Artículos
El rol de las empresas privadas en la encrucijada tecnológica nuclear. Una mirada comparativa de los casos argentino y español (1950-1974)
O papel das empresas privadas na encruzilhada tecnológica nuclear. Um olhar comparativo dos casos argentinos e espanhóis (1950-1974)
The Role of Private Companies at the Nuclear Technological Crossroads. A Comparative Study of Argentine and Spanish Cases (1950-1974) Milagros Rocío Rodríguez
El rol de las empresas privadas en la encrucijada tecnológica nuclear. Una mirada comparativa de los casos argentino y español (1950-1974)
Revista Iberoamericana de Ciencia, Tecnología y Sociedad - CTS, vol. 16, núm. 48, pp. 105-129, 2021
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Recepción: 27 Mayo 2020
Aprobación: 28 Septiembre 2020
Resumen:
Este trabajo se propone contribuir a las reflexiones sobre la vinculación entre el Estado, la ciencia, la tecnología y el mundo empresario a partir del análisis comparativo de los programas nucleares español y argentino. Mientras que en el primer caso las firmas privadas manifestaron un temprano interés por participar del mercado nucleoeléctrico a través de la compra de centrales llave en mano, en Argentina las instituciones públicas debieron desplegar amplias políticas de promoción industrial para fomentar la intervención de los grupos económicos locales en el sector a través del concepto de apertura del paquete tecnológico. Si bien la bibliografía proveniente del ámbito de la historia económica continúa siendo escasa en ambos casos, se realizará una primera aproximación al tema a través del corpus disponible. Las características del contexto de posguerra en Europa y América Latina, los mecanismos de transferencia de tecnología y los canales de financiamiento disponibles serán las principales variables a analizar en clave comparativa. De esta forma, nos propondremos plantear interrogantes que contribuyan a ampliar la discusión en el futuro.
Palabras clave: programa nuclear argentino, programa nuclear español, Estado, ciencia y tecnología, sector privado.
Palavras chave: programa nuclear argentino, programa nuclear espanhol, Estado, ciência e tecnologia, setor privado
Keywords: Argentine nuclear program, Spanish nuclear program, State, science and technology, private sector
Introducción
Desde mediados del siglo XX, la generación nucleoeléctrica surgida en los países centrales se caracterizó por demandar insumos altamente elaborados que estimularon el desarrollo paralelo de la industria, tanto nuclear como convencional (Frewer y Altvater, 1977). Dado el carácter estratégico que la tecnología revestía entonces, el Estado asumió un papel central que se materializó en la creación de comisiones de energía atómica encargadas de coordinar y estimular los esfuerzos en el sector. Pero también comenzaba a ser evidente que la participación de las industrias nacionales y el desarrollo de los ámbitos de producción de ciencia y tecnología constituían aspectos cruciales para asegurar el desarrollo exitoso de la tecnología nuclear. Allí donde los lazos entre las partes involucradas resultaron fluidos, la expansión de la energía nuclear pudo alcanzar plena maduración.1 Sin embargo, no se verificaba la misma tendencia en los países de la periferia, en tanto que la desconexión entre los tres vértices ha sido señalada como una de las causas del subdesarrollo y del retraso tecnológico (Sabato y Botana, 1968; Hurtado, 2014). De esta forma, el carácter estratégico de los programas nucleares adoptados en Brasil, México, España, India y Argentina adquirió un nuevo sentido en función de la necesidad de profundizar el desarrollo industrial. Por entonces, políticos e intelectuales percibieron al sector como un tipo particular de industria industrializante, es decir: un ámbito idóneo para potenciar la transferencia de tecnología, formar recursos humanos altamente capacitados y dinamizar a la industria en general (Destanne de Bernis, 1971; Harriague, Quilici y Sbaffoni 2008).
En los últimos años, las indagaciones respecto de las actividades nucleoeléctricas comenzaron a ser objeto de estudio de tecnólogos e historiadores de la ciencia y, en forma marginal, por parte de la historiografía económica.2 Aun cuando comienzan a delinearse historias nacionales desde esta perspectiva, los estudios globales o comparativos suelen ser escasos. Adicionalmente, los países nucleares de América Latina han sido considerados una unidad de análisis en virtud de ciertas similitudes de su trayectoria económica, dejando por fuera la comparación con el mundo ibérico.3 Del panorama descripto se desprende que no existen estudios que examinen similitudes y contrastes entre países en ambos extremos del Atlántico, perspectiva que puede resultar útil para identificar afinidades socioculturales y perfilar con mayor nitidez algunos aspectos propios de cada desarrollo particular (Hurtado de Mendoza y Romero de Pablos, 2012).
Ahora bien, ¿por qué comparar el Programa Nuclear Argentino (PNA) y el Programa Nuclear Español (PNE)? La respuesta a dicha pregunta posee múltiples aristas; en primer lugar, porque la bibliografía disponible sugiere que, en líneas generales, los dos países partían de un contexto económico relativamente similar, signado por el escaso desarrollo del sector industrial, la debilidad de la matriz energética, la carencia de conocimientos científicos y recursos humanos y la preponderancia del rol del Estado, entre otras. Sin embargo, en el análisis de las diferencias encontramos mayor provecho, dado que ambas trayectorias comenzaron a divergir notablemente tras la implementación de políticas desarrollistas durante los años 60. Si observamos el alcance de los Planes Nucleares proyectados a fines de la década de 1970 —verdadera época dorada de la energía nuclear—, salta a la vista que la nucleoelectricidad logró insertarse con mayor éxito en la matriz energética española que su homóloga argentina. Para 1990, España poseía diez centrales conectadas a la red, mientras que la Argentina contaba con solo dos reactores operativos. Por otra parte, la cantidad de energía de origen nuclear en cada país representaba el 34% y el 13% del total, respectivamente (PRIS, 2017; IAEA, 2018). Adicionalmente, cabe destacar que, mientras que la Argentina apostó por la tecnología basada en agua pesada y uranio natural (PHWR), España tendió a instalar centrales de agua liviana y uranio enriquecido (PWR/BWR).4 Como veremos más adelante, aquellas elecciones revistieron una relevancia fundamental, en tanto expresan parte de la dialéctica entre el contexto internacional, político y económico en cada caso.
