Las matizaciones del principio dispositivo y los poderes del juez en los procesos colectivos
Limitations of the dispositive principle and powers of the judge in collective proceedings
Las matizaciones del principio dispositivo y los poderes del juez en los procesos colectivos
Prisma Jurídico, vol. 17, núm. 2, pp. 377-409, 2018
Universidade Nove de Julho

Recepción: 30 Agosto 2018
Aprobación: 17 Octubre 2018
Resumen: En este trabajo se analizan la necesidad de limitar el principio dispositivo, que rige con fuerza en el proceso civil español, para tutelar de forma efectiva los derechos colectivos o de grupo. Para ello se confrontan dos regulaciones, la contenida en la Ley de enjuiciamiento civil española, carente de un auténtico sistema de acciones colectivas, y la contenida en el Código Modelo de procesos colectivos para Iberoamérica que, consciente de las especificidades de la tutela colectiva, configura un auténtico sistema de tutela judicial colectiva efectiva.
Palabras clave: Tutela colectiva, Acciones de clase, Principio dispositivo.
Abstract: This paper analyzes the need to limit the dispositive principle, which rules strongly in Spanish civil proceedings, to effectively protect collective or group rights. To this end, two regulations are confronted: that contained in the Spanish Civil Procedure Act, lacking a genuine system of collective actions, and that contained in the Model Code of Collective Procedures for Ibero-America, which is aware of the specificities of collective actions, and contains a real system of effective collective judicial protection.
Keywords: Collective judicial protection, Class actions, Dispositive principle.
1 Introducción
A diferencia de otros países, en los que se ha regulado un sistema completo de acciones colectivas, en España, el legislador se ha conformado con introducir una decena de preceptos a lo largo del articulado de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de enjuiciamiento civil (en adelante LECiv), en los que se trata de dar respuesta a cuestiones concretas, tales como la legitimación, la determinación de los miembros del grupo o los efectos de la cosa juzgada, entre otras.
Estas soluciones, parciales y fragmentarias, se insertan en el texto de la LECiv, concebido únicamente para procesos individuales, desconociendo, por lo tanto que, tal y como señala la Exposición de Motivos del Código Modelo de procesos colectivos para Iberoamérica (en adelante Código Modelo)1, el proceso tradicional no se adecua a la defensa de los derechos e intereses transindividuales.
Pues bien, lo que se pretende poner de manifiesto en este trabajo es que ciertos principios procesales clásicos y, más concretamente, alguno de los principios que informan la justicia civil, no resultan aplicables a la tutela colectiva. Por eso, es urgente que la LECiv establezca un verdadero sistema de acciones colectivas, sin que la regulación fragmentaria de algunas problemáticas concretas, de entre las muchas que plantean estas acciones, pueda insertarse sin más en un sistema procesal civil tradicional, absolutamente ajeno a las necesidades de la tutela colectiva.
Como señala VÁZQUEZ SOTELO “las categorías del proceso colectivo suponen una verdadera subversión en los conceptos e instituciones fundamentales del proceso civil de litigios individuales”2, alcanzando esta revolución, como se tratará de explicar, incluso, a los principios informadores del proceso civil más indiscutiblemente aceptados por la doctrina y más rigurosamente implantados en la legislación.
2 Los derechos de grupo: pluriindividuales y supraindividuales
La amplia disparidad terminológica que se da en el ámbito de los derechos colectivos impide recoger, de forma exhaustiva, las distintas posturas doctrinales en este trabajo. Ahora bien, a efectos de poder avanzar en la exposición, es necesario aclarar la terminología que se empleará. Así pues, siguiendo en este punto a BUJOSA VADELL, en las siguientes líneas, se usará el término “intereses de grupo”, para hacer referencia a los distintos tipos de intereses con trascendencia colectiva, tanto si en el fondo suponen verdaderas posiciones individuales necesitadas de protección supraindividual, como si implican relaciones más difuminadas entre el miembro del grupo y el bien jurídico indivisible3.
Dentro de los intereses de grupo, se distinguirán los intereses individuales homogéneos o pluriindividuales de los denominados supraindividuales. Los primeros, son aquellos derechos subjetivos individuales, provenientes de un origen común, normalmente un mismo hecho dañoso o conducta ilícita, caracterizados por ser divisibles y susceptibles de apropiación individual. Frente a estos, los supraindividuales, son derechos de naturaleza indivisible, que pertenecen a un grupo, categoría o clase de personas, sin que, por su propia naturaleza, puedan ser objeto de apropiación exclusiva por ninguno de los miembros de tal grupo, categoría o clase, de tal forma que, respecto de estos el individuo sería únicamente titular mediato, siendo el titular directo la colectividad4.
Un ejemplo de derechos pluriindividuales se daría en el caso de que se hubiera comercializado un determinado alimento en mal estado, que hubiese provocado daños en la salud de un conjunto más o menos determinado de individuos, siendo la salud de cada particular un derecho propio e individual, mientras que el medio ambiente, los derechos generales de los consumidores o la no discriminación por razón de sexo, serían derechos supraindividuales, en tanto que indivisibles y no susceptibles de apropiación individual.
Pues bien, a los efectos que aquí interesan, cabe señalar que la irrupción de estos intereses de grupo, y su consolidación como auténticos derechos, conduce a la superación del concepto de derecho subjetivo, concebido, en términos generales, como poder jurídico del individuo5, o como facultad del sujeto concedida por una norma6 y destinada a satisfacer intereses propios7. Y, al mismo tiempo, como consecuencia de la consolidación de estos derechos, surge la necesidad de dotarlos de protección en el ámbito jurisdiccional, lo que demanda una regulación procesal adecuada de las acciones colectivas.
3 Las características de las acciones colectivas
Tal y como señala GASCÓN INCHAUSTI, “la concreta configuración legal de las acciones colectivas como herramientas para la tutela de derechos e intereses plurales varía […] de un ordenamiento a otro, pero presentan como rasgo común que ofrecen la posibilidad de resolver en un solo proceso y con una sola sentencia un conflicto que afecta a los derechos o intereses de una colectividad o de una pluralidad homogénea de sujetos, sin necesidad de que todos ellos participen activamente en ese proceso, pero previendo que todos ellos puedan beneficiarse, en su caso, de los efectos de una resolución favorable”8.
De la precedente definición cabe extraer que, una de las principales características de una acción colectiva radica en la legitimación extraordinaria, por sustitución, que se atribuye, por disposición legal, a ciertas personas u organizaciones para actuar en el proceso, afectando, con su conducción procesal, a un grupo o colectivo, más o menos determinado. Esto es así, al menos en relación con los intereses pluriindividuales o individuales homogéneos, cuando, por disposición legal, se legitima a determinadas asociaciones o entidades para actuar procesalmente en nombre del grupo. Por el contrario, cuando se trata de intereses supraindividuales, hay quien sostiene que se trataría de una legitimación ordinaria sui generis, actuando la entidad legitimada como gestora autónoma del interés colectivo9.
A propósito del tema de la legitimación en las acciones colectivas, se hace preciso distinguir el modelo alemán de la Verbandsklage del modelo propio de las class actions americanas10. El modelo alemán se caracteriza por la legitimación atribuida a determinadas asociaciones autorizadas a tal fin por el Estado, mientras que, en el modelo de class actions, los legitimados para actuar en nombre de la clase son los particulares, esto es, un individuo o un grupo de individuos, que deben de pertenecer a la clase y sostener pretensiones propias coincidentes con las de la clase (tipicality), además de ser considerados por el juez aptos para desarrollar una representación y defensa adecuada de los intereses de todos los miembros de la clase (adequacy of representation).
El tema de la legitimación es realmente complejo y, en el panorama comparado existen regulaciones muy heterogénea11. Pero cabe señalar que lo verdaderamente específico y común a las acciones colectivas es que quien actúa procesalmente como demandante no es titular del derecho en liza o, al menos, no es titular exclusivo del mismo.
