Relatos y Bioética
UN PASEO EN BICICLETA: ‘AUTOTANATOGRAFÍAS’ Y EL SENTIDO DE LA VIDA
UN PASEO EN BICICLETA: ‘AUTOTANATOGRAFÍAS’ Y EL SENTIDO DE LA VIDA
Cuadernos de Bioética, vol. XXX, núm. 98, pp. 101-104, 2019
Asociación Española de Bioética y Ética Médica

La proliferación de relatos sobre el final de la propia vida parecen revelar una necesidad contemporánea de leer y escribir sobre la muerte (Rachman 2016, Cosic 2017). Mientras que los diarios de cáncer y las memorias de enfermedad llevan circulando más tiempo, en las últimas décadas abundan las “death memoirs”: Recovering from Mortality de Deborah Cumming (2005), The Last Lecture de Randy Pausch (2008), The Memory Chalet de Tom Judt (2010), Not the Last Goodbye de David Servan-Schereiber (2011), Mortality de Christopher Hitchens (2012), Gratitude de Oliver Sacks (2015), When Breath Becomes Air de Paul Kalanithi (2016), In Gratitude de Jenny Diski (2016), Dying: A Memoir de Cory Taylor (2017), Museum of Words de Georgina Blain (2017), The Bright Hour de Nina Riggs (2017), son solo algunos ejemplos (Baena 2019, en prensa). En su mayoría son relatos de escritores que se encuentran con el diagnóstico de una enfermedad terminal, y que nos cuentan cómo consiguen enfrentarse a la muerte a través de la escritura. Estas historias se han dado en llamar “autotanatografías”, un género en el que el autor, consciente del poco tiempo que le queda, nos lleva hasta el límite de su propia muerte. Contrariamente a lo que se podría pensar, no son relatos tenebrosos, tristes o morbosos. De hecho, suelen ser, más bien, todo lo contrario. Una vez superado el miedo inicial, analizada su vida, y descrita su situación, estas obras muestran que la muerte es parte de la vida: “Death everywhere mingles with and is blended into our lives,” afirmaba Montaigne, uno de los escritores más citados en estas obras (citado por Riggs 104). Aunque en ocasiones su lectura puede resultar un tanto dolorosa, las “autotanatografías” cumplen una función cultural en cuanto que ponen de manifiesto la estrecha relación que existe entre la vida y la muerte, una conexión a menudo olvidada en el discurso público (Egan 206). Resulta llamativo comprobar cómo, a pesar de ser escritores, intelectuales o incluso profesionales sanitarios, los autores se reconocen muy perdidos ante la inminencia de su propia muerte. Así, la conocida autotanatografía del neurocirujano, Paul Kalathimi, que murió a los 36 años por un cáncer de pulmón, explica: “My carefully planned and hard-won future no longer existed. Death, so familiar to me in my work, was now paying a personal visit. Here we were, finally face-to-face, and yet nothing about it seemed recognizable. Standing at the crossroads where I should have been able to see and follow the footprints in the countless patients I had treated over the years, I saw instead only a blank, a harsh, vacant, gleaming white desert, as if a sandstorm had erased all trace of familiarity” (121). Los narradores de estas memorias nos detallan cómo cambia la perspectiva sobre la muerte cuando uno se enfrenta a ella en primera persona, y qué recursos encuentran para enfocar de nuevo su vida. Estos textos funcionan como un memento mori, no tanto en el sentido de recordarnos la inevitabilidad de la muerte, sino al insistir en que la muerte es un proceso natural. En una época donde el avance médico y tecnológico parece empujarnos a una vida cada vez más larga, la muerte puede percibirse como un fracaso del profesional médico, que no consigue curar o prolongar la vida, o incluso del propio paciente, que no consigue sobrevivir. Como afirma Egan, “In medical terms, each instant of death is postponable; death itself, the natural horizon for life, becomes a curable disease subject to daily manipulations” (Egan 204). Estas memorias son un baño de realidad que contrarresta una visión negativa, a menudo materialista o posthumana, de la muerte. Estos relatos no ocultan el dolor, ni el sufrimiento físico y moral que conlleva tanto la enfermedad terminal como el progresivo acercamiento