A partir de las observaciones expuestas, el propósito de este trabajo apunta a indagar en factores que explican la divergencia entre ambas experiencias luego de la década de 1960. De esta forma, nos proponemos realizar una comparación de casos basada en el examen de las diferencias. Siguiendo a Tilly (1991), el análisis de un principio de variación —en este caso, la participación de la industria local— del carácter de un fenómeno —el surgimiento de los programas nucleares— permitirá identificar las diferencias sistemáticas y, a la vez, resaltar las características específicas de cada caso estudiado. A nuestro entender, el rol directivo del lobby empresarial español en el PNE constituyó un elemento central de la experiencia que resultó notoriamente ausente en el caso argentino. De esta forma, los intereses industriales y bancarios se articularon como un engranaje central: no solo porque desempeñaron un papel clave en la construcción de usinas, sino porque fomentaron la vinculación con Estados Unidos a través de la participación en programas de ayuda económica y la adquisición de tecnología. Del otro lado del espectro, el PNA no solo resultó sistemáticamente excluido de las principales fuentes de financiamiento norteamericano en virtud de las pretensiones de autonomía, sino que también debió canalizar una importante cuota de recursos para fomentar el desarrollo de una industria nuclear. Como correlato, las características señaladas sugieren un vínculo estrecho entre la modalidad de compra de reactores y el tipo de tecnologías adquiridas y las relaciones establecidas en el plano externo.
En el primer apartado realizaremos una breve reseña sobre el surgimiento de ambos programas nucleares durante la década de 1950, estableciendo algunos aspectos comunes y señalando las particularidades de cada caso. En segunda instancia, avanzaremos sobre la cuestión de las decisiones estratégicas en materia de tecnología y financiamiento para la instalación de las primeras centrales nucleares. Finalmente, ahondaremos en la naturaleza de la participación de las empresas privadas y su impacto en ambas trayectorias. A modo de conclusión, ofreceremos algunas reflexiones finales en torno al principio de variación empleado.
1. Los orígenes: un punto de partida común
Para comienzos de la década de 1950, es posible afirmar que ambos casos de estudio se ubicaban en una condición periférica respecto de las grandes potencias. Desde el punto de vista económico, basta con señalar que la renta per cápita por habitante resultaba notoriamente inferior a los países desarrollados: si el promedio entre 1950 y 1959 era de $16.826 en Estados Unidos, en Argentina dicho valor era de $8.544 y solo de $5.092 en España (Maddison, 2014). En el primer caso, la tendencia se explica por el carácter reciente de la industrialización sustitutiva, que a partir de la década de 1920 había comenzado a avanzar sobre las actividades agropecuarias tradicionales. El proceso, fuertemente concentrado en Buenos Aires, se verificó en torno a industrias de bienes de consumo sencillos, como los alimentos, las bebidas y los textiles (Belini, 2017, p. 137). En el ámbito español, el atraso relativo se atribuye a la destrucción ocasionada por la guerra civil,5 la cual implicó la interrupción del proceso de industrialización iniciado en el siglo anterior. Adicionalmente, durante la posguerra, el gobierno dictatorial de Franco implementó un programa económico signado por el proteccionismo y el nacionalismo extremos —la “autarquía”—, así como también el aislamiento de España de la comunidad internacional europea. Dichas condiciones provocaron una gran depresión de la producción, la caída del consumo, la escasez de todo tipo de bienes y la interrupción del proceso de modernización en general (Catalán 1993, 1995; Miranda Encarnación, 2003).
A pesar de insertarse en contextos relativamente adversos, ambas experiencias exhibieron los rasgos propios de un early comer nuclear, dado que lograron impulsar el desarrollo de una tecnología nueva y sumamente compleja en pleno proceso de industrialización por sustitución de importaciones (ISI) (Rubio-Varas y De la Torre, 2014, p. 7). En sintonía con lo que sucedía en los países más desarrollados, la gestión pública jugó un papel central en el surgimiento de los programas nucleares. A pesar de configurarse en contextos políticos disímiles, signados por la relativa estabilidad de la dictadura franquista en el caso español y los vaivenes continuos de la democracia en la Argentina, el Estado respaldó ampliamente ambos proyectos. La temprana decisión de nacionalizar los recursos uraníferos presentes en el territorio nacional constituye un dato sugerente. Así, desde la década del 40, la explotación de los yacimientos de uranio y minerales radioactivos quedaron en manos del Estado y fueron declarados de interés nacional.6 Sin embargo, el verdadero hito del proceso radicó en la creación de comisiones de energía atómica dedicadas al desarrollo de todos los aspectos de la tecnología. Siguiendo el ejemplo de Europa y Estados Unidos, tanto la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) en Argentina como la Junta de Energía Nuclear (JEN) en España fueron diseñadas como organismos dependientes de la presidencia con el objetivo de coordinar la investigación científica y formar especialistas, promover el desarrollo y control de las actividades nucleares, realizar la prospección, explotación y tratamiento del mineral de uranio, y asesorar al gobierno en materia legal.7
Las fuerzas armadas también desempeñaron un rol destacado en los albores de los programas nucleares. Dicha afirmación no resulta sorprendente, dado que las aplicaciones bélicas del átomo despertaron naturalmente el interés de los militares en todo el globo (Shrader Frechette, 1983, p. 23). Sin embargo, en aquellas regiones de la periferia que atravesaban una gran tranformación asociada al despliegue de la ISI, la tecnología nuclear cobraba un atractivo adicional como ámbito para asegurar un suministro confiable e independiente de energía y acelarar el desarrollo científico. En ambos casos de estudio, los militares interpretaron tempranamente el dominio de la energía nuclear en clave estratégica para consolidar el desarrollo y la defensa del territorio (De la Torre, 2017, p. 36; Rodríguez, 2014). En la España franquista, la presencia de las fuerzas armadas puede rastrearse a la Sociedad Anónima de Estudios, Patentes y Aleaciones Especiales (EPALE) y la Junta De Investigaciones Atómicas (JIA),8 organizadas en 1948 como instituciones secretas que luego darían origen a la JEN. En esos años, comenzaba a cobrar relevancia la figura de José María Otero Navascués (1907-1983), ingeniero naval y oficial de artillería en la Infantería de Marina. Luego de terminar su carrera en las fuerzas armadas en 1920, Otero se formó como físico especializado en el campo de la óptica, llegando a ocupar un rol central en la conformación del aparato científico e institucional del PNE y transformándose en un interlocutor privilegiado del gobierno dictatorial de Francisco Franco (Romero de Pablos, 2000, p. 513). De la misma forma, el Ministerio de Industria y el Instituto Nacional de la Industria (INI) —órganos fundamentales del proyecto de industrialización estatal— estaban encabezados por Joaquín Planell y Juan Antonio Suanzes, ambos marinos con formación en ingeniería (De la Torre, 2017, p. 36; Miranda Encarnación, 2003). En la Argentina, el interés de las fuerzas armadas en el desarrollo industrial puede rastrearse desde la década de 1920. Por entonces, algunos miembros de la marina y el ejército comenzaron a demandar la intervención del Estado en el control del abastecimiento de ciertas materias primas estratégicas (Solberg, 1986; Gadano, 2006). En este contexto, la CNEA fue encomendada al ejército primero (1950-1952) y a la marina después (1952-1984). De esta forma, la institución se transformó en un espacio basado en una “cultura nuclear” compartida por marinos, científicos y técnicos (Hurtado de Mendoza, 2012).
