Dossier-Artículos
Resumen: Desde un enfoque de ciencia-tecnología-sociedad (CTS) se analiza el papel de los algoritmos matemáticos en dos pruebas que reciben gran atención mediática en España: la Evaluación de Bachillerato para el Acceso a la Universidad (EBAU) y la prueba para el acceso a plazas de formación sanitaria especializada, más conocida como examen MIR. Ambas pruebas comparten el propósito de ordenar los resultados de los miles de aspirantes que participan en ellas. Sin embargo, en las dos se advierten errores e imprecisiones significativas que contrastan vivamente con la ilusión de precisión algorítmica que pretenden generar en el público. Finalmente, se apuntan algunas reflexiones críticas de carácter más general sobre los exámenes y su relación con la ilusión algorítmica.
Palabras clave: CTS, EBAU, examen MIR, ilusión algorítmica, meritocracia.
Resumo: A partir de uma abordagem ciência-tecnologia-sociedade (STS), analisa-se o papel dos algoritmos matemáticos em dois testes que recebem grande atenção da mídia na Espanha: o Avaliação de bacharelado para acesso à universidade (EBAU) e o teste para acesso a cargos de formação especializada em saúde, mais conhecido como o exame MIR. Ambos os testes compartilham o propósito de ordenar os resultados dos milhares de candidatos que neles participam. No entanto, em ambos há erros e imprecisões significativos que contrastam fortemente com a ilusão de precisão algorítmica que pretendem gerar no público. Por fim, são apontadas algumas reflexões críticas mais gerais sobre os exames e sua relação com a ilusão algorítmica.
Palavras-chave: CTS, EBAU, exame MIR, ilusão algorítmica, meritocracia.
Abstract: From a science-technology-society (STS) perspective, this paper analyzes the role of mathematical algorithms in two tests that receive great media attention in Spain: the Baccalaureate Assessment for University Access (EBAU, due to its initials in Spanish) and the test for access to specialized health training positions, better known as the MIR exam. Both tests share the purpose of ordering the results of the thousands of applicants who take part in them. However, there are significant errors and inaccuracies in both of them that contrast sharply with the illusion of algorithmic precision that they intend to give to the general public. Finally, some more general critical reflections on exams and their relationship with the algorithmic illusion are pointed out.
Keywords: CTS, EBAU, MIR exam, algorithmic illusion, meritocracy.
Introducción
Los estudios de ciencia, tecnología y sociedad (CTS) tienen una larga relación de afinidad con la educación científica en Iberoamérica. Numerosas publicaciones académicas, diversos repertorios de materiales didácticos e innumerables actividades de formación docente en los distintos países de la región confirman la solidez de una amplia comunidad de investigadores y docentes comprometidos desde hace años con la educación CTS en el ámbito de la enseñanza de las ciencias.
Sin embargo, cuando se habla de las ciencias y de su enseñanza se produce una curiosa paradoja. Desde que Platón advirtiera de forma contundente que nadie debía entrar en la academia sin saber matemáticas, este ámbito del saber parece estar dentro y fuera de lo que, especialmente en los entornos educativos, se entiende por ciencias. Indudablemente, las matemáticas están dentro de ellas (solo hay que recordar el título de la obra seminal con la que Newton estableció el paradigma de la mecánica clásica). Pero, al menos en el ámbito educativo, las matemáticas parecen ser distintas a las demás ciencias. Su papel, en cierto modo propedéutico o instrumental, las ha convertido en una suerte de cancerbero escolar que frustra las vocaciones científicas de no pocos alumnos y hace que muchos ciudadanos perciban a la ciencia como algo relativamente hermético e inaccesible.
Ese relativo extrañamiento del campo matemático respecto de las demás ciencias también se advierte en sus didácticas específicas. Las comunidades académicas y docentes antes aludidas están formadas por profesionales que trabajan en el ámbito de las ciencias adjetivadas como naturales o experimentales (física, química, biología, geología, etc.) y no en el campo de las matemáticas. De hecho, la didáctica de las matemáticas está claramente separada y podría considerarse que casi está tan alejada de aquellas como la didáctica de las ciencias sociales. En este sentido, es muy necesario tender puentes entre las ciencias y las humanidades, pero también lo es estrechar las relaciones entre las matemáticas y las demás ciencias.
Por lo demás, el entreveramiento entre las cuestiones epistemológicas, las relacionadas con la organización de las especialidades universitarias, las asignaturas escolares y las especialidades docentes, ofrece un panorama que merecería más atención. Por ejemplo, sobre el lugar que ocupan las matemáticas y el resto de las ciencias en los currículos escolares. O también sobre fenómenos tan importantes como el de la exotitulación, presente en mayor medida entre el profesorado de matemáticas (Martín Gordillo, González Galbarte y Fernández García, 2018).
Sin duda, el enfoque CTS ayuda a poner en comunicación esos ámbitos de maneras más fructíferas y menos naif que las de los vientos y vapores STEM (o STEAM) que tanto predicamento tienen últimamente a pesar de sus notorias debilidades (Acevedo Díaz, 2020; Perales Palacio y Aguilera, 2020; Bogdan Toma y García-Carmona, 2021; Martín Gordillo, 2019).
Una forma de poner en contacto los enfoques CTS y las matemáticas es utilizando las herramientas de estas. Y no solo para resolver problemas más o menos cuantificables en los que la incertidumbre desaparece o se controla, sino para poner en evidencia los valores e intereses que, de forma implícita, están presentes en un ámbito tan importante de la enseñanza de las ciencias (y en general de la educación) como es la evaluación. Analizar matemáticamente los usos y abusos de la evaluación es particularmente útil para mostrar ciertos efectos y defectos de las culturas examinadoras habituales. Ello permitirá desvelar también que las propias matemáticas están siendo utilizadas de modo espurio y claramente incorrecto, generando cierto fetichismo hacia ellas que acaba convirtiendo sus resultados en verdades absolutas cuya construcción ni siquiera parece necesario conocer.
El enfoque CTS busca profundizar en la comprensión cabal de la naturaleza de las ciencias y las tecnologías desvelando la presencia en ellas de dimensiones sociales, valorativas y, por tanto, humanas. De modo que es un importante aliado de las matemáticas y su enseñanza, contribuyendo a superar esa percepción, un tanto mística, que hace parecer indiscutible y casi venerable cualquier procedimiento en cuyo desarrollo hayan estado presentes algoritmos matemáticos.
Se trata, por tanto, de propiciar una reflexión no solo sobre el lugar educativo de las matemáticas, sino, especialmente, sobre el uso de las matemáticas en procesos tan relevantes en el ámbito educativo como los referidos a la evaluación. Y de abrir líneas de trabajo para propiciar también esa saludable reflexividad tan importante en todas las disciplinas escolares (Martín Gordillo, 2003).
Centraremos la atención en el estudio de dos casos particularmente significativos y reveladores. Se trata de dos pruebas emblemáticas en España que se sitúan a la entrada y a la salida de la formación universitaria: la que da acceso a ella desde el bachillerato y la que, en el caso de la medicina, sirve para que los egresados de tales estudios puedan acceder a las distintas plazas y especialidades del sistema sanitario español.
Tras el análisis de estos dos casos se presentarán algunas reflexiones de carácter más general sobre la naturaleza del examen y sus culturas asociadas. Un dispositivo que, por lo demás, está presente no solo en esas pruebas de tan alto significado simbólico, sino en la cotidianidad del sistema educativo español desde la educación primaria hasta la universitaria.
Pero antes se comentará brevemente el sentido de dos conceptos que permiten entender el calado de esos dos casos concretos y la importancia de las reflexiones críticas sobre los exámenes que cerrarán este trabajo. Se trata de lo que llamaremos “ilusión algorítmica” y de un concepto que en los últimos años es motivo de atención en el ámbito de la filosofía moral y política: la meritocracia.
