Resumen: Este trabajo tiene como fin explorar y discutir diversos conceptos provenientes de la ciencia, sociología, psicología y comunicación, en el marco de la pandemia de Covid-19, tomando como eje el concepto de sociedad del riesgo desarrollado por Ulrich Beck. La articulación de estos campos de conocimiento y temáticas responden al interjuego y la complejidad de un escenario mundial donde la mediatización de la comunicación radio-televisiva y digital se ha transformado en un vector social del riesgo, comunicando presuntas certidumbres y abonando el terreno para la propagación de imponderables incertezas. En tiempos de pandemia, se considera válido interrogarse sobre el rol de la ciencia, de los medios masivos y de la comunicación científica en lo que respecta a la intelección del riesgo, en un contexto signado por la dispersión, la espectacularización mediática y la proliferación de noticias falsas.
Palabras clave:riesgoriesgo,Covid-19Covid-19,medios masivosmedios masivos,comunicación científicacomunicación científica,cienciaciencia.
Resumo: O presente artigo tem como objetivo a exploração e discussão de alguns conceitos da ciência, psicologia, sociologia e comunicação no contexto da pandemia Covid-19 a partir do conceito de sociedade de risco desenvolvido por Ulrich Beck. A articulação desses campos de conhecimento e temáticas responde ao interjogo e à complexidade de um cenário mundial no qual o fenômeno da midiatização da comunicação radial, televisiva e digital se tornou um vetor social de risco, comunicando supostas certezas e simultaneamente, abrindo caminho para a propagação de imponderáveis incertezas. Em tempos de pandemia, considera-se válido se questionar sobre o papel da ciência, dos meios de comunicação de massa e da comunicação científica na compreensão do risco, em um contexto marcado pela dispersão, espetacularização midiática e a proliferação de notícias falsas.
Palavras-chave: risco, Covid-19, meios de comunicação de massa, comunicação científica, ciência.
Abstract: This paper is aimed at exploring and discussing various scientific, sociological, psychological and communicational concepts, within the framework of the Covid-19 pandemic and taking the concept of risk society proposed by Ulrich Beck as its main focus. The articulation of these fields of knowledge and topics responds to the interplay and complexity of a world stage where the mediatization of radio-television and digital communications has become a vector of risk, communicating presumed certainties and paving the way for the spread of imponderable uncertainties. In times of pandemic, it is valid to question the role of science, mass media and scientific communication in relation to the understanding of risk in a context marked by media spectacularization, and the spreading and proliferation of fake news.
Keywords: risk, Covid-19, mass media, scientific communication, science.
Artículos
Riesgo, comunicación y globalización del riesgo en tiempos de pandemia
Las preocupaciones en torno al avance y cambio científico-tecnológicos advertidos en el desarrollo de la sociedad postindustrial han derivado en el abordaje y tratamiento del riesgo como un elemento característico de las sociedades modernas reflexivas (Beck, 1998a, 1998b, 2000 y 2007). Esto se caracteriza por abordajes preventivos del riesgo ante indicios o datos concretos, o por la creación, desde espacios de poder y estamentos gubernamentales, de narrativas que (re)presentan el riesgo, aportando nuevos sentidos que alertan de su peligrosidad o minimizan (o invisibilizan) sus efectos.
Tal como afirma Theotonio dos Santos (2015), los procesos productivos, en el marco de una economía y política globales y expansivas, se encuentran sometidos al desarrollo científico-tecnológico, y de este modo la investigación y la expansión productiva detentan una posición central en las prioridades de los gobiernos de los países más desarrollados. En este escenario, que reconoce en la producción científico-tecnológica un actante. primordial para los gobiernos y mercados, los estudios que efectúa Beck sobre el riesgo (1998a, 1988b, 2000, 2007) se tornan vitales para esclarecer lógicas y dinámicas que competen a la actividad científica (y en sentido amplio, a todos los actantes que forman parte de la definición y alcance del riesgo) y las consecuencias y efectos que trae aparejada la industrialización acelerada a la que se asiste.2. Sus contribuciones también resultan de marcado interés, tanto para explorar debilidades explicativas que presentan la ciencia y tecnología como para dar cuenta de su incapacidad de resolución, cuyas actividades emergen como fuente de nuevos riesgos y problemas. Dicho de otro modo, se asiste a una convergencia entre ciencia, política e industria donde el riesgo constituye un vector implícito que cimenta las bases de una sociedad de riesgo (Guivant, 2016), signada por la incertidumbre y las incertezas que la impregnan: “Una paradoja central de la sociedad de riesgo es que estos riesgos internos son generados por los mismos procesos de modernización que intentan controlarlos” (Beck, 1998b: 502).
Si bien el riesgo es inherente a las prácticas humanas desde los albores de la humanidad, nuestra época (para el sociólogo alemán) se distingue por una característica central que gobierna la actual condición humana: la omnipresencia del riesgo, que no distingue fronteras. Su conocido aforismo “¡No sabemos lo que no sabemos, pero de aquí surgen los peligros que amenazan a toda la humanidad!” (Beck, 2007: 5) resulta de particular interés para ilustrar y alertar acerca de las problemáticas que aquejan a la actual sociedad del riesgo global.