El segundo aspecto en común radica en que ninguno de los dos países contaba con institutos especializados ni equipos científicos avocados al tema nuclear. En este sentido, la Guerra Civil Española había trastocado al sistema científico vigente —de por sí pequeño y mal conectado— a causa del asesinato y la persecución de los investigadores de orientación liberal y laica (Presas i Puig, 2017, p. 98). En Argentina, la comunidad científica nucleada en torno a la Asociación de Física Argentina (AFA) era incipiente y no tenía ningún vínculo con el ámbito industrial. De hecho, para 1943 se calculaba que solo había 15 físicos argentinos, de los cuales, ninguno había logrado inserción en actividades productivas (Hurtado de Mendoza, 2010, p. 65). Como correlato, ambos países debieron recurrir a los mecanismos de transferencia de tecnología que resultaban ser comunes en aquella época: las migraciones científicas, la adquisición de planos en el exterior 9 y la filosofía del “aprender haciendo” (learning by doing). Sin embargo, no se trató de procesos inequívocos o lineales, tal y como lo demuestra el affaire Richter 10 en los albores del PNA.
Lógicamente, las primeras iniciativas de la JEN y de CNEA durante la década de 1950 se orientaron a la formación de recursos humanos como punto de partida para estructurar los programas nucleares. El principal mecanismo empleado fue el de la creación de ámbitos de formación y la convocatoria de científicos especializados de renombre internacional. En Argentina, dicho proceso se vio políticamente condicionado en al menos dos sentidos. Por un lado, dada su condición periférica, solo pudo contratar expertos no requeridos por los países desarrollados, tal es el caso de Ronald Richter (Stanley, 2004, p. 30). En segunda instancia, dado que gran parte de la comunidad intelectual argentina se había declarado opositora al gobierno peronista, el Ejecutivo encaró la creación de nuevas instituciones científicas en yuxtaposición con las existentes. Junto con la CNEA, nacía la Dirección Nacional de Energía Atómica (DNEA) como entidad encargada de formar en el país una comunidad de científicos y técnicos avocados al área nuclear. Tras 1956, se fusionó finalmente en CNEA. Para completar el panorama, se fundó el Laboratorio de Investigaciones Nucleares en la Universidad Nacional de Tucumán (1950), donde tuvieron lugar los primeros trabajos de radioquímica a través del grupo de trabajo formado por el científico alemán Walter Seelmann-Eggebert. Las investigaciones allí realizadas permitieron importantes avances en materia de aplicación de radioisótopos y reprocesamiento de combustibles irradiados (Coll y Radicella, 2000, p. 39). En septiembre de 1953 tuvo lugar el dictado del primer curso sobre reactores nucleares y en 1955, se creó la escuela permanente de Física —Fundación Balseiro—, cuyo objetivo era formar nuevos cuadros científicos orientados a la investigación nuclear (Lopez Dávalos y Badino, 2000, p. 165).
En el caso español, el puntapié inicial para las primeras experiencias de transferencia de tecnología se ubicó en 1948 tras la visita de Francesco Scandone. El físico italiano expresó su interés en adquirir uranio español a cambio de incorporar jóvenes científicos españoles a su proyecto de investigación nuclear en Milán. Tras la creación de la JEN, dicha estrategia se profundizó a través de la organización de seminarios en Madrid con conocimientos proporcionados por empresas alemanas. En paralelo, la JEN —por intermediación de Otero Navascués— dedicó grandes esfuerzos por atraer jóvenes talentos al sector. Así, la primera generación de profesionales fue enviada a centros de primera categoría en el exterior, como Milan, Göttingen, California, Pennsylvania y Chicago, entre otros. A diferencia de lo sucedido en Argentina, Otero diseñó una política de apoyo para trabajar en contacto con las universidades a través de la oferta de asistencia económica y liderazgo en proyectos concretos de investigación. Sin embargo, el primer centro de formación especializado debió esperar a la ley de energía nuclear 11 sancionada en 1964 (Presas i Puig, 2017, p. 107).
La participación de delegaciones de ambos países en la primera y segunda conferencia del programa Átomos para la Paz dan cuenta del éxito de dichas estrategias: mientras que España presentó cinco trabajos en 1955 y 19 en 1958, la Argentina hizo lo propio con 37 y 34 ponencias, respectivamente (Marzorati, 2012, p. 194). De esta forma, a la vez que la formación del aparato científico-tecnológico comenzaba a cobrar forma en ambos países, un nuevo objetivo comenzaba a surgir en el horizonte: la producción de energía nucleoeléctrica.
2. La encrucijada tecnológica
A medida que la tecnología de reactores demostraba ser capaz de producir electricidad rentable y relativamente segura, se escribía un nuevo capítulo para las aplicaciones Milagros Rocío Rodríguez civiles del átomo. A partir de 1953, la gestión de Eisenhower en Estados Unidos lanzaba una política de apaciguamiento y cooperación internacional a través de la campaña Átomos para la Paz, en el marco de un período de distensión de la Guerra Fría (Saz Campos, 1993). La naciente industria nuclear estadounidense —compuesta fundamentalmente por firmas privadas— veía en la cooperación una oportunidad para comenzar a colocar su propia línea de reactores en el mercado externo y rentabilizar sus inversiones a través de la exportación (Garrués-Irurzun y Rubio-Mondéjar, 2017: 10). La fase comercial se inició en 1954 tras la sanción de la Ley Price Anderson, en virtud de la cual la Atomic Energy Commision (AEC) transfirió a las empresas la tecnología y las licencias necesarias para la construcción de reactores. Para atraer inversores, la ley asignaba importantes subvenciones al sector, a la vez que se instalaba un régimen especial de indemnizaciones12 que tendía a liberar a las empresas de responsabilidad pública frente al impacto social y ambiental de la actividad.
Luego de 1954, tanto la Argentina como España caerían dentro de la esfera de influencia de la política exterior estadounidense en torno al incipiente mercado de reactores. En ambos países, la instalación de centrales nucleares de potencia se justificaba desde dos aspectos: por un lado, como estrategia de diversificación de la matriz energética frente a la demanda creciente generada por la profundización del modelo sustitutivo; y, por otra parte, como oportunidad para capitalizar aprendizajes científicos y tecnológicos que podrían derramarse a la industria local. Sin embargo, es importante destacar que la necesidad energética se volvía más acuciante en el caso español, dada la escasez de hidrocarburos y el aislamiento ocasionado por la política de autarquía.13 Por este motivo, el desarrollo de un reactor made in Spain ya se encontraba explicitada desde los tiempos de la JIA.
