Artículos
Recepción: 14 Junio 2022
Aprobación: 31 Octubre 2022
DOI: https://doi.org/10.48102/pi.v30i3.480
Financiamiento
Fuente: Colegio de Humanidades y Ciencias Sociales de la UACM
Nº de contrato: -
Beneficiario: Gezabel Guzmán Ramírez
Resumen: El objetivo de la presente investigación es conocer y analizar, desde la antropología de los sentidos, algunas experiencias corporales de mujeres que han visitado a sus familiares en una cárcel de hombres. Con este fin, se llevaron a cabo encuentros con tres mujeres de 27 a 40 años de edad, quienes durante años acudieron como visita a diferentes centros de reclusión en la Ciudad de México. A través de entrevistas abiertas se realizó un análisis narrativo; a partir de ello emanaron las categorías de codificación: lo sensorial, las metáforas y la afectividad en acción. Nuestras entrevistadas de forma recurrente nos hablan de aspectos como el gusto, la comida, el olfato, la preparación de alimentos, los olores de la cárcel, sus sensaciones corporales en la visita, todo ello mecanismos que permiten acceder a la experiencia corporal vivida, donde resalta cómo el encarcelamiento ha afectado a estas mujeres, en muchos casos quebrantando los lazos familiares, pero aun así continuaron realizando la visita en reclusión, ya que como explica una de ellas: “todas nuestras vidas giran alrededor de su situación”.
Palabras clave: antropología de los sentidos, experiencia corporal, mujeres, visita en prisión, análisis narrativo.
Abstract: The objective of this research is to know and analyze, from the anthropology of the senses, some bodily experiences of women who have visited their relatives in a men’s prison. For this, interviews were conducted with three women, between the ages of 27 and 40 years, who for years visited different detention centres in Mexico City. Open-ended interviews were analyzed using narrative analysis, from which the coding categories emerged: the sensory, metaphors and affectivity in action. Participants talked about aspects such as taste, food, smell, food preparation, the smells of prison, and their bodily sensations during the visit, all of these, mechanisms that allow access to the bodily experience, which highlights how imprisonment has affected these women. They also spoke about breaking family ties, but continued to have visits since, as one of our participants explained: “all our lives revolve around their situation”.
Keywords: anthropology of the sense, bodily experience, women, prison visit, narrative analysis.
Introducción
El mundo es la consecuencia de un cuerpo que le habita. Entre la sensación de las cosas y la sensación de sí mismo se instaura un vaivén. Pero, antes del pensamiento, están los sentidos. Así empieza el texto de David Le Breton (2009)El sabor del mundo. Para el autor la condición humana es ante todo corporal. El cuerpo es proliferación de lo sensible. “El individuo sólo toma conciencia de sí a través del sentir” (Le Breton, 2009, p. 11). Somos seres rodeados de estímulos: sonidos, sabores, olores, contacto físico; lo que nos evoca recuerdos, sentimientos, emociones. Por ello podemos decir que la experiencia corporal es el vehículo de interpretación de la vida.
En consecuencia, el cuerpo es estudiado como resultado de una construcción, de un equilibrio entre dentro y fuera, entre la carne y el mundo (Corbin & Vigarello, 2005; Le Breton, 2009). El cuerpo es un conjunto de reglas, un trabajo cotidiano de apariencias. El cuerpo es un texto donde la identidad es narrativa (Butler, 2002; Le Breton, 2013; Muñiz, 2018). Por tanto, hay que estudiarlo como un fenómeno sociocultural e histórico, cambiante y flexible. Foucault (1976) considera al cuerpo como un texto donde se pueden leer las relaciones de poder que se han inscrito en él. Sin embargo, el cuerpo también tiene la capacidad de participar activamente en la creación de significados sociales. Además, asume un lugar de importancia debido a que se convierte en el escenario de la perfomatividad de género (Butler, 1990).
Cabe señalar que el género como categoría de análisis no solo se emplea para estudiar las relaciones de poder de hombres con mujeres, sino también de hombres con hombres y de mujeres con mujeres. Se suma a lo anterior, como lo explica Tepichin (2018), “el análisis de las diversas identidades sexuales y de género (homosexuales, lesbianas, transexuales, transgénero, intersexuales, bisexuales, travestis) [donde] la construcción de los sujetos colocados en posición subordinada dentro de jerarquías de género se ha hecho más compleja” (p. 103).
Por ello, en este artículo se entiende por género a una forma de ordenamiento de la práctica social y de la subjetividad que impacta en las relaciones de poder entre hombres y mujeres (Butler, 2007; Connell, 1997; Harrison, 2006). Desde esta perspectiva, en esta investigación, a partir de la antropología de los sentidos se muestra, mediante el uso de tres categorías, el análisis de ciertas experiencias corporales de algunas mujeres que acudieron durante años de visita a un reclusorio varonil.
Al respecto existe literatura que abarca determinados ámbitos de la visita familiar en prisión (Ferreccio, 2014, 2018; Comfort et al., 2016). También podemos encontrar estudios realizados sobre cárcel y mujeres en México (Alcántara & Belausteguigoitia, 2020; Sotomayor Peterson, 2018) e investigaciones que rescatan desde una mirada interseccional con perspectiva de género diferentes situaciones de vida que se experimentan en reclusión (Constant & Rojas, 2011; Pérez-Ramírez, 2021). Sin embargo, existen pocos trabajos en el país que aborden la feminización de la visita en la cárcel tomando en cuenta las experiencias corporales de las mujeres.
