Resumen: Este artículo tiene como objetivo analizar la construcción retórica del pueblo y su enemigo desplegada por el discurso uribista. Para ello, se realiza una articulación teórico-metodológica entre la orientación performativa del populismo y la metodología de la interpretación. La primera parte del análisis reconstruye el contexto espaciotemporal bajo el cual se produjo y legitimó el discurso uribista en la sociedad colombiana hacia finales del siglo XX. La segunda se dedica a un examen interpretativo de una serie de expresiones seleccionadas de varias alocuciones realizadas por Uribe desde el 2000 hasta el 2010, evidenciando cómo el discurso uribista, a través del empleo de ciertas figuras literarias y de tres estrategias discursivas en particular, logró construir y establecer como marcadores políticos para el pueblo y su enemigo a las identidades patriotas y antipatriotas, respectivamente.
Palabras clave: populismopopulismo,pueblopueblo,discursodiscurso,uribismouribismo,patriapatria.
Abstract: This article analyzes a rhetoric created by uribismo to construct a discourse of the nation and their enemy. In order to explain this, a theoretical methodology has been undertaken to compare a performative populist orientation and an interpretation methodology. The first part of this analysis reconstructs the time-space context in which the uribista discourse was produced and legitimized in Colombian society towards the end of the 20th century. The second section focuses on an interpretative look at various statements and expressions made by Uribe between 2000 and 2010, evidencing how the uribista discourse, by using certain literary figures and three logical strategies in particular, was able to construct and establish political indicators for the nation and its enemy, as patriotic or non patriotic identities respectively.
Keywords: populism, nation, discourse, uribismo, homeland.
Artículos
Patriotas versus antipatriotas: la construcción retórica del pueblo y su enemigo elaborada por el discurso uribista
Patriots vs Non Patriots: the rhetorical construction of the enemy of the nation as elaborated in an Uribista discourse
Recepción: 20 Abril 2021
Aprobación: 18 Mayo 2021
Un concepto que reapareció a finales del siglo XX al interior de las ciencias sociales latinoamericanas fue el de populismo. El interés por explicar la emergencia y consolidación en varios países de la región de proyectos políticos de izquierda -Venezuela, Ecuador, Bolivia, Chile, Brasil, Uruguay y Argentina- fomentó este proceso. La discusión giró, en gran medida, en la utilidad de revivir, para casos contemporáneos, una categoría analítica que logró explicar y determinar los rasgos distintivos de regímenes surgidos en América Latina durante la primera parte del siglo XX, como en los casos de Juan Domingo Perón en Argentina, Getulio Vargas en Brasil y Lázaro Cárdenas en México. Regímenes y proyectos políticos que se caracterizaron, en su momento, por su carácter popular-nacionalista; una fuerte movilización de los sectores populares emergentes -clase obrera, nuevos habitantes urbanos, campesinos- junto con la burguesía industrial y algunos sectores de las fuerzas militares contra las élites políticas y económicas; una orientación política hacia un nacionalismo económico vía sustitución de importaciones; un Estado fuerte e intervencionista; y un papel preponderante de un líder carismático. Rasgos ausentes, como lo sostienen algunos estudiosos del populismo latinoamericano (Vilas, 1995; Mejía, 2012; Borón 2012), de los proyectos y regímenes políticos surgidos en la región durante la década del noventa del siglo XX e inicios del XXI.
Dentro de este escenario, una interpretación que alimentó el debate fue la elaborada por Laclau (2005a). En esta, el autor se desligó de las interpretaciones clásicas, peyorativas y economicistas del populismo, reivindicó su utilidad como categoría de análisis y abrió el camino para su examen desde una orientación performativa o discursiva. Su objetivo lo centró en captar y analizar la dimensión retórica en la constitución del pueblo y su enemigo como identidades políticas antagónicas alejadas de un determinismo histórico o de clase; es decir, de una asociación directa del pueblo con los pobres o desposeídos y de su enemigo con las élites, las oligarquías o los ricos.
Por lo tanto, desde esta perspectiva se amplió el espectro analítico al incluir a movimientos políticos de derecha o conservadores como populistas, entendiendo la constitución del pueblo y su enemigo como el resultado de una operación hegemónica cuyo propósito es establecer una definición discursiva de la realidad que varía de acuerdo con las condiciones sociohistóricas bajo las cuales se produce y de los recursos retóricos desplegados por los sujetos a través del discurso1. Recursos y condiciones que se desmarcan de un determinismo histórico o de clase y están atravesados, valga precisar, por una lucha política.
En el contexto colombiano, la llegada del uribismo al poder en el 2002 produjo una reconfiguración hegemónica de este tipo. El uribismo, como proyecto político-cultural, logró construir a través de su discurso una división política entre dos identidades que pasaron a representar de manera discursiva la oposición nosotros-pueblo versus ellos-enemigo alejada de una sujeción clasista a priori. Estas identidades fueron los patriotas y los antipatriotas. La primera adquirió la identificación nosotros, la "gente de bien", los defensores de la patria; mientras la segunda fue asignada a ellos, los "bandidos", "criminales" o "terroristas", los enemigos de la patria. En esta se incluyó a los grupos armados de izquierda, particularmente a la ahora extinta guerrilla de las FARC-EP (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo), defensores de derechos humanos, críticos y, poco a poco, cualquier opositor del gobierno y proyecto uribista. Esta operación discursiva fue realizada por fuera de una inscripción meramente económica, racial, étnica o ideológica.
Tres estrategias discursivas, a mí juicio, posibilitaron esta configuración discursiva. La primera fue la moralización de la política colombiana, es decir, una simplificación de la confrontación en la arena política a una disputa entre buenos y malos. La segunda correspondió a la elaboración de un relato de la patria como ser vivo. Y la última, a la producción, circulación y legitimación de un nacionalismo antifariano2 (López, 2014) por medio del cual se rechazó y combatió militar, simbólica y culturalmente todo lo que representaba las FARC-EP en el imaginario colectivo. Estas tres estrategias convergieron en el discurso uribista posibilitando la emergencia de la identidad patriotas como la totalidad de ciudadanos, el pueblo como totalidad (populus), y la de antipatriotas como el enemigo interno a combatir.
