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PARA RE-MARCAR LO NO-MARCADO: UNA ANTROPOLOGÍA DE LA MASCULINIDAD REVISITADA. TRADUCCIÓN DE: REMARKING THE UNMARKED: AN ANTHROPOLOGY OF MASCULINITY REDUX
En 1998, cuando en La Ventana se publicó en español la traducción del primer artículo que repasaba la literatura antropológica existente en torno a la cuestión de los hombres y las masculinidades, y de los hombres como hombres (Gutmann, 1997/1998), se hizo evidente que el tema había sido escasamente tratado. En los años siguientes aparecieron cientos de libros y artículos en lo que para algunos ha sido el “momento etnográfico” de los estudios generales sobre los hombres y las masculinidades (Connell y Messerschmidt, 2005/2021). Estos estudios consiguieron llenar las lagunas parcialmente y se dieron a la tarea de refutar las posturas autocomplacientes de sus antecesores, basadas en su mayoría en experiencias y opiniones personales más que en investigaciones reales y análisis fundamentados. Y, como siempre, los mejores trabajos también contribuyeron a refutar los estereotipos racistas y poscoloniales, como fue el caso, por ejemplo, de las etnografías de las masculinidades en países predominantemente musulmanes, que hicieron frente a la islamofobia en sus diversas formas en todo el mundo (véanse Atshan, 2020; Boellstorff, 2005; Ewing, 2008; Ghannam, 2013; Inhorn, 2012; Moussawi, 2020; Naguib, 2015; Peletz, 2021).
Esta profusión de etnografías ha demostrado ser muy valiosa para la documentación y conceptualización de los hombres y las masculinidades en todo el mundo y a lo largo de la historia, marcando así estas categorías que anteriormente se daban por sentadas. Este nuevo artículo pretende hacer un repaso del estado del arte de los estudios sobre los hombres y las masculinidades en la antropología y la etnografía desde otras disciplinas; se hace hincapié en la antropología cultural, pero sin descuidar las necesarias referencias a la antropología biológica (por ejemplo, Bribiescas, 2005; Fuentes, 2012, 2021), lingüística (por ejemplo, Lawson, 2020) y arqueológica (por ejemplo, Tung; 2021, Voss, 2008), donde, desde el año 2000, se han realizado importantes trabajos sobre los hombres, las masculinidades, la violencia, la sexualidad y otros temas similares. De forma similar, aunque la mayoría de las citas se refiere a textos en lengua inglesa, se menciona también una pequeña selección de trabajos imprescindibles en otros idiomas. En esta reseña se abordan las principales áreas temáticas de la antropología de los hombres y las masculinidades, los marcos teóricos empleados por los antropólogos y los debates que se suscitan entre ellos y otros académicos que trabajan en temas relevantes, el principal impacto de la antropología en este campo en un sentido más general, qué cambios se han producido desde la década de 1990 y cuáles son los nuevos retos que podrían ser abordados por esta área de estudio en el futuro.
Desde el año 2000 se han editado y publicado varios volúmenes que se centran en áreas geográficas y temas relevantes para la antropología de los hombres y las masculinidades, tales como las siguientes: África (Ouzgane y Morrell, 2005), Asia (Louie y Low, 2003), el desarrollo (Cornwall et al., 2011), Japón (Roberson y Suzuki, 2003), los pueblos indígenas (Innes y Anderson, 2015), América Latina (Gutmann, 2003; Fuller, 2018), México (Amuchástegui y Szasz, 2007), Oriente Medio (Isidoros e Inhorn, 2022; véanse también Amar, 2011; Ghoussoub y Sinclair-Webb, 2000), el Pacífico (Biersack y Macintyre, 2018), el sur de la India (Osella y Osella, 2006) y el Sudeste Asiático (Ford y Lyons, 2012). Tanto éstos como una plétora de estudios etnográficos puntuales vinieron a demostrar ampliamente que antes las antropologías del hombre y las masculinidades se concentraban en América Latina, Europa y Nueva Guinea, ahora llegan hasta prácticamente todos los rincones del planeta.
En el campo teórico, los antropólogos no sólo han influido en la calidad y volumen de las nuevas etnografías sobre los hombres y las masculinidades aportadas por la disciplina desde el año 2000, sino también, de forma notable, en la ampliación del re-planteamiento intercultural (cross-cultural rethinking) de preguntas como: ¿Qué es un hombre? ¿Qué significa hablar de “los hombres como hombres”, de los hombres como “en-gendrados” y “en-gendradores” (que poseen y otorgan género)? Así como, en consonancia con las nuevas formas de concebir el cuerpo, por ejemplo: ¿Qué importancia tienen los hombres con ovarios y las mujeres con pene para los estudios antropológicos de los hombres y las masculinidades y los estudios sobre género/sexualidad en general?
Más allá de estos fructíferos esfuerzos, a menudo emanados de las investigaciones antropológicas queer, los antropólogos se han abocado a criticar el concepto más influyente en los estudios sobre los hombres y las masculinidades, que está relacionado con las “masculinidades hegemónicas” (para un análisis de esta construcción, véanse Connell, 1995/2003; Connell y Messerschmidt, 2005/2021). A su vez, este concepto ha sido vinculado con frecuencia a la búsqueda por parte de los antropólogos de modos de explicar las desigualdades de género y la historia de las transformaciones de los hombres y las masculinidades, empleando, por ejemplo, términos como masculinidades alternativas, masculinidades emergentes y masculinidades no dominantes. Entre los principales temas explorados por los antropólogos en sus estudios sobre los hombres y las masculinidades desde el 2000 se encuentran los siguientes: el binario de género; las renegociaciones sociales en torno al género y la sexualidad; qué aspecto podría tener la igualdad de género; la violencia institucional, incluida la guerra, y la relación de los hombres y la masculinidad con otras instituciones sociales, como la religión, la educación y el Estado.
La primera tarea de la antropología en los años 2000 consistió simplemente en ofrecer etnografías bien sustentadas acerca de la muy problemática cuestión de los hombres y las masculinidades, mostrando, en particular, que los hombres también poseen y otorgan género (son en-gendrados y en-gendran) y que los académicos no podían esperar entender a los hombres, las masculinidades o el género, en sentido más general, ignorando a los hombres como poseyentes de género (en-gendrados). Y es que, sobre esta cuestión de los hombres y las masculinidades, casi todo el mundo, antropólogos y paganos por igual, poseen conocimientos profundamente personales y opiniones inamovibles. De esta manera, y de muchas otras, la antropología de los hombres y las masculinidades es bien distinta de, por ejemplo, una antropología de la osteología, de la ópera o de los orangutanes.
