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Democracia. Discusiones en la filosofía chilena
Democracy. Discussions in Chilean Philosophy
Utopía y Praxis Latinoamericana, vol. 24, núm. 85, pp. 294-305, 2019
Universidad del Zulia

Notas y Debates de Actualidad


Recepción: 17 Junio 2018

Aprobación: 10 Octubre 2018

Resumen: El artículo aborda el problema de la democracia, tal como ésta ha sido pensada por un conjunto de filósofos chilenos, en relación a la dictadura militar, la transición a la democracia y la consolidación de la democracia postautoritaria. Se expone su crítica a la democracia postautoritaria y a su sustento teórico: las teorías democráticas elitistas y el modelo consociativo. Se presenta asimismo el concepto de democracia de los autores, el que aboga por la dimensión normativa de la política, la multidimensionalidad de la democracia y la participación. Se reflexiona, finalmente, sobre los aportes de los autores para pensar un orden democrático alternativo.

Palabras clave: democracia, imaginación, participación, teorías democráticas.

Abstract: This article adresses democracy problem, as it has been thought by a group of Chilean philosophers, in relation to military dictatorship, transition to democracy and post-authoritarian democracy's consolidation.We expone their critic to post-authoritarian democracy and its theoretical sustenance: the elitarian democratic theories and the consociative model. We also present the authors's democracy concept: this concept defends normative dimension of politics, the multidimensionality of democracy and participation. Finally, we reflect on authors contributions to think on an alternative democratic order.

Keywords: democracy, imagination, participation, democratic theories.

INTRODUCCIÓN

[1]*

El presente artículo es un primer acercamiento al problema de la democracia, tal como ésta ha sido pensada en la filosofía chilena contemporánea. El mismo se inscribe en la intención general de comprender cómo filósofos y filósofas chilenos críticos a la dictadura militar y sus secuelas, han asumido la tarea de reflexionar sobre la democracia, en relación a los principales hitos que han tensionado la convivencia política del país en las últimas décadas: la dictadura militar, la “transición” o “recuperación” de la democracia, y la instauración de la democracia actual, a la que podemos designar como democracia postautoritaria.

Por tratarse de una primera aproximación a la cuestión, y reconociendo los riesgos y apuestas que supone toda selección, en esta ocasión me ocuparé del trabajo de cuatro autores: Carlos Ruiz, Renato Cristi, Marcos García de la Huerta y Jorge Vergara. Dejo para otra ocasión la revisión del pensamiento sobre democracia de otros autores y autoras.

Me centraré en los filósofos mencionados, en primer lugar, porque sus trabajos sobre democracia, que cuentan con desarrollos actuales, se remontan al período dictatorial, por lo que pueden ser considerados expresión de una reflexión testimonial y situada sobre la política chilena de las últimas décadas. Junto con ello, y como se pondrá de manifiesto, hay en tales trabajos convergencias importantes –un cierto aire de familia, podríamos decir–, debido en gran parte a que reflexionan sobre un mismo fenómeno. Aun cuando tales convergencias me permitan hacer una lectura conjunta de sus reflexiones sobre democracia, no por ello habremos de forzar una presunta unidad entre las mismas.

Como se verá, el trabajo filosófico que revisaremos comporta una crítica a la democracia conquistada con posterioridad al régimen dictatorial. Junto con ello, supone una discusión con algunos de los más influyentes desarrollos de la teoría democrática contemporánea, de capital importancia para comprender y evaluar la democracia postautoritaria. Interesará, por lo tanto, examinar tanto el diagnóstico de estos autores sobre nuestra democracia y los supuestos teóricos que la fundamentan, como preguntarnos por su eventual contribución a la tarea de pensar un régimen democrático que supere los defectos diagnosticados.

PENSAR LA DEMOCRACIA

Refiriéndose a algunos de los desarrollos de la filosofía en Chile en las últimas décadas, Jorge Vergara propone que para un grupo importante de cultores de la disciplina, la interrupción del régimen democrático, la dictadura militar y sus secuelas constituyen lo que en lenguaje hegeliano se denomina un “acontecimiento filosófico”: un suceso de ruptura que transforma radicalmente los modos asentados de vivir y de pensar (Vergara: 2016, p. 49). En una óptica similar, Eduardo Devés y Ricardo Salas sostienen que la dictadura “Remeció y desafió, rompió esquemas y motivó a entender” (1999, p. 202). En este parecer concuerda Humberto Giannini, quien en 1985 afirma que si bien los daños causados por el régimen militar a la actividad intelectual son enormes, el mismo puede también motivar la intención de liberarse de la opresión; en sus palabras, por lo tanto, “la dictadura puede incluso obligar a pensar” (en Jaksic: 1996, p. 139).

