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La paz como símbolo: El caso de los diálogos de paz dentro del conflicto armado colombiano*
Peace as a symbol: Peace talks in colombian armed conflict
Tesis Psicológica, vol. 14, núm. 2, pp. 14-29, 2019
Los Libertadores Fundación Universitaria

MONOGRAPHIC SECTION RECALLING, REPEATING, REWORKING THE MEMORIES OF THE ARMED CONFLICT


Recepción: 16 Junio 2019

Recibido del documento revisado: 01 Julio 2019

Aprobación: 02 Noviembre 2019

DOI: https://doi.org/10.37511/tesis.v14n2a1

Financiamiento

Fuente: Corporación Universitaria Minuto de Dios

Nº de contrato: C117-40-162

Descripción del financiamiento: Financiado por la Corporación Universitaria Minuto de Dios y ejecutado en el periodo 2018-2019. Proyecto registrado con el código C117-40-162.

RESUMEN: La firma de los acuerdos de paz con las FARC-EP, así como la implementación de estos, ha suscitado desconfianza, polarización y animadversión entre los colombianos. Mientras algunos sectores académicos del país están concentrados en abordar la paz desde sus elementos jurídicos y legislativos, las ciencias humanas, en especial la psicología, están llamadas a comprender, construir y reconstruir el tejido social, la memoria histórica y todas aquellas dinámicas culturales propias de este momento. Así, con el objetivo de analizar el papel que han cumplido y seguirán cumpliendo las construcciones simbólicas alrededor de la paz, el presente artículo rescata la teoría del símbolo de Ernst Cassirer y Paul Ricoeur como punto de referencia para comprender el símbolo y su papel a la hora de dar sentido al pasado y construir futuro. Bajo este análisis se puede observar cómo, a través de los diferentes diálogos con las FARC-EP, el símbolo de paz en Colombia se ha cargado de significados asociados a la división, ingenuidad, desconfianza y exclusión. En este sentido, el éxito a la hora de implementar los acuerdos y construir una paz estable y duradera debería radicar, en gran medida, en la capacidad de los colombianos de construir y reconstruir un tejido simbólico capaz de resistirse a la segregación o polarización política que lo ha marcado.

Palabras clave: símbolo, paz, diálogos de paz, hermenéutica, conflicto armado colombiano.

ABSTRACT: Signing the peace agreements with the FARC-EP, as well as their implementation, has aroused mistrust, polarization, and animosities among Colombians. While some academic fields in the country are focused on addressing peace from its legal and legislative elements, human sciences, especially psychology, are called to comprehend, construct and reconstruct the social fabric, collective memory and every cultural dynamic that correspond to this time. Thus, with the aim to analyze the role that symbolic constructions have played and will play around peace, this article retrieves the theory of symbol from Ernst Cassirer and Paul Ricoeur as a reference point to comprehend the symbol and its role when giving sense to the past and building the future. Under this analysis, it can be observed how through the dialogue with the FARC-EP, the symbol of peace in Colombia has been loaded with meanings associated to division, ingenuity, mistrust and exclusion. In this sense, the success when implementing the agreements and constructing a stable and durable peace should lie, to a large extent, in the capability of Colombians to construct and reconstruct a symbolic fabric that can resist the political segregation or polarization that has marked it.

Keywords: Symbol, peace, peace dialogues, hermeneutics, Colombian armed conflict.

Introducción

El 26 de septiembre de 2016, fecha oficial de la firma de los Acuerdos de Paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), constituye un hito en la historia de Colombia al dar fin a más de medio siglo de conflicto armado. Este cese oficial, resultado de las demandas, concesiones y acuerdos entre ambas partes, sigue hoy generando resquemores alusivos a su legitimidad, así como a sus posibles consecuencias. Ante esta situación, no resulta extraño que varios sectores –tanto académicos como gubernamentales– se hayan visto obligados a reflexionar en torno a cómo se puede reconstruir el tejido social de un país que vivió sumergido en la desconfianza, el dolor y la muerte. Y, en esa misma línea, la academia debería generar herramientas para enfrentar la implementación de unos acuerdos que no sólo conllevan cambios jurídicos y legislativos, sino cambios profundos dentro de las estructuras sociales que cobijan el funcionamiento históricocultural de toda la nación.

Retomando la reflexión de la hermenéutica contemporánea ( Ricoeur, 2007) resulta central reconocer en el posconflicto un escenario que, en sí mismo, hace parte de un universo simbólico cuya disposición, puede o no, posibilitar la emergencia de significados o expresiones lingüísticas que faciliten la implementación de los acuerdos de paz. A través de la continua revisión de nuestras construcciones simbólicas es posible comprender y reconfigurar las narraciones sobre un conflicto que, por su complejidad, así lo demanda. En este sentido, el papel de la academia -especialmente el de las ciencias humanas y la psicología- debe ser protagónico, al ubicar al ser humano como intérprete permanente del entramado simbólico que acompaña cada una de sus expresiones culturales -desde los relatos periodísticos, el mundo de las redes sociales, las expresiones artísticas, las manifestaciones religiosas, y todas las demás formas culturales-donde se han ido tejiendo y seguirán mutando los símbolos alrededor de la paz.

