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ACCIÓN COLECTIVA Y PRÁCTICAS POLÍTICAS EMERGENTESEN MÉXICO
COLLECTIVE ACTION AND POLITICAL PRACTICES IN MEXICO
Revista de Ciencias Sociales (Cr), vol. IV, núm. 154, pp. 113-127, 2016
Universidad de Costa Rica



Recepción: 12/12/15

Aprobación: 13/03/16

Resumen: En este artículo, se presenta una propuesta de análisis de las luchas sociales que se están desarrollando en México actual desde el punto de vista de los protagonistas. El punto de partida es la literatura latinoamericana sobre los movimientos sociales y el trabajo etnográfico llevado a cabo por los autores en diferentes protestas sociales del país en la última década. Entre los objetivos, se propone analizar cómo en estas luchas las personas re-inventan y re-codifican formas no-institucionales de hacer política en función de las necesidades y los deseos colectivos.

Palabras clave: ACCIÓN COLECTIVA , SUBJETIVIDAD , MÉXICO, EMPODERAMIENTO, PRÁCTICAS POLÍTICAS.

Abstract: In this article it’s presented a proposal of analysis regarding social struggles taking place in current Mexico, from the point of view of the activist. The starting point is the Latin American literature on social movements and the ethnographic work carried out by the authors in various social protests in the country in the past decade. Among the purposes, it’s analyzed how in these struggles people reinvent and re-codify non-institutional forms of doing politics in relation to needs and desires collective.

Keywords: COLLECTIVE ACTION, SUBJECTIVITY , MEXICO, EMPOWERMENT, POLITICAL PRACTICES.

INTRODUCCIÓN

Las últimas protestas bajo las consignas: ¡Fue el Estado! y “Todos somos Ayotzinapa” que se han dado en México como respuesta de la sociedad a la desaparición forzada de 43 estudiantes de la Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, el 26 y 27 de setiembre de 2014, en la ciudad de Iguala (Guerrero) a manos de la policía del municipio del mismo nombre y bajo las órdenes del alcalde del partido de izquierda mexicano (Partido de la Revolución Democrática-PRD), por un lado, ha demostrado a nivel nacional e internacional, la profunda crisis política y social que hay en el país, mientras, por otro lado, ha reabierto el debate tanto en los movimientos sociales como en la academia en cómo podría construirse una respuesta alternativa desde la gente común y corriente a la guerra asimétrica que el Estado mexicano y el sistema neoliberal despliegan en contra de la sociedad mexicana y que durante los últimos diez años ha dejado un saldo de más de 200 mil muertos y casi alcanza los 30 mil desaparecidos1.

En estos términos, México resulta un lugar clave en el marco de los estudios de los movimientos sociales y de resistencia en América Latina, cuando se habla de experiencias de luchas con horizontes que están yendo más allá de las formas de hacer política instituidas por la democracia liberal y que están poniendo en práctica formas de vida y relaciones sociales diferentes a las neoliberales o de otro sistema socio-económico de dominación.

La experiencia de las comunidades autónomas zapatistas (desde 1994), como las resistencias de Atenco y Oaxaca en 2006; así como, los procesos de autodefensa de pueblos de Guerrero y Michoacán a través de sus policías comunitarias y otras luchas indígenas, rurales y urbanas que se están dando en el territorio nacional, se han configurado como punto de referencia para el desarrollo de otras experiencias de protesta social, tanto en el continente latinoamericano como en otros lugares del mundo. Por ejemplo, se puede considerar el significado profundo de la sublevación, la rebeldía y el alzamiento armado de las comunidades indígenas en Chiapas en 1994 en contra del libre comercio, los ajustes estructurales y la destrucción ambiental para aquellos grupos que más adelante dieron vida al llamado Movimiento por la Justicia Global (Juris, 2006; Della Porta, 2007; Pleyers, 2010).

El objetivo del presente artículo es presentar algunos de los patrones comunes (prácticas, estrategias y formas organizativas) encontrados en el análisis de diferentes experiencias de protesta y resistencia que se han dado y se están dando en México, con el propósito de contribuir a una mejor comprensión de las resistencias y rebeldías colectivas que emergen en el país, con el fin de favorecer eventualmente la comparación con estudios similares en otra región.

El texto se inserta en el campo de estudios sociológicos de los movimientos sociales y de la protesta. El análisis tiene como punto de partida los resultados de una serie de investigaciones empíricas llevadas a cabo a lo largo de las últimas décadas por los autores en diferentes protestas en el territorio mexicano. Las principales experiencias referentes para el presente texto comprenden el Movimiento Urbano Popular (mup) en Guadalajara (Regalado, 1993); el Movimiento por la lucha por la vivienda en Guadalajara (Regalado, 1997); los grupos que participaron en la Otra Campaña promovida por el ezln (Regalado, 2007); la insurgencia popular de Oaxaca de 2006 (Gravante, 2016a); colectivos autogestionados de mujeres (Poma y Gravante, 2013a, 2015a, 2016a; Sierra, Poma y Gravante, 2016); experiencias urbanas como el movimiento anarcopunk (Poma y Gravante, 2016b) y anarquista (Gravante, 2015); la participación en las protestas de Ayotzinapa (Poma y Gravante, 2016c) y diferentes experiencias de conflictos ambientales en contra de represas, contaminación industrial y en defensa del territorio como la salvaguardia de ríos, bosques y otros bienes comunes (Regalado, 2009; 2013a y 2013b; Poma y Gravante, 2015b, 2015c, 2016d, 2016e, 2016f)2.