A los antropólogos se los ha incitado a escribir sobre los sectores marginados de las sociedades, como es el caso de los estudios sobre la estigmatización de los hombres turcos en Berlín que deben soportar “las fantasías alemanas sobre el hombre musulmán” (Ewing, 2008, p. 6), el “lugar seguro del basquetbol moreno [brown-out basketball]” entre los jóvenes varones del sureste asiático residentes en Estados Unidos (Thangaraj, 2015, p. 218); la “autocreación erótica” entre los afrocubanos (Allen, 2011); los discursos de “lavado rosa” esgrimidos contra los palestinos en Israel (Atshan, 2020); los hombres mayores que veían “la disminución de la disfunción eréctil como encarnación de un desplazamiento hacia una edad avanzada respetable” en México (Wentzell, 2013, p. 163); la “regeneración de las masculinidades positivas” entre las comunidades indígenas (Innes y Anderson, 2015; véanse también Bacigalupo, 2002; Collings, 2014) y los llamados a “un renovado espíritu guerrero hawaiano […] parte de un proyecto más amplio de recuperación y remasculinización” (Tengan, 2008, p. 11).
A pesar de todas las transformaciones que la floreciente literatura sobre la antropología de los hombres y las masculinidades ha obrado sobre el terreno, el andamiaje que ha continuado enmarcando, apoyando y estimulando la mayor parte del trabajo en este ámbito gira alrededor de las teorías queer (y ahora también trans∗) y el pensamiento feminista que abordan la diferencia desde la óptica de la desigualdad y la dominación. En un ensayo que repasa los estudios queer en antropología, Boellstorff (2007) escribe acerca de “la imposibilidad de nombrar el propio tema de estudio” (p. 18). “Queer no es tanto un término como un campo de fuerzas”, concluye Weiss (2022, p. 315) (sobre el término “trans∗”, véase Halberstam, 2018; el asterisco representa lo múltiple en contraposición a lo singular de la descripción). El carácter escurridizo de los términos es en sí mismo fundamental para el cuestionamiento del binarismo de género en muchos de los escritos sobre género y sexualidad en la antropología.
Entre las tesis más estimulantes y duraderas surgidas entre las antropólogas feministas, cabe citar la temprana formulación de Rubin (1984, 1989) relativa a los “períodos históricos en los que la sexualidad es más intensamente contestada y más abiertamente politizada”, porque en tales momentos “el dominio de la vida erótica es, de hecho, renegociado” (p. 114). Podría decirse, en efecto, que la noción de “renegociación” de Rubin nunca ha sido más relevante que en los años 2020 para los órdenes de la sexualidad y el género. Los enfrentamientos políticos y sociales derivados de tales renegociaciones, en torno a lo que significa ser un hombre y a lo que los hombres son y deberían ser, han sido puntos de inflexión clave en la antropología de los hombres y las masculinidades. Desde el año 2000, los antropólogos se han esforzado por incorporar el estudio de los hombres y las masculinidades en los debates realizados en torno a una amplia gama de temas interdisciplinarios, sirviéndose directa o indirectamente de las teorías queer y feministas, que de por sí, desde el año 2000, marcan los estudios de los hombres y las masculinidades en la antropología como distintos de la mayoría de sus predecesores, dado que esta literatura anterior omitía en su mayor parte mencionar dichas ideas y marcos (un tema que se analiza más extensamente en Gutmann, 1997, 1998).
La cuestión del sida y de la salud reproductiva fue uno de los primeros temas en los estudios de antropología más influyentes y convincentes sobre los hombres y las masculinidades (véase Parker, 2001). Aunque el tema ha seguido estudiándose desde el 2000, son muy mayoritarios los estudios sobre hombres que se identifican a sí mismos como heterosexuales. Algunas de las mejores etnografías al respecto han sido producidas por antropólogos que trabajan en África en total confluencia con la sanidad pública. Muchos han subrayado “cómo el sida ha configurado la masculinidad, especialmente la sexualidad masculina” (Wyrod, 2016, p. 8); podría decirse también que en muchas regiones la masculinidad, el género y la sexualidad han configurado la epidemia del sida. Al tratar cuestiones relacionadas con las parejas sexuales múltiples de los hombres, Hunter (2005) advirtió que “el dominio colonial y la penetración capitalista alteraron significativamente los caminos hacia la hombría y reelaboraron los significados y prácticas en torno a las parejas múltiples” (p. 391).
Inhorn (2012) ha encabezado esfuerzos por reincorporar a los hombres en el “imaginario reproductivo como progenitores reproductivos, parejas, responsables de tomar decisiones, amantes, criadores y padres” que han aprendido sobre la sexualidad junto a sus esposas (p. 7). Cuestionando la idea de que los hombres realmente están tan desvinculados de la reproducción, en su estudio llamó la atención sobre el entusiasmo que genera el uso de intrincadas tecnologías de reproducción para los hombres, y también, de forma más general, mostró a los “hombres de Oriente Medio como parejas reproductivas responsables, enamorados de unas esposas a las que desean complacer” (p. 11). Para un estudio realizado en Oaxaca, México, en el que se exploraron las negociaciones de las parejas en torno a la esterilización masculina y el sida, así como el contraste entre los sistemas de creencias de los doctores biomédicos y los médicos indígenas en relación con la sexualidad masculina, véase Gutmann (2007/2016). Por otro lado, en el campo de la salud reproductiva de los hombres, los estudios sobre la circuncisión –“una leve cirugía en un órgano de la mayor importancia” (Castro-Vázquez, 2015, p. 17)– siguieron atrayendo la atención de los antropólogos, incluyendo las tendencias más modernas, como las que se estaban dando en Japón, en donde los hombres, bien entrada la adultez, deseaban hacerse la circuncisión como una operación estética (véase Castro-Vázquez, 2015; sobre la circuncisión entre los gisu de Uganda, véase Heald, 1999). Sobre la donación de esperma en Dinamarca, véase Mohr (2018); en China, véase Wahlberg (2018).
Cabe destacar la crítica que hizo Boellstorff (2011) a un término ampliamente utilizado en los campos de la medicina y la salud pública: los hombres que tienen sexo con otros hombres (HSH). Según él, el problema es “la noción de que es posible encontrar una terminología isomórfica con la realidad social” (p. 288). Inventado por trabajadores de la salud pública, epidemiólogos y otras personas que trabajan con determinadas poblaciones, el término estaba pensado para eludir el término gay. Sin embargo, entre otras cuestiones, no todos aquellos que son etiquetados como HSH se consideran a sí mismos hombres, y gay no es un término que todos aquellos a quienes se etiqueta como HSH consideran oportuno eludir. Las etiquetas cumplen una función y esa función puede ser contraria a los intereses de las personas a quienes se aplica la etiqueta.