En este orden de ideas resulta primordial comprender qué significados hemos tejido como nación en torno a la “paz” y el fin del conflicto colombiano y, más aún, cómo han ido cambiando los símbolos sobre el conflicto armado a lo largo de varias generaciones hasta desembocar en lo que hoy simbolizamos como la era del posconflicto. Entender la “paz”, desde esta perspectiva simbólica, no sólo implica la comprensión de las dinámicas legales, sociales y políticas que han surgido con el fin de reparar los daños del pasado y evitar su reaparición en el futuro, sino también permite identificar la intersubjetividad que nos ha dejado aquellos lastres sobre los que se ha edificado nuestra historia y que hoy, en el posconflicto, tenemos el reto de superar.

Sin más preámbulos, veamos cómo se configuró el problema del símbolo a través de la mirada de Ernst Cassirer y Paul Ricoeur, influyentes pensadores del siglo XX.

El símbolo: de la mediación a la creación de sentido

Desde el surgimiento de la categoría alemana de las ciencias del espíritu ( geisteswissenschaften) en el siglo XIX, las disciplinas encargadas de abordar lo humano han tenido el reto de posicionarse entre los espacios de construcción de conocimiento científico, a pesar de no compartir muchos de los presupuestos epistemológicos y ontológicos de la ciencia moderna ( Mardones, 1991; Zapata, 2009).

Por ello, no es extraño encontrar dos grandes tradiciones epistemológicas al estudiar lo humano. Una de ellas se basa en el ideal de las ciencias modernas, cuyo objetivo es crear teorías sobre las acciones humanas a partir de principios como la universalidad nomológica, el realismo científico o la presunta separación entre sujeto y objeto en los métodos científicos. Y una segunda, derivada de las discusiones sobre las ciencias del espíritu –especialmente, desde la hermenéutica–, que busca generar nuevas formas de estudio que reconozcan el carácter constitutivo del hombre desde aspectos propios de la vida humana como son la historia cultural, el lenguaje, el mito y la moral ( Segovia-Nieto & Yáñez-Canal, 2015). En esta segunda forma, el objeto de estudio del científico humano ya no puede ser el “hecho” o “evento” individual o social, sino la complejidad del lenguaje humano, el desarrollo de la consciencia, la creación mitológica, así como otros elementos que contemplen las prácticas y formas de vida cotidianas.

En medio de esta discusión, las teorías sobre el símbolo han trazado un mapa amplio sobre cómo abordar uno de los asuntos más problemáticos del actuar humano: el sentido. Uno de los pioneros en traer la discusión del símbolo a las ciencias humanas fue Ernst Cassirer en su obra más reconocida La filosofía de las formas simbólicas (1923/1972). Veamos algunos de los puntos centrales de su filosofía sobre el símbolo.

A principios del siglo XX Ernst Cassirer comenzó a mover sus análisis desde el campo de la teoría del conocimiento (erkenntnistheorie’) –que era una de las preocupaciones más comunes entre los neokantianos– hacia el problema del análisis cultural y de las funciones simbólicas. De esta manera, mientras la tradición cartesiana había insistido en la separación entre sujeto (cogito) y objeto (substancia), autores como Dilthey (1883/1949), Heidegger (1927/1988) y el propio Cassirer (1923/1972), volcaron la discusión que versaba sobre las posibilidades del conocimiento hacia el estudio de los elementos humanos –lo que el mismo Cassirer denominó una filosofía de la cultura–.

Especialmente para Cassirer ( 1923/1972, 1967, 1972, 1975), el sujeto del conocimiento no era aquel que accedía de manera directa y transparente a la realidad a través de copias fieles de los objetos circundantes; por el contrario, la condición de estar en la cultura sería la que le brindaría al sujeto las categorías –los símbolos– que dotan de sentido al mundo. Así, mientras la condición biológica de la naturaleza animal restringe el conocimiento del mundo a través de las condiciones propias de los objetos y las funciones orgánicas, la función simbólica, exclusiva en el ser humano, lo dota de la capacidad de crear sistemas simbólicos como método para adaptarse y descubrir su entorno ( Cassirer, 1967).

En otras palabras, a diferencia del mundo animal en donde existen signos unívocos y representaciones –o copias– que median entre los organismos y los objetos, en el universo simbólico humano los símbolos no están determinados por la representación inequívoca del objeto o por un sentido práctico de adecuación a la realidad. Por el contrario, este universo humano posee en sí mismo una función creadora que más que reproducir el mundo, lo configura y matiza. Bajo estas ideas, el ser humano no solo habita el mundo de la naturaleza, sino también habita una dimensión de la realidad que él mismo ha creado: el de la multiplicidad de sentidos. Esta dimensión está compuesta por manifestaciones culturales tales como formas artísticas, sistemas geométricos, rituales religiosos o imágenes mitológicas, las cuales funcionan como creaciones que dotan de sentido nuestras acciones ( Cassirer 1967).

