Resumen: Este artículo parte de una genealogía del terreno intelectual en el que surgen los estudios culturales en Colombia, para luego describir el particular proceso de institucionalización de este campo que hoy cuenta con siete programas de maestría, así como de proponer una serie de factores que han posibilitado este auge de programas de postgrado en estudios culturales en el país. Posteriormente, se propone una cartografía de cinco tendencias que pueden ser identificadas en el campo, que definen su configuración y tensiones. El artículo cierra, en un tono pesimista, con la argumentación de quienes necesitan estudios culturales hoy en Colombia.
Palabras clave: Estudios culturalesEstudios culturales,tendencias en estudios culturalestendencias en estudios culturales,maestrías en estudios culturalesmaestrías en estudios culturales,ColombiaColombia.
Abstract: This article starts from a genealogy of the intellectual field in which cultural studies in Colombia arise to then describe its institutionalization process, considering that today this area has seven master’s programs. It also aims to propose a number of factors that have enabled this development of graduate programs in cultural studies in the country. Afterward, five trends that can be identified in this field are proposed, defining its structure and tensions. The article closes, in a pessimistic tone, arguing about who needs cultural studies nowadays in Colombia.
Keywords: Cultural studies, trends in cultural studies, master’s degrees in cultural studies, Colombia.
Dossiê: Estudos culturais latino-americanos
¿Quién necesita estudios culturales en Colombia?1
Who needs cultural studies in Colombia?
Recepción: 30 Enero 2019
Aprobación: 15 Julio 2019
“Creo que no se puede hablar de estudios culturales globales. Hay mucha gente que trabaja dentro del universo de los cultural studies, pero lo hace de modos muy disímiles, generando diferencias adicionales en su seno”
Stuart Hall ([2007] 2011: 13).
En una conocida introducción a un libro colectivo, Stuart Hall ([1996] 2003) se planteaba en el título la pregunta “¿quién necesita ‘identidad’?”. Con este cuestionamiento, Hall buscaba interrumpir la ingenua apelación al concepto de identidad mostrando sus limitaciones analíticas y políticas, sin desconocer las disputas que se habían movilizado en su nombre. El concepto de identidad, argumentaba Hall en esa introducción, debía usarse bajo tachadura, requería de una cuidadosa labor teórica y de contextuación histórica, para tomar así distancia de las obliteraciones políticas que se derivan de los a menudo abordajes simplistas que la celebran ingenuamente o la descartan de un tajo.
Al menos en Colombia, estudios culturales ha devenido en un significante al que se recurre con frecuencia sobre el que es pertinente preguntarse quién lo necesita, en qué sentidos se moviliza y con qué implicaciones. Al igual que con la identidad para los años noventa, la creciente circulación en Colombia del significante estudios culturales asociado a contendidos cada vez más laxos y banales requiere ser interrumpida, lo cual no desconoce sus posibles relevancias en cierto tipo de intervenciones y disputas. Como en Hall, esta interrupción no es animada por un pedante academicismo que pretende definiciones tersas y puras de manual, sino por la molestia de ver cómo se apela cada vez más a este significante para mantener los privilegios de siempre y los reduccionismos culturalistas. Estudios culturales, un significante que dada la fuerza de su institucionalización no nos podemos dar hoy el lujo de desechar en Colombia, requiere ser usado bajo tachadura, demanda una serie de discusiones que evidencien qué se encuentra en juego y para quiénes en particular. Este capítulo espera ser una contribución a alimentar tales discusiones.
Para abordar en la pregunta por quién necesita estudios culturales hoy en Colombia en este capítulo parte de una gruesa aproximación a algunas de las conversaciones y condiciones de posibilidad que establecieron el terreno intelectual para la emergencia del campo. Luego se presentarán algunos hitos y aspectos del proceso de institucionalización de los estudios culturales en Colombia, que hoy cuenta con siete programas de maestría de las cuales cinco de ellas se encuentran en Bogotá. Si contrastamos esta efervescencia de la institucionalización de programas enunciados como estudios culturales en Colombia con lo que sucede en el resto de los países de América Latina donde se pueden contar con los dedos de la mano este tipo de programas, no deja de llamar la atención lo que pareciera ser una particularidad del establecimiento académico colombiano.
En el tercer aparte del capítulo sugeriré una cartografía de las cinco tendencias que, a mi manera de ver, pueden identificarse en los estudios culturales realmente existentes en el país. Aunque parcial, permite entender los contrastes entre diferentes maneras de concebir y hacer estudios culturales. Finalmente, para las conclusiones, cierro con unas puntadas sobre quien necesita estudios culturales hoy en Colombia teniendo en consideración los distintos lugares desde los cuales se los apropia y los proyectos desde los que se los despliega.
Al pensar en estudios culturales en Colombia, no puede dejar de aparecer la figura de Jesús Martín Barbero. Martín Barbero suele ser considerado una de los autores icónicos de los estudios culturales latinoamericanos, junto a las de Néstor García Canclini, Beatriz Sarlo y Nelly Richard. Es famosa la entrevista en la que Jesús Marín Barbero afirmaba que en América Latina se venían haciendo estudios culturales mucho antes de que esta etiqueta fuese acuñada en Gran Bretaña (Martín Barbero 1996, 2008). Con este planteamiento, estaba reaccionando a una muy extendida y naturalizada geopolítica del conocimiento (Mato 2002) que asume a América Latina como espacio de recepción y de consumo de teorías, antes que como un espacio de generación de pensamiento. Estos modelos difusionistas eurocéntricos, reproducen el supuesto historicista de “primero en Europa, luego en otros sitios” (Chakrabarty [2000] 2008: 32). Esta geopolítica e historicismo ha acompañado a menudo las narrativas desde el establecimiento académico estadounidense sobre los “estudios culturales latinoamericanos” (Richard 2001).