En el caso mexicano, realidad compartida en otras latitudes ibero y latinoamericanas, las cárceles tienen una población principalmente de hombres (95%) y quienes visitan las prisiones en su gran mayoría son mujeres (80%) (Pérez Correa, 2017). Como bien señala Pérez, las mujeres que visitan las prisiones son quienes mantienen los lazos sociales, proveen los insumos (comida, agua, jabón, ropa, cobijas, entre otros artículos) e ingresan dinero a sus familiares y amigos. Además realizan trámites administrativos y legales, lo cual conlleva amplias responsabilidades económicas que se suman al cuidado de hijos/as, padres, abuelos/as, personas con discapacidades y/o enfermas. De este modo, tener un familiar en prisión y visitarle implica costos económicos, pero también sociales y familiares. Entre estos, dejar al cuidado de otras personas a hijos/as, nietos/as y familiares. Pero también, como explica Pérez Correa (2017), “el 69% de mujeres encuestadas reportó haber desarrollado un problema de salud a raíz del encarcelamiento de su familiar” (p. 1).
Ante este panorama, para acceder a las experiencias corporales de las mujeres entrevistadas se optó por trabajar en esta investigación desde los estudios sensoriales a partir de una antropología de los sentidos. Como explica Howes (2014), los estudios sensoriales implican una aproximación cultural al estudio de los sentidos y, por tanto, una aproximación sensorial sobre el estudio de la cultura. Para el autor, esto permite que no solo la psicología esté presente como disciplina en este campo de estudio, sino también la sociología, la antropología y la historia. Hay varios trabajos en torno a la historia de las sensaciones; por ejemplo: Mintz (1985) con su estudio sobre la azúcar y el poder; Kurlansky (2010) y su trabajo sobre el uso de la sal. También la historia de la oscuridad y la luz de Schivelbusch (1998), del ruido (Schwartz, 2011), del polvo (Amato, 2001), del olor, el miasma y el hedor (Corbin, 1987), entre otros.
Así, trabajar desde la antropología de los sentidos abona a los estudios enmarcados en el “giro sensorial” que varias disciplinas de las ciencias sociales y las humanidades han tenido recientemente. Por ello, explica Howes (2014), actualmente podemos encontrar: “una antropología de los sentidos (Paterson, 2009; Rodaway, 1994), una sociología de los sentidos (Synnott, 2003; Vannini et al., 2012), una arqueología de los sentidos (Skeates, 2010) y así sucesivamente” (p. 6).
Teniendo en cuenta todo lo anterior, ¿cómo acceder a la experiencia corporal de algunas mujeres que durante años acudieron de visita a una cárcel de hombres?
El trabajo de Classen (1993) nos sirve de ruta para internarnos a la antropología y la historia de los sentidos. La autora propone conocer cómo una cultura interpreta el mundo a través de la exploración de prácticas sensoriales; para ello, se adentra en sus metáforas, prácticas corporales y sensoriales.
De esta forma, para analizar la experiencia corporal en esta investigación se optó por trabajar con tres categorías: lo sensorial, las metáforas y la afectividad en acción. Las categorías de codificación surgieron del análisis narrativo de las entrevistas abiertas, pero coinciden con la propuesta de análisis que Classen (1993) nos hace. Es decir, profundizan en lo sensorial a partir de las prácticas corporales y las metáforas. Para tales fines, nuestras entrevistadas de forma recurrente nos hablan de aspectos como el gusto, la comida, el olfato, la preparación de alimentos, los olores de la cárcel, sus sensaciones corporales en la visita, todo ello mecanismos que permiten acceder a la experiencia corporal vivida, en la que resalta cómo el encarcelamiento ha afectado a estas mujeres, en muchos casos quebrantando los lazos familiares, pero aun así continuaron realizando la visita en reclusión, ya que como explica una de ellas: “todas nuestras vidas giran alrededor de su situación”.
Método
La investigación social cualitativa desde un paradigma interpretativo centra su análisis en el mundo de la vida, esto es, “el examen del sentido subjetivo de las experiencias fruto de la construcción de las personas en procesos de intersubjetividad en la vida cotidiana” (Agoff & Herrera, 2019, p. 312). Frente a esto, en la antropología de los sentidos se parte de la idea de que la realidad es socialmente construida, por lo que hay realidades múltiples en las que “la realidad por excelencia” es la vida cotidiana (Berger & Luckmann, 1979; Javiedes, 2001; Le Breton, 2009; Schutz, 1974).
Como herramienta en la presente investigación se recurrió a la entrevista abierta, la cual no posee un guion de preguntas establecidas; la participación de la investigadora es mínima y se deja hablar a la entrevistada en sus propias palabras. Por ello la calidad de la escucha es clave (Agoff & Herrera, 2019). El análisis, por su parte, se centró en un método narrativo, enfocando la atención en la interpretación y comprensión de experiencias y significados presentes en las historias compartidas. Cabe señalar que los seres humanos viven la vida de manera narrativa, ya que en un mundo construido por palabras existe una relación entre la vida y las narrativas; es decir, el conocimiento sobre el mundo social, lleno de significados, es una construcción narrativa de la experiencia (Domínguez & Herrera, 2013).