Sumado a esto, Cassirer (1967) resalta los aspectos no intelectuales en la función simbólica. A diferencia de la visión intelectualista y racionalista que primaba en la antropología filosófica de principios del siglo XX, el trabajo de Cassirer será un intento por describir la función simbólica más allá de elementos reflexivos de orden lógico. Para Cassirer (1967) reducir la naturaleza humana a la capacidad de razonar era totalmente inadecuado debido a que el universo simbólico es en sí mismo la condición para la reflexividad; la naturaleza reflexiva de algunas significaciones de la realidad es una posibilidad que se deriva de la función simbólica y ésta, a su vez, incluye elementos de la vida cultural que algunas veces son de orden lógico y otras veces son de orden afectivo o pre-reflexivo.

El animal simbólico -como lo denomina Cassirer- refiere a un ser cuyas configuraciones del mundo no son del todo racionales. Esto se debe a que gran parte de estas han sido dadas gracias a la capacidad creativa del símbolo, la cual le permite dar sentido a su experiencia en el mundo y además le facilita crear nuevas y diversas maneras de comprender la realidad de la cual hace parte ( Cassirer, 1972). Esto se refleja en la percepción humana que no sólo asocia y reproduce las impresiones del mundo físico, sino que configura, crea y recrea, universos simbólicos complejos. Por ejemplo, Cassirer (1967) afirma que a pesar de que la Escuela de la Gestalt y la psicología comparada europea habían mostrado la capacidad de representación que poseen los animales superiores así como la configuración y organización que imponen éstos en todo proceso perceptivo, también demostraron lo limitados que son los animales para abstraer relaciones que no dependan de datos sensibles concretos -como las relaciones que se necesitan para comprender los sistemas geométricos, por citar un caso-. Esta teoría del animal simbólico fue fundamental para rescatar la capacidad del espíritu humano de trascender, construir sus propios mundos discursivos y, en últimas, para ver en lo simbólico un producto mental de orden universal.

Años más tarde, con la llegada del segundo giro lingüístico, Paul Ricoeur (1970/2007) amplía la teoría sobre el símbolo de Cassirer para fijar la mirada en el carácter multívoco y hermenéutico de la producción simbólica humana. Para el pensador francés, ubicar lo simbólico como cualquier forma de mediación universal entre la realidad y la consciencia, no permite entender completamente la legítima función de lo simbólico, a saber: permitir la emergencia de sentidos multívocos que revelen la capacidad humana de moverse siempre en un doble sentido -entre lo oculto y lo aparente- y, con ello, crear la cultura.

Trascendiendo la propuesta del animal simbólico de Cassirer (1975), la hermenéutica-fenomenológica de Ricoeur (1969/2003, 1970/2007) describe la función simbólica más allá de la creación de signos y sus relaciones de significación entre sí. Los símbolos no pueden ser comprendidos sólo por su referente o sus relaciones mutuas, sino que, para ser comprendidos, necesitan la estructura intencional que le dan los sujetos en el entramado cultural que les antecede (Ricoeur, 1970/2007).

Para poner un ejemplo, en el conflicto armado colombiano cuando se habla de la “reparación de las víctimas” es obvio que no hacemos referencia a un arreglo en sentido literal. Nos queda difícil entender el sentido de la expresión sí simplemente buscamos el referente de la palabra “reparar” o “víctima”. Claramente no encontramos el sentido de la reparación en coser, martillar o soldar, objetos o personas. Debemos entender el sentido de la expresión en el entramado simbólico que se ha tejido en Colombia en los últimos años. En este orden, la “reparación” tiene que ver -dependiendo los sentidos e intenciones invocadas- con el cómo hemos de resarcir física, psicológica, social, legal o simbólicamente, a aquellos que han sufrido el flagelo de la guerra. Así, el sentido de una expresión como “reparar las víctimas” no se agota en algún gesto puntual que pueda servir como referente universal -bien sea encarcelar, enjuiciar o matar-, sino que sólo puede ser asequible en su sentido total en relación con otros símbolos de dicho contexto cultural (por ejemplo, en las vidas de los líderes políticos colombianos, los actores representativos del conflicto armado, los símbolos sobre las instituciones colombianas y los imaginarios que han rodeado el proceso de paz, entre otros).

En últimas, la noción de símbolo se une aquí a las perspectivas hermenéuticas señalando que el símbolo no es una herramienta que solo media entre el sujeto y el mundo del cual hace parte, sino una configuración de significaciones multívocas que tejidas comprenden la integración del sujeto con la cultura (Ricoeur, 1970/2007; Geertz, 1973; Valverde, 2003).

Estas nuevas perspectivas hermenéuticas sobre el símbolo confrontan al científico humano con la tarea de develar lo multívoco de las significaciones allí donde otros sólo ven hechos históricos o acontecimientos objetivos. Así, para el caso de las significaciones alrededor de la guerra y la paz lo que entra en juego con la teoría simbólica, es nuestra capacidad de sospechar permanentemente de lo que aparece socialmente como significados únicos de los eventos sociales. De esta manera, es posible abrir paso a un análisis de la multiplicidad simbólica que se revela en todo conflicto y que pasa por todas las esferas de la vida pública desde lo religioso, lo político o lo artístico ( Ricoeur, 1990).