En este contexto, la naturaleza de las relaciones entre los países de la periferia y Estados Unidos se transformaría en una cuestión sumamente relevante, dado que las empresas norteamericanas llevaban una ventaja considerable sobre la tecnología, a la vez que eran las únicas capaces de garantizar financiamiento a bajas tasas de interés (De la Torre y Rubio-Varas, 2018, p. 110). Durante esos años, las decisiones sobre el combustible empleado para los reactores comenzaron a delimitarse como un aspecto central de la competencia entre proveedores nucleares. En tanto que la inversión total necesaria para abastecer de combustible a una central durante toda su vida útil es equiparable al costo total de instalación, tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética apelaron a mantener para sí el monopolio de la tecnología, obligando a los países compradores a depender de la importación del suministro (APCNEA, 1972). Hacia la década de 1960, las opciones disponibles se limitaron al empleo de uranio enriquecido y agua liviana o grafito en el moderador (PWR/BWR/AGR) o la combinación de uranio natural y agua pesada o grafito (PHWR/GCR). Mientras que el primero trabajaba con un diseño más moderno, más pequeño y más barato, la cuestión se tornaba complicada en torno al abastecimiento. Desarrollar la tecnología de enriquecimiento localmente requería grandes desembolsos de capital y, además, estaba sometida al sistema de salvaguardas del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA).14 En última instancia, optar por esta línea tecnológica significaba estrechar la dependencia con el único proveedor factible del suministro en Occidente, es decir: los Estados Unidos. El uranio natural, en cambio, requería de un aumento considerable de los costos de instalación, pero permitía emplear uranio obtenido y envasado localmente, a la vez que resultaba mucho más factible adquirir el know how para producir agua pesada.
Junto con la cuestión de la tecnología del combustible, el acceso al financiamiento se transformaba en otro aspecto crítico. En líneas generales, dado el elevado costo de capital implicado en la construcción de los reactores, los países compradores optaban por aquellos licitantes dispuestos a otorgar financiamiento. Desde la década de 1950, el Export-Import Bank 15 y la banca privada de los Estados Unidos se transformaron en los principales oferentes de crédito para la actividad. El paquete estándar proporcionaba préstamos directos para cubrir el 45% del contenido del proyecto en los Estados Unidos, garantías por un 30% adicional —permitiendo a los bancos privados una mayor participación— y un pago inicial en efectivo del 10%. Entre 1960 y 1970, las tasas de interés resultaron sumamente ventajosas, oscilando entre el 6% y el 8,75% (De la Torre y Rubio-Varas, 2018, p. 110).
Ahora bien, en este punto en particular, la trayectoria seguida por los casos analizados comienza a divergir. Para empezar, es importante destacar que la relación entre Argentina y los Estados Unidos se encontraba atravesada por tensiones y rivalidades desde las primeras conferencias panamericanas.16 A pesar de que la presencia de las firmas norteamericanas en la economía argentina experimentó un incremento notorio luego de la Segunda Guerra, Washington utilizó el Plan Marshall como un arma de presión para desmantelar la política económica del peronismo. Básicamente, Estados Unidos pretendía forzar la baja del precio de venta del trigo local y liberalizar las condiciones para la remisión de beneficios de las empresas norteamericanas (Rapoport y Spiguel, 2009). Pero, tras la caída de Perón en 1955, el contexto se tornó propicio para entablar algunos intercambios desde el punto de vista nuclear. La participación argentina en las conferencias de Ginebra confirmó al mundo que el país estaba preparado para hacer frente al desafío atómico y, dado el auge de la expansión comercial iniciada por la gestión Eisenhower, los norteamericanos se prepararon para penetrar en el negocio. Por entonces, el presidente de la CNEA, el contraalmirante Oscar Quihillalt adquirió los planos del reactor de investigación Argonaut, desarrollado en el Argonne National Laboratory de Chicago (Estados Unidos) con la intención de trascender el esquema de compra llave en mano y desagregar los componentes del paquete para maximizar la participación de la producción nacional (Hurtado de Mendoza, 2012, p. 167). En 1957, a la par que se organizaba el envío de personal a Estados Unidos, se negociaba la compra de seis kilogramos de uranio enriquecido a la AEC para poner en marcha el artefacto.
Sin embargo, aquellos primeros intercambios resultarían discontinuados, fundamentalmente, a causa de la negativa argentina de firmar el Tratado de No Proliferación (1968)17 y la adopción de la línea de uranio natural. Ambos elementos han sido largamente tratados por la historiografía local como uno de los principales condicionantes a la política nuclear argentina (Castro Madero y Takacs, 1991; Hurtado de Mendoza, 2009, 2012, 2014). A partir de entonces, el país quedaría excluido de las líneas de financiamiento norteamericano a la vez que comenzaba a ser objeto de una fuerte campaña de desprestigio en la prensa internacional a través del argumento de la proliferación nuclear con fines bélicos.
En el caso español sucedería exactamente lo contrario. Si durante los años de la autarquía la dictadura de Franco había promovido un modelo de desarrollo nuclear autónomo, dicha situación sería paulatinamente revertida tras los acuerdos militares y financieros concertados entre Washington y Madrid en 1953 y el Acuerdo de cooperación entre el Gobierno de España y el Gobierno de los Estados Unidos de América sobre usos civiles de la energía atómica,18 de julio de 1955. El acercamiento implicaba que el país retornaba a la escena internacional como miembro indiscutido de los principales foros y organizaciones nucleares creados durante las conferencias de Átomos para la Paz y fuertemente respaldado por la ayuda norteamericana. Mediante esta estrategia, Estados Unidos no solo se aseguraba una tajada del mercado nuclear español, sino que, en el contexto de la Guerra Fría, buscaba incorporar a la dictadura franquista bajo la órbita del bloque occidental (Rubio-Varas y De la Torre, 2014, p. 9).
En agosto de 1955, varios técnicos españoles viajaron a Harwell (Reino Unido) y Argonne con la finalidad de obtener experiencia de primera mano para operar reactores. Al año siguiente, la AEC negoció la primera ayuda técnica —calculada en 800.000 dólares—, que se dedicaría al establecimiento de un reactor de investigación (3.000 kW) proporcionado por General Electric Company (Garrués-Irurzun y RubioMondéjar, 2017). Acorde con la política comercial de las compañías norteamericanas en los años 50 y 60, tanto Westinghouse como General Electric se dedicaron a colocar reactores de uranio enriquecido en el mercado español a través del esquema contractual “llave en mano” de precio fijo. Es decir, que el proveedor asumía los costos derivados de los retrasos de la obra, pero mantenía una importante participación en el dominio de los paquetes tecnológicos. Por otra parte, el financiamiento era asegurado a través del Eximbank y la banca privada de Nueva York (De la Torre y Rubio-Varas, 2018, p. 121).
