Dossier-Artículos

El latente debate sobre la ingeniería y la ciencia

O debate latente sobre engenharia e ciencia

The Latent Debate Regarding Engineering and Science

Javier Aracil
Universidad de Sevilla, España

El latente debate sobre la ingeniería y la ciencia

Revista Iberoamericana de Ciencia, Tecnología y Sociedad - CTS, vol. 14, núm. 41, pp. 287-311, 2019

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Resumen: Este artículo trata de las relaciones entre la ciencia y la ingeniería, al tiempo que se analizan la técnica y las tecnologías, tan relacionadas con aquellas dos. El punto de vista que aquí se defiende no es el convencional en nuestros días, sino que tiene ciertas reminiscencias del vigente hasta hace pocos decenios, aunque está elaborado con una perspectiva que incorpora elementos actuales. En los argumentos que aquí se discuten, la ingeniería se identifica como la forma superior de la técnica, siguiendo una propuesta de Ortega y Gasset que tuvo gran aceptación en su tiempo, pero que últimamente parece olvidada. Este autor declaró también en su Meditación de la técnica que “la técnica [es] la reforma que el hombre impone a la naturaleza en vista de la satisfacción de sus necesidades”.1 Esta afirmación puede servir de punto de partida del presente artículo.

Palabras clave: ciencia, técnica, ingeniería, mundo artificial.

Resumo: Este artigo trata das relaciones entre a ciência e a engenharia, analisando a técnica e as tecnologias, tão relacionadas a essas duas. O ponto de vista aqui defendido não é o convencional em nossos dias, mas tem certas reminiscências do que existia até algumas décadas atrás, embora seja elaborado a partir de uma perspectiva que incorpora elementos atuais. Nos argumentos aqui discutidos, a engenharia é identificada como a forma superior da técnica, seguindo uma proposta de Ortega y Gasset que teve grande aceitação na época, mas que ultimamente parece esquecida. Este autor também afirmou em seu Meditación de la técnica que “a técnica [é] a reforma que o homem impõe à natureza em vista da satisfação de suas necessidades”. Esta afirmação pode servir de ponto de partida do presente artigo.

Palavras-chave: ciência, técnica, engenharia, mundo artificial.

Abstract: This paper addresses the relationship between science and engineering, at the same time that it analyzes techniques and technologies, which are so closely related to those two topics. The point of view that is argued here is not the conventional one at present; it is somewhat reminiscent of the one adopted a few decades ago, although it is set forth with a perspective that incorporates current elements. In the arguments detailed here, engineering is identified as the higher form of technology, following a proposal by Ortega y Gasset that was widely accepted at the time, but lately seems overlooked. This author stated in his well-known book, Thoughts on Technology, that “technology [is] the reform that man imposes on nature towards the satisfaction of his needs”. This statement could serve as a starting point to this paper.

Keywords: science, technology, engineering, artificial world.

“La spéculation est un luxe,

tandis que l’action est une necesité”

Henri Bergson, L’évolution créatrice

1. El controvertido cuadrado formado por la técnica, la ingeniería, la ciencia y la tecnología

Para abordar el debate al que alude el título del artículo, en este primer apartado vamos tratar de precisar el uso que se hace en él de cuatro términos: “técnica”, “ingeniería”, “ciencia” y “tecnología”. Estos términos se pueden disponer en los vértices de un cuadrado, cuyos lados y diagonales representan las relaciones entre pares de ellos.

Empezando por “técnica”, esta palabra designa, en el sentido más corriente, las habilidades prácticas que se asocian a la realización efectiva de una determinada actividad (sea una obra de arte, la labor en un laboratorio o el virtuosismo en la ejecución de una obra musical, entre la multitud de actividades que se pueden llevar a cabo). En este sentido se habla de la pericia técnica que se adquiere como resultado de la experiencia y el saber hacer adquiridos mediante la práctica, con el complemento de algún conocimiento, además de dotes innatas para llevarla a cabo. Así se habla de la técnica de un pintor, de técnica musical, de la técnica matemática en la resolución de un problema, de técnica jurídica, de técnica de laboratorio, entre otras muchas. Se puede decir que hay una técnica relativa a cada actividad humana. De hecho, “técnica” se deriva de la voz griega tékhnē (τέχνη, habilidad o destreza para hacer y producir).

En un sentido más restringido, la técnica significa la producción de bienes en general y comprende las artes, los oficios y la base material de las sociedades, mediante las cuales se ha elaborado la parte material del mundo artificial, formado por el sinnúmero de artefactos que hemos construido los humanos buscando satisfacer alguna necesidad, por lo que se dice que están dotados de utilidad, que son provechosos o que permiten alcanzar algún beneficio de tipo práctico. Curiosamente, forman la parte menos encumbrada y prestigiosa de todas las culturas, aunque sea una de las más básicas. La forma más elaborada de estas actividades da lugar a la “técnica del ingeniero”.

En efecto, en paralelo con lo que se acaba de exponer, “ingeniería” alude al dominio que se ocupa de concebir, proyectar, construir, mantener y gestionar la explotación eficiente de obras civiles, embarcaciones, explotaciones agrícolas y ganaderas, sistemas de regadíos, reservas forestales, minas, productos textiles y químicos, máquinas y manufacturas mecánicas, procesos productivos, aeronaves, centrales energéticas, modos de organización industrial, dispositivos electrónicos, redes de comunicaciones, el mundo de la informática, incluyendo también alteraciones genéticas y un interminable etcétera. La vastedad de dominios que abarca la ingeniería hace que no sea factible en la práctica una definición extensiva del campo que cubren, aunque la diversidad de actuaciones implicadas dificulta también una definición intensiva. Si bien en todas sus labores se encuentra un rasgo común: se trata de reconducir los fenómenos naturales para producir objetos o sistemas artificiales con los que reducir la dependencia directa de los seres humanos con respecto a las vicisitudes a las que los somete el medio natural en el que viven, o aun de satisfacer necesidades caprichosas que ellos mismos se han forjado en una pretendida búsqueda de mayor bienestar. Es decir, son las actividades cruciales para erigir el mundo artificial.

La manera básica de hacer ingeniería es la transformación de una idea concebida para obtener alguna utilidad o beneficio, en algo dotado de existencia real y efectiva, y a lo que se ha de proporcionar un funcionamiento adecuado, que sea a la vez eficiente, robusto y económico. El complejo y variado proceso de actuaciones que comprenden desde la concepción hasta la explotación de artefactos es el dominio específico de la ingeniería y constituye un ámbito de reflexión en el que se entrelazan formas de racionalidad que guardan semejanza con las que emplean los científicos, con otras habilidades de más difícil caracterización, pero que no son ajenas a las de los artistas al realizar sus creaciones.

De este modo al hablar de “técnica” está implícito el uso de “ingeniería”, formada por las cumbres de la vasta cordillera de la técnica. Y así se dice que la ingeniería es la forma superior, o más elaborada, de la técnica. Por ello no nos vamos a entretener más, de momento, en precisar qué es la ingeniería. A lo largo del artículo se puntualizarán matices de esta incompleta definición. En todo caso, la fusión de técnica e ingeniería conduce a que en el cuadrado con el que se ha empezado esta sección, el lado correspondiente a estos dos términos se pueda achicar hasta casi confundir los dos vértices. Sin embargo, esta fusión no debe hacer olvidar que todo ingeniero es un técnico, pero no al revés.

Vamos a ocuparnos ahora de “tecnología”, cuyo uso en español ha sufrido cambios sustanciales durante los últimos años, que atañen a la tesis que se defiende en este artículo. En esa voz, el sufijo “–logía” da lugar, en la actualidad, a variadas acepciones. La más relevante en el mundo académico debería ser consistente con la etimología, según la cual la “–logía” (–λογία, el estudio de algo) se refiere al tratado que reúne los saberes sobre un determinado ámbito, en este caso la técnica (de forma análoga a como la biología se ocupa de los saberes relativos a los seres vivos). Así, se habla de tecnología mecánica o de tecnología eléctrica, como el estudio de la técnica que se lleva a cabo con medios mecánicos o eléctricos, o que conduce a artefactos de esas naturalezas, respectivamente. Este uso es habitual en las asignaturas que se imparten en las escuelas de ingenieros, aunque en las facultades de ciencias no se suelen ofrecer esas mismas asignaturas. También es frecuente encontrarse con expresiones como las de tecnología militar, con un sentido semejante al anterior. Asimismo se habla de tecnología popular (Caro Baroja, 1983).

La ausencia de un cuerpo teórico único y válido para todo el vasto dominio de la técnica (incluso limitada a la técnica del ingeniero) ha determinado que “tecnología”, en la acepción que se acaba de mencionar, se haya empleado siempre acompañada por un adjetivo que indica el dominio particular del que se trata, como sucede en los casos citados en el párrafo anterior. De acuerdo con el significado que se está comentando, las tecnologías aportan los conocimientos mediante los cuales los ingenieros realizan sus labores, y quedarían subsumidas por la técnica. Así, es consistente con lo que se está proponiendo hablar de las tecnologías pero no de la tecnología —éste era el uso tradicional del término.