Al ser de ese modo, todo lo concerniente a la acción humana hace un llamado al reconocimiento de la complejidad y la condición simbólica que están detrás de cada acto y que determinan en gran medida su sentido. Así pues, para una comprensión detallada del proceder humano en esferas como la vida política, se debe ir más allá de lo que es tangible a primera vista ( Moratalla, 2001). Pues, elementos como el discurso, las decisiones políticas o las experiencias de guerra y paz, se comprenden de manera mucho más completa a través de los símbolos y la memoria colectiva. Es decir, ampliar el análisis hacia lo simbólico en el abordaje de situaciones como las guerras civiles, los conflictos armados, el terrorismo, la violencia urbana, los desplazamientos, las migraciones, entre otros, puede ser la clave para hacer un mapa más acertado sobre el cual se puede trazar mejores planes de transformación a futuro ( Pauker, 2012).

En este sentido, el análisis político debe, en primera instancia, reconocer el carácter constructor y compartido que poseen los símbolos en la historia de los pueblos. Haciendo esto, podremos entender las situaciones políticas, las fuerzas –o bien de cohesión o bien de fragmentación– que poseen estos símbolos, y que los convierten en el motor de cualquier cambio que pretenda movilizar los grupos humanos hacia un mismo fin ( Ricoeur, 1976, 1990). Como lo expone Edelman ( 1971, 1985), el papel del símbolo en la acción política es decisivo, pues los mitos en este campo están siempre a la orden del día tanto para definir, por ejemplo, al enemigo político que debe ser exterminado o para formar los arquetipos sobre lo que le interesan a una nación o, estructurar caballos de batalla dentro de la retórica política.

Veamos entonces algunos elementos simbólicos que han acompañado el panorama político sobre el cese del conflicto armado en Colombia y la búsqueda de la paz.

La “paz” en los diálogos de paz

Dentro de la historia del conflicto armado colombiano se ha construido un entramado simbólico desde el que se narra la historia del país y sin cuyas sucesivas transformaciones hubiera sido imposible el proceso de paz con la guerrilla de las FARC-EP culminado en 2016 ( Larraz, 2017). Desde la primera década de la guerra bipartidista, a finales de los cincuenta, diferentes gobiernos han perseguido la consecución de una paz estable y duradera en el territorio colombiano que, incluso hoy día, sigue siendo calificada por teóricos en las disciplinas humanas como lejana e incluso imposible (Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas [CHCV], 2015). La división y polarización entre el pueblo y quienes lideran el Estado se vislumbra como una de las causas del conflicto interno que se ha sostenido gracias a los actores políticos presentes de manera directa e indirecta en la confrontación armada.

Un primer evento que marcó la división nacional frente a procesos de paz tuvo lugar entre 1970-1976 y fue atribuido al llamado Frente Nacional (1958-1974). Con dicho pacto se pretendía dar fin a la época de la Violencia entre el partido Liberal y Conservador. En el Acuerdo del Frente Nacional sus miembros se comprometieron a cesar la violencia y persecución política mediante un acuerdo -de ¿paz? - que dividía por dieciséis años los cargos públicos y legislativos, alternando la presidencia entre ambos bandos y excluyendo, de paso, a otros actores que querían acceder al poder político ( Mesa, 2009; León, 2012).

En este momento histórico, el fin de la violencia y el acuerdo político entre los actores involucrados estuvo ligado a significados de división, intolerancia y exclusión política. El pacto implicaba el cese de acciones violentas en nombre de los partidos políticos involucrados, más no abogaba por la reconciliación, unidad y participación ciudadana; simplemente obedecía a una repartición del poder que no reconocía a todos los actores involucrados y dejaba un imaginario social en el que los intereses de grupos particulares debían primar sobre los intereses de la nación.

Un acuerdo de paz, cuyo sentido se componía de división y desconocimiento de otros actores políticos, generó un ambiente de inconformismo entre todos aquellos que no se sentían incluidos en un mal llamado Acuerdo Nacional que reducía el espectro a dos actores diametralmente opuestos: liberales y conservadores. Esta situación contribuyó al fortalecimiento de la Alianza Nacional Popular (ANAPO) que encabezó la oposición, así como a la aparición y fortalecimiento de varias guerrillas entre ellas las FARC-EP, los Comuneros y, posteriormente, el M-19 ( León, 2012). Inclusive, valga la pena resaltar que, con la aparición y radicalización de las guerrillas, sumado a una fuerte represión estatal presente por aquel periodo histórico, la palabra guerrilla se volvió una herramienta simbólica de las clases dirigentes para satanizar cualquier persona u organización que pusiera en tela de juicio a aquellos que se encontrasen ejerciendo el poder ( Mesa, 2009). Así, un acuerdo para lograr la paz en el territorio colombiano, a primera vista fructífero, quedó revestido de significados de división, sentimientos de injusticia y sobre todo animadversión entre los sectores sociales de la nación ( Archila, 1985).