Ilusión algorítmica y meritocracia
El diccionario de la Real Academia Española de la Lengua define algoritmo como “conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución de un problema”. Desde el punto de vista matemático seguramente no hay nada que reprochar a esta definición. Sin embargo, el campo semántico de los algoritmos se está asociando últimamente con la idea de que, además de solucionar problemas, los algoritmos también pueden llegar a crearlos. Y de gran magnitud, por cierto. Su creciente presencia en la sociedad digital está generando actitudes de recelo hacia ellos. Actitudes que, por lo demás, parecen justificadas ante la amenaza de ciertos usos prácticamente totalitarios (MacGillis, 2022).
Pero, igual que sucede con las tecnologías, a las que los tecnófobos consideran prácticamente demoniacas y los tecnófilos casi las divinizan, los algoritmos no solo generan rechazo, sino también cierta veneración. Tal es el caso de las pruebas y los exámenes objetivos (o así considerados). En ellos la ilusión algorítmica provoca fascinación ante la exactitud de unos resultados que salen perfectamente computados y ordenados de esos artefactos digitales a los que hemos dado en llamar precisamente computadoras y ordenadores.
En el ámbito educativo la creciente ilusión algorítmica corre pareja a la intensa ilusión bilingüe de carácter anglófilo (Martín Gordillo, 2017) que se ha extendido en los últimos años en nuestros sistemas educativos. Las dos acaban divinizando las disciplinas que cotizan más alto en todas las reformas curriculares: el inglés y las matemáticas. Y como en todo espejismo, el alto grado de certeza percibida y la gran adhesión que suscita se corresponden con una escasa comprensión de la naturaleza del fenómeno. De ahí que sea tan oportuno hablar de ilusiones y hasta de ilusos.
Por su parte, la meritocracia no deja de ser también otra ilusión. La de primar a los mejores para el desempeño de las actividades en las que son más necesarios y honrar sus aportaciones asignándoles beneficios acordes con sus merecimientos. Sin embargo, diversos autores han cuestionado tanto la justificación del ideal meritocrático como los efectos que está teniendo en nuestras sociedades en las últimas décadas. Tal ideal habría devenido en una suerte de tiranía que acaba comprometiendo el bien común (Sandel, 2020) o en un mito que, tras la idea aparentemente benéfica de la igualdad de oportunidades, esconde formas de reproducción de la desigualdad en las que el artificio del mérito sirve para la legitimación de estructuras fuertemente jerárquicas y para la asunción generalizada de la esencial responsabilidad individual en cualquier éxito o fracaso (Rendueles, 2020). Los elementos principales de la agenda meritocrática, el cuestionamiento de su espurio ideal de justicia y la formulación de alternativas frente a tal ideología están siendo motivo de trabajos, ciertamente clarificadores, que quizá debieran ser más conocidos (Future Policy Lab, 2022).
Pero es en el sistema educativo y académico, y particularmente en la notoria presencia que en él tienen los exámenes, donde se sitúa uno de los escenarios principales para la representación y reproducción del ideal meritocrático, que tiene en la ilusión algorítmica uno de sus principales arietes de penetración entre las nuevas generaciones.
La ilusión algorítmica en el acceso a los estudios universitarios: el caso de la EBAU en España
Desde los años 70, el acceso a la universidad española requiere haber aprobado las asignaturas del bachillerato y superar una prueba externa sobre su último curso. Inicialmente se llamó Selectividad y más tarde Prueba de Acceso a la Universidad (PAU). Más que una prueba de selección, en los últimos tiempos se ha convertido en un dispositivo para establecer el orden de elección de los aspirantes para acceder a los estudios con límite de plazas. De ahí la relevancia que han adquirido expresiones como “nota de corte”, que alude a la puntuación más baja con la que se accede cada año al primer curso de los grados universitarios con límite de plazas.
En realidad, esta prueba (que desde 2017 se denomina, según territorios, Evaluación de Bachillerato para el acceso a la Universidad -EBAU- o Evaluación de Acceso a la Universidad -EVAU o EAU-) aporta el 40% de la calificación de acceso, correspondiendo a la media de las calificaciones del bachillerato el 60% restante. La prueba consta de dos fases: de acceso y de admisión. La de acceso incluye exámenes sobre cuatro de las asignaturas de 2o de bachillerato. En la fase de admisión cada aspirante puede examinarse de otras asignaturas con ponderación diferenciada según su afinidad relativa con los distintos grados. Las calificaciones ponderadas (x0,1 o x0,2) de hasta dos de ellas se añaden a la calificación de la fase de acceso de modo que la nota posible de admisión puede alcanzar 14 puntos.
La creciente sofisticación del sistema se advierte también en la precisión con que se pretende obtener la prelación entre los aspirantes haciendo altamente improbables los empates, al expresarse cada calificación con tres cifras decimales. La cercanía entre las formas de definición de las puntuaciones y las marcas deportivas acentúa cada año la tensión en el acceso a determinados grados universitarios. De hecho, en España está creciendo una suerte de campeonismo, con notable repercusión mediática, en esa ceremonia o rito de paso en que se está convirtiendo el tránsito entre el bachillerato y la universidad. Así lo evidencian, por ejemplo, informaciones como que la nota de corte (es decir, la calificación más baja con la que se accede a un grado universitario) más elevada en la Universidad Complutense de Madrid haya sido para el curso 2022/23 la del doble grado de matemáticas-física, al que se accederá con una calificación mínima de 13,825. O también el torrente de reacciones ante la noticia de que el campeón de la EVAU de Madrid en 2022 haya decidido estudiar el grado de filología clásica, cuya nota de corte es mucho más baja (Del Molino, 2022).
Sin embargo, la atención mediática que todo esto recibe y el presunto rigor algorítmico en que se apoya requieren análisis más matizados.
Como se ha dicho, la calificación de la fase de acceso, y también la de admisión, se expresan con tres cifras decimales. Otro tanto se hace con la media de las calificaciones en los exámenes de la propia prueba. Repárese en que la nota de acceso se obtiene, como se ha dicho, partiendo de la media del bachillerato (60%) y la media de los cuatro exámenes en la prueba (40%). Pero, aunque esta segunda media se expresa con tres cifras decimales (Boletín Oficial del Estado, 2022b), la media del bachillerato viene expresada con dos cifras decimales (Boletín Oficial del Estado, 2022a). .
Ello comporta que pueden darse situaciones como la siguiente. Pensemos en un alumno cuya nota media de bachillerato fuera de 5,29 y su nota media en los cuatro exámenes de la fase de acceso de la EBAU de 4,563. La primera pondera un 60% y la segunda un 40% (se cumple el requisito de que la calificación media de los exámenes de la fase de acceso sea igual o superior a 4). Con un sencillo cálculo podremos comprobar que su calificación conjunta de la fase de acceso es de 4,999 y, por tanto, no la ha superado. La precisión algorítmica y el rigor tiene estas cosas: si finalmente hubiera obtenido un 5 su desempeño no sería mejor, pero habría entrado en la universidad. Ahora imaginemos que consultamos su expediente académico en bachillerato y vemos que su nota media, con tres cifras decimales, es 5,294. Volvemos a hacer el cálculo anterior y comprobamos que su calificación habría sido de 5,002. Es decir que, con mayor precisión algorítmica, nuestro alumno habría entrado en la universidad y con menor precisión algorítmica se ha quedado fuera. La razón es obvia: hacer el cálculo con menos cifras decimales en la media de bachillerato le ha perjudicado.
Lo sorprendente es que, con tanta sofisticación en el proceso de acceso a la universidad, no se hayan advertido estos efectos algorítmicos y se siga manteniendo la discrepancia en el número de cifras decimales con que se calculan las dos medias. Obsérvese que esta circunstancia no afecta solo a la frontera entre ser declarado apto o no para acceder a la universidad (y el caso descrito no es hipotético, sino que fue real), sino que revela la posibilidad de que algunas milésimas de la dichosa nota de corte puedan estar afectadas por ese indeseable efecto algorítmico que, en relación con el mérito, tiene tanta relevancia como el azar. Ese efecto algorítmico puede estar afectando a todos los grados universitarios españoles desde hace muchos años en los casos en los que estén muy próximas las calificaciones a la nota de corte. Algo más probable, por cierto, en los estudios más demandados y con nota de corte más alta (recordemos el 13,825 de la Universidad Complutense de Madrid).