En este artículo, reconociendo los aportes, pero apartándome de las conclusiones elaboradas por De la Torre (2005), Sánchez (2005), Galindo (2007), Fajardo (2010), Fernández (2010), Kajsiu (2017) y Giraldo (2018), quienes niegan la posibilidad de analizar el uribismo como un fenómeno o movimiento populista, me propongo reconstruir e interpretar desde la orientación performativa del populista y la metodología de la interpretación, la manera como el discurso uribista produjo retóricamente las identidades patriotas y antipatriotas como los marcadores políticos de una división dicotómica entre el pueblo y su enemigo.
Para realizar este análisis conceptualmente, hago uso de la perspectiva teórica desarrollada por Laclau (2005a) relacionada con la indagación del populismo como una lógica articulatoria3, mientras metodológicamente me apoyo en la metodología de la interpretación diseñada por Thompson (1993). Articulación teórico-metodológica que me permite efectuar un examen interpretativo en los niveles sociohistórico, formal o discursivo e interpretativo-reinterpretativo a una serie de expresiones (oraciones, frases) seleccionadas de diversas alocuciones realizadas por Uribe durante su primera campaña presidencial y sus dos periodos presidenciales (2002-2006 y 2006-2010); expresiones que se constituyen en las unidades de análisis y son entendidas como formas simbólicas en tanto construcciones significativas producidas por alguien, que se dirigen hacia o contra alguien y que producen un proceso de identificación y significación frente a algo (Thompson, 1993). Dicha selección se efectúo a partir de la operacionalización de cuatro criterios de orden cualitativo señalados por Jäger (2003). El primero correspondió al tema abordado, el cual se refiere al hilo discursivo que estructura el discurso. Para este caso se identificaron, entre otros, la seguridad, la patria, el orden, el sacrificio y el terrorismo. El lugar de enunciación corresponde al segundo. Este se refiere a las ubicaciones societales desde donde se produce el habla, es decir, los lugares desde donde se pronunciaron los textos. Algunos fueron, por ejemplo, el Congreso de la República y algunas instalaciones militares como batallones y brigadas, lugares que le conferían carácter institucional y, por lo tanto, credibilidad al discurso. El tercero se refiere a los acontecimientos abordados en el texto (acontecimientos discursivos), que son los acontecimientos sobre los cuales se realiza una interpretación a partir de los hilos discursivos. Para este caso, algunos fueron la conmemoración de la Batalla de Boyacá, el día de la independencia, la inauguración de instalaciones militares y el proceso de paz adelantado entre la antigua guerrilla de las FARC-EP y el Estado colombiano a finales del siglo XX. Por último, se encuentran los sujetos hacia quienes se dirige, a favor o en contra, el discurso. En este caso particular se refiere a los sujetos que el uribismo consideraba pertenecientes al pueblo, los patriotas, y a quienes juzgaba como sus enemigos, los antipatriotas.
Así, para desarrollar este análisis, identifico e interpreto el uso que Uribe dio a figuras literarias como la metonimia, la prosopopeya y la etopeya dentro de sus expresiones. Recursos retóricos por medio de las cuales logró atribuir emociones y sensaciones propias de los seres vivos a la patria -prosopopeya-; y construyó el carácter de la identidad patriotas y antipatriotas como los buenos y los malos, utilizando como referente simbólico a los miembros de la Fuerza Pública para la primera y a las FARC-EP para la segunda -etopeya-. Por último, equivalió los significantes país, nación, ciudadanos, patria o Colombia con el de pueblo; bandidos, delincuentes, políticos tradicionales y terroristas con el de antipatriotas; y soldados, policías, gente de bien y buenos ciudadanos con el de patriotas -metonimia-.
Las siguientes secciones presentan, en su orden, la propuesta laclauniana de análisis del populismo desde una orientación performativa, la metodología de la interpretación diseñada por Thompson como modelo de investigación de las formas simbólicas, y los resultados del examen realizado.
Uno de los conceptos que más tensión y discordia ha generado al interior de las ciencias sociales al momento de su aplicación es el de populismo. De hecho, en lo único que se está de acuerdo, "[...] después de décadas de discusiones científicas, [es que aún] no existe una definición aceptada" (Werz, 2012, p. 183) científicamente con respecto al concepto de populismo. Dos de las razones de esta tirantez se aducen a su maleabilidad semántica y a su popularización dentro del lenguaje coloquial, de allí que uno de los resultados de esta tensión haya sido la producción de una lógica teórica acerca del uso del populismo (Bueno, 2013) que ha dado origen a diferentes orientaciones o perspectivas de análisis. Algunas perspectivas están centradas en su irracionalidad, otras en la base socioeconómica y su relación con la movilización popular, y otras en la constitución discursiva de los sujetos populares.
La primera orientación, representada por teóricos como Germani (1978), Canovan (1981), Gellner y Ionescu (1969) y Freidenberg (2007), entiende el populismo como una forma desviada o aberrante de la política, el reverso perverso o "[...] el simple opuesto de formas políticas dignificadas con el estatus de una verdadera racionalidad" (Laclau, 2005a, p. 34). A partir de esta definición los fenómenos populistas se explican, por lo tanto, como formas irracionales, vagas, indeterminadas o deformadas de la acción política que impiden la consolidación del proyecto moderno, oscurecen la racionalidad occidental y fomentan una democracia insuficiente (Cadahia, 2016).
El resultado analítico desde esta orientación es la simplificación de la política al afirmar que existe una única verdadera o real que se desarrolla desde los parámetros de la racionalidad occidental moderna, lo que conduce a una falta de reconocimiento de un elemento cardinal de toda acción política: el antagonismo o la condición agonista (Mouffe, 2007) del mundo social. De igual manera, desconoce la capacidad de agencia del pueblo como actor social al reducirlo a una muchedumbre amorfa fácilmente manipulada y manipulable por un líder carismático o un grupo social (López, 2014). En esta medida, la buena política, promovida por los seguidores de esta orientación, que opera bajo la lógica de los encuentros, similitudes y consensos y no por los desencuentros, diferencias y desacuerdos, es la que prima en esta perspectiva analítica.