Las consecuencias tanto materiales como simbólicas no se hicieron esperar. Tal como nos permite leerlo el análisis simbólico de Ricoeur (2007), los símbolos constituidos dentro del pacto bipartidista giraban en torno a un sentir de exclusión por parte de ciertas esferas de poder que representaban lo “político” y, por ende, dejaban una sensación de inconformidad frente a la institucionalidad. Esta inconformidad dejaba una simbología donde la política y el Estado, en su totalidad, eran ámbitos distintos. De esta manera, cualesquiera que fuera el intento de negociación al que se llegará entre el Estado y las nuevas guerrillas colombianas, habría de ser visto con escepticismo y precaución entre ambas partes.

Posteriormente se llevaría a cabo un nuevo intento de acuerdo de paz, esta vez entre el presidente de turno y algunos grupos guerrilleros. El “Gran Diálogo Nacional de Paz”, encabezado por el entonces presidente Belisario Betancur (1982-1986), no fue capaz de mutar los símbolos pasados. Como veremos, este nuevo intento de acuerdo enraizó el sentimiento de desconfianza hacia todo aquello que hablara de paz.

Con el “Gran Diálogo Nacional de paz” se buscaba generar y consolidar un diálogo político con las guerrillas armadas, iniciando con las FARC y continuando con el M-19 y el EPL. Estos diálogos reconocieron a las organizaciones insurgentes como actores políticos cuyas demandas podían y debían ser escuchadas, además de pactar acuerdos de cese al fuego en algunas zonas del país –como la del municipio de La Uribe, Meta en 1984 con las FARC-EP–. Sin embargo, los fenómenos de violencia política que vivió la población civil de aquel entonces, dejaron un descontento en la población colombiana y un legado devastador que continuó acentuando la desconfianza en el símbolo de la paz.

En primer lugar, las propuestas de Betancur para abrir los diálogos de paz no fueron bien recibidas por los partidos políticos tradicionales y fueron desaprobadas por el Congreso ( Padilla, 2017). Esto da cuenta de una simbólica partidista del Estado que aún hoy día parece insalvable. En segundo lugar, la aparición de documentos que reportaban que las FARC se encontraban aumentando su pie de fuerza –en medio de las conversaciones– destrozó las esperanzas de encontrar en el proceso de paz un significado de confianza. Los diálogos para conseguir la paz construyeron una simbólica de ingenuidad y fracaso del Estado, además de convertirse en una herramienta al servicio de distintos actores armados ilegales que la usarían para fragmentar cada vez más la legitimidad del mismo.

En último lugar, resulta importante hablar de otro hito que desarrolla la simbólica de la paz en Colombia durante el proceso del gobierno de Belisario Betancur: la creación y aplicación de la Ley de Amnistía (Ley 35 de 1982). Según la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, la implementación de esta ley fue fundamental para los posteriores diálogos (CHCV, 2015), pues establecía el perdón estatal para los delitos políticos de aquellos que se comprometieran con el cese al fuego, y procuraba reconocer las causas estructurales que llevaron a la formación de estos grupos subversivos. Aunque el objetivo del gobierno de turno era lograr la paz en el territorio colombiano, desde sus inicios dicha ley abrió una fuerte división entre dos grandes grupos: por un lado, los que propendían por el diálogo con las guerrillas y la salida negociada de la guerra y, por el otro, el grupo que exigía la creación de legislaciones que restringieran y castigaran las acciones de los grupos guerrilleros (CHCV, 2015).

Durante este periodo, diferentes sectores de oposición al gobierno comenzaron a configurar un discurso en el cual se sustentaba que la Ley de Amnistía era ambigua y peligrosa, un arma de doble filo. Para los opositores, las inconsistencias dejaban zonas grises que no generaban confianza en ninguna de las partes. Por un lado, aunque se incrementó la pena por posesión ilegal de armas, no exigía la dejación de las mismas por parte de los movimientos guerrilleros; por el otro, no fijaba un territorio transicional donde se resguardarían los guerrilleros durante el proceso, lo que se usó para justificar las incursiones armadas en zonas no contempladas por los acuerdos ( Afanador, 1993; Padilla, 2017).