Por supuesto, los estudios sobre la sexualidad en la antropología de los hombres y las masculinidades a menudo han estado vinculados a estudios sobre el sida. Sin embargo, desde el año 2000 los estudios sobre la sexualidad han convergido crecientemente en otras cuestiones, como el trabajo y el turismo sexuales, los anticonceptivos, la impotencia y la región limítrofe de la atracción sexual entre hombres autodenominados heterosexuales. Desde el año 2000, los antropólogos han publicado varias etnografías provocativas sobre los hombres y la sexualidad en China. Zhang (2015) estudió la “epidemia de impotencia” que se dio en ese país, sosteniendo que el creciente número de casos de disfunción eréctil (DE) notificados en China representaba una evolución positiva, pues suponía un rechazo abierto a la represión sexual imperante bajo la China maoísta. También exploró los muy contrastantes enfoques médicos empleados para resolver el problema: los doctores biomédicos se centran sobre todo en las erecciones, las eyaculaciones y el flujo sanguíneo, mientras que a los practicantes de la Medicina Tradicional China (MTC) lo que más les preocupa es conseguir que el qi (气) del hombre, su “energía vital”, circule a lo largo del meridiano del hígado para facilitar el flujo sanguíneo a todas las partes del cuerpo del hombre. Para los médicos occidentales, la DE y su tratamiento constituían una condena de por vida; para los doctores de MTC, el tratamiento debía resolver el problema de forma permanente.
En contraste con lo que ocurre en otras partes del mundo, donde se afirma que la sexualidad es un elemento central en las definiciones de muchas de las concepciones sobre la masculinidad, varias etnografías sobre los hombres en China han destacado que, en palabras de Uretsky (2016), “El sexo puede ser un medio por el que los hombres consiguen ciertas recompensas […] [pero] la masculinidad en China […] está vinculada más estrechamente con el estatus social y profesional del hombre” (p. 55). Otros antropólogos también han explorado las intersecciones entre el género y la sexualidad en China, en estudios que versan, por ejemplo, sobre el menguante chauvinismo masculino (Jankowiak y Li, 2014), la atracción hombre-hombre (Zheng, 2015) y las estrategias de las familias para casar a los solteros en las zonas rurales (Driessen y Sier, 2021).
Anticipándose a desarrollos conceptuales posteriores que fundamentan los estudios de los hombres y las masculinidades de forma más directa con la vida de las mujeres, una destacada antropóloga de los hombres y las masculinidades en América Latina analizó la sexualidad de los hombres en la región afrocolombiana del entorno de Quibdó en el contexto de lo que ella denominó “una cultura anticonceptiva femenina”, convirtiendo los debates sobre el control de la natalidad en cuestiones de polémica social con perspectiva de género (Viveros Vigoya, 2002). Para un análisis de las muy diversas controversias políticas en torno a la politización de los hombres y la sexualidad en Francia, véase Fassin (2009).
Algunos estudios sobre los hombres y las sexualidades, rompedores de “usos y costumbres” y transgresores de géneros, han producido etnografías imprescindibles, como la de Peletz (2009, 2021) y la de Núñez Noriega (1999), que exploran, respectivamente, las experiencias de vida de hombres pakistaníes “presuntamente heteronormativos” que están casados en matrimonio heterosexual pero sostienen relaciones sexuales con otros hombres, y las experiencias de vaqueros-cowboys del norte de México que mantienen relaciones sexuales entre sí aunque están casados con mujeres con las que también tienen relaciones sexuales. Éstos y otros estudios similares ponen en evidencia que las identidades “gay” y “homosexual” se ven restringidas históricamente y condicionadas culturalmente.
Si en el año 2000 los antropólogos del género y la sexualidad seguían recurriendo ampliamente al término tercer género para referirse a los individuos no binarios, hoy en día esto ya no es tan común, gracias en parte al riguroso trabajo realizado desde entonces en colectivos que durante mucho tiempo absorbieron la atención de los académicos, como los muxe’ del Istmo de Tehuantepec y las hijra de la India. Sobre los primeros, Miano Borruso (2002) describió una manera creativa de encarar la vida por parte de personas nacidas anatómicamente como hombres, muchas de las cuales se travisten y la mayoría de las cuales, de forma similar, realizan lo que comúnmente es considerado trabajo de mujeres, desde administrar puestos de mercado hasta bordar, hacer tortillas y confeccionar joyas. Reddy (2005) mostró claramente los peligros de aplicar lo que en su momento era una nueva etiqueta para describir a quienes no encajaban nítidamente en las categorías de masculino o femenino, el así llamado “tercer género”; por el contrario, enfatizó la fluidez de las fronteras de género entre las hijras, que, entre las más comprometidas y de más alto estatus, suponía renunciar a la sexualidad a través de la castración. Estos estudios también contribuyeron a abonar el terreno conceptual para trabajos como el de Groes-Green (2012, p. 91), cuyo estudio de la sexualidad en Mozambique se propuso examinar “múltiples subjetividades masculinas de un contexto a otro, en lugar de clasificar a los hombres individualmente” y encontrar formas de “ir más allá de las dicotomías entre las formas modernas y tradicionales” de la masculinidad (2012, p. 91). Estos tempranos estudios sobre la varianza de género (gender variance) también han servido para dar forma a etnografías trans* posteriores (véase, por ejemplo, Peletz, 2006; Rogers, 2020; Valentine, 2007).
Desde el año 2000 han aparecido numerosas etnografías sobresalientes sobre los hombres y las trabajadoras sexuales. Cabe destacar entre ellas un estudio sobre la salud y el homoerotismo en la República Dominicana, que detalla las relaciones sexuales de índole transaccional entre hombres negros y turistas blancas (Padilla, 2007); y la etnografía de Brennan (2004), también realizada en la República Dominicana, sobre jóvenes dominicanas que venden sexo a turistas europeos deseosos de encarnar fantasías coloniales y racistas. Los soldados estadounidenses desplegados en Corea del Sur que acuden a trabajadoras filipinas en busca de sexo y entretenimiento son analizados por Cheng (2010) en el contexto de las identidades y desigualdades globales, mientras que trabajadoras sexuales de todo tipo en China son objeto de una considerable atención en los estudios de Zheng (2009), Fang (2011) y Cai (2021).
Relevantes, a pesar de no estar relacionadas con la sexualidad, otras áreas de investigación en la antropología de la salud y los hombres incluyen estudios sobre el uso y abuso del alcohol (Brandes, 2002/2004; Christensen, 2014) y del tabaco (Kohrman, 2021).
El tema de los militares y la militarización dentro del ámbito de la antropología de los hombres y las masculinidades ha emergido desde el año 2000 como uno de los más fértiles y sustanciosos. En el caso de Estados Unidos, el impacto que ha tenido en los hombres y la masculinidad el hecho de vivir en una sociedad que durante más de 100 años se ha caracterizado por un sinfín de invasiones y ocupaciones militares y un triunfalismo armado, sin duda aporta una explicación del porqué de los asesinatos masivos endémicos cometidos por jóvenes varones blancos en ese país (véase Abajian, 2016).