La imprecisión algorítmica señalada tiene una causa precisa en la que no parece haber intención, pero que no ha sido advertida ni resuelta desde hace años. Algo que resulta curioso, tratándose de un problema matemático mucho más simple que los que los estudiantes españoles habrán tenido que entender y resolver en sus exámenes de matemáticas del bachillerato y la EBAU.
Sin embargo, con ser bastante grave, esa no es la única imprecisión algorítmica de la EBAU. Ni, quizá, la más relevante. Hay otras que pasan igualmente inadvertidas a pesar de que en España hay distrito único para el acceso a los estudios universitarios y las calificaciones obtenidas en las pruebas para el acceso y admisión de las universidades son las utilizadas para entrar a todas y cada una de ellas.
Este segundo caso es quizá más sutil y se refiere a la expresión de las calificaciones por parte de los correctores de los exámenes de cada una de las asignaturas. En la medida en que no tenemos constancia de cómo son las prácticas en todos y cada uno de los distritos universitarios españoles no identificaremos aquí a ninguno en concreto, pero es importante señalar que existen distritos universitarios en España en los que las calificaciones de los exámenes de cada materia se expresan en una escala del 0 al 10 con una cifra decimal del 0 al 9, mientras que en otros también se expresan con la misma escala pero con una cifra decimal que solo puede ser el 0 o el 5. Esto no ocurre en las calificaciones medias (siempre con tres cifras decimales), pero sí en las calificaciones de los exámenes de cada alumno en las distintas materias. Sus efectos en el incremento de la imprecisión algorítmica son fáciles de calcular. Si solo se usan las cifras decimales 0 y 5 (y, por tanto, se redondea al número entero o al medio punto más próximo), suponiendo que las calificaciones se distribuyan uniformemente, la imprecisión media será de 0,125 puntos. Esto implicaría que el grado de imprecisión que podría estar afectando a las notas de corte no sería solo de unas pocas milésimas, debido a las formas de cálculo en las medias del bachillerato y de la prueba, sino que podría llegar a ser de más de una décima por la diferencia de hasta casi medio punto en las calificaciones de los exámenes en los distintos distritos.
Pero, además de un nivel de incertidumbre ciertamente notable, podría haber también un sesgo muy significativo que queda oculto tras esa apariencia de rigor y precisión que dan las medias con tres cifras decimales. Y es la posibilidad de que los evaluadores no redondeen sus calificaciones al medio punto más próximo, sino al medio punto superior. En este caso, la incertidumbre sobre la imprecisión media, con una distribución uniforme de las calificaciones, alcanza los 0,25 puntos. Y, aún más grave, generando una inflación en las calificaciones de determinados distritos que puede alcanzar esa misma magnitud. Ante algo así, parece obvio que convendría abrir la caja negra de los procedimientos con que se están calificando los exámenes y con que se calculan cada año las medias de la EBAU.
La atención mediática a estas pruebas en España y ciertos intereses políticos recentralizadores han hecho que, en la definición de las nuevas formas de acceso tras la LOMLOE (2021), tenga notable presencia la discusión sobre los contenidos que deben tener las pruebas. También se vienen dando controversias en torno a su grado de dificultad en los distintos distritos y los errores que cada año se advierten en algunas de las preguntas de los exámenes. Para corregir todo eso algunas voces reclaman la conveniencia de implantar una gran prueba nacional que, sin duda, tendría el aliciente de acrecentar aún más la atención mediática al modo de los espectáculos deportivos.
Sin embargo, no parece estar en la agenda algo bastante más básico y fácil de entender y de solucionar como son los aspectos matemáticos relacionados con la expresión y el cálculo de las calificaciones de las pruebas. Parece claro que, al menos los dos señalados (el número de cifras decimales que deben tener las medias del bachillerato y de las pruebas, así como los intervalos de calificación en las puntuaciones de cada examen), se podrían y deberían mejorar fácilmente. Pero la fascinación que produce la ilusión algorítmica de las tres cifras decimales, con su notable pregnancia para reforzar el ideal meritocrático y su apariencia de radical objetividad, hace que no haya mucho interés por abrir su caja negra matemática y averiguar cómo funciona realmente la EBAU. Quizá porque ello desvelaría algunos de los artificios de los que está hecha esa tiranía del mérito (Sandel, 2020) que parece estar creciendo en nuestras sociedades.
No hay espacio aquí para abundar en otros aspectos relacionados con los exámenes de acceso a la universidad, pero quizá convenga suscitar alguna reflexión sobre los efectos secundarios de la ilusión algorítmica y el reforzamiento del imaginario meritocrático.
La batalla por aproximarse al 14 para acceder a la universidad está condicionando las vidas de muchos jóvenes españoles entre los 16 y 18 años. Para muchos de ellos el bachillerato es solo una carrera de obstáculos, llena de exámenes, que deben terminar con la marca más alta. Tras ella hay que superar, a la mayor altura posible, ese salto con pértiga final en que se está convirtiendo para muchos la EBAU. Siguiendo con la metáfora, seguramente estaríamos de acuerdo en que las marcas deportivas, por muchas cifras decimales que tengan, no son muy relevantes como indicadores de la vocación, aptitudes y competencias de los futuros profesionales. Sin embargo, no parece haber muchas dudas sobre si los resultados de los exámenes de la EBAU son la mejor forma de valorarlas. Repárese en que la nota de corte del doble grado de matemáticas-física antes citada (tan próxima al 14) demuestra las altísimas competencias en las habilidades requeridas para superar los numerosos exámenes del bachillerato y la EBAU. Sin embargo, cabría preguntarse si con este sistema habrían accedido a tales estudios muchos de los grandes matemáticos y físicos que han protagonizado la historia de esas disciplinas y que, teniendo indudables dotes creativas, no se caracterizaron por esa alienante docilidad curricular necesaria para alcanzar la excelencia en la realización de exámenes.
Por otra parte, habría que reflexionar sobre la perversa relación entre el valor de uso y el valor de cambio de las calificaciones. Casos como el del alumno con mejores resultados en la EVAU de Madrid en 2022 que decidió estudiar el grado de filología clásica pudiendo optar por otros que requerían una calificación mucho más alta (Del Molino, 2022), quizá sean menos frecuentes que esas vocaciones espurias generadas por la confusión entre valor y precio que se deriva de haber alcanzado una calificación elevada y sentir la tentación de “invertirla” en los grados más “caros” (en otro tiempo odontología y fisioterapia, hoy medicina y algunos dobles grados, particularmente matemáticas-física). De modo que esa particular economía política de la EBAU genera una inflación en las calificaciones porque la limitación de la oferta incrementa la demanda y, por tanto, el precio de los estudios más demandados hace que crezca el aprecio por esas carreras y con él su precio académico en un círculo vicioso que provoca como resultado que cada año sea un poco más alienante cursar 2o de bachillerato (y más desenfrenadas las celebraciones dionisíacas tras haberlo superado).
Por último, tampoco estaría mal reflexionar sobre si es razonable que la educación y la formación general de muchos de nuestros adolescentes esté tan radicalmente condicionada por esa prueba final que los convierte en verdaderos “animales de examen” (bien lejos de la bella complejidad que caracteriza al homo sapiens, al zoon politikón o al homo ludens). Paralelamente, las prácticas de enseñanza en el bachillerato van deviniendo en una suerte de academias de preparación acelerada de la EBAU. Y todo ello intensificando hasta lo insoportable el desarrollo del último curso del bachillerato con la anómala circunstancia, casi inadvertida, de que esa prueba se celebra varias semanas antes de que termine el curso según el calendario escolar. Aunque no se suela reparar en ello, conviene recordar que 2o de bachillerato (el único curso con evaluación externa) tiene entre cuatro y seis semanas menos de duración que los demás niveles del sistema escolar español.
Todo esto quizá se explica porque la ilusión algorítmica es un componente básico para provocar esa fascinación por la ceremonia examinadora, tan importante para la generación y consolidación del ideal meritocrático.