La segunda perspectiva, la clásica4, que se desarrolló en América Latina durante los años cincuenta y sesenta del siglo XX, comprende el populismo como un proceso popular-nacional en el que las clases populares emergentes, junto con las nacientes burguesías nacionales, jugaron un papel central en la consolidación de las naciones latinoamericanas. Para esta visión, el populismo tuvo como rasgo característico el impulso de políticas económicas de carácter redistributivo que tenían como propósito beneficiar a los más pobres y marginados social y políticamente, apelando para ello a un fuerte sentimiento nacionalista impulsado por líderes carismáticos que hicieron uso de la retórica y de la agitación popular como estrategia política, lo anterior moldeado a partir de la formulación de "[...] políticas proteccionistas e intervencionistas conjugadas con la idea de nacionalismos [...]" (Bueno, 2013, p. 123) económicos y la aplicación de "[…] reformas sociales incluyentes de los sectores desfavorecidos, procesos de incorporación popular, [y la] movilización del pueblo" (p. 123) contra las oligarquías nacionales.
Ahora bien, este reduccionismo económico frente al populismo latinoamericano tiene su explicación en el impulso que durante la década del sesenta y setenta del siglo XX tuvo la interpretación ortodoxa del marxismo heredada de la revolución soviética, desde la cual se le asignó al pueblo el rol histórico que fuera asignado en otra época al proletariado: ser el sujeto universal de la revolución popular. Visión que propició, en consecuencia, una concepción economicista del pueblo al transferirle los intereses de la clase trabajadora reduciéndolo a "[...] un sujeto universal, homogéneo, constituido a priori y con una tarea teleológicamente determinada" (López, 2014, p. 250). En síntesis, el relevo histórico de la clase proletaria.
Otra de las circunstancias que contribuyó a esta lectura clásica del populismo latinoamericano fue el papel transcendental que se le concedió al mundo del trabajo. Borón (2012) señala al respecto que el populismo latinoamericano se gestó y desarrolló dentro de la órbita del mundo del trabajo en una contienda trabajadores versus oligarquía; elemento que, según este autor, se encuentra ausente en el panorama actual latinoamericano. De allí que para esta visión el populismo haya perdido capacidad explicativa como categoría de análisis política contemporánea. La razón esgrimida es simple: al estar "extinguidas las burguesías nacionales, fragmentadas y atomizadas las clases populares que protagonizaron las grandes jornadas del populismo y agotada la etapa de los 'capitalismos nacionales', el populismo pasó a ocupar un lugar en el museo político de las sociedades latinoamericanas" (p. 140). Por lo tanto, la reaparición del populismo como categoría de análisis al interior de las ciencias sociales latinoamericanas contemporáneas está descartada desde esta perspectiva analítica.
La tercera orientación, la performativa o discursiva, parte de la tesis de entender el populismo como una lógica política (Laclau, 2005a) a través de la cual se construye y otorga significado al pueblo y su enemigo. En esta dirección, su eje de análisis apunta hacia una desencialización del pueblo como categoría de análisis abriendo el camino para su resemantización social, cultural y política (Dussel, 2012), reconociendo que el pueblo no opera por una lógica racionalista denotativa que le otorga un significado único, esencial y fijo, ni mucho menos por su subordinación a la categoría económica de clase; todo lo contrario, su productividad se debe a su elasticidad semántica.
Respecto a este último punto es importante recordar que "El pueblo de la política populista no está formado necesariamente por los pobres y tiene poco que ver con las nociones marxistas de alianza de clases contra la clase económicamente dominante" (Panizza, 2005, p. 31). En contraste, el pueblo de la lógica populista puede estar conformado, bajo ciertas condiciones y circunstancias históricas, por grupos privilegiados dentro de la sociedad como la oligarquía, la burguesía industrial o comercial, los terratenientes, entre otros, mientras su enemigo puede estarlo por las clases populares, los desposeídos, los humildes, los inmigrantes o el Estado de Bienestar5.
El populismo, en este sentido, más que un referente fijo al cual deben adherirse ciertas demandas y ciertos sujetos de manera apriorística, es "[...] un modo de identificación a disposición de cualquier actor político que opere en un campo discursivo [...]" (p. 14) y se encuentre inmerso en una disputa hegemónica por establecer el sentido de la realidad. Modo de identificación que es una de las formas de construir la unidad e identidad del pueblo en contra de sus potenciales enemigos a partir de procedimientos discursivos de exclusión, diferenciación, contradicción y contingencia.
El populismo, en consecuencia, más que una estrategia que recurre al engaño o la manipulación, o una ideología popular-reivindicativa centrada en la redistribución de la riqueza o beneficios económicos, es, como lo plantea Laclau (2005b), "[...] un determinado modo de articulación [de una serie de] contenidos sociales, políticos e ideológicos cualesquiera ellos sean" (p. 53) que logran su articulación por una práctica articulatoria a través de la cual se articulan diferentes "[...] demandas fragmentadas y dislocadas en torno a un nuevo núcleo [...]" (2005a, p. 222) que las viene a representar como un todo. Núcleo que asume el rol de una totalidad necesaria, pero precaria y temporal, que Laclau denomina significante vacío6 (y uno de estos puede ser el pueblo).
Un efecto de lo anterior, en términos epistemológicos, es que el pueblo como potencial identidad política pierde su carácter de unidad previamente establecida a la cual se anexan determinadas tareas, demandas y sujetos para llevarlas a cabo de manera apriorística. Su existencia, antes bien, es el resultado de una articulación equivalencial de un conjunto de demandas y elementos diversos producidos por un discurso en un nuevo centro gravitacional que los viene a representar a todos. Lo que equivale a concluir que el pueblo, como significante vacío, no existe previo a los elementos que lo constituyen a través del discurso.
Ahora bien, esta apreciación teórica implica dejar a un lado el análisis del pueblo como algo ya constituido, dado de antemano, y exige un ejercicio metodológico de reconstrucción contextual (Vergara, 2012) de las condiciones sociohistóricas y de los recursos retóricos utilizados por los sujetos en el discurso que hacen posible su configuración como subjetividad política. En esta medida, la perspectiva performativa, a diferencia de las dos anteriores, centra su análisis en "[...] la dimensión discursiva por la cual se logra articular la dimensión social, política y económica al considerarse que más allá de la simple retórica de un líder, el discurso logra un proceso de transformación cultural" (Bueno, 2013, p. 127), por medio del cual se producen las identidades nosotros/pueblo versus ellos/enemigo como dos identidades políticamente antagónicas. Es esta orientación la que guía el análisis acá propuesto.