De esta forma, y a diferencia de lo sucedido en Argentina, el PNE se articuló como ámbito de oportunidad para el estrechamiento de los lazos comerciales entre los poderosos consorcios estadounidenses y el lobby de empresas españolas. El contrapunto más ilustrativo de ambas trayectorias puede esbozarse a partir del debate por la elección de la tecnología a emplear para la instalación de los primeros reactores. En el caso argentino, las discusiones tuvieron lugar en el seno de la CNEA, pero incluyeron también a otros actores, como la Asociación de Profesionales de CNEA, creada en 1966 (APCNEA), la Secretaría de Energía y algunas empresas locales. Por un lado, se encontraban aquellos partidarios de desarrollar localmente un prototipo de reactor intermedio que permitiera más tarde dar el salto a la producción a escala, prescindiendo de la ayuda extranjera y apostando por la defensa a ultranza de un reactor nacional. Entre los exponentes del reactor made in Argentina se encontraban Dan Beninson (gerente de seguridad e inspección) y Celso Papadópulos (gerente de energía). Contrariamente, algunos integrantes consideraban que lo más sensato sería acortar camino mediante la compra de una central llave en mano. Esa corriente, liderada por Jorge Sabato 19 (gerente de tecnología), se impuso finalmente, aunque con algunos matices (Fernández, 2010, pp. 14-15). A fin de propiciar la transferencia de tecnología y retener una cuota importante de participación nacional en la toma de decisiones, la CNEA se reservó el derecho de realizar el estudio de factibilidad. Por otra parte, se utilizó nuevamente la figura de “apertura del paquete tecnológico” para asegurar la participación de la industria local en las áreas menos complejas, como la ingeniería civil, los servicios auxiliares y algunos componentes. Como mencionamos anteriormente, la decisión de fabricar los elementos combustibles o importarlos se transformaba en un aspecto central de gran impacto económico.
Dentro de CNEA existía una clara preferencia por la línea de uranio natural, en tanto que el suministro de uranio enriquecido podría llegar a resultar comprometido en virtud de las turbulentas relaciones entre la Argentina y los Estados Unidos. Pero, a pesar de dichas consideraciones, la licitación iniciada en 1967 no restringió ninguna opción a fin de sacar partido de la competencia entre los proveedores. Según Sabato, este método sería útil para comparar el costo final de ambas opciones y determinar un “precio razonable” (Sabato, 1970, p. 69).
Sintomáticamente, se verifica la existencia de discusiones similares en el ámbito español. Durante la década de 1950, la JEN abogó por importar una línea tecnológica para la primera generación nuclear, la cuál sería sustituida por tecnología made in Spain luego de 1973. El proyecto, denominado DON —siglas de Deuterio Orgánico y Natural— fue abandonado en 1965 tras el giro desarrollista y la apertura a la inversión extranjera orquestada por la gestión de López Bravo (Garrués-Irurzun y Rubio-Mondéjar, 2018, p. 15; Romero de Pablos, 2012; Rubio-Varas y De la Torre, 2014, p. 14).20 Como resultado, se priorizó la compra de reactores importados a través de contratos llave en mano que posibilitaran acortar camino en la carrera nuclear y adquirir paulatinamente los conocimientos a través del learning by doing.
Respecto de la elección de combustible, el empleo de uranio natural suponía fortalecer la opción autárquica del franquismo, ya que el país contaba con una importante cuota de recursos uraníferos. Esta alternativa era respaldada por gran parte de la JEN —con Otero Navascués a la cabeza—, el INI y el ala más conservadora de la dictadura. En cambio, la elección de una central de uranio enriquecido era defendida por los grandes consorcios de empresas nucleares españolas que venían entablado redes de negocio con las compañías norteamericanas desde principios de siglo. La discusión fue finalmente zanjada a favor de la segunda alternativa. En la medida en que comenzaban a implementarse políticas de corte desarrollista que favorecían a las empresas privadas y apuntaban a estrechar los vínculos con Estados Unidos, la elección de uranio enriquecido resulto funcional en todos esos frentes. Como veremos en el próximo apartado, si bien la decisión sometía al sector al dictado político, financiero y tecnológico norteamericano, indirectamente, reforzaba la iniciativa privada española (Garrués-Irurzun y Rubio-Mondéjar, 2018, p. 7)
2. El rol de las empresas locales en torno a las centrales Zorita y Garoña
En el caso español, la existencia de un lobby empresarial concentrado en torno al sector eléctrico puede verificarse desde principios del SXX. Al igual que sucedía en otros países de la periferia, sus orígenes se asocian al desembarco de capitales de origen extranjero —muy presentes hasta las nacionalizaciones de los 40—, pero también a la participación excepcional de los bancos vascos. Dado el peso en la economía y los altos niveles de rentabilidad que el sector exhibió hasta los 70, fue tempranamente incorporado como parte de la estrategia de maximización de beneficios a nivel de grupo implementada por los principales agentes financieros del país. Algunos aspectos del modelo de la ISI autárquica —como el fomento a la producción local de equipos y el proceso de nacionalizaciones encarado en los 40— permitieron a las empresas locales alcanzar altos niveles de concentración que se tradujeron en el monopolio casi absoluto de la actividad. Como correlato, en la medida en que se consolidaba el PNE, demostraron un temprano interés en participar del negocio nuclear, fundamentalmente a causa del carácter diversificado de sus actividades y la negativa a permitir el ingreso de nuevos competidores (De la Torre y Rubio-Varas, 2018, p. 110; Muñoz y Serrano, 1979).
En este contexto, en 1955 se creó la Comisión Asesora de Reactores Industriales (CADRI), que nucleaba a los representantes del lobby y actuaría, en principio, como órgano asesor de la JEN. Al año siguiente, mediante el Pacto de Olaveaga, comenzaba el reparto del mercado entre las grandes compañías del norte, centro y sur de España, interesadas en edificar Centrales Nucleares (Rubio-Varas y De la Torre, 2014, p. 10). Sin embargo, es claro que la relación entre la JEN, el INI y el CADRI no estaría exenta de tensiones y dificultades. La disputa se daba, fundamentalmente, por determinar qué grupo detentaría el rol directivo del PNE. Las empresas privadas no estaban de acuerdo con que el ente asesor del gobierno en materia nuclear fuera a su vez el encargado de su promoción industrial y, adicionalmente, consideraban que un programa de I+D nuclear de colaboración pública y privada podría menoscabar su monopolio sobre la distribución de electricidad en España (Garrués-Irurzun y RubioMondéjar, 2018, p. 14).
