Resumen: El artículo profundiza en el análisis de los fundamentos y argumentos presentes en normativas y políticas educativas que promueven la creación de espacios de participación estudiantil, especialmente en el nivel primario, desde la última restitución democrática en 1983 hasta el presente en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. La investigación retoma al enfoque histórico-etnográfico en educación y recupera para el análisis fuentes documentales diversas: tanto leyes, normativas y decretos estatales como escritos de puño y letra confeccionados por docentes implicados/as en experiencias participativas. El escrito recorre históricamente el interrogante sobre cómo las experiencias participativas pasaron de ser consideradas peligrosas a posibles y deseables, ahondando fundamentalmente en los motivos de dicha aceptación, que se hipotetiza es consecuencia de su progresiva despolitización.
Palabras clave: participación, convivencia, escuela, infancia, democracia.
Abstract: The article delves into the analysis of the foundations and arguments present in educational regulations and policies that promote the creation of spaces for student participation, especially at the primary level, from the last democratic restoration in 1983 to the present in the Autonomous City of Buenos Aires. The research adopts a historical-ethnographic approach in education and includes a variety of documentary sources in its analysis, including laws, regulations, and state decrees, as well as handwritten documents produced by teachers involved in participatory experiences. The paper examines the historical question of how participatory experiences shifted from being considered dangerous to becoming possible and desirable, fundamentally exploring the reasons behind this acceptance, hypothesizing it as a consequence of their progressive depoliticization.
Keywords: participation, coexistence, school, childhood, democracy.
Resumo: O artigo aprofunda a análise dos fundamentos e argumentos presentes em normativas e políticas educacionais que promovem a criação de espaços de participação estudantil, especialmente no nível primário, desde a última restituição democrática em 1983 até o presente na Cidade Autônoma de Buenos Aires. A pesquisa retoma a abordagem histórico-etnográfica em educação e recupera para a análise diversas fontes documentais: incluindo leis, normativas e decretos estatais, bem como documentos manuscritos elaborados por docentes envolvidos(as) em experiências participativas. O texto explora historicamente a questão de como as experiências participativas deixaram de ser consideradas perigosas para se tornarem possíveis e desejáveis, aprofundando-se fundamentalmente nos motivos dessa aceitação, que se hipotetiza ser consequência de sua progressiva despolitização.
Palavras-chave: participação, convivência, escola, infância, democracia.
Artículos
De la “participación” a la “convivencia”: hacia la despolitización de las relaciones escolares
From "participation" to "coexistence": towards the depoliticization of school relationships
Da "participação" à "convivência": em direção à despolitização das relações escolares
Recepción: 11 Noviembre 2024
Revisado: 26 Febrero 2025
Aprobación: 17 Marzo 2025
Introducción
Diversas investigaciones de corte histórico dedicadas al estudio de experiencias de participación estudiantil en el nivel primario en Argentina evidencian el sostenido apartamiento de estas iniciativas desde la conformación del sistema educativo, a fines del siglo XIX, y durante gran parte del siglo XX (Puiggrós, 1990; Terigi, 1992). Aquellas iniciativas desarrolladas de forma incipiente a comienzo de siglo, las que mayormente se abocaron al autogobierno o el gobierno escolar, fueron oportunamente tildadas de peligrosas por “precipitar la infantilidad” o por “desafiar la autoridad del maestro” y fueron expresamente finalizadas (Carli, 2002, p. 41).
El relevamiento histórico de normativas y de experiencias educativas da cuenta del surgimiento de múltiples políticas y lineamientos que buscaron promover la creación de espacios de participación en las escuelas primarias y secundarias, en busca de democratizar las instituciones educativas tras la recuperación democrática en 1983. Sin embargo, para comienzos del nuevo milenio, las políticas y normativas que apuntaban a la creación de órganos colegiados entre estudiantes y docentes abandonaron la retórica explícitamente democratizadora por otra centrada en la “convivencia escolar”.
Este cambio semántico relevado en las fuentes documentales impulsó a la investigación a preguntarse por los motivos de tal reorientación. Guiada por este interrogante, en este artículo, me propongo reconstruir cómo las experiencias de participación adquirieron legitimidad estatal e institucional para fines del siglo pasado y comienzos de este nuevo milenio. Especialmente, busco comprender cómo estas experiencias pasaron no solo de ser “peligrosas” a “posibles”, sino también a convertirse en “deseables”.