El trabajo de campo de las investigaciones citadas ha sido desarrollado desde una perspectiva pluralista (Della Porta y Keating, 2008) y con el uso de una metodología y técnicas cualitativas, entre las cuales se destaca la observación participante y el trabajo etnográfico (Della Porta, 2014), las entrevistas en profundidad con corte narrativo (Della Porta, 2010 y 2014; Atkinson, 2002), los grupos de discusión y las historias de vida (Della Porta, 2014)3.

Con respecto al marco teórico utilizado en las investigaciones, se centra en dos principales tipos de aportaciones científicas; primero, la literatura internacional de estudio de los movimiento sociales y de la protesta, la cual a través de una crítica profunda ha intentando superar el dominio y el estancamiento de las teorías principales de los movimientos sociales como la movilización de los recursos, los procesos políticos, la teoría marxista, entre otras (Jasper, 1997; Goodwin, Jasper y Polletta, 2000; Goodwin y Jasper, 1999 y 2004). Aportes que reivindican una visión “culturalmente orientada” del estudio de la protesta, volviendo a poner al sujeto y la cultura —que comprende emoción, cognición y moral— en el centro de este estudio como forma de hacer política, ofreciendo un marco analítico más holístico que permite superar los límites de las propuestas anteriores, tanto estructurales como culturales. Una literatura que en los últimos 25 años ha destacado la relevancia del sujeto, su cultura, sus emociones y su biografía, relevantes para explicar todas las fases de la movilización, como por ejemplo: la emergencia, la consolidación y el declive de un movimiento, o el reclutamiento (Goodwin, Jasper y Polletta, 2001; Jasper, 1997; Gould, 2009; Flam y King, 2005; Poma y Gravante, 2016e; Taylor, 1989); la formación y consolidación de la identidad colectiva (Polletta y Jasper, 2001; Bayard de Volo, 2006; Taylor y Rupp, 2002; Flesher, 2010); así como, la importancia de las emociones en los procesos de radicalización de un movimiento (Flam, 2005; Della Porta, 1995).

El segundo tipo de referencias que se consideró fueron los aportes provenientes del debate desarrollado desde hace una década en América Latina sobre la acción colectiva y la forma de comprender la práctica política (Zibechi, 1998, 2003, 2006, 2007, 2008 y 2010; Retamozo, 2006; Gabriel y López y Rivas, 2005; López y Rivas, 2004; Gutiérrez, 2009; Linera, 2009; Gasparello y Quintana, 2009; López, 2009; Cusicanqui, 2003; Esteva, Valencia, y Venegas, 2008; Regalado, 2011, 2012 y 2017; Regalado et ál. 2007; Colectivo Lavaca, 2007; Holloway, 2011; Giarraca, Mariotti, y Comelli, 2007; Giarraca y Massuh, 2008; Escobar, 2001 y 2008; Gravante, 2016a; Sierra y Gravante, 2016; Alonso, Leya, Hernández, Gallegos, et. ál., 2015).

Las estrategias, las tácticas, las formas de organización y lucha de estas expresiones de resistencias colectivas en México que se destacarán en el artículo no son nuevas y mucho menos nacieron con el neozapatismo, movimiento que sin haber nacido en esa fecha se hizo de conocimiento público el primer día de la entrada del tratado de libre comercio (1º de enero de 1994) protagonizado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln), socialmente integrado por indígenas diferentes pero todos provenientes o herederos de la ancestral cultura maya. En todo caso, fue debido al zapatismo que estos procesos políticos y culturales que entre los indígenas eran y continúan siendo cotidianos― empezaron a desplegarse, implicando por sí mismos unas prácticas políticas, las cuales han terminado por convertirse en lo más innovador de las nuevas formas de hacer política en México y a la vez, en uno de los cuestionamientos más profundos de la democracia liberal y del sistema neoliberal.

Pese a las diferencias espaciales y temporales, las experiencias de luchas y resistencias sociales y populares más significativas en México, han desarrollado prácticas que tienen rasgos comunes, debido a que responden a las necesidades insatisfechas de la mayoría de la sociedad y se alimentan de la re-semantización de las culturas indígenas y del mestizaje urbano.