Pero, recientemente, por influencia angloamericana, se ha puesto de moda emplear “tecnología” en otro sentido, según el cual el logos con el que se hace la técnica moderna se identifica con la ciencia, que sería la que suministraría el conocimiento básico para llevar a cabo los artefactos que conciben y hacen los ingenieros. El médico estadounidense Jacob Bigelow (1787-1879) preconizó, a principios del siglo XIX, el término technology como “the application of the sciences to the useful arts(Bigelow, 1831). De este modo, la tecnología se definiría como la técnica hecha a partir del conocimiento científico, de manera que la eficacia de los artefactos estaría sancionada por la ciencia convencional, y no tanto por la propia eficiencia mostrada por cada artefacto. Esta acepción alcanzó gran éxito en el mundo universitario de Estados Unidos —MIT, Caltech—, frente a la gran mayoría de los centros que en Europa se conocen como politécnicos. En español, a remolque del inglés, se emplea también “tecnología” como resultado de una perezosa traducción de technology, que afecta no sólo a una palabra sino a un concepto (el supuesto carácter de la técnica moderna como mera aplicación de la ciencia).

Como resulta patente, según esta acepción la tecnología no sería predominantemente empírica, sino que su racionalidad le sería impuesta, con exclusividad, por su dependencia de la ciencia moderna. En este sentido, la tecnología monopolizaría el uso de la razón en el ámbito de la técnica, quedando la técnica tradicional limitada a reglas heurísticas sin especial contenido intelectual (Quintanilla, 2005: 46). Así, los partidarios de esta acepción de “tecnología” admiten implícitamente un divorcio entre la técnica tradicional y el empleo depurado de la razón, olvidando además que la razón no es patrimonio exclusivo de la ciencia, ni de nadie. Más adelante, veremos algún problema que trae esa forzada distinción entre la técnica tradicional y la moderna. De momento, debemos recordar que en las obras públicas y en las grandes embarcaciones del mundo clásico, entre otras maravillas de la técnica de la antigüedad, el recurso a la razón en nada desmerece al requerido por las más elaboradas realizaciones de la ingeniería moderna, habida cuenta de la época en la que se produjeron esas obras. Es como si se pretendiera que la técnica no hubiese alcanzado su desarrollo pleno hasta el advenimiento de la ciencia contemporánea, convirtiéndose entonces en tecnología.

En consecuencia, no resulta extraño encontrar enunciados en los que la tecnología se define como la ciencia aplicada a la resolución de problemas concretos, de carácter utilitario y práctico. Hay incluso quienes llegan a considerarla como la rama de la ciencia que se ocuparía de esas aplicaciones. Pero, con ello se le asigna el papel que tradicionalmente había tenido la ingeniería y se confunde con lo que siempre ha sido la labor propia de los ingenieros. ¿Se convertirían con ello los ingenieros en meros “tecnólogos”? No resulta extraño que los científicos, entre otros,se dirijan a los ingenieros, acaso pretendiendo halagarlos, llamándolos así: tecnólogos —y en algún caso, en efecto, logran su propósito, colmando la vanidadávida de modernidad de algunos ingenieros.

Se comprende que los científicos sean, de forma mayoritaria, partidarios militantes y devotos de esta acepción de “tecnología” que les permite sentirse patrocinadores, en primera línea, de la técnica moderna. De este modo se sienten partícipes directos e imprescindibles para la invención del mundo artificial, y no indirectos, a través de los conocimientos con los que contribuyen a un mejor conocimiento del universo y a los que los ingenieros recurren cuando lo estiman oportuno. Cuando los científicos se ocupan de aplicaciones, no suelen referirse a ellas con el término “técnica” (pues deben considerarlo poco prestigioso): siempre dicen que hacen tecnología, que es lo que tiene para ellos la apropiada categoría. Esto no es de extrañar, ya que entre los científicos es frecuente que, cuando hablan de técnica, tengan en mente con preferencia la labor auxiliar que llevan a cabo los técnicos de laboratorio. Incluso, a veces, cuando citan algún procedimiento experimental lo denominan una tecnología.

Del mismo modo, es habitual que se diga que una empresa, o un grupo de investigación, posee una tecnología cuando tiene un procedimiento o método —un saber hacer— para resolver una cierta clase de problemas prácticos. Asimismo, se emplea a veces “tecnología” para referirse a los objetos producidos mediante la técnica. Igualmente, es muy frecuente que se emplee eludiendo el adjetivo en “tecnología digital”, aunque se suponga implícito. Esta acepción ha adquirido gran difusión especialmente con “nuevas tecnologías”, que se empezó asociando con la última modernidad en el dominio de la electrónica digital, y ahora se emplea con profusión en otros dominios de la técnica moderna. En realidad, los usos que se están haciendo de “tecnología” son mucho más variados de lo que se acaba de exponer.

En todo caso, el uso de “tecnología” se ha puesto de moda y ha adquirido gran repercusión en los medios intelectuales y científicos, y especialmente en los medios de comunicación o entre políticos. Es una palabra con muchas sílabas y que suena engolada, lo que es del gusto contagioso de estos días. De hecho, se comporta como un archisílabo, esas palabras artificialmente sobredimensionadas para que suenen más enfáticas e importantes, como las definió Aurelio Arteta.2

Pero sucede también que en la actualidad “técnica” y “tecnología” es corriente que se usen como sinónimos, e incluso se considere al primero de los términos como algo anticuado y casposo. La lengua goza de autonomía en la elección de las palabras y por tanto no debería de haber nada que objetar a ese uso sinónimo, como no sea que empobrece el lenguaje al eludir matices y devaluar su riqueza y precisión. Por esto último, en ciertos medios cultos se sigue manteniendo el uso de “técnica” para aludir al conjunto de actividades que hemos llevado a cabo los humanos, desde nuestros remotos orígenes, para crear el mundo artificial en el que nuestra especie ha alcanzado su auge actual. En esas actividades se produce una inflexible continuidad, sin rupturas como consecuencia de la aparición de la ciencia.

Sin embargo, con todos los variados e inconexos usos de la voz “tecnología”, se ha producido un indeseable barullo que se encuentra profundamente implantado y se ha caído en tópicos difíciles de eliminar, aparte de no favorecer la reflexión clara sobre el mundo de la técnica ni la precisión lingüística en ese contexto. Es posible que sea tarde para revisar esos usos, pese a que la nueva moda no ha aportado mayor claridad al discurso sobre estas cuestiones, sino todo lo contrario. Además, el uso sinónimo de “técnica” y “tecnología” desvirtúa completamente la pretensión de que el segundo de ellos tenga el significado de técnica llevada a cabo con el concurso predominante de la ciencia.3

Una consecuencia de la acepción que se está cuestionando es que la ciencia y la tecnología serían prácticamente indisociables, de ahí denominaciones como “tecnociencia” y también la expresión en boga, aunque algo más larga, de “ciencia y tecnología”, que se han convertido en una especie de señuelo conjunto. De acuerdo con el punto de vista de los partidarios tanto de “tecnociencia”, como de “ciencia y tecnología”, y simplificando mucho, la ciencia se ocuparía de las ideas a partir de las cuales se desencadenaría toda actuación técnica, mientras que la técnica lo haría de los aspectos meramente instrumentales para llevar a la práctica esas ideas. Asimismo, arguyen los partidarios de esa fusión, que en el incremento de los bienes de consumo que caracteriza nuestra sociedad ha tenido una influencia relevante el conocimiento científico, lo cual es indiscutible, pero olvidan que para que esa influencia se produzca se requiere además la capacidad de imaginar la posible utilidad de ese conocimiento para satisfacer alguna necesidad, lo que no es algo trivial, como veremos más abajo.

La llamada tecnociencia parece tener su origen en la “gran ciencia” (big science) que se lleva a cabo en grandes instalaciones científicas, y en las que se alardea de una supuestamente inseparable conjunción entre la actividad propiamente científica y la necesidad de elaborados medios técnicos. Así, si se visita un instituto astrofísico se comprueba que, en efecto, en él coexisten científicos e ingenieros (y técnicos en general), por lo que sería, para los partidarios de ese término, una muestra evidente de tecnociencia, la cual formaría una unidad en la que se contendría tanto la ciencia como la técnica. Pero, por el contrario, lo que resulta patente en esos mismos institutos es que no se requiere que los científicos que trabajan en ellos tengan conocimientos técnicos, más allá de una noticia superficial de lo que pueden esperar de los instrumentos que los ingenieros ponen a su disposición. Al mismo tiempo, lo único que se pide a los ingenieros que desarrollan su labor en esas instituciones es que ejerzan correctamente la labor técnica que se les encomienda, y no que dispongan de conocimiento alguno sobre las teorías cosmológicas para las que conciben instrumentos con los que recabar datos —aunque puedan tenerlo, pero por su gusto. De este modo, en esos institutos se pone claramente de manifiesto la diferencia entre ingenieros y científicos, aunque trabajen aparentemente para lo mismo, en idéntico lugar. Por eso hablar de tecnociencia como de algo dotado de entidad propia (y no como la simple agregación de actividades notoriamente diferenciadas, aunque resulten complementarias para realizar ciertas investigaciones científicas) conduce a una falacia intelectual. Pero es que, además, ¿cabría admitir que un ámbito de aplicaciones concretas (el de la “gran ciencia”), por importante que sea, pueda justificar la adopción de esa denominación genérica para toda la técnica —y al mismo tiempo para la ciencia, aunque por esto último se pasa de puntillas? La parte, además de sesgada, se confunde con el todo.