Enmarcada en una investigación de corte histórico etnográfico (Rockwell, 2009; Batallán, 2007) vinculada a la participación política de niños/as en las escuelas, en este artículo, se reconstruyen algunos de los argumentos y fundamentos expuestos en normativas, leyes y debates docentes que rodearon a las experiencias de participación, principalmente en ciudad y provincia de Buenos Aires, desde mediados de los años ochenta hasta la actualidad. Para ello, se relevan y analizan los fundamentos presentes en las diversas leyes y normativas educativas, como también las interpretaciones y reflexiones docentes plasmadas en escritos de su propia autoría.
Etnografía en el archivo
Este artículo se enmarca en una investigación doctoral de corte histórico-etnográfico que tuvo como objetivo reconstruir procesos de participación política desplegados por niños y niñas en espacios educativos (escolares y extraescolares) de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Uno de los principales puntos que la investigación retomó para la reconstrucción histórica de esta problemática tuvo que ver con la advertencia que muchos/as docentes hacían sobre la “falta de antecedentes” o de normativas para el desarrollo de iniciativas que convocaran a la participación de los/as estudiantes en el nivel primario. De hecho, cuando se les consultaba sobre las posibilidades de coordinar propuestas que convocaran a la participación de los/as niños/as, solían definirlo como algo “idealizado” o muy difícil de concretar.
Tras esta pista, la investigación, que en un primer momento se iba a centrar exclusivamente en la documentación etnográfica, se vio impulsada a la reconstrucción histórica de esta problemática, la que sorprendentemente se extendía hasta fines del siglo XIX. Del relevamiento, se destaca el desempeño de dos docentes: Carlos Vergara (1859-1929) y Florencia Fossatti (1888-1978), quienes habían implementado experiencias de gobierno propio escolar y autogobierno escolar, respectivamente, pero que fueron finalizadas, acompañadas por la exoneración de ambos, por considerar que menoscababan el respeto y la autoridad del docente (Rodríguez Bustamante, 2022, 2023).
Si bien se registraron algunas otras experiencias que intentaron incorporar a los/as niños/as en la toma de decisiones escolares, estas fueron mayormente iniciativas docentes y, hasta el último restablecimiento democrático, en 1983, no existieron lineamientos estatales que lograran desarrollarse con continuidad. A partir de este momento, y hasta la actualidad, el Estado ha impulsado múltiples políticas (decretos, programas, leyes) vinculadas a la participación, al lugar de los/as estudiantes en la organización escolar y en la resolución de conflictos, entre otras temáticas, que vuelven a estas uno de los principales insumos para la reconstrucción histórica que se retoma en este artículo.
A lo largo del trabajo, los argumentos presentados en documentos oficiales son analizados contextualmente, tanto como parte del momento histórico particular en el que fueron producidos como en vinculación con la orientación política general asumida por el Estado en ese entonces. Los fundamentos presentes en una ley, un programa o un decreto permiten reconstruir sentidos hegemónicos. Sin embargo, esto no implica considerarlos “sentidos consensuados”, sino, por el contrario, como la condensación parcial de múltiples negociaciones, las que continuarán produciéndose en su apropiación cotidiana. En consonancia con lo planteado por Elsie Rockwell, el trabajo con normativas educativas no supone entender a estas como una expresión de lo que efectivamente sucede en las escuelas, ya que, según la autora, lo “legal” incide cuando es apropiado y “hecho valer” por los sujetos que cotidianamente las habitan (Rockwell, 2018, p. 334).
Es así que, para poder analizar de modo más profundo las normativas o leyes educativas, resultan sustanciales los aportes de otro tipo de documentos, donde se condense “el entrelazamiento entre la norma educativa y las prácticas culturales en las escuelas” (Rockwell, 2018, p. 334). Es por ello que resultan un aporte central, para poder comprender la reorientación discursiva presente en las normativas, los aportes de producciones escritas de docentes y directivos/as que ofrezcan una pista sobre las implicancias cotidianas del desarrollo de experiencias participativas en el pasado reciente.