Varias etnografías han examinado cómo las experiencias vividas por los soldados modificaron sus ideologías, identidades y políticas en el transcurso de sus períodos de servicio como militares. En uno de los estudios más perspicaces que han analizado el “servicio militar”, en este caso en Turquía, Altinay (2004) describió la forma en que se disciplinaba a los soldados para que vincularan la ciudadanía y la masculinidad con el nacionalismo, a través, por ejemplo, del servicio militar obligatorio, que invariablemente daba lugar a formas nacionalistas de ciudadanía masculinizada. En una etnografía sobre la masculinidad y los heridos de guerra, Wool (2015) exploró la encarnación y el sufrimiento de la guerra para entender mejor las experiencias masculinas de la violencia militarizada en las guerras estadounidenses de invasión y ocupación. La tensión entre las expectativas de “sueños guerreros” y las “secuelas mundanas de la guerra” se describe en Pedersen (2019, p. 89). Açıksöz (2019) constató que el contrato social por el que los hombres heterosexuales se convierten en ciudadanos turcos del Estado a través del servicio militar obligatorio queda anulado, en la práctica, en el caso de los veteranos lisiados o inválidos.
Basándose en sus experiencias y su capacidad para realizar entrevistas como excombatiente del ejército de Zimbabue, Maringira (2021) criticó el modelo explicativo que postula que los hombres son violentos por naturaleza, mostrando en cambio cómo la guerra en el sur de África ha vuelto violentos a los hombres durante y después de sus períodos de servicio en el ejército. De forma similar, Kaplan (2000) relacionó la participación en combate de los miembros de las Fuerzas de Defensa israelíes con el cultivo de formas sionistas de masculinidad que impactan en la vida de los hombres hasta mucho después de haber abandonado el ejército. El efecto a largo plazo de la participación en ocupaciones militares ha sido subrayado en etnografías sobre el Pacífico: la valoración de Tengan (2008), persuasiva, argumenta que “[e]n el siglo veinte, las instituciones del trabajo y del ejército han sido de particular importancia como productoras de ideologías y prácticas de masculinidades hawaianas” (p. 33). En Hawái, los niños crecen en una sociedad impregnada por la ocupación y la fuerza militares, aderezadas con ideologías racistas acerca del salvajismo de los nativos. En un tenor similar, Jolly (2016) ha escrito sobre las masculinidades indígenas en Fiyi ligadas a las nociones de “lo guerrero”, relevantes tanto en los conflictos políticos y armados de las islas como en la participación de Fiyi en guerras globales y, más recientemente, como parte de las fuerzas de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas.
A propósito de las experiencias vividas por los soldados estadounidenses de ocupación, Cheng (2010) observó que, entre los residuos de la interminable ocupación militar estadounidense en la península coreana, la identidad de los soldados se arropa en “su sentido de la masculinidad como varones estadounidenses: la ‘identidad GI Joe’” (p. 137). Este juego de palabras forma parte, a su vez, de patrones lingüísticos más amplios que vinculan la masculinidad y el militarismo (véase McIntosh, 2021). Tanto en éste como en otros estudios sobre la relación entre el militarismo y la masculinidad, los antropólogos han estado en primera línea, siendo testigos de las vidas y las prácticas cotidianas del personal militar y a la vez desvelando las implicaciones más generales de la militarización de las sociedades en todo el planeta.
En una de las etnografías sobre el militarismo más alarmantes que han visto la luz, Bickford (2020) informó cómo “La investigación biomédica estadounidense parece a veces bordear las concepciones del militarismo fascista y comunista del heroico Hombre Nuevo y acercarse a la supresión de la debilidad y las emociones, y al cultivo de formas de involucrarse con y experimentar el mundo, pero ahora desarrolladas y cultivadas por medios biomédicos y farmacológicos” (p. 57). En su estudio, Bickford describió de forma estremecedora cómo la investigación biomédica estadounidense centrada en la "mejora del desempeño" tiene como meta crear "supersoldados" que puedan imponerse dentro y fuera del campo de batalla. Tenemos aquí un futuro fantaseado de hombres-como-nuevos hombres, a quienes se ha drogado y equipado para conquistar y ocupar el mundo.
Los antropólogos han estudiado los preparativos de los enfrentamientos militares y los contextos en que se ha llevado a cabo la ardua tarea de la desmilitarización. El trabajo de Theidon (2009) reveló por qué la comprensión de las masculinidades, y del género en general, resultaba crucial para los esfuerzos de desarme, desmovilización y reintegración de los excombatientes en Colombia; véase también Agyekum (2019) para un estudio sobre las transformaciones con perspectiva de género en las fuerzas armadas de Ghana. Algunos estudios relacionados sobre acción policial y masculinidad en antropología también parecen prometedores. Por ejemplo, Ekşi (2019) empleó un conjunto de modelos de acción policial para examinar las transformaciones políticas en Turquía: en cada cambio de régimen, los distintos tipos de acción policial se vincularon a cambios en los valores asociados con la masculinidad, que Ekşi etiquetó como “machistas”, “reformados” y “militarizados”.
Los trabajos representativos acerca de la violencia están, obviamente, vinculados a las cuestiones de los militares y el militarismo. Ferguson (2021) ofreció un magistral repaso de la antropología sobre los hombres, la violencia y la guerra. Varios etnógrafos han explorado la violencia extrema derechista en Estados Unidos, perpetrada y dirigida casi siempre por hombres; para un estudio modelo en la misma línea, véase Kimmel (2018), quien abogaba por “una psicología política, con perspectiva de género, del extremismo” (p. 8). Merry (2001, por ejemplo) fue la más destacada antropóloga especializada en violencia de género, y su influencia se mantiene en esta área de estudio. El trabajo ejemplar de Baxi (2021) sobre la violación en la India contrastó cuestiones relativas a la justicia de género, los movimientos sociales y las intervenciones legales en relación con los hombres y la violencia (sobre la violación, véase también Martin, 2003). Varios estudios recientes sobre los hombres se han centrado en la violencia institucional ligada al racismo y la opresión de clase en las cárceles de México (Parrini Roses, 2007), Brasil (Drybread, 2014) y Estados Unidos (Burton, 2021; Curtis, 2014). En estos estudios, como en otras etnografías sobre los hombres y las masculinidades desde el año 2000, se condenó la superficial equiparación de la virilidad con la sexualidad. Como escribió Drybread (2014): “[C]uando los adolescentes detenidos se declaraban hombres [...] no hacían referencia a las mujeres, la sexualidad o los órganos sexuales. En cambio, afirmaban su hombría cometiendo (o intentando cometer) asesinatos” (p. 752). Un tipo distinto de violencia institucional se analiza en un artículo que repasa la antropología sobre las masculinidades y el medio ambiente (Paulson y Boose, 2019, p. 1); los autores identifican procesos destructivos con el medio ambiente vinculados a “conductas identificadas como masculinas”, a la par que señalan actitudes de tipo contrario que son más sanas para los seres humanos y la naturaleza no humana, que abarca a los animales no humanos.