En este artículo, se destacan solamente ocho patrones comunes que se han encontrado en el análisis de estas experiencias de protesta y resistencia social, que comprenden el proceso de territorialización de las luchas, la toma de decisiones y la forma de organización, las estrategias y las tácticas de lucha, otra formas de hacer política fundadas en lo cotidiano y en la comunidad. Se añade que estas características no deben ser vista como resultado de un proceso homogéneo e idílico que han logrado eliminar problemáticas como el liderazgo, el protagonismo, la discriminación social, de género y de etnia, mucho menos las relaciones patriarcales. Por el contrario, son el resultado y la respuesta de una tensión constante en las formas verticales y centralizadas de re-presentar la organización y la participación en los movimientos sociales. Cada experiencia analizada involucra estas tensiones que a veces no logra superar, con lo cual de esta manera es absorbida y cooptada por la política institucional. Tomando en consideración que el análisis de las contradicciones que emergen desde los nuevos sujetos colectivos en México, podría ayudar a comprender mejor estas experiencias, el análisis en el presente artículo se limita a destacar algunos patrones comunes encontrados en las investigaciones realizadas por los autores.

La territorialización de las luchas

Una de las primeras características es el proceso de territorialización del conflicto social, es decir, el arraigo de los movimientos en espacios físicos, simbólicos y comunicativos, ya sean recuperados, ocupados o conquistados. Un proceso que influye en las estrategias y tácticas de lucha. Efectivamente, si la declaración de autonomía de los municipios zapatistas se inserta en México en una larga tradición —pasada y presente— de re-apropiación o recuperación por parte de la gente de lo que es considerado suyo, es decir, la tierra. Movimientos urbanos como fue el caso de Guadalajara (Regalado, 1993 y 1995), Ciudad de México (Tamayo, 1998 y 1999) o la insurrección popular de Oaxaca en 2006 (Gravante, 2016a), en la cual los vecinos de los barrios a través de centenares de barricadas pudieron neutralizar por meses el poder represivo del gobierno y recuperar a través de asambleas autogestionadas, la seguridad y el control de sus propios barrios/territorios de convivencia social, demuestran cómo también en los espacios urbanos la reapropiación del territorio y la identificación con este resulta un elemento central en el desarrollo del conflicto, demostrando con ello que sin tierra y que sin territorio propio no hay libertad4.

Eso lo sabían desde principios del siglo xx los anarquistas y zapatistas mexicanos, por lo cual su lema fue “Tierra y Libertad”. Así que, tanto en lo rural como en lo urbano, la territorialización de las luchas y de las resistencias se caracteriza por poner en crisis las territorialidades instituidas por el Estado y el sistema económico neoliberal. Además, si por un lado los conflictos sociales reconfiguran los espacios de resistencia físicos como los ejidos, las viviendas, las plazas, las fabricas; por otro lado, amplían los espacios de expresión en que se desarrollan las relaciones sociales (Escobar, 2001 y 2008) contribuyendo al mismo tiempo a fortalecer la identidad del movimiento mismo.

Desde la de-construcción de las territorialidades de los espacios impuestos como por ejemplo, las experiencias de la resistencia de la comunidad indígena Coca del pueblo de Mezcala en el Estado de Jalisco, contra los intentos de despojo e invasión capitalista de su territorio que mantienen como propiedad comunal; la reivindicación del municipio autónomo de San Juan Copala en Oaxaca; las luchas contra la industria minera en los territorios sagrados de las comunidades indígenas Wixaritari; la lucha en defensa del agua que hace el pueblo Yaqui en el municipio de Vicam del estado de Sonora; la ocupación semanal que el movimiento anarcopunk del Distrito Federal hace de los espacios públicos del Chopo, trasformando una zona periférica y marginal en un punto de encuentro e intercambio social y cultural desde hace más de una década; hasta los pueblos y municipios recuperados o liberados del control de narcotráfico y los tala bosques por parte de las policías comunitarias indígenas o por los grupos de autodefensa de ciudadanos de Michoacán y Guerrero, entre otras.

Este tipo de experiencias emerge una “geo-grafía” (Porto-Gonçalves, 2001) que expresa las transformaciones en curso en los procesos económicos, socio-culturales, geopolíticos, etc. Este proceso de apropiación se alimenta del relato de las prácticas cotidianas de las personas que dan sentidos a nuevos espacios desde los que se pueden desplegar y producir otras formas de vida, otro tipo de relaciones sociales, establecer alianzas con otras experiencias u otras capas sociales. Es la territorialización del conflicto que alimenta, desarrolla y llena de significados aquella acción política “invisible” a los ojos de los sujetos dominantes y que se libra en el discurso oculto, en el hacer cotidiano, es decir en la infrapolítica de los grupos subordinados (Scott, 2000). La defensa de estas “geografías” implica la defensa de un intrincado entramado de relaciones sociales y construcciones culturales basadas en el territorio; así como, también la creación de un sentido de pertenencia unido a la construcción de un imaginario colectivo (Escobar, 2008) vinculado con el territorio y las relaciones cotidianas.

La autorepresentación y la dispersión del poder

Una segunda característica de estas experiencias de lucha es la capacidad de auto-representación, es decir, el emerger de prácticas que buscan la independencia y la autonomía respecto a los partidos políticos y otras formas organizativas, como las ONG, que no respetan la soberanía de su comunidad, de su colectivo o asamblea. La autorepresentación remite a la temática del poder. De hecho, las prácticas de autorepresentatividad funcionan como una máquina expendedora de poder (Zibechi, 2006), que permite evitar siempre la concentración de este e inhibir el nacimiento de liderazgos o dirigencias unipersonales que reproduzcan la relación dirigentes y dirigidos. En las organizaciones de estas experiencias sociales no se crea un cuerpo político-representativo y decisional separado del movimiento en cuanto el poder descansa en el colectivo y en las asambleas, dispersandose en una multitud de acciones, como sucedió en la experiencia de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca. Sin duda, este paso sufre de tensiones internas, las cuales muchas veces ponen a riesgo la misma organización social, así como pasó en Oaxaca.