Descripciones de las participantes
Por razones de confidencialidad se usaron seudónimos para las participantes.
Atenea tiene 30 años, es comerciante de profesión, madre soltera de un menor y vive en el domicilio familiar al norte de la Ciudad de México. Visitó a su padre en prisión durante nueve años. Él ha estado en varios centros penitenciarios de la Ciudad de México, siendo reincidente. Atenea fue mi estudiante en la universidad y me presentó a Sara.
Sara tiene 40 años; contadora de profesión y madre soltera de una menor, vive al oriente de la Ciudad de México. Visitó a su pareja sentimental durante dos años en una prisión de la Ciudad de México, hasta que él obtuvo su libertad y optaron por vivir juntos. La pareja de Sara, en prisión, conoció al padre de Gaby.
Gaby, a su vez, tiene 27 años, es ilustradora de profesión, soltera y vive sola al sur de la Ciudad de México. Ha visitado a su padre —quien aún está prisión— durante 15 años con intervalos de tiempo sin hacerlo.
El primer contacto para realizar las entrevistas fue Atenea, quien posteriormente me fue presentando más informantes. Las entrevistas que aquí se exponen se realizaron de septiembre del 2021 a abril del año 2022. Pero también se realizó observación participante durante el año 2019, desde febrero a noviembre, de la que se logró construir un diario de campo de la investigación ejecutada fuera de una cárcel en la Ciudad de México[1]. Este trabajo de observación-investigación con mujeres que realizan visita permitió ampliar la mirada al fenómeno de estudio, ya que con anterioridad, del año 2017 al 2018, para realizar mi investigación doctoral había hecho trabajo de investigación con hombres que estuvieron privados de su libertad, teniendo acceso a algunas cárceles de la ciudad, pero no había centrado mi análisis en la experiencia corporal de las mujeres que acuden a la visita.
Entrevistas
Las entrevistas abiertas se realizaron en tres encuentros con duración de dos horas con cada entrevistada. Además enviaron, cada una, dos audios de WhatsApp con duración de entre cuarenta minutos y una hora, narrando libremente sus experiencias, bajo las preguntas detonadoras: ¿a qué huele la cárcel?, ¿la prisión tiene algún sabor?, ¿qué sentías los días de visita? En total se tienen cerca de veinticuatro horas de grabación con ellas.[2] Es importante mencionar que los resultados aquí mostrados forman parte de una investigación más amplia en curso.
Procedimiento y consideraciones éticas
Cabe señalar que las entrevistadas seleccionaron un seudónimo propio. Además, previamente a las grabaciones de las entrevistas realizadas se solicitó autorización verbal (también grabada) para hacerlo, así como el consentimineto para el uso de las narraciones compartidas para realizar no solo la actual investigación, sino el presente artículo. Por ello, se cuidaron las normas éticas generales para desarrollar la actividad científica, académica y profesional adherida a la Declaración Universal de Principios Éticos para Psicólogos (IUPsyS, 2008), WMA Declaration of Helsinki, The Nuremberg Code y The Belmont Report.
Análisis
En esta investigación podemos leer lo que Scott (1991) describe como una experiencia narrada. A través de sus narraciones, las entrevistadas nos adentran en situaciones que pueden ser compartidas por otras mujeres que realizan visitas en centros penitenciarios de hombres. Estamos frente al poder del lenguaje para expresar matices sensoriales en los que los relatos son recursos culturales, comunitarios, que crean sentido de inteligibilidad, incluso para sí mismo/a (Gergen, 1996; Ibáñez, 1994; Javiedes, 2001).
Además, el método cualitativo permite analizar la perspectiva subjetiva y la singularidad del caso único, es decir, trascender el caso individual en la forma de categorías para entender fenómenos sociales complejos (Agoff & Herrera, 2019). Por ello, el análisis narrativo empleado desde la apuesta teórica de la construcción social nos permitió (re)crear un mundo lleno de significados, donde las personas vinculan sus experiencias y sus acciones con significados en un continuo proceso interpretativo. Así lo explica Bruner (2000): los significados están en función de las narrativas que le dan sentido.
Resultados y discusión
Para Mosquera et al. (2016) toda experiencia se configura en lo corporal y se comprende como un acto trascendente que da sentido a nuestra existencia. Debido a eso, la experiencia corporal nos sitúa en el espacio de lo subjetivo, sensible, vivencial. Es una lectura de la dimensión simbólica en la que se involucran sentimientos, emociones, afectos, pero sobre todo sensaciones, las cuales serán interpretadas corporalmente desde intersecciones como el género, la raza, la edad y demás condiciones de vida. En las narraciones de nuestras tres entrevistadas se recurrió a experiencias corporales vinculadas particularmente con los sentidos del olfato y el gusto; para ello nos hablan de diversas prácticas corporales, las cuales se analizaron en tres categorías: lo sensorial, las metáforas y la afectividad en acción.
Lo sensorial, las metáforas y la afectividad en acción
Lo sensorial
Para Le Breton (2009) el gusto exige la introducción en uno mismo. Así lo explica: “saborear un alimento o una bebida implica la inmersión de estos dentro de uno” (p. 267). Además:
El gusto es un producto de la historia […] de la cultura. Se halla en el cruce de lo subjetivo y lo colectivo […] La sensación gustativa remite a un significado, es al mismo tiempo un conocimiento y una afectividad que se encuentra en acción […] La esfera gustativa entrega metáforas esenciales para juzgar la calidad de la existencia (Le Breton, 2009, p. 268).
