Resumen: Este artículo analiza modos estético/erótico/morales de adscripción y clasificación jerarquizantes desarrollados por, y puestos a circular entre, mujeres jóvenes heterosexuales universitarias de la ciudad de Córdoba, Argentina. Se desprende de la puesta en diálogo de dos etnografías sobre prácticas sexo-eróticas sociales, por un lado, y mercantilizadas, por otro. En ambos grupos se (re)producían iguales figuras estereotipadas como el gato y la puta, utilizadas para posicionarse hegemónicamente como la chica tranqui o normal, figura que se ajustaba a los ideales regulatorios de la feminidad joven contemporánea. Estas categorías, de carácter acusatorio y denigratorio, no sólo (re)producían jerarquías sino que proponían recorridos performáticos que las jóvenes transitaban y que conllevaban devenires subjetivos específicos.
Palabras clave:Clasificaciones jerarquizantesClasificaciones jerarquizantes,génerogénero,erotismoerotismo,razaraza,claseclase,mujeres jóvenesmujeres jóvenes.
Abstract: This paper analyzes aesthetic/erotic/moral modes of affiliation and hierarchizing classification developed by, and put to circulate among, young university women heterosexual from the city of Cordoba, Argentina. It follows from the dialogue of two ethnographies about social sex-erotic practices on the one hand, and commodified in the other. In both groups were reproduced the same stereotyped figures as el gato (the cat) and la puta (the whore) to take an hegemonically position as chica tranqui o normal (normal girl), figure which are conformed to the regulatory ideals of young contemporary femininity. These categories, used in the accusatory and derogatory way, not only reproduced hierarchies but also proposed performative tours that young transited and led specific subjective becomings.
Keywords: Hierarchical classification, gender, eroticism, race, social class, young women.
Gatos, putas y chicas tranqui. Recorridos performáticos y devenires subjetivos en dos campos de trabajo etnográfico
Gatos, putas and chicas tranqui. Performative courses and subjective trajectories in two ethnographic fieldworks
Recepción: 13/09/2016
Aprobación: 02/01/2017
Como afirmaron Durkheim y Mauss (1996: 30), clasificar no significa únicamente construir grupos sino “(…) disponer esos grupos de acuerdo a relaciones muy especiales (…)”. Las cosas, grupos o sujetos clasificados están siempre dispuestos unos en relación con otros y esas relaciones son, siempre, jerárquicas. Las clasificaciones responden a “(…) sistemas de nociones jerarquizadas” (Durkheim y Mauss, 1996: 96) y tienen una finalidad especulativa, es decir, funcionan no sólo para facilitar la acción de los y las sujetos en su mundo social sino también para hacer comprensibles –convertir en inteligibles– sus relaciones sociales. Esto implica, necesariamente, que en toda operación clasificatoria –ella, siempre, colectiva– los grupos y sujetos entran en lucha por las representaciones que los/as ubicarán –siempre provisoriamente– dentro, en los límites condenables o en el “exterior abyecto” (Butler, 2002) del campo étnico, racial, religioso, moral, erótico, etc. al que pretenden pertenecer. Quizás por esto, los modos de clasificación jerarquizantes –ligados a marcadores de raza/clase, sexo/género/deseo, entre otros– toman, siempre, un carácter acusatorio en el marco del cual los y las sujetos a la par que adscriben a ciertas nociones clasificatorias de valor positivo, se dispensan nominaciones injuriantes en las que ningún/a sujeto se reconoce al momento de la enunciación. Nadie es para los otros y las otras lo que es para sí mismo/a. Esto sucede porque, como afirma Bourdieu (2008), en “la lucha por las clasificaciones” se ponen en juego representaciones –arbitrarias– de la realidad que se dispensan entre grupos y sujetos que en esa operación se diferencian jerárquicamente. Así, los grupos utilizan “(…) estrategias simbólicas de presentación y de representación de sí mismos que contraponen a las clasificaciones y representaciones (de sí mismos) que los otros les imponen” (Bourdieu, 2008: 121).
Si consideramos la noción de “región” como aquello que se constituye por medio de un principio de “di-visión” que introduce una “discontinuidad decisiva” en una “continuidad natural” (Bourdieu, 2008: 113), entenderemos cómo las mujeres con las que trabajamos –y que serán presentadas en breve– adscribían a feminidades estético/erótico/morales aceptadas y aceptables y expulsaban hacia fronteras amorales a otras jóvenes. Dichas fronteras resultaban como producto de un acto de delimitación que producía la diferencia y a su vez era producto de ella (Bourdieu, 2008).1
Ahora bien, en estos juegos clasificatorios, los y las sujetos no sólo se juegan su “supervivencia cultural” (Butler, 2007) sino que caminan los sinuosos senderos de la sujeción y la subjetividad. Se (re)hacen a sí mimos/as por medio de la auto-representación y la adscripción –no sólo discursiva sino, quizás, especialmente corporal– a figuras tan deseadas por ellos y ellas como propuestas por las matrices sociales y culturales que los/as constituyen.
El presente trabajo expone algunos resultados de la puesta en diálogo de dos etnografías que se llevaron a cabo paralelamente, entre los años 2011 y 2013 en la ciudad de Córdoba, Argentina, con mujeres heterosexuales universitarias sobre prácticas sexo-eróticas. Si bien ambas investigaciones se propusieron indagar la formación de cuerpos y la construcción performativa de subjetividades a partir de performances sexo-eróticas, una de ellas centró su análisis en performances erótico-sexuales mercantilizadas mientras que la otra se enfocó en performances sociales de seducción y erotismo 2. Las jóvenes con las que se trabajó en ambas investigaciones tenían, al momento de los trabajos de campo, entre 20 y 30 años; la mayoría de ellas no tenía pareja estable; pertenecían a sectores socio-económicos medios; eran estudiantes de grado o recientemente graduadas y vivían solas o con amigas en barrios céntricos de la ciudad o en el barrio estudiantil Nueva Córdoba 3.
Si bien ambos grupos compartían marcadores de sexo/género, raza/clase y edad, aparentando ser un colectivo homogéneo, el capital económico y, sobre todo, las implicancias sociales y morales desprendidas de las actividades laborales de un grupo y otro se constituían en una marca diferenciadora. Un grupo de jóvenes trabajaba como escort4 brindando servicios sexuales y/o de acompañamiento a varones heterosexuales. Estas mujeres lograban posiciones económicas sustantivamente superiores a las de del otro campo de indagación, a la par que se veían obligadas a un doble agenciamiento que conllevaba esfuerzos emocionales y materiales. Las prácticas que estas jóvenes llevaban a cabo como escorts o acompañantes quedaban sujetadas al secreto y al silencio, lo que las conducía a tener una doble vida explicitada en una duplicación de nombres, números de teléfonos, afectos, modos de producción estética e incluso en la invención de algún trabajo que les permitiera justificar sus ingresos. 5
Las mujeres pertenecientes al otro grupo de indagación trabajaban como empleadas de comercio, secretarias, telemarketer o, habiendo culminado sus estudios de grado, comenzaban a desarrollarse profesionalmente, en general en trabajos de salarios mínimos. Este grupo contaba con un capital económico considerablemente menor. Mientras que muchas escorts eran propietarias de departamentos y podían ayudar económicamente a sus familias de origen; las otras jóvenes precisaban ayuda económica de sus padres para cubrir sus gastos mensuales.