Derivado de lo anterior, aparece la segunda principal característica de las acciones colectivas, que se encuentra en la posible extensión subjetiva de los efectos de la resolución que ponga fin al proceso colectivo a todos los miembros del grupo o clase, independientemente de que hayan intervenido en el proceso o no. Aquí radica la gran potencialidad de las acciones colectivas, en tanto que instrumentos útiles para resolver, en un mismo proceso y a través de una única resolución, un conflicto de ámbito subjetivo amplio, evitando la multiplicación de litigios basados en los mismos hechos.
Así pues, las acciones colectivas se caracterizan por la extensión a terceros de los efectos de la resolución que ponga fin al proceso, vinculando a aquellos sujetos que, encontrándose en un situación jurídico-material idéntica o análoga a la de las partes procesales, hayan manifestado su voluntad de vincularse al proceso colectivo, cuando se trate de un sistema opt-in, o no hayan manifestado expresamente su voluntad de quedar excluidos de los resultados del proceso, cuando se establezca un sistema opt-out12.
4 Los principios que informan los procesos colectivos
Llegados a este punto, cabe plantearse lo que constituye el objeto principal de este trabajo, esto es, si las especificidades de la tutela colectiva, justifican la erosión de los principios que informan el proceso civil y, concretamente, si demandan la atribución de especiales poderes al juez. En este sentido, la experiencia comparada muestra que, incluso en procesos civiles considerados “liberales”, como podría ser el estadounidense, en las acciones colectivas, se justifica atribuir al juez amplios poderes de control sobre la actuación de las partes13. Estos poderes, no se limitan, como podría pensarse, a la dirección formal e impulso del proceso, sino que se extienden a la iniciativa probatoria e, incluso, a la determinación del objeto del proceso, facultades tradicionalmente atribuidas a las partes.
El tema de los poderes del juez civil es un asunto fuertemente ideologizado. Los defensores de la publicización del proceso civil, esto es, de la atribución de ciertos poderes al juez en la dirección material del proceso y, concretamente, en materia de prueba, señalan que los defensores de la privatización del proceso defienden un sistema “ultraliberal”14. Por su parte, estos últimos, también introducen en el debate fundamentos puramente ideológicos, tachando a los primeros de autoritarios o fascistas15.
Ahora bien, tal y como advierte BONET NAVARRO16, aunque puedan legítimamente mantenerse opiniones con base ideológica, es conveniente tratar de abordar la cuestión de los poderes del juez desde postulados técnicos, atendiendo a las ventajas e inconvenientes que ofrece cada posición desde el punto de vista de obtener una tutela judicial de mayor calidad y una protección superior de los derechos de las personas.
En las siguientes líneas, se tratará de determinar por qué motivo y en qué medida los principios clásicos de los procesos civiles denominados “liberales” se ven erosionados en los procesos colectivos. Y si, efectivamente, razones técnicas de mayor calidad de la justicia y mejor protección de los derechos de los justiciables, justifican estas matizaciones.
Así pues, a continuación se analizará la vigencia de ciertos principios procesales fundamentales, como el de igualdad de armas, de audiencia y contradicción, para ver cómo actúan en el proceso colectivo y si admiten alguna matización, dadas las especificidades de estos procesos. Posteriormente, se centrará el análisis en el principio dispositivo, para ver si tiene efectiva aplicación a estos procesos o si, por el contrario, la dimensión social de los mismos, conduce a desnaturalizarlo.
Con evidente ánimo de prejuzgar, cabe poner de relieve, ya en este instante que, mientras algunos de estos principios, concretamente, el de igualdad de armas y el de audiencia o contradicción, son principios estructurales del proceso17, esencialmente irrenunciables, dada su vinculación con el derecho de defensa, por el contrario, el principio dispositivo, respetando ciertos límites derivados de la posición institucional que corresponde al juzgador y de los derechos fundamentales de las partes, no siempre tiene un carácter necesario, sino que más bien responde a una opción legislativa, a veces técnico-jurídica, a veces de carácter más bien político, pero, en cualquier caso, susceptible de matices y excepciones.
4.1 Los principios jurídico-naturales de igualdad de armas, audiencia y contradicción
El principio de igualdad de armas demanda una razonable igualdad de posibilidades en el ejercicio de la acción y la defensa18. Por lo tanto, más allá del hecho de que las acciones colectivas puedan servir, en ocasiones, como instrumento para superar barreras u obstáculos a la igualdad real o material entre las partes, lo que determinará el escrupuloso respeto a este ineludible principio procesal es que, a lo largo del proceso, demandante y demandado tengan análogas posibilidades de alegación, prueba e impugnación.
Por lo tanto, es preciso advertir, desde este momento inicial, que los mayores poderes que creo que debieran atribuirse al juez en las acciones colectivas, por los motivos que luego se dirán, encuentran como límite infranqueable, por un lado, la imparcialidad del juzgador y, por otro, el respeto a la igualdad formal entre las partes procesales19.
Por su parte, el principio de contradicción alude al hecho de que el proceso tiene una construcción dialéctica y en el debate judicial las dos partes deben ser oídas20. En los procesos colectivos ocurre que, si se centra el análisis en las partes formales, esto es, en quien actúa en calidad de demandante y quien resulta demandado, no parece que tales máximas sufran erosión alguna. Tanto el demandante como el demandado tendrán la posibilidad de ser oídos en el proceso, con oportunidades análogas para contradecir las alegaciones y pruebas que se presenten de contrario, de tal forma que la sentencia que llegue a dictarse sea el resultado de ese debate contradictorio, desarrollado en condiciones de igualdad.
Ahora bien, si se toma en consideración que el resultado del proceso colectivo afectará a terceros que no han intervenido en el mismo, entonces hay que asumir que, en estos procesos, los principios de audiencia y contradicción se interpretarán, necesariamente, de forma parcialmente diversa a como se entienden de ordinario en el proceso civil. En este sentido, ARMENTA DEU señala que el principio audiatur et altera pars “resulta excepcionado cuando se extiende la cosa juzgada a terceros que no participaron, no pudieron hacerlo o incluso ignoraron la existencia del repetido proceso”21. Sobre todo en sistemas opt-out, los riesgos para los principios de audiencia y contradicción no son en absoluto desdeñables.
Resulta evidente que los miembros de ese colectivo o grupo que no se personen en el proceso no serán efectivamente oídos, lo cual puede resultar problemático en el caso de intereses individuales homogéneos, en tanto que se produce una afectación directa de los derechos subjetivos de los afectados.
Esta situación es asumible siempre y cuando, a tales sujetos, se les haya ofrecido una posibilidad real y efectiva de intervenir en el proceso, en su caso, para manifestar su voluntad de desvincularse de su resultado. Y es que, en el proceso civil, al contrario de lo que sucede ordinariamente en el penal, basta con darle a la parte la oportunidad de ser oída, sin que deba serlo efectivamente. Ahora bien, si no han tenido tal posibilidad, no podrían quedar vinculados al resultado del proceso colectivo, sin perjuicio de que pueden beneficiarse de él, si así lo desean22. Así pues, cabe afirmar que un sistema de tutela colectiva en el que no se permita a los titulares individuales participar en el proceso y desvincularse de él, no sería respetuoso con el principio de audiencia y contradicción, vulnerando, por tanto, las garantías del debido proceso23.
En definitiva, no hay que olvidar que el principio de audiencia, al igual que el de igualdad de armas, es un principio de los denominados jurídico-naturales, sin los cuales no habrá un verdadero proceso, sino a lo sumo apariencia de proceso. Por consiguiente, sea cual sea el sistema de tutela colectiva por el que se opte, habrá que respetar el derecho a ser oído de todos aquellos que sostengan un interés legítimo en el resultado del proceso. Por otra parte, cualquier actuación de oficio del juzgador, ya en lo que se refiere a la dirección del proceso, debe de tener, como límite, en todo caso, el debido respeto a los principios de igualdad, contradicción y audiencia, instrumentales del más amplio e irrenunciable derecho fundamental de defensa.
