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Elecciones presidenciales en Colombia 2022: de los clivajes a la consolidación democrática
Presidential election in Colombia 2022: from the cleavages to the democratic
Reflexión Política, vol. 24, núm. 50, pp. 6-15, 2022
Universidad Autónoma de Bucaramanga

Dossier


Recepción: 15 Agosto 2022

Aprobación: 07 Septiembre 2022

DOI: https://doi.org/10.29375/01240781.4529

Resumen: Las elecciones presidenciales de 2022 en Colombia fueron paradigmáticas por varias razones. Primero, por la victoria de la izquierda política, la primera en 210 años de historia republicana, segundo, por la irrupción de una nueva era en la democracia colombiana y, tercero, por la llegada de la oposición al gobierno. El articulo toma como referencia estos elementos y se propone teorizar sobre el significado del triunfo electoral de Gustavo Petro y Francia Márquez. Con base en tres columnas teóricas (Bobbio, Pasquino y Mouffe) y en la redefinición de los clivajes de Lipset y Rokkan, adaptados para la contienda electoral (izquierda/derecha, cambio/continuismo, Petro-anti-Petro), se busca presentar así la victoria de Petro y Márquez como la profundización de la democracia en el país.

Palabras clave: Elecciones presidenciales, oposición, petro, polarización, democracia.

Abstract: The 2022 presidential election in Colombia were paradigmatic for several reasons. On one hand, the political victory of the left was the first in 210 years of republican history. In the other hand, due to the irruption of a new era in the Colombian democracy and third for the arrival of the opposition to the government. Based on those elements, the article proposes to theorize about the meaning of the electoral triumph of Gustavo Petro and Francia Marquez. Considering three theorical columns (Bobbio, Pasquino and Mouffe) and the redefinition of Lipset and Rokkan’s cleavages adapting to the election contest [left/right; change/continuity; Petro/anti-Petro], the text aims to show the Petro and Marquez victory like the deepening of democracy in the country.

Keywords: Presidential elections, opposition, petro, polarization, democracy.

Introducción

"... la calidad de una democracia no depende sólo de la virtud de su gobierno o de la interacción del gobierno con la oposición, sino, de modo muy especial de la capacidad de esta última"Gianfranco Pasquino

La victoria electoral de Gustavo Petro y Francia Márquez constituye un acontecimiento histórico en Colombia, no sólo porque significa la primera victoria de la izquierda en el país, sino por la simbólica representación que tendrán los sectores tradicionalmente excluidos en el ejercicio de gobierno. El triunfo electoral permite, por supuesto, una multiplicidad de análisis y lecturas, entre ellas la de la cartografía electoral, es decir, la comprensión del fenómeno social-territorial y las claves discursivas de los ganadores. Por tanto, más allá de los detalles y la interpretación geográfica de los resultados que le otorgaron al tándem Petro-Márquez 11.281.013 votos (equivalente al 50,44%), el propósito del presente artículo es hacer una contribución a estos análisis a partir de la teorización del hito de la victoria de la izquierda en el país. A la luz de diversas corrientes tradicionales de la ciencia política, se buscará dilucidar la importancia que tiene para la consolidación de la democracia en Colombia que, por primera vez en su historia, la oposición ocupe la más alta distinción del Estado. Todo esto a pesar de las fuertes adversidades que tuvo que padecer la fórmula ganadora.

En efecto, durante la larga campaña de los comicios presidenciales, medios de comunicación, partidos tradicionales e incluso instituciones representativas del Estado (con el expresidente Iván Duque a la cabeza) no se cansaron de advertir sobre el peligro de una victoria de la izquierda. También, como hace con frecuencia la derecha latinoamericana, se asociaron las propuestas del progresismo con el modelo venezolano; manido argumento que pasó al terreno ad hominem cuando Gustavo Petro fue atacado por su pasada militancia en la guerrilla del M-19. Incluso, los excandidatos Federico Gutiérrez y Enrique Gómez señalaron la posibilidad de que estas fueran “las últimas elecciones en Colombia”, pues Petro acabaría con la institucionalidad. A este cóctel apocalíptico se sumó la estigmatizante portada de la revista Semana, un día antes de las elecciones de segunda vuelta, con el titular ¿Exguerrillero o ingeniero? (Semana, 2022), en la que se resumió la posición ideológica que tuvo la revista a lo largo de la campaña presidencial.

A lo anterior debe sumarse el ambiente caldeado por cuenta de un presunto fraude electoral. En las elecciones legislativas de marzo de 2022 al Pacto Histórico (colectividad liderada por Petro y Márquez) le aparecieron más de 500.000 votos sin contar en el escrutinio, situación que levantó suspicacias y tuvo en vilo la continuidad del Registrador Nacional Alexander Vega. Las fallas, según adujo la Registraduría, se debieron a un desafortunado diseño de los formularios E-14 que transmitían la información de los votos. Además de esta situación, un día antes de las elecciones de segunda vuelta circuló en redes sociales un misterioso video que “simulaba” la contienda electoral y daba como ganador a Rodolfo Hernández. Aunque la Registraduría negó la realización de simulacros, los resultados aparecieron en el widget del portal CNN en español. El mismo medio consultó a Luis Guillermo Pérez, magistrado del Consejo Nacional Electoral, quien confirmó que hubo una simulación de datos a través de la empresa Indra, contratada para la transmisión de los resultados (CNN, 2022). Así, en medio de acusaciones y desconfianzas, los comicios tuvieron lugar el domingo 19 de junio de 2022 y le dieron la victoria a la coalición de izquierda.

Después de las elecciones, a pesar de la clara distancia obtenida frente a su contendor (700.601 votos) y de su llamado a un Acuerdo Nacional, Gustavo Petro no ha dejado de ser acusado de querer minar las instituciones, de buscar cooptar el poder y de ser el culpable de la crisis económica que disparó los precios del dólar. Esto confirma la situación sui generis que se ha configurado, pues en los más de 210 años de historia republicana ningún sector alejado del establecimiento había alcanzado la primera magistratura. En consecuencia, la hipótesis del presente texto será mostrar que la victoria de Gustavo Petro y Francia Márquez, lejos de significar la ruptura democrática que auguran con encono los propagadores del pánico, simboliza, por el contrario, una nueva era en la democracia colombiana.

En este orden de ideas, el concepto de consolidación democrática resulta fundamental para dimensionar la victoria de la izquierda en Colombia. Dieter Nohlen, autoridad en temas electorales, advierte que “la consolidación no se puede equiparar con la permanencia o persistencia de la democracia en el tiempo” (Nohlen, 2017, p.142), pues incluye una multiplicidad de aristas que presenta a través de otros autores. Por ejemplo, Leonardo Morlino veía la consolidación como “un proceso que tiene como consecuencia la continua adaptación de los actores políticos a las reglas de juego democrático y, con ello, la continua ampliación de la legitimidad del orden político establecido” (Morlino, 1986, como se citó en Nohlen, 2017). En contraste, para Guillermo O’Donnell, la consolidación democrática “apuntaba al horizonte de expectativas de los actores y los ciudadanos, en el sentido de que las elecciones libres y el pluralismo político se mantuvieran también en el futuro sin limitación temporal” (O’Donnell, 1996, como se citó en Nohlen, 2017).