Las estudiantes universitarias que se desempeñaban como escorts fueron contactadas por intermedio de un cliente de algunas de ellas y conocido de ambas partes. A partir de allí se produjeron una serie de encuentros con un grupo de escorts que fue ampliándose, ya que estas jóvenes iban presentándole compañeras de trabajo a la investigadora. Con un grupo de 20 jóvenes se realizaron entrevistas en profundidad tanto individuales como grupales y se mantuvieron encuentros informales como almuerzos y meriendas. Con cada una de estas mujeres se realizaron alrededor de tres entrevistas. El segundo grupo de mujeres fue contactado por intermedio de amigos/as y colegas y fue ampliándose por medio de las redes de relaciones de las jóvenes. Con este grupo, de 30 mujeres, se realizaron entrevistas en profundidad –alrededor de dos con cada una de ellas–, conversaciones informales –tanto individuales como grupales– y salidas a diferentes espacios de divertimento nocturno como milongas, bares y establecimientos bailables. En ambos trabajos de campo las entrevistas se realizaron en espacios privados: con las jóvenes escorts se llevaron a cabo en el lugar de trabajo de la investigadora –consultorio de psicología– por decisión de las entrevistadas. Con el otro grupo de jóvenes se realizaron, generalmente, en las viviendas de las entrevistadas.
Al poner en diálogo estas investigaciones encontramos que en ambos grupos se (re)producían iguales figuras femeninas estereotipadas tales como el gato6 y la puta, entre otras, en el marco de procesos reivindicatorios del sí misma y en pos de ocupar cierta posición erótico/moral aceptada y aceptable. 7
Mostraremos, aquí, cómo estas categorías, de carácter acusatorio y denigratorio, eran estratégicamente utilizadas para definir a otras jóvenes mientras que quien enunciaba, escort o no, se autodefinía como la chica tranqui o normal ajustándose, aunque no siempre exitosamente, a los ideales regulatorios de la feminidad joven hegemónica contemporánea. Las categorías acusatorias mencionadas quedaban establecidas en función de ‘la’ categoría de referencia: la de la chica tranqui o normal, la cual determinaba los parámetros y las condiciones hegemónicas de clasificación que ubicaban a las otras, con un valor claramente negativo, en las fronteras amorales de las feminidades heterosexuales juveniles. Bajo modos similares a los de los sistemas de jerarquización y enjuiciamiento sexual de los que hablara Rubin (1989), estas mujeres trazaban “fronteras imaginarias” delimitando “una porción muy pequeña” de la sexualidad femenina como “segura, saludable, madura, santa [y] políticamente correcta” (Rubin, 1989: 141), separando y echando fuera de sus límites a jóvenes de supuestas conductas eróticas peligrosas y condenables.
Los dos campos estaban regulados por una misma lógica de representación, clasificación y adscripción, que funcionaba como un dispositivo estético/erótico/moral disciplinante. Las jóvenes clasificadas como gatos y putas eran sancionadas por medio de chismes que funcionaban como un modo de exclusión del grupo de amigas o compañeras de trabajo (Elias y Scotson, 2000).
El presente artículo se propone describir y analizar modos estético/erótico/morales de clasificación y adscripción jerarquizantes que compartían y (re)producían ambos grupos de jóvenes. Figuras como la chica tranqui, el gato y la puta no son, sólo, categorías clasificatorias, sino también “performances” (Schechner, 2000) que proponen modos de hacer y estar, gestualidades estilizadas y recorridos performáticos 8. Dichas categorías guionan “secuencias de conductas” “organizadas y delimitadas en el tiempo por medio de las cuales las personas contemplan el comportamiento futuro y verifican la calidad del comportamiento en marcha” (Gagnon, 2006: 114). Estas secuencias involucran tanto elementos simbólicos como no verbales que se performaban o no en función de contextos, motivaciones y deseos diversos.
¿Cómo se daban los procesos de constitución de este tipo de categorías? ¿Cuáles eran los modos por los cuales estas jóvenes adscribían a ellas acusando y descalificando a otras mujeres por medio de figuras denigratorias como el gato o la puta? ¿Qué desplazamientos y conversiones estéticas, eróticas y morales articulaban dichas categorías? ¿Qué recorridos performáticos y devenires subjetivos promovían y posibilitaban? ¿Por qué estos dos grupos de jóvenes desplegaban iguales figuras estereotipadas? ¿Cómo podría explicarse este trato moralizante y disciplinante entre mujeres?
Milena, Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), tenía 27 años, se sentía sola y aún era virgen. Dicha condición, según sus propias palabras, se había vuelto una especie de tabú y de karma. En una de las entrevistas realizadas con ella, contó cómo una noche de fiesta se propuso seducir a un joven que la cortejaba desde hacía algunos años para revertir dicha situación. Para esto recurrió, a modo de estrategia, a hacerse el gato total.
“Él me había invitado a salir dos años antes de que nos pusiéramos de novios y no le di ni pelota. En la recibida de mi primo dije: ¡a éste me lo chapo 9, hoy me lo chapo!, y ahí lo busqué, lo busqué, lo busqué, primero me tomé todo. Bailé, lo provoqué, lo saqué a bailar, me hice el gato total y él me agarró de la mano y nos pusimos a chapar. Ahí me lo propuse y lo seduje, lo provoqué desde el baile, bailando yo sola primero y después bailando con él. ¿Viste cuando bailás muy sensual? Moviendo mucho la cintura, la cadera, provocativamente, bailando con mucha intención dirigida a él porque yo lo miraba y qué sé yo… Después, cuando bailábamos juntos y él me daba vuelta yo me apoyaba en él y te vas para abajo, lo abrazaba, bien sugestiva la cosa.”
Loly, estudiante de Licenciatura en Ciencias Biológicas de 24 años, se autodefinía como escort y se describía como discreta, criticando a otras jóvenes que iban a trabajar a los hoteles con calzas blancas, botas altas y profundos escotes que, en sus propios términos, dicen: soy gato. Por su parte, Camila, una escort de 23 años y estudiante de la Facultad de Lenguas de la UNC, relataba que si bien siempre usaba tacos en los encuentros sexuales con sus clientes, cuando la cita se daba en algún costoso hotel de la ciudad, los ocultaba en un bolso:
“–En el hotel no dejaban entrar gatos pero a mí siempre me dejaban pasar porque yo llevaba chatitas 10 [1], un jean, muy bien vestida pero normal, como una chica normal que puede ir caminando en la calle. Nada llamativo.