Comprender el pueblo y su enemigo como una construcción discursiva resultado de las condiciones sociohistóricas bajo las cuales se produce y de los recursos retóricos utilizados por los sujetos en el discurso, abre la posibilidad para su análisis como fenómeno cultural. Reconocer esta condición, es decir, su capacidad de significar algo, de ser significado por alguien, para alguien y contra alguien, nos remite, a su turno, a su abordaje como fenómeno simbólico originado por un conjunto de objetos, acciones, textos y expresiones que se encuentran ubicadas en un contexto sociohistórico determinado que les confiere sentido (Thompson, 1993, p. 396). Objetos, acciones, textos y expresiones entendidas como formas simbólicas y analizadas, siguiendo el modelo de la metodología de la interpretación diseñado por Thompson (1993), a partir de cuatro niveles de análisis.
El primero corresponde a la hermenéutica de la vida cotidiana y busca "[...] elucidar las maneras en que las formas simbólicas son interpretadas y comprendidas por los individuos que las producen y las reciben en el curso de sus vidas diarias" (p. 406). En términos de Thompson, este nivel consiste en una comprensión de las doxas, opiniones, creencias y juicios que sostienen y comparten los individuos que comparten y conforman el mundo social. El segundo es el sociohistórico y se enfoca en "[...] reconstruir las condiciones sociales e históricas de la producción, circulación y la recepción de las formas simbólicas" (p. 409) centrándose en su aspecto contextual, es decir, en el análisis de los contextos y procesos sociohistóricos específicos en los cuales, y por medio de los cuales, se producen, circulan y reciben las formas simbólicas. El tercero se refiere al formal o discursivo, cuyo estudio "[...] se relaciona fundamentalmente con la organización interna de las formas simbólicas, con sus rasgos, patrones y relaciones estructurales" (p. 413), analizando los aspectos intencional, convencional y estructural de estas7. El último es el de la interpretación-reinterpretación y tiene como objetivo realizar una explicación interpretativa de lo que se representa o dice por medio de las formas simbólicas, con la intención de captar el aspecto referencial a través de la construcción creativa de un significado posible (p. 420) por parte de quien investiga.
Ahora bien, teniendo en cuenta el objetivo acá esbozado y siguiendo la línea metodológica delineada por Thompson, el examen a aplicar a las expresiones -formas simbólicas- seleccionadas de las alocuciones realizadas por Uribe se enfoca en los últimos tres niveles de análisis. Decisión que se soporta en el consejo dado por el autor de evitar la falacia internalista o reduccionista y propiciar, en consecuencia, un análisis integral que tenga en cuenta las propiedades y rasgos internos de las formas simbólicas, su contexto de producción, circulación y apropiación8, y una interpretación creativa por parte del investigador/a respecto a lo que representan o dicen.
Lo anterior, traducido en términos operativos, significa que, con el nivel sociohistórico, particularmente el aspecto espaciotemporal9 donde se produjeron y circularon las formas simbólicas seleccionadas, se indaga por ¿cuál era la situación política, económica y social de Colombia a finales del siglo XX?, y ¿cuáles fueron las circunstancias o hechos que posibilitaron la emergencia del discurso uribista y la construcción retórica de las identidades patriotas y antipatriotas? Con el formal-discursivo, se identifica y examina ¿qué sujetos integraron las identidades patriotas/pueblo y antipatriotas/ enemigo, qué papeles, cualidades y aptitudes fueron asignados a cada uno desde el discurso uribista y el tipo de relación que se estableció entre estos? Del mismo modo, se rastrea la manera como fue elaborado el relato de la patria como ser vivo desde el uribismo. Por último, con el interpretativo-reinterpretativo, que se efectúa de manera transversal y simultánea con los dos anteriores, se realiza un encadenamiento interpretativo de las condiciones sociohistóricas bajo las cuales se produjeron los textos, sus características internas y el sentido atribuido a la identidad patriotas como la totalidad de ciudadanos -el pueblo- y la de antipatriotas como su enemigo interno.
El 7 de agosto del 2002, llegó a la presidencia de Colombia Álvaro Uribe Vélez, un político, hasta entonces de bajo perfil, declarado independiente, con un discurso conservador, tradicionalista y moralista, que alcanzó la presidencia gracias a una bandera de campaña que logró convertir en un proyecto nacional: derrotar militarmente a la actualmente extinta guerrilla de las FARC-EP. Su llegada fue el resultado, en buena medida, de las condiciones del contexto histórico e institucional que vivió la sociedad colombiana para ese momento: una población fragmentada y acorralada por el accionar de los grupos armados ilegales, particularmente las FARC-EP y los paramilitares federados en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), un alto grado de desconfianza e inconformidad de la ciudadanía frente al papel del Estado y sus instituciones, y una incertidumbre sobre el porvenir de la nación.
Dentro de este contexto, tres hechos marcaron el camino para la llegada del uribismo al poder. El primero fue la ilegitimidad de los dos partidos políticos tradicionales colombianos, el Liberal y el Conservador, como los representantes legítimos de los intereses de los colombianos; el segundo, el fracaso de las negociaciones de paz adelantadas por el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) y las FARC-EP; y el último, la aguda crisis económica y social resultado de la implementación y profundización, desde inicios de la década del noventa bajo el gobierno de César Gaviria (1990-1994), del modelo neoliberal.
Respecto a la ilegitimidad de los partidos políticos tradicionales colombianos, el Liberal y Conservador, como los representantes legítimos de las demandas de los ciudadanos, dos antecedentes marcaron esta dinámica. El primero correspondió a los escándalos de corrupción y narcotráfico que rodearon el gobierno de Ernesto Samper (19941998) y el segundo, al frustrado proceso de paz entre el gobierno de Pastrana y las FARC-EP.