La ilusión algorítmica en el acceso a algunas profesiones: el caso del examen MIR
Los efectos de la ilusión algorítmica no se dan solo en el acceso a la universidad. También están presentes en el acceso a algunas profesiones. Por ejemplo, varias relacionadas con la administración del Estado o la judicatura en las que el viejo dispositivo denominado oposiciones se sigue perpetuando. A pesar de que sus defectos son evidentes, en España se demoran unas reformas que ya se han iniciado en otros países que en su momento habían sacralizado la cultura meritocrática de las oposiciones (Crespo González, 2021).
Pero, sin duda, la ceremonia en la que la ilusión algorítmica es más intensa, y también más mediática, es la del acceso a la formación en las distintas especialidades y centros de trabajo de la profesión médica. A tal fin, la administración española organiza una prueba anual con pretensión de objetividad perfecta. Es el llamado examen MIR (Médico Interno Residente), que en realidad ni se llama de ese modo ni es la forma de entrar en la profesión médica. Se trata de una prueba selectiva (más bien, electiva, ya que sirve para establecer el orden de elección por parte los aspirantes) que da acceso a las plazas de formación sanitaria especializada en la red de hospitales y centros de salud españoles.
De hecho, tal sistema de reclutamiento para la formación profesional inicial en el ámbito de la salud no es privativo de la profesión médica, sino que dichas pruebas están reguladas por el mismo procedimiento para las titulaciones de farmacia, enfermería, psicología, química, biología y física (Boletín Oficial del Estado, 2021).
Convendrá comentar más adelante el particular caso de enfermería que queda invisibilizado al tomarse la parte por el todo, dando por hecho que estas pruebas son solo para los médicos. Por lo demás, tampoco deberá sorprender que se siga hablando de “médicos internos residentes” opacando el hecho de que, por ejemplo, en la convocatoria de 2021/22 dos tercios de esos nuevos médicos en realidad son médicas.
En todo caso, la medicina se ha convertido en una especialidad particularmente emblemática para el ideal meritocrático, ya que el acceso a tal grado universitario requiere altas calificaciones en el bachillerato y la EBAU y a los egresados les espera luego un nuevo rito de paso nacional con esa famosa prueba.
Teniendo en cuenta que el número de plazas que se han ofertado en la convocatoria 2021/22 2 es de 8.188 para las especialidades médicas, y que a ellas se presentaron
11.827 aspirantes y las superaron 9.932 (el 84%), parece que el aliciente mayor para prepararlas no es tanto lograr una plaza como conseguir el número de orden más alto para tener más grados de libertad en la elección del destino. Por lo demás, en dicha convocatoria solo fue eliminado un 7,3% de los aspirantes que se habían formado en universidades españolas y tan solo un 4,1% de los 6.164 que habían terminado sus estudios en 2021 y se presentaron a la prueba. Parece claro, por tanto, que cualquier otra prueba u oposición convocada por las administraciones españolas para acceder a otras profesiones de menor prestigio es bastante más selectiva que esta. Sin embargo, el llamado examen MIR está entre las pruebas más competitivas y a las que los aspirantes dedican más recursos (de tiempo y de dinero, para beneficio de las academias privadas de preparación). Por otra parte, es patente que, en el caso de la medicina, superarla no es lo más importante para muchos de ellos ya que, en esta última convocatoria, quedaron desiertas 93 plazas que fueron rechazadas por los 1.837 aspirantes que prefirieron quedarse sin empleo antes que acceder a alguna de ellas.
Aunque las 45 especialidades médicas a las que da acceso dicha prueba son muy diversas, el llamado examen MIR es único para todas ellas. Se trata de una prueba de conocimientos a la que los aspirantes dedican muchas horas de estudio (ya desde el último curso del grado en el que realizan el valiosísimo rotatorio de prácticas en los hospitales) en los vastísimos campos de la medicina sobre los que se pregunta. Y es una prueba en la que es crucial que haya un alto grado de dificultad para garantizar que sean pocos los que obtengan las puntuaciones más altas, evitándose así indeseados empates para la asignación de las plazas más demandadas.
La dificultad del diseño de la prueba no está solo en encontrar preguntas complicadas en esa carrera que, año tras año, libran, por un lado, los encargados de organizar las pruebas y, por otro, las muy rentables academias privadas en las que los aspirantes las preparan. La dificultad está también en conseguir un procedimiento para que una prueba que consta de un número amplio, pero limitado, de preguntas con respuesta múltiple minimice los empates entre los casi 12.000 aspirantes que deben ser ordenados recurriendo lo menos posible a ese demonio que, para el ideal meritocrático, parece ser siempre el azar.
¿Cómo se logra? ¿Cómo es posible colocar uno tras otro a tantos miles de aspirantes en un listado de puntuaciones a partir de los aciertos y los fallos en 200 preguntas con cuatro opciones de respuesta cada una? Aparentemente es un propósito de difícil cumplimiento, ya que, aunque la penalización de los fallos diversifica un poco las puntuaciones, no es fácil ordenar a casi 12.000 personas partiendo de su desempeño en 200 ítems. Así, el número de empates podría ser grande, ya que, tratándose de graduados en medicina, no serán muchos los aspirantes que solo consigan unas pocas decenas de aciertos. De hecho, la “nota de corte” (el número entero correspondiente al 35% de la media de las calificaciones de los diez aspirantes con mejores resultados) dejó por debajo solo a un 16% de aspirantes que fueron eliminados en la convocatoria 2021/22. Por otra parte, hay rangos de puntuación muy frecuentados por un gran número de aspirantes: más del 40% obtuvieron entre 300 y 400 puntos de los 600 posibles en el examen.
Sin embargo, en el examen MIR no hay empates (o son excepcionales). Los aspirantes son ordenados con puntuaciones que se aproximan (y hasta superan) los 100 puntos con cuatro cifras decimales. Ello permite tener más de un millón de puntuaciones posibles, lo que reduce notoriamente las probabilidades de empate y genera una ilusión de objetividad aún mayor que la de las marcas en una final de 100 metros en las carreras de atletismo. ¿Cómo es posible? ¿Cómo está diseñado el algoritmo que genera tal ilusión?
El procedimiento es bastante más sofisticado que el de la EBAU, aunque no tanto como para superar en dificultad a los problemas con los que tienen que vérselas cada año los estudiantes preuniversitarios en el examen de matemáticas.
Considerando lo previsto en la última convocatoria de 2021/22 para acceder a plazas de formación sanitaria especializada (Boletín Oficial del Estado, 2021), el requisito es tener la titulación universitaria correspondiente. Los méritos académicos acreditables son solo la media global del expediente académico y, en su caso, la calificación obtenida en la tesis doctoral. La primera supone entre cinco y diez puntos y la segunda entre 0,25 puntos y un punto según haya sido calificada con Apto, Notable, Sobresaliente o Cum Laude. Estos méritos académicos ponderan (aparentemente) un 10%, mientras que el valor del examen sería del 90%. En realidad, el valor diferencial de aquellos apenas alcanza el 5%, ya que el otro 5% es asignado por defecto a todos los aspirantes que, obviamente, tienen como mínimo un 5 en sus estudios universitarios. Es algo bastante anómalo que acaba convirtiendo en mérito lo que es un requisito para todos los aspirantes y tiene el efecto de alterar el peso relativo de los méritos de un modo parecido a lo que sucedería si la mitad de las preguntas del examen se entregaran respondidas y se computaran como aciertos para todos los aspirantes.
La valoración del examen, y el calculo final de la puntuación con los méritos, es un poco más compleja. El examen consta de 200 preguntas que deberán ser respondidas durante las cuatro horas y media de las que disponen los aspirantes. En realidad, estos han de responder a 210 porque diez de ellas se incluyen a modo de reserva por si debieran sustituir a las que pudieran resultar eliminadas como consecuencia de que sean estimadas eventuales reclamaciones sobre su formulación. Cada una de las preguntas se ofrece con cuatro respuestas posibles de las que solo una es correcta. Cada respuesta correcta recibirá una valoración de tres puntos y se restará un punto por cada respuesta incorrecta, quedando sin valorar las preguntas no contestadas.