Si suscribimos estos diagnósticos, la democracia sería justamente uno de aquellos temas que la experiencia dictatorial y sus efectos habrían demandado pensar. Como es sabido, durante la década de los 60 y comienzos de los 70, en América Latina la discusión teórica y política de la izquierda gira en torno a los tópicos del desarrollo, la revolución y el socialismo, la vía armada y la transformación radical de la sociedad. En este escenario, explica Cristina Moyano,

(…) la democracia era superable por el socialismo, entendido como infinitamente más avanzado que ésta. Por ende, incluso la izquierda más reformista veía la democracia como un régimen que permitía un espacio de oportunidad aprovechable precisamente para pasar a una nueva etapa, que mutaría hacia una fase superior (Moyano: 2009).

Si en tal contexto, según se ve, no se asigna mayor importancia a la democracia, será la interrupción violenta del régimen democrático lo que motivará a pensarla: sólo su pérdida, su suspensión, harán de ella un problema teórico.

En el caso de Chile, este imperativo de pensar la democracia –y, puntualmente, de pensar las vías para salir de la dictadura y “recuperar” la democracia– se encuentra marcado por el movimiento de protestas populares contra el régimen de comienzos de la década del 80. Ante la amenaza que dicho movimiento representa de un fin violento de la dictadura, las cúpulas políticas e intelectuales de oposición, amparándose en un presunto saber experto y técnico de la política, apostarán por una salida pactada del régimen, que determinará en buena medida la democracia ulteriormente conquistada[2].

En relación a este proceso, hay tres afirmaciones de Moyano que me interesa destacar. En la primera, haciendo alusión a los intelectuales de la “izquierda renovada”, señala: “El estupor y el miedo se posicionó de algunos de ellos y en ese marco la democracia posible y la democratización tomaron los rumbos elitistas que la han caracterizado”. En la segunda, continuando con lo anterior, comenta: “En ese escenario de inestabilidad y de irrupción de la protesta, la aparición del miedo al descontrol y al enfrentamiento hizo surgir, aparejado al debate sobre la democracia, el debate sobre el consenso”. Remata, finalmente, en la tercera: “era necesario ser “realistamente político” y pensar la democracia como un ámbito de posibilidad sin llenarla de contenido normativo” (Moyano: 2009).

Estas observaciones resumen, en términos generales, los lineamientos de la transición y de la democracia postautoritaria. A saber: un concepto de democracia y un proceso de democratización marcados por un sesgo elitista; la valoración del consenso, considerado como mecanismo básico para la “recuperación” de la democracia y su posterior consolidación; y como trasfondo de lo anterior, la promoción de un realismo político, el que supone pensar y querer la democracia, sin dudas, pero sin incorporar a su concepto demasiadas exigencias o demandas normativas. Como veremos a continuación, el análisis de los autores que revisaremos se centra en estos puntos, y presta particular importancia a las interpretaciones de la democracia que, respaldadas en un supuesto saber técnico y realista de lo político, apuestan por una sobrevaloración de las élites y los consensos.

TEORÍAS DE LA DEMOCRACIA, ELITISMO Y CONSENSO

El concepto de democracia –sostiene Carlos Ruiz–, como muchos otros términos políticos, es a la vez descriptivo (de cierto tipo de regímenes políticos) y evaluativo, lo que quiere decir que cuando describo algún estado de cosas como democrático, lo recomiendo positivamente al mismo tiempo. Y es también, tal vez en parte por esta razón, un concepto constantemente sujeto a interpretaciones diferentes, las que en general promueven y se ligan con luchas por el poder y la hegemonía (Ruiz: 2016, p. 185).

Tomando estas consideraciones como hilo conductor, ¿cuál es, en la interpretación de los autores seleccionados, el concepto de democracia que se ha promovido e impuesto durante las últimas décadas en Chile? ¿Con cuál o cuáles concepciones de la democracia entra en conflicto?

Para responder a estas interrogantes, debemos tener presente, en primer lugar, que en la actualidad asistimos a una identificación entre democracia y democracia liberal. Cuando decimos democracia liberal pensamos, básicamente, en una particular forma de gobierno que procura combinar el supuesto democrático de la igualdad entre gobernantes y gobernados, la exigencia liberal de limitar el poder soberano, y la defensa de derechos individuales por parte de un Estado neutral. Esta homologación de democracia con democracia liberal es concordante, como podría esperarse, con la hegemonía de los Estados Unidos y de su modelo político desde el final de la segunda guerra mundial, y se consolida con el derrumbe de los regímenes socialistas de Europa del Este hacia fines de la década del 80.