Al recoger los factores descritos con antelación, Linz y Stepan (1996) definen la consolidación democrática como “el reconocimiento de un complejo sistema de instituciones, reglas, sugerencias y limitaciones, como el ‘único juego en el pueblo’”. Los autores agregan tres dimensiones para caracterizar el fenómeno: conductual (ningún actor del sistema político persigue sus objetivos con medios que traigan el establecimiento de un régimen no democrático), de actitud (la gran mayoría de la opinión pública valora a la democracia como la mejor forma de gobierno, a pesar de las críticas que puedan dirigírsele) y constitucional (la oposición se somete a la Constitución y busca solucionar sus conflictos por medio de las reglas de juego) (Linz & Stepan, 1996, como se citó en Nohlen, 2017). Así las cosas, el hecho de que los sectores tradicionalmente excluidos lleguen a ocupar el ejercicio de gobierno en Colombia sugiere un proceso de adaptación y reconocimiento de las reglas de juego que promueve e impone la democracia (de su legitimidad). Este hecho, directa e indirectamente, invalida otras formas que incluyen la violencia y constituyen la reducción del animus belli que ha caracterizado a la historia colombiana.

Con todo, para cumplir con el propósito trazado, el presente documento se divide en cinco partes. La primera otorga una plataforma teórico-analítica basada en los clivajes descritos por Lipset y Rokkan (1967), los cuales serán transversales al análisis. La segunda contendrá una reflexión sobre la diada izquierda y derecha, novedosa en su uso en el contexto colombiano. En la tercera se estudiará la posible debacle del uribismo con la derrota de sus tres candidatos y en la cuarta se expondrá una reflexión de lo que a nuestro juicio constituye un falso dilema de polarización. Finalmente, la quinta y última parte del artículo versará sobre las consideraciones finales en las que se constata la victoria de Petro y Márquez como síntoma de la profundización democrática en Colombia.

1. Guía teórico analítica: redescribiendo los clivajes

El análisis propuesto por Seymour Martin Lipset y Stein Rokkan, cristalizado en su libro Party Systems and Voter Alignments: Cross-National Perspectives (1967), se transformó rápidamente en uno de los manuales clásicos de la ciencia política. Dentro de sus innumerables aportes, quizás el más fecundo fue el concepto de cleavage que suele traducirse como ‘fractura’. De hecho, este es el término que se utiliza en las versiones del libro en español, aunque también se usa a menudo la castellanización ‘clivaje’, que será justamente empleado a lo largo del presente documento. De acuerdo con las reflexiones de Lipset y Rokkan:

las diferencias originarias de los sistemas de partidos están en el sistema de fracturas, las cuales fueron producto de los procesos de formación del Estado y la construcción de la nación. Las fracturas o clivajes son conflictos particularmente fuertes y prolongados que radican en la estructura social. (Barrientos, 2011, pp. 30-31)

Dicho de otro modo, los clivajes son elementos dinámicos que representaron, en determinadas épocas, a bloques sociales que se enfrentaron mutuamente. De acuerdo con los autores en mención, cuatro fueron las fracturas que dieron origen a la formación de varios estados europeos y, por extensión, de las agrupaciones políticas que los simbolizaron. En primera instancia, el clivaje centro-periferia que enfrentó a los constructores de la nación (centro) con las poblaciones de las provincias que, generalmente, tenían lenguas y etnias distintas (periferia). La segunda disputa se dio entre el Estado-nación “centralizador, estandarizador y movilizador” y las reivindicaciones de la iglesia que buscaba tener el control de la educación. El tercer momento se produjo por el estallido entre la burguesía comercial y los intereses agrícolas, particularmente por el sistema de propiedad territorial. Finalmente, el cuarto clivaje -al más fiel estilo marxista- enfrentó al proletariado contra los propietarios de los medios de producción (Lipset & Rokkan, 1967).

La configuración de los bandos coincide con los cambios históricos que dieron origen a los partidos políticos. En palabras de Gramsci (1999):

esta es la fase más estrictamente política, que señala el tránsito neto de la estructura a la esfera de las superestructuras complejas, es la fase en la que las ideologías germinadas anteriormente se convierten en “partido”, entran en confrontación y se declaran en lucha hasta que solo una de ellas o al menos una sola combinación de ellas, tiende a prevalecer, a imponerse, a difundirse por toda el área social, determinando, además de la unidad de fines económicos y políticos, también la unidad intelectual y moral, situando todas las cuestiones en torno a las cuales hierve la lucha no en el plano corporativo sino en el plano “universal”, y creando así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados, (p. 36-37)

Los momentos descritos por Lipset y Rokkan no sólo configuran disputas entre grupos incipientemente políticos, sino que sugieren la antesala de las relaciones de poder y los procesos hegemónicos. Hablar de clivajes implica entonces caracterizar momentos de ruptura que si bien fueron pensados para la formación de los estados europeos, han sido adaptados también a la realidad latinoamericana (Dix, 1989; Moreno, 2020).

Siguiendo esta línea, en el presente análisis se busca “redescribir” los clivajes (para utilizar el término de Rorty (1994), rescatado por Mouffe, 2000, p.26) en su acepción más simple o, si se quiere, más literal. De esta forma, se estudiarán tres fracturas coyunturales que ayudan a comprender lo acaecido en las elecciones presidenciales de 2022. Los clivajes propuestos son: a) izquierda-derecha; b) continuismo-cambio; y c) petrismo-anti-petrismo. Somos conscientes de que el sentido dado por Lipset y Rokkan a las fracturas obedece a circunstancias y a procesos de formación de los estados y los partidos políticos de ellos derivados; pero no por esto dejan de ser pautas interpretativas para, en este caso, entender los comicios en Colombia. De hecho, los resultados electorales en el país son paradigmáticos, de una parte, por configurarse a través de conflictos particularmente fuertes y, de otra, por otorgarle la primera victoria a los sectores alternativos.