Evaluados todos los ejercicios, se halla la media aritmética de las diez máximas calificaciones obtenidas por los aspirantes y a esta media aritmética le corresponderán 90 puntos, el máximo en la ponderación prevista para el examen. Esa primera media aritmética, además de convertir en cierto modo en relativas (y en muy problemáticas, como luego se verá) las puntuaciones finales, seguramente pretende evitar efectos indeseables al tratarse de distribuciones no uniformes, pero sobre todo tiene la ventaja de propiciar la primera inflación de cifras decimales, algo importante para generar esa ilusión de objetividad que huye como de la peste de la posibilidad de empates. Una vez obtenida esa media a partir de los resultados de los diez mejores, la puntuación final de cada ejercicio se obtendrá multiplicando por 90 su valoración particular (el número de aciertos multiplicado por tres menos el número de fallos) y dividiendo el producto por la media aritmética de las puntuaciones de esos diez campeones. Aquí ya es evidente que habrá una gran dispersión en ese rango no lejano al millón de puntajes posibles (90 puntos con cuatro cifras decimales) para ordenar a los casi 12.000 aspirantes. Pero, por si acaso, aún queda por incluir la parte correspondiente a los méritos, que aún hará más improbables los empates.
Para la valoración de los méritos académicos (recuérdese que su valor discriminatorio se reduce en la práctica en casi un 5%) se procede de modo análogo. A la media de los diez mejores expedientes académicos presentados le corresponden diez puntos y la puntuación final de los méritos de cada cual se obtendrá multiplicando por diez su expediente individual y dividiendo el producto por la media de esos diez mejores expedientes.
Sumando ambas puntuaciones se obtendrá la nota final de cada cual que, con sus cuatro decimales, permitirá ordenar a los casi 12.000 aspirantes en un listado aparentemente perfecto en el que quedarán evaluados con gran precisión y separados no solo por décimas y centésimas, sino también por milésimas y diezmilésimas. Más precisión que en las pruebas de atletismo.
Visto con cierto detalle, se puede apreciar el sentido de la ilusión algorítmica porque la forma de determinar la prelación es aparentemente muy precisa y, si se mira desde la escala de las diez milésimas, parece nítida la diferencia entre los distintos aspirantes.
Sin embargo, merece la pena detenerse en un efecto distorsionante muy significativo que se deriva del algoritmo utilizado para calcular la calificación final de cada aspirante. Y es el hecho de que, tanto en el examen como en los méritos, se tome como referencia la nota media de las diez mejores calificaciones y no las respectivas puntuaciones máximas posibles.
Pensemos en el caso de dos personas: A y B y veamos cuáles serían sus resultados sin considerar la media de los diez mejores resultados. A obtiene una calificación final de 84,73 (en el examen tuvo 504 puntos -176 aciertos y 24 fallos- y tenía 9,13 puntos por sus méritos), mientras que B obtiene 84,81 (en el examen tuvo 500 puntos -175 aciertos y 25 fallos- y tenía 9,81 puntos por sus méritos). Por tanto, B debería ir por delante de A. Su examen tenía una pregunta acertada menos, pero sus méritos compensan esa diferencia.
Ahora hagamos de nuevo los cálculos tomando como referencia la media de los 10 mejores resultados, tanto en el examen como en los méritos, tal como hace el sistema de cálculo utilizado. En este caso, A obtiene una calificación final de 98,7414 (en el examen 89,3793 y en los méritos 9,3621), mientras que B obtiene una calificación final de 98,7293 (en el examen 88,6699 y en los méritos 10,0594). Por lo tanto, con esta forma de cálculo, A supera a B porque el algoritmo utilizado incrementa la valoración de su examen respecto a la de sus méritos.

En la Tabla 1 se reflejan esos datos y también los de otros dos aspirantes: C y D. Repasándolos resulta evidente que el algoritmo tiene algunos efectos importantes. Uno de ellos es provocar una ilusión de precisión al generar cuatro decimales y no dos como sucede si se utiliza el modo de cálculo más objetivo y simple que es tomar como referencia los máximos posibles en el examen y en los méritos y no las medias de los diez mejores en cada caso. Otro efecto deformante es la posibilidad de que aparezcan puntuaciones por encima de los máximos (de 100 en el total, de 90 en el examen y de diez en los méritos -es el caso, por ejemplo, de la calificación de los méritos del aspirante B-), distorsionando así la ponderación establecida. Aunque, seguramente, el efecto más discutible es que tal decisión sobre la forma de cálculo produce alteraciones muy significativas en el orden final de los aspirantes. En los ejemplos presentados el algoritmo utilizado hace que A esté por encima de B y C por encima de D, cuando, si se toma como referencia la puntuación posible en el examen (una constante) y no la media de los 10 con mejores resultados (un número dependiente de factores circunstanciales), en ambos casos el orden debería ser el contrario.
Repárese en que ese cambio en el orden no depende solo del examen que todos los aspirantes han tenido a la vista, ni de los aciertos y fallos que ha tenido cada uno de ellos, ni de sus méritos individuales. Depende también, y de forma muy significativa, de las medias en resultados y en méritos de otras personas.
Para diseñar algo así, que afecta a las ponderaciones establecidas y reduce el ya escaso peso relativo de los méritos, habría que poder explicar por qué es preferible tomar como referencia la media de los 10 mejores resultados. ¿Y por qué no la de los cinco mejores? ¿Y por qué no la de los 50 mejores? Seguramente los aspirantes A, B, C y D (y los 11.823 restantes) tendrían mucho que decir sobre esa decisión. Los cuatro aquí recogidos no son casos supuestos sino personas reales que obtuvieron efectivamente los resultados que figuran en la Tabla 1. El aspirante A consiguió el 4o puesto en la última convocatoria, el B obtuvo el 5o, el C obtuvo el 18o y el D el 19o. La magnífica zona que ocupan los cuatro en los resultados del llamado examen MIR ha dependido solo de sus estupendos exámenes y méritos. Pero la manera en que han sido ordenados dentro de ella no ha dependido de lo que han hecho en el examen ni de sus méritos, sino de un algoritmo que altera irregularmente la ponderación prevista entre el examen y los méritos (siempre a favor del primero) y, por tanto, el orden en que finalmente han podido elegir sus plazas. De hecho, como se puede ver, comparando las calificaciones finales, si no se hubiera utilizado ese algoritmo, B habría sido el 4o, A habría sido el 5o, D habría sido el 18o y C habría sido el 19o.
Y los anteriores casos no son excepcionales. Todo lo contrario. De los 11.827 aspirantes, 11.457 (el 96,87%) se han visto afectados por la alteración en los resultados que genera el sistema de cálculo utilizado, y consiguientemente el orden con que eligen su plaza. Se trata de un algoritmo extraño que, sin duda, resulta muy útil para generar ilusión de precisión. Pero también para ocultar cómo trastoca el orden de asignación de las plazas, llegando a variar en más de 100 puestos el orden final, y haciéndolo depender de los resultados obtenidos por otros.
Un caso muy revelador es lo que ha supuesto la reclamación de un aspirante que en el listado provisional tenía mal computados sus méritos. Al añadirse un punto a su expediente académico entró a formar parte de los 10 mejores, lo que supuso que cambiara la media de referencia y, consiguientemente, las puntuaciones finales de todos los aspirantes. De 11.827 personas.
Como se ha dicho, el orden que obtiene cada aspirante con el algoritmo utilizado depende de la dificultad del examen, la misma para todos, de los aciertos y fallos de cada uno y de sus méritos individuales. Pero no depende solo de eso como cabría esperar. También depende de los resultados y de los méritos de otras personas. De diez personas.
Que se trata más de una hipnótica ilusión algorítmica que de una ordenada prelación basada en la medición exacta de los merecimientos reales, debería ser evidente para cualquiera con una formación matemática no muy elevada. Pero, más allá del algoritmo, la obsesión por la ceremonia del examen es tal que, si se diera el improbable caso de un empate entre dos aspirantes, ni el expediente académico en los estudios universitarios ni el doctorado servirían para resolverlo, ya que lo previsto en la convocatoria (disp. 7a de la Orden SND/948, Boletín Oficial del Estado, 2021) es que se tome en consideración el mayor número de preguntas acertadas, luego el menor número de preguntas falladas y finalmente un sorteo. Extraño culto a la meritocracia el de un sistema que genera tan notoria ilusión algorítmica para evitar empates, pero que, cuando se dan, desprecia por completo los méritos académicos de la formación universitaria, entre ellos el doctorado. Y precisamente en la única profesión en que se llama doctor a quien la ejerce. Parece claro que lo importante es rendir culto, de forma casi obsesiva, a la ceremonia del examen.