Esta predominancia de la democracia liberal es acompañada y promovida por la teoría democrática contemporánea, liderada por lo que se conoce como las teorías elitistas de la democracia. No es sorprendente, en consecuencia, que en sus análisis sobre estas concepciones democráticas, Vergara indique que “constituyen casi toda la teoría democrática contemporánea” (Vergara: 1988, p. 92), o que Ruiz las identifique con “la teoría contemporánea de la democracia” (Ruiz: 1993).

¿Cuál es, entonces, el concepto de democracia de los modelos elitarios? Si las interpretaciones de la democracia, como propone Ruiz, se confrontan con otras en procura de validación y legitimación de ciertos tipos de regímenes políticos, ¿a qué concepción de la democracia se opone dicho concepto? Esta nueva teoría se confronta a la “teoría clásica” de la democracia, la que tiene por principales representantes a Jean-Jacques Rousseau y John Stuart Mill. En éstos encontramos una afirmación de la soberanía popular y la participación, entendidos como soporte y legitimación de un régimen democrático. Mientras la primera supone la posibilidad efectiva de establecer una voluntad general, la segunda es ponderada como componente fundamental tanto para la formación del ciudadano, como para el desarrollo de la comunidad.

Cuando decimos teorías elitistas, nos referimos a un amplio abanico de interpretaciones de la democracia, cuyo núcleo común es la adjudicación de un rol directivo del sistema político a pequeños grupos dirigentes. Aunque se pueden establecer distintos antecedentes y tradiciones de los modelos elitarios, existe cierto consenso en signar a Joseph Schumpeter, con su Capitalismo, socialismo y democracia (1942), como uno de sus fundadores principales. Se estima, a su vez, que la interpretación elitaria adquiere estatuto hegemónico durante la segunda mitad del siglo XX. Esto explicaría que se inscriban en su seno autores tan reputados en la ciencia y teoría política contemporánea, como Robert Dahl, Norberto Bobbio y Giovanni Sartori; pensadores neoliberales como Friedrich Hayek, Gordon Tullock y James Buchanan, y tantos otros[3].

Un primer rasgo a destacar de los modelos elitarios, es la instauración de una división tajante entre élites y masas. Mientras estas últimas son caracterizadas por la irracionalidad y una voluntad desbocada, a los grupos dirigentes se asigna la racionalidad y el liderazgo suficientes para encauzar y dar forma a las voliciones del colectivo. Es sobre tal dispar asignación de aptitudes y capacidades, que el esquema elitista afirma la idoneidad de las élites para dirigir el proceso político.

Respecto de esta división entre élites y masas y sus consecuencias para el concepto de democracia, Vergara comenta: “Se rechaza el principio fundamental de la teoría democrática clásica que es la confianza y fe en el pueblo y se lo remplaza por la creencia en que las elites son el mejor depositario de los valores y reglas democráticas” (Vergara: 1988, p. 86). Ruiz a su vez señala: “la teoría elitista se consolida produciendo una inversión fundamental en la noción de democracia. (…) Ya no son las clases dirigentes sino la mayoría del pueblo lo que se transforma, para esta visión, en una amenaza para la democracia” (Ruiz: 1993, p. 65).

De la mano de este manto de sospecha que se deja caer sobre la soberanía popular, los modelos elitarios apuestan por una interpretación procesual de la democracia. Como veremos, esto tiene por consecuencia un vaciamiento de la dimensión sustantiva de la democracia, y la reducción de la misma al ámbito político-gubernamental.

Esta consideración procedimental la encontramos ya en Schumpeter, quien mediante una extrapolación de categorías de mercado al ámbito político, sienta los fundamentos de una teoría económica de la democracia. El cuadro es simple: una mirada realista nos muestra que en un régimen democrático, el ámbito político funciona como un mercado; en dicho mercado los políticos-empresarios ofertan-venden determinados programas-productos que, compitiendo con programas-productos ofertados por otros políticos-empresarios, son votados-comprados por los electores-consumidores. Como en la totalidad de los mercados, las distintas empresas-partidos no compiten entre sí tanto por convicciones relativas al bien de la comunidad, como por obtener y mantener su liderazgo. El mecanismo para ello es ofrecer productos o servicios que cautiven a sus clientes, cuya preferencia queda expresada en el voto.

En esta interpretación, como se ve, la democracia es un “método político”: el mejor procedimiento conocido para asegurar el cambio periódico de gobernantes de modo pacífico. En cuanto método, es tan válido y justificable como cualquier otro método alternativo. Por lo mismo, carece de contenido y valor sustantivo.

Esta concepción procedimental de la democracia se encuentra presente asimismo en Friedrich Hayek. Este punto es de particular importancia, toda vez que este autor, al tiempo que deudor de la noción de democracia de Schumpeter (cf. Vergara: 2011), tiene una influencia decisiva en Jaime Guzmán, quien además de promotor intelectual del golpe de Estado e ideólogo indiscutible del régimen militar, es uno de los principales artífices de la democracia postautoritaria.