“Una educación democrática permanente”: un breve repaso por la década de los ochenta en Argentina
A partir de la reapertura democrática de 1983, producida al salir del golpe cívico militar sufrido en argentina en el año 1976, una de las primeras medidas impulsadas en el ámbito educativo por parte del Estado nacional fue la promoción de experiencias de participación en las escuelas de nivel primario y secundario en diversas provincias del país (Gianonni, 1993; Gorostiaga, 2014). Esta acción concreta era parte de un objetivo mayor que se propuso este primer gobierno: restituir el valor de la democracia. Fue así que, en los primeros años, el discurso estatal se caracterizó por demostrar un fuerte sentido antiautoritario que se condensó en las nociones de “democracia” y “participación”. Ambos significantes eran constantemente contrastados con la experiencia vivida durante los años previos de terrorismo de Estado (Southwell, 2007).
Dentro de las diversas reformas estatales que se propusieron en ese momento, en lo que refiere al campo educativo, según Myriam Southwell, más que la proposición de una nueva línea pedagógica, este momento se caracterizó por la reaparición de “viejos sujetos educacionales” y “viejos debates” (Southwell, 2007, p. 319), de discusiones incompletas que habían construido el sistema educacional en argentina.
En la ciudad de Buenos Aires, una de las primeras medidas iniciadas a comienzos de 1984 fue la instauración del Proyecto Educativo Democrático de la Municipalidad. Este se propuso realizar una revisión conjunta con toda la “comunidad educativa” de los estatutos, reglamentos y diseños curriculares. El objetivo era la incorporación y revalorización de las normativas nacionales vigentes, como la Constitución nacional, e internacionales, como la Declaración Universal de Derechos Humanos y la antigua Declaración de Derechos del Niño de 1959 (Pastorino, 2009). Aunque este proceso, posteriormente, no fue tan “participativo” como se auguraba (Novaro, 1994), en 1986, entró en vigencia el nuevo diseño curricular para el nivel primario de la Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires, iniciativa que fue también análoga a otros niveles educativos[1].
En un análisis general del contenido desarrollado en este documento, se registra que, si bien la valorización de la “participación” y la “democracia” se encuentra presente de modo transversal, en lo que refiere a la orientación de iniciativas participativas con los/as estudiantes, aparecen “sugeridas” únicamente en el apartado titulado “El cooperativismo en la vida escolar”[2]. Allí, se enuncian algunos puntos de lo que definen como la “doctrina del cooperativismo”, entendida así porque “tiene esencia, valores, finalidades, principios y símbolos que la sustentan” (Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, 1986, p. 73). Además, se caracteriza que el deber de la escuela es “preparar al niño para vivir en la comunidad (...), debe capacitarlo para un estilo de vida democrático” (1986, p. 75). Se resalta, entonces, la importancia de la “participación” como parte de la formación de un hombre “integral”, donde la escuela “posibilite el aprendizaje de la participación” (1986, p. 75). Culmina explicitando que “La herramienta de tal acción es la cooperación” y que “a cooperar se aprende cooperando” (1986, p. 75). En la parte final, luego del desarrollo de estos enunciados, se sugiere que, “entre otras experiencias”, se pueden formar “el consejo de grado y la cooperativa escolar” (1986, p. 75).
Aparte del diseño que ofrecía estas orientaciones para la acción, en este momento, también se venían dinamizando debates y discusiones impulsados por grupos de maestros/as e intelectuales de las ciencias sociales, en donde se ampliaban fundamentos para el desarrollo de experiencias participativas. Estos aportes se organizaban en publicaciones de revistas y boletines en recuperación de las experiencias de corte escolanovistas, pero no únicamente, y se interrogaba e impulsaba a reflexionar sobre las posibilidades de democratización del espacio escolar, como fue lo sistematizado por la revista Educco[3]. También se sumaban a ellas propuestas de trabajo de grupos de docentes que habían desarrollado experiencias participativas a comienzos de los años 70. Muchas de estas agrupaciones de docentes investigadores/as de sus prácticas habían sido impulsadas desde los sindicatos (como los organizados por Daniel López), por referentes de la formación docente, como Marta Marucco, o por intelectuales universitarios que iniciaban talleres de educadores/as o de coinvestigación, como Rodrigo Vera Godoy y Graciela Batallán, entre otros (Alen, 2010).
En este momento, se motorizaron experiencias participativas en las escuelas primarias de la Capital Federal, las que estaban sostenidas por una red de grupos de docentes e intelectuales agrupados con tal fin, pero que carecían de un marco o una normativa estatal concreta más allá de los diseños ya mencionados (Golzman y López, 1989).