Para terminar la anterior digresión conviene que nos detengamos un momento en analizar la distinta motivación que tienen la ciencia y la técnica. La ciencia pretende saciar la curiosidad que suscita la variedad de fenómenos naturales que se producen en nuestro entorno y a los que subyacen pautas regulares y predecibles, y al aplacar ese anhelo se genera el acervo de saberes que cultivan celosamente los científicos. Y así se construye el grandioso edificio del conocimiento científico, formado por creencias racionales, corroboradas experimentalmente, por lo que son acreedoras del calificativo de verdaderas —de ahí el crédito que tiene la ciencia en el mundo del pensamiento. Por otra parte, la técnica, y con ella la ingeniería, está formada por el cúmulo de actividades mediante las cuales se busca de forma primaria obtener formas de utilidad, como se viene insistiendo en este artículo.

Asimismo interesa destacar que en la técnica, lo mismo que en la ingeniería, ocupa un papel preponderante el hacer, mientras que en la ciencia la preeminencia la tiene el saber. Mediante la técnica del ingeniero se desarrollan capacidades que nos facultan para acceder a mundos insólitos —el prodigioso mundo artificial que nos cobija— y somos capaces de hacer cosas que sin ella no podríamos hacer —como haber ido a la Luna y regresado después. En este sentido se argumenta con frecuencia que la propia técnica ha surgido de la misma pretensión de manipular las cosas (de manipular el ser, que diría algún metafísico), manipulación que lleva incluso implícita una actitud violenta con respecto a la naturaleza, a la que se altera cuando ello es necesario para lograr las metas de orden práctico perseguidas. Pero, por su parte, la ciencia lo que anhela es alcanzar el conocimiento objetivo, por lo que tiene un trasfondo radicalmente epistémico, que además ha sido tradicionalmente considerado como desinteresado —extremo éste que resulta cuestionado, especialmente en nuestros días. Todo ello conduce a proclamar la diferencia radical entre la ciencia y la ingeniería (la técnica en general) por las metas dispares que persiguen una y otra. Hay que tener en cuenta, además y de forma destacada, que los objetivos pretendidos conforman los métodos para alcanzarlos.

En realidad, esa desigualdad no es sino una consecuencia última de las ideas de Platón, que estableció una tajante distinción entre tékhnē y epistemē, que se ha mantenido incólume en gran parte del pensamiento occidental. El mundo de la filosofía siente gran fascinación por el de la ciencia —pues comparten orígenes— a la que cabe considerar la obra colectiva más maravillosa del conocimiento humano. Sin embargo, esos mismos pensadores no se han interesado, o lo han hecho sólo secundariamente, por la técnica, que es la que ha suministrado el soporte tangible de la civilización en la que viven, beneficiándose de la técnica, pero sin hacerle demasiado caso en sus especulaciones.

Como resumen de lo anterior se puede decir que en nuestras relaciones con el mundo natural los humanos hemos desarrollado dos tipos de actividades: la búsqueda de la utilidad que se pueda extraer de ese mundo; y la satisfacción de la curiosidad que suscitan los fenómenos que ocurren en él —dejando de lado aspectos irrenunciables de la aventura humana como son el explorar el sentido de la vida, el indagar en el arte y en el enigmático papel de la libertad y la razón en la convivencia social, entre otros semejantes. Aquellos dos tipos de actividades han dado lugar, a lo largo de los tiempos, a formas peculiares de actuación, idóneas para los distintos objetivos que se persiguen en cada una de ellas, y que han fraguado en dos tipos de profesiones, ingenieros y científicos, cada una de las cuales está supeditada a cánones propios y peculiares. Desde el Renacimiento, y en particular durante el siglo XVIII, en la época gloriosa de la Ilustración, la conjunción de la ciencia y la ingeniería se producía de forma instintiva entre quienes las practicaban, pues el conocimiento aún era escaso y una misma persona podía saber de todo (incluso filosofía). Grosso modo se puede decir que, en esos tiempos, ciencia y técnica, pese a sus radicalmente diferentes motivaciones y orígenes históricos, podían ser ejercidas por las mismas personas. Sin embargo, a lo largo del XIX se produjo una inevitable bifurcación, que condujo al establecimiento actual de preceptos claramente diferenciados para la práctica de cada una de esas dos actividades, y con ello se abrió un precipicio entre ambas.

Una vez analizados, aunque sea someramente, los cuatro términos que forman el cuadrado que se ha bosquejado al principio de este apartado, y especialmente algunas de las relaciones entre ellos, estamos en disposición de analizar su función en el mundo de nuestros días, colmado de artificios que facilitan e incrementan nuestro bienestar.

2. La técnica y el género Homo surgen a la vez

La técnica ha desempeñado un papel fundamental en el proceso de hominización: en la transformación del simio superior en ser humano. No existen humanos sin técnica. Descendemos por línea directa de los que tallaron los productos líticos que se remontan a los primeros pasos dados por Homo sobre la Tierra, hace ya unos dos millones de años. Esos productos fueron el resultado de unas excepcionales facultades mentales, superiores a todo lo conocido en el mundo animal (aunque se insinúen sutilmente en los simios superiores, entre otros animales; la naturaleza no da saltos). Estas facultades permitieron a los primitivos homínidos idear cosas útiles transformando aquello que encontraban en su entorno, con lo que vieron favorecida su supervivencia y estimulado su florecimiento. Muchísimo más tarde, se plantearon otras cuestiones más especulativas y surgieron el arte, la filosofía y la ciencia. Tanto ellos como sus descendientes tuvieron un éxito sin parangón con la explotación de esas técnicas primitivas y de resultas de ello aquí estamos nosotros, junto con otros 7500 millones de congéneres.

Hace unos 10.000 años tuvo lugar la revolución agrícola del Neolítico, punto de partida de la civilización, que está asociada a una actividad genuinamente técnica: la agricultura, en la que se engloban las labores tanto de los agricultores como de los ganaderos. Las plantas seleccionadas y cultivadas por los primeros, y los animales domesticados y estabulados por los segundos, constituyen actividades primigenias para la emergencia del mundo artificial posterior. En paralelo con esa revolución se fomenta el sedentarismo, y con él aparecen más tarde las ciudades, que promueven la convivencia entre los humanos y se convierten en el germen del mundo civilizado. Con la Revolución Neolítica surgen igualmente herramientas agrícolas, armas, embarcaciones elementales y canoas, algunos artículos domésticos, como los utensilios culinarios y los recipientes de barro, y la rudimentaria vestimenta, entre otros artificios. Aparecen luego los reinos y los imperios, espacios propicios para la propagación de ideas y conocimientos, y también de relativa estabilidad social que favorecieron actividades productivas y comerciales, y con ellas un estímulo decisivo para el progreso social. La agricultura provocó una explosión demográfica, y aunque las comunidades asentadas resultasen vulnerables a las enfermedades infecciosas, el aumento de la población también trajo consigo una mayor diversidad genética. Con esa revolución empieza a incubarse el mundo artificial, que provocó una remodelación radical de la biosfera de nuestro planeta. Por todo ello, la técnica forma parte medular de la cultura humana.

El progreso de la agricultura configuró la lenta y paulatina evolución de la humanidad hasta que hace unos trescientos años se desencadenó la Revolución Industrial, que dio lugar a otra inflexión en el crecimiento de la población humana y en la organización social, en una nueva versión de lo ocurrido con la neolítica. Esta revolución recibió un fuerte impulso del fomento del conocimiento útil y de la razón práctica, y se basó en avances simultáneos en distintas ramas de la ingeniería, tales como la mecánica, la maquinaria textil, la metalurgia y otras actividades técnicas (incluida la misma agricultura), así como la concentración laboral en fábricas, que propició una nueva forma de organizar la producción industrial, fomentada por la disposición de energía en los puntos donde se necesitaba, gracias a la máquina de vapor. La gran masa de la población, que hasta entonces había laborado los campos en una agricultura de subsistencia, empezó a incorporarse al sistema productivo fabril, llevando una vida, en un principio, muy penosa, miserablemente hacinados en núcleos urbanos, alumbrando el proletariado, al tiempo que se asentaba en paralelo el capitalismo fabril. La Revolución Industrial instaló a la humanidad en la edad de las máquinas y provocó una inmensa mutación en todos los órdenes de la vida social. De hecho, la conjunción de la Revolución Industrial con la Ilustración instauraron las bases del mundo moderno.