4.2 El principio dispositivo
4.2.1 Razones para limitar el principio dispositivo en las acciones colectivas
En la LECiv, que se podría encuadrar en esa tendencia “ultraliberal” a la que se hizo referencia al inicio de este trabajo, el principio dispositivo se manifiesta a lo largo de todo el proceso con gran intensidad, tanto en su forma de iniciación, que depende de la libre voluntad del titular del derecho, como en su libre terminación, en cualquier momento, a través de actos tales como la renuncia, el desistimiento, el allanamiento o la transacción. Así mismo, este principio se refleja en la determinación del objeto del proceso por las partes y en las limitadas posibilidades del juzgador en la dirección material del mismo, correspondiendo a las partes el impulso procesal, la aportación de los hechos y la iniciativa probatoria, quedando limitada la apreciación de oficio por parte del juzgador a constatar la concurrencia de los presupuestos procesales y, en su caso, a decidir sobre la inadmisión de la demanda, si bien sólo en aquellos casos en que concurra alguna de las causas tasadas de inadmisión.
En contraposición, en la regulación contenida en el Código Modelo de acciones colectivas, se observa que los poderes del juez son muy amplios, desde luego más que en un proceso civil tradicional, y, correlativamente, los poderes de las partes para disponer del objeto del proceso sufren serias limitaciones24.
Si se indaga un poco más en la esencia del principio dispositivo y en las características de los intereses de grupo y de las acciones colectivas, salen a la luz las razones por las este principio sí debiera de sufrir matizaciones en los procesos colectivos.
El principio dispositivo “se apoya sobre la suposición […] de que en aquellos asuntos en los cuales sólo se dilucida un interés privado, los órganos del poder público no deben ir más allá de lo que deseen los propios particulares”, resultando que, por el contrario, en aquellos casos en que se haya comprometido un interés social, no será lícito para las partes contener la actividad de los órganos del poder público25.
Tal y como indica VÁZQUEZ SOTELO el fundamento del principio dispositivo se encuentra en la esencia misma del derecho subjetivo, que consiste en su pertenencia a un titular, siendo característico de esa relación de titularidad, precisamente, que sólo quien es titular puede deducir el derecho en juicio26. En una línea similar, sostiene MONTERO AROCA que, “en el proceso civil, el interés que la parte solicita que sea protegido o tutelado por el órgano jurisdiccional es el privado, siendo preponderante en él la autonomía de la voluntad. El titular de ese derecho es el individuo, no la sociedad y, por tanto se trata de un derecho o interés disponible”27.
Sin embargo, no cabe desconocer que, a día de hoy, junto con el derecho subjetivo, de carácter estrictamente privado, han ido surgiendo otros derechos o intereses de grupo, de naturaleza supraindividual, cuyas características los sitúan a medio camino entre el interés público y el privado, presentando su reconocimiento y tutela jurisdiccional una clara dimensión social28. La difuminación de las fronteras entre lo público y lo privado, que se produce al tratar de indagar en la naturaleza de estos derechos29, inevitablemente, va a tener consecuencias en su forma de tutela.
Así pues, la primera justificación para las matizaciones que sufre el, tantas veces, referido principio dispositivo en los procesos colectivos, radica en el hecho de que, en las acciones colectivas, están en juego intereses semipúblicos. En este sentido, sostiene ARMENTA DEU que “las acciones colectivas constituyen el paradigma de una tendencia en la que la aparición de intereses no exclusivamente privados explica y justifica la creciente intervención del juez en el proceso civil”30. Por su parte, BUJOSA VADELL señala que los derechos e intereses de grupo se posicionan entre los estrictamente individuales y los públicos o generales, cuestionándose si la relevancia colectiva de tales intereses va a alterar la dicotomía entre los principios de necesidad y oportunidad, situándonos en una especie de procesos civiles inquisitorios o necesarios31.
La especial situación de estos derechos se pone de manifiesto, paradigmáticamente, en el Código Modelo iberoamericano, cuando dispone que el primer requisito que deberá valorar el juez para admitir a trámite una acción colectiva, es la relevancia social de la tutela invocada, midiéndose tal preeminencia en función de la naturaleza del bien jurídico afectado, de las características de la lesión o del elevado número de personas perjudicadas (art. 2º II).
La relevancia social de los bienes en juego se aprecia, no solo en el caso de intereses supraindividuales, en los que parece más evidente, dada su mayor cercanía con los intereses generales, sino también cuando se daña una multiplicidad de derechos individuales homogéneos. Así, por ejemplo, esta relevancia social, se aprecia claramente cuando se pide el cese de una actuación empresarial que incumple una determinada normativa medioambiental –siendo el medioambiente un interés típicamente supraindividual-. Pero también cuando se pretende la nulidad de las cláusulas limitativas de la variabilidad de los intereses contenidas en los contratos de hipoteca, por ser tales cláusulas consideradas abusivas, solicitando, además, la condena al pago de las cantidades cobradas indebidamente al cliente –siendo las pretensiones de nulidad y cobro, intereses individuales homogéneos-.
En el caso del medioambiente, el valor intrínseco del bien, la necesidad de institucionalizar su defensa y su relación con otros bienes o derechos fundamentales e irrenunciables, como puede ser la salud, ponen claramente de manifiesto su relevancia o preeminencia para la sociedad. Pero también en el segundo supuesto, relativo a una mala práctica comercial, aunque la afectación sea meramente patrimonial, existe esa relevancia social, en tanto que, en este caso, la tutela colectiva permite o facilita el acceso a la justicia de los miembros del grupo perjudicado, evita la multiplicación de demandas por hechos idénticos o análogos, con el evidente riesgo de que se dicten sentencias contradictorias y, al mismo tiempo, despliega un efecto socio-preventivo, tendente a prevenir que, en el futuro, la conducta ilícita o abusiva se repita.
La segunda razón clave para justificar las matizaciones al principio dispositivo en los procesos colectivos radica, no ya en la naturaleza o la relevancia social de los bienes o derechos objeto del proceso, sino en los efectos que del mismo se derivan. Dado que la resolución que pone fin a un proceso colectivo puede vincular a sujetos que no han sido parte en dicho juicio, se hace necesario establecer mecanismos que sirvan para velar por los intereses de esos terceros, de tal forma que su derecho de defensa se salvaguarde, como exigen las garantías del debido proceso y, más concretamente, los principios de audiencia y contradicción.
Es necesario establecer controles efectivos para que el demandante no actúe procesalmente de forma que perjudique los intereses de esos terceros, ya de mala fe, ya por negligencia. En este sentido, si se considera que los legitimados para ejercitar la acción colectiva, normalmente, no cuentan con el mandato ni la autorización de aquellos terceros que, posiblemente, quedarán vinculados por el resultado del proceso, parece que el control judicial deviene imprescindible para garantizar, no sólo el debido respeto a los derechos procesales de los sujetos ausentes, sino también la integridad de sus derechos materiales.
Ahora bien, esta necesidad de proteger a los ausentes, tiene que ser entendida con cautela a la hora de justificar mayores poderes del juez civil, en tanto en cuanto, no cabe olvidar que tales sujetos ausentes, aun sin ser formalmente partes, son interesados en el litigio, y el juez debe mantener, también respecto de ellos, la necesaria imparcialidad, de tal forma que, tal y como señala BUJOSA VADELL, no deje de ser juez, para pasar a convertirse en abogado de los miembros ausentes de la clase, lo cual resultaría inadmisible32.