Pero no caigamos en la propia trampa de la ilusión algorítmica. El problema no es ordenar la lista con que ejercerán su derecho los pretendidos electores. El problema debería ser cómo valorar sus competencias para que sean destinados de la forma más idonea a los distintos destinos del sistema sanitario para ejercer un servicio público tan importante como el de la salud. Puede estar bien que una vez asignados los aspirantes a las especialidades o ámbitos para los que están más capacitados, luego ellos elijan plaza y destino según su preferencia. Por lo demás, esta es la forma en que se hace con todos los funcionarios públicos: primero son seleccionados según su mérito y capacidad para desempeños específicos y, posteriormente, pueden concursar a la plaza o el destino que prefieran.
Sin embargo, tratándose de una prueba única y general, basada exclusivamente en conocimientos memorizables y demostrables en pruebas para las que entrenan las academias, difícilmente podrá servir para distinguir las competencias y habilidades (hasta quirúrgicas y de motricidad fina) de los futuros cirujanos de aquellas otras (hasta emocionales y de compromiso comunitario) que también deberían tener quienes trabajen en lugares tan importantes como los centros de atención primaria.
De hecho, la minusvaloración y el desprecio de la medicina de familia y la atención primaria es uno de los efectos secundarios de un dispositivo obsesionado con la precisión algorítmica, pero que, por su naturaleza esencialmente competitiva y jerarquizadora, tiende a privilegiar la libérrima elección individual sobre cualquier otra consideración y acaba propiciando una perversa relación entre la oferta y la demanda que genera unas actitudes entre los futuros profesionales médicos que no parecen las más coherentes con las exigencias deontológicas que caracterizan a la profesión. Algo de ello puede advertirse si se observa que, en esta última convocatoria, las dos especialidades a las que se accedió con puntuaciones más altas fueron dermatología médico-quirúrgica y cirugía plástica estética y reparadora (con medianas de los números de orden de 317 y 347, respectivamente) y que la especialidad de medicina familiar y comunitaria fue una de las especialidades menos preferidas (con una mediana del número de orden de 7.351). Son datos que pueden ser relevantes para conocer los efectos del reforzamiento del modelo aspiracional en sociedades neoliberales cuando se prioriza la libertad de elección individual sobre las necesidades de los servicios públicos.
En todo caso, no cabe deducir de ello que las nuevas generaciones son las responsables del culto a este modelo de consecuencias tan cuestionables. Ellos no son quienes han diseñado el sistema. De hecho, cabe pensar que les provoca una ilusión de objetividad y una fascinación por el crédito disponible como resultado del orden obtenido en la prueba, que quizá no sean los médicos que más saben los que quieren enriquecerse en el futuro en el sector privado como cirujanos plásticos y que solo los que menos saben están dispuestos a ser médicos de familia. Quizá simplemente ocurra que, como una variante del efecto Mateo, lo que más demandan algunos acaba siendo lo más demandado por los que pueden elegir y lo que más En todo caso, no cabe deducir de ello que las nuevas generaciones son las responsables del culto a este modelo de consecuencias tan cuestionables. Ellos no son quienes han diseñado el sistema. De hecho, cabe pensar que les provoca una ilusión de objetividad y una fascinación por el crédito disponible como resultado del orden obtenido en la prueba, que quizá no sean los médicos que más saben los que quieren enriquecerse en el futuro en el sector privado como cirujanos plásticos y que solo los que menos saben están dispuestos a ser médicos de familia. Quizá simplemente ocurra que, como una variante del efecto Mateo, lo que más demandan algunos acaba siendo lo más demandado por los que pueden elegir y lo que más desprecian los mismos es lo que acaba quedando para los que no pueden elegir tanto. De modo que se desprecia lo que no se demanda y se aprecia (y consiguientemente eleva su precio) lo que se demanda.
Otro efecto secundario de la ilusión algorítmica y el culto a la meritocracia que genera esta prueba tiene que ver con su notoria atención mediática. De hecho, minusvalora y posterga la relevancia de otras especialidades profesionales del sector sanitario a las que se accede con el mismo procedimiento y en la misma convocatoria pero que no parecen existir, seguramente por estar menos asociadas que la profesión médica con el imaginario meritocrático. Tal es el caso de la enfermería, especialidad para la que en la convocatoria de 2021/22 se ofertaron 1.822 plazas sin que su proceso selectivo haya recibido atención por parte de los medios. Ninguna de esas plazas quedó desierta, a diferencia de las 93 plazas que fueron rechazadas por los 1.837 titulados en medicina que, habiendo superado la prueba y pudiendo acceder a ellas, prefirieron no hacerlo.
Por lo demás, quizá sea relevante señalar también que en medicina el 66,6% de las plazas en esta última convocatoria fueron adjudicadas a mujeres y el 33,4% fueron adjudicadas a hombres (habían sido admitidos a las pruebas un 64,4% de mujeres y un 35,6% de hombres) y que en enfermería la proporción en la adjudicación fue del 90,5% de mujeres frente a un 9,5% de hombres (con una admisión del 89,5% de mujeres y un 10,5% de hombres). Es evidente que todas las especialidades relacionadas con la salud y el cuidado están feminizadas, pero parece que unas están más feminizadas que otras. Y quizá también que, en las menos feminizadas (o más recientemente feminizadas) como la de “los médicos”, es donde más se cultiva y más fascina la ilusión algorítmica y el ideal meritocrático.
Todavía no son muchas las voces que, desde el propio ámbito de la medicina y el sistema sanitario, cuestionan las implicaciones de estos modelos de acceso a la profesión médica (Vaz Leal, 2022), pero seguramente deberían ser más escuchadas.
Superando la ilusión algorítmica: apuntes para una crítica de las culturas examinadoras
El examen es el escenario ritual de la ilusión algorítmica. Sin él no sería posible la representación reiterada del ideal meritocrático. Los ejemplos de la EBAU y el MIR evidencian su creciente presencia y sofisticación en los sistemas de reclutamiento para el acceso a la universidad o a profesiones tan apreciadas y relevantes como la de los médicos.
Tanto en las actividades cotidianas como en las pruebas externas, el examen y las culturas examinadoras han alcanzado en los últimos años una centralidad muy notoria en nuestros sistemas educativos. De hecho, conviven sin demasiados problemas con los reclamos de una evaluación por competencias y, aunque aparentemente son contradictorias, la tendencia a cuantificar esta en la forma de rúbricas hace que ambas puedan compartir los lenguajes propios de la ilusión algorítmica.
Aunque la educación en el siglo XXI sea radicalmente examenófila, los orígenes de tal dispositivo se encuentran en la propia configuración de la escuela reglada hace ya varios siglos. La escuela disciplinada y graduada es principalmente un invento protestante en el que tuvo un papel destacado Comenio. Pero la primacía escolar del examen fue, más bien, una aportación católica con los jesuitas como principales protagonistas (Fernández Enguita, 2018).
Si el examen de conciencia para el perdón de los pecados tenía su escenario oral (y musitado) en el confesonario, el examen de conocimientos para la valoración de los méritos tiene su escenario escrito (y silente) en el aula. Ambos conllevan penitencias, pero, mientras el primero perdona a los pecadores e iguala a los fieles, el segundo distingue a los elegidos y condena a los réprobos.
Más allá de las sugerentes metáforas sobre la inspiración religiosa de un dispositivo que se ha convertido en central para la jerarquización meritocrática en los modelos neoliberales, convendrá suscitar algunas reflexiones que quizá pudieran erosionar el mito del examen como detector infalible de la verdad pedagógica. Se trata de esbozar un repertorio de críticas a ese dogma heredado del examen como el mejor sistema de evaluación posible. Serán, por tanto, unos apuntes valorativos para una crítica del examen en los que se partirá de su propia naturaleza constitutiva intentando responder al qué y al cómo de dicho artefacto.