La comida en prisión, conocida como “rancho”, impacta en la calidad de vida de los hombres privados de su libertad, ya que tiene un vínculo con el poder y es parte de los mecanismos institucionales de control. Así lo explica Scherer:
Las cocinas de las cárceles calientan bazofia. A los presos de rango no les falta la sopa, las tortillas, los frijoles, las verduras, la carne en buen estado. Para los zombies, para los “erizos”, para la gran población carcelaria quedan las sobras y un caldo pintado de verde o rojo, si rojos o verdes fueron los chiles que los cocineros vaciaron en las ollas gigantescas. La carne que no abunda, frecuentemente despide mal olor. De llevársela a la boca, le aseguro, usted temería por las consecuencias de la Oncocercosis. Hace un par de días los camiones descargaron en Santa Marta vísceras para la basura. Y hace poco llegaron peroles con grumos de leche descompuesta. Y hace poco no hubo verduras. Y hace poco escasearon los frijoles. Y hace poco… desnutridos, agotados, perdido el ánimo, viven apenas [los prisioneros] (Scherer, 1998, p. 50).
Cabe señalar que la memoria olfativa se inscribe en el largo plazo, es una huella de historia y de emoción que las circunstancias reavivan. Así, el olor es un medio para viajar en el tiempo, para arrancarle al olvido migajas de existencia” (Le Breton, 2009, p. 217). En consecuencia, Gustavo, informante entrevistado para mi trabajo de tesis doctoral sobre hombres privados de su libertad, recurre a la memoria olfativa para explicar el olor a rancho:
El rancho olía a condimento, al principio la carne cruda olía a echada a perder, después el olor desaparecía y se combinaba con otros olores. Olía a mucha comida junta, a arroz cocido a fuego lento por horas, a pollo que se desbarata. Es un olor que va directo al estómago, que lo atraviesa todo, la nariz, la tráquea, la garganta. Se impregna en las manos de quienes le cocinan, en la ropa. Olía a comida para perro, de esa que cocinas con tortilla, huesos, pescuezos de pollo, restos de comida que se están pudriendo.
Así, quienes tienen cierto poder adquisitivo en cárcel no comen “rancho”, optan por comprar sus alimentos en el interior del penal o esperan cada día de visita —usualmente el fin de semana— para que sus familiares les suministren de dinero, pero, sobre todo, de alimento. Por ello, cuando la visita acude mejora indudablemente la vida diaria de aquellos a quienes visitan, porque la gran mayoría de las mujeres llevan consigo alimento. Así lo explica Sara:
Muchas mujeres que veía en la fila de visita llevaban consigo bolsas repletas de cosas, sobre todo comida. Yo misma siempre llevaba una pero más pequeña. ¡No sé cómo podían cargar todo eso!
Sin embargo, al momento de la revisión el aparato institucional pone en juego ejercicios de poder que, bajo la excusa de mantener la seguridad, aplastan o destruyen algún acto que pueda llevar calidad a la existencia del interno, como lo explica Atenea:
Recuerdo cuando las mamás o las chicas llevaban pasteles, quizás era un cumpleaños, no sé. Pero los custodios lo picaban todo, lo batían, lo aplastaban, lo dejaban como si fuera un perro el que se iba a comer eso.
Esta atmósfera que merma la existencia es lo que Gaby describe como un vacío, y recuerda:
Nunca me he podido acostumbrar a lo desolador de la cárcel y de la visita. Recuerdo cómo los custodios lo abrían todo, el yogurt, la leche. Rompían cajas, bolsas, todo debía verse. Pero a veces lo hacían hasta con enojo y coraje.
Las tres entrevistadas rememoran cómo todo cambia después de pasar los controles de acceso. Una vez que estaban con su familiar, se sentaban a comer en el patio del penal, en una mesa rentada o pagando por un espacio más privado en alguna sala de visita. Sentarse alrededor de la mesa, sacar los alimentos del día, dejar la despensa de la semana, conversar sobre los días transcurridos, se torna en prácticas que aíslan por un momento, durante el encuentro, de la adversidad del encierro. Todas refieren que esos lapsos transcurren de forma rápida, el tiempo se acelera y llega el momento de la salida. Ese instante era para ellas el más difícil:
Lo que más me costaba trabajo era la despedida, la salida, pasar la puerta donde mi papá ya no podía acompañarme. Voltear a verlo despidiéndose de mí, eso me quebraba, sentía un dolor en la garganta. Ahora ya no dejo que me afecte aunque sigue ese sentimiento de tristeza y ansiedad, y ese vacío de falta de tu padre fuera de cárcel. (Gaby)
Recuerdo apretar los dientes para no llorar, pensaba en otra cosa. Al despedirme de él lo abrazaba muy fuerte. Después, caminaba lo más rápido que podía, imaginaba a veces escuchar su voz a lo lejos, pero no quería ver nada, me dolía dejarlo ahí. (Sara)
Yo salía sin voltear atrás para no ver [a mi padre], pero al final siempre lloraba. (Atenea)
Cada entrevistada experimenta en su cuerpo diversas sensaciones: dolor en la garganta, apretar los dientes, llanto, pero sobre todo el deseo de no ver al momento de la despedida. Mas, ¿qué pasa con la propia existencia de quienes realizan la visita?