El escándalo de financiación por parte del narcotráfico, del cartel de Cali, a la campaña presidencial de Samper, posteriormente presidente de Colombia por el partido Liberal, generó un impacto institucional que erosionó la legitimidad de su gobierno y del Estado colombiano. En efecto, una de las repercusiones inmediatas de este escándalo fue la descertificación del Estado colombiano por parte de Estados Unidos por las presuntas conexiones del entonces presidente Samper con el narcotráfico y la clasificación por buena parte de la comunidad internacional y nacional como Estado fallido. Como bien lo sintetiza Estrada (2004),
[...] la crisis política, desatada por la financiación por parte del narcotráfico de la campaña electoral de Samper para llevarlo a la presidencia, tuvo como resultado un gobierno débil, dispuesto a hacer todo tipo de concesiones con el fin de poder terminar su cuatrienio presidencial (p. 96).
Debilidad que implicó una incapacidad para gobernar materializada en una seria limitación en su margen de maniobra en el ámbito nacional e internacional, situación que fue aprovechada por las FARC-EP y las AUC para fortalecerse militar, política y económicamente y enfocar sus acciones hacia un escalonamiento del conflicto que les permitiera presionar al Estado y a la sociedad civil a emprender diálogos de paz que tuvieran como eje central sus demandas y exigencias.
Bajo estas circunstancias, y con la bandera de campaña de alcanzar la paz por medio de la negociación, llegó a la presidencia el conservador Andrés Pastrana Arango. Su gobierno adelantó un proceso de paz con las FARC-EP durante más de dos años, del 7 de julio de 1999 hasta el 20 de febrero de 2002, con un resultado que distó del propósito de la dejación de las armas por este grupo guerrillero y su reincorporación a la vida civil a través de un acuerdo de paz. Por el contrario, durante su administración se recrudeció la violencia política como efecto de las acciones armadas ejecutadas por las FARC-EP y las AUC. Las tomas a poblaciones, a bases militares o estaciones de policía, el secuestro de miembros de las Fuerzas Armadas como presos políticos, las masacres contra la población civil, el desplazamiento masivo, el secuestro de políticos como forma de presión para un intercambio humanitario y los atentados a la infraestructura (oleoductos, puentes, etcétera), fueron una muestra de esta situación.
La consecuencia, en términos políticos y culturales, fue la producción y difusión en gran parte de la población colombiana de una percepción generalizada de inseguridad, desconfianza e incredulidad frente al papel del Estado y sus instituciones. De hecho, la realidad para inicios del siglo XXI era que tras la terminación de las negociaciones de paz entre el gobierno de Pastrana y las FARC-EP, lo único que había quedado en el panorama nacional "[…] era un paisaje de guerra más cruel que antes, con el trasfondo de una descomposición social visible por doquier" (Pécaut, 2003, p. 45).
A esta situación de orden público se sumó la crisis económica y social. Para el año de 1998, la tasa de desempleo alcanzó la cifra de 18%, la más alta en el país desde la década de 1960. La informalidad laboral afectó a un 30% de la población (Estrada, 2004), sumándose como un elemento más de descontento social. Por su parte, la deuda pública para finales de 1990 aumentó a una suma cercana a los 40.000 millones de dólares, lo que se tradujo para 1998 en "[...] niveles superiores al 55% del PIB absorbiendo, a través de su servicio, cerca del 40% del presupuesto de los gastos de la nación" (p. 206). Elementos que debilitaron aun más la capacidad de respuesta del Estado y sus gobernantes frente a las necesidades y reclamos de la población.
La concentración del ingreso, otro factor más de desestabilización, presionó el aumento de las desigualdades socioeconómicas y el incremento porcentual de la pobreza, medida de acuerdo con los ingresos percibidos por la actividad económica realizada. La cifra para finales del siglo XX era que el 68% de la población colombiana, estimada en 44 millones de habitantes, era pobre (Estrada, 2004). Otro dato revelador de este panorama era que "[...] mientras en 1990 el decil más rico tenía ingresos cuarenta veces mayores que el decil más pobre, en 2001 dicha proporción subió a ochenta veces, producto de la concentración del ingreso en el 3% de la población" (p. 206).
Frente a este conjunto de circunstancias, la respuesta elaborada por el discurso uribista fue señalar como directos responsables de la situación a los políticos tradicionales, dentro de los cuales incluyó a Pastrana, Samper y Gaviria, así como a las FARC-EP. A ambos los acusó de estar en contra de los intereses del pueblo y propiciar su desintegración. Tres expresiones de dos intervenciones realizadas por Uribe durante su primera campaña presidencial son ilustrativas. El 16 de agosto de 2001 señaló: "Las dificultades que enfrentamos no pueden servir para engañar al pueblo y regresar al monopolio de la burocracia que predica la solidaridad pero no la práctica" (Uribe, 2001a, p. 105), para remarcar que:
La guerrilla ha aprovechado el proceso de paz para avanzar hacia la toma del poder [y] Como buenos stalinistas que aplican recetas de Maquiavelo, han tomado la generosidad del Presidente [...] como debilidad del Estado adversario y ventaja táctica para destruirlo (p. 105).
Afirmación revalidada dos meses después cuando advirtió:
No acepto una tregua electoral para que la guerrilla se confabule con unos sectores de la política para señalar el próximo Presidente de Colombia. Si así lo fuere, estaré en contra de esa tregua y ese engaño al pueblo colombiano, y notificaré nuevamente, que mientras Dios me conserve la vida, no permitiré que la patria se la sigan entregando a los criminales (Uribe, 2001b, p. 8).
Ahora bien, el efecto discursivo de estas tres expresiones respecto a la lógica populista desplegada por el discurso uribista se puede evidenciar en la construcción de una línea divisoria entre dos proyectos políticos antagónicos representados por dos identidades políticas opuestas. Por un lado, quienes apoyaban las negociaciones de paz con las FARC-EP, incluidos algunos sectores políticos, posiblemente de izquierda y, por otro, quienes se oponían a estas. A los primeros, el uribismo les atribuyó, haciendo uso de la etopeya, una cualidad de malevolencia a través de una asociación directa con un imaginario popular de la izquierda -stalinista- como una lógica política que recurre al engaño, la violencia, la desestabilización y manipulación; mientras a los segundos les asignó, tácitamente, una cualidad moral superior de entrega, amor y sacrifico por la patria. Todo desde un registro moral de la política.