Como puntualiza Beck (2007), se enfrenta a un “no saber”, dónde gobiernos tecnocráticos solo aportan paliativos y calculan probabilidades. Lo complejo de esta situación, y aquí es donde se debe prestar atención: las respuestas ensayadas frente a este “no saber” se sustentan en narrativas segregacionistas basadas en “aislamiento, discursos racistas y guerras comerciales”. Fronteras invisibles, en cuya esencia se hallan prejuicios, odio y un creciente temor al otro.
En virtud de lo dicho, y teniendo en cuenta que se atraviesa un periodo actual de neotecnologización de la sociedad (Cabrera, 2003), los medios masivos de comunicación juegan un papel central en la configuración, el moldeamiento y la estructuración de la realidad de las audiencias, en tanto generadores de agenda. Esto significa, desde la perspectiva de los estudios de efecto a largo plazo, tomar en consideración la capacidad de los medios de hacer énfasis en ciertas cuestiones o perspectivas de un fenómeno en desmedro de otras y modificar la imagen de lo que es importante o no. Es decir, en tanto dispositivos nodales en la trama presente, actúan como constructores de la realidad (Wolf, 1987) que definen la visibilidad, percepción y caracterización (u omisión o negación) del riesgo. Por consiguiente, en el marco del complejo entramado de actantes que configuran la coyuntura actual de la pandemia ocasionada por el Covid-19, se torna imprescindible dar cuenta de ciertas lógicas desplegadas por los medios de comunicación, en un mundo informacional marcado por la espectacularidad mediática, la proliferación de noticias falsas y la legitimación intramediática de no expertos que abordan la pandemia. Estos últimos (periodistas, columnistas, por mencionar algunos) disponen de capital simbólico (en términos bourdianos) y de reconocimiento social-mediático, estando ligados a un círculo de relaciones duraderas institucionalizadas de interconocimiento y de pertenencia grupal, y revestidos de honorabilidad y respetabilidad (Gutiérrez, 2005). En otras palabras, cuentan con legalidad mediática y legitimidad intramediática, siendo elevados a la categoría de expertos por el mismo medio que reproduce su discurso, que los autoriza a presentarse como portadores de información certera y no siempre sustentada en datos científicos o estudios con validez comprobada.
En esta intertextualidad de no expertos, el tratamiento de la información científica solo es un problema para aquellos que ponen en tela de juicio afirmaciones taxativas, apreciaciones personales o divulgación de información bajo el criterio del prime time (que responde a una lógica mercantil) o las fake news. Por esto cabe preguntarse: ¿En presencia de riesgos inminentes, es relevante la verdad o es suficiente la re-presentación y la re-interpretación de los legos?
Para responder a este y otros interrogantes, se estudiarán de manera crítica las definiciones de riesgos construidas a partir de la emergencia mundial de la pandemia declarada por la Organización Mundial de la Salud (OMS). En primer lugar, se definirá el concepto de riesgo desde las categorías teóricas de Beck, discutiendo sus alcances en el contexto actual. En segundo lugar, se hará foco en el papel de los medios de comunicación, atendiendo a su significativa relevancia en la conformación de la percepción de riesgo por parte de la ciudadanía. Finalmente, y en continuidad con los ejes analizados, se indagará el rol de la comunicación científica en contextos globales de crisis y de irrupción de las nuevas tecnologías, donde la certeza del saber científico no logra dar todas las respuestas necesarias ante la eventualidad de peligros y riesgos inminentes para la población.
El siglo XX estuvo caracterizado por diversas catástrofes: dos guerras mundiales, el genocidio judío en los campos de concentración, Hiroshima y Nagasaki, y el accidente de Chernóbil, por mencionar algunas. Ejemplos más que suficientes para tomar dimensión de las marcadas consecuencias negativas sufridas por ciertos colectivos sociales en el marco de un desarrollo (expansivo) científico-tecnológico a gran escala advertido, particularmente, a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial.3. Chernóbil representa, desde la óptica de Beck, un quiebre en el proceso histórico de la modernización en lo que respecta a la percepción del riesgo, que escapa a las posibilidades del sujeto y se torna colectiva y catastrófica (Korstanje, 2010).
Tomando en cuenta lo dicho, cabe resaltar un argumento nodal en la postura de Beck (2007): la definición del riesgo es fruto de relaciones de poder, donde los gobiernos occidentales y los centros económicos deciden qué es lo riesgoso (y cómo caracterizarlo y enfrentarlo), en tanto su definición depende de decisiones humanas e intereses predominantes que no siempre convergen con las demandas y prioridades de los colectivos sociales, lo que permite aseverar el papel subsidiario de la ciudadanía en cuanto a la definición primigenia del riesgo en cuestión.
Si se piensa en la conceptualización de sociedad del riesgo, aquí las clases estamentales y estratificadas no alcanzan para entender cabalmente al riesgo, en tanto este comprende y amenaza a todo el colectivo social sin distinción fronteriza; sin diferencia estamental. No menos importante: ya no es posible anticipar, experimentar y conocer por medios propios, como en la clásica sociedad de clases, los riesgos que trae consigo el actual desarrollo productivo global al que asiste la modernidad desde las últimas décadas del siglo pasado.