La experiencia corporal más inmediata es “dormir toda la tarde saliendo de ahí” (Sara), “llegar a casa a bañarme, quitarme toda la ropa, la suciedad, después de dormir todo el trayecto en el camión” (Atenea). A largo aliento: “sufrí una depresión profunda por la ausencia de mi padre” (Gaby). “Todos sus ingresos [a la cárcel] fueron causando en mí inseguridad y enojo” (Atenea), lo que llevó a nuestras entrevistadas tomar terapia siendo ya adultas.
Las metáforas
Las metáforas consisten en el uso de palabras que permiten una comparación entre aspectos que no están relacionados de otro modo. Por ejemplo, las prisiones emanan olores, los cuales se impregnan en las personas que les habitan, por ello estamos frente a un fluir constante en el que los individuos imbuyen de olor las cárceles y estas regresan el aroma hacia ellos. Son los olores de la prisión, del encierro, de la pobreza; así lo explica Alain Corbin:
El mal olor del proletariado seguirá siendo estereotipado […] al pobre el espacio cerrado, sombrío, los techos bajos, la atmósfera pesada, el estancamiento de las hediondeces [olor asociado a] los términos miserable /sucio /abandonado /hedor /apestar, [que no son más que] descripciones de la miseria (Corbin, 1987, p.164).
Para Atenea “la cárcel huele a basura y así tratan a los internos”. Gaby dice que “es una mezcla entre café y cochambre […] y a eso huele mucha gente”. Sara lo explica como:
La cárcel huele a marihuana, pero también a humedad. Hay espacios que huelen a frío y a oscuridad. Otros, como la sala de visita, huelen a comida, y a pesar de que sigue siendo un lugar oscuro lleno de moscas muertas huele a compañía.[3]
Por su parte, el alimento puede ser una metáfora en sí mismo. De ello podemos leer algunos ejemplos:
Mi padre era muy importante para mí, lo era todo, yo lo tenía en un altar. Yo de pequeña quería verlo, visitarlo, por eso siempre iba con mi mamá los días de visita. Por eso le visité después yo sola. Siempre le preparamos pozole. El pozole era el amor que le tenía, verlo comerlo me hacía muy feliz. (Atenea)
Hasta que logré llevarme mejor con mi papá (justo en la pandemia) fue que comencé a prepararle comida. Antes no. Sufro en pensar qué le puede gustar. Ahora la comida me sabe diferente, yo soy la única que lo visita y ya no le guardo resentimiento a él. (Gaby)
Yo le preparaba la comida. En la sala de visita la calentábamos, quería que yo le sirviera en su plato, a mí me gustaba hacerlo porque sentía que lo hacía feliz. Me decía que todo olía muy rico, la comida y yo. (Sara)
Podemos leer en esta última narración cómo el olfato se hace presente en los encuentros. Y es que es “simultáneamente un sentido del contacto y de la distancia, sumerge al individuo en una situación olfativa sin darle opción, seduciéndolo, atrayéndolo, o provoca rechazo y la voluntad de alejarse lo antes posible de un lugar que agrede la nariz. El olor no deja indiferente; es recibido de buen o mal grado” (Le Breton, 2009, p. 208). En consecuencia, se hace presente también en el alimento, ya que este no solo es aquello que se ingiere para mantener a un organismo vivo, sino que también sostiene un sentimiento.
La visita “alimenta” al interno y, con ello, genera un vínculo. Dar de comer es alimentar el alma, el espíritu. “El sabor de las relaciones […] a veces se expresa en términos culinarios” (Le Breton, 2009, p. 292). Aunado a esto, en el rol de género la mujer alimenta. No sólo con su cuerpo puede amamantar, sino que como práctica cultural en ella recae la responsabilidad de la preparación de los alimentos, el servirlos, el dar de comer a otros. Pero también el cuerpo guarda metáforas. Así lo recuerda Atenea:
Al salir de cárcel siempre me dolía el estómago, se me inflamaba. A veces vomitaba o me daba diarrea.
Para Le Breton (2009) hay relaciones o encuentros que se detienen en el asco, que causan aversión, escenarios simbólicamente contaminados. Pero también existe un vínculo entre el gusto de vivir y el gusto alimentario. Así lo dice el autor: “La sensación de hambre es una pantalla donde se proyecta o se mide el apetito de vivir […] Los días de depresión todos los alimentos parecen insípidos […] A la inversa, los días de alborozo todo sabe delicioso” (2009, p. 300). Al respecto, podemos ubicar un recuerdo de Gaby:
Mi papá, con su nueva pareja, había decidido tener un hijo estando en la cárcel. Me dijo “necesito un motivo para salir, una motivación”. Ahí fue el inicio de una mala relación. En esos momentos la comida no me sabía a nada […] Ya no quería visitarlo con mis abuelos. Las filas para entrar cada vez me parecían más largas. Una vez pasó entre nosotras un herido, lo habían apuñalado […] mientras pasaba ensangrentado, se vendía café en la fila de visita. Decidí no visitar más a mi papá. Hasta que volví muchos años después.