1. El examen es ortogonal y acotado en el espacio. En una o varias hojas blancas y rectangulares. Con delimitación precisa de la extensión utilizable. Es la quintaesencia de la ortogonalidad escolar. La que define y caracteriza, hasta el paroxismo, al propio espacio del aula. Ortogonal en sus puertas y ventanas. En sus pizarras y paneles. En sus mesas y libros. En sus boletines y cuadernos. Y, por supuesto, también en sus exámenes. Nada que ver con la belleza infinita e infinitesimal de los espacios curvos.
2. El examen es episódico y limitado (pero depredador) en el tiempo. Acotado en el espacio y en el tiempo. Su comienzo y su final tienen fecha y hora señaladas. El examen no se puede empezar antes ni acabar después. Porque no es una actividad orgánica y creativa. Es una ceremonia. Un acto episódico y convocado con duración tasada. Sin embargo, a pesar de su aparente limitación temporal, genera metástasis en el tiempo. Se apropia de la clase anterior, en la que nadie está para nada que no sea el examen inminente, y también de parte de la siguiente, ocupada por las comparaciones sobre lo que cada cual ha puesto. También se apropia de las tardes y las noches domésticas en las que padres y madresayudan con los deberes y preguntan la lección. Y cuando el examen es ceremonialmente notable (la EBAU, el MIR o las oposiciones) el secuestro de tiempo para su preparación puede ser de semanas, de meses o hasta de años.
3. El examen es monódico y anticolaborativo. Se hace en mesas separadas. De uno en uno y en filas ordenadas con la mayor distancia posible. El examen es individual e individualista. Según Aristóteles, además de racionales los humanos somos animales políticos. Más gregarios incluso que las abejas y las ovejas. Más colaborativos, y hasta altruistas, que ningún otro. Hoy la ciencia, la técnica, la política y el arte son impensables sin la colaboración y la cooperación. Son pura coproducción. Pero el examen no. El examen es monódico y nos trata como a mónadas. Es la imagen más perfecta del individualismo exacerbado. E ideal neoliberal convertido en ceremonia escolar.
4. El examen tiene fiabilidad limitada y apenas validez ecológica. Solo los repiten los repetidores y quienes los suspenden. Y para eso han de esperar mucho tiempo. Los otros nunca los repiten, aunque todos sabemos que cuanto más tiempo pase menos probable sería repetir los aciertos. El examen tiene poca fiabilidad porque no mide siempre lo mismo. Pero tampoco tiene mucha validez. No mide lo quepretende medir porque sus resultados predicen poco más que el éxito en la propiacarrera académica (es decir, en la realización de otros exámenes). Los buenosresultados en los exámenes de las distintas disciplinas demuestran habilidades para hacer exámenes sobre ellas, pero no que se poseen las habilidades o competencias que requiere su práctica. Si así fuera, los que salen bien parados del examen del MIR ya no tendrían que hacer el MIR -es decir, aprender la profesión en la práctica-, sino que podrían ejercerla directamente. Y es que, como es bien sabido, no es lo mismo saber nadar o saber montar en bicicleta que saber cómose nada o cómo se monta en bicicleta.
5. El examen es unidimensional en resultados y efectos. Con su militancia algorítmica el examen tiene pasión por los números. Enteros o con varias cifras decimales. En España es de querencias pitagóricas y judeocristianas, de modo que su número mágico es el 10. Su infierno está en el 0 y su Rubicón en el 5. Una escala que parece equilibrada pero que si se aplicara de manera uniforme generaría una mitad de elegidos y otra de réprobos. Los resultados del examen clasifican jerárquicamente porque no entienden de más dimensiones que las verticales. Ser insuficiente o llegar a ser sobresaliente, pero siempre en escala única sin apreciaciones cualitativas ni multidimensionales. Lejos del 0 y del 10 suele estar la mayoría. Esas clases medias que se libran del purgatorio del 3 y del 4, pero que pocas veces llegan a ser notables. Son los aptos pero mediocres, los suficientes que demanda el mercado. El resultadismo que caracteriza a los exámenes tiene sus efectos clasificatorios: tras ellos se es más o se es menos. Se está más arriba o más abajo en la escala del merecimiento. Esa que empieza a definirse en el aula y cada vez tiene más predicamento.
6. El examen tiene mucho valor de cambio, pero escaso (o nulo) valor de uso. La distinción marxiana es muy oportuna aquí. Porque el principal valor del examen está en la acreditación que ofrece en el mercado de los grados, los títulos y las oposiciones. Su valor de uso es tan limitado que, fuera de ese mercado, apenas hay exámenes o son bastante secundarios. De hecho, fuera de su función en los sistemas de (re)producción meritocrática, los exámenes que se hacen solo propician acreditaciones binarias (apto/no apto) y casi siempre mayoritarias tras uno o varios intentos. Por ejemplo, los exámenes para obtener el permiso de conducir.
7. El examen potencia el silencio (puntual) y la docilidad (general). Las cabezas gachas, los cuerpos quietos, las bocas silentes. Vigilar un examen es sentir la paz de un poder impertérrito. Durante el examen, la docilidad es absoluta en la misma aula en que, si no lo hubiera, la disrupción acecharía. Pero la sumisión al examen se da también cuando es una posibilidad próxima o remota. La amenaza del examen gravita sobre todos y sobre cada uno. El examen como castigo, como ajuste de cuentas, como juicio sumarísimo, como ceremonia de iniciación o sacrificio. El examen siempre como horizonte que doma y adiestra.
8. El examen es alérgico a la crítica y al diálogo. El examen es soliloquio por escrito. Carta a un juez con veredicto demorado. Es lo opuesto al diálogo. A la razón atravesada y compartida. De hecho, el interlocutor del examen es solo uno y, aunque puede estar de cuerpo presente en la parte de atrás del aula, vigilándola, su papel empezará cuando el examen termine. Será un lector provisto de boli rojo que quizá tache, rectifique, niegue y descalifique antes de finalmente poner su veredicto en forma de calificación. Bien arriba, en la parte anterior del examen. El examen es la antítesis de la crítica porque lo que se espera que en él aparezca no es la objeción o la réplica, sino la comunión completa con el paradigma examinado. Que se conoce, que se entiende, que se defiende, que se está dentro de él y que nada se tiene que objetar al mismo. El examen es la ceremonia básica de la vieja ciencia normal, esa en la que caben pocas conjeturas y refutaciones.
9. El examen es ajeno a la incertidumbre y refractario a la creatividad. En el examen no hay gato de Schrödinger encerrado. Todo en él es para distinguir si se sabe o no se sabe y qué es lo que se sabe y lo que no se sabe. Porque la ciencia normal examinable no admite incertidumbres, ni indeterminaciones. De hecho, hasta la propia indeterminación será una respuesta correcta o incorrecta en el examen de matemáticas. Por eso el examen viene de lejos, del pasado, de unos tiempos en los que las dogmáticas sólidas aún tenían mucho peso y las cosas estaban muy claras. El examen profesa religiosamente la fe en la claridad y distinción de la evidencia cartesiana, pero no su duda metódica, ni la conciencia cierta de que es más estimulante indagar sobre lo que ignoramos que reiterar lo que ya sabemos. La incertidumbre y las decisiones en contextos ajenos a las certezas terminantes caracterizan nuestro mundo y nuestro tiempo. Frente a ellas, el examen parece una reliquia o un fósil de tiempos clausurados. También lo es para todo lo que tenga que ver con la creatividad, con la apertura a propuestas no previstas y a las interpretaciones originales. A todo eso que caracteriza y define tanto a la ciencia como al arte.