A diferencia de este distrito, la provincia de Buenos Aires sí contaba con el Decreto Provincial Nº 4182 para la creación de consejos de escuela para todos los niveles desde el año 1988[4]. Esta política buscaba sistematizar y darle legitimidad y apoyo legal a las experiencias ya iniciadas, y también promover nuevas: decretándose la necesidad de “estimular la participación democrática, el espíritu comunitario, la convivencia solidaria y la libertad responsable de toda la comunidad educativa (docentes, no docentes, alumnos y padres)” (Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, 1988, p. 3).
Fue en este contexto de revalorización por las prácticas participativas y la democracia que el desarrollo de estas experiencias se volvió “posible” y también fuertemente “deseable” para una parte importante del magisterio argentino. En términos concretos, esto suponía que, por primera vez en muchos años, se daba la oportunidad de desplegar iniciativas que pusieran en juego supuestos educacionales que nunca se habían podido desarrollar en profundidad, especialmente las vinculadas a la participación estudiantil en las escuelas primarias, de la mano de la corriente escolanovista en educación.
Sin embargo, como lo registran las investigaciones en el campo de la antropología y educación de fines de los años ochenta, el crecimiento de estos debates contrastaba con un contexto social caracterizado por el temor, el conservadurismo y el sostenimiento de prácticas autoritarias fuertemente arraigadas en la sociedad y en las escuelas (Batallán y García, 1988; Batallán y Neufeld, 1988; Achilli, 1988). En este sentido, estos procesos no estuvieron exentos de ciertas contradicciones y limitaciones, muchas veces, generadas por el contexto social general, pero también por ciertas dificultades institucionales presentes en las escuelas (Ciglutti, 1993).
Con el objetivo de profundizar en las particularidades cotidianas que asumió el desafío de desarrollar experiencias participativas en las escuelas en este contexto y que nos pueda orientar sobre algunos de los puntos de su pronta finalización, se analizan escritos producidos por maestros/as coordinadores/as de estas iniciativas pertenecientes al grupo Simplemente Maestros (SIMA)[5].
“Toda una historia de maestro se movía dentro de mí”: reflexiones docentes sobre la tarea de abrir a la participación en las escuelas
La compilación titulada “Atención Maestros Trabajando” es encabezada por un prólogo del maestro rural Luis F. Iglesias, decisión que nos adelanta la estrecha vinculación que el grupo tiene con la tradición escolanovista en educación. Allí, se reúnen veinte trabajos escritos por docentes, directivos/as y supervisores/as de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires inscriptos en el período 1986-1989[6].
La introducción es una producción de carácter colectivo donde se sintetizan algunos de los principales posicionamientos de este grupo frente a la realidad educativa del país. Una de las críticas que sobresale era la generalizada relegación de los/as docentes a la “tarea de ejecución” que venían sufriendo desde el regreso de la democracia (Golzman y López, 1989, p. 10). Aunque reconocían haber sido convocados/as en el período de debate del diseño curricular (1984-1989), denuncian tener un lugar subsidiario en relación con el papel asignado a los/as intelectuales o especialistas de la educación (Golzman y López, 1989, p. 10). En el escrito, denuncian también la inexistencia de espacios y momentos institucionalizados para compartir experiencias y reflexiones con colegas, así como la ausencia de normativas generales que acompañen y que permitan profundizar las iniciativas “participativas”. Tal es así que no resulta sorprendente cuando el grupo afirma que su constitución fue por fuera de los “canales institucionales”, que su organización no estaba dada por ningún lineamiento educativo preciso, ni contaba con presupuesto ni reconocimiento institucional claro.
Posiblemente, la crítica más fuerte era a las limitaciones que daba la propia estructura organizativa de la escuela: “tampoco se aprobaron disposiciones legales tendientes a modificar la estructura de la escuela —por ejemplo, las que favorecen su gobierno colegiado” (Golzman y López,1989, p. 10). Según lo documentado por Gabriela Novaro, el interés por incorporar formas colegiadas de gobierno entre maestros/as, como intento de modificar los modos en que se organiza el poder en la escuela, había sido una preocupación histórica de los sectores docentes que, en este momento, volvía a cobrar relevancia. Esta demanda, a pesar de su persistencia, no fue considerada en ninguno de los proyectos de ley de educación hasta entonces presentados (1918, 1923, 1939, 1946, 1968 y la propuesta de Ley Federal durante el gobierno militar) (Novaro,1994, p. 39).
