Reseñas
Filosofía ciudadana
Filosofía ciudadana
Revista Iberoamericana de Ciencia, Tecnología y Sociedad - CTS, vol. 15, núm. 45, pp. 271-278, 2020
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Quintanilla es un gran experto en política científica, tanto en su vertiente téorica como en la práctica. Hizo un máster sobre el tema en la Universidad de Sussex y pudo aplicar sus conocimientos cuando fue senador en España y desempeñó un papel clave en la elaboración de la Ley de Investigación Científica y Tecnológica de 1986. Esa ley supuso la institucionalización del sistema de I+D español, que ha sido clave para la modernización del país. Otro tanto hizo en 2011, esta vez como secretario de Estado de Universidades, cuando se aprobó la Ley de Ciencia, Tecnología e Innovación. La nueva ley incluía dos grandes estrategias: una orientada a la I+D, otra a la innovación. Una de las acciones a promover en dicha ley era el fomento de la cultura científica en la sociedad española, tarea a la que Quintanilla ha dedicado muchos esfuerzos desde el ECYT salmantino, en colaboración con José Antonio López Cerezo y su grupo de la Universidad de Oviedo, así como con Eulalia Pérez Sedeño (IFS/CSIC) cuando fue directora de la FECYT. Menciono estos antecedentes institucionales porque permiten contextualizar bien la estructura del libro que Quintanilla acaba de publicar, el cual consta de cuatro partes. La primera está dedicada a la filosofía, la segunda a la innovación, la tercera a la cultura científica y la cuarta a la política.
A la filosofía se ha dedicado durante toda su vida, y lo sigue haciendo, ahora que es catedrático emérito de la Universidad de Salamanca. Destaco tres obras filosóficas suyas que han tenido una gran influencia: Diccionario de Filosofía Contemporánea (1976), A favor de la razón (1981) y Tecnología: un enfoque filosófico (1988). Esteúltimo libro tuvo una segunda edición ampliada en 2016 y siempre lo he considerado como la obra filósofica más importante en español sobre técnica y tecnología desde Meditación de la técnica de Ortega. La filosofía de Quintanilla siempre ha partido de posturas racionalistas, laicas, progresistas, procientíficas y protecnológicas, tanto en su producción teórica como en su praxis filosófica, institucional y política. En Filosofía Ciudadana mantiene esas convicciones, pero hay una novedad importante y por eso este libro resulta muy significativo dentro de su producción escrita. Quintanilla ha dedicado los últimos diez o doce años a la comunicación y la difusión de la ciencia en la prensa española (diario Público, sobre todo). Ahora sabe escribir, y muy bien, para el gran público, no sólo para la comunidad académica. Por tanto, quienes estén interesados en su obra han de conocer este último libro de Quintanilla, así como el anterior, Tecnologías entrañables (2017), publicado juntamente con Martín Parselis: una obra filosófica entrañable, valga la redundancia, puesto que también la expresión filosófica tiene una dimensión técnica.
Pues bien, en Filosofía Ciudadana hay cambios técnicos importantes en la escritura de Quintanilla, que él mismo explica nítidamente en el prefacio:
“Este contacto con el mundo periodístico me ha enseñado muchas cosas que yo no sabía que tenía que aprender. Por ejemplo, que casi todo lo que decimos y pensamos se puede expresar con menos palabras y con más precisión, que uno no puede escribir lo que quiera, sino lo que quepa en el espacio disponible y que uno no puede escribir cuando le venga en gana o cuando se sienta inspirado, sino antes de que se cumpla el plazo que le han dado para la publicación o la salida en antena. Un mundo de sorpresas, para un académico más bien tradicional en sus costumbres y caprichos” (pp. 14-15).