Las prácticas de “la decisión colectiva de los pasos a dar” y de “la rotación de los representantes y de las tareas” son prácticas que alimentan, sustentan y legitiman la auto-representación. La auto-representación de estos movimientos desliza el poder de suma cero de la democracia representativa —lo que uno gana lo pierden los otros— y asume el “mandar obedeciendo” de los zapatistas, lo cual se expresa en las prácticas de un poder-hacer y de esta forma, el poder, al dispersarse se comparte y se multiplica. Desde luego, se habla de un poder no estatal —de un poder sobre alguien—, más bien de un poder emancipatorio que generan las personas a través de su experiencia de protesta.

La práctica de la auto-representación conlleva otras dos características enlazadas y que sintetizan el “caminar en silencio”: una es la crítica y negación de todo tipo de vanguardismo político y de usurpación de la representación popular; la otra es el rechazo del protagonismo y de las acciones que no refuerzan el movimiento de resistencia y de creación autónoma. Finalmente, la autorepresentación intenta borrar todo tipo de delegación o suplantación de poder, de representación y de identidad, por un lado, a través de la abstención, el boicot y el anulismo electoral, por otro lado, en el cuestionamiento y rechazo explícito a determinados programas e instituciones estatales por sus contenidos y políticas contrainsurgentes.

Pero quizá el mejor ejemplo de “desconocimiento” de las instituciones, del orden social imperante y de autorepresentación se dio durante las protestas a finales de 2015, en torno a los estudiantes normalistas de Ayotzinapa desaparecidos (Poma y Gravante, 2016c).

La capacidad de autoconvocatoria

Una tercera característica es su capacidad de autoconvocatoria, es decir, la capacidad social de vulnerar la agenda del poder institucional en sus tiempos oficiales, sus espacios públicos y sus prioridades políticas, creando sus propias coyunturas. En las experiencias analizadas se ha observado que sus acciones y prioridades son definidas, en lo posible, de forma autónoma e independiente de los tiempos del poder y de la economía. Las estrategias y tácticas de lucha se desarrollan entre el tiempo justo —es decir el tiempo de la comunidad o colectivo y de su contexto rural o urbano— y el tiempo necesario de la lucha. Se rechaza la arena pública ofrecida y las fechas dictadas por el Estado, los partidos políticos y las ONG. Las acciones se definen a partir de las necesidades y demandas colectivas, de los proyectos, de los recursos y de sus propias fuerzas. En la medida de lo posible, estos movimientos rechazan dar las luchas en los espacios y formatos establecidos y definidos por el poder. Se rechaza la arena política electoral y las acciones no esperan ni entienden las coyunturas políticas importantes para el sistema, así como, sus inicios y sus cierres. En todo caso con sus acciones inauguran y clausuran coyunturas (Regalado, 2007).

La capacidad de autoconvocatoria hace que los movimientos busquen sus propios medios para hablarse en su interior y entre ellos. La apropiación de la palabra hace que los espacios para la comunicación no se busquen en los medios mainstream sino en la red de medios alternativos de comunicación (Gravante, 2016a). Los movimientos desarrollan sus medios desde sus riquezas culturales y desde sus diversidades, y hablan desde sus territorios. Son muchas las radios comunitarias que emergen como punto de referencia en este tipo de experiencias en México: Radio Huayacocotla, Radio Teocelo, Radio Calenda, Radio Jen Poj, Radio Nhandiá, Radio Tepoztlán, Radio Tierra y Libertad, Radio Uandarhi, Radio Xalli, Zaachila Radio, Radio Totopo, etc. Algunas mantienen un perfil con énfasis en la revitalización lingüística y cultural, mientras que otras presentan un carácter más radical. Entre estas se destaca el caso de Radio Ñomndaa (“La Palabra del Agua”) que viste un rol emblemático en el proyecto de autonomía del pueblo nanncue ñomndaa (amuzgo), en el municipio de Suljaa’, Xochistlahuaca en Guerrero, México. Además, es conocido el uso que dio el ezln a la Internet. Fue el levantamiento de las comunidades indígenas de Chiapas en 1994, una de las primeras ocasiones a nivel mundial en que se utilizó la red de Internet como medio de protesta y apoyo a una lucha social. De hecho, espontáneamente, la gente que simpatizó con los zapatistas utilizó Internet para difundir las denuncias de militarización y de violaciones a los derechos humanos que subían las comunidades, además de ser un medio de coordinación y protesta contra las estrategias represivas del gobierno de México (Sierra, 1997).