Ciertos temas relativos a los hombres y las masculinidades reciben más atención en otras disciplinas como la sociología, pero vale la pena mencionarlos aquí porque parecen prometedores para futuros estudios antropológicos, incluyendo ámbitos como el dinero, el trabajo, los deportes y la religión. Sobre el trabajo y el dinero, véanse, por ejemplo, Yang (2010), Salzinger (2016), Marsden (2019) y Cheng (2021). Para un panorama de la antropología del deporte, véanse sobre todo Besnier et al. (2017), Thangaraj (2015) sobre el básquetbol en Estados Unidos y Kovač (2022) sobre el futbol en Camerún. Al documentar los enérgicos desacuerdos que se dan en el deporte internacional en torno a las “pruebas cromosómicas”, la “verificación del sexo” y las pruebas de genes, hormonas y demás, Besnier et al. (2017) llegaron a la conclusión de que “Se puede imaginar un mundo deportivo en donde la división principal no sea la existente entre hombres y mujeres, pero el sistema de sexo-género que regula y organiza el deporte adolece de una falta de imaginación” (p. 143). Tal vez resulte sorprendente lo relativamente poco que los antropólogos han estudiado la relación de los hombres y las masculinidades con las instituciones sociales vinculadas a las religiones. Introduciendo una serie de ensayos pioneros sobre esta cuestión, Dawley y Thornton (2018) escribieron que, a pesar de que las representaciones de la religión en los medios de comunicación populares describen todo tipo de formas en que la religión se ve influida por distintos tipos de masculinidad (autoritaria, tóxica, generosa, etc.), sorprende la escasez de estudios sobre el tema en la antropología, una escasez que su colección pretende comenzar a subsanar. Para otros trabajos de antropólogos sobre religión y masculinidad, véanse también las obras de Inhorn (2012), Thornton (2016), Keeler (2017), Khan (2018), Chladek (2021) y Khoja-Moolji (2021).
La raza y el nacionalismo siguieron siendo un punto focal en los trabajos sobre los hombres y las masculinidades, sobre todo en América Latina, Estados Unidos y Sudáfrica, y a menudo también se los vinculó con temas relativos a la sexualidad (para un análisis general de estas cuestiones, véase Viveros Vigoya, 2012). Algunos de los estudios más reveladores sobre la raza y la masculinidad tienen que ver con Brasil, cosa que no debería sorprender dada la importancia que se le otorga en ese país a las cuestiones de raza y racismo. En su etnografía sobre el turismo sexual masculino en Brasil, Mitchell (2015) describe cómo las diferencias en la definición de las razas en la ciudad de Salvador llevaban a las trabajadoras del sexo que se autoidentificaban como afrobrasileñas a considerar como blancos a sus clientes más adinerados que se autoidentificaban como afroamericanos. Sobre Brasil, la negritud y la masculinidad, véase también Lahud y Malungo (2019). En su estudio arqueológico sobre los soldados varones negros en las zonas fronterizas de Estados Unidos-México, Wilkie (2019) identificó “oportunidades para reimaginar los lindes de las categorías racializadas de la hombría” entre los soldados negros, concretamente las autorrepresentaciones de refinamiento masculino que desvelan sus ambiciones y experiencias como libertos y ciudadanos (p. 135). Morrell (2001) halló raíces históricas de racismo y nacionalismo en Natal, Sudáfrica, mientras que Elliston (2004) analizó de manera más sistemática la relación entre masculinidad, nacionalismo y modernidad en Polinesia. En éstos y otros estudios relacionados, la antropología sobre la raza y la masculinidad demuestra claramente las conexiones entre raza, racismo y jerarquías raciales, por un lado, y los conceptos y prácticas relativos al género, la sexualidad y la masculinidad, por el otro. En modos complejos, las cuestiones del poder y la dominación nunca están ausentes en el nexo de estas conexiones.
Lewin (2009) ofreció un retrato matizado de los padres gay que adoptan niños en el área de Chicago, destacando tanto la homofobia de la sociedad como el “escepticismo” por parte de algunos activistas y académicos queer que consideraban que las adopciones reforzaban los valores normativos en relación con las familias y la reproducción. En un contexto diferente, Thao (2015) hizo una descripción de partes del sureste asiático donde las mujeres, en mucho mayor medida que los hombres, han emigrado al extranjero en pos de oportunidades laborales, con la consecuencia de que los padres asumen el cuidado y la crianza de sus hijos en todos los aspectos. Tales transformaciones apuntan a una flexibilidad en los modelos de cuidado infantil que previamente mucha gente tal vez creía inmutables por razones ya fueran biológicas o culturales. En su colección de textos sobre la antropología de la paternidad, Inhorn et al. (2015) deconstruyeron el concepto de una paternidad universal y ahistórica, que permanece igual en cualquier tiempo y lugar. En cada capítulo de este volumen se refuta de manera crítica la idea de que los hombres se ven obligados por su naturaleza reproductiva a procrear más hijos, y que en eso consiste realmente la paternidad.
Si bien los académicos han seguido publicando excelentes etnografías sobre la migración, son notablemente pocas las que se dedican a un estudio de los hombres, las masculinidades y la migración. Una excepción destacable es Carrillo (2017, p. 5), que, con argumentos convincentes, defendió “el papel de la sexualidad como un importante catalizador de la deslocalización transnacional de los hombres gay y bisexuales”, particularmente del Sur Global al Norte Global. Cheng (2021) explicó cómo los solicitantes de asilo y refugiados africanos en Hong Kong, en su mayoría hombres, se encontraban en un limbo político, social, económico y legal; lo que escribió “equivale a una masculinidad desfasada en el tiempo”. En una etnografía sobre Shatila, el campo de refugiados palestinos cercano a Beirut, Barbosa (2022) describió a varones refugiados sin influencia económica o política alguna, con la intención de devaluar el discurso sobre la “crisis de masculinidad” predominante entre los jóvenes varones del campo, así como para cuestionar la propia utilidad del concepto de género cuando se aplica a hombres de tan escasa influencia en el plano de lo social, puesto que, según sostiene, las teorías de género están inevitablemente ligadas a cuestiones de poder. Como se mencionó anteriormente en este artículo, entre las pocas aproximaciones etnográficas a los hombres y las migraciones se cuentan los estudios de Ewing (2008) sobre los hombres turcos en Alemania, Thao (2015) sobre el impacto que tiene la migración de las mujeres en los hombres como proveedores de cuidados en el sureste asiático y Marsden (2019) sobre los mercaderes afganos en Eurasia.
Si antes del 2000 la antropología de los hombres y las masculinidades era mucho más delicada en su evitación de los incordios de la teoría, por ejemplo ignorando con frecuencia la teoría feminista y queer, desde entonces las disputas y compromisos con una serie de modelos analíticos de diversas disciplinas se han vuelto mucho más animadas y más productivas.