Todo el libro, en efecto, está compuesto por artículos breves, 113 en total, claros y precisos. La escritura es amena, elegante y de fácil lectura, lo cual no impide que sus comentarios muestren en todo momento un profundo conocimiento de la filosofía, la ciencia, la tecnología y la política científica. Como ejemplos de la primera parte, dedicada a la filosofía, valgan dos muestras. La primera resume la filosofía de la mente de Quintanilla, inspirada en Mario Bunge: “… la mente no es una cosa, sino un conjunto de estados y cambios de estado (eventos) de una cosa; la cosa a la que nos referimos con la palabra ‘mente’ es simplemente el cerebro humano, es decir, una parte de nuestro cuerpo” (p. 48). ¡Ojalá que en la prensa —y en las redes sociales— apareciesen frases así con mayor frecuencia y que fuesen comentadas, reenviadas y debatidas! La segunda sintetiza su concepción del mundo: “… el mundo en que se desenvuelven nuestras vidas está constituido por dos grandes tipos de entidades, las palabras y las cosas” (p. 55). Siendo un pensador materialista, varias veces se decanta a favor de las cosas. Pero siempre lo hace con palabras. Por cierto, muy bien elegidas.
La segunda parte del libro se titula “innovación” y es la que suscita en mí algún desacuerdo. Desde hace muchos años, si Quintanilla y yo no diferimos en algo y no argumentamos por qué, no somos nosotros. Para introducir esa segunda parte toma sus cautelas y reconoce que “hay muchas formas de innovación y muchas formas de entender y valorar su importancia para el desarrollo de la humanidad; aquí nos vamos a referir sobre todo a la innovación tecnológica” (p. 62). Obsérvese el detalle: a Quintanilla le interesan ante todo las innovaciones que han sido valiosas para la humanidad. Su teoría de la innovación no es economicista, sino claramente humanista.
Pero una vez guardada la ropa, Quintanilla se lanza a la piscina de los estudios de innovación iniciando su recopilación de 34 artículos con una frase contundente: “… la fuente más importante de la innovación reside en el conocimiento científico y en la capacidad para extraer de él nuevos productos y procesos” (p. 63). No lo he comprobado, pero una frase así podría aparecer en el preámbulo de la Ley de Ciencia, Tecnología e Innovación de 2011, no en vano esa ley fue notablemente cientifista. Quintanilla afirma así su fe en el modelo lineal de la innovación, que se remonta a Vannevar Bush y su Science, the Endless Frontier (1945), a quien cita y comenta elogiosamente (pp. 137-138), y que institucional y divulgativamente suele quedar resumido en las siglas I+D+i, escritas en ese orden: investigación, desarrollo (tecnológico, en principio) e innovación. Quintanilla no niega que otros oficios y profesiones pueden ser innovadores: por ejemplo, los artistas, los músicos y los literatos. ¡E incluso algunos políticos, añadiría por mi parte, cuando consiguen sacar adelante una nueva ley de ciencia, tecnología e innovación en un país tradicionalmente reacio a la ciencia! ¿Por qué no hablar también de innovaciones políticas, dado que la actividad política también tiene diversas componentes técnicas y tecnológicas a la hora de aprobar y promulgar una ley en un parlamento democrático, para lo cual es imprescindible el dominio de varias técnicas jurídicas, más otras habilidades? ¿Incluye Quintanilla al Derecho entre las ciencias a las que alude como fuentes de la innovación? ¿Y a la filosofía? ¿Cabe hablar de innovaciones políticas y sociales disruptivas como la Declaración de Derechos Humanos de 1948, cuyas fuentes fueron claramente filosóficas (la Ilustración, y en particular Kant), no científicas? Me refiero a innovaciones valiosas para la humanidad. No sólo la rueda, la pólvora y la máquina de vapor han sido innovaciones humanamente valiosas, contrariamente a lo que muchos defensores del modelo lineal de innovación suelen creer.