a la muerte; lo que sí hacen es reclamar su propio modo de morir, su propia versión de lo que significa conocer y enfrentarte con dignidad a la fecha de tu muerte, contrarrestando así la visión de la enfermedad y la muerte como algo denigrante. Como afirma el profesor de antropología médica de Harvard, Arthur Kleinman, “death is an awesome process of making and remaking meaning through which we come to constitute and express what is most uniquely human and our own” (Kleinman 157). Un patrón que se repite en estas obras es la trascendencia que los protagonistas encuentran en la escritura, tanto en su propio relato como en otras obras literarias; es a través de la narrativa como consiguen entender, y en ocasiones incluso disfrutar, los últimos momentos de su vida. En palabras de Egan, “Lacking any ars moriendi, very often lacking any spiritual comfort, the ‘dier’ uses this ultimate crisis of disconnection to reconnect, to constitute a living presence that precedes narrative and forces recognition” (Egan 197). En cada uno de estos relatos hay una muerte anunciada; el narrador, consciente de este hecho, desafía el silencio de la muerte con las palabras sobre su vida. Como afirma Jeffrey Berman, en su extensivo análisis de memorias del final de la vida, para los autores, escribir significa seguir viviendo: mientras escriben, y cuando su obra sobrevive más allá de su muerte. La traducción que sigue es el comienzo de la “autotanatografía” de Nina Riggs, The Bright Hour (2017). Profesora y poeta, a Riggs le diagnostican cáncer terminal a los treinta y siete años: en los dos años que median entre el diagnóstico y su muerte, logra escriir una “autotanatografía” sugerente y original sobre qué implica digerir un diagnóstico letal, a la vez que vive entre las exigencias de ser una madre de dos hijos, una esposa desde hacía dieciséis años, una hija que asiste a la muerte de su madre, a la vez que ella misma es paciente de cáncer. Es uno de los ejemplos más literarios de este género, y ya ha sido traducido a varios idiomas. A mi modo de ver, las traducciones al español no han acertado bien con el título: Un instante de luz (Océano de Méjico, 2018) y Un momento maravilloso (Paidós, 2018) no consiguen trasladar al lector español la metáfora del título “The Bright Hour”. Riggs toma esta imagen del diario de Ralph Waldo Emerson, curiosamente antepasado de la propia autora. Para Emerson, la mañana es ese lugar donde encontrar la trascendencia: “That is morning; to cease for a bright hour to be a prisoner of this sickly body and to become as large as the World” (Emerson 1838). Desde el principio, Riggs consigue disociar la muerte de la oscuridad. Para ella, la muerte es una hora de luz que trae la comunión con la naturaleza y el mundo natural, así como con su mundo doméstico. Según decía Todorov, en cada época proliferan géneros literarios distintos que se adecúan a las necesidades concretas de ese tiempo. Quizá nuestra sociedad contemporánea esté necesitada de la guía de testimonios del arte del buen morir. En cualquier caso, estas “autotanatografías” demuestran que poder reflexionar sobre la propia muerte resulta muy fructífero para poder escribir con pasión sobre la vida.
Bibliografía citada
Baena, Rosalia. “When Time Stops: Death and Autobiography in Contemporary Personal Narratives” (en prensa, 2019). Berman, Jeffrey. Dying in Character. Memoirs on the End of Life. Amherst: University of Massachusetts Press, 2012. Cosic, Miriam. “Death Memoirs are So Hot Right Now- Why?” Sydney Morning Herald (18 de agosto de 2017). Egan, Susanna. Mirror Talk: Genres of Crisis in Contemporary Autobiography. Chapel Hill: The University of North Caroline Press, 1999. Kalanithi , Paul. When Breath Becomes Air. New York: Random House, 2016. Kleinman, Arthur. The Illness Narratives: Suffering, Healing, and the Human Condition. New York: Basic Books, 1988. Rachman, Tom. “Meeting Death with Words”. New Yorker (25 de enero de 2016). Riggs, Nina. The Bright Hour: a Memoir of Living and Dying. New York: Simon & Schuster, 2017.