–¿Y en el bolso llevabas los tacos?
–Sí, los tacos altos, sí. Voy al baño, me saco la ropa, me quedo en ropa interior, una ropa interior linda, llamativa, me pongo los zapatos altos y salgo del baño y es un impacto.”
Estas jóvenes autodefinidas, todas, como chicas tranqui decían emplear, usualmente, determinadas “técnicas corporales” (Mauss, 1979) que constituyen esta figura. La chica tranqui se caracterizaba por una estilización del cuerpo moderada en términos estéticos y eróticos: maquillaje sobrio, escotes no ‘tan’ pronunciados y un conjunto de comportamientos eróticos sutiles: un caminar elegante y miradas y gestos sensuales pero no excesivamente provocativos. Esta figura imponía ciertos “estilos de moderación” (Foucault, 2003) que se evidenciaban en una estilización sensual pero elegante y sutil del cuerpo y en una supuesta capacidad selectiva para la elección de compañeros eróticos, sean o no clientes.
Sin embargo, los fragmentos de entrevistas antes citados (de)muestran los recorridos performáticos que estas categorías permitían y que las mujeres transitaban. Como vemos, Milena devino gato al decidir modificar una situación personal que la incomodaba, mientras que Camila y Loly presentaban el recorrido inverso. Las jóvenes escorts se calzaban las chatitas de chica tranqui para ingresar a un hotel familiar performando una estética normal y ocultando en un bolso sus tacos, “ícono indicial” (Tambiah, 1985) de gato al ser usados, especialmente, a la luz del día.
Estas categorías, además de ser relacionales, posicionales, territoriales y jerárquicas, pueden ser pensadas, también, como performances. Milena lo expresaba con cierta literalidad cuando se refería a hacerse el gato y describía el “guión” (Gagnon, 2006) 11 que accionó para ello, dando cuenta del libreto estético/erótico e interaccional que llevó a cabo aquella noche, especialmente al coreografiar los movimientos especiales que constituyeron su forma de danzar. Como los guiones sexuales funcionan como “identificadores” e “interpretadores” de los componentes erótico/sexuales de la vida social (Gagnon, 2006) y, por tanto, de las performances que reiteran los/as sujetos, es que Milena reconocía el guión asociado a la figura del gato y decidió ponerlo en marcha aquella noche, mientras que su compañero pudo inferir el deseo de ella de mantener, con él, una sincronía físico-erótica y actuó en consecuencia.
Los casos de Milena, Camila y Loly permiten ver que las jóvenes no encarnaban ni representaban acabadamente estas figuras sino que, más bien, las ficcionaban, en el sentido en que Erving Goffman (1997) pensó la noción de “actuación”: como una actividad realizada frente a un conjunto de observadores/as que precisa de una “fachada” o “dotación expresiva” para comunicar una intención. Estas figuras no permanecían fijas ni inscriptas en ningún cuerpo de una vez y para siempre, más bien marcaban recorridos performáticos y devenires subjetivos por los cuales estas mujeres transitaban.
Tenemos así, cierto conjunto de elementos que develan algunos recorridos posibles de una a otra figura y de vuelta, las cuales pueden considerarse polos de un mismo continuum. El devenir de chica tranqui a gato parecía precisar de contextos particulares como el de una fiesta y, en algunos casos, del consumo de alcohol, lo que permitía transgredir o distender ciertas barreras erótico/morales. Mientras tanto, el devenir de gato a chica tranqui –para retomar el rol de gato en el espacio privado de una habitación de hotel– precisaba la puesta en funcionamiento de un conjunto de técnicas corporales y “tecnologías de género” (De Lauretis, 1996) como chatitas, jean, cara lavada o maquillaje sobrio para mantener una fachada de estudiante universitaria o mujer normal al recorrer la ciudad a la luz del día.
El camino trazado entre estas dos figuras –la primera, figura de referencia: espacio de normalidad y feminidad hegemónica; y la segunda: figura injuriada y denigratoria– posibilitaba ciertos recorridos performáticos que estas mujeres transitaban en función de diversas condiciones sociales, económicas y eróticas y, también, de deseos, situaciones y contextos diversos. Alejandra, Licenciada en Artes Plásticas de 29 años, ilustraba dicho recorrido describiendo las conversiones que una compañera realizaba en el pasaje de un espacio a otro: del club al boliche.
“–Salimos de vóley, de jugar un viernes cualquiera y ella se va al baño. Nos ha pasado que decimos ¿se bañó?: no, no se bañó y se cambia: botas, pantalón de cuero, remera de salir, saco de cuero, pelo suelto, pinturrajeada [1] y no se bañó. No es que te digo no se bañó porque se me ocurre que no se bañó, ¡es que no hay duchas!
–¿Y ustedes salen así como están?
–Sí, crotísimas 12, y vamos a María María [un local bailable céntrico muy conocido] y no nos importa nada y vamos todas, y no sólo a mí me molesta, somos varias, ¡es un gato, no lo puedo creer! y trato de estudiar los comportamientos para ver si es normal para ella.”
Como vemos, estas mujeres performaban los guiones de una y otra figura en función de lo que cada contexto social y temporo-espacial permitía. Así, una fiesta, un boliche y un bar, tanto como la habitación de un hotel aparecían como espacios de distensión moral adecuados para que la chica tranqui actúe como gato, guión que, posiblemente, no se permitiera en otros espacios. Estos recorridos performáticos se encontraban asociados a ciertos escenarios sociales y geográficos en los que se distendían los guiones tradicionales de género, tal como lo han demostrado investigadoras como Pruitt y LaFont (1995) y Kempadoo (2001) respecto a la sexualización de la propia feminidad que desarrolla cierto conjunto de turistas europeas y norteamericanas en circuitos vacacionales caribeños 14.
El género se hace, (re)hace y deshace por medio de actuaciones o performances situadas en las cuales se renegociaba especialmente el marcador de sexo/género/deseo. Así como las mujeres turistas investigadas por Pruitt y LaFont (1995) y Kempadoo (2001) performaban en dichos circuitos vacacionales caribeños actuaciones eróticas y de género que no llevaban a cabo en sus países de origen; las jóvenes cordobesas desarrollaban performances de mayor grado de sexualización en espacios como bares, boliches y habitaciones de hotel, performances que no desplegaban en espacios como la calle, el club y la universidad.
Tanto las jóvenes escorts –quizás de un modo más evidente– como las estudiantes que trabajaban como empleadas de comercio o secretarias, recurrían a “prácticas defensivas y protectivas” por medio de ciertas “técnicas empleadas para salvaguardar la impresión fomentada por un individuo durante su presencia ante otros” (Goffman, 1997: 25) con el propósito de aminorar posibles sanciones morales. Más allá de los recorridos por las diversas performances estético/eróticas que estas figuras delineaban, estas mujeres debían mantener una “cara” que sostuviera la posición social que ellas ocupaban como jóvenes blancas universitarias de sectores medios. En términos de Goffman, la “cara” se define como “(…) la imagen de la persona delineada en términos de atributos sociales aprobados” (1970: 13) con lo cual estas mujeres prescindían de ciertas acciones y se obligaban a realizar otras que integraran el conjunto de comportamientos aceptados para su posición, por lo menos en ciertas situaciones y contextos de ‘mayor riesgo’, dando cuenta de que toda interacción es un artificio.