Pues bien, Quintanilla está al tanto del desarrollo de los estudios de innovación en las últimas décadas e incluso tiene la amabilidad de mencionar y recomendar la lectura de un libro mío, que apareció en 2017. Resume adecuadamente mi propuesta principal: “en síntesis, innovar es transformar conocimiento en valor (económico o social)” (p. 65). La síntesis está bien hecha: hay que abreviar cuando uno publica en la prensa. Pero leído ese mismo texto en un libro publicado, se echan de menos otras modalidades de valor dentro del paréntesis, por ejemplo los valores jurídicos, culturales o estéticos, sin olvidar los valores morales, políticos y medioambientales, que también son valores. Todas esas actividades humanas, no sólo la ciencia y la tecnología, están basadas en conocimiento. Adecuadamente desarrolladas pueden generar innovaciones disruptivas para todo un país, o incluso para la humanidad, como fue el caso de la declaración de la ONU en 1948.
En la segunda parte del libro hay otro artículo notable, que versa sobre la cultura de la innovación. Quintanilla señala que los procesos de innovación tecnológica tienen componentes culturales y sociales: “… la innovación no es un proceso simple, cuyo flujo se pueda controlar en términos de variables económicas; se parece más a un proceso de carácter social y cultural cuya gestión requiere intervenciones sistémicas complejas” (p. 67). Muy cierto. Los actuales estudios de innovación, aunque siguen apelando a veces al modelo lineal (I+D+i), porque hay innovaciones relevantes que surgen directamente del conocimiento científico, han optado por un enfoque más amplio, el modelo sistémico (Lundvall, Nelson, Manual de Oslo de la OCDE, Manual de Bogotá de la RICYT, etc.), según el cual las innovaciones tecnológicas generan valor económico porque están basadas en conocimiento, en efecto, pero en varios tipos de conocimiento, no sólo en conocimiento científico. Por mi parte, suelo ejemplificar este giro sistémico en los estudios de innovación aludiendo a las industrias culturales y creativas en Gran Bretaña, cuyo impacto porcentual en el PIB casi se triplicó en doce años (1998-2010), gracias a unas políticas públicas de innovación netamente pluralistas, que partían de la hipótesis de que hay muchas fuentes de innovación (Von Hippel, The Sources of Innovations, MIT, 1988) y no sólo el conocimiento científico. Por otra parte, para ser fuente de innovación, el conocimiento científico no puede limitarse a los papers, aunque dichos artículos aparezcan en revistas científicas de impacto, que a veces parecen epistémicamente supremacistas. Entiendo que, en la medida en que se distingan las políticas de I+D de las políticas de innovación, como ha ocurrido en España a partir de 2011 (por influencia de la Unión Europea, claro está), hay que optar por modelos pluralistas, según los cuales hay innovaciones basadas en conocimiento artístico, musical, literario, medioambiental, social, jurídico y comunicacional, no sólo en conocimiento científico y tecnológico.
El propio Quintanilla lo dice en otra parte de su libro, cuando se refiere a un proceso concreto de innovación tecnológica, el FABLAB del MIT, y afirma lo siguiente: “… el mejor incentivo para la innovación es descubrir que tú mismo puedes hacer cosas nuevas” (p. 97). Este sí que es un buen lema para impulsar la cultura de la innovación. Cualquier ser humano, tenga conocimientos científicos o no, puede generar innovaciones en el microcosmos donde viva. Si en los sistemas educativos se incentivara a los alumnos que intentan hacer cosas nuevas, en lugar de aprenderse bien y de memoria lo que sus profesores les dictan, la cultura de la innovación florecería en las aulas, y en su caso en los sistemas educativos. Para ello se requieren, sin embargo, profesores atentos a la aparición de eventuales innovaciones en las aulas, y capaces de gestionarlas, en lugar de profesores que sólo saben premiar la disciplinada asimilación del conocimiento científico. La paradoja europea, ampliamente comentada en los estudios de innovación, se basa en constatar que los países europeos son muy buenos generadores de conocimiento científico (papers con altos índices de impacto, por ejemplo), pero flojean mucho a la hora de generar innovaciones.