En la actualidad vivimos otra época de progresos deslumbrantes de la técnica asociados ahora al procesamiento de la información, mediante las tecnologías digitales, con el que se llegan a emular incluso algunas actividades que consideramos propias de la mente humana, como jugar al ajedrez o al go. La capacidad de las máquinas para imitar labores mentales ha fomentado el espejismo de que llegarán a reproducir la inteligencia humana, lo que ha excitado la imaginación de algunos autores. Por lo demás, esas técnicas son capaces de llevar a cabo funciones de control de máquinas y procesos supliendo a los operadores humanos, de forma complementaria a como, tras la Revolución Industrial, las máquinas mecánicas reemplazaron la potencia muscular, mediante el generalizado recurso a la energía a partir de la máquina de vapor.

Además, en nuestro tiempo se apuntan fabulosas posibilidades para las técnicas que intervienen en el mundo biológico (las biotecnologías), en las que también participan ingenieros (en especial, los que se ocupan del mundo orgánico). Ingeniería y medicina comparten rasgos comunes como actividades profesionales, pues en ambos casos se persigue, de forma dominante, una cierta forma de utilidad en las actuaciones correspondientes.

Mediante la técnica hemos erigido el mundo artificial que sustenta la parte material de la civilización. Al mismo tiempo, la técnica nos está permitiendo trascender los límites de nuestra naturaleza. Con su concurso nos vamos transformando nosotros mismos al adaptarnos al mundo que estamos construyendo. Lo anterior nos lleva a la médula de la técnica: el hombre actual lo es en la medida en que ha alterado el mundo natural en su propio beneficio. En este sentido hay que afirmar que para los humanos es consustancialmente natural explotar en nuestro provecho el inhóspito y agreste mundo de la naturaleza —aunque también nos maraville con su esplendorosa belleza, pero durante períodos limitados y protegidos oportunamente de sus inclemencias— con el fin de crear otro más confortable, acogedor y hospitalario: el artificial. Eso es precisamente lo que define el quehacer técnico al que cabe considerar, en consecuencia, la espina dorsal de nuestra civilización. Y así, con el concurso de la técnica los humanos nos hemos hecho tal como somos hoy.

Por ello no podemos prescindir de la técnica, pues sería actuar contra natura. Nuestro progreso nos ha llevado a la “desnaturalización” de nuestro entorno para subordinarlo a nuestros deseos y ambiciones. La técnica ha permitido mejorar profundamente nuestra vida, aunque con frecuencia haya llevado aparejados destrozos en los ecosistemas circundantes. En cualquier caso, depende del uso que hagamos de ella: es un medio, no un fin en sí misma. Por ello, la ingeniería está sometida de manera radical a las exigencias de una ética de la responsabilidad, consistente en responder de las consecuencias de las correspondientes actuaciones. Así pues, nuestro modo de estar en el mundo es primordialmente el de usuarios de las cosas que lo pueblan, de las que disponemos utilizándolas para los fines que establecemos en función de nuestras necesidades y ambiciones. Para ello tratamos de intervenir en los fenómenos naturales para reconducirlos y conseguir el beneficio que seamos capaces de obtener de ellos. Al fin y al cabo esos fenómenos siempre están ahí a disposición de quien sepa sacarles provecho.

En nuestros días, nos encontramos en un punto en el que la cuestión estriba en cómo hacer que la transformación que la técnica está provocando en el mundo permita a nuestra especie mejorar sus posibilidades tanto de bienestar en lo inmediato, como de pervivencia a largo plazo. Asimismo en cómo ser más eficientes en el uso de las menguadas reservas de las que por el momento podemos disponer, habida cuenta del alarmante volumen alcanzado por la población humana, lo que ha magnificado muchos problemas cuya resolución se torna cada vez más difícil.

En la evolución de la técnica, desde sus orígenes remotos, se observa que en un principio sus productos eran normalmente el resultado de la actuación de un solo hombre, o de un pequeño grupo, que llevaba a cabo todo el proceso productivo; mientras que en la actualidad, los modernos artefactos comportan la intervención de un gran número de agentes de forma coordinada. En efecto, la evolución de la técnica está asociada a la capacidad de trabajar conjuntamente, de crear comunidades en cuyo seno se producen complejos fenómenos de relación por los que algunos de sus miembros se especializan en labores concretas, en las que pueden alcanzar un elevado nivel de destreza y habilidad. De este modo, el progreso de la técnica depende, de forma sustancial, de la sociabilidad y la cooperación, incluido el ubicuo mercadeo. Lo que sucede es que nuestra compleja sociedad está asentada sobre los intercambios de los bienes producidos, de los que somos, a la vez, productores y consumidores. De este modo todos trabajamos para todos y ese es el cemento con el que se consolida la vida social.

El trabajo conjunto, para ser fecundo, requiere imperiosamente la planificación, organización y dirección de la tarea correspondiente. En esa labor se adivinan algunos de los rasgos definitorios de la ingeniería, al tiempo que se plasma cómo ésta sobrepasa a la técnica ancestral y se distancia de ella. Conviene no olvidar que la capacidad de planificación a largo plazo, fruto de la correspondiente reflexión, es un rasgo distintivo de la especie humana. Ningún animal ha llegado tan lejos, por lo que sabemos, en esa previsión del futuro y en la organización de su vida con el concurso de esa facultad esencial para caracterizar al ser humano.

3. Los artefactos reconducen los fenómenos naturales

Lo que se entiende comúnmente por ciencia es un modo peculiar de saber acerca del mundo natural con el que, en principio, no se aspira más que a saciar la curiosidad — aunque también se habla de ciencia en otros dominios, que aquí no se considerarán. Por otra parte, los artefactos que conciben los ingenieros están formados, en último extremo, por componentes naturales, cuyo estudio pormenorizado suele formar parte de la misma ciencia. Acaso por eso, en nuestra época, en la que la ciencia ha alcanzado logros espectaculares, hay quienes proclaman que todo el conocimiento que se incorpora en un determinado artefacto deriva de la ciencia. Pero, por el contrario, hay que destacar que en los productos técnicos realmente geniales, las innovaciones que han determinado un cambio radical en el curso de la civilización moderna (la máquina de vapor, la aviación, la electrónica, la telegrafía sin hilos, el ordenador, por citar unas pocas) lo necesario para su concepción estaba mucho más allá de lo que podía suministrar el conocimiento científico disponible cuando se concibieron esos artefactos. Luego daremos ejemplos concretos de ello.

Es cierto que cuanto más se sepa sobre los fenómenos naturales involucrados en un artefacto tanto mejor, pero esos ingenios no son el resultado de la simple aplicación directa de los saberes científicos correspondientes. No cabe decir que el diseño de un artefacto se basa exclusivamente en esos conocimientos, y que éstos sean todo cuanto hay que saber para concebirlo y poder llevarlo a cabo. Más bien, lo que en realidad sucede es que se produce, en su caso, un aprovechamiento de determinados conocimientos científicos por parte de la técnica, cuyos orígenes, no se olvide, se remontan a la más remota antigüedad, cuando aún no existía la ciencia, aunque se estaban produciendo admirables obras técnicas. En ese sentido de provecho eventual, aunque frecuente y muy apreciable, es como la ciencia ha contribuido a los grandes logros de la ingeniería a lo largo de la historia.

En realidad, a partir de la Revolución Científica, el conocimiento científico, si bien obtenido en general sin buscar deliberadamente su posible beneficio práctico, ocupa un lugar destacado entre lo que es aprovechable para el ingeniero para lograr los fines que persigue. Pero debe subrayarse que no es la disposición de determinados conocimientos lo que invita a hacer algo útil a partir de ellos, sino que lo que importa es más bien el ingenio de quienes son suficientemente imaginativos para obtener alguna ventaja de esos conocimientos, junto con otros de naturaleza no científica e Intuicion es ingenieriles, mediante un audaz pluralismo de recursos. La imaginación y la creatividad derrochadas en un proyecto, es algo peculiar y distintivo de los ingenieros que resulta ajeno al canon científico habitual (Layton, 1976: 696). En ingeniería la imaginación es tan (o incluso más) importante que el conocimiento. Sin olvidar, asimismo, que en la concepción de los artefactos tiene una intervención decisiva la voluntad de llevarlos a cabo para resolver algún problema de orden práctico.

Hemos aprendido a sacar provecho del conocimiento del que disponemos. Sin embargo, el paso desde elaborar una teoría para explicar cómo funciona algo, a saber aprovechar ese mismo conocimiento para concebir artificios con los que obtener algún beneficio es abismal. Esa es la labor propia de los ingenieros, que se ocupan primordialmente de dotar de utilidad a lo que hacen al buscar soluciones a los problemas que se presentan en los distintos órdenes de la vida (desde sobrevivir hasta alcanzar la abundancia). Lo que identifica su labor es la fabricación de lo provechoso mediante actuaciones precisas y concretas. Por su parte, la ciencia ha tratado de investigar cómo está formado y cómo se comporta el mundo natural; mientras que la ingeniería trata de intervenir en ese mundo para modificarlo y reconvertirlo en otro, el artificial. Para esto se requieren grandes dosis de inventiva y de clarividencia con el fin de idear lo que aún no existe, pero que cuando se haga realidad se prevé que servirá para satisfacer determinadas necesidades y será objeto de apetencia para quienes puedan tener acceso a ello.