La década de 1960 constituyó un punto de quiebre para la dinámica institucional inicial: si en un primer momento la JEN y el INI habían aspirado a centralizar todos los aspectos del PNE dentro de la órbita estatal, los cambios ocurridos en el contexto internacional y local configurarían un nuevo marco para la participación de las empresas privadas (Romero de Pablos, 2012). En efecto, por entonces el franquismo abandonaba las aspiraciones autárquicas y se embarcaba en un proceso de liberalización y apertura que —acompañado por el estrechamiento de los lazos comerciales con Estados Unidos y de acuerdo con lo aconsejado por el FMI y la OCDE— implicaba adoptar políticas de corte desarrollista. De esta forma, comenzaba a abonarse el terreno para alentar la inversión de empresas extranjeras e implementar una planificación industrial indicativa. Además, el Plan de Estabilización en 1959 y el Primer Plan de Desarrollo en 1963 modificaron sustancialmente la perspectiva de las necesidades energéticas para una economía que aceleraba su crecimiento. A partir de entonces, la energía nuclear no solo profundizaría el esfuerzo industrializador del país, sino que se configuraba como pieza estratégica del sector eléctrico (Rubio-Varas y De la Torre, 2014, p. 15).
Como respuesta lógica a los cambios en el contexto más general, también se modificaría la relación entre la JEN y el lobby empresario. A partir de 1957, la institución estatal fue puesta bajo la órbita del INI a la vez que el CADRI ampliaba sus prerrogativas en torno al PNE. Sintomáticamente, en esos años comenzaron a organizarse los principales consorcios nucleares que agruparon los intereses en juego de bancos y empresas: Centrales Nucleares del Norte S.A. (Nuclenor), Técnicas Atómicas S.A. (Tecnatom) y Centrales Nucleares S.A. (Cenusa). La firma Nuclenor se constituyó en 1956 a través de la asociación entre las empresas Iberduero y Electra de Viesgo y los bancos Vizcaya, Bilbao, Español de Crédito, Central y Santander. Ese mismo año, las firmas Hidroeléctrica Española S. L. (Hidrola), la Unión Eléctrica Madrileña y Sevillana de Electricidad, junto con los bancos Bilbao y Vizcaya crearon Cenusa. Finalmente, Tecnatom se fundó en 1957 como un centro de investigación participado por Babcock y Wilcox, Altos Hornos de Vizcaya, Uniquesa y la General Electric Española, junto con los bancos Hispano Americano y Urquijo. Los tres consorcios descriptos pasaron a representar sus intereses a través del Foro Atómico Español creado en 1961 (De la Torre, 2017, p. 39).
Este proceso implicó que, en pleno auge de las negociaciones por la instalación del primer reactor de potencia, fueran las empresas y los bancos locales — verdadero “poder en las sombras”— las que tomaran las principales decisiones en torno a cuestiones estratégicas, como, por ejemplo, la elección de la tecnología y el combustible a emplear (Garrués-Irurzun y Rubio-Mondéjar, 2017, p. 4). En este sentido, los consorcios eléctricos estaban interesados en la importación de reactores y componentes de origen norteamericano por tres motivos: adquirir el dominio de una tecnología cara y compleja; fortalecer las redes de negocios entabladas con Estados Unidos; y, finalmente, transformarse en intermediarios del financiamiento externo. Sintomáticamente, los gerentes de los consorcios mencionados —como Manuel Gutiérrez-Cortines (Nuclenor) y Jaime Mac Veigh (Tecnatom)— desempeñaron un papel fundamental como articuladores del PNE, la banca española, los organismos internacionales de asistencia tecnológica, la industria americana y a la financiación del Eximbank. Como resultado, cuando en 1957 se iniciaron las negociaciones para instalar dos reactores de potencia en el país, la preferencia por los modelos estadounidenses basados en uranio enriquecido era clara. Para completar el panorama, recordemos que, hasta fines de los 60, Europa no podía competir ni técnica ni financieramente con Norteamérica y tanto Westinghouse como General Electric tenían una fuerte presencia en el país a través de las redes de negocios establecidas con las empresas y los bancos nacionales (De la Torre y Rubio-Varas, 2018, p. 119).
El emplazamiento de las centrales —Zorita en el centro del país (Madrid) y Garoña en el Gran Bilbao en la costa cantábrica— se basó en la proximidad a los principales centros de consumo eléctrico, la existencia de ríos de gran caudal (el Tajo y el Ebro) y la capacidad fabril para cumplir con los objetivos de participación de la industria nacional. Mientras que para Zorita se seleccionó un reactor tipo BWR de 153 Mw. desarrollado por General Electric, en Garoña se apostó por un modelo PWR de 460 Mw. provisto por Westinghouse. A pesar de que se empleó la figura de compra “llave en mano” en ambos casos, los contratistas se comprometieron a adquirir localmente aquellos suministros que aprobaran el estándar de calidad. En promedio, la participación local en ambos proyectos fue cercana al 40%. Adicionalmente, por intermediación de Mac Veigh, los norteamericanos accedieron a subcontratar a Tecnatom para que actuase como consultora del Proyecto Zorita, supervisando la construcción y realizando el seguimiento de todas las fases de la central. Desde el punto de vista financiero, el grueso de ambos proyectos fue cubierto por préstamos del Eximbank con tasas de interés del 6%. Además, mientras que Westinghouse logró el apoyo del Chase Manhattan Bank, Garoña obtuvo el crédito secundario a través de la matriz americana de General Electric y su filial en Alemania (GE Technical Services).
A diferencia de lo sucedido en Argentina, fueron los consorcios privados Unión Eléctrica Madrileña y Nuclenor los que actuaron como comitentes de los proyectos Zorita y Garoña, respectivamente. A su vez, los bancos asociados a cada consorcio licitante se desempeñaron como intermediarios del crédito norteamericano: Hispano Americano y Urquijo en Zorita y Bilbao, Vizcaya, Santander, Español y Central en Garoña. De esta forma, Zorita fue conectada a la red en 1969 y Garoña en 1971 a través de un modelo que tendía a reforzar la dependencia al exterior en materia de innovación, patentes y conocimiento (De la Torre y Rubio-Varas, 2018, p. 115). Mientras tanto, el aparato científico-técnico de la JEN procuró reinventarse a través de la nacionalización de algunas fases del ciclo del uranio y la fabricación de concentrados minerales y combustibles (Garrués-Irurzun y Rubio-Mondéjar, 2018, p. 9).