La afectividad en acción
La afectividad en acción se vincula con la identidad genérica. Por ello, hay roles claros —en general— sobre quién cocina los alimentos, cómo se elaboran y quién los lleva los días de visita. Al respecto, podemos leer lo siguiente:
Todas las mañanas mi mamá se levantaba muy temprano y cocinaba pozole. Sobre todo si íbamos a festejar algún cumpleaños. Hacíamos el largo trayecto hasta el reclusorio, dos horas siempre en transporte público, cargando muchas bolsas y botes, era una excursión. Después hacíamos una larga fila para tratar de entrar temprano. Mi papá nos recibía muy bañado, con su ropa planchada, nos ayudaba a cargar las bolsas. Nos sentábamos a comer, cada domingo durante nueve años. (Atenea)
Mi abuela era quien cocinaba, se levantaba a las seis de la mañana, recuerdo que siempre hacía arroz. Después venía el largo trayecto para llegar al reclusorio, más de dos horas. La fila para entrar de muchas horas, la revisión que sigue sin gustarme y de la cual guardo muchos malos recuerdos […] Mi papá siempre estaba muy arreglado, él huele a fragancia de hombre. Estábamos con él, mis abuelos y yo. Después venía la salida. Yo trataba de no llorar dentro de la cárcel y soñaba con pasar tiempo con él en libertad. (Gaby)
Un día antes yo preparaba la comida. El domingo me levantaba temprano, me bañaba, me arreglaba siempre con la misma ropa que tenía permitido entrar. Pasaba a comprar pan, guardaba todo en trastes transparentes para que se viera el contenido y tuviera menos problemas en el ingreso. Él siempre estaba muy bañado, olía a loción, se peinaba mucho. Se veía muy guapo. Nos sentábamos siempre en el mismo lugar, a la misma hora, hacíamos lo mismo: tomábamos un café, un pan, hacíamos el amor en las cabañas,[4] después comíamos, platicábamos y me iba, quería llevarlo conmigo, pero no podía. Así fue cada domingo durante dos años. (Sara)
Cada relato de las entrevistadas nos muestra acciones cargadas de afectos: el sentimiento de alegría-expectativa de la visita y sus preparativos, la dificultad y cansancio del trayecto, el ingreso con los recuerdos desagradable de ese proceso, la experiencia grata de estar con quien se visita y su agradable aroma; finalmente, el quebranto de la despedida y la tristeza.
Además, podemos ver los roles de género claramente delimitados: la abuela-madre, la esposa-madre, la novia, la hija, se levantan temprano, cocinan, emprenden el viaje, visitan. Sobre la mujer recae la responsabilidad afectiva, el no abandono del otro y su cuidado. Logran con sus acciones que el hombre privado de su libertad rompa con la monotonía gris de los días de encierro; por esa razón, a quien visitan se baña, usa ropa planchada, se arregla, come, hace el amor, huele a loción.
Las narraciones de nuestras entrevistadas refieren cómo el olor del padre o de la pareja mitiga los demás olores que emanan de la prisión. Sobre todo porque los olores en prisión corresponden a la orina, el excremento, el caño, aquello que Corbin (1987) llama “secreciones de la miseria”, referentes también al hedor del agua estancada, el cadáver, la carroña, la descomposición corporal y la enfermedad; por ello el uso de perfumes y olores a hierbas aromáticas es frecuente en numerosas sociedades para sanear el aire viciado, como ocurre en diversos espacios del penal y con algunos de sus habitantes los días de visita. Así, el sentido del olfato de forma íntima suscita una actitud púdica, reprimida, o una sensación de relajamiento, de bienestar. De hecho, en la relación amorosa el intercambio de olores participa del intercambio de cuerpos, donde el gusto y el sabor del otro se manifiestan (Le Breton, 2009). Así lo recuerda Sara:
Estábamos en la cabaña de siempre, la de cada domingo, a la misma hora. Las paredes de cobija eran de color azul oscuro, al igual que el techo de tela donde había un hoyo para ver el cielo. El colchón lo cubríamos con una cobija que olía a jabón, a suavizante y a él. Era una atmósfera con poca luz, donde la cárcel “desaparecía”. Se escuchaban muchas voces, música por todos lados. Se escuchaban otras personas teniendo sexo. Nosotros hablábamos en voz baja, él ponía música solo para nosotros, parecía que estábamos en una tienda de campaña en medio de la playa. Toda la cabaña olía a incienso, él trataba de crear un lugar agradable. (Sara)
Podemos observar cómo la puesta en práctica de la afectividad en acción podría ser un acto de resistencia ante el poder disciplinario institucional de la cárcel, al disimular ciertos olores, mitigar la mala calidad de la existencia diaria, permitir encuentros afectivos. Sin embargo, en prisión estamos frente a un poder múltiple y automático, un poder disciplinario que funciona como una maquinaria que está por doquier y siempre alerta (Foucault, 1976). Al respecto, podemos encontrar los siguientes relatos:
No estuve consciente cuando mi papá entró a la cárcel porque era yo muy pequeña […] La primera vez que fui a visitarlo estaba llena de miedo y fue una experiencia muy abrumadora […] El entrar a prisión y pasar los filtros es muy estresante, que esta comida sí, que esos zapatos no […] En una ocasión tuve que bajarme los calzones y enseñarle [a la custodia] mi toalla femenina porque estaba menstruando, esas personas [los/as custodios/as] no tienen absolutamente nada de mi respeto. (Gaby)
Al principio, como éramos nuevos, no sabíamos qué estaba permitido y qué no. Pero ellos [los/as custodios/as] se aprovechan de eso. A mí me daba miedo, era muy estresante entrar. (Atenea)
Siempre en la visita había custodios observando, mirando todo, regañando gente. Cuando fue la pandemia teníamos prohibido tocarnos, ir a las cabañas. Ya no había espacios de privacidad. (Sara)
Como podemos ver, la afectividad en acción está compuesta de acontecimientos gratos y también desagradables. Por eso los años en prisión van mermando las relaciones, fracturando los encuentros y quebrando los lazos familiares. Pero incluso, en ocasiones, salir de prisión lleva consigo cambios inesperados, como podemos leer en los siguientes relatos:
Cuando salió yo fui a esperarlo, era de madrugada, tenía mucha emoción de verlo fuera […] Pero ese primer año fue muy difícil, él salió muy enojado con la vida, se ponía de malas y tenía pendientes que resolver […] Como si su vida se hubiera suspendido nueve años y ahora tenía que rehacerla donde él creía se había quedado, eso nos fue separando. Nunca volvimos a hacer el amor como lo hacíamos cuando él estaba preso y durante dos años ya ni lo veía los domingos. (Sara)
Nosotros siempre hemos sido los pagadores, mi mamá, mi hermano y yo. Pagadores del tipo ese [se refiere a su padre]. Después de su primera salida de cárcel ha vuelto a entrar dos veces más. La última vez involucró también a mi hermano, como lo hizo conmigo una vez […] Pero ahora sé muy bien cuándo me siento libre y es justo cuando él está preso y no lo visito. (Atenea)
Sé que cuando salga él tiene muchas cosas que hacer y yo no estaré en su agenda […] Quisiera que saliera no solo porque ya lleva muchos años en prisión, también porque todas nuestras vidas giran alrededor de su situación. (Gaby)
Discusión
Como hemos visto, somos seres rodeados de estímulos: sonidos, sabores, olores, contacto físico e imágenes visuales. Todo ello nos evoca, a través de la memoria, sentimientos y emociones. En ese universo sensorial habitado por la sociedad, la realidad del mundo se ubica en la vida cotidiana. De ahí la importancia de rescatar los relatos, las historias, las vivencias particulares. Como explica María de la Luz Javiedes (2001): La vida cotidiana se experimenta con diferentes grados de proximidad tanto temporal como espacial donde el referente constante es la perspectiva que le da el autor la singularidad, unicidad, de su situación biográfica (p. 58).
Frente a este panorama la realidad es subjetiva, intersubjetiva, pero también social; de ahí la importancia de estudiar los significados y esos saberes que se viven con otros en un mundo común y compartido (Javiedes, 2001). Por ejemplo, como lo explica Le Breton (2009), la comida es una celebración en común, la culminación del lazo social. “Compartir sabores responde al gusto de estar juntos […] La comida reúne a los individuos en torno a simbolismos comunes, en torno a platos conocidos” (p. 309). Sumado a lo anterior, el alimento en prisión que es llevado por familiares de personas privadas de su libertad impacta, como hemos visto, en la calidad de la existencia, pero además está cargado de metáforas y de afectividad puesta en acción en la que lo sensorial está presente.
Trabajar desde una antropología de los sentidos permite hacer consciente aquello que pasa por el mundo de forma cotidiana y que no recordamos claramente, como los olores, los sonidos, el tacto, el gusto, sensaciones que olvidamos de forma frecuente. Como lo dice Le Breton (2009): “el ser humano habita corporalmente el espacio y el tiempo de su vida, pero muy a menudo lo olvida” (p. 23). Trabajar con los sentidos desde una antropología enfocada en ellos y llevarlos al ámbito de la psicología, pero también de otras disciplinas, sin duda abre apuestas metodológicas interesantes y complejas para futuras investigaciones.
Queda pendiente investigar, en futuros estudios, otros sentidos como el auditivo, sobre el cual nuestras entrevistadas hablan de forma constante. La música en ellas es también un factor relevante de recuerdos, historias y acontecimientos vividos en la cárcel. Por ello cabe preguntarnos: ¿cómo podemos acercarnos a la realidad penitenciaria y de quienes acuden a visitar desde el sentido de la vista, el tacto o la audición? ¿Qué pasa cuando quien visita es invidente, sordo/a, tiene alguna necesidad especial o capacidades diferentes? Esta mirada interseccional podría haberse sumado en el presente artículo de forma más amplia, por ejemplo: ¿cómo se vive la visita penitenciaria siendo una mujer indígena, afrodescendiente y/o teniendo alguna capacidad diferente? ¿Qué otras intersecciones no son vistas y necesitan ser estudiadas?