Una de las grandes transformaciones que serán analizadas a lo largo del texto será la de la oposición devenida en gobierno. Colombia, considerada una nación con un sistema democrático aparentemente sólido, no había experimentado el triunfo de grupos por fuera de un puñado de familias tradicionales. Si bien la llegada al poder del partido liberal a mediados del siglo XX - que significó la ruptura de la hegemonía conservadora- suscitó importantes transformaciones en el sistema político, fue, de acuerdo con algunas perspectivas, más circunstancial que intencionada (Osorio, 2015). De esta manera, la proscripción de los actores políticos que se encontraban por fuera del contubernio liberal- conservador, sacralizado en la figura del Frente Nacional, impidió la institucionalización de la oposición. Desde ese momento, los sectores alternativos padecieron las consecuencias de un sistema cerrado y un “Estado inacabado o en formación” (González, 2014) que cobró la vida de centenares de miles de personas que militaron en colectividades por fuera del binomio liberal-conservador1.

No obstante, Lipset y Rokkan recuerdan que “los conflictos entre las élites y las medidas represivas contra la disidencia son progresivamente sustituidas por el debate público y por la competencia abierta por la búsqueda de apoyos” (Barrientos, 2011, p. 28). En este sentido, las elecciones de 2022 significaron el comienzo de una nueva época para la democracia colombiana en la medida en que se sustituyó el conflicto por el trámite de las diferencias a través de las urnas, otorgándole mayor legitimidad al sistema. En este punto, cabe mencionar que además de los clivajes, el artículo tendrá otras tres columnas teóricas: las reflexiones de Norberto Bobbio en torno a la distinción de izquierda y derecha, el papel fundamental de la oposición descrito por Gianfranco Pasquino y la necesidad de una política agonística en los términos de Chantal Mouffe.

Lo anterior apunta a reconocer que Colombia está atravesando por un proceso de democratización, lo que significa “el mejoramiento institucional de las oportunidades de participación e influencia política a disposición de una población en un sistema territorial a través de la superación de cuatro umbrales: legitimación, incorporación, representación y acceso al poder ejecutivo” (Rokkan, 2002, p.301, en Barrientos, 2011, p. 25)2. Así las cosas, lejos de acabar con la confrontación política, lo que se inaugura en Colombia con la victoria de Petro y Márquez es el surgimiento de una oposición legítimamente conformada que respeta y defiende la Constitución de 1991 y que ha logrado, por fin, conquistar -en términos clásicos- el ejercicio del poder. Por tanto, como recuerda Pasquino, “una oposición se legitima en cuanto tal y como alternativa potencial de gobierno, o, en cualquier caso, adquiere títulos en ese sentido, cuando participa activamente en la redacción de normas constitucionales y luego defiende su sustancia y propugna su realización” (Pasquino, 1998, p. 68). Después de todo, quien dice de democracia, dice de oposición.

2. Izquierda y derecha: difusión de una dicotomía extemporánea

Las categorías de izquierda y derecha han sido útiles para caracterizar los conflictos y diferencias de sectores antagónicos desde la modernidad. Estas dos categorías, cuyo origen fue fundamentalmente anecdótico en los albores de la Revolución Francesa, con el tiempo, han devenido en organizaciones formales. De hecho, Gramsci recuerda que los partidos políticos son el “Príncipe moderno” -en la concepción de Maquiavelo- cuyo objetivo esencial es fundar un nuevo tipo de Estado, de ahí que sean “la primera célula en que se agrupan gérmenes de voluntad colectiva que tienden a hacerse universales y totales” (Gramsci, 1999, p. 15). De este modo, los grupos políticos adquieren sustento ideológico basado en un poder autoexplicativo que deja por fuera al «otro excluido», en otras palabras, la izquierda es lo que la derecha no y viceversa.

Desde entonces, no han sido pocos los intentos por invalidar la clasificación del universo político en derecha e izquierda. Jean Paul Sartre, por ejemplo, aseguraba que constituían “dos cajas vacías”, sin ningún poder heurístico o explicativo (Sartre, s.f., citado por Bobbio, 2014, p.31). Otros han considerado que la tipología es reduccionista y no permite abordar la multiplicidad de fuerzas en disputa dentro de un sistema político. Empero, es claro que “el árbol de las ideologías siempre está reverdeciendo. Además, no hay nada más ideológico, tal y como ha quedado demostrado muchas veces, que la afirmación de la crisis de las ideologías” (Bobbio, 2014, p. 32). Probablemente, la dicotomía izquierda-derecha es una categoría dúctil que suele adaptarse a las circunstancias y ha sobrevivido incluso a lo que algunos como Fukuyama (1992) han llamado el fin de la historia.

La tendencia mundial, luego de la implosión de la Unión Soviética y el desmonte progresivo del Estado de bienestar en Europa occidental, fue la de considerar obsoleta la disputa entre derecha e izquierda. Surgieron, en consecuencia, diversas propuestas que buscaban “integrar” o “trascender” la vieja dicotomía, entre ellas, la famosa tercera vía. Sin embargo, resulta complejo no estar de acuerdo con Mouffe (2000) cuando advierte que “el borramiento de las fronteras entre la izquierda y la derecha, lejos de construir un avance en una dirección democrática, es una forma de comprometer el futuro de la democracia” (p. 24). Lo anterior está sustentado en el hecho de que un sistema democrático es, en esencia, la confrontación entre perspectivas disímiles, por esta razón, cuando comienzan a diluirse los límites de la discusión a favor de un falso consenso, se está ante el preludio de un Estado autoritario.

Ahora bien, el caso colombiano resulta peculiar en varios sentidos ya que las fronteras entre derecha e izquierda en el país nunca fueron definidas con precisión, quizás por lo que se mencionaba algunas páginas atrás sobre la exclusión de los sectores de oposición. Las diferencias entre liberales y conservadores no deben confundirse con el uso de la dicotomía, pues existió un acuerdo político sobre las instituciones básicas y el respeto mutuo por las cuotas burocráticas tal y como quedó plasmado en el acuerdo de Sitges de 1957. Por tanto, temas como la propiedad privada, la reforma agraria o la distribución de las rentas fueron ignorados sistemáticamente por las élites de ambos partidos, a pesar de algunos tímidos intentos por parte de los liberales de regular la materia. En todo caso, sólo hasta las elecciones presidenciales de 2018 se comenzó a utilizar con cierta naturalidad la diada derecha e izquierda para explicar el panorama político nacional. Ya para 2022, y sólo hasta esa fecha, se expandió su utilización como moneda de cambio en los medios de comunicación digitales e impresos. Esto, sin duda, muestra un rezago importante frente a los debates que acaecían en el mundo, donde se hablaba del replanteamiento e incluso la eliminación de las categorías.

La falta de claridad sobre el uso de los conceptos también causó confusiones y problemas. Generalmente, se entendía que un candidato como Gustavo Petro (asociado con la izquierda) hablara de distribución de la riqueza; en tanto que su contendor, Federico Gutiérrez (asociado con la derecha), tuviera como agenda principal la seguridad. Esto produjo usos artificiales y poco diáfanos de lo que significaba, para el caso colombiano, la famosa diada. Además, no se ha tenido en cuenta que “derecha e izquierda no son palabras que designen contenidos fijados de una vez para siempre. Pueden designar diferentes contenidos según los tiempos y las situaciones” (Bobbio, 2014, p.100). Por ello, para entender con mayor precisión lo sucedido en las elecciones presidenciales, es vital comprender cuáles son las diferencias esenciales entre derecha e izquierda y por qué fueron tan utilizadas en los debates mediáticos.