Vamos a recordar ahora algunos casos extraídos de la historia de la técnica y de la ingeniería con los que ilustrar la tesis que aquí se sostiene. Estos casos constituyen contraejemplos de suficiente entidad para invalidar la extendida pretensión de que lo que hacen los ingenieros son meros corolarios de la ciencia, lo que lleva incluso al extremo de afirmar que la ingeniería es simplemente una hija de la ciencia o también ciencia aplicada. Los casos que se exponen a continuación, junto con otros muchos que se podrían traer a colación, invalidan ese lugar común tan querido a muchos científicos. Importa resaltar que todos estos casos son troncales en la civilización moderna, y no simples anécdotas secundarias.

Los orígenes de la ingeniería, como ya se ha apuntado, se asocian al proyecto y ejecución de obras civiles —civilizadoras— (monumentos, vías de comunicación, obras hidráulicas y presas, puentes, puertos, y semejantes) que son producto de una ardua labor comunitaria que requiere una planificación y coordinación compleja para su ejecución. En tiempos antiguos estas labores eran indisociables de la arquitectura, como ilustran los libros De arquitectura de Vitrubio. Por otra parte, como es obvio, el insuficiente conocimiento científico del que entonces se disponía, más allá de la geometría, en ningún caso pudo serles de mucha ayuda a los que las llevaban a cabo, pese a la magnificencia de los logros que alcanzaron. Interesa resaltar cómo el imperio romano (la civilización romana) resulta inconcebible sin la ingeniería, mientras que la ciencia no parece haber jugado un papel relevante en él.

El empleo de relojes para la medida del tiempo —esa inasible y fluida magnitud— constituye un claro ejemplo de cómo la pretensión de disponer de algo útil se encuentra en el origen de un artefacto que en cada época se ha beneficiado de los más variados medios y conocimientos de los que se disponía en ella. En este caso, el problema práctico que se pretendía resolver era marcar hitos en el tiempo para organizar la vida de comunidades más o menos complejas —conviene recordar el papel precursor que tuvieron los monasterios medievales en la construcción de estas máquinas. Durante el Renacimiento los relojeros disfrutaron de gran predicamento pues en su labor se conjuntaban una fina artesanía mecánica con los más elaborados conocimientos astronómicos del momento. Para registrar el paso del tiempo se han aportado distintas soluciones, según lo que se sabía en cada época y de los recursos de los que se disponía: la sombra de un gnomón, la caída de la arena entre dos recipientes, o del agua en la clepsidra, el mecanismo de escape, el péndulo, los sistemas de engranajes y muelles, hasta llegar a componentes electrónicos… (Aracil, 2010). Pero, en todos los casos, se ilustra cómo la pretensión de resolver un problema práctico antecede a la disponibilidad de medios para solucionarlo. Éstos se buscan a partir del problema, y no al revés. Se comprueba así como el técnico recurre a todo lo disponible, sea de origen científico o no, para resolver el problema que tiene entre manos.

Aunque se admita, pongamos ahora por caso, que los físicos habían incorporado la electricidad a la ciencia a principios del siglo XIX (junto con algunos médicos, seducidos por los sorprendentes efectos de los fenómenos eléctricos en restos de animales muertos, y que inspiraron a Mary Shelley su célebre novela Frankenstein), pronto se desentendieron del vasto mundo de la generación y distribución de la electricidad, y de sus múltiples aplicaciones, en tanto que los mejor dotados de ellos se ocupaban preferentemente en especular sobre el enigmático éter y en buscar el grupo de transformaciones matemáticas que mantuviesen invariantes las ecuaciones de Maxwell en dos sistemas inerciales, lo que acabaría conduciendo a la revolucionaria formulación de la teoría de la relatividad restringida. De hecho, en la electrotecnia se parte de unos elementales conocimientos físicos, como son las leyes de Ohm o de Kirchhoff, pero que son incapaces por sí solas de resolver los complejos problemas con los que se enfrentan los ingenieros eléctricos.

Estos conocimientos básicos tuvieron que ser profundamente reelaborados, llegando a formulaciones como los teoremas de Thévenin y de Norton, enunciados por los dos ingenieros que les dieron nombre. Asimismo, procede recordar que Gustav Kirchhoff (1824-1887) después de enunciar sus leyes relativas a redes eléctricas, basadas en la conservación de la energía, no volvió a ocuparse de estas cuestiones y se dedicó plenamente a la espectroscopia y al estudio de la emisión de radiación por el cuerpo negro, entre otros temas de física fundamental. Es un caso representativo de lo que ha sucedido tradicionalmente con muchos científicos, los cuales se desentendieron de las posibles aplicaciones que pudieran derivarse de los resultados que habían conseguido para proseguir su carrera interesándose exclusivamente por cuestiones de carácter básico. Por su parte, los teoremas de los mencionados ingenieros ya pertenecen plenamente a la electrotecnia y forman parte de lo que emplean habitualmente los ingenieros eléctricos en sus proyectos.

Como es bien sabido, la electricidad revolucionó la transmisión de la información y posteriormente la de la energía. La información se había transmitido a distancia, a lo largo de la historia, mediante procedimientos rudimentarios (señales de humo, tambores, señales luminosas mediante espejos, banderas entre barcos, semáforos ópticos, etc.), pero pronto se hizo patente el beneficio que se podía obtener de los fenómenos eléctricos para esa transmisión. Es decir, desde siempre se había tratado de resolver el problema de la transmisión de mensajes a distancia, al que se habían dado diferentes soluciones en distintas épocas según los recursos disponibles, hasta que alguien fue lo suficientemente perspicaz para comprender que la electricidad ofrecía enormes posibilidades para solucionar ese problema. Es lo que sucedió con Samuel Morse (1791-1872), quien el 24 de mayo de 1844 hizo la primera demostración pública de su telégrafo. No es que del descubrimiento de la electricidad se derivase, como aplicación directa, su empleo para la transmisión de información, sino que los que se ocupaban de esa transmisión fueron capaces de imaginar los provechos que se podían extraer de los fenómenos eléctricos para resolver los problemas en cuya solución ya estaban ocupados, habiendo empleado hasta entonces medios más toscos y menos eficaces.

En particular, para el problema de la transmisión de información se estaban empleando, desde finales del siglo XVIII, los denominados telégrafos o semáforos ópticos, formados por una serie de torretas que se avistaban en secuencia, en las que se instalaban brazos articulados visibles a distancia, con cuyas posiciones se codificaba la información, de modo que cada torreta repetía el mensaje que recibía a la siguiente y así se conseguía comunicarlo a grandes distancias (Madrid-Cádiz, por ejemplo). Es notable que los operarios de esos telégrafos ópticos se reconvirtieran en los telegrafistas eléctricos.

El caso de Heinrich Hertz (1857-1894) y Guglielmo Marconi (1874-1937) también resulta expresivo de lo que se está afirmando. Es cierto que Hertz construyó un oscilador que emitía ondas electromagnéticas, con un alcance relativamente pequeño (las dimensiones de un laboratorio) y un receptor que las captaba. Su gran logro fue demostrar que esas ondas se propagaban con una velocidad finita. Del sistema formado por el emisor y el receptor, Hertz manifestó expresamente que no creía que se pudiera extraer algún beneficio práctico, más allá de los influyentes experimentos que él había llevado a cabo en su laboratorio, con los que demostró de forma definitiva que la velocidad de la luz era finita —uno de los grandes logros experimentales de la física del XIX, y que se encuentra en los orígenes de la teoría de la relatividad.

Por otra parte, Marconi, posteriormente, reelaboró ese oscilador para conseguir emisiones de ondas de gran alcance que permitiesen enviar mensajes inalámbricos a enormes distancias, para lo cual tuvo que rediseñarlo, poniéndolo a tierra y añadiendo una antena y un cohesionador, entre otras cosas (al nombre del italiano habría que añadir el de otros muchos, pero aquí eso es irrelevante). Lo que hizo Marconi no estaba implícito en lo que había hecho Hertz, aunque esto último es indudable que le sirvió de inspiración y apoyo. También hay que añadir que Marconi no permitió que ningún conocimiento teórico se interpusiese en los resultados experimentales y utilitarios en los que estaba empeñado.

El haber sido capaz de sacar provecho a un aparato de laboratorio de alcance limitado, y conseguir reconvertirlo en un dispositivo de funcionamiento eficiente, que acabaría convirtiéndose en un invento definitorio de nuestra época, pone de manifiesto, de nuevo, la originalidad de la labor del ingeniero. Ninguno de ellos concibe un nuevo artefacto a partir de cero, haciendo tabla rasa de todo lo que se había hecho previamente —de forma análoga a como sucede con los científicos cuando elaboran sus teorías. Siempre lo hace encaramado sobre el cúmulo de conocimientos que constituyen el patrimonio de la ingeniería —y de la humanidad, en general—, del cual indiscutiblemente forma parte la ciencia. Desde los orígenes de la civilización se produce un proceso acumulativo por el que cada novedad se basa en algo preexistente. ¿En cuántos contextos se emplea el teorema de Pitágoras sin hacer mención expresa de él y sin decir a cada paso que tenemos tal cosa gracias a ese teorema?