Por su parte, el cuerpo es una materia viva que está inmersa en interpretaciones culturales como el género. Por ello leíamos cómo las mujeres son aquellas que se encargan de la elaboración de la comida y, en general, la llevan a sus familiares. Los alimentan orgánica y simbólicamente, lo cual impacta de forma favorable la existencia de los visitados, pero como hemos visto, va mermando de diferentes maneras en su propia vida. Ese cuerpo que es la medida del mundo, como lo dice Le Breton, a su vez se llena de metáforas desde un sentir-pensar, como el dolor de estómago, la diarrea o el vómito al salir de prisión. Aunado a eso se encuentra la pesadez que induce a dormir largas horas después de salir de la visita, y es que a través del cuerpo el individuo interpreta su entorno. Podemos leer dos ejemplos al respecto:
La primera vez que visité a mi papá fue a los 12 años. Al verme me abrazó tan fuerte que sentí que desmayaría. Me faltó el aire, me mareó un poco […] Después de años de no verlo, decidí visitarlo y confrontarlo […] Al verle, comimos juntos, disfruté mucho esa comida que él compró ahí en la cárcel, no pude confrontarlo como pensé, pero me gustó verle después de muchos años, aunque al salir de ahí tuve un cuadro de depresión muy fuerte que me afectó en varios ámbitos de mi vida. (Gaby)
Al salir de la visita siempre me daba mucho sueño, dormía toda la tarde. Pero cuando él salió ya no podía dormir, después de dos años de su salida y por todo lo que pasábamos siempre me dolía mucho la cabeza. Me punzaba de noche y eso no me dejaba dormir. Es que salen de la prisión muy rotos, enojados, molestos con la sociedad. Yo le escribí una vez a él esto: “de tu boca como vapor salen serpientes”. Y es que fumaba mucho, todo el tiempo olía a cigarro y lo maldecía todo. (Sara)
Por otra parte, percibir el mundo es una invitación a interpretarlo. La prisión es ese mundo de encierro cargado de prácticas de control y ejercicios del poder. Quienes se adentran como visita a ese espacio tocan, huelen, ven, escuchan y prueban de forma cotidiana una existencia que, como dice Gaby: “muchas veces me costaba trabajo, estar consciente de la realidad”. Y es que “sentir el mundo es otra manera de pensarlo, de transformarlo de sensible en inteligible” (Le Breton, 2009, p. 24). Así lo explica: “El mundo sensible es la traducción en términos sociales, culturales y personales de una realidad inaccesible de otro modo” (Le Breton, 2009, p. 25).
Sin embargo, los años en prisión van mermando la existencia de la persona privada de su libertad y también la de su visitante. La persona en prisión teme el abandono, ese morir socialmente, porque el abandono es “morir con antelación a la muerte física. Una zona de muerte social, resultado de quebranto de relaciones sociales cotidianas, historias institucionales que consideran que su situación es autogenerada o de su exclusiva responsabilidad” (Biehl en Parrini, 2018, p. 390).
En cuanto a la experiencia corporal de la persona que visita, también se ve menoscabada. Así lo recuerda Atenea:
Lo único que guardo de él, y no sé por qué lo hago, son unos papelitos que me escribió. Me los dio en mi cumpleaños que festejamos con él en cárcel. Aún me sigue doliendo el estómago cuando lo veo, se me inflama. Y cuando estoy en situaciones de mucho estrés a veces vomito. En terapia me decían que es porque no he superado cosas con ese tipo [se refiere a su padre].
Adenda
Solo en ocasiones sueño con la cárcel, pero al entrar en ella también soy parte de la visita. De hecho, todas las veces que salí de la cárcel me sentía exhausta y enferma. Yo no padecía enfermedades en la piel como muchos internos lo experimentan y Le Breton (2018) lo explica. Lo mío tenía que ver con la voz y la respiración, con el aliento y la secreción. Incluso tenía que ver con el agua, con el sudor, con el escurrimiento nasal. Pensar en qué experimentan en sus cuerpos las mujeres que acuden de visita durante tantos años era una interrogante que siempre tenía. Porque el cuerpo es un diario que se escribe en otro lenguaje o en una forma distinta de escritura. ¿Hay una narrativa en las enfermedades que produce un trabajo de campo? Si es así, se debe acceder al archivo corporal viviente en el que se convierte el propio cuerpo del investigador o investigadora.
El proceso de salida que la visita realiza al terminar el día es el momento más adverso. Los infantes lloran, no se desprenden de los brazos de los padres. Las mujeres adultas caminan más cansadas. De hecho, el andar en esas filas se torna más lento, nadie habla y permea el silencio. ¿Qué sienten y qué piensan quienes salen y los que se quedan?
Soñar con la prisión es experimentar lo que Parrini (2018) explica como una etnografía de los afectos en el inconsciente. ¿Con quién hablan de sus experiencias vividas quienes investigan y trabajan con personas privadas de su libertad?
Recuerdo los olores penitenciarios, la comida, el agua estancada en los pasillos, la frialdad de los espacios; y es que la prisión es sensorial. Investigar en torno a ésta ayuda a entender nuestro presente, contribuir al conocimiento, pensar si hay otra alternativa al encarcelamiento. Saber, además, que una antropología de los sentidos no es una ficción, es un intento más o menos logrado de mostrar y describir un mundo ajeno y distinto. Así, la principal tensión de la escritura antropológica, etnográfica y, por tanto, de la investigación, no proviene de la imaginación sino de la realidad (Parrini, 2018), y en este caso de la realidad carcelaria.
Agradecimientos
Se agradece al Colegio de Humanidades y Ciencias Sociales de la UACM por el apoyo recibido en la investigación: “Identidades masculinas y rituales: Los temporituales, la escenificación corpórea y los procesos narrativos en hombres que estuvieron recientemente privados de su libertad”, Laboratorio en Estudios de Género, 2022.
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Notas