Operación similar efectuó respecto a los políticos tradicionales a quienes de manera metonímica designó como "burocracia", asignándoles, al tiempo, una cualidad de insolidaridad frente al pueblo: "[...] predican la solidaridad pero no la practican", instaurando una división no solo política, sino moral y conductual, entre el pueblo y los políticos tradicionales.
En síntesis, para cerrar este apartado, se puede señalar que la llegada del uribismo al poder, así como la producción y legitimación del discurso uribista, estuvo caracterizada por un conjunto de circunstancias que propiciaron una crisis institucional que afectó la legitimidad de los partidos políticos tradicionales, el Liberal y Conservador, del Estado, de los políticos tradicionales y de los gobiernos de turno, al tiempo que aumentó la animadversión hacia las FARC-EP como los principales responsables de la situación. Estas circunstancias dificultaron la unión de "[...] la sociedad [y] la dirigencia política en torno a algo que se asemejara a un propósito nacional" (Pécaut, 2003, p. 42), tarea que sí lograría capitalizar el uribismo a inicios del siglo XXI con su propuesta de derrotar militarmente a las FARC-EP.
En la construcción retórica del pueblo y su enemigo elaborada por el uribismo, el uso de la patria como un lugar en riesgo cumplió un papel central. Este uso fomentó un proceso de selección y exclusión por medio del cual se estableció quiénes eran los verdaderos patriotas y quiénes no (López, 2014), incluyendo dentro de esta segunda categoría a las FARC-EP; operación que estuvo marcada por la elaboración de un relato de la patria como ser vivo desplegada en dos momentos.
El primero se dio a finales del siglo XX e inicios del XXI, cuando la patria fue representada como un ser vivo que sufría a causa de las acciones ejecutadas por los grupos armados ilegales, fundamentalmente las FARC-EP, y la incapacidad de los gobiernos de turno para solucionar los problemas de la nación. El segundo comenzó a finales del 2003, una vez materializada e implementada la Política de Defensa y Seguridad Democrática10 (PDSD), y se prolongó hasta el segundo mandato presidencial de Uribe (2010). En este, la patria fue representada como un ser vivo con esperanza, felicidad, confianza y alegría gracias al compromiso y dedicación de los miembros de la Fuerza Pública en su misión de recuperar la patria de sus potenciales enemigos.
Respecto al primer momento, tres expresiones seleccionadas de igual número de alocuciones realizadas por Uribe durante la campaña presidencial de 2002 y sus primeros meses de gobierno son ilustrativas. El 1 de marzo de 2002, Uribe declaró: "El problema de la Patria es muy complejo, yo he recorrido la Patria en muchas ocasiones y nunca la había visto tan compleja, tan pobre y tan violenta y con tanta desconfianza y tan desconcertada" (Uribe, 2002a, p. 284). Construcción simbólica que reafirmó, siendo presidente, el 31 de octubre de 2002 y el 20 de julio de 2003. En la primera ocasión señaló:
La patria lleva décadas de violencia; la patria lleva décadas de discursos leguleyos que se oponen a la seguridad del Estado. Pero la patria hoy toda está de pie de lucha para que recuperemos la seguridad como presupuesto para recuperar la economía y para recuperar el empleo (Uribe, 2002b, p. 41).
Mientras en la segunda remarcó: "Es tan difícil la situación de la patria en términos de pobreza e inequidad, que por mucho que hagamos en los años que vienen, será todavía muy poco para superar estos flagelos" (Uribe, 2003a, p. 378).
La importancia de estas tres expresiones radica en que a través de estas, el discurso uribista personificó a la patria durante los primeros años del siglo XXI como un ser vivo abatido que sufría a causa de las condiciones heredadas de un pasado marcado por la violencia, la desconfianza y el engaño (discursos leguleyos) de los políticos tradicionales, adjudicándole, a través de una relación de causalidad, cualidades-emociones propias de los seres vivos como la inseguridad, pobreza, incredulidad, violencia y desorientación. De hecho, durante este período la patria fue representada como un ser vivo que sufría, que se encontraba sin rumbo, totalmente desolada, desorientada y cerca a la desintegración. Representación, no obstante, que comenzó a cambiar tras la puesta en marcha de la PDSD, política que marcó el inicio del segundo momento.
Las siguientes expresiones ilustran este giro discursivo. El 7 de agosto de 2008, tras cinco años de implementación de la PDSD, Uribe expresó: "[...] hoy vemos una Patria más feliz, con más confianza, y en buena parte lo debemos al heroísmo de nuestros soldados y policías. Por la felicidad de la Patria, a ellos un aplauso desde el corazón". Alegoría que reafirmó el 15 de abril y el 9 de julio de 2010. En la primera oportunidad sentenció: "[...] la Patria no está convertida en un paraíso, pero la Patria sí está con ánimo, la Patria está con confianza, y eso no lo podemos dejar decaer" (Uribe, 2010a); entre tanto, en la segunda puntualizó: "[...] hemos pasado de la desolación del espíritu a la esperanza, a mirar con alegría el futuro de la Patria" (Uribe, 2010b).
En estas tres expresiones el uribismo reafirmó la construcción de la patria como ser vivo, pero con emociones y sensaciones diferentes a las atribuidas durante los primeros años del 2000. La patria, ahora, fue personificada como un ser feliz, confiado y con ánimo, que había pasado de la desolación del espíritu a la esperanza y alegría gracias al trabajo realizado por los soldados y policías; sujetos que desde la lógica uribista se erigieron como los héroes de la patria. Así, el discurso uribista pasó de una representación de la patria como un ser vivo afligido y desolado, que sufría como consecuencia de las acciones de los políticos tradicionales y de las FARC-EP, a una representación como un ser vigoroso y feliz gracias a la aptitud de los miembros de la Fuerza Pública.
La construcción de la identidad patriotas y antipatriotas elaborada por el discurso uribista estuvo marcada por una persistente moralización de la política colombiana y de un rechazo visceral hacia las FARC-EP. En esta construcción, dos expresiones jugaron un papel central. Una correspondió a "gente de bien" o "ciudadanos de bien", la otra a "bandidos", "violentos" o "terroristas". Con la primera, el discurso uribista se refirió, metonímicamente, al pueblo o los patriotas, mientras con la segunda a todos aquellos sujetos que consideró enemigos del pueblo, ergo antipatriotas.