El uso de las tecnologías de la comunicación para potenciar la protesta social y los procesos sociales es una práctica generalizada desde hace un buen tiempo. Gracias a la amplia experiencia acumulada desde la década de los 60 del pasado siglo en la región, en materia de comunicación entendida como popular, ciudadana o comunitaria, y comprometida con los movimientos sociales y muy fructífera en experiencias, compromiso y reflexiones, se facilitó los procesos de empoderamiento en la tecnología y cultura digital, tanto en la protesta como en todos los aspectos de lo social.

En los pueblos, comunidades y colectivos son utilizados conociendo sus posibilidades y limitaciones (no hay ninguna reificación de estas). Estas tecnologías han sido muy útiles, por ejemplo, para no depender totalmente de los medios de comunicación de paga cuando existe la necesidad de hacer alguna denuncia o publicar algún comunicado. Sin embargo, entre estos movimientos se prefiere, como dicen los zapatistas, “caminar en silencio”.

Desde luego no se acepta la tesis que pretende colocar las tecnologías por delante del sujeto social o incluso, pretender que estas son más importantes. No se desconoce su importancia pero a las tecnologías se les sigue reconociendo como herramientas que el sujeto social pone en uso en el momento y la forma como lo decida (Gravante, 2016a; Sierra y Gravante, 2016).

La autoproducción de conocimiento

Otro hilo común que se ha encontrado y que ayuda a tejer esta propuesta es la autoproducción de su conocimiento. Estas experiencias no solamente están tomando en sus manos la formación de sus miembros y la educación de los hijos de las familias que los integran, además consideran al movimiento social como principio educativo (Caldart, 2000). Los roles y los espacios tradicionales y especializados de la escuela son desbordados por las experiencias del movimiento, así que todo espacio, tiempo, acción y persona es parte del sujeto pedagógico. El proceso educativo deviene en el entorno en que se desarrollan las relaciones humanas y es vinculado a las prácticas sociales cotidianas. Experiencias como el proyecto Diálogo Comunitario en Morelos de los pueblos de Ocotepec y los pueblos del norte de Cuernavaca basado en el intercambio y educación oral; las escuelas autogestionadas de las comunidades zapatistas las cuales forman sus propios promotores de educación; la experiencia de la Universidad de la Tierra en Oaxaca y Chiapas, sólo para nombrar algunas, destacan la tendencia de re-integrar los diferentes aspectos de la vida en los procesos educativos rompiendo el modelo tradicional entre tiempo de trabajo, de ocio, doméstico, entre otros (Thompson, 1991).

En este tema se debe mencionar a la Escuelita Zapatista, proyecto educativo que si bien es hacia afuera, ha sido reconocido mundialmente como toda una experiencia pedagógica por quienes han participado en su primera convocatoria. De manera sucinta, esta Escuelita es a la vez la mejor manera de desaprender, de descolonizar y de entender que se asimila mejor haciendo las cosas y dejar de reproducir las formas que precisa el Estado y el sistema económico hegemonico.

La práctica del “hecho por nosotros mismos” —así como hablan los anarcopunks mexicanos— involucra no solamente el aspecto educacional, sino también el proceso mismo de formación o generación del conocimiento, es decir, la capacidad de crear desde ellos mismos su propio conocimiento, su propia teoría y cultura, así como el aspecto central, su propia capacidad de reivindicación cultural y autogestión de la vida. Los espacios de los saberes instituidos e institucionalizados en y desde el poder de los especialistas, de los expertos, de la institución educativa, son desestructurados y sustituidos por los espacios de la comunidad, del barrio, de la fábrica ocupada, de los saberes populares y locales, etc. De hecho las universidades y la academia mexicana se han distinguido, con palabras de los mismos protagonistas, por haber mantenido una relación instrumental con las comunidades y los colectivos sociales5.

La revalorización de la cultura del movimiento o de la comunidad urbana o rural, temporal o permanente y la afirmación de la identidad de sus pueblos y sectores sociales no pasan por mano de los profesionales, de los mercaderes de la cultura o de los políticos, sino por la iniciativa creadora de las personas mismas. La capacidad de auto-crear conocimiento se ha manifestado en otros aspectos y entre ellos, se destaca la importancia que estas luchas populares han dado a la salud y junto con ello a la recuperación y reivindicación de la medicina tradicional. Este proceso ha implicado una crítica radical a la mercantilización y limitaciones de la medicina científica o alópata. A pesar de las enormes diferencias culturales y contextuales, como por ejemplo, las prácticas en el ámbito de salud de los zapatistas en Chiapas y de una multiplicidad de pueblos indígenas, o de algunos colectivos urbanos, a lo largo del país señalan el poder curativo del movimiento-comunidad (Zibechi, 2007).