Dicho netamente: una cosa son las políticas de ciencia y tecnología y otra muy distinta las políticas de innovación. Cuando se aprueba una ley en un parlamento y se impulsan dos grandes estrategias por ley, hay que promover ambas, no una sola. Esta es mi principal objeción a las tesis que Quintanilla mantiene en la segunda parte de su libro. Al interesarse ante todo en las innovaciones tecnológicas basadas en conocimiento científico (I+D+i), otros muchos procesos de innovación quedan fuera del análisis racional y de las políticas derivadas de ello: esto lastra desde el principio la presunta “estrategia española de innovación”. En un pasaje poco afortunado llega a decir que “los espasmos innovadores no se pueden planificar; llegan y se van siguiendo una lógica propia que es fundamentalmente incontrolable” (p. 66). Esta afirmación no es un ejemplo de análisis racional, aun siendo cierto que los procesos de innovación son muy complejos, incluso más que la I+D. A mi modo de ver, no se trata de controlar las innovaciones sino de fomentarlas, primero, y luego de valorarlas. Los sistemas educativos públicos, por ejemplo, no deberían estar diseñados para controlar a los alumnos en las aulas, de modo que se porten y aprendan bien. Impulsar la cultura de la innovación requiere analizar las lógicas subyacentes a los procesos innovadores, incluida la lógica de la creatividad, no sólo la lógica deductiva e inductiva. Valga la filósofa mexicana Atocha Aliseda y sus profundos estudios sobre la lógica de la abducción para mostrar que la creatividad y la innovación tienen sus propias reglas y valores, los cuales son investigables racionalmente.
La parte más novedosa y lograda del libro de Quintanilla es la tercera, dedicada a la cultura científica. El hilo conductor de los 23 artículos que la componen es claro:
“… debemos esforzarnos por conseguir que el espíritu científico se difunda por toda la sociedad y fertilice no sólo la economía, sino también la cultura, la política y la moral cívica; si reducimos la ciencia a un negocio, perderemos el valor de la ciencia y perderemos el negocio; pero si una sociedad se identifica con el espíritu científico, allí prosperará la ciencia y florecerán los negocios en torno a ella; este debería ser el objetivo principal de la política científica en los nuevos tiempos: conseguir una mayor difusión de la cultura científica entre los ciudadanos y una más efectiva movilización de los ciudadanos en apoyo a la investigación científica” (p. 112).
Propósito loable, con el que coincido plenamente. Llama la atención el uso de la expresión “espíritu científico”, tan bachelardiana. Pienso que la fuente que usa Quintanilla para hablar de espíritu científico es el libro que editó Paul T. Durbin en 1982, The Scientific Spirit: A Guide to the Culture of Science, Technology and Medecine. Por cierto, en dicha obra Durbin dejó claro que la medicina tiene sus propios orígenes históricos (Hipócrates en Grecia, Galeno en Roma), los cuales son distintos a los orígenes de las matemáticas (Pitágoras) y a los de la física y la biología (Aristóteles). La medicina no sólo es ciencia, también tiene una fuerte componente técnica, e incluso artística.
Pues bien, Quintanilla presta mucha atención en esta tercera parte a la medicina, porque sabe bien que las noticias sobre enfermedades y medicamentos interesan al público. Sin embargo, aun haciendo divulgación sobre la medicina no dejó de ser filósofo y se permitió recomendar “vivamente un libro de Mario Bunge, Filosofía para médicos (Bunge, 2012), una obra genial por su orientación estrictamente científica, su gran erudición y su estilo ameno, que aumenta el placer de su lectura” (p. 124). Si Quintanilla no hubiese elogiado a Bunge en un libro sobre filosofía ciudadana, no sería Quintanilla. Lo notable es que elogie a Bunge, no ya como un gran pensador sistemático, que lo es, sino como divulgador de la ciencia, faceta de Bunge que al menos yo desconocía.
En otros artículos de esta tercera parte Quintanilla se ocupa de temas médicos diversos y los presenta en forma de lemas y etiquetas: “… fumar mata y la homeopatía no cura” (p. 122), “… no hay ningún misterio detrás del placebo” (p. 123), “… vivir perjudica seriamente la salud” (p. 124), “trasplantes de órganos humanos” (p. 126), “ley de reproducción asistida de 1986” (p. 128), etc.