Resulta sumamente relevante remarcar que, en los distintos escritos, la búsqueda de una alternativa en educación se asocia directamente con el lugar dado a la “participación” de los/as estudiantes en diversos asuntos de la vida escolar. El objetivo de “revertir la participación” (Golzman y López, 1989, p. 10) se plantea como sustancial y, para ello, se retoma el legado de maestros/as de corte escolanovista, como fueron las hermanas Cosettini, el mismo Luis Iglesias, Jesualdo Sosa, entre otros. Siguiendo esta pista, profundizamos en uno de los apartados del libro, donde se reúnen la mitad de los trabajos, titulado: “Aprender a participar participando”. Allí, se relatan concretamente iniciativas participativas desarrolladas por docentes de distintas escuelas primarias de la ciudad, en formato de consejos de grado y asambleas.
En consonancia con lo registrado en la actualidad, la principal limitación que es mencionada en los escritos docentes es la falta de antecedentes vinculados con iniciativas participativas que sirvieran como referencia. Solamente se menciona la “sugerencia” de creación de consejos de grado presente en el diseño de 1986, a la que se agregan también los “clubes escolares” de 1963 y los “cuadernillos para la reconstrucción” del año 1973, que proponían fundamentos para “el trabajo participativo y la formación de comunidades educativas” (Gaule, 1989, p. 50).
En los ensayos, la descripción de las situaciones es acompañada por un tono reflexivo que nos ofrece algunos indicios sobre las implicancias que estas iniciativas generaban en las escuelas, pero principalmente el modo en que las experiencias interpelaban a los/as docentes y a su labor cotidiana. En relación con ello, en uno de los escritos una maestra comenta que la iniciativa del desarrollo de las asambleas le resultaba desafiante: “Por momentos me fue muy difícil encontrar mi rol durante las asambleas (...), yo debía esperar mi turno como los demás (…). Esto me incomodaba un poco” (Picasso, 1989, p. 25).
En esta misma línea, otro maestro dice que “prestarse a la experiencia” no le había resultado tan sencillo como había sido “decirlo o imaginarlo” (Gaule, 1989, p. 52). Especialmente porque el desarrollo continuo de asambleas en el grado conllevó, en algunas ocasiones, que se tomen decisiones diferente a lo que él hubiese querido: “Estábamos construyendo la autonomía social. Pero en ese momento tenía ganas de enojarme. Toda una historia de maestro se movía dentro de mí” (Gaule, 1989, p. 53).
Las reflexiones docentes que suscitaban estas experiencias giraban en torno al desafío de ocupar “otro lugar” con los/as estudiantes y los miedos que esto producía. Dentro de los diversos dilemas que esto conllevaba, la posibilidad de que la experiencia “se fuera de las manos” resultaba altamente amenazante:
En definitiva, ¿Cómo me ubico en este incómodo papel de ser uno más, sabiendo que no soy uno más? Este interrogante es básico pues define nuestro rol y de alguna manera dará, de acuerdo con la manera cómo se resuelva, sentido a la asamblea. (Golzman, 1989, p. 42)
Esta frase condensa el desafío de abordar esta tarea en la que el desempeño docente era constantemente interpelado, y donde su forma de accionar y de resolver los dilemas que la experiencia suscitaba determinaba la legitimidad política que adquirían al interior de las escuelas.
Lo aquí relevado nos permite hipotetizar que la apertura sostenida a formas democráticas y participativas no supone una actividad “más” dentro de la currícula escolar, sino que su profundización parece generar la emergencia de un cuestionamiento sobre las formas históricamente naturalizadas de ejercer el poder en la escuela. Pero lo que resulta aún más interesante reconstruir es cómo este cuestionamiento generaba (inclusive en docentes abiertamente interesados/as en promover estas iniciativas) “incomodidad” o “enojo”, entregándonos una pista sobre el lugar estructural que la negación a la participación tiene en la organización del espacio escolar.
De hecho, uno de los condicionantes que se identificaban como limitantes para la generalización de este tipo de experiencias era el “temor al desborde” y a no poder “manejar la situación si los chicos o los padres opinan” (Gaule, 1989, p. 53). Si trazamos una línea de mayor temporalidad, vemos que el “temor a la pérdida de control” o de “autoridad” se anuda en continuidad con las experiencias de maestros/as como Carlos Vergara y Florencia Fossatti, cuya exoneración se fundó en considerar que incorporar a los/as niños/as en la toma de decisiones significaba un ataque directo a la autoridad del maestro/a[7].
