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Compañías buenas para vivir: respuesta a los comentarios
Revista Colombiana de Antropología, vol. 58, núm. 1, pp. 203-205, 2022
Instituto Colombiano de Antropología e Historia - ICANH

Artículos


La antropología no es una cosa finalizada ni un modo de hacer igual a sí mismo. Su vitalidad es notoria en las múltiples discusiones que se suscitan cada tanto y de las cuales sale cambiada y, acaso, para algunos gustos, irreconocible. Por suerte se siguen dando las discusiones y a veces tenemos ocasión de advertir que están ocurriendo. Esta discusión que ha permitido la RCA es uno de esos momentos afortunados.

Para comenzar nuestro comentario, dos asuntos requieren precisión: 1) no nos referimos a la etnografía o al trabajo etnográfico ni pretendemos depurarlos o reformular una receta correcta; 2) sí consideramos que la antropología supone una tarea teórica, conceptual y amarrada a la vida. Creemos con Ingold (2017) que la confusión entre antropología y etnografía termina ocultando el potencial transformador de la primera. Así que nuestro llamado no es a esforzarnos por tener más autoridad para esgrimir los argumentos usuales, repetidos, sin alma y previsibles, tal como ha notado en su comentario Diego Cagüeñas. Al acompañar la vida que trabaja nos pondremos en mejores condiciones para asumir la tarea inacabada de plantear discusiones teóricas. Estos diálogos serán el producto del modo de hacer: no el mero pensamiento esforzándose por pensar distinto, sino un aprendizaje a ras del suelo que nos enseña otros conceptos o nos obliga a buscarlos para dar cuenta de lo que nos enseñaron.

Esta propuesta es acerca de cómo podríamos hacer antropología, reconociendo que se ha hecho de múltiples formas y que esas formas coexisten, aunque tomamos distancia de algunas. Nuestro planteamiento responde a dos aspiraciones: 1) aprender de las personas con quienes trabajamos y ser los aprendices de lo que nos pueden enseñar; y 2) hacer lo necesario, pero no solo de pensamiento y palabra, para alterar el orden de las relaciones desiguales entre investigadores e investigados. Compartir las ocupaciones de la gente que nos recibe en campo es la forma que hasta ahora hemos encontrado para alcanzar esos propósitos. No buscamos recaudar información, sino lograr aprendizajes acerca de cómo seguir llevando la vida junto con otros seres en un mundo igualmente vivo. Habría que reconocer que hay modos de vida y trabajo a los cuales se les oculta la vitalidad del mundo. Incluso, que seguir algunos de esos trabajos atentaría contra la vitalidad de la antropología. Es cierto, entonces, que esta propuesta no sirve para todas las antropologías ni nos gustaría que así fuera.

No pretendemos ni proponemos que la antropología sea una disciplina dedicada solamente a la transcripción (aunque en ocasiones esa sola tarea pueda ser iluminadora). Pero debemos tener cuidado con el “algo más” que decimos cuando las personas que nos educan en campo nos plantean argumentos y modos de hacer y de vivir que transgreden nuestro sentido de la realidad. Inevitablemente, quienes a esto nos hemos dedicado tendremos que escribir textos y esos textos dirán “algo más”. Escribir también es un trabajo que nos ayuda a comprender lo que sin el trabajo de escribir no lograríamos. Pero en esos textos nuestros maestros y maestras no serán el objeto sobre el cual sobrevuela el saber antropológico para demostrar algún argumento. En cambio, serán autoras y autores de conocimiento y ocuparán en nuestros textos el mismo lugar que las referencias bibliográficas, que nuestros compañeros de universidad y que nuestras profesoras y profesores. Esos textos que tendremos que esforzarnos por escribir eventualmente nos ayudarán a encontrar modos más justos de vivir juntos.

Por otro lado, estamos demasiado acostumbrados a creer que lo propio y lo fundamental de la antropología es lo que queda en los textos. Creemos que, al compartir la vida en el trabajo material, como antropólogas y antropólogos podremos notar que queda “algo más”: los productos mismos del trabajo —que no son poca cosa y en muchos casos serán aquello por lo cual nos recuerden—, pero, sobre todo, quedarán las amistades de largo aliento. Habrá enseñanzas que no aparecerán en texto porque o no alcanzamos a elaborarlas o no pueden ser escritas. Y, sin embargo, son un producto de la antropología que nos acompaña durante nuestra vida luego del campo. Trabajar tiene un valor formativo que dura más tiempo que el de la escritura de los informes de investigación. También permite ampliar nuestras comprensiones acerca de todo y, con ello, las posibilidades de la antropología.

Creemos en la potencia del trabajo de campo porque nos permite aprender desde dentro (ver Ingold 2015). No pretendemos acompañar el trabajo para de este modo reconstruir lo que hace la gente ni para mejorar nuestras descripciones. Estar inmersos en el trabajo reconociendo nuestra ignorancia nos permitirá encontrar propósitos de investigación junto a la gente con la que trabajamos, en lugar de imponerlos o acomodarlos a las expectativas de los financiadores o de lo que sea tendencia; en esto nos apartamos del argumento de Ana Padawer. Llegar al terreno con propósitos de investigación predeterminados e inmutables es como llegar con las manos extendidas hacia un regalo que queremos (que suele ser información) y por el cual no siempre es claro qué devolveremos. Lo peor de esa relación de dominación no es que los investigadores no devuelvan el don. Lo peor es cuando quienes fueron objetos de esas investigaciones descubren que estaban en medio de una falsa amistad o de un escrutinio encubierto. Es como si por habernos formado en las universidades nos sintiéramos con derecho a obtener esa información que queremos y creemos debe ser nuestra o de la disciplina.

Al contrario, si lo que recibimos cuando hacemos trabajo de campo es formación y no datos, tendremos que aceptar una relación que no puede tener cierre: la deuda nos obligará primero a volver y luego nos permitirá reconsiderar qué tan otros somos. Para nosotros, el camino de la antropología no tiene mucho sentido si no se hace con nuestras maestras y maestros de trabajo de campo. Es con esas personas y por esas personas que tiene sentido la búsqueda de modos de vivir en un mundo más justo. Apartarnos de ellas en el supuesto de que los espacios académicos tienen su propio camino es haber perdido el horizonte.

Tiene mucha razón Joanne Rappaport cuando afirma que la “práctica de visitar a la gente y extraer información de ella no es un proyecto viable o sostenible a largo plazo”. ¿Será que el bienestar de la antropología o el avance del conocimiento son razones suficientes para seguir viviendo de esos extractivismos de datos? El problema radica en que eso es lo que estamos enseñando en las universidades, lo que creemos que debemos hacer cuando pensamos en la investigación y lo primero que se nos ocurre cuando decimos “antropología”. De modo que, aunque no es éticamente sostenible, sí se ha demostrado simbólicamente muy rentable.

Aceptemos la tarea de ser aprendices de quienes llevan la vida a ras del suelo. Tal vez logremos atisbar algún resquicio de la igualdad que a veces solo aparece en el plano de los buenos propósitos. Tal vez consigamos ser reconocidos no ya solo como conciudadanos sino también como compañías buenas para vivir.

Referencias

Ingold, Tim. 2015. “Conociendo desde dentro: reconfigurando las relaciones entre la antropología y la etnografía”. Etnografías Contemporáneas 2 (2): 218-230. https://revistasacademicas.unsam.edu.ar/index.php/etnocontemp/article/view/410

—. 2017. “¡Suficiente con la etnografía!”. Revista Colombiana de Antropología 53 (2): 143-159.https://doi.org/10.22380/2539472X.120



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