El riesgo es central y determinante para el presente y futuro de las poblaciones, dado que las innovaciones científicotecnológicas y las estrategias geopolíticas de expansión de mercado traen aparejados riesgos no conocidos ni delimitados, plausibles de atentar contra su bienestar.4. Ya Sartori (1998) advierte que todo progreso tecnológico, incluso cuando no genere temores significativos, trae consigo previsiones acerca de sus posibles consecuencias y efectos, los cuales no siempre son los acertados o esperables.5.
En esta trama, desde la óptica de Beck (1998a, 1998b, 2000 y 2007) los seres humanos aparecen relegados, fuera de escena, en tanto se muestran incapaces de aprehender el riesgo inherente a las prácticas científico-tecnológicas: muchos de los riesgos se sustraen a la capacidad perceptiva de los humanos y necesitan de la ciencia y la tecnología para su visibilización y conceptualización como peligro y riesgo (Beck, 1998a: 29).6.
De todo lo dicho, se desprende la pérdida creciente de la soberanía cognitiva (Korstanje, 2010) por parte de la ciudadanía, que, frente a esta imposibilidad de reconocer y anticipar los riesgos propios del desarrollo productivo a gran escala, cede involuntariamente su capacidad de percepción a expertos, gobiernos y medios de comunicación (a raíz, precisamente, de su presunta incapacidad cognitiva para su aprehensión). Quienes, junto a las estructuras económicas globales, son los actantes centrales en la definición, el alcance y las consecuentes medidas para solventar el riesgo y el peligro, y promover, en este contexto, la seguridad (concepto clave que caracteriza a la sociedad del riesgo) y su explotación comercial: “Los gobiernos occidentales o los actores económicos más poderosos definen los riesgos para los otros” (Beck, 2007: 11).
En el marco de las (ya explicitadas) incertezas y desconocimiento que operan en torno a la configuración de riesgos hipotéticos, ciertos Estados son capaces de materializar sus objetivos y tomar medidas tendientes a favorecer sus propios intereses, amparados y justificados en la necesidad de mitigar y prevenir potenciales peligros que acechan a la humanidad. Bajo esta órbita, la ciencia y la tecnología —en conjunto con la economía y la política— aparecen como fuentes de nuevos problemas y riesgos, que, hoy en día, se muestran incapaces de resolver. Realidad que cuestiona nociones y discursos optimistas en ciencia y tecnológica que las consideran como intrínsecamente positivas, y que dejan al descubierto visiones instrumentalistas y deterministas prevalentes en ciertos sectores de la esfera política, científica y pública.
Tomando en cuenta todo lo expresado, y como bien resalta el sociólogo alemán, las sociedades de riesgo presentan características distintivas de periodos anteriores: se está en presencia del “final de los otros” (Beck, 1998). Antes, la miseria, el sufrimiento y la violencia imperantes y perpetrada desde los inicios de la modernidad se confinaban en la categoría “del otro”, de aquel que no pertenecía a los “míos”; “el otro distante”: judíos, comunistas, disidentes, inmigrantes y presos, entre otros, eran los colectivos sociales que ostentaban mayormente las consecuencias negativas de guerras y catástrofes, y que, por ende, vivían bajo amenaza constante. Pero, tal como expresa Beck, esta nueva sociedad, la del riesgo, se diferencia en que:
“Los riesgos globales derriban las fronteras nacionales y mezclan lo nativo con lo extranjero. El otro distante se está convirtiendo en el otro inclusivo —no a través de la movilidad—, sino a través del riesgo. La vida cotidiana se está convirtiendo en cosmopolita: los seres humanos deben encontrar el significado de la vida en el intercambio con los otros y no tanto en el encuentro con los similares” (2007: 7).
En otras palabras, el riesgo global es la condición humana que define a este comienzo de siglo; es la forma de estar y gobernar en la modernidad (Beck, 2007: 6), su ubicuidad caracteriza nuestra cotidianeidad: se asiste a la “democratización” del riesgo en tanto se torna omnipresente, y grupos sociales, que hasta entonces no se veían afectados por él, se encuentran en constante exposición frente a su creciente expansión global. Por lo tanto, el peligro, inherente a esta nueva sociedad y del que no se puede escapar, constriñe y elimina todo tipo de fronteras: nadie está inmune frente a ello. No obstante, y más allá de esta interconexión cosmopolita estimulada por esta nueva condición humana que preforma nuestro “estar en el mundo”, es conveniente subrayar que los nuevos (y potenciales) riesgos afectan de diferente modo a los distintos países (y al interior de estos) en términos culturales, económicos y sociales; evidenciando las asimetrías existentes entre países del Primer Mundo y los considerados periféricos y en vía de desarrollo: poder político, financiero y científico-tecnológico y capacidad de injerencia y toma de decisiones en el andamiaje de la maquinaria global. Lo dicho también es plausible (y necesario) de ser extendido a quienes habitan en condiciones precarias y de pobreza en los países de primer mundo. A grupos sociales marginados y desplazados que no gozan del bienestar promovido por los gobiernos occidentales, y que no siempre disponen de derechos y reconocimiento sociales y políticos (poblaciones indígenas y colectivos inmigrantes, por mencionar algunos): los que forman parte del “Cuarto Mundo”, muchas veces olvidados o invisibilizados.