Para el primer caso, un ejemplo se dio durante la primera campaña presidencial de Uribe, en la cual presentó como propuesta para combatir a los grupos armados ilegales, uno de los sujetos designados por el uribismo como enemigos del pueblo, la consolidación de una red de cooperantes con la Fuerza Pública. Para ello, propuso construir "Redes de vigilantes en carreteras y campos. Todos coordinados por la fuerza pública que, con esta ayuda, será más eficaz y totalmente transparente", red que estaría conformada por "Un millón de buenos ciudadanos, amantes de la tranquilidad y promotores de la convivencia" (Uribe, 2002c, p. 13).
La relevancia de dicha expresión es que a través de esta el discurso uribista escindió retórica, política, moral y conductualmente a la población colombiana. Por un lado, ubicó a quienes colaboraban activamente con la Fuerza Pública, es decir, los "buenos ciudadanos", mientras que en el otro a aquellos sujetos que no realizaban esta actividad, a quienes el uribismo, si bien no designó explícitamente dentro de la oración como enemigos, sí los asignó figurativamente como el opuesto moral de los buenos; en otras palabras, los malos. Además, el uribismo les atribuyó a los "buenos ciudadanos" aptitudes como la vigilancia, tranquilidad y convivencia, en contraposición al desorden, intranquilidad, violencia e intolerancia asociadas a los sujetos caracterizados desde la lógica uribista como los enemigos del pueblo.
Dos expresiones seleccionadas de igual número de alocuciones de Uribe confirman esta operación retórica. En el 2004 señaló: "Esta Patria nuestra ha creado el mal hábito de dialogar con los violentos -que nunca quieren dialogar- y de negarse a dialogar con las gentes de bien, que siempre reclaman diálogo" (Uribe, 2004); entre tanto, en el 2005 manifestó: "No hemos ganado todavía, pero vamos ganando, para bien de la democracia, [...] para bien de esas inmensas mayorías colombianas que son gentes honradas, gentes laboriosas, gentes espontáneas" (Uribe, 2005).
El efecto retórico de estas dos expresiones se puede interpretar así: en la primera expresión, por ejemplo, "violentos" se equivalió metonímicamente a enemigos de la patria, o sea, a los antipatriotas, a quienes el uribismo les atribuyó rasgos comportamentales como la violencia y el engaño: actúan violenta y deshonestamente. Por otra parte, en la segunda expresión "gentes honradas, gentes laboriosas, gentes espontáneas" es igual a pueblo o, en su defecto, a las "inmensas mayorías", con lo cual el pueblo y/o los patriotas fueron construidos retóricamente como sujetos trabajadores, disciplinados, apegados a las normas, abiertos al diálogo y transparentes, en una clara relación de oposición a sus antagonistas.
Fue así como el discurso uribista remarcó una diferencia comportamental y moral entre el pueblo y su enemigo: los primeros actúan correctamente, los segundos no. Dos casos que ilustran esta operación lo representan la constitución de las FARC-EP como los principales enemigos del pueblo, o como lo describe López (2014), el monstruo mayor del pueblo colombiano, y la figuración de los miembros de la Fuerza Pública como los líderes morales del pueblo.
Respecto al primer caso, dos expresiones son explícitas. En el 2003 Uribe se refirió a las FARC-EP en los siguientes términos: "Aquí se acabaron las cofradías con estos bandidos; aquí se acabaron las tertulias con esos bandidos, aquí se acabó la receptividad para que estos bandidos continúen engañando al pueblo colombiano" (Uribe, 2003c, p. 126), subrayando que "En Colombia no volverá a haber un milímetro desmilitarizado por la fuerza pública para que esta caterva de bandidos abuse de la patria" (p. 128). En estas dos expresiones, que tienen como contexto narrativo el fallido proceso de paz adelantado por el gobierno de Pastrana y la extinta guerrilla de las FARC-EP, la palabra "bandidos" fue utilizada por Uribe para reemplazar metonímicamente a las FARC-EP, operación semiótica con la cual el uribismo negó cualquier tipo de estatus político a este grupo guerrillero. A su vez que los asemejó peyorativamente a una "caterva" -una muchedumbre o masa- sin ningún tipo de orientación o plataforma política e ideológica, sugiriendo que su forma de actuar obedecía a un instinto primitivo e irracional. En este sentido, el discurso uribista intentó borrar política y retóricamente las causas y condiciones históricas del surgimiento de las FARC-EP como movimiento revolucionario y reescribir, a su manera, una nueva historia desde su intencionalidad retórica, al asemejarlos a simples bandidos o terroristas.
Asimismo, se puede observar que por medio de estas expresiones el uribismo reafirmó la capacidad de engaño atribuida a las FARC-EP como una de sus cualidades comportamentales, reforzando su representación como manipuladores, embaucadores y abusadores del pueblo, representación que fue y es uno de los ejes centrales del discurso uribista. En el 2006, por ejemplo, Uribe expresó:
No vamos a caer en la trampa. Sabemos bien lo que ellos hacen. Son buenos discípulos de la perversidad: interpretan nuestra generosidad como debilidades. No son recíprocos para buscar la paz, sino que se valen de la buena voluntad del pueblo y del Gobierno para fortalecer su chantaje terrorista (Uribe, 2006a).
En esta expresión, "ellos" cumple la función metonímica de reemplazar a la FARC-EP, es decir, los enemigos del pueblo o antipatriotas, identidad a la que el uribismo atribuyó un conjunto de disposiciones inmorales como la perversidad, la trampa y el chantaje; disposiciones, por lo demás, que la conducían a actuar incorrectamente. En contraposición, al pueblo le asignó virtudes como la generosidad, la reciprocidad y la buena voluntad que lo conducían a obrar benéficamente. Como conclusión, el uribismo logró reafirmar discursivamente una división política y moral entre un ellos/enemigo caracterizado como malvado y perverso y un nosotros/pueblo simbolizado como generoso y virtuoso.