Este primer acercamiento a experiencias de participación luego del restablecimiento democrático de 1983 a partir de fuentes documentales nos permite dilucidar los profundos dilemas y movimientos institucionales que generaba el desarrollo de experiencias participativas en las escuelas, como la emergencia de diversos condicionantes, contextuales e históricos, que dificultaban su profundización. De todos modos, cabe aclarar que, aunque estas experiencias no fueron ampliamente generalizadas, sí llegaron a unificar y condensar algunos sentidos sobre la democracia y la participación de los/as niños/as en relación con la posibilidad de desarrollar instancias de gestión compartida, debates que, en las siguientes décadas, adquirirán otros sentidos[8].
Una promesa difícil de cumplir
El impulso dado por parte del Estado a experiencias democráticas durante los primeros tiempos se vio lentamente apaciguado a fines de la década de los ochenta. En el nivel secundario, por ejemplo, Iara Enrique documenta cómo la propuesta inicial del alfonsinismo de promover la participación en los centros de estudiantes fue progresivamente limitada con decretos y lineamientos que evidenciaron la dificultad de sostener la apertura a la participación (Enrique, 2011). Este proceso había estado antecedido por cierto desencanto general, producido por el Congreso Pedagógico Nacional que se celebró entre 1986 y 1988[9]. Para Myriam Southwell, el Congreso, más que mostrar la fortaleza del proceso democrático iniciado pocos años antes, puso de manifiesto la fuerte interrupción que había significado la dictadura en la vida social del país. Asimismo, la noción de democracia, que en un primer momento había aglutinado sentidos y objetivos compartidos, se ubicó progresivamente en el centro de la disputa política por su orientación.
Más allá de los esfuerzos del Congreso Pedagógico, el intento por instaurar un nuevo proyecto educacional no logró consolidarse, ni tampoco el desarrollo de profundas reformas educativas, como se había proyectado (Southwell, 2007). De hecho, según Southwell, la falta de cambios en el área educacional fue la antesala para que, en la década siguiente, los debates se dieran por cerrados y se avanzara en una transformación estructural en términos educativos, orientada principalmente por la política de ajuste del menemismo (Southwell, 2007). Las experiencias de participación que se habían iniciado tanto en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires como en la provincia de Buenos Aires con los consejos de escuela, según lo documentado por investigaciones de ese momento, tampoco lograron establecerse y generalizarse (Tiramonti, 1993; Cigliutti, 1993).
Si bien los consejos de escuela desarrollados en provincia de Buenos Aires en un principio tuvieron un alto nivel de aceptación, progresivamente fueron generando cierta resistencia por parte de directivos/as que se encontraban “preocupados por la pérdida de orden” (Gorostiaga, 2014, p. 254). Aunque los estudios de la época reconstruyen algunos cambios en relación con la resolución de los conflictos de modo más democrático, como en cierta capacidad de organización de la comunidad educativa vinculada más especialmente a la búsqueda de soluciones económicas de las instituciones, lo que mayormente se registra son las limitaciones de estos espacios para construir una alternativa democrática (Giannoni, 1993; Cigliutti, 1993; Tiramonti, 1993). Entre las dificultades de su desarrollo en el contexto posdictatorial, se menciona que “se convoca a la participación (…) pero solo pueden hacerla efectiva aquellos que están en mejores condiciones sociolaborales” (Cigliutti, 1993, p. 34). Asimismo, realizan una importante crítica a la idea de que la participación pudiera ser un aspecto “decretado”, donde era necesario un acompañamiento en la creación de las condiciones para su desarrollo (Giannoni, 1993).
También, se documenta que, generalmente, la jerarquía y el modo en que se tomaban las decisiones centrales en las escuelas, a pesar de contar con los consejos escolares, no se veían alterados, lo que ponía en evidencia la falta de una modificación sustancial en la estructura de gestión del sistema (Tiramonti, 1993). Asimismo, otro autor afirma que existieron varios limitantes institucionales internos, tales como la rigidez burocrática, la ambigüedad de la normativa, la ausencia de otras medidas que aporten a modificar la gestión y la inexistencia de debates y formación sobre el desarrollo de espacios de democratización (Gorostiaga, 2014). En las experiencias de consejos de escuela en el nivel primario, en las que también se abría al desarrollo de instancias participativas para la comunidad, se registra la superposición de sentidos “democratizantes” y “asistenciales” que la noción de “participación” comenzaba a adquirir para ese momento (Padawer, 1992). Finalmente, para principios de la década de los noventa, estas experiencias fueron progresivamente discontinuadas con la asunción de nuevas autoridades educativas (Gorostiaga, 2014; Dussel, 2005).