De esta manera, el espacio público y diurno de la calle o el hotel familiar obligaba a la escort a una adecuación estético/erótica a la figura de la chica tranqui para pasar desapercibida de las miradas moralizantes hasta ingresar al espacio privado/íntimo de la habitación del hotel. Las jóvenes escorts actuaban el guión de la chica tranqui en contextos como el universitario, de día y en la calle, intercambiándolo con el guión del gato que se activaba en el marco de su desempeño laboral. El otro grupo de jóvenes, performaba el guión de la chica tranqui en ámbitos laborales, universitarios y diurnos, permitiéndose devenir gato en contextos de divertimento nocturno.
En un programa televisivo, Jacobo Winograd, un famoso personaje mediático de la televisión argentina, decía: billetera mata a galán, a nadie le importa el amor, el hombre busca placer, la mujer la billetera, buscan tipos gorditos, avezados, pelados, que le lleven 30 años y manejan la situación. 15
En la Argentina de los años 90, el cine y la televisión como productores de “guiones culturales” (Gagnon, 2006) inauguran un nuevo tipo de figura femenina ligada a una estética y erótica de estilo artificial, siliconado y exuberante. En aquél momento comienzan a circular por la escena mediática mujeres –algunas desconocidas y otras medianamente populares, como vedettes o modelos– con cuerpos intervenidos plásticamente, sobre todo con prótesis en las zonas de glúteos y senos. Estas mujeres, en general, aparecían contando sus vidas amorosas, sus relaciones eróticas con empresarios o jugadores de fútbol, mostrando sus ‘nuevas lolas’ y, también, peleándose entre ellas por amantes o marquesinas de teatro. A la par, algunos personajes masculinos surgidos en programas de chimentos como Jacobo Winograd las acusaban de gatos. De hecho, han quedado inscriptas en la cultura popular argentina frases de Winograd como estamos llenos de pumas de bengala, de gatos feroces, de leones de la Metro Golden que asociaban el término a la prostitución vip. Estas frases lo popularizaron como el creador del término y el concepto, al punto de que las entrevistadas de ambos campos lo mencionaban como su inventor.
Sin embargo, una década antes, en el marco del destape democrático argentino de los años 80, se estrena en la pantalla grande una película llamada “Los gatos” que vincula por primera vez la prostitución vip a dicho término. En este drama erótico y policial, dirigido y escrito por Carlos Borcosque, las escenas más ‘calientes’ las protagonizaron actrices y actores jóvenes y populares de la época. El término, aquí, hacía referencia a un grupo de jóvenes mujeres que ofrecía servicios sexuales a hombres poderosos y adinerados. La acción comienza en el cementerio de la Recoleta. Allí, familiares y amigos asisten al entierro de Bebe Araoz, un personaje de la noche porteña propietario de una agencia de publicidad de la que se va a hacer cargo Dolores, su esposa, y Sergio, un joven a quien él consideraba su hijo. Al asumir el control del negocio, la mujer descubre la verdadera fuente de ingresos: el conectar a empresarios con jóvenes ‘capaces de brindarles placer’.
Teresa De Lauretis señaló, apenas entrados los años 80, la estrecha relación entre la representación de la mujer como objeto de deseo y los medios audiovisuales, y afirmó que “la representación de la mujer como espectáculo –cuerpo para ser mirado, lugar de la sexualidad y objeto del deseo–, omnipresente en nuestra cultura, encuentra en el cine narrativo su expresión más compleja y su circulación más amplia” (De Lauretis, 1992: 3). En consonancia con ello, podemos afirmar que fueron la pantalla grande y, especialmente, la televisión argentina las que comienzan a asociar un término hasta el momento desconocido popularmente como el de gato a un tipo de cuerpo femenino que trabaja, incansablemente, para ser y estar magro, un cuerpo entrenado, intervenido con prótesis, extensiones y maquillaje, y vestido con ropas exuberantes. Un cuerpo convertido en “espectáculo” (De Lauretis, 1992), paradigma de consumo y de la seducción. Una estética y una erótica que inaugura un tipo de feminidad más sensual, animada y activa eróticamente, y asociada o bien a la prestación de servicios sexuales, o bien a una estrategia de ascenso económico por medio del uso de los encantos del propio cuerpo.
Gato fue, con certeza, la categoría más referenciada por las entrevistadas de los dos campos. Esta figura, de uso cada vez más frecuente entre jóvenes –no sólo heterosexuales– de la ciudad y del país, se asociaba a una mujer sexy que utiliza su cuerpo y sus encantos para seducir a varones adinerados con el objetivo de ascender social y económicamente o, por lo menos, disfrutar de ciertos beneficios por ellos posibilitados como cenas, paseos, viajes y regalos. Natalia, una joven de 30 años que trabajaba como jefa de mesa de entrada en un hospital, lo sintetizó afirmando que el gato busca hombres con plata y mencionó, con claridad, cuáles serían los “íconos indiciales” (Tambiah, 1985) de raza/clase inscriptos en la superficie del cuerpo masculino que infiere un gato para reconocerlos.
“–Lo que yo tengo como gato [es una mujer que tiende a] buscar hombres, hombres, hombres, con plata, con plata, con plata.
–¿Y cómo hace para saber que un hombre tiene plata y cómo hace para llegar a ese hombre con plata?
–Bueno, mirar cómo está vestido, desde los zapatos, la marca de la ropa, ¡ni hablar de la billetera y de la llave del auto!
–¿Mira las llaves del auto?
–¡Sí! Y sabe qué auto tiene.
–¿Y a qué auto apunta?
–No sé, no es que me va a decir el modelo, vendría a ser como una especie de Audi, un A5. Tiene que tener los circulitos esos sino no hay forma, ¡no!, que sea un auto de alta gama, muy top.”
Belén, una Licenciada en Psicología recientemente recibida de 30 años que se desempeñaba como telemarketer, era considerada por sus amigos y amigas un personaje que rozaba lo gatunezco ya que en sus salidas nocturnas siempre ligaba un chongo diferente16 quien, en general, pagaba sus bebidas en el baile de cuarteto 17 y la llevaba en auto hasta su casa. Sin embargo, Belén desconocía u omitía, en nuestras conversaciones, el modo en que ella era vista por sus amistades a la vez que se refería a los gatos de la siguiente manera:
“Del gato se nota la pose, se nota… El otro día fuimos a comer y viene un hombre grande, se nota que con plata, buenmozo y viene con un gato: una mina 18 más joven, muy lindo cuerpo, silicona, pelo rubio. Tiene algo que se destaca tipo vedetón, tipo vedette y vos la ves, la forma de ser de la mina, la actitud que tiene el vago 19 para con ella, así, entonces decís: bueno, está con un gato.”