La subversión en lo cotidiano

En las experiencias analizadas, la práctica cotidiana de la palabra, del trueque, del tequio, del tianguis (mercados informales que se desarrollan en la calle), de los talleres sociales, entre otros, son algunos de los puntos centrales en el desarrollo de su propia manera de interpretar y construir la realidad, destacando también un papel central en los modos y en las formas con las cuales las personas impulsan la lucha, de cómo hacen frente a la destrucción de su economía moral y de cómo impugnan la hegemonía de la clase dominante (Thompson, 1989 y 1991). Aspecto central que se puede generalizar a las experiencias latinoamericanas y que conecta todos los elementos destacados; es decir, es la subversión en lo cotidiano. Las prácticas cotidianas alimentan tanto el discurso oculto de los subordinados como la infrapolítica, en cuanto son las prácticas cotidianas las que crean los espacios sociales en donde el control y la vigilancia de los grupos dominantes no pueden penetrar. El espacio público y oficial para hacer política es sustituido por el espacio de la cotidianidad, en cuanto es el primer espacio —y el más accesible— que puede ser descolonizado, liberado y de-construido. Un ejemplo en particular, es la constitución de la identidad anarcopunk que es el resultado de la vivencia cotidiana de una multitud de jóvenes en cientos de barrios y colonias populares excluidas de todo tipo de equipamiento en educación, cultura, salud, etc. (Poma y Gravante, 2016b).

Las prácticas cotidianas de resistencia desde abajo determinan procesos identitarios y relacionales entre las personas y su contexto social como pueden ser sus formas cotidianas de comprar y regatear en el mercado popular o en el tianguis; de comer sus propias comidas por la calle: desayunar en la tienda de la vecina o comer en el puesto de tacos de la esquina; la continua búsqueda de soluciones para un trabajo o un hacer alternativo; producir ropa y calzado rechazando explícitamente las marcas; tomar decisiones de forma asamblearia con los vecinos de su barrio urbano o de su comunidad rural; estos, y muchos más, son aspectos de lo cotidiano que componen como piezas las identidades individuales y colectivas de las personas que las practican. Son prácticas que integran y acomunan, siendo compartidas representan una forma de relacionarse entre las personas, de reivindicar sus propios gustos, placeres y gozos.

Finalmente, los protagonistas de estas experiencias de protesta a través de estas prácticas cotidianas, manifiestan y reivindican su propia identidad antagónica enfrentando cotidianamente la realidad, finalmente, son políticas en cuanto se convierten en “grietas” (Holloway, 2011) que minan la estabilidad del sistema dominante y se hacen más evidentes en el momento de la protesta, cuando el discurso oculto se hace público: es decir, en el momento en que se marca la diferencia entre un “nosotros” y un “ellos”. En otras palabras, se desarrolla una ética de la resistencia popular que al fijar los límites de la frontera entre lo que es una convivencia aun tolerable y soportable, o entre dos clases antagónicas, van a establecer el punto de partida del cual termina la resistencia pasiva, informal, cotidiana y oculta, comenzando la verdadera protesta social, abierta y ofensiva (Thompson, 1971 y 1991).

Las luchas como representación de “otro” imaginario social

Desde mediados de 2006, en la ciudad de Oaxaca, en la región sur oeste del pacífico mexicano, la protesta de la sección local del sindicato de maestros (Sección xxii-cnte) cobró en pocos días la dimensión de una amplia y profunda insurrección popular, con un alto sentido antiautoritario. Durante varios meses la gente común y corriente, superando la protesta sindical e incluso a los movimientos sociales tradicionales, se auto-organizó para protestar en contra de las políticas represivas y clientelares del gobernador del Estado, Ulises Ruiz; y así — por más de seis meses— las personas se apropiaron de la ciudad y de sus barrios periféricos. A lo largo del conflicto, debido al desarrollo de las relaciones sociales, emergieron valores que dibujaron una forma propia de ver el mundo, los cuales se manifestaron en diferentes propuestas alternativas direccionadas al cambio social (Gravante, 2016a).

El proceso que vivió el movimiento popular de Oaxaca es común a las otras experiencias analizadas, es decir, a lo largo del conflicto se desarrollaron valores que se expresan en una propia forma de interpretar el mundo, un propio imaginario colectivo. Detrás de cada resistencia se esconde un verdadero combate en torno del modo mismo de concebir la realidad (Thompson, 1991), principalmente en el análisis de experiencias de conflictos socioambientales en los cuales las protestas en contra de un megaproyecto o en contra de la extracción de recursos en un determinado territorio contribuyen a elaborar valores que fortalecen o desarrollan una nueva forma de relacionarse entre los seres humanos y la naturaleza, una “otra” forma de percibir el mundo. Por supuesto, el imaginario colectivo puede compartirse con otras realidades, como es el caso del imaginario zapatista que se hizo manifiesto al mundo en 1994, pero siempre es interpretado de forma diferente en función de las “discrepancias” (Martín-Barbero, 1987) presentes en cada realidad.

Por un lado, si estas experiencias se caracterizan por negarse a participar en acciones y procesos políticos que tengan como objetivo la reproducción del sistema y su modelo de relaciones sociales; por otra parte son experiencias que desbordan cualquier ideología de dominio en cuanto asumen la forma de un proyecto de autonomía individual y colectiva que refleja su forma (única) de ver y percibir el mundo. No se trata de transformar el mundo sino de crear otro donde las relaciones sociales no estén mediadas por el dinero y el poder, donde se establezcan un tipo de relaciones con la naturaleza de no explotación ni de control.