4. La Central Atucha I y la política de promoción industrial
A pesar de la inestabilidad política que caracterizó a la Argentina entre 1955 y 1976, el contexto económico de mediados de los 60 se revelaba sumamente propicio para los grandes emprendimientos eléctricos. Desde la década anterior, el proceso de nacionalizaciones y la ampliación de la participación del Estado en el sector eléctrico en detrimento del capital extranjero implicaron el surgimiento de una planificación energética centralizada con miras al autoabastecimiento y la diversificación de la matriz. Mientras que empresas públicas como Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires S.E. (SEGBA), Gas del Estado S.E. y Agua y Energía S.E. nucleaban casi la totalidad de la distribución 21 y generación térmica, el resto de la actividad se repartía entre Hidronor, la Comisión Técnica Mixta de Salto Grande (complejo hidroeléctrico binacional Salto Grande), la Entidad Binacional Yaciretá (complejo hidroeléctrico binacional Yaciretá) y la CNEA. Como consecuencia, desde el punto de vista de la generación, casi la totalidad de la energía obtenida era operada a través de empresas estatales.
Al igual que sucedía en España, el desarrollismo comenzaba a tener un impacto relevante en la economía argentina al finalizar la década de 1950. Aunque distanciados del estructuralismo y la CEPAL, el presidente Arturo Frondizi (1958-1962) y el secretario de relaciones socioeconómicas Rogelio Frigerio (1958) abogaron por financiar el salto en el proceso de industrialización a través de la inversión privada extranjera en las industrias básicas —acero, petróleo y química— y la integración de la industria nacional. Algunos años más tarde, el gobierno de la “Revolución Argentina” (1966-1969) encaró megaproyectos en rubros estratégicos —caminos, puentes, represas, viviendas y escuelas— que consolidarían la alianza entre el Estado y sus proveedores de bienes y servicios (Basualdo, 2013, p. 60). Durante el período posterior, y hasta el final del Tercer Mandato Peronista (1973-1974), el crecimiento industrial continuó bajo un programa de protección para la industria local que volvía a privilegiar los capitales nacionales por sobre los extranjeros a la vez que el Estado frenaba el proceso de desnacionalización a través de políticas de promoción industrial específicas. Sin embargo, a pesar de que la ISI había fortalecido el crecimiento de un tejido industrial integrado y diversificado, el sector manufacturero aún no lograba adquirir la capacidad competitiva que le permitiera colocar sus bienes en el exterior, dado que las exportaciones solo representaban el 2% del total de la producción industrial (Belini, 2017, pp. 323-356).
En este contexto, las diferencias con el caso español resultan claras. En primer lugar, porque en Argentina no existían poderosas corporaciones industriales y financieras capaces de desempeñar un rol directivo en el PNA. De hecho, hacia fines de los 60, la casi totalidad del sector eléctrico se encontraba en manos de empresas públicas. En este panorama, la CNEA en tanto institución de I+D estatal fue la entidad encargada de actuar como comitente de los proyectos para las centrales nucleares. Además, la ausencia de dichos actores implicó que el Estado se comprometiera activamente para fomentar la iniciativa y la participación de la industria local a través de una variada gama de políticas públicas.
Como comentamos anteriormente, en CNEA se analizaron dos tipos de reactores para instalar la primera central nuclear —de uranio natural y enriquecido— en dos niveles de potencia —300 MW y 500MW— determinados por la capacidad de la red. La región elegida para el emplazamiento fue Gran Buenos Aires-Litoral en tanto acaparaba gran parte de la demanda eléctrica nacional y, a su vez, poseía un sistema eléctrico capaz de soportar la contribución de la futura central. Si bien la licitación no fue restringida a ninguna tecnología en particular, se priorizaron algunos elementos en la decisión: el método de financiamiento ofrecido por el proveedor; las posibilidades de participación de la industria local, tanto en la obra como en la construcción de los elementos combustibles; y, finalmente, la aceptación del estudio de factibilidad realizado por CNEA. Además, se estipulaba un plazo de entrega de entre 48 y 52 meses. En total, se recibieron 17 proyectos de diez firmas, que incluían a Westinghouse (Estados Unidos), General Electric (Estados Unidos), UKAEA (Reino Unido), Associated Nuclear Constructors (Canadá), Siemens (Alemania Federal) y AEG (Alemania Federal). Si bien Francia participó de la licitación, las negociaciones fueron suspendidas en forma unilateral y sin demasiadas explicaciones (Sabato, 1973).
Las opciones norteamericanas fueron descartadas porque empleaban uranio enriquecido y no brindaban garantías en la provisión de suministro. En el caso de la UKAEA, esa dificultad fue salvada a través de un convenio trilateral respaldado por el gobierno británico. Sin embargo, la oferta resultó desestimada por la negativa de los ingleses a aceptar condiciones respecto de la cuestión financiera y la participación de la industria local. De las tres propuestas restantes basadas en la tecnología de uranio natural, la decisión se inclinó a favor de la oferta de Siemens AG por varios motivos. A pesar de que se trataba de la primera experiencia de Alemania Federal como exportadora de reactores y la usina era única en su tipo, la firma accedió a las condiciones de participación de la industria local y se negoció que no habría dominios reservados. De esta forma, los técnicos de CNEA podrían viajar a Siemens para adquirir directamente el know how de la tecnología. Respecto del financiamiento, la empresa se haría cargo del 100% hasta pasados los seis primeros meses de puesta en marcha y operación de la central, de forma tal que CNEA se aseguraba de que la empresa cumpliera con los plazos de entrega. En total, Siemens aportaba 70 millones de dólares para la construcción de la planta y 35 más para la construcción de una planta piloto de agua pesada y combustible, suma que se devolvería en 20 años a una tasa del 6% de interés, similar a la ofrecida en España por el Eximbank (Sabato, 1970, p. 129).
Cabe destacar que las concesiones favorables otorgadas en materia de financiamiento y transferencia de tecnología respondían a las intenciones del Alemania Federal de posicionarse como exportadores de reactores en la periferia, motivo por el cual Siemens gozaba de total respaldo por parte de su gobierno. De esta forma, las condiciones del mercado internacional de reactores, signado por la puja comercial entre proveedores, propiciaron un clima favorable para la cooperación y la transferencia de tecnología entre ambos países. Como resultado, en febrero de 1968 se aceptó la oferta de Siemens Aktiengesellschaft y la central se emplazó en la localidad de Lima, Zárate, sobre el margen derecho del río Paraná de las Palmas en los terrenos de Atucha.