Dar prioridad a la experiencia y a la teoría del Sur Global es una de las contribuciones teóricas destacables que la antropología ha hecho al campo más general de los estudios sobre los hombres y las masculinidades. Los estudios sobre refugiados en Oriente Medio abordan la problemática forma en que los términos utilizados en el discurso de los derechos humanos y la ayuda internacional son trasplantados a personas que se ven atrapadas en la vorágine de la conflagración global. “[L]os riesgos de la institucionalización global de [la palabra] transgénero”, descritos por Saleh (2020, p. 49), son un ejemplo a este respecto. Si bien a los trabajadores de derechos humanos de Europa y Estados Unidos la palabra transgénero puede parecerles un término adecuado para calificar a las personas de género variante que buscan asilo en medio de una situación de guerra y migración, para Saleh transgénero era, en el mejor de los casos, una traducción inadecuada, y, en el peor, una malinterpretación nociva de los términos locales cuando se aplican a estas mismas personas. Para otro estudio sobre la masculinidad y la condición de refugiados, véase Suerbaum (2018).
Los análisis del lenguaje idiomático y coloquial de los hombres y las masculinidades abundan en la antropología y son imprescindibles para comprender la situacionalidad de las palabras y las expresiones. Para enfoques más específicos en relación con el tema, véanse Kiesling (2001) y McElhinny (2003); para un ensayo de repaso lingüístico, véase Lawson (2020). En un estudio sobre el lenguaje y el ejército, McIntosh (2021, p. 245) enumeró términos sexistas y homofóbicos, entre ellos “lloricas” (crybabies), “señoritas” (ladies), “nenitas” (little girls), “jotos” (faggots), “maricones” (pussies) y “mariquitas” (pansies), habitualmente empleados por los sargentos instructores para emascular y feminizar a los hombres jóvenes recién reclutados (y a las mujeres también, para el caso).
En su etnografía sobre la migración, Carrillo (2017) insistió en tomar en cuenta “los rápidos y considerables cambios relacionados con la sexualidad y los derechos sexuales que están produciéndose en países del Sur global, como México” (p. 7). El paso de un país a otro, por ejemplo, puede llevar a conclusiones (y grandes generalizaciones) sobre las diferencias de género y sexualidad entre ambos países, cuando muchos de los cambios podrían explicarse mejor por el paso del México rural al Estados Unidos urbano. Tales conclusiones simplistas tienen que ver, a su vez, con lo que Carrillo (2017) criticó como “la presuposición de que la innovación sexual siempre se origina en el Norte global” (p. 266).
Por razones directamente relacionadas con las inquietudes de Carrillo, conservo un archivo que se remonta a 1995 de abogados estadounidenses que me pusieron en contacto con clientes homosexuales que huían de la homofobia en México. Sin intenciones de restar importancia a la homofobia rampante en México, desde hace tiempo me sorprende el hecho de que la mayoría de los que recurrían a mí como perito parecían olvidar que el matrimonio homosexual fue legalizado en la Ciudad de México muchos años antes de que se legalizara en la mayor parte de Estados Unidos. La homofobia y el racismo también hacen estragos en Estados Unidos.
Los antropólogos también han liderado los cambios a los paradigmas de las ciencias sociales que tienden a aplicar la teoría desarrollada en el Norte Global a estudios de caso en el Sur Global. Entre las teorías más influyentes elaboradas fuera de las metrópolis angloparlantes, Louie (2002) estructuró su teoría en torno al contraste de wen (文) y wu (武) para enfatizar la importancia en contextos chinos no sólo de la destreza en las artes marciales (wu) sino de los logros en literatura y bellas artes (wen) como quintaesencia de la hombría histórica en China. La teoría propuesta por Louie (2002) sobre los hombres y las masculinidades chinas ha encontrado resonancia y aplicación en los trabajos de Uretsky (2016, p. 56) y Besnier et al. (2018, p. 841), entre otros.
Otros autores cuyas obras desafían la “direccionalidad de la globalización sexual” son Núñez Noriega (2001), Manalansan (2003) y Boellstorff (2005, 2007). Núñez Noriega (2001) fue uno de los primeros antropólogos en cuestionar la terminología ampliamente utilizada de “activo/pasivo” para describir la sexualidad. Véanse también los agudos comentarios de Boellstorff (2007): “[C]uando hablamos de las llamadas sexualidades no occidentales, a menudo estamos hablando al mismo tiempo de las políticas de reconocimiento en la universidad estadounidense” (p. 18).
En no pocas etnografías sobre los hombres y las masculinidades aparecidas desde el año 2000, se ha empleado la expresión “crisis de masculinidad” para describir un nuevo conjunto de condiciones y pruebas a las que se enfrentan todos aquellos que entran en contacto con los hombres como hombres en cualquiera de sus manifestaciones. La expresión con frecuencia remite también a cambios en las circunstancias en que los hombres y la hombría pueden seguir desenvolviéndose. Smith (2017) ha sido particularmente persuasivo al diseccionar y evaluar la utilidad de la idea de una crisis de masculinidad en el contexto de la Nigeria contemporánea. Hacia el comienzo de su etnografía sobre la intersección del dinero y la intimidad en la vida de los hombres en Nigeria, Smith (2017) escribió: “[E]ste libro cuestiona muchos de los supuestos asociados a la afirmación de que existe una ‘crisis de masculinidad’ en Nigeria, rechazando la idea de que los problemas sociales del país reflejan algún defecto fundamental en los hombres” (p. 28). Además de analizar los “retos de la hombría en Nigeria”, Smith también pretendía disipar “los malentendidos que se producen cuando para explicar los problemas sociales se echa la culpa a una presunta crisis de masculinidad”. La distinción “sutil pero importante” que estableció se halla “entre reconocer la complicidad de los hombres en los problemas de Nigeria y limitarse a culpabilizar a los hombres” (Smith, 2017, p. 224). De manera similar, y tal vez controvertidamente, Theidon (2016) escribió acerca de “la importancia de entender a los hombres como víctimas y victimarios en tiempos de conflicto [como en el Perú de la década de 1980], un reconocimiento que no tiene por qué desembocar en una falta de responsabilidad o una inagotable elasticidad moral” (p. 194). Para otro análisis, menos descriptivo, de la hombría, véase también lo que escribe Harrington (2021) sobre la “masculinidad tóxica”, un término escurridizo y polisémico que, sin embargo, suele referirse a una multitud de rasgos negativos que se asocian a la masculinidad agresiva y sexista en contraposición con la masculinidad no sexista “sana”.