Antes que subsumir el amplio trabajo de Jesús Martín Barbero a una etiqueta como la de estudios culturales latinoamericanos, es relevante subrayar que su conceptualización de la cultura como estrechamente relacionada con las relaciones de poder se encuentra cercana al concepto de cultura-como-poder y el poder-como-cultura asociada a los estudios culturales (Hall [2007] 2011). Para Jesús Martin Barbero, entre cultura y política hay unas mediaciones constitutivas, ya que la cultura no solo tiene que ver con procesos de significación sino, y por esto mismo, con el mantenimiento y disputa de las relaciones sociales y del ejercicio del poder: “[…] lo político es justamente la asunción de la opacidad de lo social en cuanto a realidad conflictiva y cambiante, asunción que se realiza a través del incremento de la red de mediaciones y de la lucha por la construcción del sentido de la convivencia social” (Martin Barbero 1987: 224). Esta conceptualización de la cultura y su gran sensibilidad por lo popular hacen de Jesús Martín Barbero un referente particularmente importante para quienes, dentro y fuera de América Latina, están interesados en el campo de los estudios culturales. No obstante, su labor y trayectoria trasciende y en muchos aspectos cuestiona las visiones academicistas y descontextuadas de este campo (Martín Barbero 2010: 146-148).
Los aportes de Jesús Martín Barbero fueron cruciales para perfilar una línea en los estudios de la comunicación que se interesaban más por las mediaciones como hechos culturales que por los medios de comunicación en sí mismos. De ahí el título de su famoso libro De los medios a las mediaciones (Martín Barbero 1987). Este tipo de indagaciones sobre la relación entre comunicación y cultura no se tradujeron en los años ochenta o en la primera mitad de los noventa en la creación de programas, publicaciones o eventos en Colombia que apelaran explícitamente a la etiqueta de los estudios culturales.
En una genealogía de la emergencia de los estudios culturales en Colombia, además del referente de Jesús Martín Barbero, es relevante señalar las distintas vertientes del pensamiento crítico que se expresaron en la constitución de unas ciencias sociales asociadas a los procesos de transformación social. En efecto, si se considera que la vocación política es un rasgo fundamental de los estudios culturales, en Colombia la preocupación por articular el conocimiento de las ciencias sociales y la intervención política constituye un heterogéneo y amplio antecedente (Bocarejo 2011). Entre los años sesenta y ochenta, alrededor de las discusiones y prácticas sobre la militancia y el compromiso con diferentes sectores y clases subalternizadas, se imaginaron y desplegaron muchas iniciativas. Concepciones de ciencia propia, ciencia comprometida, labor militante y acción solidaria son algunas de las expresiones que orientaron en aquellas décadas gran parte del trabajo de estudiantes, docentes y profesionales desde diferentes anclajes y tensiones con las ciencias sociales (Caviedes 2002).
El nombre de Orlando Fals Borda y la etiqueta de investigación acción participativa ha tenido mayor visibilidad hasta nuestros días, pero lejos está de haber sido únicos. Antes que una voz aislada, Fals Borda perteneció a una generación de sociólogos, antropólogos e historiadores que en diferentes países de América Latina se preguntaron sobre el para qué, desde dónde y para quiénes se hacía ciencias sociales en nuestros contextos y realidades (cfr. Fals Borda 1970, Stavengagen 1971, Vasco 2002). Las premisas de la neutralidad valorativa y de la objetividad fueron ampliamente denunciadas como coartadas de un distanciamiento cínico agenciados por ciertos modelos metropolitanos de ciencias sociales que terminaba sirviendo a la reproducción de la desigualdad social.
Obviamente, el lenguaje teórico, los alcances de la crítica, el momento histórico y lo que está en juego ha cambiado sustancialmente desde la década de los sesenta y los ochenta para el momento en el que se produce la institucionalización de los estudios culturales en los años dos mil. No obstante, no podemos dejar de desconocer estas trayectorias de los pensamientos críticos y de la intervención política que resuenan, pero también se tensionan con lo que se enuncia hoy como vocación política desde estudios culturales (Aparicio 2011, 2012).
Otro referente en la genealogía de la emergencia de los estudios culturales en Colombia se encuentra los debates en las ciencias sociales durante la década de los noventa que posibilitaron un entorno intelectual sensible a las teorías como el postestructuralismo y campos transdiciplinarios como los estudios de la subalternidad, los estudios postcoloniales y, por supuesto, los estudios culturales. En antropología, por ejemplo, estos debates se anudaron en torno a la discusión conocida como “antropología en la modernidad”. Impulsada desde el Instituto Colombiano de Antropología (ICAN), antropología en la modernidad introdujo a mediados de los años noventa una serie de críticas teóricas y políticas a las concepciones más convencionales de la antropología en Colombia que estaban entrampadas en retoricas y prácticas academicistas o salvacionistas de la indianidad (Restrepo, Rojas y Saade 2017: 30-33).
Consolidada institucionalmente desde los años cuarenta, la antropología en Colombia se había constituido predominantemente como “indiología”, no sólo en aquellas vertientes más cientificistas que encontraban en las comunidades indígenas su objeto paradigmático sino también en las vertientes más críticas que se articularon de múltiples maneras en nombre de las “luchas indígenas”. Aunque contrastaban en la apelación a modelos teóricos estructural funcionalistas y particularistas los primeros y perspectivas marxistas y críticas los segundos, ambos a menudo operaban desde supuestos escencializantes y idealizantes de unas alteridades radicales codificadas como culturas, pueblos o nacionalidades indígenas. Sus categorías de territorio e identidad a menudo tendían a otrerizar y exotizar a gentes marcadas como indígenas, mientras que sus estrategias metodológicas etnográficas o comprometidas-solidarias-militantes con frecuencia aplanaban heterogeneidades, relaciones de poder, desviaciones e impuridades al interior de estas culturas, pueblos o nacionalidades en nombre de la tradición, autenticidad y la ancestralidad (Uribe y Restrepo 1997).
Para mediados de los años noventa, antropología en la modernidad interrumpe este sentido común disciplinario apelando a cuestionamientos no solo desde la antropología misma sino también a categorías y debates provenientes de la teoría social contemporánea. En particular, autores asociados a los estudios culturales como Stuart Hall, Raymond Williams, Néstor García Canclini y Jesús Martín Barbero fueron a menudo referidos para las elaboraciones teóricas sobre identidad, cultura, hegemonía y movilización social. Antropólogos que han sido considerados, acertadamente o no, como parte de los estudios culturales (Arturo Escobar, Joanne Rappaport, Peter Wade o Michel Taussig, entre otros) también fueron referentes en el entramado teórico de antropología en la modernidad.