La Ley de Amnistía, fuertemente ligada la búsqueda de la paz, no fue en ningún caso un símbolo de ésta. Por un lado, el estamento militar alzó su voz en protesta ante la Ley, puesto que: a) creían en la vigencia del Estatuto de Seguridad y la doctrina de fuerza nacional empleada en el gobierno anterior que pregonaba el debilitamiento de la guerrilla a través de las armas y, b) a pesar de los triunfos militares sobre el territorio, los militares percibían que el gobierno le entregaba un indulto a su enemigo ( Gómez, Herrera & Pinilla, 2010). En esta línea, la posibilidad de significar un territorio en paz era opuesta a las sensaciones que dejaba la Ley de Amnistía. Esta era una prueba, evidente para muchos, de cómo se reconocían públicamente las acciones bélicas del enemigo, mientras que unos pocos sacrificaban su vida creyendo que se lograría la paz. Por otro lado, la Ley de Amnistía distaba de ser una política de paz al asumir que las reformas políticas, económicas y sociales eran un paso posterior, incluso, secundario (Gómez, Herrera & Pinilla, 2010). En este caso, los diálogos de paz no estaban conectados con las peticiones de los diferentes sectores involucrados. Aludían a significados de la paz equiparables a no-violencia armada y, por ende, no se articulaban con las inconformidades sociales que –en primera instancia– eran el caldo de cultivo de la guerra.

Como era de esperarse, los descontentos con este proceso llegaron pronto. No se percibía ni reconocimiento, ni voz para todos y cada uno de los actores del conflicto (víctimas, militares, guerrilleros, gobierno, etc.). Las negociaciones posteriores con el M-19 mostraron las consecuencias del significado que se había tejido sobre la paz. Un Estado débil, sin políticas claras en el manejo del conflicto armado, con un gobierno dividido que desconocía las demandas y necesidades que articulaban el conflicto. Estos serían algunos de los elementos sociales que dieron paso a uno de los símbolos más vergonzosos en la historia contemporánea de Colombia: la Toma del Palacio de Justicia.

Antes de continuar con otro diálogo de paz, vale la pena hacer un paréntesis para hablar de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) –elemento clave en los últimos acuerdos con las FARC-EP–, y el más cercano equivalente a la Ley de Amnistía. El legado simbólico de la Ley de Amnistía se puede percibir en la desconfianza y recelo, justificados o no, hacia una ley transicional que no sólo plantea la amnistía de crímenes graves relacionados con la guerra para aquellos que se unan al proceso, sino la participación política del antiguo grupo guerrillero y la entrega de ciertas sumas de dinero a aquellos que dejen las armas ( Meto, 2016).

A diferencia de lo ocurrido durante la promulgación de la Ley de Amnistía, en la JEP la oposición no sólo no ha sido ignorada, sino que ha logrado la inserción de temas, actores y condiciones que establecen mejores posibilidades para garantizar una adecuada implementación. Uno de los más fuertes opositores políticos a la JEP es el Expresidente, y ahora senador, Álvaro Uribe Vélez. Como líder carismático ha usado los símbolos tejidos históricamente para visibilizar aquellos significados negativos –oportunismo, narcotráfico, secuestro, masacres, reclusión de menores– ligados a las FARC-EP, y así perpetuar la desconfianza y recelo hacia el proceso de paz ( Larraz, 2017). Sustentado por el tejido simbólico configurado en la memoria colectiva de la historia del siglo XX en Colombia, Uribe presenta los Acuerdos de Paz, y junto a ellos, la JEP, como una herramienta para otorgar amnistía a los guerrilleros culpables de delitos graves de lesa humanidad, dejándolos libres y con total impunidad ( Larraz, 2017; Galindo-Hernández, 2010).

La acogida que han tenido estos significados sobre el acuerdo de paz fue evidente en el plebiscito para refrendar los acuerdos, realizado el 2 de octubre de 2016. El 50% de los colombianos votó por el “No” en la refrendación de lo acordado entre el Gobierno Nacional y las FARC-EP, obligando así al gobierno a generar una reevaluación de los acuerdos a firmar. Esta tensión, cada día más evidente, ha sumido al país en una división simbólica –en torno a la paz–, que parece confirmar los significados históricos que se han tejido en Colombia. Sin embargo, valga la pena afirmar que, en esta ocasión, los diálogos de paz llegaron con una serie de significados que han hecho partícipes a las víctimas, ligando a la palabra paz significados de reparación, restitución y no repetición. Incluso, en esta ocasión, la Amnistía demanda un perdón que incluye, entre otras cosas, disculpas verbales –para unos honestas para otros falsas– de las FARC-EP a los habitantes de varios de los municipios más afectados por la guerra. Dichos cambios dan cuenta del mutar del tejido simbólico que abre una oportunidad a la JEP, oportunidad que no tuvo la Ley de Amnistía.

Volvamos ahora al diálogo de paz fallido anterior al presente acuerdo. En los años 90, Colombia atravesaba un momento coyuntural por los escándalos de corrupción en el gobierno, el auge de la lucha contra el narcotráfico y el aumento en intensidad de las confrontaciones violentas entre grupos armados al margen de la ley y las fuerzas militares ( Turriago, 2016). Ante esto, Andrés Pastrana, presidente electo para el periodo de gobierno 1998-2002, inició acercamientos de diálogo de paz entre el Estado colombiano y las FARC-EP. Este proceso se convertiría en uno de los símbolos más sobresalientes sobre la paz en Colombia.