Al respecto, parece haber un acuerdo en que la autoridad máxima en el tema es Norberto Bobbio. Existen autores de peso que también han escrito sobre esto en particular (verbigracia, Laponce, 1980), pero ninguno, a nuestro juicio, con la claridad del politólogo italiano. Bobbio utiliza tres criterios para intentar desnudar las diferencias entre derecha e izquierda: justicia, libertad e igualdad. El problema radica en que tanto derecha como izquierda en diferentes periodos y con distintas intensidades se han apropiado de estos conceptos. Por ejemplo, hay movimientos libertarios tanto en la derecha como en la izquierda y lo propio sobre las distintas concepciones de la justicia. Por esa razón, Bobbio trata de fijar su atención en la igualdad como elemento distintivo, pero se encuentra con que la derecha también aboga, a su manera, por ella.

No obstante, Bobbio descubre una diferencia fundamental entre cómo entiende la igualdad la derecha y la izquierda. La clave parece estar en el concepto de igualitarismo. De esta manera:

se puede, pues, llamar correctamente igualitarios a aquellos que, aunque no ignorando que los hombres son tan iguales como desiguales, aprecian mayormente y consideran más importante para una buena convivencia lo que los asemeja; no igualitarios, en cambio, a aquellos que, partiendo del mismo juicio de hecho, aprecian y consideran más importante, para conseguir una buena convivencia, su diversidad. (Bobbio, 2014, p.114)

Dicho de otra manera, las diferencias se sustentan en que mientras la izquierda considera la desigualdad “ante todo como una construcción social, histórica y política” (Piketty, 2022, p.18) y, por tanto, eliminable a través de movimientos y luchas sociales; la derecha parte de la convicción de que las desigualdades son naturales y, en consecuencia, no se pueden eliminar (Bobbio, 2014, p.114). Aquí se encuentran algunos elementos importantes para comprender por qué durante la campaña, el establecimiento tradicional (incluidos partidos políticos, estamento militar y grandes empresarios) inclinaron su apoyo a la candidatura de Federico Gutiérrez que, entre otras cosas, representaba la costumbre y la fuerza del pasado.

Hasta el momento no hemos hablado del tercero en discordia que en la ya lejana campaña presidencial fue representado por Sergio Fajardo. Los medios de comunicación le otorgaron a él y a su movimiento la categoría de “centro”, concepto altamente discutible3. La contundente derrota de Fajardo en las urnas se debió principalmente a que nunca encontró su espacio en la discusión política. Por una parte, no se consolidó como el líder de la oposición al gobierno de Iván Duque, lugar ocupado por Gustavo Petro, y , por otra, no transmitió la fuerza del “cambio” que sí logró capitalizar el outsider de la contienda, Rodolfo Hernández. Fajardo tampoco pudo deshacerse del lapidario “avistador de ballenas”, ni logró transmitir firmeza en su liderazgo al interior de la Coalición Centro Esperanza. Todas estas circunstancias lo llevaron a cometer el error de definir su candidatura “por fuera de los extremos”. Fue un claro desatino político, pues ni Gustavo Petro ni Federico Gutiérrez son representantes radicales de sus posturas ideológicas.

Con todo, el clivaje derecha e izquierda resultó extemporáneo para la contienda presidencial. Esto no quiere decir, sin embargo, que deba desecharse la diada. Por el contrario:

la oposición entre izquierda y derecha es el modo que recibe su forma y se institucionaliza el conflicto legítimo. Si este marco no existe o se ve debilitado, el proceso de transformación del antagonismo es entorpecido, y esto puede tener graves consecuencias para la democracia. (Mouffe, 2000, p. 129)

No obstante, muy tarde el uribismo y otros sectores de la derecha tradicional (apoyados, huelga decirlo, por la mayoría de medios de comunicación) comprendieron que la disputa no pasaba por atajar a Gustavo Petro y Francia Márquez. En su lugar, implicaba desmarcar a su candidato (Federico Gutiérrez) de la fácil asociación con el cuestionable desempeño del gobierno saliente. En otras palabras, la derecha debía evitar a toda costa que Gutiérrez fuera el abanderado de “más de lo mismo”: la lucha no debía ser entre derecha e izquierda (donde también quedó atrapado Sergio Fajardo), sino entre cambio y continuismo. En contraste, en medio de las ruinas del debate y de la miopía de Gutiérrez y Fajardo, emergió la figura de Rodolfo Hernández, un empresario septuagenario que a nada estuvo de convertirse en presidente de Colombia.

3. Cambio o continuismo: ¿el fin del uribismo?

Al dejar claro que el clivaje entre derecha e izquierda no movilizó la contienda electoral, en este apartado intentaremos caracterizar una nueva fractura, esta vez entre cambio y continuismo, binomio al que contribuyó de manera definitiva la gestión del expresidente Iván Duque. De hecho, no en vano diversos sectores (incluidas voces de su propio partido), criticaron la administración del expresidente en múltiples temas de su agenda pública que lo llevaron a convertirse en el mandatario más impopular de la historia reciente. Con índices de desfavorabilidad que superaron en varios periodos de su mandato el 70%, con el aumento de la inseguridad y una tasa de pobreza relativa del 45% (Galindo, 2022), la materia en la que parece haber un consenso de relativa aprobación fue la gestión sobre la pandemia del Covid-19 la cual, sin duda, limitó su presidencia.

Al margen de lo anterior, hay al menos tres claves que explican la debacle del gobierno Duque y, por extensión, del uribismo. La primera se relaciona con un liderazgo sordo y carente de autocrítica que llevó incluso al saliente mandatario (en uno de los picos más altos de su impopularidad) a decir que “si pudiera presentarme, estaría en la pelea y sería reelegido” (BBC, 2022). Creíble o no, fue la misma actitud que mantuvo hasta sus últimos discursos, como el del 20 de julio de 2022 ante el nuevo Congreso, donde no mencionó ni un solo error cometido durante su presidencia. El segundo elemento fue subvalorar el creciente movimiento social que había estallado a finales de 2019 y que se vio interrumpido por la pandemia. Duque no supo interpretar las demandas sociales y hasta el último día defendió la tesis sobre infiltrados radicales en las manifestaciones. Finalmente, el tercer factor se relaciona con su falta de experticia en asuntos públicos y los sonados escándalos de corrupción, particularmente el que involucró a su ministra de las TIC Karen Abudinen.