Belén muestra que la figura del gato no necesariamente se reduce a la joven que ofrece servicios sexuales; en términos generales es una joven que aprovecharía y utilizaría encantos hiper-femeninos –su juventud, su muy lindo cuerpo siliconado, su pelo rubio– para seducir o conquistar a varones económicamente potentes.
De los relatos anteriormente expuestos se derivan tramas de sentido diferentes pero complementarias, algunas de las cuales intentaremos destejer aquí. En primer lugar, la figura del gato podría pensarse como una representación hiperbólica de la feminidad que exagera aquello que socialmente es propuesto y prescrito –y a la par condenado– para el cuerpo femenino. Estamos frente a una figura estrechamente ligada a cierta representación de “la mujer” construida por la televisión argentina que, como afirma De Lauretis (1992), funciona como “condición de existencia” para las mujeres, en plural.
El gato quedó referenciado en una exhibición desmedida –desubicada en algunos contextos como los diurnos– y un mal gusto en la estilización de un cuerpo que ‘exagera’ su estética: calzas blancas, botas altas, extensiones platinadas, escotes pronunciados y rostros demasiado maquillados, pinturrajeados o pintados como una puerta. Esta figura aparecía como una feminidad “(…) recargada de purpurina, hortera, descarada, no sutil (…)” (Ziga, 2009: 81), una “parodia hiperbólica” que demuestra que el género siempre es una copia sin original (Butler, 2007).
Judith Butler plantea que si pensamos el género como el producto de “(…) una sucesión de acciones repetidas –dentro de un marco regulador muy estricto– que se inmoviliza con el tiempo para crear la apariencia de sustancia, de una especie natural de ser” (2007: 98), no puede hablarse de un original, coherente en términos de sexo/género/deseo, y de una copia, incoherente, ya que la misma repetición implica que cada performance de género sea siempre una copia de una copia. En este esquema analítico, algunos modos de performar el sexo/género desnudarían más acabadamente esta situación, por ejemplo la repetición de construcciones heterosexuales en marcos no heterosexuales que ponen de manifiesto “(…) el carácter completamente construido del supuesto original heterosexual” (Butler, 2007: 95). Así, afirma la autora, “(…) gay no es a hetero lo que copia a original sino, más bien, lo que copia es a copia. La repetición paródica de «lo original» (…) muestra que esto no es sino una parodia de la idea de lo natural (…)” (Butler, 2007: 95). En el mismo sentido puede pensarse la figura del gato. Considerada extravagante y excesivamente provocativa tanto en su estética como en su erótica, esta figura demuestra por medio de la exageración en la que incurre la “(…) situación fundamentalmente fantasmática [del género]” (Butler, 2007: 285) porque al ser éste un acto reiterado sistemáticamente está abierto a “(…) divisiones, a la parodia (…) y a (…) exhibiciones hiperbólicas de lo natural que, en su misma exageración (…)” (Butler, 2007: 285) expresan la imposibilidad de alcanzar los ideales regulatorios, en este caso, de la feminidad de cualquier época.
En segundo lugar, estos relatos muestran que ninguna joven adscribía a esta categoría injuriante que ubicaba a quien fuera acusada de tal en una posición de degradación estético/erótico/moral. El término gato era utilizado para dar cuenta de un modo estético de producción y exhibición del cuerpo que usaban otras mujeres y nunca para auto-definirse, a diferencia de escorts y acompañantes que sí aparecían como modos de auto-definición en el campo de las ofertas sexuales, y chica tranqui o mujer normal que se constituía como la categoría referencial a la que todas, escorts y no, adscribían.
La auto-referencialidad de normalidad aparecía con mayor insistencia en el relato de las mujeres que trabajaban como acompañantes. Tal como lo ilustra Camila, la estrategia de la mayoría de estas jóvenes era auto-definirse como escorts, y nunca como gatos, argumentando que ellas ofrecían diferentes servicios a sus clientes, entre los cuales el sexual era uno más:
“Si vos me cruzas por la calle nunca te darías cuenta de lo que trabajo, no tengo pinta de gato, soy una chica normal, una chica estudiante. Yo no digo que esté mal ser gato, hay chicas que tienen una superproducción, las tetas hechas, las botas altas, los tacos altos, las remeras muy ajustadas… Llaman mucho la atención y lo primero que piensan es: esta mina labura 20.”
Al repasar la frase de Camila: si vos me cruzas por la calle, nunca te darías cuenta de lo que trabajo, soy una chica normal, no tengo pinta de gato, podemos notar cómo la entrevistada distinguía y aclaraba que trabajaba de gato siendo una chica normal, una estudiante. Recién tras varias entrevistas, se auto-definiría como gato aunque sólo en segunda persona, al decir vos sabes que sos gato, es decir, que intercambias servicios sexuales a cambio de dinero. Paralelamente, los clientes de estas jóvenes, auto-nominados gateros21, también rechazaban esta figura:
“Yo tengo clientes que no les gusta que la mina sea gato, prefieren que en la cama sea una puta pero que después sea una mina fina. Que no salgamos y te mire todo el mundo porque tenés una pinta de loca bárbara, porque vos sabés que sos gato, sabés que laburás, que te estás vendiendo por plata, que hay chicos que te están pagando para tener sexo con vos.”
Como vemos, chicas tranqui, escorts e incluso sus propios clientes reparaban en las “reglas regulativas” que orientan todo acto público, definiendo las (im)posibilidades de los cuerpos en el marco de ciertos tipos de actividades (Tambiah, 1985). Así, Camila performaba una estética y una erótica de chica normal o de estudiante, mientras que sus clientes pretendían que ella fuera una puta en la cama y una mina fina en lo público –en las reuniones sociales o restaurantes donde los acompañaba. En este marco, quien se excedía en términos representacionales pasaba de ser una chica tranqui: fina, sexy y sutil a un gato con mal gusto que se vende por plata.
Pensar la categoría denigratoria puta conduce, necesariamente, al proceso local por medio del cual en Argentina se han construido jerarquías de raza y clase. Hugo Ratier, en “El cabecita negra” (1971), advierte que el objeto del racismo argentino no son las poblaciones indígenas o africanas, sino que se inventa un particular “tipo de negro”: “el criollo mestizo de origen provinciano” (Guber, 1999: 117). El “cabecita negra” es mestizo y proviene del interior del país: es el trabajador migrante interno en quien se refuerza la histórica distinción jerárquica entre civilización y barbarie, que ubica en el primer polo a la ciudad-puerto de Buenos Aires y, en el segundo, a las provincias del interior.