Desde el ICAN se creó una colección de libros titulada Antropología en la modernidad. El objetivo de esta colección era posicionar en el escenario antropológico del país una serie de discusiones, enfoques, problemáticas y autores que se convirtieran en insumos intelectuales de una corriente antropológica capaz de abordar críticamente las más disimiles problemáticas culturales de las sociedades contemporáneas. El estado, el desarrollo, la modernidad, el multiculturalismo, la identidad, el capital, las políticas de la memoria, los movimientos sociales fueron algunos de las temáticas abordadas en los libros de la colección (cfr. Uribe y Restrepo 1997, Sotomayor 1998, Escobar 1999, Gnecco y Zambrano 2000, Gros 2000).
Sin lugar a dudas, un referente relevante para el posicionamiento de la etiqueta de estudios culturales en el establecimiento académico en Colombia se puede encontrar en la realización de tres coloquios organizados hacia finales de los noventa por el CES de la Universidad Nacional y el para entonces recién creado Ministerio de Cultura, dos de ellos en la Biblioteca Luis Ángel Arango y el tercero en la sede de la Nacional en Medellín. Estos coloquios se realizaron en el marco del Programa internacional e interdisciplinario de estudios culturales sobre América Latina, propuesto por Carlos Rincón al CES en 1997, y de los cuales se derivan tres libros Cultura, política y modernidad (1998), Cultura, medios y sociedad (1998), Cultura y globalización (1999). Con una amplia participación de asistentes y con ponentes como Hugo Achugar, Fabio López de la Roche, German Muñoz, Carlos Monsivais, Ana María Ochoa, Zandra Pedraza, Nelly Richard, William Rowe, Beatriz Sarlo y José Fernando Serrano, entre otros, estos coloquios contribuyeron a posicionar en la agenda académica y gubernamental en el país discusiones y autores que todavía hoy se suelen enunciar dentro del campo estudios culturales.
Para el 2001, el Ministerio de Cultura publica la colección titulada Cuadernos de nación, dándole continuidad a abordajes temáticos y teóricos en la relación entre nación y cultura en sintonía con los estudios culturales. Seis cuadernos fueron publicados: Imaginarios de nación (coordinado por Jesús Marín Barbero), Relatos y memorias leves de nación (coordinado por Omar Rincón), Miradas anglosajonas al debate sobre la nación (coordinado por Erna von der Walde), Músicas en transición (coordinado por Ana María Ochoa y Alejandra Cragnolini), y Nación y sociedad contemporánea y Belleza, fútbol y religiosidad popular (coordinados por Ingrid Bolívar, Germán Ferro y Andrés Dávila). Entre los autores que se encuentran en los Cuadernos, además de los textos de los coordinadores, se pueden resaltar Hugo Achugar, Julio Arias, Roger Bartra, Homi Bhabha, Néstor García Canclini, Carlos Monsiváis, Renato Ortiz, Beatriz Sarlo y Zigmunt Bauman.
Otro debate en las ciencias sociales que es relevante para una genealogía de la emergencia de los estudios culturales en Colombia se expresó en una serie de eventos y publicaciones realizados a finales de los años noventa desde el Instituto de Estudios Sociales y Culturales Pensar de la Universidad Javeriana. De un lado, se sucedieron un conjunto de eventos organizados por el Instituto Pensar entre 1998 y 2002: “La reestructuración de las ciencias sociales en los países andinos” (octubre 13-15 de 1999), las “Primeras jornadas internacionales de estudios culturales: la construcción social de la cultura” (agosto 15-18 de 2000), el “Diplomado en estudios culturales latinoamericanos” (mayo 4-Junio 24 de 2001),3 el “Seminario internacional teorías críticas y emancipación social en el nuevo orden mundial” (abril-mayo 2001) y el “Simposio nacional Colombia siglo XIX: cultura y modernidad” (agosto 28-30 de 2002). Estos eventos contaron con una nutrida participación y reunieron por primera vez en la Universidad Javeriana a nombres asociados con la teoría social crítica contemporánea en general y con los estudios culturales en particular (Camelo 2016, Valderrama y Roche 2017, Zoad 2011).4
Además de estos eventos, desde el Instituto Pensar se impulsaron una serie de publicaciones en la colección Nuevas cartografías, que incluye libros colectivos como: Pensar (en) los intersticios (eds. Santiago Castro-Gómez, Oscar Guardiola y Carmen Millán de Benavides. Bogotá: CEJA, 1999); La reestructuración de las ciencias sociales en América Latina (ed. Santiago Castro-Gómez. Bogotá: CEJA, 2000); Mapas culturales para América Latina. Culturas híbridas, no simultaneidad, modernidad periférica (ed. Sarah de Mojica, Bogotá, CEJA, 2001); Desafíos de la transdisciplinariedad (eds. Alberto Flórez-Malagón y Carmen Millán de Benavides, Bogotá: CEJA, 2002); Constelaciones y redes. Literatura crítica y cultural en tiempos de turbulencia (ed. Sarah de Mojica, Bogotá: CEJA, 2002); Pensar (en) género. Teoría y práctica para nuevas cartografías del cuerpo (eds. Carmen Millán de Benavides y Ángela María Estrada, Bogotá: CEJA, 2003); Pensar el siglo XIX: cultura, biopolítica y modernidad en Colombia (ed. Santiago Castro-Gómez, Bogotá -Pittsburg, IILA 2004).
Cuestionando las limitaciones teórico-metodológicas de unas disciplinas nacidas en una división del trabajo intelectual propia de final del siglo XIX y primera mitad del XX para dar cuenta de los fenómenos culturales y sociales asociados a las complejas transformaciones del mundo contemporáneo, en estos eventos y publicaciones se abogaba por la restructuración de las ciencias sociales. Estos cuestionamientos retoman en gran parte de los planteamientos del libro Abrir las ciencias sociales de Immanuel Wallerstein et al. Para los autores de este libro, lo que llaman los estudios culturales serían un amplio campo en donde se cancelarían las actuales distinciones disciplinarias que surgieron con la división del trabajo intelectual el establecimiento académico en el siglo XIX y que las transformaciones económicas y políticas del sistema mundo durante la segunda mitad del siglo XX habían puesto en cuestión gran parte de las premisas y de las condiciones de su existencia.
En este debate adelantado desde el Instituto Pensar, entonces, los trazos de lo que se nombrará como estudios culturales en Colombia tiene una impronta filosófica que incluyen el cuestionamiento a los cerramientos disciplinarios de las ciencias sociales junto con la apelación a una tradición latinoamericana en clave de teoría postcolonial.