TRADUCCIÓN
“Un paseo en bicicleta” por Nina Riggs (Traducido por Rosalía Baena. Originalmente publicado en The Bright Hour. A Memoir of Living and Dying. New York: Simon & Schuster, 2017. pp. 1-4. ©2017) “Morir no es el fin del mundo”, solía decir mi madre en tono de broma tras ser diagnosticada de un cáncer terminal. Yo no comprendía qué quería decir con esto, hasta el día en el que, de repente, lo entendí—pocos meses después de morir—cuando, a los treinta y ocho años de edad, el cáncer de mama que yo padecía se extendió y se hizo incurable. Hay muchas cosas peores que la muerte: los viejos rencores, la falta de conciencia de uno mismo, estar muy estreñido, no tener sentido del humor, la mueca en la cara de tu marido cuando vacía el líquido del drenaje en el vaso medidor. John, mi marido, y yo estamos en la acera de enfrente de nuestra casa, juntos bajo una cálida luz del mediodía, mientras enseñamos a nuestro hijo menor a montar en bicicleta. “¡No me sueltes todavía!”, grita Benny. “Pero si ya puedes solo, ¡ya sabes!”, le repito una y otra vez, corriendo a su lado. Puedo sentir que ya se sostiene solo mientras sujeto la parte posterior de su asiento. “Prácticamente lo estás haciendo tú solo”. “¡Todavía no estoy listo!”, grita él. A Freddy, nuestro hijo mayor, nunca tuvimos que enseñarle a montar en bicicleta. Un día nos suplicó que le quitáramos los ruedas de apoyo traseras, y, a los pocos minutos, ya estaba dando vueltas por el jardín. No es el caso de Benny. Nunca está preparado para que lo soltemos. “¿Me estás cogiendo?”, pregunta continuamente. El ambiente del fin de semana resulta reparador; comienzo a sentirme cada vez más fuerte después de meses de quimioterapia, y a punto de terminar seis semanas de radioterapia. Nos dirigimos a la señal de stop de la esquina—apenas a quince metros de distancia—que tiene una leve inclinación del terreno. “Mantén firmes las piernas”, le dice John. “Los ojos hacia delante, sujeta bien el manillar.” Una pareja joven con un perro cruza la calle para dejarnos pasar. Sonríen a Benny. Les sonrío a la vez que intento mirar a John. Lo va a conseguir. No miro hacia abajo. Miro hacia delante. Entonces, se me tuerce el pie y tropiezo con el borde de la acera. En ese momento, algo se rompe dentro de mí. Benny me oye gritar, y tanto John como yo lo soltamos. John sostiene todo mi peso mientras floto en algún sitio de un nuevo universo llamado Dolor. Pero también observo cómo Benny sigue adelante tambaleándose. Sigue avanzando hacia adelante. “Lo siento, mamá. ¿Estás bien?”, grita por encima del hombro. “¡Mira! ¡Todavía sigo montado!” Ahí está: el mundo de los vivos, hermoso, vibrante, sigue avanzando. Al día siguiente, en el hospital, mientras estoy dentro de una máquina de resonancia magnética que suena como si alienígenas enemigos hubieran formado un grupo de música punk, recuerdo una historia que oí en la radio sobre un ejercicio para fomentar el trabajo en equipo, que había utilizado un empleado de Corea del Sur para motivar a los trabajadores de su empresa. Durante el ejercicio, los empleados se ponen batas largas y se sientan en un escritorio. Cada uno escribe una carta a un ser querido como si fuera la última. Está permitido sollozar e incluso llorar abiertamente. Junto a cada escritorio hay una caja de madera grande. Pero no es una caja cualquiera: es un ataúd. Cuando los trabajadores terminan de escribir su carta, se meten en el ataúd y alguien que finge ser el Ángel de la Muerte, viene y sella la caja con un martillo y clavos. Se quedan en la oscuridad del ataúd, tan quietos como les sea posible durante unos diez minutos. La idea es que cuando salgan del falso entierro tengan una nueva perspectiva que les haga ser más apasionados en su trabajo y más agradecidos por sus vidas. A mi alrededor veo grupos de pacientes en bata, tendidos boca arriba dentro de tubos estrechos, y pacientes en silencio que llevan y traen de estos sótanos oscuros. Estamos practicando, pensé. Mientras la máquina hacía ruidos metálicos y zumbaba durante más de una hora, me convertí en el Ángel de la Quietud. Pensé: olvídate del Ángel de la Muerte. El líquido de contraste chisporroteó en mis venas, y justo como me decía el técnico, el Ángel de la Imagen Médica se acercó pero nunca me tocó. Cuando por fin paró el ruido, oí la voz desde otra máquina en alguna habitación cercana diciéndome: RESPIRE. NO RESPIRE. RESPIRE DE NUEVO. En la habitación de control de resonancia magnética, una imagen empezó a surgir de la oscuridad de la pantalla: mi columna vertebral devorada por un tumor. Dijeron que el brote era patológico, es decir, causado por una enfermedad subyacente. Esta fue la resonancia con la que descubrieron que el cáncer se había extendido a los huesos. Esta fue la resonancia que indicaba que me quedaban entre dieciocho y treinta y seis meses de vida. Media hora más tarde estaba tendida en la misma posición en un cubículo de urgencias tras una cortina mientras una residente de radioterapia oncológica, con ojos llorosos, me decía, al tiempo que me apretaba la mano y me acariciaba la cabeza calva, que el dolor que había tenido desde hacía dos meses, el que me habían asegurado que era originado por la debilidad causada por meses de quimioterapia, se debía en realidad al cáncer que ahora jamás desaparecería.