Tal como lo pone de manifiesto Renato Cristi, Hayek establece una distinción entre liberalismo y democracia. El primero es definido por la defensa de la libertad, entendida como no-interferencia y libertad económica; la democracia es pensada como un procedimiento. En este esquema, mientras la libertad cuenta con un valor absoluto, la democracia cuenta con uno relativo. Refiriendo la perspectiva hayekiana, señala Cristi: “La justificación óptima para la democracia es la producción de libertad al menor costo. Si la libertad pudiese asegurarse mediante formas alternativas de gobierno, sería imperativo adoptarlas y abandonar la democracia. Son razones puramente prudenciales y no morales las que la recomiendan” (Cristi: 2011, p. 67). En concordancia con esto, Cristi estipula que Hayek, al igual que otros pensadores neoliberales que apoyan la dictadura de Pinochet, adopta una “postura liberal autoritaria”: la compatibilidad entre un orden social libre (un mercado desregulado) y una autoridad estatal fuerte (Cristi: 2011, pp. 71-72).

La democracia, según lo visto, queda reducida a un método político. Con ello, se la confina al plano político-gubernamental, lo que equivale a expulsar de su concepto las demandas referidas a una democracia social, económica o cultural. “La democracia –comenta a este respecto Ruiz– no es ya ni una clase de sociedad ni un conjunto de fines morales” (Ruiz: 1993, p. 41). Vergara añade, a su vez:

(…) la dimensión social y económica de la democracia son minimizadas o excluidas. El sistema de poder social en que se da el sistema democrático se hace irrelevante. La alta concentración del poder económico y social serían plenamente compatibles con el funcionamiento del sistema democrático. Esta perspectiva ignora la dimensión política de instituciones y organizaciones sociales y económicas, la relativa ubicuidad de lo político (Vergara: 1988, p. 88).

Entre las modulaciones más recientes de las teorías democráticas elitarias se encuentra el modelo consociativo o neocontractualista, uno de cuyos inspiradores es Arendt Lijphart. Este modelo reviste particular importancia para los procesos de transición a la democracia en América Latina, y es fundamental para el caso chileno, toda vez que comporta la promesa de establecer consensos mínimos entre los diversos actores políticos, sin que ello implique –al menos de principio– que éstos deban renunciar a sus propias ideologías y programas[4].

El modelo postula que en situaciones de crisis política profunda, son los consensos entre las élites los garantes del funcionamiento del sistema democrático. Conforme al realismo político que inspira al modelo, para que tales acuerdos sean estables y duraderos, deben referirse a las reglas generales del sistema político. La discusión sobre los contenidos sustantivos del mismo queda excluida de la búsqueda de los consensos: como modelo elitista, el neocontractualismo pone en entredicho la soberanía popular y la posibilidad de establecer con un mínimo de racionalidad una voluntad general, y opta, con ello, por una concepción procedimental de democracia.

Vergara llama críticamente la atención sobre el supuesto fundamental del neocontractualismo: la posibilidad de establecer acuerdos referidos a las reglas y los procedimientos, no así respecto de los contenidos. En sus palabras:

Esta distinción conceptual, aparentemente sencilla, funda toda la posición neocontractualista y determina su proyecto: los hombres pueden llegar a acuerdos sobre los procedimientos democráticos, pero no sobre sus contenidos. Si en abstracto la distinción entre procedimientos y contenidos democráticos es sostenible, en la realidad es muy difícil de establecer, porque los primeros están entreverados con los segundos (Vergara: 1988, p. 84).

Ruiz, por su parte, se detiene en los efectos de la aplicación de este modelo:

(…) esta racionalidad elitista –comenta– representa una amenaza cierta para el desarrollo de un espacio público activo y deliberativo y, en definitiva para la política misma que requiere la constitución de sujetos e identidades colectivas, de un nosotros que exprese las distintas opciones que se desarrollan a partir de una división social que ninguna política del consenso puede eliminar (Ruiz: 2009, p. 11).

Del análisis precedente podemos concluir, momentáneamente, que para nuestros autores, la instauración de una democracia como la referida –elitista y consensual, y refrendada por algunas de las principales modulaciones de la ciencia y teoría política contemporánea– constituye una seria vulneración al ideal democrático y al modo como éste prefigura las prácticas y la cultura política de una comunidad. En efecto, una idea compartida por los autores es que estas reconfiguraciones del concepto de democracia hacen insostenible hablar de un “retorno” a la democracia tras la caída del régimen dictatorial.

