, la Metropolitana de la Capital de Colombia está provehida de los ministros, por ahora suficientes”100. El cabildo planteó que los gobernantes de Colombia no disponían de la potestad eclesiástica, y si la usurpaban “se demuestran herejes y caen en excomunión”101. Finalizó su documento, firmado por canónigos cercanos al gobierno como Caycedo y Flórez, Cuervo y el deán y congresista Andrés Rosillo, invitando al Ejecutivo a abrir un diálogo con la Santa Sede para llegar rápidamente a un acuerdo. A pesar de la oposición de la jerarquía eclesiástica bogotana, el Congreso aprobó la Ley del Patronato el 28 de junio de 1824 y, según el secretario del Interior, no hubo ninguna dificultad en aplicarla en el territorio nacional, lo que garantizaba, según él, “una influencia poderosa en la estabilidad de nuestro sistema de gobierno”102.
Después de la aprobación del patronato republicano, el clero capitalino empezó a manifestar públicamente su oposición a los intentos de las autoridades de “debilitar la institución eclesiástica para poder controlarla mejor”103. Uno de los temas de divergencia entre sectores del clero capitalino y el Gobierno fue la decisión de este último de emplear los textos del filósofo utilitarista inglés Jeremy Bentham y del “sensualista” francés Destutt de Tracy en los planes de enseñanza de los colegios y las universidades del país. En 1826, el canónigo Francisco Margallo104 arremetió contra el congresista anticlerical Vicente Azuero, porque este empleaba en sus cátedras en el Colegio San Bartolomé de Bogotá los tratados de Bentham, cuya lectura fue prohibida, según el canónigo, “por la bula In coena Domini”105. De acuerdo con Margallo, la decisión de Azuero convirtió el instituto bartolino en un “Semillero de impiedad y herejía”106, y el congresista denunció al canónigo por difamación, no contra su nombre, sino contra “el juicioso sistema de educación de la juventud colombiana establecido por el gobierno”107, hecho que lo hacía también culpable de rebelión contra las autoridades civiles. Azuero recordó a Margallo que “el oficio del predicador tiene sus restricciones y su responsabilidad, lo mismo que cualquier otra ocupación pública”108, y por eso el Gobierno tenía el deber de intervenir para evitar que el clero se extralimitara, apartándose de lo dispuesto por la Ley de Patronato de 1824. Si el fiscal civil de la causa, Ignacio Herrera, “conceptuó que Margallo sólo había predicado contra Bentham, sin haber ofendido al gobierno ni a ninguna persona”109, la autoridad eclesiástica apoyó la postura de Azuero y castigó a Margallo. Monseñor Caycedo y Flórez lo intimó a medir sus expresiones cuando se refería a decisiones del Gobierno y del Congreso, lo suspendió temporalmente y lo desterró a un pueblo de la sabana de Bogotá.
No solo el clero secular se quejaba de las decisiones de las autoridades civiles. Protagonistas de numerosas denuncias contra la actuación del Ejecutivo y del Legislativo fueron los frailes, quienes se decían objeto de “una campaña de desprestigio que se emprende en los años posteriores a la Independencia”110, en la cual se enmarca la Ley de Supresión de los Conventos Menores111 aprobada por el Congreso de Cúcuta el 28 de julio de 1821. Esta ley se aprovechó de la reducción numérica de las grandes órdenes religiosas112, así como de la pérdida del prestigio social de las congregaciones, como lo demuestran las “secularizaciones masivas”113; sin embargo, cuando se promulgó, no produjo oposiciones. En 1826 se confirmó, lo que afectó gravemente a las congregaciones del país, como la de los dominicos, que ese año quedó reducida “en tres conventos: Bogotá, Tunja y Chiquinquirá”114. Los agustinos calzados de Bogotá “perdieron casi todos sus conventos, menos uno, el de la capital, donde tuvieron que reunirse todos los frailes”115, y se quejaron en particular de la decisión del Gobierno de trasladar a cuatro religiosos salientes de conventos suprimidos en “pueblos de fiebres malignas, de gentes incultas e infieles” de la Guayana. Le pidieron al Ejecutivo que los enviaran a “curatos de jentes civilizadas”116 y recordaron los privilegios de que gozaban en el virreinato, cuando “vemos varios de nuestros hermanos agraciados por los reyes [...] observamos que no se suprimían nuestros conventos y rentas [...] y que no se nos destinaba a Guayana”117.