Dentro de la movilidad social y económica intensa y distintiva de este periodo histórico, los procesos de segmentación social 7 . hunden sus fauces en dicotomías, diferencias y características físicas, de lenguaje y raza para crear espacios diferenciados entre lo propio y lo otro. En esa distancia social no acordada, pero omnipresente, el riesgo se vehiculiza en fronteras invisibles de lo desconocido o conocido. Actualmente, la amenaza son los otros, sus cuerpos, miradas, palabras e idioma; virus que puede impregnar nuestras costumbres, vestimentas y políticas. De este modo, el Estado parapolicial de la mirada sospechosa sobre lo diferente despunta el vicio de una alerta constante sobre lo distinto, sobre lo que comporta un riesgo, no calculado, no conocido, pero amparado en la certeza del daño o al menos, del cambio en lo consabido cotidiano. Un “no saber”, que, en su propio acto de desconocimiento, da a luz un saber, una percepción cultural, como le llama Beck, sostenida en creencias y en la sospecha de riesgo en el otro:
“En la medida en que los riesgos globales no pueden ser calculados por métodos científicos, siendo una cuestión de no-saber, la percepción cultural, a saber, la creencia post o casi-religiosa en la realidad del riesgo mundial, cobra una importancia especial” (Beck, 2007: 17).8.
El riesgo es sospecha y se convierte en acción en dos planos: el interno, en cada sujeto provocado por el temor al otro y su irremediable diferencia; y en un plano general, se materializa en discursos encendidos de odio y políticas de segregación donde el riesgo se presenta socavando fronteras transnacionales, busca ser localizado como propiedad de estados o sociedades específicas. La propagación constante del virus ha dejado al descubierto, además, “grandes epidemias de virus ideológicos” latentes que se corporizan en la proliferación de noticias falsas, en explosiones de racismo y aparición de teorías conspirativas paranoicas (Zizek, 2020: 21) que impregnan y contaminan el mapa actual.
Ejemplo de esto es el nuevo nombre del Covid-19, ahora llamado “virus chino” por el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Mediante esta nueva denominación, la política sitúa a la enfermedad como ajena al estado nacional y a la idiosincrasia de sus pobladores, adjudicando al otro —en este caso chinos— el rol de victimario y exculpando de responsabilidad sobre políticas sanitarias, sociales y económicas, al Estado-Nación donde se propaga el virus. La culpabilidad china por su presunto rol como iniciador de la pandemia ha caracterizado los discursos y coberturas de distintos medios de comunicación de occidente con la firme intención de estigmatizar, y en última instancia demonizar a China: “Las malas condiciones higiénicas en los mercados chinos y los extraños hábitos alimentarios de los chinos (primitivismo insinuado) eran el origen del mal” (De Sousa Santos, 2020: 25).
Este “circuito de violencia política transnacional” posee variados ejemplos en la historia de la humanidad, en la sindicación de culpas a otros y exculpación de responsabilidades propias. Un círculo donde el virus que encandila las miradas del mal, es depositado en lo distinto; en el otro foráneo. Un fenómeno e instrumento político de adoctrinamiento que en alguna época operó con distintos nombres: raza, judíos, inmigrantes, homeless, por mencionar algunos. Características que organizan la percepción del otro y, con ello, la cognición de su presencia, de quién es, cómo tratarlo o la manera de adjudicarle la responsabilidad y consecuencias de los actos que son propios. Un otro que representa el mal y del que hay que curarse o eliminarlo.
Frente a la problemática actual, y tomando como referencia los planteos de Beck (2007), se advierten tres posibles reacciones: apatía, negación y transformación, tornándose imprescindible preguntarse qué se avizora al respecto. Muchos pensadores estiman que, de algún modo u otro, se avecina un nuevo comienzo por las huellas que dejará esta pandemia. En otras palabras, un antes y un después en los colectivos sociales, gobiernos, y rol de la salud pública y de la economía.
En el plano colectivo, posiblemente se observa una transformación en las redes de colaboración y concientización social que jerarquicen el bien común por sobre los intereses particulares, donde las circunstancias de aquellos expulsados del sistema productivo no sean indiferentes o concebidas como una mera consecuencia del sistema. En el plano político, la complejidad del fenómeno y la velocidad de su expansión desnudan las falencias y miserias de algunos, así como las virtudes, solidaridad y ética de otros. Serán tiempos de políticas sin semblantes, que tendrán que dirimir entre la vida y la muerte. Las decisiones de cada Estado-Nación dirán si se trató de muchas vidas y pocas muertes o lo inverso. En el plano económico, algunos países se harán eco de la constelación de advertencias y alarmas frente al creciente número de infectados y muertos, priorizando medidas sanitarias; en tanto otros Estados atenderán al derrumbe de los mercados, implementando medidas sociales y sanitarias que, en primer lugar, garanticen la circulación del capital. Contrariamente a numerosas declaraciones en medios de comunicación, donde políticos, empresarios y comunicadores, por mencionar solo algunos, plantean supuestas dicotomías entre salud y economía. Esto es, se considera que ambos elementos no constituyen polos en mutua exclusión, sino prioridades y efectos colaterales. Aquí es relevante preguntarse: ¿primero la economía y después la vida? ¿El resultado es el mismo invertidos los factores? 9. Estas preguntas integran el debate sobre cómo hacer frente al Covid-19 y constituyen uno de sus trasfondos; sin embargo, lo complejo de estos interrogantes, es que el cambio en el orden de los factores, sí altera el producto.