10. El examen está volcado hacia la solidez del pasado y es incompatible con laprospectiva y el futuro. En el examen solo entra lo que ya salió. Solo se pregunta por lo que ya ha sido respondido y no es discutido. El suyo es el territorio del pasado. De lo que sucedió y lo que ya se sabe. Garantizar que los neófitos lo conocen (o simulan conocerlo) es el propósito del examen. Pero quienes se examinan lo hacen siempre mirando al futuro, buscándose la vida, queriendo labrarse un porvenir que aún no está definido. De hecho, así es el futuro desde nuestro presente. Más abierto que nunca, retador y desafiante. Exigiéndonos decisiones sobre problemas de los que no conocemos todos los datos. El futuro no es un puzle en el que, si se conocen, todas las piezas encajan. Por eso el futuro no encaja en la lógica ortogonal y acotada del examen. La prospectiva, los escenarios tentativos, los problemas abiertos, los temas controvertidos, las soluciones alternativas, lo posible improbable, lo pensable indeseable... Todo eso no cabe en los exámenes. Pero es justamente lo que más importa en nuestro tiempo y sobre lo que deberían aprender muchas cosas los ciudadanos que habitarán el futuro. Pero es que nuestro tiempo y el futuro tienen muy poco que ver con el tiempo de los exámenes.
11. El examen es pedagógicamente teleológico. “¿Esto entra, profe?”. El alumno es sabio y con esa pregunta está intuyendo que lo que importa es solo lo que entra en el examen. El examen es causa final aristotélica. El propósito que describe y prescribe lo que importa en el aula, en el MIR, en la EBAU o en la oposición...Si entra en el examen debe ser estudiado. Si no entra, puede ser despreciado o, al menos, obviado. El examen, que mira siempre al pasado, condiciona el presente desde el futuro. Así sucede en el último curso de bachillerato en el que docentes y discentes comparten una carrera de entrenamientos estresantes para sobrevivir a la EBAU. Incluso en el último curso del grado de medicina, en el que las academias preparatorias empiezan ya a erosionar la atención de los futuros médicos en los rotatorios hospitalarios. Las épocas de exámenes son los ritos de paso apolíneos tras los cuales se celebran fiestas dionisíacas. Hitos que marcan el fin del tiempo doliente del estudio desorientado. Tras ellos queda la posibilidad a plazo fijo de los placeres desenfrenados.
12. El examen genera una profesionalidad docente policial por presunción de la delincuencia discente. Innovar y copiar es la esencia de lo humano. Vamos a hombros de gigantes porque copiamos. Los trascendemos porque innovamos. Pero tanto copiar como innovar están prohibidos en el examen. Innovar porque es ontológicamente incompatible con la esencia del examen. Copiar porque es axiológicamente inaceptable en su ética perversa. Una ética que presupone la condición potencialmente delictiva del examinando y la obligación necesariamente
policial del examinador. Este debe vigilar para que aquel no copie. Él no podrá hacerlo, pero se presupone que lo desearía y siempre queda la duda de si también debería intentarlo. Una ética perversa que está en las antípodas de la lealtad y la confianza. Tanto, que acaba legitimando y promoviendo la deslealtad y la desconfianza. Ya solo por ello, por su inmoralidad, los exámenes deberían estar proscritos de los espacios educativos, de las instituciones civilizadoras.
13. El examen genera inercias examenófilas y examencéntricas. “Es lo que hay”. “Siempre hubo exámenes y siempre los habrá”. Es la actitud complacientemente inercial que sirve de coartada (que no de justificación) para mantener lo dado, lo heredado, lo único que se ha conocido. Y así cuantos más exámenes se hacen, más exámenes se harán. No es raro que muchos de los examinandos que salen bien parados de esa liturgia acaben convirtiéndose en examinadores eficaces. De hecho, casi todos los profesores seguramente fueron buenos alumnos. O al menos fueron supervivientes a muchos exámenes. Por eso, el examen sigue en el centro de nuestros sistemas escolares, por las cultivadas querencias examenófilas de quienes respondieron a muchos y ahora se los ponen a otros. Parafraseando el bellísimo verso de Lope (que quizá también sea pasto de algún examen), “quien lo probó lo sabe”. Pero, nada que ver con el amor. No se trata de “dar la vida y el alma a un desengaño”, porque, en el vicio del examen, más bien quien lo sufrió lo promueve.
14. El examen crea ilusiones de (pseudo)precisión y (pseudo)objetividad algorítmica. Y todo ello con dos dispositivos que, como se ha visto, resultan imprescindibles: el culto al examen y una utilización espuria y falaz de los algoritmos matemáticos para crear unas ilusiones que no son solo social y culturalmente nocivas, sino que falsifican y perjudican a las propias matemáticas. Con permiso de Platón, el papel de estas no ha de ser la legitimación del elitismo y la consolidación de la desigualdad y las estructuras jerárquicas. Como se ha visto en los casos de la EBAU y del llamado examen del MIR, el uso reflexivo de las matemáticas permite desvelar las pretensiones falaces de precisión y objetividad que se esconden en el artefacto añejo del examen y en la tecnificación de sus resultados mediante tramposas ilusiones algorítmicas. Desvelar las falacias presentes en estas es algo que se puede hacer precisamente con la ayuda de las matemáticas. Deshacernos de la primacía de aquel en nuestras culturas evaluadoras requerirá cierto esfuerzo reflexivo en las comunidades docentes y en las administraciones.
¿Por dónde empezar para acabar con los exámenes? ¿Por el del MIR? ¿Por la EBAU? ¿Por las grandes pruebas externas? Sin duda, hay que hacerlo. Y el contenido de este texto pretende ser una pequeña contribución para mostrar la necesidad de cambiar esas pruebas emblemáticas. Sin embargo, quizá debamos comenzar antes, aboliendo los exámenes desde los niveles más básicos. En la educación primaria, en la secundaria y también en la universitaria. Creando las condiciones para que vaya floreciendo una cultura abolicionista que abra nuevos caminos en los que la formación sea más importante que la evaluación y las matemáticas no se utilicen como coartada para generar ilusiones algorítmicas al servicio de la tiranía del mérito y la supuesta igualdad de oportunidades que tan acertadamente denuncian Sandel (2020) y Rendueles (2020).
Porque otra educación es posible y también son posibles otras formas de evaluación más valiosas. Para saberlo conviene escuchar a los maestros. A Miguel de Unamuno y a Emilio Lledó. Y superar de una vez el asignaturismo que todavía está tan presente en nuestros sistemas educativos, en sus culturas docentes y en sus formas de evaluación. Porque de lo que se trata no es de seguir haciendo muchos exámenes, sino de apostar por nuevos fines educativos distintos de la meritocracia. Unos fines que no confundan el valor con el precio ni nos sigan hechizando con la falsa objetividad de las ilusiones algorítmicas.
“Todos los años, desde que soy catedrático, me dejan los exámenes en el alma estela de pesar y de desconfianza, dejo de amargura. ¿Es ésta la juventud que hacemos? —me digo— ¡Jóvenes sin juventud alguna! ¡Forzados de la ciencia oficial! El espectáculo es deprimente. Un año con otro he contribuido a licenciar en Filosofía y Letras una decena bien cumplida de estudiantes. Y ¡vaya unos filósofos y unos literatos que por ahí nos salen! Bola número quince... ¡Terencio! ¿Dónde nació Terencio? Recíteme usted su cédula de vecindad, sus ires y venires, los títulos de sus obras, el argumento de alguna de ellas y el juicio que le merece al autor del manualete. Y Terencio resulta así un nombre, algo muerto y enterrado, un Fulano de gacetilla. ¡Excelente sistema para matar el apetito de aprender! El saber no ocupa lugar. Esta maldita fórmula ha encubierto estragos. Sí, el saber ocupa lugar, ¡vaya si lo ocupa! Y cuando menos, nadie pondrá en duda que el aprender ocupa tiempo, y que éste es irrevertible; se va para nunca jamás volver...”(Miguel de Unamuno, 1899)
“Proyectados hacia esos períodos febriles que, en junio o septiembre, angustian a nuestros estudiantes, nada más inútil que ese saber memorístico, manualesco, convertido en fórmulas que sólo sirven para pasar la disparatada liturgia examinadora. Una juventud filtrada a lo largo de los cinco cursos de universidad y de los diez o doce de enseñanza primaria y media acaba maltratando su mente, sus ilusiones y pensando que el apasionante mundo del saber y de la ciencia es ese horroroso organismo de mediocridad, falso pragmatismo e ignorancia que, como es manifiesto, ha frustrado durante siglos nuestras mejores posibilidades intelectuales.”
(Emilio Lledó, 1982)
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Notas