Ahora bien, con este panorama, el apoyo de un presidente impopular fungía como una espada de Damocles para los candidatos en contienda. A pesar de que no se realizó de manera oficial, buena parte del aparato político, incluido el apoyo soterrado del Centro Democrático, colectividad del expresidente Uribe (líder venido a menos) respaldó la candidatura de Federico Gutiérrez. Por su parte, el expresidente Duque criticó de manera artera varias de las propuestas de Gustavo Petro y Francia Márquez, lo que implicaba romper la imparcialidad demandada por la Constitución y apoyar indirectamente la candidatura del exalcalde de Medellín. Sin embargo, el cálculo no salió como esperaban dichos sectores, pues Gutiérrez quedó en un lánguido tercer puesto (sorpresivo en muchos sentidos, principalmente a causa de la millonaria suma invertida en la campaña) con el 23,94% de los votos que se tradujeron en poco más de 5 millones de sufragios.

Con todo lo anterior se deduce que en 2022 la lógica electoral fue muy distinta a la de otras elecciones. De un lado, esta fue muy hábilmente interpretada por la campaña de Gustavo Petro, quien en los debates públicos comenzó a llamar a su contendor más fuerte (en ese entonces Federico Gutiérrez) como “Duque II”. Este epíteto fue tomando fuerza progresivamente hasta el punto de que el exalcalde de Medellin no pudo separarse del lastre de ser el representante del continuismo. Por otro lado, esta idea fue reforzada también por la figura de Rodolfo Hernández, quien con un estilo procaz y un mensaje efectivo logró capitalizar el descontento de un importante número de ciudadanos que se habían separado definitivamente de la imagen de Sergio Fajardo, quien, como se mencionó, estuvo atrapado en la diada izquierda/derecha, o en sus palabras “en representar una política decente alejada de los extremos”.

Si bien Rodolfo Hernández se convirtió en el fenómeno político de las elecciones, es imposible comprobar la correlación entre los videos de Tik Tok y el resultado electoral obtenido por el candidato (5,9 millones de votos en primera vuelta y 10,6 millones en segunda), como sugirieron algunos analistas (Santos, 2022). Más allá del uso de redes, cuyo impacto no debe desconocerse, una lectura territorial nos permite observar que Hernández heredó la geografía del “No” en el plebiscito por la paz de 2016. De acuerdo con los pronósticos para la segunda vuelta, el exalcalde de Bucaramanga recogería los votos de Gutiérrez, como efectivamente sucedió. Esto, además, lleva a considerar que el voto “anti-Petro” (“todos menos Petro”) respondió a unas lógicas similares a la pugna por la aprobación del proceso de paz, es decir, que se trató de un mapa electoral que ha sido consistente desde el rechazo a los Acuerdos de La Habana. De ahí que, a pesar de la derrota del uribismo, este caudal electoral sigue siendo representativo y constante, por lo que dependerá de la administración de Petro y Márquez la reorganización de las derechas y un posible retorno suyo al poder. Por esta razón, se puede afirmar que, aunque el uribismo está debilitado, su apoyo electoral permanece.

Sin embargo, los mejores intérpretes del clivaje cambio/continuismo fueron los que disputaron el balotaje. A pesar de que Hernández fue hábil para dejar en el camino a Gutiérrez, Petro supo aprovechar mejor el sentido pragmático de la política, impulsado a su vez por la movilización social (Pérez & Cruz, 2022). Además de esto, el exalcalde de Bogotá logró transmitir una idea de incertidumbre sobre un posible gobierno de Hernández, quien tuvo fuertes debilidades en su programa político, ya que este parecía reducirse al monotema de “no robar, no mentir, no traicionar”. Cuando era interpelado por asuntos macroeconómicos o de relaciones internacionales, Hernández quedaba expuesto, por lo que la estrategia de sus asesores fue alejarlo de los focos públicos, algo que a la postre terminó afectando la confianza de parte de su electorado y de los indecisos.

De regreso al análisis teórico, la victoria de Gustavo Petro y Francia Márquez se traduce en el fortalecimiento del sistema democrático, pues diversos sectores tradicionalmente excluidos pudieron obtener una victoria electoral, luego de más de 210 años de historia republicana. Así, “la competición democrática produce vitalidad y es, al mismo tiempo, síntoma de la vitalidad del sistema, precisamente cuando se exterioriza en el paso decisivo de un gobierno a la oposición de una oposición al gobierno, con una periodicidad ni muy frecuente ni muy rara” (Pasquino, 1998, p. 77). En este sentido, al ser la primera vez que la oposición toma las riendas del gobierno puede hablarse, siguiendo a Pasquino, del inicio de la vitalidad de la democracia colombiana.

Dentro de este contexto se inaugura una época de disputa por los procesos hegemónicos en el país. El concepto de hegemonía de Gramsci atraviesa el dominio de la cultura donde las ideas, instituciones y personas la ejercen, no a través de la dominación (como sería el caso de la sociedad política), sino por medio del consenso (Gramsci, 1999). En consecuencia, surge un espacio de disputa «por la hegemonía» que configura el escenario conflictivo y divisorio de «nosotros» contra «ellos» en el ejercicio impositivo de esas ideas e instituciones. Esta configuración aplica en terrenos variopintos: desde el caso de la confrontación electoral que nos ocupa, hasta empresas de dominación cultural como el orientalismo, responsables de la difusión de prejuicios para promover la dominación política, militar e ideológica de diversas zonas del mundo (Said, 2008).

Por tanto, es fundamental comprender que la confrontación de ideas es necesaria dentro de los procesos democráticos, ya que “la noción de un «exterior constitutivo» nos obliga a aceptar la idea de que el pluralismo implica la permanencia del conflicto y el antagonismo” (Mouffe, 2000, p. 48). En otras palabras, las democracias sanas se caracterizan por el debate y la disputa hegemónica y por la llegada de la oposición a los cargos del gobierno. Con esto, se dará inicio a un proceso de construcción de una nueva élite política, ya que “el aislamiento de las masas, los antagonismos entre culturas, creencias y educación de las diversas clases sociales, puede hacer que se forme en el seno de la masa otra clase dirigente, a menudo antagónica de la que tiene el poder” (Mosca, 2002, p. 126). Lo anterior explica que el clivaje cambio/continuismo haya sido definitivo en la victoria de la izquierda, pues, como recuerda Gaetano Mosca (2002), las clases políticas comienzan a declinar cuando no pueden ejercer las funciones por las cuales fueron elegidas o sus ideas pierden importancia en el ambiente social en el que se producen (p.126). No en vano, en medio del debate se mencionaba con tono sardónico que el mayor jefe de debate de Gustavo Petro durante las elecciones fue el expresidente Iván Duque. Sin embargo, es importante señalar que el antagonismo propio que desencadenó la contienda electoral fue interpretado como una polarización insalvable cuya crítica se presenta en lo que sigue.