La dificultad por restituir relaciones de mayor horizontalidad entre docentes y estudiantes se entramó, posteriormente, con otros conflictos sociales, económicos y de legitimidad política, que empezaron a atravesar las instituciones educativas a fines de los años ochenta y que se agudizaron en la siguiente década. Cabe mencionar también que, en 1988, la Confederación de Trabajadores de la Educación en Argentina (CTERA) estuvo de huelga en reclamo de las condiciones laborales y salariales, conflicto que se acrecentó fuertemente y evidenció el debilitamiento político del gobierno (Southwell, 2007). Así, el objetivo de que la escuela se “abriera a la comunidad” y en ella “participaran los diversos actores” se vio progresivamente abandonado.
En la década siguiente y con la caída de la narrativa democratizadora, fueron otros los significantes que comenzaron a hegemonizar el campo educativo, especialmente a partir de la paulatina consolidación neoliberal del Estado. Los objetivos educativos se concentraron en impulsar las “competencias”, la “educabilidad” y la “eficiencia”, sustentados en garantizar el ingreso de los/as futuros/as ciudadanos/as al “mercado de trabajo”, nociones que fueron acompañadas por leyes educativas que las respaldaban, como fue la Ley de Transferencia Educativa N° 24.049/1991 y la Ley Federal de Educación Nº 24.195/1993. Estas normativas signaron un cambio importante en la organización del sistema educativo y de su posterior desfinanciamiento, movimiento que no solo apuntó a descentrar la agenda educativa del plan estatal, sino también a profundizar su despolitización (Más Rocha, 2016).
El viraje hacia la “convivencia”: de la participación a la pacificación
A partir de la primera década de este milenio, la importancia de garantizar una “convivencia pacífica” tomó gran relevancia y se instaló como uno de los principales objetivos de las escuelas. Esta centralidad de la “convivencia” en las escuelas estaba dada por lo que se construyó como contracara al fenómeno de la “violencia”, coconstituido por dos problemas centrales: la llamada “crisis de autoridad docente” y el problema de la “violencia escolar”. Es decir, se exacerbaba la problemática de la violencia estudiantil, principalmente adolescente, y a la vez se descalificaba o se culpaba tácitamente a los/as docentes por una supuesta crisis de autoridad asociada a la incapacidad de poder sostener el vínculo pedagógico.
Durante estos años, con la paulatina instalación de un gobierno neoliberal y el desamparo progresivo a ciertos sectores de la sociedad, sumado a la agudización de las desigualdades sociales producto de la crisis socioeconómica que sumió a numerosos colectivos en la pobreza estructural y socavó fuertemente la confianza en las instituciones democráticas, las escuelas y las formas tradicionales escolares se vieron interpeladas (Feldfeber y Gluz, 2011). La culpabilización se ubicó “afuera” y era portada por quienes llegaban a las escuelas: niños/as y jóvenes (Neufeld y Thisted, 1999). La violencia, que en la década de los ochenta se denunciaba y analizaba como producto del autoritarismo escolar ejecutado por docentes “autoritarios/as”, ahora se focalizaba en un nuevo actor: los/as “estudiantes violentos/as”.
Estas representaciones locales se sirven de las conceptualizaciones de estudios sociales, generalmente provenientes del primer mundo, que analizan a este proceso como causado por fenómeno del bullying, entendido como la primera instancia de la “violencia escolar” (Ruggiero, 2009). Para fines de la década del noventa, como indica Laura Ruggiero (2009), numerosos trabajos académicos ubican a la violencia escolar como un problema característico de una nueva era (Mellor, 1994, 1997; Olweus, 1998; Cowie, 1998). Estas narrativas produjeron un gran impacto en los modos en que los diversos sujetos que habitaban y habitan la escuela —familias, docentes, directivos/as, niños/as— se conciben y objetivan las prácticas que refieren a los vínculos entre estudiantes en las escuelas. Estos modos de interpretar las relaciones en el espacio educativo, en continuidad con la mirada de corte psicológico conductual, suele etiquetar a los/as niños/as como “brabucones/as”, sin dar cuenta del contexto institucional y pedagógico en el que se encuentran insertos/as (Ruggiero, 2009). De este modo, se construye la idea de que la “violencia escolar” se interpone directamente en las posibilidades de la enseñanza, entendida como parte de una realidad que caracteriza a las relaciones de docentes con estudiantes, pero especialmente al maltrato entre estudiantes.