Para Ratier esa supuesta “distinción” eminentemente “racial” es más que nada “social” (1971: 28), advirtiendo que son “hábitos” los que se estigmatizan bajo el rótulo de “cabecita negra”:
“(…) muchas veces basamos una clasificación racial en factores no biológicos. El traje, en primer término. El corte de cabello o su largo, la forma de moverse o actuar de una persona, sus gestos. (…). Algo semejante sucede con nuestro ‘cabecita’. (…). Lo de ‘negros’ (…) se dirige a otra cosa. Ni siquiera se requiere el cabello oscuro que parece insinuar el mote. Hay que buscar, más bien, en la manera de peinarlo. Advertir el bigotito mínimo, triangular, (…) que lucen (…) los paisanos (…). Observar una manera diferente de comunicarse que las pautas ciudadanas no aceptan” (Ratier, 1971: 44).
Para el caso de las mujeres, Ratier señala las “diferencias” que proclaman “las señoras” respecto de “las sirvientas”. Diferencias no sólo en los precios de las prendas de unas y otras sino en “el gusto” de quienes “estrenan la vestimenta urbana” (Ratier, 1971: 35). Las sirvientas tendrían un “afán obsesivo” por “vestir lo último” y “destacar” sus atractivos físicos (Ratier, 1971: 35), lo que las diferenciaría de la civilidad moral y la distinción propia de las mujeres porteñas.
En una línea paralela, Blázquez (2004; 2008) afirma que las categorías de “raza/clase” se (re)producen en Argentina de manera conjunta e interrelacionada. El país ha sido imaginado como una nación blanca y europea aunque “(…) el proceso de fundición de los diferentes grupos étnicos o raciales no fue tan eficaz cuanto se deseara” (Blázquez, 2008: 7). De este modo, términos como “coyas”, “criollos”, “negros” e “indios” forman parte de un vocabulario cotidiano que designa a aquellos argentinos que no se licuaron suficientemente.
Blázquez subraya que, en el marco del sentido común nacional blanco y eurocéntrico, es frecuente escuchar frases como “es negro, no por el color de su piel, sino de alma”(Blázquez, 2008: 7). Esta expresión clasificatoria y discriminatoria se realiza sobre sujetos de sectores empobrecidos de la sociedad, y, en el caso de la ciudad y provincia de Córdoba, en base a sus gustos musicales y prácticas de divertimento asociadas a los bailes del cuarteto cordobés. Este proceso efectiviza una (des)racialización de lo afro-descendiente y una racialización de los sujetos económicamente subalternos, produciéndose “un régimen sensorial y moral enloquecido donde los negros no siempre tienen piel oscura” (Blázquez, 2008: 13). En este universo, la raza es más bien una categoría social, moral, erótica y estética, en la cual “los negros” son asociados a elementos de connotación negativa como la vagancia y la delincuencia, y “las negras” a un “mal gusto” estético y una disponibilidad sexual exacerbada (Blázquez, 2008).
La categoría puta se articula en el marco de este proceso de racialización de los sectores populares producido en Argentina, y particularmente en Córdoba, en el cual las categorías denigratorias de “negro” y “negra” devienen una condición del sujeto separada, parcialmente, de la determinación genética y ligada a sectores socio-económicamente subordinados. En este proceso, los términos “negra” y puta se interrelacionan, la raza/clase y lo estético/erótico se explican y justifican mutuamente. Tanto la “negra cuartetera” como la puta –que es negra y cuartetera, es decir económicamente subalterna– se asocian a una “libre disponibilidad sexual” y a un “uso que puede hacerse [de ellas], a diferencia de la prostituta, sin mediación económica” (Blázquez, 2008: 10).
En términos generales y en ambos campos de indagación la puta aparecía como la minita fácil o regalada capaz de mantener relaciones sexuales ocasionales con todos, cobrando o no, y caracterizada, fundamentalmente, por cierta promiscuidad compulsiva. El cuerpo de la puta aparecía como un cuerpo accesible, al alcance de todos y disponible en el espacio público del barrio y la calle. Puta hacía referencia, también y en ambos campos, a la joven que en sus prácticas sexuales permitía a clientes o compañeros ocasionales acceder a placeres no hegemónicos en términos de usos, huecos y flujos del cuerpo. Chuparla sin forro, tragarla, coger por el culo22, entre otras prácticas, parecían ser posibles sólo con una puta, no con una escort, y mucho menos con una chica tranqui. El cuerpo de la puta aparecía en el relato de las entrevistadas como un cuerpo más abierto y dilatado, más penetrable que el cuerpo espectacular del gato, y el moderado de la chica tranqui.
En cuanto al campo de indagación de prácticas eróticas mercantilizadas queremos compartir dos casos que ilustran la relación de las jóvenes escorts con la categoría de la puta. Por un lado, Irina –de 26 años, egresada de nivel terciario y de clase media– rechazaba identificarse como puta o trabajadora sexual y se autodefinía como escort intentando ‘salvar’ sus pertenencias de raza/clase y erótico/morales. En la misma operación de auto-nominación, afirmaba que la figura de la puta encarna la imposibilidad de movilidad social ascendente siendo la mujer pobre que trabaja, sin cesar, para bancar a su familia.
“Yo soy escort, yo no soy una trabajadora sexual, yo soy una escort. La escort es más acompañante. Obviamente es un trabajo sexual. La que se dedica exclusivamente al trabajo sexual es una prostituta. Puta es mala palabra, en mi crianza es mala palabra. Me crié bien, mi familia es muy a la antigua, ¡puta no! El gato para mí es la escort inteligente, el gato vive porque un cliente le paga el departamento, otro le paga las cuentas, aquel cliente la viste. Obviamente cambia favor por favor. Gato no es una mala palabra como puta. Al gato la mantienen y crece económicamente, la puta no: labura y labura para bancar a su familia.”
Melina, por su parte, una joven entrevistada que se desempeñaba como escort, nació y creció en un conocido barrio urbano-popular de la ciudad. Mientras cursaba sus estudios secundarios realizaba trabajos informales relacionados a actividades domésticas de limpieza y cuidado de niños y niñas para ayudar a su familia hasta que, a los 22 años, comenzó a trabajar como señorita en una agencia de acompañantes. Esto le permitió irse de su barrio al cual describía como un ambiente de negros de mierda, y mudarse con su hijo pequeño a un departamento en un barrio céntrico de clase media. A Melina la conocimos en 2012 y fuimos testigos de una serie de mudanzas que ella realizó: mudanzas espaciales y físicas, mudanzas estéticas y de hábitos.
“–Cambié cuando empecé a laburar. En esta agencia el dueño es muy estricto, te exige que vos seas una mujer, porque es lo que el hombre busca. El hombre no busca la bruja que tiene en casa porque para eso se queda con la que tiene en la casa, no va a ir gastar plata al pedo 23. Busca a una mina que se arregle, que sea sexy, que le llame la atención, que pueda provocarle una erección, seamos sinceras, si al hombre vos no le gustás, no le provocás nada, entonces no te va a pagar nada. En el trabajo sexual es así, vos le tenés que gustar físicamente, le tenés que gustar como vos hablás, como vos te expresás, tenés que ser una mujer. Yo era re machona 24, era un desastre.