En cuanto a la figuración de los miembros de la Fuerza Pública como los líderes morales del pueblo, tres expresiones son ilustrativas. La primera corresponde a las palabras de fin año ofrecidas por Uribe en el 2002. La segunda a la intervención realizada en el 2006 tras su reelección presidencial y la última a la conmemoración de la Batalla de Boyacá en el 2008. En la primera oportunidad mencionó:
Quiero expresar desde Valledupar mi gratitud a cada uno de los soldados y policías de Colombia. A esta hora, mientras hay muchos colombianos en las playas de Santa Marta y de Cartagena, en las fincas del Cesar o del Quindío en su descanso merecido y contribuyendo a generar empleo; mientras muchos colombianos se desplazan alegremente con sus familias por las carreteras de la patria, hay miles de soldados y policías a la vera del camino con la mirada al sol haciendo un enorme sacrificio por devolverles a los colombianos su patria (Uribe, 2002d, p. 343).
En la intervención del 2006 recalcó que "[...] con el heroísmo de los Soldados y Policías de la Patria, avanzaremos para tener una Colombia segura, para que esta juventud vigorosa, pueda vivir feliz en el noble suelo de la Patria" (Uribe, 2006b); y en el 2008, utilizando una alegoría religiosa, indicó que "El de arriba ayuda, pero el de arriba ayuda cuando ve que en nuestros soldados y policías hay devoción, constancia, espíritu de sacrificio".
Como se puede apreciar en estas tres expresiones el discurso uribista acentuó el papel atribuido a los policías y militares como el grupo de vanguardia dentro del pueblo. De hecho, estos fueron investidos como los legítimos portadores de las virtudes y aptitudes más nobles: el sacrificio, la entrega, heroísmo, devoción, constancia y liderazgo, virtudes que les permitían renunciar a sus días de descanso o encuentro familiar y asumir el papel de héroes y salvadores de la patria, papel que cumplirían, según la lógica uribista, gracias a la protección y guía divina de "El de arriba", es decir, Dios.
Así, policías y militares fueron situados figurativamente por el discurso uribista a través de una alegoría judeo-cristiana en el bando de los de arriba, o sea, los buenos, mientras los sujetos representados como los enemigos del pueblo fueron ubicados tácitamente en el bando de los de abajo/ los malos, atribuyéndoles cualidades propias de los individuos que, según la doctrina cristiana, terminan en este lugar figurativo: el infierno.
En conclusión, se puede señalar que el discurso uribista representó a los policías y militares como los sujetos favorecidos por "El de arriba" para cumplir con la misión heroica de salvar a la patria de sus enemigos. En contraste, los enemigos del pueblo fueron representados como sujetos condenados a sufrir por su rebeldía y desviación de los preceptos morales enarbolados por el uribismo, a tal punto de ser merecedores de la derrota no solo militar sino cultural y simbólica, es decir, de su total aniquilación. La siguiente expresión es gráfica y concluyente en este sentido: "Si los grupos violentos dialogan y negocian, con ellos llegaremos a acuerdos; si no, convoco al pueblo colombiano a persistir hasta que derrotemos al último de los violentos para devolverle la ilusión a esta [patria]" (Uribe, 2002d, p. 343).
La elección de Álvaro Uribe Vélez como presidente de Colombia el 7 de agosto del 2002 marcó la instauración de un discurso populista en Colombia. El análisis de este a la luz de la perspectiva performativa del populismo y la interpretación de una serie de alocuciones efectuadas por Uribe desde el 2000 hasta el 2010, siguiendo el modelo de la metodología de la interpretación, ofrece pistas al respecto. De esta manera, el examen efectuado en los niveles sociohistórico, particularmente el aspecto espaciotemporal, el formal discursivo y el interpretativo/reinterpretativo a las alocuciones seleccionadas permitió reconstruir la manera como el discurso uribista elaboró retóricamente las identidades patriotas y antipatriotas como los marcadores políticos de la división dicotómica entre el pueblo y su enemigo.
En este camino analítico, un primer elemento que posibilitó dicha construcción fue el contexto espaciotemporal que permitió la emergencia y legitimación del discurso uribista en la sociedad colombiana a principios del siglo XX; contexto que estuvo marcado por tres hechos. El escándalo de corrupción y narcotráfico que rodeó el gobierno de Ernesto Samper, el fallido proceso de paz adelantado entre el gobierno de Pastrana y las FARC-EP, y la crisis económica y social vivida hacia finales del siglo XX como consecuencia de los ajustes neoliberales. Conjunto de circunstancias que se tradujo, a su vez, en una ilegitimidad de los partidos políticos tradicionales colombianos como los representantes de los ciudadanos, en un alto grado de escepticismo e inconformidad por gran parte de la población hacia el Estado, sus instituciones y sus gobernantes, y en un repudio generalizado hacia las FARC-EP.
Por su parte, el despliegue de tres estrategias discursivas elaboradas por el uribismo como fueron la moralización de la política, un nacionalismo antifariano y el relato de la patria como ser vivo, y el uso, por parte de Uribe, de figuras literarias como la metonimia, la prosopopeya y la etopeya, estimuló la construcción retórica de las identidades patriotas y antipatriotas como identidades antagónicas. Con la moralización de la política y el nacionalismo antifariano, el uribismo logró construir el carácter de la identidad patriotas como los buenos en contraposición al carácter de los antipatriotas como los malos. Operación que estuvo marcada por el uso de la metonimia y la etopeya. Para el primer caso, el uribismo reemplazó metonímicamente al pueblo o los patriotas por expresiones "gentes de bien", "ciudadanos de bien" y "buenos ciudadanos", mientras expresiones como "bandidos", "terroristas" y "violentos" fueron asignadas a los antipatriotas. Por su parte, con la etopeya asignó aptitudes y virtudes como la solidaridad, sacrificio, disciplina, entrega, honestidad y cooperación a los patriotas; entre tanto, a los antipatriotas los representó como deshonestos, embaucadores, violentos, insolidarios y tramposos.
En cuanto a la elaboración del relato de la patria como ser vivo, con esta estrategia el discurso uribista logró representarla durante los primeros años del 2000 como un ser vivo angustiado, desorientado, pobre y violento, resultado de las acciones de los anteriores gobernantes y, particularmente, de las FARC-EP. Sin embargo, una vez puesta en marcha la PDSD, esta representación cambió por una en la cual la patria se representó como un ser vivo feliz, vigoroso y próspero, cambio atribuido por el uribismo al empeño y trabajo de los miembros de la Fuerza Pública por liberarla de sus potenciales enemigos.