Del grupo de académicos que adelantaron estos eventos y publicaciones desde el Instituto Pensar, es Santiago Castro-Gómez la figura que tiene mayor relevancia y continuidad en la institucionalización de los estudios culturales. En una entrevista publicada en la revista Tabula Rasa, Castro-Gómez habla de su trayectoria intelectual que inicia con su formación en los años ochenta en filosofía en la Universidad Santo Tomas donde se hacía énfasis en la filosófica latinoamericana. Luego indica la relevancia de sus estudios de postgrado a comienzos de los años noventa en Alemania, donde bajo la noción de “postmodernidad en la periferia” y lo que se denominaba ya en aquel entonces el “giro cultural en la teoría”, conoció una serie de autores asociados con los estudios culturales latinoamericanos. En este marco, la influencia del trabajo de Edward Said es sustancial en lo que sería su primer libro, Crítica de la razón latinoamericana. “Mi conclusión [del libro] es que, al igual que el Orientalismo del que habla Said, el Latinoamericanismo no es otra cosa que un ‘discurso colonial’” (Castro Gómez 2009: 381).
En una entrevista más reciente, Santiago Castro-Gómez narra esta trayectoria en los siguientes términos:
“Mi primera aproximación a los estudios culturales no fue en la Javeriana ni fue en Colombia, fue en Alemania mientras yo realizaba mis estudios de maestría en filosofía en la ciudad de Tübingen. Ahí fue mi primer contacto con lo que en ese entonces todavía no se llamaba estudios culturales, era más una teoría cultural desde América Latina. Estamos hablando de los trabajos de Grunner, Yudice, Garcia-Canclini, Oppenheim, etc. […] Fue de la mano de un par de profesores en Alemania y de una amiga en particular que es Erna von der Walde, que fue mi primer contacto. Estoy acá hablando del año 1993, por ahí. Reflexión de la cual salió mi libro Crítica de la Razón Latinoamericana” (citado enValderrama y Roche 2017: 17; énfasis de los autores).5
En la configuración de un terreno intelectual propicio a la emergencia y posicionamiento del significante de estudios culturales en Colombia, no puede dejar de señalarse las contribuciones de dos revistas: Nómadas de la Universidad Central y Tabula Rasa de la Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca. Ambas revistas han impulsado el posicionamiento de enfoques teóricos contemporáneos y transdisciplinarios en el abordaje de temáticas que, acertadamente o no, a menudo se asocian con los estudios culturales.6
El primer número de Nómadas apareció en 1994, y desde entonces hasta hoy esta revista ha constituido un relevante escenario del ejercicio intelectual de los últimos veinticinco años del establecimiento académico del país se encuentran registrados en las páginas de la revista Nómadas. Con sus cincuenta números publicados, los lectores se han encontrado con temáticas y enfoques que aparecieron o se posicionaron en la segunda mitad de los años noventa y en lo corrido del nuevo milenio. Artículos que se enuncian escritos desde estudios culturales, teoría postcolonial, estudios subalternos, giro decolonial, aparecen publicados junto a unos redactados desde las disciplinas de las ciencias sociales y humanas para pensar problemáticas como la modernidad, las identidades, el género, los jóvenes, el conocimiento, los conflictos, la universidad y la investigación, entre otros. Muchas de estas contribuciones son resultado del trabajo investigativo realizado al seno de la Universidad Central: primero del DIUC (Departamento de Investigaciones de la Universidad Central) y luego del IESCO-UC (Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos de la Universidad Central). Otros son aportes de distintas figuras académicas del país y del extranjero, no pocas de ellas centrales en los respectivos campos sobre los que versan sus artículos.
En sus páginas han aparecido textos de autores que han sido profesores de los programas de maestría de estudios culturales en Colombia, como Ochy Curiel, María Teresa Garzón, Santiago Castro-Gómez, Fabio López de la Roche, German Muñoz, Zandra Pedraza, Eduardo Restrepo, Gabriel Restrepo, Víctor Manuel Rodríguez y Erna von der Walde, entre muchos otros. Además, varios son los artículos publicados de referentes en los estudios culturales latinoamericanos como Jesús Martín Barbero, Ana María Ochoa, Alejandro Grimson y Rossana Reguillo, al igual que de investigadores del DIUC (ahora IESCO) como Humberto Cubides, Manuel Roberto Escobar, Gisela Daza, Dairo Sánchez, José Fernando Serrano y Mónica Zuleta.
Por su parte, el primer número de Tabula Rasa aparece en 2003. Desde entonces, en los 28 números publicados, Tabula Rasa ha sido la revista en donde se encuentran más traducciones, entrevistas y artículos explícitamente relacionados con estudios culturales. Tabula Rasa también ha sido el más importante escenario para posicionar los autores y textos referidos al giro decolonial, central para una de lo que se ha imaginado como una de las vertientes de los estudios culturales. Gran parte de los profesores y egresados de los programas de maestría de estudios culturales del país han publicado en Tabula Rasa los resultados de sus investigaciones o diferentes reflexiones sobre sus características y práctica. Esto ha hecho que esta revista haya posicionado temáticas, autores y referentes de los estudios culturales, ofreciendo disímiles insumos para la docencia e investigación en este campo.
La institucionalización de los postgrados en estudios culturales empieza con un programa de especialización en la Universidad Javeriana en el 2002, que dará origen a la maestría en el 2007. Para el 2004 aparece la maestría de la Universidad Nacional, en el 2008 la de la Universidad de los Andes, en el 2016 la de la Universidad Católica de Pereira (la primera fuera de Bogotá), la de la Universidad del Bosque en 2017 y, finalmente, este año se abre la primera cohorte de la maestría en la Universidad Tecnológica de Pereira. 7 Por su parte, la Universidad de los Llanos en Villavicencio se encuentra tramitando internamente la creación de una nueva maestría en estudios culturales, la cual se espera empiece a impartir sus clases prontamente. A estos programas presenciales, se le suma la apertura de la primera maestría en modalidad virtual por parte de la Universidad Javeriana.
Esto hace que Colombia existan hoy con siete maestrías en estudios culturales, eso sin contar otros programas que se encuentran o imaginan muy cercanos a los estudios culturales como la Maestría en Problemas Sociales Contemporáneos del IESCO-Universidad Central, la Maestría en Estudios Sociales de la Universidad del Rosario o la Maestría en Estudios Interculturales de la Universidad del Cauca, entre muchas otras.