En definitiva, los motivos que subyacen a las restricciones que sufre el principio dispositivo en los procesos colectivos se vinculan, por un lado, a la intrínseca indisponibilidad de algunos de los derechos o intereses que conforman su objeto y, por otro, al hecho de que en estos procesos se ventilen derechos de terceros. Tanto la naturaleza transindividual de los derechos e intereses en juego, como la extensión de los efectos del proceso a terceros son dos cuestiones esenciales de la tutela colectiva, que no deben perderse de vista a la hora de analizar en qué se traduce la tantas veces repetida limitación del dispositivo.
Pues bien, una vez justificada la necesidad de matizar el principio dispositivo en las acciones colectivas, es preciso determinar en qué se traduce, concretamente, esta erosión a la libre disposición del objeto del proceso por las partes.
4.2.2 Las limitaciones del principio dispositivo en las acciones colectivas y los poderes del juez civil
4.2.2.1 La iniciativa para litigar
Según VÁZQUEZ SOTELO el principio dispositivo en sentido propio se funda en que los derechos e intereses legítimos de los particulares […], como derivados del Derecho privado, tienen cada uno de ellos un titular, que es el único que puede solicitar la tutela judicial a través del proceso33. En la misma línea, afirma PÉREZ-CRUZ MARTÍN que “el principio dispositivo […] viene referido a la disponibilidad que los litigantes tienen sobre el interés privado y sobre la conveniencia o no de acudir al órgano jurisdiccional pretendiendo su satisfacción”34.
Pues bien, en las acciones colectivas, se observa, primeramente, que la iniciativa de litigar ya no se residencia, o al menos no exclusivamente, en manos del titular del derecho, sino que se legitima a otros individuos o entidades para ejercitar la acción. Se produce así, salvando las distancias, una suerte de “expropiación del conflicto”, similar a la que tiene lugar en el proceso penal, cuando se atribuye al Ministerio Fiscal el monopolio en la acusación.
Si se considera que las acciones colectivas tienen, entre otras finalidades, la de facilitar el acceso a la justicia de aquellos sujetos que, individualmente no litigarían por resultar antieconómico, resulta totalmente comprensible el establecimiento de mecanismos de legitimación extraordinaria para permitir la colectivización de la defensa de sus derechos. Sin embargo, esto no es lo habitual en el proceso civil configurado, como regla general, para la defensa de derechos propios por parte de su titular.
Ahora bien, evidentemente, tal y como apunta BUJOSA VADELL, las limitaciones del principio dispositivo en las acciones colectivas, en ningún caso, pueden llegar a suponer la aplicación del principio de oficialidad, en el sentido de que sea el propio juez el que, de oficio, inicie el proceso35. Esto no es admisible, ni siquiera, en el proceso penal, regido por el principio de oficialidad, ya que, aunque en este se permite, en ciertos casos, la iniciación del proceso de oficio al juez instructor (arts. 303 y 308 LECrim), este vestigio del antiguo proceso penal inquisitivo, sólo se justifica si se considera que existe una clara y tajante separación entre el juez que instruye y el que juzga36. Por lo tanto, la iniciación del proceso civil de oficio sería inadmisible, incluso en los procesos colectivos, dado que no existe, al menos en España, una previa fase de instrucción de la que conozca un juez distinto del que fallará el asunto.
Lo que sí puede resultar admisible, tal y como sostiene GUASP DELGADO, tras reafirmar la vigencia general del principio nemo iudex sine actore, es que, cuando surge, en el proceso civil, un interés supraindividual, cuya satisfacción interesa al Estado, es posible velar por él, mediante la atribución de funciones de protección a un órgano oficial, distinto del juez que, en nuestro derecho, vendría a ser, siempre según el citado autor, el Ministerio Fiscal37. Pues bien, esto es precisamente lo que ha venido a hacer la Ley 3/2014, de 27 de marzo, al introducir un apartado 5º en el art. 11 LECiv que reconoce, así mismo, la legitimación del Ministerio Fiscal para ejercitar cualquier acción en defensa de los intereses de los consumidores y usuarios38.
Por su parte, el Código Modelo contempla que, ante el desistimiento o la pérdida de legitimidad por parte del demandante, el juez pueda dirigirse al Ministerio Fiscal o a otros legitimados para que sostengan la acción (art. 3º párr. 4º). Esto recuerda, salvando las distancias, a la búsqueda de acusadores particulares que realiza el juez de instrucción, cuando el Ministerio Fiscal solicita el sobreseimiento de la causa, pudiendo acordar, el juez instructor, que se haga saber la pretensión del Ministerio Fiscal a los directamente ofendidos o perjudicados conocidos, no personados, para que comparezcan a defender su acción si lo consideran oportuno o pudiendo acudir, en su caso, al superior jerárquico del Fiscal para que resuelva si procede o no sostener la acusación (art. 782.2 LECrim).
En contraste, en la LECiv nada se establece en relación con la posibilidad de que el juez proponga a otros legitimados sostener la acción, en caso de que el demandante inicial no se muestre diligente en su tarea de conducción del proceso. Esta situación resulta, si cabe, más preocupante si se considera que, en la regulación española, al contrario de lo que dispone el Código Modelo, la cosa juzgada material de las acciones de grupo se extiende a terceros, aun cuando la sentencia sea desestimatoria de las pretensiones del actor (art. 222.1 y 3 LECiv), por ejemplo, por falta de pruebas o por un planteamiento erróneo de la demanda.
4.2.2.2 El control sobre la legitimación del demandante
La LECiv distingue, a efectos de legitimación, entre acciones para la defensa de intereses colectivos y difusos. Los colectivos, en terminología legal, serían aquellos en los que los perjudicados por un hecho dañoso sean un grupo de consumidores o usuarios determinados o fácilmente determinables, en cuyo caso la legitimación para pretender su tutela correspondería a las asociaciones de consumidores y usuarios, a las entidades legalmente constituidas que tengan por objeto la defensa o protección de éstos, así como al propio grupo de afectados, siempre que se constituya con la mayoría de sus miembros (arts. 11.2 y 6. 7º). Por el contrario, en el caso de las acciones en defensa de intereses difusos, es decir, siendo los perjudicados por un hecho dañoso una pluralidad de consumidores o usuarios indeterminada o de difícil determinación, la legitimación para demandar en juicio correspondería exclusivamente a las asociaciones de consumidores y usuarios que, conforme a la Ley, fuesen consideradas representativas (art. 11.3)39.
Únicamente para el ejercicio de las acciones de cesación, al criterio formal de encontrarse incluida la entidad en el listado que, a tal fin, se publica en el Diario Oficial de la Unión Europea, se añade la posibilidad del juez de examinar si la finalidad de la entidad y los intereses afectados “legitiman el ejercicio de la acción” (art. 11.4 II LECiv). Esta especial atribución al juez, que le permite considerar, desde una perspectiva casuística si, atendiendo al objeto del proceso y a los fines declarados de la entidad demandante, esta se encuentra legitimada para ejercer la acción, es loable, aunque de ámbito absolutamente insuficiente. Piénsese que esta valoración judicial sólo se permite en las acciones de cesación, quedando vedada en el resto de acciones colectivas, y además cierra al juzgador la posibilidad de valorar otros criterios, que podrían ser mucho más relevantes que los fines recogidos en el estatuto de la entidad demandante, tales como su experiencia en el ejercicio de acciones colectivas, los recursos económicos con que cuente para conducir adecuadamente el proceso o sus antecedentes, ya en sede judicial, ya extrajudiciales, en la defensa de intereses análogos a los que sean objeto del proceso en cuestión.
Cuando, como ocurre en España, la legitimación para interponer una demandan colectiva se atribuye por ley a determinadas entidades, exigiéndoles estar inscritas en un determinado registro o tener un concreto fin social, se sustrae al juzgador la facultad de valorar si, en el caso concreto, el demandante es idóneo para conducir el proceso y defender los intereses del grupo40. La valoración de la representatividad del demandante, cuando es realizada por el legislador o por un órgano administrativo, se desvincula de la casuística del conflicto, adquiriendo un carácter formal y estático.