Respecto de la participación de la industria, la Ley del “Compre Nacional” institucionalizaba la política de apertura del paquete tecnológico y permitía que los productos argentinos compitieran con los suministros alemanes. 22 El Estado se comprometía a subsidiar la producción pagando la diferencia de precio cuando los componentes locales fueran más caros que los importados. Adicionalmente, se otorgaban ciertos beneficios a los proveedores nacionales, como el reintegro o la exención de impuestos y el derecho de importación para aquellos materiales requeridos por la industria local que no se fabricaban en el país.23 Como resultado, el reactor de la Central Atucha I alcanzó la primera criticidad el 13 de enero de 1974 y, si bien contó con un grado de participación de industrias nacionales similar a España — del 40%—, se trató de un proyecto íntegramente gestionado y operado por el Estado a través de CNEA (Baez et al., 1973, p. 6).
Reflexiones finales
A todas luces, el sector público desempeñó un papel indiscutido en ambos programas nucleares a través de instituciones especializadas como la JEN y CNEA. Dichos organismos nacieron con una importante cuota de autonomía a la vez que se perfilaban como entes destinados a centralizar todos los aspectos del programa nuclear. Mientras que aquella tendencia se verificó en el caso argentino hasta por lo menos 1984, no sucedió lo mismo en España. La gran clave explicativa radica, a nuestro entender, en el rol directivo desempeñado por los grandes consorcios privados. Volveremos al tema más adelante.
Durante la primera etapa, el grueso de los esfuerzos se orientó, naturalmente, a conformar la base científica y tecnológica del sector nuclear. A fin de formar recursos humanos cualificados y especializados en la disciplina, el envío de jóvenes científicos a centros de renombre y la convocatoria de especialistas del exterior se transformaron en los mecanismos comunes del quehacer institucional. En este sentido, pareciera que la Argentina llevó, momentáneamente, la delantera: la gran cantidad de trabajos presentados en Ginebra podrían ser sintomáticos de dicha tendencia. Sin embargo, al promediar la década de 1960, y en la medida en que comenzaba a plantearse la necesidad de instalar centrales de potencia, algunos de los elementos característicos de los primeros años de vida de los programas nucleares irían a modificarse.
A lo largo del trabajo, planteamos que existieron dos aspectos centrales en ambos casos de estudio: la elección de la tecnología a emplear y el acceso al financiamiento externo. En la medida en que tanto la JEN como la CNEA abandonaban la vocación por el desarrollo de reactores con tecnología propia y apostaban a la transferencia de conocimientos desde el exterior, surgía la problemática por definir un socio comercial. En el caso argentino, la historia previa de las relaciones con Estados Unidos, así como la negativa a someterse al TNP, configuraron un ambiente tenso para las negociaciones. Como resultado, se realizaron esfuerzos para concertar negocios con otros proveedores que accedieran a vender centrales bajo el esquema de apertura del paquete tecnológico y otorgaran una cuota importante de financiamiento. Pero, más significativo aún, cabe destacar que dichas decisiones fueron tomadas fundamentalmente por los científicos, técnicos y militares nucleados en torno a CNEA, dejando poco margen de participación a otros actores que no tenían demasiada injerencia sobre el PNA, fundamentalmente las empresas locales.
Las relaciones entre Estados Unidos y España, en cambio, resultaron mucho más favorables tras el abandono de la autarquía. Esto sucedió porque el país ibérico cobraba otra importancia en el contexto europeo, transformándose en una pieza central de la estrategia política estadounidense. De hecho, la dictadura franquista se reveló muy pronto como un socio comercial sumamente dispuesto a aceptar el financiamiento y la tecnología del país norteamericano, aun a costa de profundizar la dependencia hacia el exterior. La elección de la tecnología de uranio enriquecido —en un país que, además, contaba con un territorio rico en recursos uraníferos que podrían envasarse localmente— resulta sumamente ilustrativa. La cuestión que explica dicha tendencia se relaciona estrechamente con el comportamiento del lobby empresario. He aquí, entonces, la clave explicativa más poderosa para comprender la encrucijada de los programas nucleares analizados. En el caso español, los grandes consorcios eléctricos no solo actuaron como intermediarios de los intereses de las compañías norteamericanas, sino que, además, lograron desempeñar un rol directivo en el PNE. De esta forma, la ejecución del programa nuclear, aunque formalmente regulado por el Estado, fue gestionada en su ámbito comercial de forma privada por las compañías eléctricas españolas que resultaron beneficiarias de los créditos del Eximbank (Garrués-Irurzun y Rubio-Mondéjar, 2017, p. 4). Dicho comportamiento fue posible en tanto que los consorcios mencionados detentaban una trayectoria previa en el sector eléctrico: para 1950, no solo se encontraban notablemente concentrados, sino que, además, poseían vasta experiencia en el management de grandes proyectos energéticos.
En el caso argentino, en cambio, la centralización de la generación de energía en manos del Estado, la ausencia de grandes consorcios de empresas, la poca competitividad de las manufacturas y la escasez de capitales de origen nacional se tradujeron en dos rasgos notorios: por un lado, en que el programa nuclear fue claramente centralizado por un ente estatal —CNEA—, aún en detrimento de otros actores. Si bien las decisiones en materia de tecnología y combustible aseguraron una importante cuota de autonomía, era claro que la expansión del parque nucleoeléctrico tropezaría con dificultades de orden financiero y burocrático en el futuro. En segunda instancia, dichas características del panorama industrial implicaron que el Estado destinara un sobrecosto adicional para subsidiar los componentes de origen local. Gracias a su intermediación, el grado de participación de la industria local fue muy similar al del caso español. Sin embargo, resulta significativo que ningún grupo empresario local logró posicionarse como consultor o comitente del proyecto.
Como conclusión, podemos afirmar que el principio de variación empleado nos permitió identificar algunas claves explicativas para comprender las decisiones tomadas en cada caso, las consecuencias y los intereses de los actores en juego. De esta forma, podemos afirmar que en el PNE logró instalar una gran cantidad de centrales en muy poco tiempo con una gran participación del lobby eléctrico local, pero a costa de estrechar la dependencia tecnológica y financiera hacia el exterior. Por otra parte, el PNA obtuvo resultados más modestos y se configuró como un ámbito sumamente dependiente de las erogaciones estatales, logrando en cambio una importante cuota de autonomía en materia de decisiones tecnológicas.
Finalmente, además de arrojar luz sobre ciertos aspectos particulares de ambas trayectorias, consideramos que dicho análisis comparativo se perfila como un territorio fértil para ampliar las indagaciones en el futuro e invita a reflexionar sobre cuestiones más generales como la dependencia tecnológica, el rol del Estado en la planificación económica y la dinámica con que operan los grandes consorcios privados.
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Notas