4. El falso dilema de la polarización o el clivaje Petro anti-Petro

Junto con la diada izquierda y derecha, los medios de comunicación en Colombia comenzaron a utilizar de manera cotidiana uno de los vocablos más nocivos para el análisis político actual: la polarización. El concepto ha adquirido una connotación peyorativa, pues se refiere a las diferencias radicales entre sectores sordos a la crítica. El problema, sin embargo, radica en la volatilidad del término y en su uso expandido, ya que todo aquel (político analista o periodista) que lo usa suele categorizar las ideas contrarias como “polarizadoras”. En tal sentido, lo que de manera falsa se ha construido narrativa y comunicativamente como polarización no es más que el debate formal entre dos posiciones adversarias, lo que lleva en el fondo la expresión del espíritu mismo de la democracia. En efecto, para Pasquino el régimen democrático es “entendido como choque de ideas, propuestas, proyectos, explicación de conflictos y presentación de alternativas” (Pasquino, 1998, p. 69).

Curiosamente, la polarización suele asociarse a las figuras de la izquierda más que a las de la derecha (quizá con la excepción reciente de Alvaro Uribe). De hecho, en medio de la campaña electoral, y aun sabiendo que más de la mitad del país no quería un mandato de Federico Gutiérrez, el denominado “establecimiento” (político, militar y mediático) hacía un llamado a la unidad en contra de Gustavo Petro, quien con su discurso “polarizaba a la sociedad”. En este punto, la prensa (salvo algunas pocas excepciones) cumplió un rol fundamental para expandir la idea de una confrontación radical, que se evidenciaba en las redes sociales, a pesar de que la mayoría de los ataques eran producto de las denominadas “bodegas”. Pues bien, lo mostrado en las redes se trasladó a la realidad política y transformó la campaña del Pacto Histórico en “radical y polarizadora”. Sin embargo, de acuerdo con Piketty (2022), “la propiedad de casi todos los medios de comunicación por parte de un reducido grupo de oligarcas difícilmente puede ser considerado la forma más completa de libertad de prensa” (p.21). Es claro que detrás de la búsqueda de consensos artificiales se esconde la idea de continuar y fortalecer el statu quo que, por primera vez, tenía delante suyo un desafío enorme con la irrupción de Gustavo Petro y Francia Márquez en la contienda política.

Un resumen preciso de la polarización y el sentido que le ha dado la clase política puede encontrarse en un artículo para el diario El Tiempo de la exfiscal y exembajadora Viviane Morales (2022). Aunque la colección de definiciones del término dadas por analistas sin duda desbordaría los propósitos del presente texto, se puede encontrar en las palabras de Morales un esquema general. Frente al discurso de posesión del presidente Petro, la exfiscal manifiesta que este:

Sorprendió al país positivamente porque los colombianos estamos agotados de padecer una polarización que, además de los sufrimientos que nos ha dejado la violencia, ha llevado a la política y a la discusión pública a extremos de irascibilidad e irracionalidad insostenibles. Cuando Petro, en el discurso de su posesión, hace un llamado a la unidad nacional y a la paz está igualmente haciendo un llamado a la superación histórica de la polarización pugnaz que nos viene dividiendo como sociedad (Morales, 2022).

Los principales elementos de la polarización, de acuerdo con esta perspectiva, son las diferencias “insalvables” producidas en el marco de la irracionalidad y la pugnacidad de una sociedad partida en dos que sólo puede recomponerse bajo un llamado a la “unidad nacional”. Sin embargo, lo que no deja ver el discurso de quienes utilizan la polarización como término de análisis es que este crea la necesidad de un falso consenso para que exista democracia. Podría incluso pensarse que más que la confrontación abierta de posiciones, la idea de polarización entraña el peligro de creer que “si no se está de acuerdo conmigo, se está polarizando”. Así pues, “en una sociedad liberal democrática el consenso es, y será siempre, la expresión de una hegemonía y la cristalización de unas relaciones de poder... [Por tanto], la condición misma para la creación de un consenso es la eliminación del pluralismo en la esfera pública” (Mouffe, 2000, pp. 64-65). El dilema de posiciones como la de la exfiscal Morales, que bien aplica para posturas políticas como la del excandidato Sergio Fajardo, es que aquel que no quiera formar parte de ese consenso es acusado de “radical” u “obsesivo” a sabiendas que, como hemos observado, la democracia necesita de escenarios de antagonismo y debate. De hecho, los consensos artificiales son el preludio de los regímenes autoritarios.

En tal sentido, el problema tiene otras dimensiones; no pasa por la discusión pública, sino por la manera en la que se tramitan las diferencias en Colombia. Como se veía anteriormente, el país tiene una vasta y compleja historia de exclusión, persecución y asesinato de sectores alternativos, enmarcada dentro del conflicto armado que, según cifras de la Comisión de la Verdad, dejó 450.666 muertos, 8 millones de desplazados y 50.770 personas secuestradas entre 1986 y 2016 (El Espectador, 2022a). De lo anterior se infiere que el discurso de la polarización no permite el disenso, pues plantea, en el sentido schmittiano de la política, una fractura amigo-enemigo o «nosotros» contra «ellos».

Sin embargo, lo que comúnmente se entiende por “polarización” no es más que la confrontación de posiciones resultantes de un proceso democrático, de ahí el peligro de estigmatizar la presencia de diferentes idearios sociales en pugna. De hecho, “sin una pluralidad de fuerzas que compitan en el esfuerzo de definir el bien común, que se propongan fijar la identidad de la comunidad, la articulación política del demos no podría producirse” (Mouffe, 2000, p. 71), por lo que resulta cuestionable decir que la izquierda política, uno de los sectores más afectados por asesinatos sistemáticos en distintas épocas, quiera dividir a la sociedad. Este argumento, no obstante, es funcional para aquellos que no quieren cuestionar los orígenes de la desigualdad, esto es, según Bobbio (2014), la derecha política.

En consecuencia, lo que aquí llamamos falso dilema de la polarización consiste en una estrategia de doble sentido. Por una parte, asegurar a los defensores del statu quo que las cosas permanezcan tal y como están, teniendo en cuenta que un cuestionamiento al orden es una violación al “consenso”: la emergencia de la polarización. Por otra parte, la creación de dos bandos irreconciliables y abstractos que representan las diferencias sociales. Paradójicamente, al categorizar las posturas diversas y en confrontación como “polarizadoras” no se hace un llamado al consenso, sino a la violencia, pues se recurre constantemente a la idea de que los “polarizadores” no encontrarán herramientas democráticas para tramitar sus diferencias porque son “radicales” u “obsesivos”.