Ruiz sostiene, por ejemplo, que “la democracia a la que se retorna en América Latina no es la misma democracia mayoritaria que fue clausurada por las dictaduras” (Ruiz: 2016, p. 193). Aún más severo es el parecer de Marcos García de la Huerta, quien afirma: “El hecho de que la salida de la dictadura se haya llevado a cabo bajo el signo del retorno, es un índice de lo poco y mal que se entendió la magnitud de la operación política de la dictadura” (García de la Huerta: 2003, p. 244).

La idea del retorno es despachada por este autor, toda vez que el régimen dictatorial diseña la “nueva institucionalidad” que ha de imperar tras su fin. En el diseño de esta nueva institucionalidad tiene un papel preponderante la mutación del Estado. Este pasa de ser el principal agente propulsor de los sistemas político, económico, social y cultural del país, a desempeñar un rol subsidiario, como garante del presunto funcionamiento autónomo del mercado: esto marca el tránsito desde una “matriz estadocéntrica” a una centrada en el mercado (García de la Huerta: 2010). En sus palabras: “se creó un nuevo régimen de Estado, bastante consolidado ya, que hace problemática la idea de un retorno a la democracia. Se ha transitado hacia otra democracia, de representatividad limitada, que más parece una salida pactada de la dictadura” (García de la Huerta: 2003, p. 255).

Como podemos observar, esta “nueva” democracia se encuentra caracterizada, en la lectura de nuestros autores, por una serie de rasgos defectivos. Entre ellos cabe destacar que en conformidad a los modelos elitarios, que según Vergara están asociados a “estrategias de despolitización” (Vergara: 1988, 87), es una democracia que, al poner el acento en los consensos de las élites como garantes del funcionamiento del sistema político, desincentiva la participación ciudadana. “Este modelo democrático –comenta Cristi– obviamente no favorece la participación política de los ciudadanos. Por el contrario, considera que la ausencia de participación es un bien afirmativo, síntoma de consenso, de conformidad y satisfacción ciudadana” (Cristi: 2008, p. 382).

García de la Huerta concuerda en que la democracia postautoritaria fomenta y a la vez se reproduce en la apatía y el desinterés hacia la política. Se trata, en su opinión, de una democracia que privatiza no sólo al Estado y sus funciones, sino a la política misma. Ésta se priva de referencias a lo común y habla a un sujeto privado de tales referencias: un “idiota” o a-ciudadano. Ciudadanía de bajos índices, de representatividad limitada, “democracia ritualista, sin convicción y sin proyectos” (García de la Huerta: 2003, pp. 27, 174, 177), son algunos de los epítetos con que califica a la democracia chilena actual.

DEMOCRACIA, IMAGINACIÓN, PARTICIPACIÓN

Hasta acá, una caracterización general de las líneas principales de la democracia postautoritaria, en la interpretación de los autores que estamos revisando. Si retomamos el hilo conductor de esta pesquisa –el carácter litigioso de las concepciones de democracia–, y tenemos en cuenta que la “nueva” democracia, sustentada en los modelos elitistas, corresponde en la lectura de nuestros autores a una democracia devaluada o degradada, podemos preguntar: ¿Cuál es la noción de democracia desde la que se alza esta crítica?, ¿cuál es su concepto de democracia? Y si como hemos visto, esta crítica se enfoca en las teorías elitarias de la democracia –y en el neocontractualismo como una de sus formulaciones recientes–, podemos preguntar asimismo: además de estos elementos críticos, ¿encontramos en nuestros autores aportes para pensar una democracia alternativa?

Centrémonos en dos afirmaciones generales, de Ruiz y García de la Huerta, que pueden orientarnos en este respecto. En su discusión con las concepciones de democracia predominantes en la transición chilena, Ruiz indica que sus críticas al modelo consociativo no suponen la adopción de una “concepción esencialista sobre el significado de la democracia”, ni que la palabra democracia sea una suerte de receptáculo que se pueda llenar con cualesquiera significados, según las conveniencias del caso. Para Ruiz:

La democracia moderna, por lo menos, es a la vez un proceso histórico, una forma de sociedad y un ideal ético y político con características claramente delimitables. En un lenguaje hegeliano, se podría decir que la democracia es un universal concreto, que vive en sus diferencias, en sus distintas tradiciones, pero cuyos límites precisos se pueden reconocer muy bien por quienes han vivido, por ejemplo, bajo una dictadura como la chilena (Ruiz: 1993, p. 188).

García de la Huerta sostiene, por su parte: “La democracia pertenece a un tipo de realidades que se caracteriza por no terminar nunca de coincidir con lo que es. Su significado es siempre elusivo, paradójico” (García de la Huerta: 2003, p. 222). El autor ejemplifica este punto con los conceptos de libertad, igualdad, fraternidad y justicia, los que si por una parte no son realidades constatables en la experiencia, tampoco son pura ficción, sino que corresponden a “referentes imaginarios que orientan la acción y procuran significación al mundo” (García de la Huerta: 2003, p. 225). Esta alusión a la imaginación debe entenderse, según nos dejan ver los autores, como una afirmación de la creatividad a la hora de proyectar horizontes políticos alternativos: como una afirmación del rol de los ideales normativos, de la utopía[5].

