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Sobre lo que implica aprender de los otros para la antropología
Revista Colombiana de Antropología, vol. 58, núm. 1, pp. 197-199, 2022
Instituto Colombiano de Antropología e Historia - ICANH

Artículos


La tradición antropológica de la investigación de campo ha proporcionado a las ciencias sociales una originalidad epistemológica: la producción de conocimiento mediante la tensión permanente entre el compromiso y el distanciamiento, expresada en el plano técnico mediante la observación participante (Batallán y García 1992). En la segunda mitad del siglo XX, la antropología latinoamericana, así como otras del sur global, ha logrado un desarrollo considerable de temas y reflexiones metodológicas que le permiten revisar este paradigma debido a la vecindad sociopolítica con los sujetos con quienes trabaja, de manera que hacer antropología en nuestros países resulta un ejercicio de cociudadanía (Jimeno 2005) —aun cuando constantemente miramos la producción de los países centrales—.

El artículo de Guzmán Peñuela y Suárez Guava comparte esa preocupación epistemológica y política por reconocer la importancia de nuestros interlocutores en la producción de conocimiento antropológico, ya que proponen que el trabajo de campo etnográfico debería realizarse “acompañando la vida en el trabajo material”. Esto para aprender genuinamente de una alteridad subalterna: “vidas a ras del suelo por su concrescencia con la tierra, el aire, el agua y todos los materiales del trabajo”.

Desde hace varias décadas se ha planteado la idea del antropólogo/a como aprendiz (Coy 1989). Además, atendiendo a que todo conocimiento es situado (Lave y Wenger 1991), parece acertado que, para reconstruir cómo hacen las cosas nuestros interlocutores, compartamos sus quehaceres cotidianos. No obstante, siguiendo esa idea de la situacionalidad del conocimiento, creo que es igualmente importante enfatizar que el conocimiento antropológico surge de nuestras propias preguntas que, al acercarnos a nuestros interlocutores y aprender de ellos mediante el hacer, podemos revisar y, de esa manera, entender de forma más compleja aquello que nos habíamos preguntado (Bourdieu y Wacquant 1995).

Guzmán Peñuela y Suárez Guava proponen “acompañar esta vida de ocupaciones y desocupaciones”, ya que “las tareas irán creciendo en nosotros gracias a las repeticiones siempre necesarias del trabajo”. Esta idea de las habilidades que crecen siguiendo los senderos de los expertos (Ingold 2002) es muy poderosa para orientar trabajos etnográficos más horizontales, al compartir la premisa ética de que la información debe ser un regalo, no un botín de guerra resultado de relaciones de poder y autoridad implícitas en la propia práctica (Díaz de Rada 2010).

Aunque la forma en que hacemos trabajo de campo es un asunto ineludible en las consideraciones acerca de la validez de lo que hacemos, es igualmente relevante reconocer y trabajar reflexivamente sobre cómo nuestras preguntas, generadas en nuestra cotidianidad, nos orientan en la producción de conocimiento. El diálogo con colegas, las búsquedas de financiamiento, las clases, las evaluaciones, las participaciones en el debate público, las actividades de transferencia o la vinculación tecnológica constituyen nuestras condiciones y posibilidades de producir nuevas ideas: acompañar es caminar junto a otros; pero somos, en definitiva, caminantes siguiendo nuestro propio sendero.

Si acompañamos a un maestro/a agricultor/a y aprendemos por fin “los movimientos exactos que hacen que un envuelto de maíz tome la forma y la consistencia precisa”, seguiremos siendo antropólogos/as que ahora pueden analizar con mayor precisión las técnicas agrícolas. El trabajo de campo nos transforma, así como transformamos a nuestros interlocutores en el encuentro, pero el aporte de nuestro trabajo será teórico: entenderemos mejor eso que queríamos saber y que seguramente está conectado con problemas sociales más o menos reconocidos (Rockwell 2009).

Por eso, ciertamente, nuestros aprendizajes serán también valiosos para los interlocutores que se han vinculado con nosotros con expectativas recíprocas: no se han dejado acompañar por sus pares sino por un/a antropólogo/a con una práctica profesional —ojalá éticamente orientada a la atención solidaria a las necesidades de los otros— que puede contribuir a una sociedad con mayor igualdad.

Referencias

Batallán, Graciela y José Fernando García. 1992. “Antropología y participación. Contribución al debate metodológico”. Publicar: en Antropología y Ciencias Sociales 1 (1): 79-89. http://cidac.filo.uba.ar/sites/cidac.filo.uba.ar/files/revistas/adjuntos/UNIDAD%2013%20-%20Antropolog%C3%ADa%20y%20Participaci%C3%B3n.pdf

Bourdieu, Pierre y Loïc Wacquant.1995. Respuestas por una antropología reflexiva. Ciudad de México: Grijalbo.

Coy, Michael. 1989. Apprenticeship. From theory to method and back again. Albany: Suny Press.

Díaz de Rada, Ángel. 2010. “Bagatelas de la moralidad ordinaria. Los anclajes morales de una experiencia etnográfica”. En Dilemas éticos en antropología. Las entretelas del trabajo de campo etnográfico, editado por Margarita del Olmo Pintado, 57-76. Madrid: Editorial Trotta.

Ingold, Tim. 2002. The perception of environment. Londres: Routledge.

Jimeno, Myriam. 2005. “La vocación crítica de la antropología en Latinoamérica”. Antípoda 1: 43-65. https://doi.org/10.7440/antipoda1.2005.03

Lave, Jean y Étienne Wenger. 1991. Situated learning: legitimate peripheral participation. Cambridge: Cambridge University Press.

Rockwell, Elsie. 2009. La experiencia etnográfica. Historia y cultura en los procesos educativos. Buenos Aires: Paidós.



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