Si se compara la regulación española con la del Código Modelo, lo primero que se observa es que la legitimación en este último es mucho más amplia, ya que incluye entidades públicas y privadas, organismos públicos, partidos políticos y sindicatos, así como a los particulares41. Pues bien, quizás por coherencia con la opción de dar entrada a los particulares, el Código Modelo otorga al juez amplias facultades de control para valorar la representatividad del demandante, siendo uno de los requisitos para admitir la demanda colectiva, la adecuada representatividad del legitimado (art. 2º I).
En el Código Modelo, la exigencia de adecuada representatividad se hace depender, entre otros extremos, de su credibilidad, capacidad, prestigio y experiencia, de sus antecedentes en la defensa de los intereses en liza en sede judicial y extrajudicial, de su conducta en anteriores procesos colectivos, de la coincidencia de sus intereses con los del grupo o clase, así como, en su caso, del tiempo que lleva constituida como tal la entidad demandante y, en fin, de su representatividad respecto del grupo (cfr. art. 2º párr. 2º). Este listado, que no se configura como numerus clausus, incluye factores tan amplios y heterogéneos que, ineludiblemente, demandan, para su aplicación, de la valoración discrecional del juez, al que se otorga, en concordancia con la transindividualidad y relevancia de los intereses en liza, amplios poderes de decisión.
Además, el Código dispone, que el juez podrá analizar la representatividad del legitimado en cualquier tiempo y grado del procedimiento, sin necesidad de petición de parte (art. 2º párr. 3º). Se rompe así con el principio de perpetautio legitimationis, optándose por favorecer una representatividad real, verificada por el juez a lo largo del proceso, frente a una legitimación meramente formal.
Por el contrario, en España, sigue rigiendo la regla general de perpetuación de la legitimación, como un efecto más de la litispendencia, que se produce desde la interposición de la demanda, una vez que esta es admitida (art. 410 LECiv). Las facultades del juez, también en este punto, son excesivamente limitadas.
En definitiva, en el Código Modelo se observa que el juez ostenta el poder-deber de valorar casuísticamente si quien se erige en representante de la clase es el adecuado para hacer valer procesalmente sus intereses, estando especialmente atento a detectar y prevenir conflictos de intereses, fraudes o actuaciones perjudiciales para los miembros ausentes del grupo.
Pues bien, la referida solución legal del Código Modelo resulta adecuada en las acciones colectivas, toda vez que, como se señaló ut supra, el demandante tiene la capacidad de vincular, con su actuación procesal, a terceros, que no son parte en el proceso y que, en ocasiones, ni siquiera han tenido un conocimiento efectivo de la pendencia del mismo. Por este motivo, la actuación de ese demandante puede y debe de ser controlada por el juez para impedir abusos y, en definitiva, para asegurar una adecuada defensa y representación de los intereses de todos los miembros de la clase, y particularmente de los ausentes, esto es, de aquellos que no están personados individualmente en el proceso. En este sentido, cabe afirmar que la fuerza de cosa juzgada frente a terceros presupone una adecuada representación en el proceso de los intereses de esos terceros, so pena de vulnerar su derecho de defensa y, por lo tanto, una de las garantías básicas del debido proceso legal42.
4.2.2.3 El control sobre la admisibilidad de la demanda
Otro momento clave de las acciones colectivas, en el que los poderes del juez deberían verse reforzados, es el de la admisión o inadmisión de la demanda. Así pues, al analizar el Derecho extranjero, se observa que, normalmente, el juez goza de amplios poderes discrecionales a la hora de decidir sobre la admisibilidad de la demanda como forma de iniciar un proceso colectivo43.
Concretamente, el art. 2 del Código Modelo señala como requisitos de la demanda colectiva la adecuada representatividad del legitimado y la relevancia social de la tutela que se pide. Pues bien, para valorar estos extremos, el Código Modelo establece una serie de criterios que, irremediablemente, precisan de una actividad de valoración discrecional por parte del juzgador para ser dotados de contenido. Bien entendido esto, en el sentido, apuntado por VÁZQUEZ SOTELO, de que la libertad judicial ni es discrecionalidad o libre albedrío ni entraña en ningún caso desvinculación de los principios superiores del ordenamiento, sino que el Tribunal debe actuar siguiendo la prudentia iuris en función de las circunstancias y pruebas que concurran en el caso44.
Así pues, la relevancia social dependerá de la naturaleza del bien jurídico lesionado, de las características de la lesión o del elevado número de personas perjudicadas (art. 2º II Código Modelo). No establece el Código cuál ha de ser concretamente esa naturaleza, más allá de que deba tratarse de intereses individuales homogéneos o supraindividuales, tampoco se indica qué características de la lesión han de observarse –gravedad, extensión de los efectos, urgencia de la cesación en la producción del daño o de la reparación…- ni se establecen referencias numéricas sobre lo que ha de considerarse un número elevado de perjudicados. Cabe afirmar, por lo tanto, que en aplicación de estas normas, las facultades valorativas y decisorias del juez son bastante amplias.
A mayor abundamiento, en el caso de que el litigio verse sobre intereses individuales homogéneos, se exige al juez valorar ad limine litis, en tanto que condición de admisibilidad, el predominio de las cuestiones comunes sobre las individuales, así como la utilidad de la tutela colectiva en el caso concreto (art. 2º párr. 1º Código Modelo). Así pues, los redactores del Código, conscientes de que en este caso, al referirse el proceso a derechos individuales, existe la alternativa de su tutela independiente por cada titular, atribuyen al juez el poder de determinar si la tutela colectiva, en el caso concreto, resulta idónea.
Nuevamente, la relevancia de los intereses en juego, su carácter transindividual y la ausencia en el proceso de todos los interesados justifica atribuir al juez mayor poder para controlar, no sólo el cumplimiento de los presupuestos procesales y la adecuación del demandante para lograr la tutela pretendida, sino también la conveniencia de tramitar la pretensión como colectiva.
Para que el examen de admisibilidad no quede reducido a una mera verificación formal y sirva, en definitiva, para garantizar la idoneidad del proceso colectivo como forma de tutela de los intereses en liza, así como la adecuada representatividad del demandante, puede ser necesario que el órgano judicial desarrolle una cierta actividad instructora, a fin de complementar la información contenida en la demanda, verificando que concurren los requisitos de admisibilidad, sin que, ante la insuficiencia de los datos aportados por el demandante, deba procederse directamente a la inadmisión45. En este sentido, el principio pro actione abogaría por permitir al juez requerir datos y complementar aquellas informaciones necesarias para decidir sobre la admisión o inadmisión de la demanda colectiva. Se evitaría, así, hacer recaer el peso del impulso procesal de modo exclusivo en el demandante, como ocurre en un proceso acentuadamente dispositivo, donde el impulso procesal se halla confiado a las partes46.
Frente a esto, de acuerdo con la LECiv, que nada establece al respecto en relación con los procesos colectivos, en España se aplicará el principio dispositivo que, a estos efectos, y según la exposición de motivos de la norma, implica que no podrá gravarse al tribunal con el deber y la responsabilidad de decidir qué tutela, de entre todas las posibles, puede ser la que corresponde al caso, siendo el que la solicita quien tiene la carga de determinar con precisión lo que pide y el tipo de tutela que invoca. Así pues, el juez tendrá que admitir la demanda, si concurren los presupuestos para ello o, en otro caso, inadmitirla, pero no podrá realizar actuaciones de comprobación sobre la adecuación del representante para actuar como demandante en el proceso ni pronunciarse sobre si, a su parecer, la tramitación colectiva o individual, en el caso concreto, resulta más o menos conveniente para una más eficaz tutela de los derechos en liza.