–¿Y cómo aprendiste? ¿Cómo cambiaste?
–Primero fui recepcionista, allí veía a las chicas. La madama te enseña a caminar, a hablar, a cómo tratar, a comer. Aprendí todo. De morocha a rubia, me hice las tetas, aprendí a vestirme, a usar cubiertos, a ir al gimnasio.”
El recorrido performático y subjetivo de negra a escort que relata Melina posibilita reconocer cómo la raza/clase se conjuga de modo constitutivo en las categorías estético/erótico/morales trabajadas. Mientras que la mayoría de las escorts –que, como Irina, eran jóvenes de clases medias tanto del interior como de la capital provincial– adscribían y referían con insistencia a figuras como la de chica tranqui o escort, persiguiendo no perder su pertenencia de raza/clase, Melina las asociaba sin dificultad.
“–¿Vos te presentas como escort?
–Sí, escort o acompañante.
–¿Y tienen alguna diferencia con trabajadora sexual, puta, gato?
–Es todo lo mismo. Vamos a ser realistas, todo significa lo mismo. La palabra despectiva sería puta pero para evitar ser tan grotesco, te dicen gato.”
Como vemos, Melina no evidenciaba un rechazo a la asociación de la categoría de escort con la de gato o puta, porque ésta le había permitido un desplazamiento socio/moral, estético y económico deseado por ella. La disputa en la cual estaba implicada la joven tenía que ver con la categoría de negra de mierda. Cualquiera de las otras –gato, trabajadora sexual– le había permitido un desplazamiento social y erótico ascendente con el cual estaba satisfecha.
Para devenir escort, Melina debió recurrir a inversiones y conversiones estéticas, dietéticas y lingüísticas. Sabemos, con Pierre Bourdieu (2010), que el “habitus” se postula como una dimensión fundamental de la clase social de los/as sujetos, que es la “clase incorporada”. El habitus representa la historia hecha cuerpo y para deshacer la fuerza perfomativa de éste, Melina intentaba performar la raza/clase de la chica tranqui o de la escort en cada encuentro con sus clientes. Para esto actuaba modos de caminar, de hablar, de sentarse y de comer que le habían sido transmitidos y enseñados por la madama de la agencia de señoritas. Sin embargo, algunos de sus clientes (re)afirmaban su condición de raza/clase argumentando que, justamente por ello, no valía lo que cobraba. Avenegra, uno de sus clientes, se refirió a ella en un foro de gateros de la siguiente manera: una locura lo que pide [cobra], porque es una negra del baile[de Cuarteto] teñida de rubio. Pensar que con algunos colegas pasaba la noche por 150 mangos [pesos] con tal de quedarse a dormir en un hotel y no tener que volver a su rancho.
Las jóvenes escorts en sus primeras entrevistas decían ofrecer a sus clientes exclusivamente un servicio convencional que duraba una hora, incluía sexo oral y vaginal con protección y excluía explícitamente el sexo anal. Estas mujeres reproducían las categorías sexuales hegemónicas, que organizaban los encuentros de un modo casi coreográfico en un guión socio-sexual transmitido siempre por un/a tercero/a –madama, dueño de alguna de las páginas o alguna compañera. Sin embargo, quienes fueron entrevistadas más de una vez –y cuando sintieron mayor confianza– relataron cómo comenzaban a ofrecer el servicio anal, previo aprendizaje de una técnica corporal para no exponerse a molestias, lo cual les permitía una diferencia económica con respecto al servicio convencional. En la medida en que el cliente hacía pedidos que se alejaban de la oferta convencional que hacía énfasis en el coito genital, más dinero debía pagar. Estas transformaciones de las escorts con respecto al decir y al hacer, por una parte, como también la fragmentación de su cuerpo en zonas erógenas que cotizaban más que otras, pasó a ser un dato interesante. Reconocer que usaban determinados huecos del cuerpo o llevaban a cabo prácticas que se alejaban del guión que hacía énfasis en el coito las acercaba, de alguna manera, a la figura de la puta a los ojos de las otras jóvenes, y de allí la reserva en las primeras entrevistas de no salirse del guión hegemónico de una joven estudiante que se desempeña como escort o de una chica tranqui o normal.
En el campo de indagación de performance eróticas sociales, se describía a la puta como una minita muy fácilque no se valora porque accede a encuentros erótico-sexuales con todos y con cualquiera, en cualquier contexto y de que cualquier forma. En contraposición a esta figura, el gato aparecía como una joven más astuta, estratega y selectiva.
“–¿Es lo mismo gato, trola, puta o no es lo mismo? ¿Hay diferencias? Porque son todas palabras que vos usaste.
–Puede haber diferencias, puede haber pequeñas diferencias.
–¿Cuáles serían?
–Y… hay minitas que no le dicen gato, le dicen puta porque es una minita muy fácil que no se valora nada, que la garcha 25 todo el mundo, el gato es como más importante, tiene su cuerpo como arma de seducción y la puta es una minita muy fácil.
–¿Y se viste como el gato, hace lo que hace el gato o no?
–Y… lo primero que se me viene a la cabeza es justamente la que no. Se me vino a la cabeza una mina que no se viste así, que es más regalada, anda por detrás de los tipos.”
Como vemos, Belén ordenaba estas categorías en un sistema jerárquico. La chica tranqui: la enunciadora, quien intentaba ocupar la posición de la feminidad legitimada, aceptada y aceptable y erigida en norma. El gato: una figura hiperbólica, excesivamente provocativa, laxa en términos erótico/morales y que rozaba los límites de una sensualidad moralmente aceptable pero, por lo menos, astuta. Y, por último, la puta: una figura sin agenciamiento por constituirse como alguien siempre sexualmente dispuesta. En este recorrido que trazaban las jóvenes, y que queda evidenciado en el relato de Belén, la elegancia, la sutileza, la honorabilidad y la raza/clase se iban perdiendo hasta cristalizarse en la figura de la puta.
Vale decir que para estas mujeres que defendían su pertenencia de raza/clase, mayor cantidad de compañeros sexuales o clientes, y menor capacidad selectiva de los mismos, implicaba mayor riesgo de devenir puta, lo que significaba una pérdida de “distinción” (Bourdieu, 1998) y, por tanto, de raza/clase.
La puta se relacionaba a un descontrol físico-sexual que la convertía en una figura (des)agenciada y la ubicaba en el polo de la naturaleza en la dupla naturaleza-cultura, propia del sexismo y del racismo (Gil Hernández, 2008). La puta parecía insaciable, se regalaba sin condición de forma directa y sin perspicacia o se vendía por dos pesos. Era negra, pobre y promiscua, produciéndose en esta figura un fenómeno de racialización a la par de una operación de sexualización de estas mujeres socio-económicamente subalternas 26. Raza, clase y moral sexual se combinaban para conformar una figura que sufría una “doble discriminación” y ocupaba varias “posiciones de subordinación” determinadas por el género y por la raza/clase (Gil Hernández, 2008). Se producía sobre ella “un efecto acumulativo de atributos estigmatizantes” (Gil Hernández, 2008: 499) que la convertía en la más abyecta de las figuras.