Profundizando en los efectos colaterales de esta supuesta dicotomía, la muerte para algunos gobiernos será una consecuencia entre otras, donde “algunos van a morir, lo siento. Así es la vida” (Reuters: 2020). Esta declaración corresponde al presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, y se suma a otras expresiones de similar calibre, como las del vicegobernador de Texas (Estados Unidos), Dan Patrick, quien en una trasmisión televisiva en prime time arengaba a los ciudadanos norteamericanos a sopesar el sacrificio de las personas mayores y ancianos, para resguardar el mercado frente al “shock del peligro”. Un shock solo posible en estados de excepción, en radicales disrupciones de lo establecido, similar a lo que ocurre en catástrofes naturales o guerras, donde la vida humana corre peligro y “la expectación de lo inesperado requiere que lo auto-evidente no se siga tomando como tal. El shock del peligro es una llamada para un nuevo comienzo. Donde existe un nuevo comienzo, la acción se hace posible” (Beck, 2007: 7).
En el marco de la actual pandemia, es imposible soslayar el papel de los medios de comunicación en la definición y alcance del riesgo. Beck los incluye en lo que denomina “relación de definiciones”, que comprende a las reglas, instituciones y capacidades que estructuran su identificación y evaluación; la matriz cultural que se legitima como portadora de su construcción y las acciones que demanda o sugiere. Desde su óptica, los medios son protagonistas centrales, además de la construcción, en la contestación y crítica sociales que envuelven a la sociedad del riesgo (Cottle, 1998).
Esta línea de análisis permite desestimar aquellas nociones que entienden que el lenguaje de los medios masivos, a través de sus distintos dispositivos de información, se caracterizan por su neutralidad, esto es, por reflejar fielmente una única realidad. Frente a ello, los análisis de Beck se enmarcan en posiciones que dan cuenta del cuerpo organizativo y social en el que se inscriben los diferentes medios; cuya labor responde a intereses de diversa índole (muchas veces invisibilizados para los colectivos sociales) que impregnan y dirigen los agenciamientos mediáticos de los informantes bajo los distintos soportes hoy disponibles para ello.
Tomando como referencia lo mencionado, cabe preguntarse con Beck: ¿dónde está la línea que separa la preocupación razonable del miedo paralizante y de la histeria? (Beck, 2007: 32). Otras preguntas se hacen presente: ¿es posible concebir a los medios de comunicación como garantes y gestores de racionalidad y seguridad? ¿Acaso es plausible la creencia en ellos como portadores seguros de información? Desde la perspectiva aquí tomada, la respuesta no es concluyente.
Si una de las premisas esenciales que guía y rige al periodismo es la de informar de manera veraz y objetiva a los públicos para que estos puedan desenvolverse de manera adecuada en su cotidianidad, cabe preguntarse acerca del rol de los medios de comunicación en situaciones de riesgo e incertidumbre: ¿informan objetivamente o lo que prima es la espectacularidad mediática y la búsqueda de mayor audiencia?
En tiempos de aislamiento y distanciamiento social obligatorio y preventivo, la cobertura periodística sobre el Covid-19 ha mostrado síntomas de irresponsabilidad y desinformación. A modo de ilustración, varios medios de comunicación han concitado la atención sobre aquellos que violan la cuarentena, sobre las detenciones, agresiones y resentimientos que generan estas conductas, haciendo de la noticia una panacea de preceptos morales y requerimientos de buena conducta social, sin profundizar ni contextualizar la complejidad del hecho comunicado. Este llamado a la “responsabilidad”, sobrealimentado también por entidades estatales, puede ser comprendido de dos maneras. Por una parte, como producto de la “individualidad trágica”, definida por Beck, donde los sujetos aislados y atomizados deben ensayar respuestas ante lo imprevisto y la ausencia de respuestas claras y certeras. Dicho autor explica este fenómeno como resultado del fracaso de los sistemas especializados de gestión de riesgo, donde “ni la ciencia, ni los políticos en el poder, ni los medios de comunicación, ni las empresas, ni el derecho, ni tan siquiera el ejército, están en buena posición para definir o controlar racionalmente los riesgos” (2007: 16). Por otra parte, la voracidad mediática por trasmitir “responsabilidad” a los ciudadanos encuentra su apogeo en la verificación continua del conflicto, en la ausencia de soluciones definitivas y, en última instancia, en la verificación del no saber. Socavadas las bases sociales donde se adjudicaba un saber a entidades estatales e inclusive a medios de comunicación, el efecto de “desvinculación sin vinculación” (Beck, 2007: 16) hace retornar el agenciamiento de responsabilidad hacia los ciudadanos, omitiendo la incumbencia estatal y mediática en el vacío de saber y la dispersión informativa.
En estas circunstancias, se advierte el rol constructor de la realidad que desempeñan los medios de comunicación, en tanto generadores y articuladores de temáticas a las que atiende la ciudadanía, determinando lo que se discute y lo que queda relegado en el debate ciudadano. En otras palabras, se evidencia una marcada injerencia en la construcción de la realidad, constreñida a lo que los medios de comunicación incluyen o excluyen en su agenda informativa.