Ese día inaugural, para desconcierto de todos, una de las figuras más esperadas, Manuel Marulanda Vélez, el máximo jefe de las FARC-EP, no asistió a la cita aludiendo a que había una infiltración paramilitar cuyo objetivo era frustrar el inicio de las negociaciones de paz por medio de un atentado contra él, el presidente Andrés Pastrana y el Alto Comisionado para la Paz ( Villarraga, 2015).

Tal acontecimiento tomó por sorpresa a todo el país, tanto a los que estaban presentes ese día en el Caguán, como a los que seguían de cerca el evento a través de los medios de comunicación. El momento de esperanza que se estaba viviendo ante la posibilidad de lograr la paz se esfumó y el país optimista que había apoyado la iniciativa de Pastrana volvió a su escepticismo ( Cardona & González, 2016). Lo único que quedó grabado en la mente de los colombianos fue la imagen solitaria del Jefe de Estado sentado junto a una silla vacía que debía ser ocupada por el representante de la guerrilla. Esa escena quedaría no sólo fotografiada y difundida por los medios de comunicación, sino guardada como el símbolo de una época: el símbolo de La Silla Vacía ( Zuluaga, 2012).

La Silla Vacía se convirtió en el símbolo de un gobierno ingenuo, impotente y bajo la merced de la guerrilla. También dio cuenta de una guerrilla fortalecida, que daba la espalda al país y cuyos intereses distaban del bien colectivo o nacional. Así pues, los significados que se tejieron en torno a eventos como el de La Silla Vacía, transformaron al Caguán en un símbolo de la fracasada paz que fue usado para consolidar la visión de que la guerra era la única opción para acabar con la confrontación armada en el país ( Zuluaga, 2012). Más aún, sembraron desesperanza y cautela en los colombianos, quienes entendieron la guerra como un ejercicio para combatir la violencia. En este sentido, el sufrimiento vivido fue justificado como un acto necesario para conseguir el fin de la guerra y por tanto la victoria ( Larraz, 2017).

A partir de esto, los intentos por construir territorios de paz encontraron grandes obstáculos debido a la carencia del apoyo en el pueblo colombiano y algunos organismos gubernamentales ( Gómez, 2017). La desesperanza aprendida y la gran división nacional de Colombia se convirtieron en los argumentos perfectos para ir en contra de cualquier intento de negociación con los grupos armados para conseguir la paz. Dichos acontecimientos se guardan en las memorias de los colombianos y funcionan como información precisa e infalible para juzgar los procesos de paz por los que el país ha atravesado ( Larraz, 2017; Ricoeur, 2003).

El acuerdo de paz

Tras el recrudecimiento de la guerra, en el cual el Estado arrinconó en muchos sectores del país a las guerrillas, la Seguridad Democrática –programa de gobierno del entonces presidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010)– parecía la solución definitiva al conflicto armado colombiano. Nadie se imaginaba que el entonces Ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, quien reemplazaría a Uribe en la Presidencia, lideraría un largo proceso de paz en la Habana, Cuba. Tras varios diálogos informales, la mesa de conversaciones instalada el 21 de agosto de 2012 fue testigo de la participación de representantes de las víctimas, representantes del grupo armado guerrillero “FARC-EP” y representantes del Alto Gobierno. A diferencia de diálogos pasados, se trataron temas relacionados con el agro, la participación política, los cultivos ilícitos, el desarme, la reintegración, las víctimas, la reparación, las garantías de la no repetición y la justicia transicional, entre otros ( Botero, 2017). Fue un diálogo difícil y tenso. Un diálogo cuyos significados, fuertemente arraigados en la memoria colectiva de los colombianos, debían dar paso al aprendizaje y a la transformación.

Una de las principales apuestas que permitió llegar a un acuerdo firmado, fue el cambio en el lenguaje. Los diálogos de paz fueron promocionados como la última oportunidad de llegar a una solución negociada del conflicto: era ahora o nunca ( Larraz, 2017). El país no podía dejar pasar este momento histórico: la única esperanza. Este nuevo significado de la paz dotó a los diálogos de la Habana de un gran respaldo tanto de la comunidad nacional como internacional.

Aun así, ese mismo significado fue el arma que usó la oposición para fragmentar el país en el plebiscito realizado el 2 de octubre de 2016 que buscaba refrendar los acuerdos ( Lozano, 2016). La oposición resaltó los símbolos del fracaso de los intentos anteriores y persuadió a la opinión pública de que no había razón para aceptar esos acuerdos como los mejores posibles ( Larraz, 2017). Por parte del gobierno se construyó un discurso que mostraba los Acuerdos de Paz como la única salida posible y en el cual, no aceptarlos era ir en contravía de la paz y el bien común. Ambos discursos han revelado su poder simbólico a través de las acciones colectivas –protestas sociales, campañas políticas, difusión masiva en redes sociales, etc.– que han configurado el panorama político de los últimos años.