Al referir el creciente número de maestrías en estudios culturales en Colombia, pudiera darse la impresión que los procesos de creación de estos programas han sido fáciles. Nada más alejado de la realidad, por lo menos de la mayor parte. Relatar, por ejemplo, los avatares de la creación de programas como la especialización de la Javeriana o de la maestría de la Universidad Nacional amerita un escrito en sí mismo (cfr. Arias y Torres 2010, López y Robledo 2003, Valderrama y Roche 2017, Zoad 2011).
Para los propósitos de este texto, es suficiente con señalar dos grandes fuentes de estos impases. De un lado, se encuentran las trabas e inercias burocráticas que han significado la dilación durante años, la demanda de océanos de formatos, reuniones y protocolos que seguir para satisfacer sus a veces alambicados caprichos para que estos programas hayan sido finalmente aprobados. Del otro, las ignorancias y patrioterismos disciplinarios de antropólogos, sociólogos, historiadores, politólogos y literatos, con más o menos injerencia en las instancias de decisión universitaria, han retrasado o apocado el nacimiento de estos programas que a menudo han sido leídos como una amenaza o afrenta a sus asumidas certezas disciplinarias hace largo tiempo instaladas y sedimentadas en el establecimiento académico.
Ahora bien, lo que se puede acertadamente considerar como el auge en la institucionalización en torno al nombre de los estudios culturales responde al menos a tres factores que le han sido favorables. Uno de los más decisivos ha sido la transformación de un sistema universitario en Colombia compuesto hasta los años noventa predominantemente por programas de pregrado disciplinarios, hacia uno en el cual empiezan a tener cada vez más peso los postgrados (maestrías y doctorados) y en el que las propuestas interdisciplinarias adquieren mucha fuerza.8 La interdisciplinariedad supone una narrativa que, junto a la de la “internacionalización” y la “calidad”, ha embrujado la burocracia universitaria. No sólo es un significante vacío que legitima ciertas transformaciones al que se recurre de las más disímiles maneras, sino porque en un contexto de ajuste estructural y de neoliberalización de la universidad, la interdisciplinariedad es leída desde la burocracia como una modalidad de eficiencia económica.

Como hasta mediados de los noventa no había prácticamente postgrados en ciencias sociales, en buena parte la formación académica y profesional se daba en el pregrado. Además de los cursos de investigación cualitativa y cuantitativa, los trabajos de grado eran exigentes y algunos tomaban años haciéndolos. En antropología o sociología, por ejemplo, el trabajo de grado implicaba sustanciales periodos de campo; mientras que en historia demandaba una dedicada labor con los archivos. Muchos de los mejores trabajos de grado, con distinciones por parte de los jurados, se publicaron como libros y todavía hoy son referentes en las ciencias sociales en el país.
Con el argumento de que en el pregrado no se puede investigar y contrastando nuestros sólidos pregrados con los de Estados Unidos y Europa (que con unas tradiciones y establecimiento académico muy distinto nunca han contado con pregrados fuertes), se impulsó en el país una transformación del sistema universitario para la creación de postgrados apocando y mediocretizando nuestros pregrados a la par que se infantilizaba a sus estudiantes. Esto implicó que las universidades se orientaran, a finales de los noventa y principios de los dos mil, a la frenética creación de postgrados (especializaciones, maestrías y doctorados). Es en este lamentable marco, que los programas de estudios culturales aparecen en Colombia.
El segundo factor que favoreció la emergencia de estos programas de postgrado en estudios culturales se refiere al regreso al país de una generación de académicos que habían estudiado en el exterior, algunos de los cuales traían referentes de los campos transdisciplinarios como los estudios de género, la teoría postcolonial, los estudios de la subalternidad y los estudios culturales. Como impulsores o participantes de las discusiones que se estaban dando en el país desde el Ministerio de Cultura, el CES de la Nacional, el ICAN, el DIUC y el Instituto Pensar, entre otros, estos académicos desempeñaron un importante papel en la consolidación de un terreno intelectual propicio para lo que será la institucionalización de los estudios culturales. Algunos de ellos, incluso, fueron los impulsores de la creación de los programas de postgrado en estudios culturales, los autores de artículos y libros relacionados con el campo y así como los primeros docentes que formaron las cohortes pioneras de tales postgrados.
Finalmente, un tercer factor se encuentra en el posicionamiento político de la cultura y lo cultural desde mediados de los años noventa en el imaginario gubernamental y en sentido común de amplios sectores sociales. En 1997 se crea el Ministerio de Cultura, organizando el sector cultural que había estado en manos de un instituto (Colcultura) que pertenecía al Ministerio de Educación. Esto significó que la cultura adquiriera una mayor centralidad en las políticas públicas en torno a la cultura y la implementación de un entramado en lo nacional, departamental y local de entidades y burocracias que las encarnaban.
Por su parte, en la primera administración de Antanas Mockus (1995-1998), la apelación a la “cultura ciudadana” fue fundamental en sus políticas de gobierno al frente de la alcaldía de Bogotá. Desde entonces, apelar a la cultura ciudadana ha devenido en una estrategia de gobierno en muchas ciudades del país y ha logrado interpelar los más profundos sentidos de convivencia y bienestar de muchos colombianos. En la actualidad, prácticamente sin ningún cuestionamiento, el mercado de la cultura ciudadana se ha expandido considerablemente, produciendo sinnúmero de estudios y expertos, de estadísticas y prácticas, con inversiones sustanciales de dineros públicos y privados. Pocos discursos han logrado tal grado de naturalización en tan relativamente corto tiempo como los agenciados en nombre de la cultura ciudadana.
Estos son solo dos ejemplos del posicionamiento político de la cultura y lo cultural desde mediados de los noventa que produjo un inusitado interés y valoración, así como una súbita demanda de individuos formados en los innumerables menesteres que se asociaban a la creación de entidades, programas y políticas culturales en el país. La cultura empezó a encarnar nuevos significados, pero sobre todo abrió un espectro laboral para nada desdeñable. En el imaginario social, la antropología ha seguido muy marcada a las poblaciones indígenas. Por esto las emergentes fantasías y ansiedades en torno a la cultura de burócratas en el establecimiento académico y gubernamental, así como de los individuos en busca de hacer sus postgrados, pudieron ser más expeditamente galvanizadas desde maestrías que se enunciaban como estudios culturales antes que como antropología.