Varios acercamientos etnográficos a los hombres y las masculinidades en medio de conflictos políticos han dado origen a perspectivas y conocimientos ricos, novedosos e inspiradores. En un estudio sobre el “contrabando de esperma” practicado por prisioneros políticos palestinos y sus familias en Israel y los Territorios Ocupados, Ferrero (2022) concluyó: “Es tan difícil, peligroso e incierto llevar el esperma de la cárcel al hospital que el líquido seminal es visto como algo único y precioso” (p. 213). Enfatizando la importancia de re-concebir las creencias sobre la masculinidad, en beneficio tanto de ellas como de la lucha palestina por la autodeterminación, Atshan (2020) concluye su etnografía aconsejando que “[s]i el movimiento palestino queer adopta una conceptualización más expansiva de lo queer que abarque el cuestionamiento de toda la normatividad, incluyendo la que deriva del nacionalismo palestino, esto puede permitirle al movimiento abrazar el pluralismo” (p. 216). Más complicado de documentar ha sido el estrés relacionado con la guerra, aunque antropólogos como Inhorn (2012) han concluido razonablemente que “No es tan descabellado que los hombres de Oriente Medio atribuyan a la guerra sus problemas de infertilidad masculina. […] La guerra disminuye su fertilidad, no sólo en medio de la violencia, sino también posteriormente. Que la guerra ha destruido vidas y acabado con la fertilidad de los hombres es una etiología autóctona que parece sostenerse bien frente a la evidencia epidemiológica” (p. 307, el énfasis viene del original). Sobre las zonas de conflicto y la masculinidad, véanse también el trabajo de Kanaaneh (2005) sobre los palestinos en el ejército israelí, y de Das (2019) sobre la Kolkata (Calcuta) posterior a la partición.
Cabe también destacar que las antropólogas del mundo angloparlante se dedican cada vez más, desde el año 2000, al estudio de los hombres y las masculinidades; y conforme este campo se transforma y va dejando de ser un espacio de hombres que hablan con otros hombres, se está viendo, en consecuencia, enormemente beneficiado. En su estudio sobre la paternidad gay, Lewin (2009) escribió: “Al intentar dar voz a las experiencias de las mujeres, a muchas de nosotras nos pareció en ese entonces que teníamos demasiados conocimientos sobre la experiencia de los hombres” (pp. ix-x). De forma similar, en una de sus etnografías sobre la salud reproductiva de los hombres, Inhorn (2012) observó: “The New Arab Man [El nuevo hombre árabe] es mi propio acto de contrición académica, mi intento francamente apologético de dar visibilidad a las vidas de los hombres de Oriente Medio, a quienes alguna vez consideré sujetos de investigación imponderables y prohibidos” (p. 15). Antes del 2000, las mujeres lideraban el estudio de los hombres y las masculinidades en América Latina; desde entonces, está ocurriendo otro tanto en Oriente Medio y otros lugares.
Sin lugar a dudas, el concepto más influyente asociado a los estudios sobre los hombres y las masculinidades tiene que ver con la idea de las masculinidades hegemónicas y su colega, las masculinidades subordinadas (véase Connell, 1995/2003). Se desarrolló una teoría del género para dar cuenta no sólo de la diferencia, la pluralidad de las masculinidades, sino del poder y la desigualdad en relación con los hombres y las masculinidades. La idea de masculinidad hegemónica se ha empleado sobre todo para comprender la persistencia de los regímenes de género desiguales. Definida generalmente como un conjunto de prácticas asociadas a ciertas formas de masculinidad que legitiman las relaciones de género desiguales, sobre todo en sus elaboraciones posteriores (Connell y Messerschmidt, 2005/2021), el proceso, el cambio y la contradicción fueron aspectos clave, mientras que otros modelos basados en la elección individual, desde los roles de género hasta la performatividad y la masculinidad tóxica, fueron criticados por ser demasiado estáticos. [Particularmente, la teoría de la performatividad formulada por Butler (1990/2007) fue invocada en muchas más etnografías sobre los hombres y las masculinidades antes del año 2000 que posteriormente]. El término masculinidades hegemónicas ha sido siempre más analítico que descriptivo, cosa que posiblemente ha contribuido, y no poco, a la confusión en el ámbito de la antropología.
Casi todos los estudios antropológicos sobre los hombres y las masculinidades desde el año 2000 han hecho referencia al término masculinidades hegemónicas. La mención se suele hacer de pasada, aseverando la utilidad del modelo pero con poca elaboración. En la disciplina está notoriamente ausente una defensa entusiasta de la propuesta. Entre las varias críticas que han aparecido, algunas señalan que la formulación sencillamente resulta poco útil en un contexto cultural particular, mientras que otras ofrecen un reproche de mayor aliento. Besnier et al. (2018) escribieron: “Connell y los muchos otros científicos sociales que desde entonces han adoptado de manera acrítica el modelo de la masculinidad hegemónica ven en la masculinidad una entidad coherente, aunque plural, mientras que para nosotros la masculinidad es una producción que emerge de las dinámicas sociales, económicas e ideológicas entretejidas en ella” (p. 841); véanse también High (2010, p. 753) y Kovač (2022, p. 150). Esta crítica sería válida y necesaria si no fuera por el hecho de que el modelo, por lo menos en las manos de sus progenitores (aunque en menor medida también, ocasionalmente, en las de sus aplicadores), es una teoría explícitamente dinámica, que además se asienta sobre relaciones sociales materiales siempre cambiantes, tanto globales como de tipo más local (véase Connell y Messerschmidt, 2005/2021).
De modo similar a los objetivos de quienes han intentado teorizar las desigualdades de género y sus metamorfosis, los fines declarados de la etnografía han sido, durante mucho tiempo, documentar procesos dinámicos y vigentes de la vida social y contrarrestar las tipologizaciones estáticas sobre sociedades uniformes e inmutables. ¿De qué otra manera si no podría entenderse la profunda influencia que los propios etnógrafos pueden tener sobre aquello que estudian? No sólo deben buscar la estructura social y la ideología en una burbuja, sino también incorporar “los atributos sociales e intelectuales del autor” (Brandes, 2008, p. 145). El hecho de que algunas de las mejores “etnografías” sobre los hombres y las masculinidades hayan sido producidas por periodistas no debería ser tanto una fuente de vergüenza como una motivación para que mejoremos nuestra investigación y redacción; para un ejemplo excelente de una etnografía sobre una mujer trans, véase Faludi (2016/2018). Si los trabajos sobre los hombres y las masculinidades antes del año 2000 seguían aferrándose con demasiada frecuencia al marco de las identidades, los trabajos más recientes han tendido a poner el acento en el contexto (y el cambio) histórico y la práctica material, como es el caso de la etnografía de Fachel Leal (2021) sobre los gaúchos del sur de Brasil y el estudio de Ling (2017) sobre los ajustes realizados para acomodarse a una preferencia por los hijos varones en la China urbana.
En gran parte de la antropología sobre los hombres y las masculinidades desde el año 2000, encontramos un sentimiento de incomodidad ante la disyuntiva de tener que determinar el mejor modo de caracterizar los cambios históricos, sea como nuevas formas de masculinidad, o como la ruina de la masculinidad. Recurriendo a un sinnúmero de modificadores, las masculinidades contemporáneas han sido calificadas de emergentes (Biersack y Macintyre, 2018; Inhorn, 2012), alternativas (Carabí y Armengol, 2015) o cambiantes (Gutmann, 2003). Otros adjetivos empleados son antisexista, atenta, atípica, conjugada, contrahegemónica, deconstruida, democrática, desviada-positiva, filógina, igualitaria, implosiva, marginal, más saludable, moderna, moral, no conformista, no convencional, no dominante, no fálica, no jerárquica, no normativa, no ortodoxa, no patriarcal, no tóxica, no tradicional, nueva, positiva, pragmática, progresista, radical, reconstruida, recuperativa, reflexiva, resignificada, sensible, transitoria, variable y variante. Éstas y otras expresiones similares se utilizan para mostrar el contraste entre lo que sus autores consideran formas diferentes de masculinidades, dominantes y subordinadas, progresistas y retrógradas, extendidas y poco comunes, duraderas y efímeras, y, sinceramente, las formas en que las personas deberían y no deberían ser masculinas. Manifiestan una notoria incomodidad ante las ideas singulares, inertes y atemporales sobre la masculinidad, pero al mismo tiempo revelan una necesidad de acentuar y adjetivar, temporal, jerárquica, moral y comparativamente, las masculinidades.