Algo semejante se puede decir de las aplicaciones de la electricidad a la generación y transmisión de energía. La utilización de los recursos energéticos necesarios para las grandes obras de la antigüedad todavía nos causa asombro. Piénsese, por ejemplo, en los recursos empleados para la construcción de las pirámides de las antiguas civilizaciones. Desde siempre se había empleado la llamada “fuerza de sangre” para esas ingentes labores, con la oportuna ayuda de máquinas elementales (palancas, cabrestantes, rodillos), hasta la aparición de la máquina de vapor. Sin embargo, esta última, a pesar de revolucionar los procesos fabriles, tenía también un alcance limitado. Con la aparición de la electricidad se da otro paso gigantesco en este orden de cosas. Como en el caso de la información, pronto los ingenieros fueron lo suficientemente sagaces para aprovechar ese fenómeno natural con el fin de resolver los problemas de generación (en realidad transformación) y transmisión de energía, y de su posterior conversión en energía mecánica (los motores eléctricos), entre otras muchas aplicaciones, hasta hacer de la electricidad un componente nuclear de nuestra civilización. Aquí brilla con una luz especial el ingeniero croata Nikola Tesla (1856-1943), a cuya obra hay que acercarse si se quiere ponderar lo específico de la ingeniería, aunque es frecuente que los científicos lo consideren uno de los suyos, a lo que ha contribuido cierta literatura popular.

Los orígenes de la aviación constituyen uno de los casos más diáfanos de la autonomía y singularidad de la ingeniería, que supera todo lo que se acaba de exponer. En efecto, los primeros aviones volaron sin un conocimiento de la aerodinámica del vuelo. Los conocimientos de la ciencia física entonces disponibles no eran capaces de explicar cómo se movía un sólido en el seno de un fluido y, en absoluto, podían, ni aun remotamente, contribuir a concebir un avión —un objeto más pesado que el aire, capaz de volar de forma controlada. Una vez los hermanos Wright hubieron conseguido que el Flyer volase, el ingeniero Ludwig Prandtl (1875-1953) propuso una teoría ad hoc, la de la capa límite, para abordar esos problemas. No obstante, esta teoría no se aplicó al diseño de aviones hasta muchos años después de que volasen los primeros de ellos, cuando se asentó la aerodinámica. La aviación se desencadenó sin disponer de un conocimiento científico preestablecido del que echar mano, ni siquiera un saber que reelaborar, como no fuera el relativo a los planeadores, cuyos fundamentos físicos, al gusto de un científico moderno, se desconocían por completo.

El caso de los orígenes de la aviación permite también ilustrar la imposibilidad de establecer una neta cortadura entre la técnica pre-científica de la antigüedad y la moderna, supuestamente ya basada en (aunque más bien alimentada por) la ciencia. La distinción entre estos dos modos de la técnica resulta esencial para el argumento que defienden los que afirman que la ciencia ha singularizado a la técnica moderna con caracteres radicalmente diferentes a los de la pre-científica. Sin embargo, como se acaba de recordar en el párrafo anterior, el Flyer de los Wright y otros vuelos precursores, volaron, durante muchos años, sin ningún recurso a la ciencia física existente cuando tuvieron lugar esos vuelos. Es decir, se llevaron a cabo con técnica pre-científica. Sin embargo, en el caso de los modernos tetrareactores transoceánicos, los Airbus A380 por ejemplo, ya nadie negará que forman parte destacada de la técnica moderna, con la ciencia incorporada. Pero, siguiendo esa línea de argumentación cabe preguntarse cuándo se produce la pretendida discontinuidad, o incluso si existe, entre las dos formas de técnica, la pre-científica y la post-científica (la presunta tecnología), a lo largo de la historia de la aviación. Vemos así como esa supuesta discontinuidad se estrella contra la roca de los hechos.

Puede que alguien afirme que el caso de los orígenes de la aviación es la excepción a lo que pretenden que sea la norma general de las raíces en la ciencia de la ingeniería moderna. Sin embargo, en la actualidad se repite el mismo fenómeno en campos tan variados y de tanta actualidad como la robótica, la inteligencia artificial, el control automático y tantos otros. En estos dominios se están produciendo enormes progresos sin contar con un conocimiento científico de base que los oriente. Son, más bien, los logros prácticos parciales alcanzados los que promueven los adelantos y las invenciones en esas áreas capitales de la ingeniería actual, la cual se desenvuelve de forma autónoma e impredecible. En todos estos casos, como sucedía con los hermanos Wright, el conocimiento desplegado para la concepción y ejecución de los correspondientes ingenios no es el resultado de la aplicación de la ciencia vigente cuando se están llevando a cabo. Acaso la excepción a la que se aludía al principio de este párrafo haya que buscarla justamente en sentido contrario.

Al mismo grupo de “excepciones” pertenece la informática en la que se repiten las mismas pautas de autonomía en su gestación. Esa disciplina nace para disponer de un cuerpo de conocimiento técnico que facilitase el diseño de las máquinas de cálculo electrónico y que contribuyese, además, a sacar el máximo partido de ellas. Los conocimientos correspondientes se adquirieron de forma progresiva, sobre la marcha, por los que las construyeron y empezaron a usarlas, sin mediar un cuerpo teórico de base a partir del cual se derivasen.

Pero sucede que para obtener respetabilidad en el mundo académico toda nueva disciplina, especialmente si tiene un marcado carácter práctico, necesita exhibir el nombre de un reputado científico al que atribuir la gestación de ese dominio. En el caso de las máquinas computadoras electrónicas, que están en el origen de la informática, es lo que sucedió con Alan Turing (1912-1954), a quien se invoca con frecuencia, especialmente entre matemáticos, como el precursor de esas máquinas —es el mito fundacional de esa disciplina, la celebrada raíz de su identidad. Sin embargo, esa atribución no se ajusta a los hechos. La historia de las máquinas computadoras (ordenadores) se puede desarrollar, desde sus orígenes, sin recurrir a Turing, cuya aportación seminal fue a la teoría de la computación, pero no a esas máquinas en cuya gestación no tuvo especial influencia el celebrado matemático — véase, por ejemplo, (Haigh, 2014) cuyo título ya es toda una declaración al respecto. Son otros nombres los que jalonan esos orígenes, como por ejemplo John Atanasoff, Konrad Zuse (quien construyó las máquinas Z, computadoras pioneras con relés, pocos años antes de la Segunda Guerra Mundial, aunque tuvo la desgracia de ser alemán en aquellos momentos), John Presper Eckert, John Mauchly, Howard Aiken, entre otros.

Se pueden trazar diferentes líneas de evolución hasta llegar a la moderna computadora electrónica. Por mencionar una, se tiene la que parte de las calculadoras empleadas por los marinos militares, desde la Gran Guerra, para calcular la trayectoria de los barcos enemigos y prever dónde se encontrarían cuando les alcanzase el proyectil con el que abatirlos —inspiradas, a su vez, en la empleada para la predicción de mareas, el Tidal Harmonic Analyser, ideado por James Thomson, a finales del siglo XIX, quien años después contó con la colaboración de su hermano William Thomson (Lord Kelvin). Estas calculadoras eran mecánicas, pero permitían la integración de ecuaciones diferenciales lineales, como las que representan la trayectoria de un móvil —el barco rival. Eran máquinas analógicas, en las que las magnitudes se representaban mediante posiciones. El meollo de esas máquinas estaba en disponer de un integrador analógico mecánico, lo que se conseguía con un ingenioso dispositivo (el integrador de disco y rueda).

Vannevar Bush (1890-1974), un prestigioso ingeniero eléctrico del MIT, se dio cuenta de que la aplicación de las matemáticas a la ingeniería requería que se dispusiese de herramientas de cálculo adecuadas (hasta la generalización de las calculadoras electrónicas, los ingenieros empleaban con profusión la regla de cálculo y las tablas de logaritmos para sus operaciones matemáticas). Para ello Bush se aprovechó de los fundamentos y de la tecnología mecánica de las calculadoras que habían desarrollado los artilleros marinos y los generalizó en su Analizador Diferencial, que alcanzó un amplio reconocimiento incluso en el mundo científico. Más tarde, de la tecnología mecánica se pasó a la electrónica con la ENIAC (Electronic Numerical Integrator and Computer), diseñada por John Presper Eckert (1919-1995) y John William Mauchly (1907-1980) en la Moore School of Engineering de la Universidad de Pensilvania, y construida desde 1943 a 1946, a la que se considera la primera computadora electrónica (repárese en la C final). En realidad, esta máquina hacía algo análogo al Analizador Diferencial, pero de forma mucho más eficiente y rápida gracias a la tecnología electrónica —aunque con un enorme dispendio de energía, pues la máquina estaba formada por unas 18.000 válvulas electrónicas. A partir de ella ya sólo es una cuestión de pasos sucesivos el llegar a las modernas computadoras, tanto los PC como las supercomputadoras.