Puesto que escribo en plena pandemia de Covid-19, he de destacar hasta qué punto Quintanilla aporta ideas claras y precisas sobre las epidemias: “… la forma como se gestione la difusión de la información por todo el mundo puede ser decisiva para moderar la virulencia de una epidemia” (p. 117). Se refería a la pandemia de gripe aviar en 2009, pero esa tesis vale perfectamente para la pandemia de 2020. Vale en España. Vale en América Latina. La mala comunicación de una epidemia, según él, “niega, simplifica, exagera y alarma” (p. 117). Será interesante leer lo que haya escrito Quintanilla sobre la “covidemia”, como por mi parte prefiero denominar a la pandemia Covid-19, precisamente para subrayar que, al menos en España, además de la pandemia orgánica y sanitaria, hubo una auténtica infodemia, es decir, una epidemia informacional, y no sólo por los bulos y mentiras que se difundieron viralmente por las redes sociales, sino también por los datos oficiales amañados y por la negación de carencias instrumentales (mascarillas, respiradores, tests PCR y serológicos, unidades disponibles de cuidados intensivos, etc.).
¡Lástima que las pautas comunicativas que promueve Quintanilla no hayan sido seguidas en España! En las labores informativas sobre la epidemia en España, los epidemiólogos acabaron siendo los protagonistas. Pero al principio no. Tuvimos ocasión de ver a generales del ejército, guardias civiles y altos cargos de la policía que se dedicaron a informar a la ciudadanía sobre la pandemia y sus efectos. Aunque el estado de alarma ya había sido aprobado por las cortes desde mediados de marzo, conforme a lo previsto en la Constitución, la política comunicativa que se siguió al principio, más que alarma social generó miedo colectivo, y en muchas personas pavor. Basta recordar la escenificación comunicativa casi bélica (parecía un parte de guerra) y, sobre todo, la terminología belicista que se utilizó. Sin duda, el nuevo gobierno de España no había leído Filosofía Ciudadana, quizá porque acababa de aparecer, y porque Quintanilla ya no ocupaba cargos ejecutivos.
Sería interesante analizar qué políticas de comunicación siguieron otros países. Por mi parte, mantengo la hipótesis de que la infodemia ha contaminado a las mentes tanto o más que el coronavirus ha contagiado a los organismos humanos, y no sólo en España. Esos “daños colaterales” deberían ser analizados desde una perspectiva CTS, teniendo en cuenta lo que Quintanilla califica como una “mala comunicación de una pandemia”.
Conclusión: el conocimiento científico es muy importante, sin duda. Pero no siempre prima cuando se producen crisis, en este caso una crisis sanitaria global. Los intereses políticos y económicos aparecen de inmediato en cada país y contaminan al propio conocimiento científico, en particular a los datos, tanto oficiales como extraoficiales. Cuando surgen innovaciones disruptivas de origen natural, como es el caso del coronavirus, hay que aportar conceptos y marcos de interpretación derivados de los estudios de innovación, no sólo de los de comunicación y cultura científica. Siendo importante, la cultura científica no basta en los sistemas de I+D+i.
Estos comentarios no disminuyen mi apoyo a las tesis de Quintanilla sobre la cultura científica, que son acertadas. Cito una frase suya al respecto, pero hay muchas más citables: “La ciencia sigue siendo uno de los pocos productos de la civilización que lleva en su propia estructura el germen de la emancipación. Es cierto que el conocimiento científico puede servir a la guerra y al capitalismo depredador. Pero también sirve para combatir la enfermedad y la pobreza, la desigualdad y la opresión” (p. 130). Muy cierto. Pero precisamente porque esta tesis es cierta, hay que analizar empíricamente al servicio de qué y de quién están los científicos en un momento histórico dado, en lugar de pensar que la ciencia es algo bueno per se, como si fuera algo esencial. Casi al final de la tercera parte, Quintanilla afirma de golpe que “la buena ciencia debe ser también una ciencia moralmente buena” (p. 142). Introduce así el debate sobre la ética y la ciencia, así como sobre los valores e intereses contrapuestos en la práctica científica actual. Esas cuestiones, sin embargo, sólo son mencionadas puntualmente. Aunque Quintanilla sí aborda muy claramente algunas, como los fuertes sesgos de género en las comunidades e instituciones científicas (pp. 142-144), solidarizándose con las científicas y filósofas feministas.