La conjugación de estos tres factores permite entender, incluso, por qué los programas se crean en las tres de las universidades más visibles y en la capital del país. La institucionalización de los estudios culturales se da por arriba, es decir, por postgrados y desde el centro de lo más privilegiado del sistema académico. Por eso, como bien lo señala Axel Rojas, el elitismo y el centralismo son sus marcas de origen:
“Si observamos el proceso de institucionalización de los estudios culturales en Colombia, veremos que éste se ha concentrado en el ámbito académico capitalino y en programas de posgrado, lo que podría estar llevando a una elitización y centralización de los estudios culturales que, curiosamente, parece contradecir sus propios discursos. Visto en esta perspectiva, pareciera que se trata de una oportunidad interesante para las universidades, urgidas de consolidar su oferta de programas de posgrado y adecuar su institucionalidad, en un mercado que responde favorablemente a etiquetas importadas y de probado éxito y prestigio en otras latitudes; además, las tradiciones y correlaciones de fuerza al interior de las instituciones de educación superior también resultan determinantes” (2011: 84).
Incluso en la Universidad Nacional, la única universidad pública de Bogotá que ofrece la Maestría de Estudios Culturales, los postgrados no son de fácil acceso para el grueso de los colombianos. Los precios de las matriculas, incluso en la Nacional, son impagables para muchos, lo que ha ido estableciendo unas marcaciones de clase social en el grueso de los practicantes de los estudios culturales en el país. Esta marcación de clase en la institucionalización de los estudios culturales no significa, por supuesto, que tienen que estar irremediablemente plegados a los dispositivos que reproducen tales privilegios. No suponen, por supuesto, una clausura ni una garantía de sus posibles devenires. Pero tampoco se hace impunemente estudios culturales desde estos lugares de privilegio y marcaciones de clase, como se hace evidente en sus derivaciones más esteticistas, ensimismadas, iluministas y textualistas.
Para entender quién necesita estudios culturales en Colombia hoy es relevante realizar una cartografía, así sea provisional, parcial e incompleta, de cómo han sido imaginados y encarnados los estudios culturales realmente existentes en el país. Al respecto, de forma esquemática e interesada, cinco son las tendencias más gruesas que pueden ser identificadas ya sea por las elaboraciones y pronunciamientos explícitos, o por lo que se encuentra en juego en los trabajos de los practicantes de estudios culturales en Colombia.
Esta cartografía del campo en cinco tendencias debe ser leído como una propuesta analítica que subraya los contrastes más gruesos, dejando de lado el examen de sus mixturas y confluencias. Así, aunque se pueden asociar algunos autores, trabajos o procesos de institucionalización con una tendencia, en general se mezclan de diferentes formas estas tendencias en un mismo autor, trabajo o proceso. Esto no quiere decir, por supuesto, que la cartografía aquí propuesta no sea relevante para entender la particular configuración del campo y sus tensiones.
Como cualquier otra cartografía o descripción, la presentación de estas cinco tendencias de los estudios culturales realmente existentes hoy en Colombia no es desinteresada. No sobra señalar que mi propia identificación con una de las tendencias puede tener el efecto de obliterar complejidades y matices que podrían endosársele a las otras cuatro. Espero, sin embargo, que logre mostrar que existen diferencias en el campo y que estas diferencias importan dependiendo de lo que uno pretenda hacer.
Una primera tendencia considera que estudios culturales son equiparables con estudios (interdisciplinarios o transdisciplinarios) sobre la cultura. Desde esta tendencia, los estudios culturales serían un campo heterogéneo y plural de estudios cuyo objeto sería la cultura, pero a diferencia de lo que se hace desde saberes disciplinarios como la antropología o la sociología, es la interdisciplinariedad o transdisciplinariedad lo que definiría los estudios culturales. Desde esta tendencia se argumenta que la interdisciplinariedad o transdiciplinariedad (según el lenguaje) hace parte de lo que definiría estos estudios culturales/sobre la cultura, así como el cuestionamiento de la dicotomía alta/ baja cultura. Se insiste que los estudios culturales son un campo abierto para la exploración creativa de los individuos, sin restricciones de ninguna clase.
Desde esta posición tienden a realizarse estudios visuales, sobre género y de la comunicación, así como ciertos análisis de discurso y hermenéuticas textuales más o menos elaboradas. Lo político, cuando aparece, es a menudo circunscrito a una dimensión de la experiencia de individuos y colectividades con sexualidades o experiencias “no normativas”. Además del énfasis esteticista o textualista, en los trabajos y autores que resuenan con esta tendencia también se recurre a ejercicios de introspección de sus experiencias propias que suelen llamar (erráticamente, por lo demás) autoetnografía. Aunque no exclusivamente, en la Universidad de los Andes se encuentran con mayor frecuencia trabajos en esta dirección dada la impronta de análisis de discurso de la maestría.
Una segunda tendencia se define en la equiparación de estudios culturales con alta teoría cultural/política contemporánea. Nombres como los de Deleuze, Foucault, Negri, Agamben, Zizek, Derrida, Haraway, Butler o Lazzarato, ciertas categorías como las de gubernamentalidad, biopolítica, líneas de fuga, testigo modesto, dispositivo o aparato de captura, son invocadas a menudo en esta tendencia. Hay un gran énfasis en la elucubración conceptual y los estudios empíricos son puntuales, operando como ilustraciones de un concepto o una serie de planteamientos derivados de alguno de estos renombrados autores. A menudo se apela a la idea de transdisciplinariedad como una superación de las disciplinas, que se imaginan como obsoletas reliquias de un establecimiento académico decimonónico. Se identifica a los estudios culturales como ese campo transdisciplinario que permite adecuadamente abordar la cultura en tiempos de globalización.
Los practicantes de este tipo de estudios culturales tienden a operar en altos niveles de abstracción, se emocionan con la alta teoría. Evocan así cierta semejanza a estilos de aproximación filosófica donde sinuosos ejercicios de comentaristas y detalladas notas al pie de página aparecen a sus ojos como “la teoría”. Los abordajes empíricos o la apelación a las prácticas sociales son subsumidas al lugar de constataciones de sus valorados juegos conceptuales, consistentes en despliegues de intertextualidad entre autores y teorías, que derivan generalmente en la acuñación de un nuevo concepto o en mostrar las insuficiencias de unos planteamientos teóricos.