A la polémica sobre los orígenes de la informática aún se le sigue echando leña. Los informáticos de formación en ingeniería toman partido por Eckert y Mauchly, y otorgan anualmente el ACM-IEEE Eckert-Mauchly Award; mientras que los que se han educado originalmente en ciencias, especialmente en matemáticas, tienden a hacerlo por Turing, y conceden el ACM Turing Award.

Una muestra de cómo es posible que se extraigan beneficios de conocimientos en principio carentes de utilidad, se tiene con la criptografía, también relacionada con la ingeniería informática. Pocas cosas aparentemente son tan poco útiles como el estudio de los números primos, y sin embargo han adquirido enorme valor para los problemas de criptografía, que se resolvían tradicionalmente de una forma u otra, desde la más remota antigüedad, con grandes dosis de ingenio, hasta que alguien fue capaz de imaginar cómo emplear las exóticas propiedades de los números primos para encriptar la información. De este modo, se explotó una idea que no se deriva de la propia teoría de los números primos, sino que es el resultado de la clarividencia de quien fue capaz de intuir el provecho que se podía extraer de las mágicas propiedades de estos números para proteger la encriptación de mensajes.

En los casos que se acaban de recordar se ha aludido principalmente a ramas de la ingeniería basadas en la mecánica y la electricidad, en sus distintos campos de aplicación. No se han traído casos de la ingeniería química ni de la agronómica, entre otras variantes modernas de la ingeniería. Pero la tesis que aquí se sustenta puede extenderse también a estas manifestaciones del quehacer humano, aunque con los debidos retoques y adaptaciones (Aracil, 2017). En todo caso, lo que aquí se pretende es cuestionar tanto la cacareada paternidad universal de la ciencia con respecto a la ingeniería, como la supuesta confluencia entre ciencia y técnica, y los contundentes contraejemplos que se han presentado deberían ser más que suficientes para ello. Al fin y al cabo, entre científicos un solo contraejemplo tendría que ser suficiente para invalidar una hipótesis. Aunque, también es cierto que en ocasiones se saltan esta regla. Por ejemplo, la teoría de la gravitación de Newton se aceptó durante casi dos siglos, pese a no dar razón de la precesión del perihelio de Mercurio.

Por otra parte, hay que añadir que en nuestros días se está produciendo un intento de adopción por parte de científicos de las metas que han sido las habituales de los ingenieros, cuando aquellos aceptan tener entre sus objetivos, de forma expresa y preferente, la utilidad de sus investigaciones. Este fenómeno ha sido estudiado por Paul Forman (1937-), un físico reconvertido en historiador de la ciencia, quien lo ha asociado a un cambio cultural profundo que se está produciendo en nuestro tiempo y que, según él, se relaciona con el posmodernismo (Forman, 2007). Esta cuestión excede los límites de este artículo.

Dicho lo anterior, hay que añadir que los ingenieros poseen un conocimiento específico relativo a cómo funcionan los objetos artificiales que producen, con el que se forma el cuerpo disciplinario básico asociado a las diferentes ramas de la ingeniería, que adopta una estructura semejante a la de las mismas disciplinas científicas. Los ingenieros es indudable que aspiran también a saber cómo funcionan los artefactos que construyen, pero este conocimiento no es un fin en sí (como lo es para los científicos el saber cómo se comporta el mundo natural), sino que con él pretenden, de forma prioritaria, conseguir una mayor eficiencia de los productos que fabrican. Para este conocimiento específico se emplea a veces la paradójica denominación de “ciencias de la ingeniería” (Kline, 2000), si bien tradicionalmente se habían denominado tecnologías (tecnología mecánica, tecnología química; la tecnología siempre adjetivada sea explícita o implícitamente, como se viene señalando a lo largo de este artículo). El empeño de hablar de ciencia en todas partes “produce monstruos", como el sueño de la razón producía a Goya. Ciencia es, al fin y al cabo, saber sobre algo, aunque el término haya sido monopolizado por los herederos de los filósofos naturales, enarbolando el emblema de la razón, que han desarrollado un riguroso y pulcro método, dotado de una impecable racionalidad, para refrendar sus conquistas cognoscitivas sobre los fenómenos naturales. Los ingenieros, y otros profesionales como los médicos, han aprendido a aplicar también ese método, basado en conjeturas y ensayos sucesivos, a sus problemas específicos, consiguiendo con ello importantes éxitos, aunque sin desviarse de sus propias metas utilitarias. También debe observarse que una cosa es someter una hipótesis de trabajo a la contrastación empírica con el rigor que ha sido la divisa del método científico; y otra pretender que esa hipótesis se derive del conocimiento científico aceptado.

Por ello, el ingeniero no solo usa la ciencia convencional, sino que la amplía, la complementa y la modifica según sus propios objetivos, por lo que está también comprometido en la investigación de nuevo conocimiento, aunque sea restringido a la clase de problemas concretos con los que se enfrenta en el ámbito de su especialidad, y renuncie a la pretensión de universalidad de la que tan orgullosos se sienten los científicos —por eso sucede a veces que éstos se sienten legitimados para mirar por encima del hombro a los ingenieros. Pero el ingeniero no será juzgado por conseguir nuevo conocimiento, ni por la calidad del que haya empleado, sino por la bondad y eficiencia de los productos que sepa llevar a cabo con el que tenga a su disposición incluido, como es obvio, el que él mismo formule.

4. La ciencia nutre a la ingeniería, pero…

En realidad, la ciencia básica no ha tenido un interés directo y prioritario por su uso aplicado. Más bien, muchos científicos alardean de que sea inútil, en el sentido concreto de que la utilidad no sea la finalidad primordial que persiguen en su investigación —aunque se aventuren a pronosticar que los beneficios de esos saberes se darán sin ninguna duda en un futuro (si bien indeterminado). Se ha dicho tradicionalmente que los científicos no buscan el provecho práctico, sino el conocimiento fundamental —la verdad, según muchos de ellos.

Pero no debe olvidarse que, en realidad, ha sido la exploración en busca de lo útil lo que ha desencadenado el proceso por el que se acabó generando el conocimiento científico y no al revés. No obstante, aunque tenemos avidez por las cosas útiles, la ciencia ha adquirido una dimensión que trasciende, en el mundo del pensamiento, a lo utilitario. De ahí la excelsitud que se asocia al conocimiento científico en los medios intelectuales —la sombra de Platón es alargada. Y así, en esos ámbitos se sobrevalora la ciencia en detrimento de la ingeniería, por lo que ésta se ve obligada a tener que reafirmar su propia personalidad y autonomía. En este orden de cosas, algunos científicos incluso proclaman que la utilidad se desprendería de forma espontánea, como fruta madura, del árbol del saber.

La ciencia mana del noble e insaciable afán de los científicos por ampliar las fronteras del conocimiento, y alcanza su máxima grandeza cuando desentraña algún secreto natural por primera vez. El que de sus aportaciones se desprenda algún provecho ya no depende tanto de ellos, como de quien sepa encontrarlo. Es claro que si no se dispone de conocimiento, éste no se podrá utilizar, pero también lo es que sin la imaginación para sacarle beneficio ese conocimiento permanecerá inútil (para el ingeniero las cuestiones de prioridad quedan relegadas a las patentes cuya incidencia es más económica que de otra naturaleza).

El ingeniero recurre al conocimiento científico, aunque aparentemente no tenga utilidad, si dispone del ingenio oportuno y consigue hacerlo útil para aquello que está concibiendo (Aracil, 2018). Lo que no quiere decir que su labor sea una mera aplicación de ese conocimiento. Al contrario, es su sagacidad y su astucia la que le permiten beneficiarse de él (Vega, 2000). Es evidente que las cosas en apariencia superfluas que hacen los científicos quedan a disposición de los ingenieros —y de todo el mundo—, quienes puede que sean capaces de extraerles provecho para solucionar problemas concretos y bien definidos. En el apartado anterior se han recordado algunos casos notables que apoyan esta afirmación. Se ha visto allí cómo el conocimiento supuestamente inútil a primera vista que obtiene el científico, puede resultar precioso para aquel que sepa servirse de él para fines prácticos.

Así pues, aunque el ingeniero recurra a la ciencia, y emplee con frecuencia los mismos conceptos y análogas formulaciones matemáticas que el científico, ello no implica que haya una confluencia tanto de metas, como de métodos, entre las de aquél y las de éste. En nuestros días, el uso de la ciencia está extendido a múltiples profesiones, todas aquellas en las que, de una forma u otra, se trata con fenómenos que hayan sido investigados por ella. Pero este empleo se produce sin que resulten desvirtuados los objetivos propios de cada una de esas profesiones. Piénsese, por ejemplo, en la policía que utiliza la ciencia (la policía científica), pero subordinada a las metas específicas que los agentes tienen en la sociedad, como es el recabar pruebas ante una actividad delictiva, de modo que se mantienen inalterables y prioritarios los fines propios de la policía.

En un proyecto de ingeniería están involucrados tanto aspectos físicos como económicos. El ingeniero empleará tanto la abstracción matemática como el sentido común y la intuición. En su labor están presentes una enorme cantidad de factores.