Esta vindicación cobra particular importancia, al considerar que los modelos democráticos elitarios se presentan a sí mismos como referentes teóricos que se asientan en un conocimiento experto –no ideológico– del funcionamiento de los sistemas políticos; y por ello, como sistemas de ideas en que coinciden la democracia real con la posible, lo que puede ser y es con lo que debe ser.

La identificación de las democracias reales con las posibles y deseables –comenta Vergara–, constituye el supuesto fundamental de las concepciones conservadoras, sean ellas neoliberales, schumpeterianas o contractualitas y determina el estatus de la teoría democrática. Su objetivo sería demostrarnos la racionalidad de lo real; o como el filósofo leibniziano, debe persuadirnos de que el mundo real, pese a su negatividad, es “el mejor de los mundos posibles” (Vergara: 1988, pp. 73-74).

Como hemos subrayado, en la interpretación de nuestros autores, la democracia chilena actual encuentra un fundamento discursivo en las teorías elitistas, las que presuponiendo un rol directivo de las élites, incentivan la despolitización y desideologización de la ciudadanía, bajo el entendido de que éstas son necesarias para el correcto funcionamiento del sistema político. Teniendo esto en cuenta, no es de extrañar, por ejemplo, que Cristi sostenga que la necesidad de “una confrontación filosófica” con los fundamentos teóricos de la nueva democracia, radica en que dicha confrontación “abre la posibilidad de recuperar la política del bien común y la justicia social, para así refundar una república de ciudadanos, y no de meros propietarios y consumidores” (Cristi: 2011, p. 75). En un sentido similar apunta la propuesta de García de la Huerta de “pensar la política”: considerando que ella dice relación al mundo de la vida –el mundo común, el que atañe a todos–, la política no puede ser monopolizada por un saber pretendidamente experto. Esto supone, en la propuesta del autor, reconocer la existencia del conflicto y el carácter litigioso y agonístico de lo político y de las representaciones sobre lo político (García de la Huerta: 2003, pp. 20, 217).

Reconociendo, entonces, tanto el carácter litigioso como la dimensión utópica que según los autores corresponde a lo político y a las comprensiones de lo político, detengámonos en lo que podríamos considerar sus propuestas para hacer frente a la democracia chilena postautoritaria y a su fundamento teórico, los modelos elitarios. Notemos, en primer lugar, que como crítica a las teorías elitistas, que desincentivan la participación ciudadana, y que ponderan el desinterés ciudadano como un signo de validación del régimen democrático, en nuestros autores encontramos una afirmación de la participación. En su análisis de los modelos democráticos elitarios, por ejemplo, Vergara relaciona directamente la necesidad de criticarlos con la opción por postular una democracia participativa (Vergara: 1988, p. 92; cf. Vergara: 1997).

Entre los autores que aquí comentamos, probablemente sea Cristi quien ha profundizado más en la formulación de un marco conceptual a favor de la participación. Dicho marco lo elabora Cristi a partir de una lectura de la “democracia republicana”, cuya asunción presenta como respuesta al desencanto generalizado ante la política que, como hemos visto, es promovido por la teoría democrática contemporánea, liderada por los modelos elitarios.

Uno de los puntos de la tradición republicana democrática que más interesan a este autor, es la afirmación del valor intrínseco de la participación. Inspirándose en Michael Sandel, quien a su vez se inspira en autores como Aristóteles, Hannah Arendt y Charles Taylor, Cristi sostiene que esta valoración intrínseca de la participación obedece a la adopción de una “ontología social comunitaria”. Ésta, en su interpretación, se opone al “atomismo social”, en cuanto ontología social que informa las concepciones políticas –como algunas versiones del liberalismo, y la totalidad de los modelos elitarios– para las cuales la participación, entendida como medio del que disponen los ciudadanos para optimizar su bienestar individual, posee un valor instrumental. En conformidad con lo anterior, Cristi enuncia que únicamente una ontología social comunitaria es capaz de fundar la soberanía popular, a la que presenta como soporte fundamental de las teorías democráticas (Cristi: 2011, pp. 257-258); y, podemos agregar, como validación y legitimación de un régimen democrático.

Esta inscripción de Cristi en un marco democrático republicano, y que obedece a la adopción explícita de una ontología social determinada, me parece de suma importancia, por cuanto pone de manifiesto que las discusiones y decisiones relativas a modelos y regímenes democráticos no son reductibles, como proponen las teorías elitistas, a criterios presuntamente estrictos, científicos o neutros. Ella nos muestra, en otras palabras, que las opciones sobre política y democracia están atravesadas por tomas de posición fuertes, que más que zanjarse en consideraciones supuestamente científicas y realistas, reposan en apuestas normativas.