Entre las autoridades civiles había distintas visiones de los temas religiosos y eclesiásticos. Santander, de hecho, interpretó la Ley de Supresión de forma favorable a los frailes, pero se enfrentó con el Congreso que, debido a su conformación mayoritariamente anticlerical, mantuvo una postura firme contra las congregaciones religiosas. Esta actitud antiórdenes del Legislativo volvió a manifestarse con la aprobación de la Ley del 4 de marzo de 1826, la cual exigió que los novicios de ambos sexos tuvieran por lo menos veinticinco años al momento de ingresar a una congregación. Los prelados de los conventos de la capital118 denunciaron que con dicha ley “seguramente van a extinguirse las Órdenes religiosas” y “ciertamente van a cerrarse los conventos porque no habrá remplazo de los religiosos que mueran”119. Los autores concluyeron pidiendo al Gobierno que la derogara, sobre todo porque “si los niños se pueden casar a los 13-14 años ¿por qué no pueden entrar en una Órden religiosa?”120. En este caso, también hubo un choque entre Santander y el Congreso, dado que el vicepresidente propuso hacer cambios para favorecer a las congregaciones, pero el órgano legislativo “no tomó en cuenta sus sugerencias”121.
Con la batalla de Ayacucho del 9 de diciembre de 1824 y el respaldo angloestadounidense a las independencias latinoamericanas, se esfumaron definitivamente las posibilidades de España de reconquistar sus antiguos virreinatos. Pese a ello, la Santa Sede seguía apoyando los derechos de la Corona de Madrid sobre América. Esto fortaleció la tendencia de las autoridades civiles de la región a proponer leyes anticlericales que presionaran al Vaticano a nombrar los obispos de las sedes vacantes y reconocer la emancipación hispanoamericana. En Colombia, Santander sugirió introducir el divorcio y el aborto en casos muy puntuales, propuestas que “no prosperaron, pero sí hicieron ruido como también lo hizo la amenaza de abrir el país a cultos protestantes”122, mientras el Congreso discutió diversos proyectos de ley para limitar los bienes y los recursos de las organizaciones católicas123.
La Santa Sede veía con miedo los intentos de cisma, como en Guatemala, donde a finales de 1824 las autoridades civiles fundaron un obispado en la ciudad de San Salvador sin consultar al Vaticano. Se necesitaba un cambio en la línea diplomática de la Santa Sede. En enero de 1827, León XII y la Congregación por los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios aceptaron las propuestas del Gobierno para las sedes arzobispales de Bogotá y Caracas, y los obispados de Antioquia, Santa Marta, Guayana, Quito y La Paz124. España respondió, a finales de ese mismo año, mostrando todo su desagrado hacia la decisión pontificia y rompiendo las relaciones con la Santa Sede.
Se abrió de esta forma una nueva página en la historia de la Iglesia colombiana, marcada por la acción pastoral de los primeros obispos “republicanos”, el fracaso de los sueños panamericanos de Bolívar en 1831, la muerte de Fernando VII en 1833, el reconocimiento de la independencia del país decretada por Gregorio XVI en 1835 y el nombramiento de monseñor Gaetano Baluffi como primer internuncio ante el Gobierno de la Nueva Granada en 1836.
Conclusiones
La relación pública entre el clero bogotano y las autoridades estatales en la década estudiada tuvo cuatro momentos importantes, empezando por 1817, cuando inició la vacancia episcopal y los sacerdotes fueron liderados por el sector realista. El segundo fue 1819 cuando, después de la batalla de Boyacá, los curas santafereños, un poco por convicción y un poco por presión de las autoridades civiles, respaldaron la república para evitar “caer junto con el Rey”125. El tercero fue 1824, momento en el cual el debate sobre el patronato hizo estallar las tensiones latentes, sobre todo entre el Congreso y el clero, con unos sectores de este último que empezaron a manifestar abiertamente sus reparos a las leyes contrarias a las órdenes religiosas. La cuarta fecha clave es 1827, cuando la Santa Sede aceptó nombrar a los obispos de las sedes vacantes en Colombia.