Por otra parte, tal y como se indicó ut supra, en el ordenamiento jurídico español, sólo se prevé que el juez, ante el que se ejercita una acción colectiva, desarrolle un control formal sobre la legitimación de la entidad demandante, limitándose a verificar que la misma se encuentra habilitada conforme a la ley para ejercer la acción, lo que se hace depender de cuestiones tales como la finalidad que venga declarada en sus estatutos, el hallarse inscrita en un determinado registro público o el formar parte de un determinado organismo público, como es el Consejo de Consumidores y Usuarios.
En suma, cabe concluir que la ausencia de condiciones específicas para la admisión a trámite de las demandas colectivas, junto con la falta de atribuciones al juzgador para realizar un examen material sobre la representatividad real del legitimado, obliga a acudir a la regla general del proceso civil español, según la cual, las demandas sólo se inadmitirán por causas tasadas expresamente previstas en la ley (art. 403.1 LECiv). Consecuentemente, el juez tendrá que limitarse a realizar un control formal en la admisión de la demanda colectiva, lo que abre la puerta al ejercicio fraudulento de estas acciones, con graves consecuencias, tanto para los intereses en juego como para los interesados no demandantes47.
4.2.2.4 La determinación del objeto del proceso
Otra consecuencia del principio dispositivo implica que son las partes las que delimitan el objeto del proceso, tanto en su vertiente objetiva, como en su vertiente subjetiva. Este principio, junto con el de preclusión, implica que, como regla general, el objeto del proceso queda determinado en la demanda y, además, que el juez no puede pronunciarse sobre cuestiones no planteadas por las partes, ni sobre sujetos distintos a aquellos identificados como demandantes y demandados.
Si se parte de un proceso civil dispositivo, que encierra un conflicto intersubjetivo, en el que las partes son absolutamente dueñas de los derechos en liza, es lógico que sean esas partes las que fijen los términos de la contienda procesal. Pero es que, una vez más, cabe recordar, aun a riesgo de resultar reiterativa, que los procesos colectivos no encajan en tal esquema, que identifica al demandante con el titular de los derechos litigiosos, y por eso, también en la determinación del objeto procesal, se da entrada, en ocasiones, al juzgador.
Así, por ejemplo, el Código Modelo, prevé la posibilidad de que el juez pueda separar las pretensiones del demandante en procesos colectivos distintos, siempre que la separación represente economía procesal o facilite la conducción del proceso (art. 11. párr. 5º II). Con esta desconexión, acordada por el órgano judicial, se afecta, de forma directa, a la determinación del objeto procesal, en aras a mejorar la manejabilidad del litigio48.
Por el contrario, según la legislación procesal civil española, el juzgador, en virtud del principio de congruencia (art. 218.1 LECiv), viene obligado a pronunciarse sobre todo lo que se le plantee. Y, concretamente, en relación con las acciones del grupo, se dispone que si, tras el llamamiento dirigido a los miembros del grupo, se personan consumidores o usuarios determinados, la sentencia habrá de pronunciarse expresamente sobre sus pretensiones (art. 221.1. 3º LECiv).
La posibilidad de acumulación de acciones individuales a la acción colectiva pone en riesgo la efectividad de la tutela colectiva, ya que una acumulación sin control podría llegar a complicar excesivamente la tramitación del proceso, hasta convertirlo en inmanejable, sin que el juzgador, atendiendo a la regulación legal, pueda hacer nada para remediarlo. Seguramente, para impedir esto, el Código Modelo, además de permitir al juez desacumular acciones inicialmente acumuladas por el demandante, establece que, quienes intervengan en el proceso colectivo, como asistentes o coadyuvantes, no podrán discutir en el mismo sus pretensiones individuales (art. 21º párr. 3º).
Una vez más, ante la ausencia de un auténtico sistema de procesos colectivos en la regulación española, se ponen de manifiesto las rigideces y restricciones que las reglas generales del proceso civil tradicional suponen para la prestación de una efectiva tutela judicial colectiva.
Por otra parte, desde el punto de vista subjetivo, el principio dispositivo implica que la resolución que ponga fin al proceso sólo podrá referirse a quienes hayan sido parte en el mismo, en tanto que, como regla general, solo el titular del derecho que decide litigar, puede quedar vinculado por la resolución judicial que llegue a dictarse. Pues bien, en el caso de un proceso colectivo, esto no ocurre así, en tanto que la resolución que le pone fin, como se ha dicho en varias ocasiones, no siempre limita sus efectos a las partes procesales, desplegando, frecuentemente, efectos erga omnes o ultra partes49.
4.2.2.5 La iniciativa probatoria
El principio dispositivo también se manifiesta en la disponibilidad de las pruebas, en el sentido de que la iniciativa probatoria corresponde a las partes50. En este punto, resulta conveniente poner de manifiesto que, en relación con las reglas que rigen la aportación de los hechos y la iniciativa probatoria, aparece el principio de aportación de parte, enfrentado al de investigación de oficio, y en cierta medida autónomo respecto del dispositivo. Así pues, como señala VÁZQUEZ SOTELO, del principio dispositivo se puede hablar en dos sentidos muy diversos. La primera acepción hace referencia a la disposición de los propios derechos, mientras que la segunda se refiere a la disposición de la prueba51.
Pues bien, mientras que la disponibilidad del derecho material o de la pretensión se viene admitiendo sin ambages cuando se trata de derechos subjetivos privados, la disposición de la prueba es una cuestión más discutible y, de hecho, ha sido una cuestión intensamente discutida en la doctrina española, entre quienes abogan por hacer recaer en las partes la iniciativa probatoria, excluyendo absolutamente cualquier facultad judicial al respecto52, y quienes sostienen que el juez no puede quedar sujeto a aquello que las partes alegan y prueban, sin posibilidad de desligarse de esa verdad formal que le presentan53.
En cualquier caso, lo que aquí interesa destacar es que también esta segunda faceta del principio analizado, referida a la actividad probatoria, demanda matizaciones en los procesos colectivos.
Así pues, el Código Modelo directamente implanta la iniciativa probatoria de oficio, siempre con el debido respeto al contradictorio (art. 12 párr. 3º), pudiendo, además, el juzgador, suplir las deficiencias de las partes en la aportación de pruebas, cuando estas, por razones técnicas o económicas, no pudieran cumplir con las cargas probatorias que les corresponden y previéndose, específicamente, la posibilidad de requerir pericias a entidades públicas cuyo objeto estuviere ligado a la materia en debate (art. 12 párr. 1º).
Frente a esto, la LECiv, que apenas establece especialidades para las acciones colectivas en materia probatoria, sigue partiendo de la regla general según la cual la iniciativa probatoria corresponde a las partes (art. 282), limitándose a regular una tímida intervención judicial en la audiencia previa, en la cual, si el juez considera que las pruebas propuestas por las partes pudieran resultar insuficientes para el esclarecimiento de los hechos controvertidos, lo pondrá de manifiesto, indicando el hecho o hechos que, a su juicio, podrían verse afectados por tal insuficiencia probatoria (art. 429.1.III).
Nótese que el citado precepto (art. 429.1.III LECiv) recoge una mera invitación a las partes, para que suplan la carencia probatoria detectada por el Tribunal, con una velada advertencia de que, en caso de no hacerlo, se aplicarán las reglas de la carga de la prueba, en perjuicio de la parte a quien correspondería haber probado. Por otra parte, ocurre que, al preverse esta advertencia en la audiencia previa, pierde gran parte de su utilidad, en tanto que, en ese momento, el juez no puede conocer de antemano el resultado de la práctica de las pruebas, como para valorar qué hecho o hechos se verán afectados por la referida insuficiencia probatoria.