En ese sentido, es posible extrapolar los análisis de Sartori en torno a la videopolítica y el papel fundamental de los medios en la conformación de la opinión pública: “el pueblo soberano opina en función de lo que la televisión les induce a pensar” (1998: 66). En esta trama, las opiniones y creencias de los públicos, configuradas, moldeadas y reforzadas por los medios de comunicación, en tanto productoras de sentido, revisten particular interés para comprender el andamiaje de la presente pandemia. Ello, dada la incidencia directa en el quehacer de los sujetos, en la valoración positiva de los cuidados y prevención, o más bien en el rechazo de las medidas preventivas, a su infravaloración. O en última instancia, en la negación de la existencia del virus.
Actualmente, resulta valioso discernir entre informaciones significativas, provistas de valor y con pretensiones de concientizar, de informaciones carentes de todo tipo de relevancia práctica para los ciudadanos, destinadas a la espectacularización mediática y a la búsqueda de alcanzar un mayor nivel de receptividad por parte de la audiencia. Este tipo de informaciones superfluas y excéntricas aparecen con intensidad a partir del advenimiento de la televisión, concentrada en el poder de la imagen, en su capacidad de relatar y experimentar distintos sucesos en tiempo real que, sumado a la necesidad permanente de mostrar “algo”, empobrece, en términos cualitativos, la capacidad de comprensión de los individuos. Esto, más allá de la capacidad intrínseca de brindar mayor información a los públicos y facilitar su acceso.
Siguiendo a Sartori (1998), es necesario plantear una distinción de suma importancia: estar informado no siempre implica tener conocimiento, es decir, obtener información no garantiza su cabal comprensión. En efecto, en una época donde la imagen centraliza los hechos noticiables, se observa el desmedro hacia la calidad informativa, convirtiendo la noticia en entretenimiento, en show, haciendo de lo superfluo una prerrogativa ineludible para el goce de la novedad. Aquí entran en escena los conceptos de desinformación y subinformación en clave sartoriana. Esto es, informaciones incompletas (subinformación) o informaciones distorsionadas o manipuladas (desinformación) que discurren en la esfera mediática, cuya peligrosidad, en tiempos de incertezas y de búsqueda de respuestas cortoplacistas por parte de la ciudadanía, se acrecienta.
Lo puntualizado por Sartori se replica con intensidad en el presente con un fenómeno en auge (intensificado en tiempos de pandemia): la proliferación de fake news. Dicho fenómeno no es actual, pero cobra matices diferentes en tanto su difusión, facilitada por la creciente digitalización de la vida y la propagación de información que las nuevas tecnologías viabilizan, abarca diversos públicos a un ritmo sin precedentes: “La información verdadera puede quedar ahogada en un mar de rumores sin confirmar, poniendo así en riesgo al público que no puede llegar a la información que necesita, lo cual pone en riesgo la salud de toda la comunidad” (Phillips, 2020).
En esta intertextualidad de fuentes informativas, gran parte de la ciudadanía se muestra incapaz de distinguir fuentes confiables y válidas de aquellas que aparentan serlo, manifestando perplejidad y conductas intempestivas ante noticias no corroboradas o que parten de la presunción de algunos comunicadores. La sucesión de estas conductas periodísticas (faltas de ética profesional y dudosa finalidad informativa) representan una fuerte amenaza a los intentos y esfuerzos de los estados nacionales por frenar la propagación del virus, aminorar muertes y velar que no colapsen los sistemas de salud pública.
3. Ciencia y comunicación científica: importancia y desafíos en la pandemia
A partir de la noción (ya enunciada) de la pérdida de soberanía cognitiva por parte de la ciudadanía, uno de los mayores retos para los gobiernos y la comunicación científica es que la ciudadanía posea un nivel adecuado de comprensión acerca de problemas relevantes en términos científico-tecnológicos. En tiempos de pandemia esta necesidad tiene una importancia sin precedentes: los conocimientos e informaciones sobre el coronavirus condicionan directamente la vida individual y las formas de convivencia colectiva.
Parte de esta comprensión está en relación al valor asignado al conocimiento científico y la ponderación de su relevancia para el desarrollo y crecimiento de las sociedades y el fortalecimiento democrático. En otras palabras, generar conciencia del valor que posee la ciencia (Calvo Hernando, 2002), premisa donde la comunicación pública de la ciencia juega un papel central. Y para ello, fomentar la participación e inclusión social de la ciudadanía en la agenda científico-tecnológica (pilar esencial de los sistemas democráticos) se torna urgente.
Teniendo en cuenta las circunstancias y las características actuales de los medios de comunicación, la comunicación pública de la ciencia (CPC) tiene un importante desafío por delante. Entre otros motivos, se subraya la necesidad de pensar en una ciencia más abierta y democrática, en un modelo de comunicación que procure alcanzar una ciudadanía con una mayor inclusión y participación y compromiso social en términos científico-tecnológicos, en un siglo marcado por el advenimiento de la revolución digital y los múltiples desafíos de informar y concientizar en esta nueva era.
Si bien es innegable la existencia de una asimetría entre expertos y no expertos en términos de conocimiento científico, ello no implica, desde nuestra perspectiva, la sumisión al modelo clásico de déficit cognitivo e informacional (aún vigente en ciertos sectores del campo científico y político), que promueve la monopolización del saber científico, en el cual la comunidad científica y los gobiernos deciden unilateralmente qué y cómo informar al público lego. Público considerado como carente de interés por la ciencia, irracional y movido por emociones, y que, en consecuencia, necesita ser educado (Vara, 2010) y “curado” por los expertos a fin de disminuir la brecha informacional y cognitiva existente que envuelve a las relaciones establecidas entre expertos y no expertos. Lo que posibilitaría, desde este modelo de déficit, la formación de ciudadanos informados en términos científico-tecnológicos, capaces de valorar positivamente las agendas gubernamentales en materia científica.