Desde la Comunidad a la Comunalidad

Otra característica que acomuna todas las experiencias de luchas y resistencias analizadas es la influencia (directa o indirecta) de la tradición comunitaria indígena, tanto en las experiencias rurales como en aquel movimiento que tiene su campo de actuación en la ciudad. Si las políticas neoliberales obligaron a los campesinos y a los indígenas a migrar hacia las ciudades nacionales y extranjeras, estos intentaron integrar sus tradiciones en el tejido urbano, un ejemplo, es la ciudad indígena de Oaxaca, donde la migración de comunidades indígenas en la urbe ha permitido el surgimiento de comunidades urbanas, diferentes por cierto a las rurales, pero no por ello menos comunidad.

Se podría suponer que estas “nuevas” comunidades urbanas fueron las protagonistas en la insurrección de 2006. Así que, en muchas experiencias urbanas y sobre todo en los barrios populares se encuentran varios signos de vida comunitaria, además de formas de ayuda y apoyo mutuo que se inspiran en una tradición comunitaria y/o indígena. Los mismos grupos urbanos de anarcopunks son el resultado de una “cultura híbrida” (García, 2001), es decir, el resultado de una mezcla entre la cultura indígena de sus familias emigrada en las ciudades, la cultura urbana y la marginación, creando las experiencias y las biografía de esos jóvenes, la mayoría originarios de los barrios urbanos marginales (Poma y Gravante, 2016b).

Efectivamente, un conflicto social genera una comunidad la cual no se interpeta como un simple agregado de individuos, de ciudadanos o de un conjunto de casas con personas, sino de personas con una historia, pasada, presente y futura, en que se establecen una serie de relaciones, primero entre la gente y el espacio, y en segundo término, entre las personas (Díaz, 2004). Además, la experiencia de la protesta permite desarrollar componentes comunitarios sobre la organización, las reglas y los principios que se refieren al espacio físico, así como, desarrollan elementos propios de la comunalidad (Díaz, 2007), en otras palabras, un código ético e ideológico, una conducta política, social, jurídica, cultural, económica y civil que irá caracterizando el conflicto.

Las multitudes de origen indígena, rural y provincial desbordan en el espacio urbano, determinando profundas alteraciones en el estilo de vida de la ciudad, con rasgos que emergen y se incorporan en las periferias urbanas mexicanas. El resultados es una ciudad “desbordada” en su geografía y en su moral, como es el desarrollo urbanístico no normalizado de terrenos de la periferia para la construcción ilegal de casa o la ocupación de las calles del centro usadas por el comercio informal, que generan nuevas fuentes de derecho reconocidas, permitidas o en parte toleradas por las instituciones (Regalado, 1993 y 1995; Tamayo, 1998 y 1999). En este mestizaje es que se generan las nuevas identidades que son el resultado de flujos en los que, con palabras de Martín-Barbero: “lo indígena [desborda] en lo rural, lo rural en lo urbano, el folklore en lo popular y lo popular en lo masivo” (1987, p.205). El mestizaje genera códigos que son profundamente desacralizados, radicalmente subversivos y anti-jerárquicos, y permanentemente distantes frente a los valores y visiones de las clases dominantes (Bajtín, 1990).

La tendencia autonomista

Por último, estas formas de acción colectiva que emergen en México están produciendo un cambio en las formas de hacer política porque cuestionan la centralidad del Estado, de la forma organizativa de los partidos políticos y destacan una tendencia no estructurada que en términos generales se puede nombrar como autonomista. Por autonomía, se entiende “una calidad o estado de autogobierno o autodeterminación; no el individuo racional autoproducido y autodeterminado que construyó la Ilustración, sino, más bien, una variedad de colectividades autodefinidas, integradas por individuos socializados” (Cleaver, 2009, p.25). La autonomía, además de ser un proyecto político-organizativo, es una propuesta de vida, es una forma de crear realidades. Las prácticas cotidianas de estos movimientos, de estos colectivos y comunidades cuestionan la totalidad y la unidad cuando son consideradas como homogeneidad y dominio —por más anticapitalista o de izquierda que sean—, es decir, cuestionan la heteronomía y se deslizan hacia fuera del Estado y de cualquier otro sistema de dominio económico y social.

En opinión personal, la tendencia autonomista, antes que suponerlo como un proceso terso está lleno de contradicciones e incertidumbres que, sin embargo, ha sido capaz de desplegar la acción de sujetos que se niegan a ser objeto del tipo de relaciones sociales que impone la democracia representativa, la burocracia y el sistema económico neoliberal, “no se trata de un rechazo a-priori o dogmático del Estado” (Holloway, 2012, p.6), un rechazo nihilista a todo, más bien son sociedades que se mueven, que se deslizan hacía otros proyectos de vida, de futuro. Son proyectos que no confrontan directamente al Estado pero “sí en el sentido de que quedan fuera de lo que el Estado es capaz de hacer e inclusive comprender” (Holloway, 2012, p.6). Son personas que imaginan radicalmente otro mundo de relaciones sociales, sustentado en su imaginario social.