Paso a comentar muy brevemente la cuarta parte, centrada en la política. De entrada, Quintanilla define así la actividad política: “… gestionar la sociedad de manera eficiente y acorde con la voluntad de los ciudadanos que forman parte de ella” (p. 150). Obviamente, se refiere a políticos demócratas. No todos lo son. Pues bien, su primer artículo se titula “el poder y política”. Allí opone la concepción maquiavélica del poder, que es instrumental, a la concepción aristotélica, que funda la política en la noción de bien común y en la gestión de los asuntos de la polis. Pero luego utiliza nociones nada aristotélicas, como las de “gestión” y “eficiencia”. Abre así debates muy interesantes, que me limito a señalar, sin abordarlos. ¿Son las leyes simples instrumentos de la acción política o tienen un valor propio? ¿Cabe hablar de tecnologías políticas, en cuyo caso el valor eficiencia, tan querido por Quintanilla, tendría pleno sentido? ¿Vale hoy en día la noción rousseauniana de voluntad general, por ejemplo a escala global?
La definición de política recién mencionada puede parecer un tanto tecnocrática. Pero en otro artículo (p. 154), Quintanilla recuerda que el creador del término “tecnocracia” la definió como “el gobierno del pueblo a través de sus sirvientes, los científicos e ingenieros” (Smyth, 1920). ¡Eran otros tiempos! Quintanilla es muy consciente de que eso no sucede hoy en día: “… los ingenieros han sido sustituidos por gestores e ideólogos de la economía de casino” (p. 154). Y recalca a continuación que “no son buenos ingenieros de la economía (...) pero son fantásticos manipuladores de opinión” (p. 154). Muy cierto, una vez más. Pero ocurre que los gestores de la economía financiera también tienen formación científica e ingenieril. Y pretenden, además, ser altamente innovadores. La comunicación del conocimiento científico puede ser manipuladora. Por eso, a mi modo de ver, hoy en día hay que hablar de tecnociencia, no sólo de ciencia.
Eso sí: si uno prefiere hablar de lo que debería ser la ciencia y la política, en lugar de analizar lo que ambas son empíricamente hoy en día, está en su derecho. El problema es que entonces se idealiza la ciencia, e incluso la política científica. Pues bien, Quintanilla roza y evita ese riesgo en muchas ocasiones. Valga un último ejemplo. Al hablar de los partidos políticos, que no parecen ser equiparables a comunidades científicas o ingenieriles, sino que tienen una fuerte componente empresarial en sus modelos de gestión interna y externa, advierte claramente que “el riesgo fundamental que corren los partidos políticos es el de transformarse en estructuras dedicadas prioritariamente a mantener e incrementar el poder, pero actuando en su propio beneficio y fuera de todo control democrático, sin atender a las razones y fines que lo justifican” (p. 174).
Muy de acuerdo con Quintanilla, una vez más. Pero daré un paso más: ese riesgo no sólo lo corren los partidos políticos. También los científicos. Es un riesgo real, que España y otros países padecen desde hace años. Señalar el riesgo es importante. La cuestión es cómo afrontarlo y combatirlo. Crear el Partido de la Ciencia, por ejemplo, sería un error craso. Hay una secta religiosa con nombre similar.
Pero conviene leer el libro, auténticamente apasionante, hasta el final. Allí Quintanilla es taxativo: “La madurez de una democracia se puede medir en un espacio de tres dimensiones: igualdad, libertad y racionalidad” (p. 185). Tenemos, pues, la tarea, de intentar medir la racionalidad. Para ello, me parece imprescindible considerarla como un valor que admite grados. También la irracionalidad tiene grados, por cierto. Valorar y medir lo racional y lo irracional es una tarea larga y compleja, que habrá que afrontar en serio.