“Inspirándome en la idea de Williams de lo emergente”, escribió Inhorn (2012), “mi argumento es que hace falta un enfoque de ‘masculinidades emergentes’ para entender la hombría de Oriente Medio. Dicho de otro modo, el yo viril no es una cosa ni una constante, sino un acto siempre en progreso” (p. 31). Se podría decir, por supuesto, que la masculinidad es siempre emergente, nueva y cambiante, en cuyo caso la cuestión pasaría a ser qué tan útil para pensar es la percepción de la emergencia, la alteridad y el cambio. Si históricamente todas las masculinidades son emergentes y cambiantes, las caracterizaciones pierden gran parte de su valor y pueden dar la impresión de que son más invariables y moralistas de lo que se pretende. Aun así, Inhorn y otros señalan hacia algo crucial: los hombres (y otras personas, para el caso) que buscan activamente romper con las propias prácticas y actitudes sexistas y patriarcales.
Tales rupturas nos obligan a preguntarnos qué debemos hacer con el binarismo de género, la ruptura del binario y las nociones de desgeneración (degendering) en la antropología de los hombres y las masculinidades. Los antropólogos biológicos llevan mucho tiempo estudiando cuestiones como la sexualidad y la agresividad masculinas en relación con la evolución, las hormonas, la genética y las similitudes y diferencias entre primates de todo tipo; véanse, por ejemplo, Bribiescas (2005), Fuentes (2021) y Gray et al. (2007). El llamado a la antropología forense a tener en cuenta a los individuos transgénero al momento de examinar restos humanos no identificados es igualmente oportuno y valioso (Schall et al., 2020).
En su revolucionario estudio sobre la testosterona, Jordan-Young y Karkazis (2019) prescinden de gran parte de la biopalabrería popular en torno a esta molécula, y rebaten los argumentos de que la masculinidad tiene una base biológica (véase también Oudshoorn, 2003). En 1900, las palabras “liderazgo político”, “consumo de alcohol” y “pornografía” tenían un componente de género mucho más fuerte que en el 2000; más específicamente, estos términos se asociaban más con los hombres que con las mujeres, y estaba más difundida la creencia de su arraigo en constantes biológicas. Las opiniones y experiencias en relación con el género de los acuerdos sociales han cambiado en forma paralela. La advertencia del biólogo Fausto-Sterling (1992) no ha perdido vigencia: “[S]on muy pocas las diferencias absolutas entre los sexos y […] sin una igualdad social completa no podemos saber con certeza cuáles son” (p. 269).
Los esfuerzos por pintar un mundo donde el género ha dejado de ser tan relevante son sin duda prematuros y peligrosos. Pero reconocer una tendencia, para bien o para mal, hacia la desgeneración (del liderazgo político, del consumo de alcohol y de la pornografía, por ejemplo) e imaginar un futuro que encarne una mayor ausencia de género no es algo que debamos desdeñar (véase Gutmann, 2019/s. f.). Hace mucho tiempo, Rubin (1975/1986) se atrevió a imaginar tales ideas: “El sueño que me parece más atractivo es el de una sociedad andrógina y sin género (aunque no sin sexo), en que la anatomía sexual no tenga ninguna importancia para lo que uno es, lo que hace y con quién hace el amor” (p. 135).
Las etnografías sobre los hombres y las masculinidades han servido a un propósito válido; no obstante, tal vez no estaría de más preguntarse si el futuro traerá y debería traer más estudios que junten hombres, mujeres y géneros no binarios, como los trabajos de Rofel (2007) y de Cole y Thomas (2009); véase también Hearn (2019), donde se reexamina de manera más teórica la utilidad del propio campo de los hombres y las masculinidades. Varios indicios apuntan a corrientes subterráneas transgresoras de géneros que sin duda despertarán interés en los próximos años, entre ellas los intentos, muy extendidos entre los jóvenes de todo el mundo, de alterar los pronombres de género y el género gramatical en sus respectivas lenguas; los movimientos trans∗ sociales y políticos; y, en el reverso de la moneda, intentos como los del Vaticano de imponer maliciosamente el binarismo de género, intensificar las desigualdades de género y atacar la teoría antropológica de género por su presunta negativa a aceptar supuestas verdades biológicas y teológicas de género (Versaldi y Zani, 2019).
El propósito de la expresión “los hombres como hombres” era enfatizar que también los hombres tienen y generan género, mas nunca fue una construcción libre de ambigüedades. Si esta noción sigue siendo útil, es válida únicamente cuando entra en fricción con preguntas más expansivas, como: ¿Qué supondría para los hombres ser personas carentes de género? ¿Es esto siquiera deseable? Y si así fuera, ¿para quién?
Encaré la redacción de este artículo con gratitud por la invitación, pero con auténtica reticencia. Como autor de una reseña sobre el mismo tema para la revista Annual Review of Anthropology (ARA) en 1997, hace 26 años (y en español en La Ventana en 1998), tenía buenos motivos para ceder ante los demás especialistas en estos estudios. Sin embargo, al final no pude resistirme a la tentación de revisitar el área de estudio, repasar, hacer enmiendas y volver a intentarlo. Y, como ocurre siempre con los artículos de ARA, el límite que imponen al número de citas me obligó a sugerir apenas la bibliografía disponible, que es más amplia. Fui muy afortunado de recibir comentarios detallados sobre un borrador anterior de esta reseña por parte de Ana Amuchástegui, Andrew Bickford, Raewyn Connell, Marcia Inhorn, Michael Kimmel y Daniel Smith. Este artículo es ahora mucho mejor gracias a sus sugerencias. Quiero expresar mi verdadero agradecimiento también a los siguientes colegas por sus consejos y correcciones y por hacerme sentir menos como un portero que se aferra a su tema: Federico Besserer, Stanley Brandes, Yifeng Troy Cai, Agustín Fuentes, Ivonne Szasz, Sertaç Şen, Brendan Jamal Thornton y Emily Wentzell. La estudiante de posgrado Deborah Frempong de la Universidad de Brown fue una fabulosa asistenta de investigación durante la fase temprana de recopilación del material. Expreso también mi gratitud a la Universidad de Brown por el apoyo bibliográfico recibido, y a Arí Bartra por su excelente traducción.
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