En el marco de nuestros trabajos de campo solemos escuchar un lenguaje que divide las cosas en categorías distinguiendo un nosotros/as de un ellos/as. “Cuando nuestras notas registran esa manera de hacer distinciones y de trazar límites, sabemos que tenemos un hilo a seguir (…). ¿Quiénes están trazando el límite? ¿Qué están distinguiendo al hacerlo?” (Becker, 2009: 194-195). Motorizadas por el descubrimiento de límites erótico/morales –estrechamente relacionados– trazados en los dos campos de indagación que pusimos en diálogo, es que surge este texto.
La propuesta que hicimos, aquí, nos convocó a reflexionar acerca de una operación de adscripción y clasificación jerarquizante a partir de la cual un conjunto situado de mujeres jóvenes heterosexuales se jugaban las afirmaciones del sí mismas y (re)hacían, al interior del grupo, jerarquías de género, raza/clase y moral sexual.
Hemos pensado estas categorías como actuaciones y performances y no como modos estético/erótico/corporales fijamente encarnados en ninguna joven. Por el contrario, elegimos colocar el acento en los recorridos performáticos y performativos que estas mujeres realizaban por medio de un decir y un hacer siempre situado. Hacer énfasis en dichos recorridos respondió a la hipótesis de que las figuras estereotipadas descubiertas en campo son, más que nada, actuaciones o performances sujetas a permanentes negociaciones, de modo que la normalidad representada en la chica tranqui se encuentra permanentemente amenazada y vigilada por sus pares.
A partir del uso de las figuras, injuriantes y disciplinantes, empleadas por las jóvenes para referir a otras mujeres –amigas, compañeras o desconocidas–, se reproducían categorías morales –raciales, sexuales y de clase– que organizaban los encuentros eróticos tanto mercantilizados como sociales. Las figuras del gato y la puta funcionaban como insultos injuriantes y degradantes que parecían interpelar(las) a retomar, sistemáticamente, el guión sexual, de género y de raza/clase hegemónico. Estas figuras hacían las veces de recordatorio disciplinante, incluso para las mismas enunciadoras, y funcionaban como “mecanismos disciplinarios” de “dirección” y “orientación” (Foucault, 2008) promoviendo cierto control del cuerpo –reducido en desobediencia– y realizando –en un sentido performativo– modos de sujeción y subjetivación particulares.
El análisis hecho aquí muestra también cómo lo social –el poder, en términos de sexismo, racismo y clasismo– se proyecta en las subjetividades a través de los usos de categorías clasificatorias que hacen posible tanto la representación; gato, puta, como la auto-representación: chica tranqui. Dichas categorías refieren a una cosmovisión, una estética y una moral, a un “ethos” (Geertz, 1992). En este sentido, las categorías utilizadas por estas jóvenes pueden pensarse como “realizaciones prácticas” de un complejo conjunto de valores, normas y formas de concebir el mundo social (Blázquez, 2004). Cada una de ellas materializa un proceso de percepción, representación y actuación que liga lo social a lo subjetivo y que ajusta lo subjetivo a lo social.
Chica tranqui, gato y puta pueden ser pensadas como “identificaciones externalizadas” (Butler, 2002: 141) que no sólo especificaban los contornos materiales del cuerpo de estas mujeres sino también los contornos morales de las subjetividades femeninas locales contemporáneas en el marco de relacionamientos heterosexuales. En estos estereotipos clasificatorios puestos a circular por las jóvenes se (re)producían claras relaciones de poder configuradas por la raza/clase y la moral sexual. De hecho, las categorías aquí trabajadas (re)colocaban, aunque siempre provisoriamente, a estas mujeres en posiciones de raza/clase y moral sexual contingentes, relacionales y, por supuesto, jerarquizadas. En este proceso, cada sujeto enunciadora arrojaba por fuera de las fronteras morales a otras mujeres en una operación de auto-ubicación constante dentro de los marcos normativos del sexo/género/deseo y la raza/clase.
Estas categorías (de)muestran las complejas y variables interrelaciones que se establecen y conjugan entre el género, la sexualidad y la raza/clase. Por un lado, “la evaluación de la exterioridad corporal” se efectúa enlazada con coordenadas de género, clase y raza. Por otra parte, los atributos de género están siempre racializados y enclasados, y viceversa (Gil Hernández, 2008).
La figura de la chica tranqui otorgaba existencia a las jóvenes y les ‘aseguraba’ supervivencia cultural sostenida en una raza/clase y una moral sexual hegemónicas: mujer heterosexual, blanca, de sectores medios y erótico/moralmente aceptable. El erotismo de la chica tranqui se configuraba por intermedio de una romantización de las prácticas sexo-eróticas, la moderación y la estabilidad erótico-afectiva.
La figura del gato aparecía estrechamente relacionada con la posibilidad y la intención de ascenso económico en sus más diversas maneras de hacer intercambios para lograr tal objetivo: desde ponerse de novia con varones con plata a seleccionar clientes adinerados que cubran gastos de muy diversos tipos. Aquí, el erotismo estaba vinculado al dinero como valor de cambio.
Por último, la puta aparecía como la figura más estigmatizada y abyecta, promiscua, negra y pobre. Una figura sobre la cual el proceso de sexualización de la raza/clase se hacía evidente (Viveros, 2009) demostrando que el discurso del colonialismo está inscrito “en la economía del placer y el deseo” (Viveros, 2009: 77).
Sin embargo, las fronteras que delimitaban las diferentes figuras eran de carácter poroso, observándose un continuum entre las mismas. A su vez, y como hemos (de)mostrado, las jóvenes actuaban estratégicamente las performances que estas figuras habilitaban a partir de diferentes intereses, deseos y contextos sociales y temporo-espaciales.
Estas figuras (re)construían feminidades que no dejaban de (re)producir la estructura social opresiva para las mujeres, reactualizando las ya antiguas representaciones de la mujer madre/esposa y puta/promiscua, propias de Occidente. Por medio de una vigilancia que se establecía entre pares, con la consecuente puesta en marcha de sanciones normalizadoras, estas jóvenes encauzaban, orientaban y gobernaban las conductas de sus propios cuerpos. Sin embargo, y como vimos a lo largo del trabajo, no dejaban de recorrer las posibilidades dadas por estas figuras, ajustándose a ellas pero, también, ajustándolas en función de deseos y placeres, motivaciones y expectativas diversas.
Formato de citación: Bianciotti, M.C.,
Ruiz, S. (2017). “Gatos, putas y chicas tranqui. Recorridos
performáticos y devenires subjetivos en dos campos de trabajo
etnográfico”. Aposta. Revista de Ciencias Sociales, 75, 219-250, http://apostadigital.com/revistav3/hemeroteca/bianciotti.pdf