En este marco, bajo el amparo de este modelo dominante y clásico de divulgación científica, se establece una relación vertical entre un público (generalizado y pasivo) que no conoce ni se interesa por la ciencia y los científicos, cuyos esfuerzos se dirigen al cumplimiento de una función “terapéutica”. Función basada en la enseñanza y transmisión de saberes científicos sin tener en cuenta, por un lado, demandas, contextos y circunstancias históricas y locales de los distintos colectivos. Y por otro, en la infravaloración de los públicos como agentes activos, cuyos saberes y agenciamientos epistémicos se hallan menoscabados e invisibilizados por elites tecnocráticas que monopolizan las prácticas y desarrollo científicos.10
Por el contrario, y en continuidad con el pensamiento de Chalmers (2000) de que la ciencia goza de una acentuada valoración, aceptación y legitimidad en el imaginario social, se torna necesario promover espacios de discusión y debates y estrategias de participación real que incluyan a la ciudadanía en términos científicos y que se tome en consideración tanto la pluralidad de sus conocimientos y saberes como sus experiencias vitales. Esto es, por un lado, que se reconozcan, necesidades y demandas de los colectivos sociales. Y por otro, que se tome en consideración, tanto la pluralidad de sus conocimientos y saberes, como sus experiencias vitales. Así, la receptividad y sensibilidad del campo científico ante las potenciales aportaciones de los ciudadanos en la conformación y aplicación del conocimiento resultan de particular interés, no solo para la resolución de problemas, sino también por su capacidad de nutrir a la actividad y conocimiento científicos.10
Lo dicho aparece como respuesta a perspectivas clásicas y ortodoxas de la ciencia —que se remontan a los estudios institucionales de la escuela mertoniana— encargadas de preconizar la autonomía de la esfera científica, de infravalorar la capacidad cognitiva y epistémica de los distintos públicos y que sustentan una civilización tecnocrática. Por consiguiente, es plausible aseverar que las investigaciones y trabajos científicos deben ser diseñados, planificados y ejecutados de forma colaborativa, con y para la sociedad (Anglada y Abadal, 2018); en el marco de políticas científicas nacionales capaces de incorporar prioridades y problemas sociales, esquemas resolutivos y preocupaciones de los distintos colectivos, contemplando los intereses, los objetivos y las necesidades particulares de los grupos sociales.
En este escenario, se torna perentorio entender que la ciencia es inseparable de la cultura; es una de sus formas de expresión. Esto, en tanto pareciera que la actividad científica no sea objeto o se halle expuesta a una valoración de orden social o cultural (Leitao y Albagli, s/f). En esta línea, un imperativo estriba en humanizar la ciencia, mostrar que el científico “es también es un ser humano”, que forma parte de una cultura, de un lenguaje y se inscribe en un campo de relaciones sociales como cualquier otro trabajador (Kreimer, 2009).
En virtud de lo expresado, se precisa poner en tensión concepciones clásicas predominantes de la ciencia que persisten en su entronización. Es decir, que se la presente y conciba como la panacea a todos los problemas que aquejan a los seres humanos (Calvo Hernando, 2002). En esta dirección, y tal como apunta Beck (1998b), el privilegio del que goza la ciencia se cimienta en la presunción que la consagra como la única voz autorizada para la definición y cálculo del riesgo global, estableciendo una relación asimétrica y de sujeción de la política respecto a la ciencia. Es decir, la política debe tomar decisiones referidas a peligros y amenazas circunscritas al conocimiento científico disponible, basadas en probabilidades e incertezas, que conviven con el error y que se distinguen por ser un cuerpo de conocimiento falible, perfectible y provisional. Para Beck (1998b), los políticos, en términos de conflictos de riesgo, ya no pueden confiar en los científicos, en tanto se advierten perspectivas rivales y contradictorias por parte de una multiplicidad de agentes, que, en el propio seno del campo científico, configuran y definen de distinta forma al riesgo.
No se trata de infravalorar el rol imprescindible (y transformador) de la ciencia en la vida de los seres humanos, ni dudar de su poder y capacidad explicativos y predictivos. Lo que se busca es no menoscabar otros saberes y no desatender la reciprocidad existente entre política y ciencia, de vital importancia para la comprensión de las medidas actuales tomadas por los diferentes gobiernos para abordar y enfrentar la pandemia.11
Tomando como eje los estudios de Beck en torno al riesgo, en el curso del presente trabajo se abordó su alcance, definición y carácter constructivo desde una mirada que entrelaza facetas sociológicas, psicológicas y comunicacionales para el análisis de la pandemia.