Esta tendencia suele enfatizar el carácter político de los estudios culturales, aunque en la práctica entienden lo político como estudiar ciertas temáticas (donde examinar relaciones de poder y de resistencia son centrales) y a la supuesta “perspectiva crítica” con la que se adelantan los trabajos. Un descarnado iluminismo y lo que se podría denominar un vanguardismo teórico alimenta con fuerza esta tendencia, donde lo político suele quedar como un gesto autocomplaciente sin mayor asidero en el mundo. La Universidad Javeriana está particularmente plagada de estos ejercicios, sobre todo porque muchos de sus profesores defienden una idea de labor académica que pasa por el desprecio de los anclajes empíricos y contextuales que, a la luz de su imaginación de lo que es “teoría”, aparecen como entelequias de un inocente positivismo disciplinario o como la evidente prueba de la ausencia de rigurosidad teórica, una burda apelación a la descripción y a la subjetividad, que no tiene mayor cabida en su concepción de los estudios culturales.
Una tercera tendencia se caracteriza por considerar que los estudios culturales suponen una crítica del establecimiento académico eurocéntrico, así como una in-disciplinariedad (o no disciplinariedad) y una intervención desde sectores subalternizados como los movimientos indígenas y afrodescendientes. En este sentido, los estudios culturales son considerados como un proyecto político que no se circunscribe a insulsos ejercicios académicos, que buscan trascender hacia el “mundo real”, a la “realidad”, donde se encuentran las comunidades o los individuos o sectores subalternos. En esta tendencia a menudo se conciben los estudios culturales como estudios interculturales. Así, el cuestionamiento al eurocentrismo y al lugar del establecimiento académico “hegemónico” que han obturado “epistemologías otras”, “mundos otros” y “ontologías otras” son centrales en esta tendencia de los estudios culturales. Aunque en algunos aspectos se alimentan conceptualmente de la teoría postcolonial y de los estudios de la subalternidad, es mucho más visible el impacto de conceptualizaciones asociadas al giro decolonial (también conocido como opción decolonial o grupo modernidad/colonialidad, entre otros).
Algunos de los egresados del Doctorado en Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad Andina en Quito, que imparten cursos en diferentes programas de maestría en Colombia, son los proponentes de esta tendencia. Los conceptos con los que operan (modernidad/colonialidad, decolonialidad, colonialidad del poder, hybris del punto cero, interculturalidad, transmodernidad, epistemologías otras, entre muchos otros) y los autores a los que reiterativamente referencian (Quijano, Dussel, Mignolo, Grosfoguel y Walsh), así como ciertas estrategias retóricas desplegadas a partir de una serie de puras y contrastastes dicotomías morales y epistémicas, operan como claras marcaciones de los ejercicios adelantados desde esta tendencia. Aunque debe anotarse que muchos de quienes se identifican con el giro decolonial se encuentran fuera del campo de los estudios culturales, esto no significa que no haya un número importante de quienes sí lo hacen logrando cierta injerencia y visibilidad en el campo. En la Universidad Nacional, en la Javeriana y en la Universidad Católica de Pereira se cuenta con docentes que encarnan con pasión esta tendencia, por lo que se pueden trazar cursos, eventos y tesis de grado producidos desde allí.
La cuarta tendencia argumenta que los estudios culturales suponen una especificidad, por lo que no son equivalentes a los estudios sobre la cultura. Esta especificidad del campo implica que, aunque los estudios culturales han sido (y se espera que sean) muchas cosas, no cualquier cosa es estudios culturales. Desde esta perspectiva, la especificidad de los estudios culturales no estaría dada por una temática, un autor o una técnica, sino por un estilo de trabajo intelectual caracterizado por su énfasis en un ejercicio de radical contextuación de sus abordajes y por su interés en la mundanalidad, conflictividad y heterogeneidad de lo concreto desde estudios empíricamente orientados.
Este estilo de trabajo intelectual no tiene como meta la teorización en sí misma ni la producción de abstractos conocimientos, sino mejores entendimientos y conceptualizaciones desde lo concreto que habiliten y catalicen intervenciones políticas situadas y envisceradas desde un complejo y contradictorio nosotros en el mundo (entendiendo el establecimiento académico como parte del mundo, pero no como el mundo). La intervención política, desde esta perspectiva, no se define desde las retóricas salvacionistas en nombre de otros subalternizados u otrerizados, tampoco asume las certezas de las posiciones iluministas que le indican a las “estúpidas” e “ignorantes” gentes cómo entender y qué deberían hacer para transformar sus existencias. No ofrece soluciones ni apela a las certezas reduccionistas o a clausuras estetizantes, sino que emproblema y complejiza más el mundo; no reposa en ensimismamientos quejumbrosos desde garantías subaltenistas u otrerizantes, sino que cataliza malestares propios que buscan articularse con fuerzas y disputas con disimiles sujetos más allá de la escritura de sesudos textos.
Desde esta tendencia, los estudios culturales serían un proyecto intelectual y político inspirado en Stuart Hall. No porque considere que los estudios culturales se circunscriben a las mitológicas narrativas sobre la “escuela de Birmingham”, sino porque su labor es un pertinente referente del filo analítico y político que pueden implicar los estudios culturales. Docentes y egresados de la Universidad Javeriana son los que más han impulsado esta tendencia en el campo de los estudios culturales en Colombia, pero no son los únicos. En la Universidad Católica de Pereira, en la Universidad Nacional y hasta en la Universidad de los Andes se pueden trazar también las improntas de esta tendencia.
En los últimos años, se ha ido posicionando una quinta tendencia que apela a las experiencias sensoriales y emocionales que se enuncian como alternativas al estrecho academismo que desde su perspectiva impera en el establecimiento universitario. La experimentación y el alejamiento de los protocolos académicos dominantes como la escritura y las publicaciones marcan fuertemente esta tendencia del campo de los estudios culturales en Colombia. Lo que para algunos pudiera aparecer como falta de la más elemental rigurosidad académica o incluso de básica inteligibilidad argumental, es parte de lo que para sus proponentes constituyen las novedosas formas de conocer, experimentar y de expresar de individuos situados, vivencial y afectivamente.