De igual manera, debe escaparse a la trampa del “acuerdo permanente” ya que “un excesivo énfasis en el consenso, unido al rechazo de la confrontación, conduce a la apatía y al distanciamiento respecto de la participación política” (Mouffe, 2000, p.117). Esto último fue lo que sucedió precisamente en el plebiscito por la paz de 2016. Mientras los medios de comunicación hablaban de una sociedad fragmentada en dos (“polarizada”), lo cierto es que los resultados mostraron el 62,6% de abstención (poco más de 21 millones de votantes), lo que confirma el problema de la apatía en la participación, algo diametralmente opuesto a la interpretación de la “fractura social”.

En esta misma línea, el caso por antonomasia de la “polarización” y la debilidad de su análisis se produjo luego de la victoria electoral de Gustavo Petro y Francia Márquez. Durante la segunda vuelta, múltiples medios y analistas hablaron de “un país polarizado” que se enfrentaba a dos modelos que no convencían. Sin embargo, el que más despertaba suspicacias, por su estilo y su discurso, era Gustavo Petro. A partir de aquí se comenzó a caracterizar un nuevo clivaje electoral en el voto Petro/ anti-Petro, pues los sectores tradicionales, a pesar de no encontrar satisfacción en Rodolfo Hernández (quien quiso desmarcarse de Álvaro Uribe), lo veían como la mejor opción dentro de las peores. Después de presentar un escenario de fragmentación social que se tradujo en la geografía electoral (recordar el plebiscito por la paz), Rodolfo Hernández decidió no ser la cabeza de la oposición al gobierno Petro y además dijo estar dispuesto a participar del “Frente Amplio del cambio” (El Espectador, 2022b)4. Con todo, la retórica de sectores irreconciliables quedó sin ninguna clase de fundamento e hizo que las voces más radicales del partido Centro Democrático se hicieran con el discurso opositor.

Independientemente de los resultados de su gestión, la era de Petro y Márquez inaugura una nueva dinámica en la democracia colombiana ya que, como recuerda Pasquino (1998), “el peso del aprendizaje de las reglas, los mecanismos y la dinámica de las democracias recae en particular sobre los hombros de la oposición” (p.144). En este sentido, lo que se intentó construir como un falso dilema de la polarización fue la entrada en vigor de la confrontación institucionalizada. Empero, mediáticamente se quisieron presentar como “insalvables” los insultos que se produjeron a través de redes sociales, en su mayoría elaborados por los denominados haters. Es tan débil el argumento de la polarización que Gustavo Petro, el líder que generaba resquemores por la “fragmentación social” de su discurso, marcó el 64% de aprobación antes de iniciar su mandato, una cifra que no obtenía desde el 2005, pues su imagen desfavorable fue casi siempre superior (Quesada, 2022). Además, este porcentaje de respaldo a su gestión aumentó a 69% en el primer mes de mandato, de acuerdo con una encuesta del Centro Nacional de Consultoría, contratada por Revista Semana.

Esto no quiere decir que la crítica o la confrontación desaparezca y que el nuevo presidente deba generar un consenso hegemónico; de hecho, todo lo contrario. La condición de existencia de la democracia es el debate plural de posiciones adversarias. Esta es justamente la diferencia crucial: “no definir la política en términos de la relación amigo-enemigo, sino en la noción de adversarios, esto es, ‘enemigos amistosos’, aquellos que comparten un mismo espacio simbólico y quienes se muestran dispuestos a respetar la organización de ese espacio” (Mouffe, 2000, p. 30). Chantal Mouffe caracteriza esa diferencia entre el antagonismo y el agonismo. El primer concepto lo asocia a un debate radical y que parte del desconocimiento del “otro” (muy similar a la noción de “polarización” en Colombia), mientras que el segundo elemento se caracteriza por la confrontación tramitada en escenarios simbólicos e institucionales de la democracia.

Por tanto, la estrategia de los “analistas de la polarización” es responsabilizar a la izquierda (en este caso representada por Gustavo Petro y Francia Márquez) de generar división social, con el objetivo explícito de cerrarles el camino para la participación democrática. En abril de 2019, el expresidente Álvaro Uribe lo resumió de manera categórica cuando atacó al entonces senador Petro, diciéndole que prefería “80 veces al guerrillero en armas que al sicariato moral difamando” (El Tiempo, 2019). Esta postura parece haberse matizado con la reunión mantenida entre Uribe y Petro, pocos días después de la victoria electoral de este último.

Sin embargo, la narrativa permanece y podría resumirse en dos funcionalidades no exhaustivas entre sí. De una parte, la polarización es una visión radical del debate político que enfrenta a amigos y enemigos, estos últimos reconocidos como un peligro para la democracia (cuando realmente son todo lo contrario). Y, de otra parte, la polarización puede ser concebida como un producto artificial, una generalización apresurada sin fundamento técnico ni estadístico, pero que resulta atractiva para categorizar dos abstracciones que dan cabida a la necesidad de un gobierno purista y “alejado de los extremos”. Este fue precisamente el discurso de los excandidatos Ingrid Betancourt y Sergio Fajardo, cuyos resultados electorales no respaldaron sus tesis, pues no comprendieron que “el ámbito de la política (...) no es un terreno neutral que pueda aislarse del pluralismo de valores, un terreno en el que se puedan formular soluciones racionales universales” (Mouffe, 2000, p. 106). De hecho, el país estaba buscando escapar no de los “extremos”, sino del peligro de continuar por una senda similar al gobierno que terminaba funciones.

Consideraciones finales

Al recoger las discusiones anteriormente presentadas, se puede afirmar que la victoria electoral de Gustavo Petro lo transforma, desde la perspectiva del establecimiento, de un enemigo a un enemigo legítimo (un adversario), con el cual, durante cuatro años se tendrán que tramitar las diferencias, pero a través de los debates democráticos. Esto es un paso fundamental para la profundización de la democracia en Colombia (para su vitalidad, en términos de Pasquino), toda vez que un hombre producto de su contexto, un “sobreviviente” para unos, un “exguerrillero” para otros, logró alcanzar la primera magistratura con las formas, los símbolos y el lenguaje de la contienda democrática. Por eso, el discurso de la polarización ha intentado deslegitimar su triunfo y el de su compañera de fórmula (que es en sí misma un símbolo del feminismo afrodescendiente y la lucha ambiental), presentándolos como fuerzas “de fractura social”, lo cual, como se ha demostrado es impreciso e injustificado.