Por su parte, el científico se concentra en un único aspecto de la realidad que estudia; esta concentración resulta de enorme fecundidad cuando se alcanza esa sublime, inquietante y misteriosa conjunción de simplicidad, generalidad e incluso belleza, en la explicación de algún fenómeno, que está en la raíz de la fascinación que produce la ciencia. El ingeniero, por el contrario, no puede prescindir de la realidad en toda su complejidad. Por ello los ingenieros tienden a adoptar una perspectiva integradora ante los problemas que tienen que resolver, teniendo en cuenta los múltiples factores que intervienen en ellos, para llegar a una síntesis que satisfaga los designios que han presidido su actuación. En ésta resulta inherente una cierta forma de pluralismo, pues un artefacto debe funcionar correctamente en un variado abanico de circunstancias, por lo que no se puede desatender ningún detalle. Por su parte, los científicos son fundamentalmente analíticos, tratan de aislar el fenómeno que escrutan con sus potentes y elaborados recursos metodológicos para esclarecer todos los recovecos de su comportamiento. Asimismo, los ingenieros trabajan a corto plazo, ya que en su labor el tiempo de ejecución de sus proyectos juega un papel primordial; mientras que los científicos llevan a cabo su labor con un horizonte abierto, a largo plazo, sin más presión que la de ser los primeros en alcanzar un determinado resultado.

De igual forma es cierto que algunos científicos pretenden buscar ellos mismos el provecho que se puede obtener del conocimiento que han generado. Al hacerlo, es frecuente que preconicen una pretendida simultaneidad entre la satisfacción de la curiosidad y la consecución de la utilidad en el inmenso e impreciso campo de las aplicaciones, alegando asimismo que ambas pueden encontrarse al mismo tiempo — la quimérica “ciencia y tecnología” formando una entidad. Con lo cual, a partir de los mismos saberes se satisfaría la curiosidad y, al mismo tiempo se conseguiría algo útil. A los que así piensan hay que recordarles el proverbio latino Lepores duos insequens neutrum capit, “el que persigue dos liebres no coge ninguna”.4 También hay quienes buscan llevar a cabo sucesivamente, en momentos distintos, la exploración desinteresada y la satisfacción de una necesidad concreta, pero aun en ese caso nunca se podrán alcanzar las dos al mismo tiempo, sino de forma sucesiva, y en consecuencia tendrán que amoldar sus métodos a los respectivos y diferenciados objetivos correspondientes a cada una de las dos etapas.

Por otra parte, sucede que muchos científicos trabajan como ingenieros, y viceversa. El trasvase entre ambos grupos profesionales no suele tener dificultades debido a la común formación básica que poseen. Sin embargo, cuando se ejerce una u otra profesión sus actuaciones deben ajustarse a las correspondientes normas para ejercerlas.

Es indudable la crucial influencia que adquiere la ciencia en la formación de los ingenieros. Para éstos, la ciencia tiene un gran valor educativo, ya que el estudiante de ingeniería adquiere adiestramiento en el empleo de formas de rigor con las que desarrollar una disciplina mental que le será posteriormente muy útil al tratar los problemas propios de su profesión. La positiva influencia de la ciencia, tanto en la formación de los ingenieros como en la sólida cimentación de la ingeniería, es algo que debe estar más allá de toda duda. Pero de ello no se desprende que la ingeniería tenga que estar subordinada a la ciencia.

En efecto, sucede que la influencia de la ciencia en la ingeniería ha distorsionado en ciertos medios el carácter específico y autónomo de esta profesión milenaria. Esto se produce especialmente a partir de la Revolución Francesa y se ha reelaborado con notable tenacidad tras la Segunda Guerra Mundial con el llamado modelo lineal, que se atribuye a uno de los ingenieros más poderosos que haya tenido el siglo XX: el norteamericano Vannevar Bush, quien ya ha aparecido en estas páginas. Ese modelo se resume en una fórmula simple: primero hay que hacer ciencia para luego poder hacer ingeniería. Alcanzó cierta implantación después de esa guerra, aunque ahora ya se considera periclitado, si bien algunos medios se obstinan en mantenerlo. Según ese modelo, en el origen de todo producto de la ingeniería moderna estaría una idea básica en la cabeza de un científico. Después, en las siguientes etapas del proceso, se llevarían a cabo secuencialmente una serie de operaciones denominadas innovación, desarrollo, producción y comercialización, que transformarían la idea original del científico en productos para el mercado. No obstante, Bush tenía una concepción mucho más amplia y matizada de lo que era la investigación, que incluía la que se realizaba de forma independiente y autónoma tanto en ciencia como en medicina, armamento o ingeniería. Muchos partidarios del modelo lineal olvidan o ignoran que, el mismo Bush, en sus memorias y en otros de sus escritos, puso en tela de juicio las interpretaciones superficiales que se estaban propagando sobre el modelo lineal cuando afirmó que la ingeniería es más un “socio igualitario que un hijo de la ciencia” (Love y Childers, 1975: 10).

Otra cuestión que viene a cuento es que un rasgo característico de nuestra época es la defensa de la diversidad en dominios tales como el biológico y el cultural. Sin embargo, por lo que respecta a la ingeniería, parece promoverse un movimiento de signo opuesto por el cual ésta quedaría diluida en un totum revolutum en el indefinido campo de la “ciencia y tecnología” (o de la tecnociencia). Con esa dilución se amenaza con desdibujar las características distintivas de cada una de ellas, las cuales poseen sus propias especificidades, sus normas particulares, como se ha repetido en páginas anteriores. Es posible que algún lector piense que no debería confrontarse la ciencia con la ingeniería. Ambas hacen un uso prioritario de la razón de acuerdo con las más estrictas normas emanadas de la Ilustración, aunque cada una de ellas persigue objetivos dispares. Sin embargo, es evidente que no es lo mismo ser un buen ingeniero que un buen científico. No se exige ni espera lo mismo de los unos que de los otros. Ingenieros y científicos están sometidos a distintos criterios de aceptación social en cuanto profesionales. De este modo, lo técnico y lo científico se desenvuelven en esferas diferentes y es imperioso que se mantenga esa diferencia recíproca, como se viene argumentando en este artículo.

En consecuencia con todo lo anterior, la relación entre la ciencia y la ingeniería es más compleja y sutil de lo que pudiera parecer a primera vista. Aunque, en general, la ciencia sea necesaria para la ingeniería, sucede que nunca es suficiente para llevar a cabo esta. La enorme brecha entre la necesidad y la suficiencia la tiene que rellenar el arte del ingeniero. No hay que olvidar que en toda realización técnica superior es siempre el ingeniero el que pone la clave en el arco al producto final.

Las implicaciones de lo expuesto en páginas anteriores para políticas de desarrollo económico no deberían pasar inadvertidas para nadie. ¡Ay, la castiza i en I+D+i, que tanto agrada a los científicos! ¡En minúscula y en último lugar, además, para que las cosas queden claras! La innovación a remolque de la ciencia, siendo como es una manifestación creativa y original del ingenio humano y no algo contenido a priori en el conocimiento científico, que todo lo más habría que desentrañar. De esto ya se ha hablado en apartados anteriores y no podemos extendernos ahora en ello.

En el mundo artificial en el que vivimos resulta imperiosa la necesidad de una reflexión sobre el método, peculiaridades y naturaleza de la ingeniería, que ha contribuido decisivamente a erigirlo. Por ello, si queremos conservarlo y ampliarlo, no tenemos más remedio que cultivar, mantener y fomentar el espíritu primordialmente innovador, imaginativo y creador que ha propiciado los grandes logros de la técnica, y con ella de la ingeniería. Si quiere evitar el peligro de quedar diluida, esta necesita defender su autonomía, desligándose de toda tutela. Asimismo, resulta forzoso preservar y estimular los particulares modos de obrar asociados con ella, si bien sustentados por todo lo que la cultura humana ha acumulado a lo largo de la historia —incluido, claro está y de forma destacada, el saber científico convencional. Para, de este modo, hacer posible que la ingeniería moderna siga contribuyendo a crear el mundo artificial —humano, radicalmente humano— buscando formas de utilidad con sus imaginativos artefactos.

Agradecimientos

Referencias

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ARACIL, J. (2017): Ingeniería: la forja del mundo artificial, Madrid, Real Academia de Ingeniería. http://www.esi2.us.es/~aracil/Muestra.pdf .

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Notas

1. Esta cita de Ortega no debe hacer olvidar que, en su famoso ensayo La rebelión de las masas (capítulo IX y aledaños), afirmaba que “la técnica es consustancialmente ciencia”. ¿Moduló Ortega su punto de vista en los años que separan este ensayo de La meditación de la técnica?
2. Aurelio Arteta, “La moda del archisílabo”, El País, 21 de septiembre de 1995.
3. También se ha puesto de moda el acrónimo STEM (science, technology, engineering and mathematics), propuesto por la National Science Foundation para referirse a la educación en los dominios correspondientes, en el que, a los efectos que aquí interesan, se admite implícitamente que la técnica (la tecnología) y la ingeniería son cosas diferentes, como pretenden los científicos. CTIM es el equivalente en español de STEM.
4. Enrique Cerda Olmedo me sugirió emplear este proverbio en el contexto que aquí se hace.
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