Esta apuesta por la participación, entendida como ingrediente indispensable de la práctica democrática y como elemento legitimador de un régimen democrático, supone, como cabría esperar, la adopción de un concepto de democracia que difiere del propuesto por los modelos elitarios. Según hemos visto, para éstos la democracia se reduce a un método para asegurar la alternancia de élites en el poder; a un conjunto de reglas y procedimientos que, como tales, carecen de valor sustantivo. Esto, conforme lo ya apuntado, tiene entre otras consecuencias la identificación de democracia con democracia estrictamente política, lo que implica dejar fuera de su concepto otras posibles dimensiones de la misma.

Considero, pues, que es a esta multidimensionalidad de la democracia a lo que se refiere Ruiz cuando sostiene que ella es tanto “un proceso histórico”, “una forma de sociedad” y un “ideal ético y político”, como “un universal concreto, que vive en sus diferencias, en sus distintas tradiciones” (Ruiz: 1993, p. 188). Creo que a lo mismo apunta García de la Huerta al afirmar que el significado de la democracia, por no llegar nunca a coincidir ésta con su ser, es siempre elusivo y paradójico; y que, por tanto, lo que resta es reconociendo el sesgo normativo en toda representación de lo político, entenderla como un referente ideal que orienta la acción (García de la Huerta: 2003, pp. 222, 225).

Respecto de esta ampliación de los significados del concepto de democracia, hay dos ideas de Ruiz en las que conviene detenerse. La primera dice relación a la consideración de la democracia como una “forma de sociedad”. Obviamente, una aseveración de este tipo es un contrapunto fuerte respecto de la ponderación de la democracia como método o conjunto de reglas y procedimientos.

Con dicha afirmación, Ruiz apuesta por la validación de las dimensiones social, económica y cultural de la democracia. Dicha apuesta implica sostener, por ejemplo, que la calidad de un régimen democrático no es adecuadamente evaluable al margen de las discriminaciones, exclusiones o relaciones de dominación que, presentes en una determinada estructura social, comporten desniveles en la posibilidad efectiva de participación. En sus palabras: “la democracia ha terminado por ser incompatible con un conjunto de formas de dependencia como la esclavitud o la subordinación de las mujeres y los trabajadores”; y aún más: “hay problemas políticos y problemas de democracia allí donde nos encontramos con exclusiones y desigualdades sistémicas al nivel de la sociedad” (Ruiz: 1993, pp. 101-102).

La segunda idea, conectada íntimamente a la anterior, hace referencia al propósito de revalorizar la democracia, reconociéndole un valor sustantivo. La democracia, para Ruiz, junto con ser una forma de sociedad, es también “un conjunto de fines ético-políticos que se expresan en instituciones y prácticas que dan sentido a las reglas y los métodos”. “La democracia –comenta el autor– es ella misma un conjunto de fines de la asociación política, como la libertad, la participación y el pluralismo” (Ruiz: 1993, pp. 91, 187). Se trata, como vemos, de una democracia cuyo concepto, junto con abrirse a sus dimensiones social, económica y cultural, es expresión de un conjunto de preceptos normativos por medio de los cuales una comunidad –un nosotros múltiple, diverso, conflictivo– procura, mediante un proceso siempre abierto y conflictivo él mismo, comprenderse y encauzarse.

CONCLUSIONES

Según mencionaba al comenzar este estudio, el mismo corresponde a una primera aproximación al problema de la democracia, tal como ésta ha sido pensada por algunos filósofos chilenos, en relación a los principales sucesos y sobresaltos de la convivencia política del país en las últimas décadas. El tratamiento revisado en los autores escogidos es sin duda iluminador de aspectos fundamentales de la democracia chilena postautoritaria. Con todo, y aunque no sea éste el lugar para desarrollarlo, es importante apuntar la necesidad de complementar e incluso discutir las reflexiones de estos autores con las de otros y otras que han abordado cuestiones de política, y puntualmente de democracia, desde perspectivas o registros teóricos diferentes.

Si nos enfocamos en las ideas fuerza de los autores trabajados, podemos establecer que una de las más importantes es que la democracia postautoritaria, sustentada teóricamente en las teorías elitarias y de un modo puntual en el modelo consociativo, no puede ser comprendida bajo la óptica del “retorno”. Se habría transitado, indesmentiblemente al parecer, hacia una “nueva” democracia. Cabe preguntar, sin embargo, por la “novedad” de esta democracia: preguntar, pues, si ella es es tan “nueva” como parece.