Lo visual y la sensibilidad, que buscan romper con las trabas epistémicas del falogocentrismo y las limitaciones autoritarias de lo escritural, son abordadas desde narrativas digitales y cartografías corporales, para habilitar otras formas de conocer y experimentar estéticamente el mundo. Desde esta vertiente, se suele esgrimir que de estas “apuestas” y “vueltas de tuerca” derivan su carácter político, transdisciplinario y transgresor. Sobre todo la Universidad Javeriana pero también la Universidad de los Andes parecen ser los programas donde ha calado esta vertiente de los estudios culturales.
Solo en trabajos de grado, el campo de los estudios culturales en Colombia cuenta con casi trescientas tesis. Muchas son bastante buenas, inscribiéndose en una o varias de las tendencias señaladas. También se encuentran no pocas tesis que pueden fácilmente ser consideradas deficientes, no solo desde los criterios derivados de cualquiera de las tendencias indicadas sino para las expectativas básicas de una tesis de postgrado. En términos de artículos y libros publicados, así como en ponencias e informes, se puede encontrar mucha basura escrita a nombre de los estudios culturales, lo que no puede desdibujar las valiosas contribuciones de otras publicaciones o trabajos.
Para finalizar este aparte, considero que en el campo de los estudios culturales en Colombia se pueden distinguir dos claras maneras de habitarlo. Para unos, estudios culturales es un terreno en el que se mueven porque les conviene para otro tipo de proyectos que pueden ir desde otras maneras de entender su papel político hasta la acumulación de capital académico o la de contar con un empleo. Pudieran estar habitando ese terreno u otro, en últimas sus proyectos no pasan necesariamente por eso que se ha articulado como los estudios culturales. En casos extremos (que no son pocos), incluso, pareciera que ni se han tomado la molestia de entender que sería eso de los estudios culturales, puesto que les son realmente irrelevantes.
Para otros, en cambio, los estudios culturales los involucran. Desde esta posición, los estudios culturales importan ya que lo que pueden poner en juego desde este campo es pertinente intelectual y políticamente. Por lo tanto, los estudios culturales no son simple y fácilmente sustituibles por cualquier otro campo, ni devienen en una contingente excusa para acumular capital académico o mantener el salario. Aunque el campo de los estudios culturales no se toma como un fin en sí mismo, su consolidación y la disputa de lo que se haga a su nombre importa como parte de un proyecto intelectual que no se clausura en nombre de lo político y una concepción de lo político que no se piensa en exterioridad del ejercicio intelectual.
Después del grueso trazo genealógico del terreno intelectual donde emergen los estudios culturales, de esbozar algunas puntadas del proceso y características de su institucionalización y, finalmente, de hacer una interesada cartografía de las tendencias de los estudios culturales realmente existentes, entonces cabe preguntarse: ¿quién necesita estudios culturales en Colombia?
En primer lugar, los estudios culturales han operado exitosamente en el marco del establecimiento académico más convencional. Son un negocio para unas universidades-empresas, incluyendo la Universidad Nacional. Eso lo saben las burocracias académicas que operan en la lógica de los indicadores más burdos de la rentabilidad hasta los más sofisticados de las múltiples clasificaciones de sus universidades en listas de “calidad”, que dicen más bien poco de los efectos y sustancia su febril sumisión a las caprichosas demandas de forma de Colciencias y de todo el aparataje geopolítico del conocimiento.
En el mismo registro, estudios culturales le ha servido a una serie de académicos para posicionar sus carreras, algunos logrando buenos empleos estables en universidades prestigiosas, donde en general no se les exige mucho y pueden reposar displicentes durante años. Entre estos académicos cabe destacar algunos provenientes corporal o mentalmente del norte global, que con o sin formación en estudios culturales, han devenido en docentes de estos programas. La textualización, academización y banalización impera entre no ocos de estos acomodados académicos.
No puede dejar de mencionarse aquellas figuras que han logrado acumular significativos montos de capital simbólico por habitar, a veces de forma oportunista, el campo de los estudios culturales. Su prestigio pareciera radicar en el popular adagio: “¡en tierra de ciegos, el tuerto es rey!”. Por supuesto que no todos gozan de tales privilegios ni obtienen tantos réditos en nombre de los estudios culturales. También está una especie de ejercito de reserva, muchos de ellos egresados de los programas existentes, que asumen las clases de cátedra en diferentes universidades, no necesariamente en las maestrías de estudios culturales, en condiciones de creciente precarización.
Fuera del establecimiento académico, los estudios culturales sirven a un grupo de funcionarios y contratistas del estado y de las ongs en tanto que los habilita como expertos para ocupar cargos de entidades, programas y proyectos referidos a la cultura o lo cultural. Todo el entramado de gubernamentalización de la cultura (que no se limita a lo estatal) es alimentado, entre otros, desde egresados de las maestrías de estudios culturales que, por ya sea por los constreñimientos de sus cargos o por la pobreza de su imaginación, poco o nada pueden realmente hacer para interrumpir las relaciones de poder y de dominación que se despliegan en nombre de la cultura y lo cultural. Por supuesto, logran reproducir materialmente su existencia, algunos pocos con estabilidades laborales mientras que los más se mueven en las draconianas dinámicas de contratistas. Desde este lugar, los estudios culturales, con el pasar de los años, devienen en una brumosa referencia ya que la cotidianidad está definida por las a menudo tediosas jornadas laborales de ocho a cinco destinadas a reuniones, a completar formatos y a entregar áridos informes que tienden a atrofiar cualquier destello de imaginación teórica y política.
Como no puede dejar de ser evidente para el lector a esta altura de la exposición, un fuerte pesimismo recorre mi lectura sobre a quién le sirve hoy los estudios culturales en Colombia. Esto no significa que desconozca su enorme potencial, sobre todo para desacomodar a la gran mayoría de los estudiantes que terminan problematizados, con preguntas y malestares que muchos no traían. Tampoco quiero desconocer el puñado de practicantes que han encontrado en este campo inspiración de un estilo de trabajo intelectual y político. Por supuesto, los estudios culturales todavía pueden devenir en una trinchera nada desdeñable desde donde se pueden incomodar las certezas y prácticas de derechización de la academia, desde donde se pueden potenciar ciertas articulaciones de estudiar el mundo para transformarlo. Pero para esto, es vital interrumpir las banalizaciones y oportunismos que se instalan en nombre de los estudios culturales. Por eso, no podemos dejar de tomarlos bajo tachadura.