Más allá de esta “facultad de advertencia”, la LECiv sólo regula la iniciativa probatoria de oficio, con carácter excepcional y un ámbito extremadamente limitado, en las denominadas diligencias finales, a través de las cuales se permite al juez acordar la repetición de pruebas ya practicadas, en el específico supuesto de que “los actos de prueba anteriores no hubieran resultado conducentes a causa de circunstancias ya desaparecidas e independientes de la voluntad y diligencia de las partes, siempre que existan motivos fundados para creer que las nuevas actuaciones permitirán adquirir certeza sobre aquellos hechos” (art. 435.2).
Parte de la doctrina critica, a mi juicio con razón, la sustitución de las antiguas diligencias para mejor proveer reguladas en el art. 340 LEC 1881, por estas restrictivísimas diligencias finales54 que, además, por si fuera poco, se regulan única y exclusivamente, para el procedimiento ordinario, quedando excluidas del ámbito del juicio verbal, con lo que, a los efectos que aquí interesan, no podrían acordarse, por ejemplo, en un proceso en el que se ejercitase una acción de cesación para la defensa de los intereses colectivos o difusos, supuesto en el que procedería seguir los trámites del juicio verbal (art. 250.12º LECiv).
Los mismos motivos, tantas veces referidos, en cuanto a la relevancia social de los intereses en liza y la afectación de terceros no intervinientes en el proceso, conducen a postular, al menos en los procesos colectivos, la recuperación de las diligencias para mejor proveer, así como también a otorgar al juez la posibilidad de acordar de oficio la práctica de ciertas pruebas, que considere necesarias, en la propia audiencia previa, tras la proposición probatoria de las partes.
Así pues, en mi opinión, la posibilidad de designar peritos de oficio, en el marco de un proceso colectivo, debería preverse con carácter general, para permitir al juzgador entender y valorar mejor, cuestiones tales como la gravedad del daño o lesión, la relación de causalidad entre la actuación ilícita y el perjuicio causado, el montante de las indemnizaciones que correspondan a los perjudicados u otros extremos complejos que requieran de conocimientos especializados para su correcta apreciación.
Creo, además, que, en algunos casos, también podría ser admisible y conveniente que el juez pudiera, de oficio, acordar la práctica de la prueba de reconocimiento judicial, así como ordenar coactivamente la entrega de determinados documentos, ya en la audiencia previa, ya finalizado el juicio oral.
Por otra parte, en lo relativo a las reglas sobre carga de la prueba, en el sistema previsto en el Código Modelo, el juzgador decide, en cada caso, sobre la distribución de la iniciativa probatoria, en función de determinadas circunstancias relativas a la supuesta posesión de informaciones o conocimientos sobre los hechos por alguna de las partes, así como a la mayor facilidad de su demostración (art. 12º párr. 1). Se dispone, así mismo, que ante cambios en las circunstancias, el juez pueda modificar su decisión inicial sobre la distribución de las cargas probatorias (art. 12 párr. 2º), lo que amplia todavía más sus ya de por si amplias posibilidades de actuación, en lo que a la actividad probatoria se refiere55.
Por lo tanto, el Código Modelo instaura un sistema de carga probatoria dinámica56, acorde con los mayores poderes decisorios que debe ostentar el juez en estos procesos, así como con la complejidad y el dinamismo propios de las acciones colectivas, que demandan huir de las rigideces derivadas de una distribución estática de la carga probatoria. Además, a esto hay que añadir el hecho de que, en los procesos colectivos previstos en el Código Modelo, cuando la pretensión fuere rechazada por insuficiencia de pruebas, cualquier legitimado podrá intentar otra acción, con idéntico fundamento, si se valiere de nueva prueba (art. 33º)
La LEC, por su parte, en su exposición de motivos, tras alabar las bondades de las normas sobre carga probatoria para acertar en el enjuiciamiento, indica que, ello es así, sin perjuicio de que, en los casos en que esté implicado un interés público, resulte exigible que se agoten, de oficio, las posibilidades de esclarecer los hechos. Atendiendo a esta enunciación, podría pensarse que la regulación contiene en su articulado normas específicas sobre carga de la prueba para los procesos colectivos en los que, como tantas veces se ha indicado, los derechos en liza se encuentran a medio camino entre los públicos y los privados. Sin embargo, lo cierto es que la LECiv apenas contiene especialidades en este sentido.
Sólo para los procesos sobre competencia desleal y sobre publicidad ilícita, así como en aquellos en los que las alegaciones de la parte actora se fundamenten en actuaciones discriminatorias por razón del sexo, se produce una suerte de inversión de la carga probatoria, señalando que será el demandado el encargado de probar la exactitud y veracidad de las indicaciones y manifestaciones realizadas, de los datos materiales que la publicidad exprese o, en su caso, de acreditar la ausencia de discriminación o la proporcionalidad de las medidas que se señalan como discriminatorias en la demanda colectiva (arts. 217. 3 y 4 LECiv).
Para el resto de procesos colectivos, y con la salvedad de algunas especificidades previstas en la legislación sustantiva sobre los derechos de consumidores y usuarios, se aplican las normas generales sobre carga de la prueba, según las cuales, corresponde al demandante probar los hechos constitutivos de su pretensión, y al demandado los impeditivos, extintivos y excluyentes (art. 217 2 y 3 LECiv). La rigidez de estas normas, trata de flexibilizarse señalando que el tribunal deberá tener presente la disponibilidad y facilidad probatoria que corresponde a cada una de las partes del litigio (art. 217.7 LECiv), sin que, en principio, esta última regla pueda servir para invertir sistemáticamente la distribución de la carga de la prueba, sino más bien como criterio interpretativo del juzgador a la hora de dictar sentencia.
Las rigideces de las reglas sobre carga de la prueba, junto con las limitadas iniciativas probatorias que se reconocen al juez civil español, pueden provocar que la demanda colectiva sea desestimada, por no haber logrado el demandante acreditar los hechos que fundamentan su pretensión, lo que podría implicar un injusto perjuicio para los intereses supraindividuales en liza, así como para los titulares de los derechos individuales homogéneos, a los que solo les quedaría la posibilidad, en su caso, de litigar individualmente.
Pues bien, considero que no es justo dejar toda la carga de acreditación de los hechos afirmados en la demanda colectiva, exclusivamente, en manos del demandante, ni derivar de su incapacidad para probar los hechos que alega, consecuencias tan graves para los derechos e intereses en litigio de los que, cabe recordar, el demandante no es titular exclusivo. Así pues, en definitiva, debemos de convenir con BUJOSA VADELL que, si la materia del juicio trasciende el interés de las partes, está justificado el fortalecimiento de la posición del juez en la actividad probatoria57.
Ahora bien, las facultades judiciales que prevé el Código Modelo en relación con la prueba, y cuya adopción se propugna para la regulación de un futuro proceso colectivo en España, han de respetar ciertos límites. En primer lugar, es necesario que la distribución de la carga de la prueba que, en su caso determine el juzgador, se funde en indicios razonables y objetivos para determinar la facilidad probatoria o los conocimientos que se le presumen a cada parte. En segundo lugar, hay que observar el principio estructural de igualdad de armas, de tal forma que la intervención judicial no incline la balanza en favor de una parte, dándole más oportunidades de alegar y probar que a la contraria. En tercer lugar, como exigencia del proceso con todas las garantías, es necesario que cualquier elemento de convicción sea sometido al tamiz de la contradicción, respetando escrupulosamente el derecho defensa del demandado. Y, por supuesto, hay que preservar la imparcialidad del juzgador, que no puede actuar como investigador, introduciendo nuevos hechos en el proceso, ni como parte siquiera para defender la posición considerada débil58.
4.2.2.6 La terminación anormal del proceso
Por último, cabe señalar que, en un proceso informado por el principio dispositivo, las partes son enteramente dueñas, tanto de trasladar su conflicto al proceso, como de provocar, dentro de él, su finalización anormal, esto es, su terminación previa al dictado de la sentencia judicial59. Esto ocurre así, en tanto en cuanto, el proceso encierra un conflicto intersubjetivo, cuya titularidad corresponde exclusivamente a las partes60.