Entre las características de esta relación, destaca la tendencia del clero bogotano a adaptarse a quien realmente tenía el poder, adaptación facilitada por el hecho de que,
desde el punto de vista económico y social, la independencia no representó un cambio sustancial de la estructura del país: sólo se cambió externamente el estilo de la vida pública y de la clase gobernante, ya que las oligarquías criollas desplazaron a los gobernantes peninsulares.126
Esta adaptación no fue pasiva, sino que los sacerdotes, a pesar de las presiones de las autoridades virreinales y republicanas, trataron de defender sus privilegios y libertades recurriendo también a la opinión pública que iba surgiendo en esos años en Colombia127. En este sentido, cabe resaltar que, a partir de 1819, el alto clero pudo hacer conocer a un sector relevante de la sociedad capitalina sus reparos acerca de las decisiones de las autoridades civiles, como hizo el cabildo catedralicio con su oposición al patronato. La publicación del pensamiento político de la jerarquía y del clero santafereño en este periodo fue particularmente relevante, debido a que la gran participación de sacerdotes en la emancipación del país “aumentó las oportunidades de la Iglesia para ejercer su influencia en la vida de la sociedad”128. Los reparos del clero eran compartidos por otros sectores de la sociedad colombiana que, en la década de 1820-1830, manifestaron su inconformidad con varias decisiones de las autoridades, como el aumento del reclutamiento militar, que produjo “una revulsión hacia la práctica y el rechazo de una carga militar vista como excesiva y foránea”129.
La segunda característica es la importancia del contexto internacional. Durante los tres años de la Reconquista española, los sacerdotes se vieron muy influidos por la voluntad de Fernando VII de legitimar otra vez su dominio sobre estos territorios y por la persecución al clero republicano. Si bien es cierto que, en general, después de 1819 Colombia fue “débil en términos diplomáticos, con representaciones en el extranjero escasas, esporádicas y no siempre muy competentes”130, esto no aplica a las relaciones con la Santa Sede, que estuvieron en el centro del debate político nacional y cuyo estudio ayuda a comprender muchas dinámicas internas del país. Decisiones en materia eclesiástica tomadas por el Gobierno y el Congreso de Bogotá, como la aprobación del patronato en 1824, tuvieron el fin de presionar al Vaticano para que reconociera la independencia de la joven república. Por su parte, la Santa Sede tuvo una política diplomática ambigua, entre la fidelidad a la antigua alianza con Madrid y la voluntad de evitar una confrontación abierta con Colombia.
Como tercera característica se mencionan las diferencias internas de los protagonistas de esta relación. Las autoridades estatales en materia eclesiástica expresaron posturas distintas entre el anticlericalismo del Congreso y la incertidumbre del Ejecutivo, que tuvo momentos en que respaldó al Legislativo y momentos en los cuales lo obstaculizó por medio del veto presidencial. Los sacerdotes también mostraron diferencias, entre el alto clero, que a partir de los provisores evitó polemizar con las autoridades, y los regulares, quienes desde 1824 paulatinamente rechazaron la legislación adversa a sus congregaciones.
En conclusión, el examen de la relación pública entre el clero y las autoridades estatales de 1817 a 1827 abre nuevas pautas de investigación, como la comparación entre la postura de los sacerdotes capitalinos con relación a las autoridades, y la de los curas de los otros obispados de Colombia y de América Latina. En segundo lugar, es necesario ampliar el estudio de esta relación a otras fuentes como, por ejemplo, los documentos de sectores sociales no pertenecientes al clero. Finalmente, sería interesante examinar el episcopado de monseñor Caycedo y Flórez, con el fin de reconstruir la evolución del clero bogotano entre 1827 y 1832, y analizar cómo el primer arzobispo republicano enfrentó el creciente inconformismo de unos sacerdotes santafereños hacia el desarrollo social y político de la nación.
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Notas