Como resultado de este proceso de transmutación del símbolo, hoy en día no es extraño encontrar posturas diametralmente opuestas en torno a la paz. Algunos sectores sociales ven la firma del acuerdo como un problema de impunidad y debilitamiento de las instituciones judiciales y, en este sentido, la paz se ve como un ideal que sólo podría darse bajo la premisa del fortalecimiento de las penas para aquellos que cometieron delitos en medio del conflicto. En cambio, en otros sectores sociales, los significados de la paz van ligados a actitudes de perdón y reconciliación que, en muchos casos implican la amnistía de las penas –algunas por delitos de lesa humanidad–. Un ejemplo de eso se puede apreciar en las vallas colocadas en varias partes del país en que, politizando la paz, partidos políticos invitan a los colombianos a tomar postura “o en favor de las víctimas o de los victimarios”. Desde una postura, situarse del lado de la JEP es desconocer el dolor de las víctimas y apoyar las acciones de los victimarios; mientras en la otra, oponerse a la JEP implica el reconocimiento de las víctimas y quitarle protagonismo al victimario.

Conclusiones

Comprender el carácter simbólico que lleva consigo las acciones humanas, así como las construcciones que se generan a partir de estas, es esencial a la hora de interpretar y abordar las situaciones sociales e históricas propias de cada cultura ( Segovia, Ramírez & Osorio, 2018). Tal como lo propone el último giro lingüístico y, en especial, la teoría hermenéutica contemporánea, la postura que asumen las personas frente al pasado están configuradas desde el carácter simbólico y dador de sentido que posee lo humano. En este sentido, aunque se suelen abordar los hechos históricos como eventos que se presentan al margen de las construcciones de la memoria humana, la interpretación y los símbolos que creamos en torno al pasado, son parte fundamental para entender cómo vivimos el presente y configuramos el futuro.

Así pues, la lectura de categorías como “conflicto armado”, “acuerdo de paz” o “posconflicto”, no sólo denominan eventos históricos, sino que son construcciones simbólicas que se configuran en doble vía: primero, como formas de dar sentido a las acciones de distintos actores sociales dentro de la historia política reciente de Colombia –como fue abordado desde los diálogos en el Frente Nacional, la Ley de Amnistía o la “Silla Vacía” del Caguán–; y, segundo como estructuras que orientan la acción de los sujetos en el presente y lo proyectan hacia el futuro, -tal como se observa en las tensiones que hay frente a los acuerdos de la Habana y su implementación-.

De esta forma, los símbolos que hemos construido alrededor de la paz en Colombia parecen ubicarse hoy en polos opuestos e irreconciliables para buscar un proyecto común de ciudadanía. Sin embargo, allí en donde vemos lecturas erróneas o afirmaciones falsas, lo que aparecen son interpretaciones que merecen ser develadas. Como lo planteamos a lo largo del texto, hablar de causas sociales reales es imposible pues la condición hermenéutica siempre nos da la experiencia social mediada por lo simbólico (Ricoeur, 1994). Desde esta perspectiva, aquellas dicotomías simbólicas que hemos construido los colombianos –que se presentan en la publicidad política en pro o en contra de la implementación de los actuales acuerdos de paz– como: perdón/impunidad, paz/seguridad, justicia/reparación, perdón/olvido, entre otras, no nos muestran, como algunos parecen creer, la ignorancia o la verdad revelada de uno u otro sector de la sociedad; por el contrario, revelan la condición humana: ser sujetos del símbolo y la interpretación.

Como bien afirma Ricoeur (1976), los símbolos bien pueden unir o dividir a un pueblo. Nuestra historia ha estado sumergida en configuraciones simbólicas como la exclusión social, la polarización política o la desconfianza institucional. Estos símbolos delimitan la posibilidad de trazar una ruta donde los Acuerdos de Paz pasen del papel, a la vida cotidiana de los ciudadanos. Es así como dentro de la implementación de los Acuerdos de Paz es importante crear símbolos capaces de convocar a toda una nación alrededor de la institucionalidad, el diálogo y la inclusión de sectores históricamente marginados. Estos símbolos deberían inclinarse a las acciones cotidianas del ciudadano, donde la paz es un proyecto de nación y no de sectores específicos con intereses particulares.

Así, reconocer la importancia del carácter simbólico que atraviesa las acciones de quienes protagonizan directa e indirectamente el conflicto armado colombiano, es fundamental para comprender que la paz no es sólo una categoría que involucra los sectores gubernamentales o las decisiones legislativas, sino que involucra un compromiso de todos los sectores sociales para educar en una cultura de paz ( Segovia, Ramírez & Osorio, 2018). A la vez que invita a asumir, por parte de los sectores al servicio de la sociedad, una postura consciente y profunda de las prácticas, símbolos y discursos compartidos que hoy en día conforman nuestro panorama político alrededor de temas como: reparación, perdón, memoria histórica, politización, polarización, educación para la paz, entre otras.

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Notas

* Este artículo está derivado del proyecto de investigación: “Convivencia ciudadana (Fase III): Manifestaciones de la empatía en agentes del CTI de la ciudad de Bogotá frente al fenómeno ciudadano de “justicia bajo sus propias manos””, financiado por la Corporación Universitaria Minuto de Dios y ejecutado en el periodo 2018-2019. Proyecto registrado con el código C117-40-162.


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