Aun cuando no podamos entrar aquí en detalles, sabido es que en Chile, como en la mayoría, si no acaso la totalidad de los países latinoamericanos, la democracia conquistada con anterioridad a los autoritarismos de los 70, con todas sus virtudes y potencialidades, difícilmente podría catalogarse como una democracia mayoritaria, participativa y expresión plena de la soberanía popular. Tendríamos que afirmar, quizá, que las nuestras han sido siempre democracias de consensos entre élites, amparadas, eso sí, en otros repertorios teóricos: la consolidación del Estado nación, el ideal positivista del progreso, por sólo mencionar dos ejemplos del siglo XIX.

Como sea, el trabajo sobre democracia de los autores revisados es de enorme utilidad para comprender la democracia que tenemos. Particularmente destacable es, en mi parecer, su discusión crítica con los fundamentos teóricos que la avalan. Podemos preguntar nuevamente, sin embargo, por sus propuestas o aportes para pensar, imaginar y construir una democracia alternativa, capaz de superar los defectos de la democracia actual. Aquí, como vimos, nos encontramos con indicaciones y reflexiones importantes y agudas, pero de un carácter general y en buena medida abstracto. Podemos mencionar, por ejemplo, el reconocimiento del carácter litigioso de lo político y de las representaciones sobre lo político y, con ello, la defensa de un horizonte normativo y utópico para pensar la democracia; la afirmación de la participación como instancia legitimadora del régimen democrático; la consideración de los múltiples momentos o dimensiones –política, económica, social y cultural– de la democracia; y la estimación de la misma como una forma de sociedad, o como un conjunto de fines de la acción y la comunidad humanas.

Muy probablemente, afirmaciones generales de este tipo no logren articularse como propuestas concretas. No es del todo claro, sin embargo, que la tarea de la filosofía –de la filosofía política, en particular, y de lo que podríamos denominar una filosofía de la democracia– sea proponer medidas políticas puntuales. Si la ponderamos, más bien, en virtud de la ayuda que nos brinda para comprender un problema en su complejidad, y para reflexionar sobre el mismo con mejores herramientas conceptuales, el trabajo de los autores revisados es sin duda valioso e importante.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Bachrach, P. (1973) Crítica de la teoría elitista de la democracia. Buenos Aires, Amorrortu.

Cristi, R. (2011). El pensamiento político de Jaime Guzmán. Una biografía intelectual. LOM, Santiago.

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Devés, E. y R. Salas (1999). La filosofía en Chile (1973-1990). En: E. Devés, J. Pinedo y R. Sagredo (comp.). El pensamiento chileno en el siglo XX. Fondo de Cultura Económica, México D.F. pp. 199-211.

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García de la Huerta, M. (2003). Pensar la política. Sudamericana, Santiago.

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Pateman, C. (2015). Participación y teoría democrática. Prometeo, Buenos Aires.

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Vergara, J. (1988). Modelos elitarios de democracia. Diánoia. 34 (34), pp. 65-92

Notas

[1] Proyecto FONDECYT de Iniciación Nº 11170435 (Chile). Universidad de Santiago de Chile, Usach. Agradecimientos Proyecto POSTDOC_DICYT, Código 031853FE_POSTDOC. Vicerrectoría de Investigación, Desarrollo e Innovación.
[2] Dos documentos clave a este respecto son el Acuerdo nacional para la transición a la plena democracia, de 1985, y las Bases de sustentación del régimen democrático, de 1986.
[3] Obras clásicas sobre los modelos elitarios son, entre otras, Bachrach (1973), Macpherson (2005) y Pateman (2015).
[4] Sobre la formulación de este modelo, su recepción desde comienzos de la década de los 80 y su adopción, véase el Ensayo VI de Ruiz (1993, pp. 159-197).
[5] En política –apunta Vergara–, lo posible no es un dato; solo puede ser pensado desde la utopía” (Vergara: 1988, p. 91). García de la Huerta señala, a su turno: “La democracia necesita, para persuadir y acreditarse, también para resguardar aquello que promete garantizar, de algo más que reglas, procedimientos, instituciones y buen funcionamiento. Requiere de esa dimensión proyectivo-imaginaria de la existencia, que se puede llamar ‘utópica’ (…) Las utopías son sueños compartidos: fracturan lo real, desbordan sus límites y por eso permiten explorar sus posibilidades no aparentes. Ese plus invisible de lo real es lo que procura significación al mundo. (…) La energía utópica (…) es, a fin de cuentas, lo que abre el mundo, lo que permite desvelar las potencialidades encubiertas en el presente y eventualmente rebasarlo”. Por ello, para el autor, lo utópico está caracterizado por una dimensión normativa (García de la Huerta: 2003, pp. 222-223, 225).


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