La omnipresencia o deslocalización del riesgo, como una de las características principales que gobierna y rige nuestra condición humana actual, es clave para comprender que el mencionado virus no reconoce fronteras ni distinción de clases. Como bien sugiere Buttler (2020), se está frente a un virus que cruza todas las fronteras y territorios nacionales. Un virus que amenaza la sociedad global y deja expuesta la vulnerabilidad y fragilidad que cierne el horizonte de sus prácticas de intercambio y circulación trasnacionales. En esta faceta velada de la globalización, pero no inexistente, el riesgo se corporiza al interior de las dinámicas actuales de movilidad social. La particularidad de este riesgo, es la amenaza directa a la vida, el riesgo de muerte potencial del cual toda la sociedad es objeto. La peligrosidad ya no es ajena al cuerpo propio, no incumbe solamente al otro, ni está localizada en otras sociedades, tampoco en guerras, crisis sociales o sanitarias. El riesgo forma parte de nuestra cotidianidad, es global y al mismo tiempo nos incluye a todos.
Considerando la ubicuidad del riesgo, se subraya —como elemento distintivo de la modernidad actual— la pérdida de soberanía cognitiva por parte de los ciudadanos. Extravío que responde, desde la perspectiva de Beck, a la incapacidad de aprehender y captar el riesgo sin la intermediación de los medios de comunicación, gobiernos y expertos. Estos actantes, junto a las variables económicas que interceden en la organización y distribución sociales, son los encargados de delimitar y dimensionar el alcance de los riesgos y tomar decisiones en torno a estos. Sin embargo, la paradoja de la amplia atención y vigencia de estos traductores sociales de riesgos es que también son parte del problema, o en ocasiones, los promotores de su origen, difusión y expansión.
Gran parte de los riesgos a los que se ha visto sometida la sociedad mundial son consecuencia de desarrollos científicos y tecnológicos a gran escala, advertidos principalmente, a partir de la segunda mitad del siglo XX, como, por ejemplo, el accidente nuclear de Chernóbil. Este y otros eventos nos interrogan sobre el papel de la ciencia y la tecnología, las administraciones estatales y los medios de comunicación, en tanto nuevas fuentes de problemas y riesgos.
En el plano científico-tecnológico, se presencia un mundo moderno impregnado de incertidumbres e incertezas, donde el no saber —articulador y generador de percepciones culturales y sociales de riesgo— deja al descubierto falencias y limitaciones explicativas del campo científico en términos de calculabilidad y certidumbre. Frente a esta coyuntura se afirma que el riesgo es inherente a la condición humana, al crecimiento poblacional constante y al desarrollo productivo a escala global. En este punto es válido preguntarse: ¿cómo convivir de forma más democrática con el riesgo?
Beck, en su obra de referencia Sociedad global del riesgo (1998a), propone pensar en la posibilidad de establecer comités y grupos de expertos en áreas de la política, ciencia e industria que incluyan la participación de grupos de no expertos (Guiivant, 2001). Colectivos, cuyas aportaciones y experiencias vitales, deben ser tomadas en cuenta en los procesos de definición, anticipación y prevención de riesgos. Sin embargo, la experiencia actual y las decisiones tomadas por algunos gobiernos para el manejo del riesgo que representa el Covid-19 demuestran que apelar a comités científicos —ante contextos inciertos— no es una medida que garantice prevenir o mitigar riesgos. En este punto, ciertas declaraciones y medidas gubernamentales nos advierten del riesgo y la arrogancia del poder. Decisiones de líderes elegidos democráticamente, que responden ante crisis de consecuencias incalculables, guiados por intereses y ambiciones personales, presiones del sistema financiero, creencias religiosas o interpretaciones sesgadas de la realidad. Atribuciones que no son consecuencia de la crisis global actual, ni tampoco pertenecen a sistemas políticos noveles o autoritarios.
En la pandemia del coronavirus se observa que el advenimiento de nuevas tecnologías y el empleo masivo de las redes sociales virtuales ha socavado y cuestionado el rol de los medios de comunicación como garantes y gestores de racionalidad; concibiendo un nuevo entramado de actantes que configuran y determinan el riesgo y sus lógicas de acción y corporización. En esta ordenación de discursos mediáticos y transmediáticos prevalece el desconocimiento, la desinformación y la falta de rigurosidad científica. Este hecho se agudiza al considerar la sobreabundancia y manipulación maliciosa de información apoyada en la propagación de noticias falsas que impregnan nuestra realidad circundante en el marco de lo que la OMS llamó “infodemia”.
Frente a esta nueva ecología transmediática, la información certera y fiable es un bien escaso y no evidente en escenarios múltiples de espectacularización mediática, signados por la viralización de noticias falsas. Esto tiene como consecuencia efectos perniciosos en la salud, el psiquismo y, en algunos casos, la subestimación o negación del coronavirus.
La pandemia es una amenaza directa a la vida de cada uno, anuncia la finitud y contingencia de nuestra existencia y las limitaciones de nuestro cuerpo. Dentro de unos años, el Covid-19 será la terminología que nos recordará la vulnerabilidad de nuestras fronteras estatales, pero también vitales y el riesgo de ser potenciales portadores y víctimas de una amenaza letal en nuestro organismo.
Ante la expansión incesante de este virus “invisible” en su presencia, pero manifiesto en sus consecuencias, los agenciamientos comunicacionales de cada actante son potencialmente benéficos o potencialmente nocivos, no dando lugar a posibles ambivalencias o indiferencia. Este hecho, concreto y sustancial, nos convoca a reflexionar sobre el papel que cada uno interpreta en esta pandemia, donde nuestras acciones u omisiones tienen consecuencias irreversibles para cada uno y para quienes nos rodean.