Estas experiencias y proyectos han superado el “desde abajo y a la izquierda” zapatista, en cuanto se caracterizan por una dimensión creativa que se manifiesta con una praxis que surge “desde abajo” y se desliza “hacia fuera”. Las experiencias y proyectos de autonomía, tanto indígenas como de otra realidad rural o urbana en resistencia, son vividas por las personas como un proceso, más que como un fin. Como destacó Jaime Montejo, miembro de la Brigada Callejera de México, en el Encuentro Nacional de Resistencias Autónomas Anticapitalistas6 en Cherán (México): “la autonomía, más que un destino, es un camino”.

Finalizando, las experiencias de protestas, luchas y resistencia desde abajo en México son múltiples y no es la intención cercar sus prácticas con un conjunto de características que deja por fuera otras tantas realidades. En este breve trabajo, se ha intentado visualizar aquellos aspectos comunes que han emergido, aunque es necesario subrayar que primero, cada experiencia es única porque cada movimiento tiene una historia colectiva e individual diferente; segundo, cada proceso que estas experiencias viven están llenos de tensiones y contradicciones, que en parte logran superar, mientras otras veces se quedan latentes en los colectivos.

La acción colectiva en México como un proceso de emancipación y autodeterminación

La sublevación zapatista de 1994 puso en evidencia cómo la idea de desafiar el poder empieza por la puesta en discusión de las territorialidades instituidas por el Estado y el sistema económico neoliberal, y la transformación de los espacios en que se desarrolla la vida cotidiana en espacios de resistencia (ezln, 2015). El “¡Ya basta!” de las comunidades sublevadas en Chiapas, difundiéndose a lo largo del territorio mexicano ha sido retomado sucesivamente por otras experiencias como la resistencia del pueblo de Atenco, la insurgencia de Oaxaca, los grupos anarcopunks, los centenares de conflictos en defensa del territorio, entre otros, como lo menciona John Holloway (2009), es propio en el proceso de decir “¡No!”, que empieza a desarrollarse un imaginario colectivo, formas de autodeterminación y percepciones de cómo debería ser el mundo.

En México, todos estos “¡No!” han representado y representan, utilizando la metáfora de Holloway, profundas grietas en el sistema político y social mexicano, las cuales, por un lado han puesto en evidencia que el “Rey va desnudo”, es decir, la debilidad del sistema político mexicano fundado sobre el caciquismo neoliberal, las injusticias y las desigualdades sociales, caracterizado por mantener el statu quo por vía de la fuerza militar. Por otro lado, estas experiencias de lucha y resistencia gracias a sus innumerables “¡Sí!”, han demostrado que es posible desarrollar un otro-hacer, un vivir a otro ritmo y que tiene un gran potencial de cambio social, aunque, evidentemente, no todas las grietas sean del mismo tamaño o intensidad, o produzcan el mismo efecto en el sistema.

Sin duda, en México, miles de personas que están intentando construir su propio destino han elegido un camino que ha implicado esfuerzos cotidianos, como por ejemplo, ha sido el comprender la importancia del respeto con las demás personas, de la dignidad, de la solidaridad, acercarse a otras personas o colectivos que sufren lo mismo, y superar los prejuicios hacia quien lucha, etc7. Debido a todo lo anterior, se encuentra frente a experiencias que son percibidas por los protagonistas como enriquecedoras, positivas y que han significado cambios profundos, tanto en la dimensión individual como colectiva. El camino hacia la emancipación y autonomía es largo y difícil, pero estas experiencias están contribuyendo a construir nuevas maneras de hacer política que permitan experimentar otras formas de vida y relaciones sociales en México.

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Notas

1 Esto pone a México a la altura de las dictaduras militares de los años 70 en Argentina y Chile. En términos de desaparecidos la cifra también es igual al caso de Colombia, pero allá se alcanzó ese número en más de medio siglo.
2 Con respecto a las experiencias consideradas, para dar al lector no-mexicano un mapa más amplio de la conflictividad emergente en México, en el texto se indicarán otras experiencias sociales que muestran similitudes con las investigaciones de los autores.
3 Para ver una comparación de resultados entre las diferentes técnicas de investigación, consultar Gravante, 2016b y Della Porta, 2014.
4 La noción “territorio propio” no refiere a la idea de la propiedad privada en México. Es más una especie de “reapropiación” de la tierra o del territorio urbano para satisfacer necesidades básicas como producción de alimentos, vivienda, movilidad no motorizada, mejoramiento de la calidad de aire. Es la defensa de la vida, lo que adquiere o contiene un alto contenido antagónico al sistema dominante.
5 En México hay otras formas de hacer investigación y academia a las que en cambio, los movimientos ven con mayor aceptación no porque sean acríticas o se dediquen a alabarlos. En estas otras formas de generar conocimientos, al contrario de lo que piensa, la crítica a las formas de hacer de los movimientos se considera central y como una manera en que verdaderamente se les apoya. Al respecto de cómo hacer este tipo de academia, hay toda una discusión que se puede consultar en Alonso, Leya, Hernández, Gallegos, et. ál., 2015.
6 Este encuentro se realizó en Cherán (Michoacán, México), desde el 24 al 27 de mayo 2012.
7 Sobre el cambio en las personas que viven experiencias de protesta como, por ejemplo, la superación de prejuicios, véase Poma y Gravante 2015c y 2016e.


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