Sin embargo, en los procesos colectivos, la dimensión social de los intereses en juego, vinculada a la intrínseca indisponibilidad de los derechos supraindividuales o no susceptibles de apropiación individual, así como a la falta de coincidencia plena entre quien litiga y quien es titular del derecho, cuando de intereses pluriindividuales se trata, justifica que las posibilidades de las partes para poner fin al proceso libremente, sin que se haya producido un auténtico juicio jurisdiccional, se vean limitadas.
De hecho, si se acude al Derecho comparado, se observa que, en los supuestos en que las normas reguladoras de las acciones colectivas prevén alguna posibilidad de terminación anormal del proceso, existe una generalizada preocupación porque los actos de disposición de las partes en este sentido, sean debidamente controlados por el juez61. Así ocurre, por ejemplo, en la regulación de las class actions americanas o en el sistema de acciones colectivas previsto en el ordenamiento jurídico brasileño o en el de los Países Bajos, entre otros.
En España, la falta de sistema y de sistemática, en lo que a la regulación de las acciones colectivas se refiere, se manifiesta, en este punto, en una absoluta falta de regulación. Así pues, la LECiv no prevé nada sobre las posibilidades que las partes del proceso colectivo tienen de renunciar, allanarse, desistir o transigir.
Ante esta laguna legal existen dos opciones. La primera pasaría por entender que, a los procesos colectivos, se aplican las normas de los procesos especiales sobre capacidad, filiación, matrimonio y menores, cuyo objeto se considera indisponible, y en los que, expresamente, se priva de efectos a los actos de renuncia, allanamiento o transacción (art. 751.1 LECiv). La segunda posibilidad consistiría, contrariamente, en realizar un esfuerzo hermenéutico para, aplicando las normas generales de la LECiv en esta materia, llegar a soluciones razonables y garantistas, adaptadas a las especificidades de la tutela colectiva, que permitiesen, por ejemplo, alcanzar acuerdos entre las partes para poner fin al litigio.
El tema es tan interesante como complejo, por lo que no es posible analizarlo de modo exhaustivo en este trabajo. Basta con señalar aquí, que la posibilidad de llegar a acuerdos en el proceso colectivo, con una regulación adecuada, que establezca claramente los poderes del juez para controlar el contenido del acuerdo, y que permita a los terceros interesados, no personados en el proceso, adherirse y aprovecharse del mismo, podría presentar un enorme potencial, en tanto que forma ágil y eficaz de resolución de conflictos.
5 Conclusiones
1) El proceso civil tradicional, pensado para resolver conflictos individuales, no sirve para tutelar de forma eficaz los intereses de grupo. El motivo radica en que las características del proceso colectivo, chocan con lo más profundo del proceso civil, entendido como forma de resolución de un conflicto intersubjetivo, planteado por un sujeto, que se presenta como titular del derecho en liza. De esto se deduce que, los intereses supraindividuales o individuales homogéneos demandan una tutela específicamente colectiva, instrumentalizada a través de un proceso, el colectivo, regido por principios propios e integrado por instituciones propias.
2) Los principios procesales denominados estructurales o jurídico-naturales, básicamente, los de igualdad de armas, audiencia y contradicción, han de seguir rigiendo en los procesos colectivos, en tanto que son comunes a cualquier proceso judicial. Por lo tanto, el proceso colectivo, sin perder de vista sus concretas funcionalidades y finalidades, debe de construirse normativamente, de tal modo, que sea respetuoso con estos principios. En este caso, el proceso colectivo ha de adaptarse a tales máximas.
3) El principio dispositivo, al contrario que los principios procesales jurídico-naturales, no es trasversal y aplicable a cualquier proceso judicial, sino que se afirma en el proceso civil, en tanto que vinculado a los derechos materiales que subyacen, generalmente, en la relación procesal civil, de naturaleza privada y disponible. Por eso, dado que, en los procesos colectivos, los derechos e intereses en liza ya no son estrictamente privados, ubicándose en la frontera entre lo público y lo privado, es necesario matizar o reinterpretar este principio, a la luz de las implicaciones y los efectos que despliega la tutela colectiva, incluso para terceros no litigantes. En este caso, es el principio el que debe adaptarse a la idiosincrasia de la tutela colectiva, y no a la inversa.
4) Las principales causas justificativas de las restricciones del principio dispositivo en las acciones colectivas se vinculan, por una parte, a la relevancia de los intereses en juego para la sociedad en su conjunto y, por otra, a los efectos que, para terceros no litigantes, puede tener el resultado del proceso colectivo. Así pues, parte de los poderes del juez se justifican por la necesidad de tutelar los derechos de los miembros del grupo o colectivo ausentes en el proceso.
5) Las consecuencias de las matizaciones que está llamado a sufrir el principio dispositivo en los procesos colectivos se manifiestan en toda la sucesión de actos que compone el proceso. En este sentido, en estos procesos, el juez cuenta con poderes de actuación mucho más amplios que en el proceso civil tradicional, interviniendo decisivamente en la admisión de la demanda, y consiguiente inicio del procedimiento, en la determinación de la tutela a otorgar, en el impulso de las actuaciones, llegando, incluso, a buscar otros demandantes, distintos del inicial, que sostengan la acción ejercitada, en la determinación del objeto del proceso, tanto desde el punto de vista objetivo como subjetivo, así como en su finalización o terminación anormal, ya por acuerdo o allanamiento del demandado, ya por desistimiento del actor.
6) El principio de aportación de parte, que viene a limitar, en los procesos civiles tradicionales, las iniciativas probatorias del juez, en los procesos colectivos, más allá de cuestiones ideológicas, también demanda restricciones, cuyas causas justificativas, son comunes a las aducidas para limitar el principio dispositivo. Básicamente, la relevancia social de los intereses en juego y el hecho de que terceros, no partes, vayan a resultar, directa o indirectamente, afectados por el resultado del proceso.
7) Las razones técnicas para avalar las restricciones a los principios dispositivo y de aportación de parte radican en prestar una tutela judicial más efectiva y de mayor calidad, a la vez que se protegen más eficazmente los derechos de los ciudadanos. En este sentido, la complejidad y la heterogeneidad de los procesos colectivos, junto con la relevancia de los derechos e intereses que vienen llamados a tutelar, demandan la atribución de mayores poderes al juez.
8) Los poderes que se atribuyan al juez en las acciones colectivas deberán respetar, en todo caso, los principios de igualdad, audiencia y contradicción de las partes, además de preservar la posición de independencia e imparcialidad del juzgador respecto de las partes y respecto del objeto del proceso. A tal fin, lo más adecuado es que sea la ley la que regule y predisponga qué poderes corresponden al juez y con qué límites y contrapesos, de tal forma que se evite la creatividad judicial.
9) La falta de regulación de un auténtico sistema de tutela colectiva en España resulta ciertamente preocupante. La introducción de preceptos aislados que, solo fragmentariamente, regulan aspectos concretos de las acciones colectivas, en una ley, como la LECiv, que responde a principios absolutamente distintos a los que debieran regir en la tutela colectiva, crea asistematicidades y, sobre todo, impide que los órganos judiciales presten una efectiva tutela en los conflictos colectivos.
10) Se propone, de lege ferenda, la regulación en España de un auténtico sistema de procesos colectivos, ya en una ley especial, ya como proceso especial dentro del libro IV de la propia LECiv, en donde aparecen reglamentados los procesos denominados inquisitivos o necesarios, sobre capacidad, filiación, matrimonio y menores, que responden a principios opuestos a los del proceso civil tradicional. Pues bien, en el desempeño de esta ineludible tarea, creo que el Código Modelo de procesos colectivos para Iberoamérica puede y debe servir de referente e inspiración al legislador español.
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Notas
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