En consecuencia, el primer triunfo de la izquierda en Colombia tiene un significado trascendental para la historia democrática del país ya que “aceptar el punto de vista del adversario es experimentar un cambio radical en la identidad política” (Mouffe, 2000, p.115). Sea por resignación o sea por estratagema, múltiples sectores han ido reconociendo la victoria de Petro y Márquez y, de este modo, han ido abriendo espacio para una nueva era en la política colombiana. De manera que, más allá de la victoria del Pacto Histórico, lo que está en juego es la institucionalización del debate y la expectativa democrática. Es decir, según Mouffe (2000), transformar la política del antagonismo (lucha entre enemigos) en agonismo (lucha entre adversarios); lo cual no es un hecho menor en un país en el que tradicionalmente se ha excluido a las tercerías políticas a través de su ilegalización o su asesinato sistemático.

Otro de los elementos de análisis propuesto en el texto fue la lectura de los clivajes para comprender los cambios estructurales del país a la luz de la discusión electoral. Ya se venía hablando de un cambio en la retórica paz-guerra que pareció superada con los acuerdos de La Habana y con la irrupción de la diada derecha e izquierda en el debate nacional, empujado quizá, por la alternativa real de la llegada de Gustavo Petro a la Casa de Nariño. No obstante, para las elecciones de 2022, el electorado se decantó por los discursos de cambio, de ahí que se expliquen las derrotas de Federico Gutiérrez y Sergio Fajardo en primera vuelta, quienes seguían anquilosados en la confrontación ideológica. De otro lado, el clivaje de la segunda vuelta pareció en un primer momento estar circunscrito entre establecimiento (Petro) y antiestablecimiento (Hernández), pero lo cierto es que el temor por una victoria de la izquierda llevó a los sectores de la derecha tradicional, apoyados por los medios de comunicación (Semana como el más emblemático) a redefinir la fractura en los términos Petro/anti-Petro, mientras se usaba como dínamo el concepto de la polarización.

De esta manera, la derecha promovía a Gustavo Petro como una figura “polarizadora” y, por extensión, primero a Gutiérrez y luego a Hernández como garantes del “acuerdo y la unidad”, un hecho absolutamente artificial. Por tanto y en claro contraste:

en vez de borrar las huellas del poder y la exclusión, la política democrática nos exige que las pongamos en primer plano, de modo que sean visibles y puedan adentrarse en el terreno de la disputa. Y el hecho de que esto deba considerarse como un proceso sin fin no debería ser causa de desesperación, ya que el deseo de alcanzar un destino final sólo puede conducir a la eliminación de lo político y a la destrucción de la democracia. En una organización política democrática, los conflictos y confrontaciones lejos de ser un signo de imperfección indican que la democracia está viva y se encuentra habitada por el pluralismo. (Mouffe, 2000, pp. 49-50)

Así pues, lejos de constituir una amenaza para las instituciones democráticas, la victoria de la izquierda trae consigo la solidificación de los procesos participativos y abre un espectro para la inclusión de nuevos sectores como alternativa de poder. Esto deja de lado la idea del falso consenso, terreno en el cual la democracia liberal pretende mostrarse como universal y ver de manera ríspida y desconfiada a cualquier crítica que se haga a su constitución. A lo que asistimos ahora, entonces, es a una era de confrontación institucionalizada, una nueva manera de tramitar las diferencias, para lo cual era absolutamente necesario una victoria de la oposición política.

De hecho, como se observó a lo largo del artículo, la oposición es una condición sine qua non para la existencia de la democracia. Por tanto, el conflicto y la controversia son factores esenciales para la construcción de escenarios participativos que redundan en la consolidación de las instituciones. La irrupción de Gustavo Petro y Francia Márquez habla de la madurez de esa democracia, pues permite la alternancia del poder en el marco de unos acuerdos previamente definidos, lo que otorga legitimidad al sistema y a la competencia. Como señala Gianfranco Pasquino “para las oposiciones que se ofrecen como candidatas al gobierno con objetivos de transformación, que se pertrechan y operan con paciencia e imaginación, siempre es posible que estén por llegar los años de la esperanza y el gobierno” (Pasquino, 1998, p.120) En resumen, lejos de representar una ruptura institucional, la victoria de Gustavo Petro y Francia Márquez sugiere la vitalidad del sistema democrático en Colombia. Esto con independencia e incluso a pesar de los resultados de su gestión.

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Notas

1 Probablemente, el caso más emblemático sea el de la Unión Patriótica (UP). De acuerdo con el magistrado de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), Gustavo Salazar, entre 1984 y 2018 fueron asesinados y/o desaparecidos un total de 5.733 integrantes de la UP (Cano, 2022). Circunstancia que confirma los obstáculos que tuvieron los sectores de oposición para hacerse con el poder y la dimensión de lo que significa la victoria de Gustavo Petro y Francia Márquez.
2 Esto es una muestra del ejercicio de consolidación democrática en la medida que grupos e individuos que otrora disputaban su ingreso al sistema político por medio de las armas, fueron progresivamente reconocidos y estos, a su vez, legitimaron el sistema a través de la aceptación de las reglas de juego democrático. De un lado, se observa la garantía de la no eliminación sistemática de la oposición y, por otro, de un reconocimiento de esta última por tramitar sus diferencias a través de las urnas, hecho que constituye un cambio paradigmático en Colombia.
3 Bajo nuestro criterio, el centro es una categoría política inexistente. Sin embargo, por falta de espacio no podemos dar una discusión profunda. Baste con decir, por ahora, que el “centro” es el resultado de una tipología facilista, sin contenido ni programa. ¿Qué es o qué significa una política de centro? Lo que suele decirse es “aquello que no es derecha o de izquierda”, pero no se aclara la apuesta programática, de ahí que, esta vez sí resulte una “caja vacia”. Consideramos que la discusión está dada en términos de la moderación o el radicalismo. Desde esta perspectiva, no es que un político “tienda hacia el centro”, sino que busca la moderación. La diferencia es sutil, pero muy importante porque confirma la vacuidad del “centro” como categoría analítica. Aquí incluso controvertimos con Bobbio, pues en su metáfora del crepúsculo (como define al centro) constata que el día y la noche (izquierda y derecha), siguen siendo categorías relevantes. Indirectamente, el politólogo italiano confirma la existencia del centro, algo en lo que diferimos, pues no hay un representante o teórico de esta supuesta corriente política. Incluso, el propio Bobbio (2014, p.40), al caracterizar a los partidos Verdes —que parecen escapar a la lógica de la diada—, termina concluyendo que existen Verdes de derechas y Verdes de izquierdas.
4 Aquí es oportuno mencionar que la Liga de Gobernantes Anticorrupción, colectividad de Rodolfo Hernández, decidió finalmente constituirse como partido de oposición a la administración del presidente Petro, el 7 de septiembre de 2022. Sin embargo, esto se produjo lejos de la pugnacidad que se mostraba en época electoral.
Cómo citar este artículo: Otálora Sechague, J. D. Elecciones presidenciales en Colombia 2022: de los clivajes a la consolidación democrática. Reflexión política 24(50), pp. 6-15. doi: https://doi.org/10.29375/01240781.4529


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