En paralelo y de modo entramado a este proceso, las “resoluciones” de los conflictos, que históricamente se abordaban de modo jerárquico, verticalista y autoritario, entraron en tensión para fines de los años noventa, especialmente por la apropiación realizada por algunos colectivos docentes de la Convención Internacional de los Derechos del Niño de 1989 (Moroni y Morini, 1999; Moroni, 2015). Se instala, así, en ciudad de Buenos Aires, el debate sobre la importancia de erradicar en las escuelas estas prácticas y contener a los/as jóvenes y niños/as que a ellas asistían (Moroni y Morini, 1999). En un contexto que se venía orientando a la inclusión educativa, la importancia de que tanto jóvenes como niños/as puedan sostener la escolaridad parecía requerir un nuevo modo de analizar y abordar los conflictos escolares. Es así que, en la ciudad de Buenos Aires, en 1999 y como propuesta de actores educativos comprometidos con la democratización del espacio escolar, se promulga la Ley de Convivencia Escolar N° 223, exclusivamente para el nivel medio, que deroga la organización disciplinaria de las amonestaciones regulada por el Decreto N° 150.073, titulado “Reglamento General para Establecimientos de Enseñanza Secundaria, Normal y Especial” vigente desde el año 1943[10].
Este pedido apuntaba a generar una alternativa en la construcción de vínculos entre adolescentes y docentes, cuyo énfasis estaba puesto en la importancia de “retener” a los estudiantes que venían abandonando sistemáticamente la escolarización. La clave para su continuidad se daba en la participación de estos/as y, en consecuencia, en la democratización de las relaciones en la escuela (Marino y Moroni, 1999; Moroni, 2015)[11].
En este particular escenario, el intento por separarse de la reciente tradición autoritaria y en superposición con el latente “miedo al desborde” (Batallán, 2007, p. 162), pero con la intención de promover espacios pacíficos de encuentro, es que la noción de convivencia gana fuerza como significante en el que se condensan el deseo por mayor participación y el derecho al ejercicio de la ciudadanía en las escuelas (Litichever, 2019).
Ya en otro contexto político, en 2006, y en un proceso general de lenta recuperación económica del país —luego del estallido de la crisis del 2001—, se promulga la nueva Ley de Educación Nacional Nº 26.206, con el objetivo de apuntar a la recomposición del sistema educativo que se había visto fuertemente fragmentado por la legislación precedente. Esta nueva normativa incorporaba de modo explícito en sus fundamentos a la Convención Internacional de los Derechos del Niño. En su reglamentación, y como deberes de las instituciones, se menciona el promover “modos de organización institucional que garanticen dinámicas democráticas de convocatoria y participación de los/as alumnos/as en la experiencia escolar” como la definición de un “código de convivencia” y el “desarrollar prácticas de mediación que contribuyan a la resolución pacífica de conflictos” (Congreso de la Nación Argentina, 2006, p. 25).
Para los estudiantes, se solicita:
Participar y colaborar en la mejora de la convivencia escolar y en la consecución de un adecuado clima de estudio en la institución, respetando el derecho de sus compañeros/as a la educación y las orientaciones de la autoridad, los/as docentes y los/as profesores/as. (2006, p. 26)
Así como también “respetar el proyecto educativo institucional, las normas de organización, convivencia y disciplina del establecimiento escolar” (2006, p. 26).
Cabe aclarar que, en esta revisión, que también buscaba instalarse como una alternativa a modalidades autoritarias, no estaban garantizadas reformas educativas concretas de la organización institucional de las escuelas. Más específicamente, estas afirmaciones serán acompañadas, los años subsiguientes, por coordinaciones que aglutinarán programas preexistentes y crearán nuevos, vinculados a la ciudadanía y la convivencia en las escuelas, como fue la coordinación “Construcción de ciudadanía en las escuelas”[12], además de leyes y reglamentaciones a nivel jurisdiccional, las que, como adelantábamos, se adicionarán a esta reglamentación nacional general.[13]
Numerosas investigaciones documentan que, durante los primeros años de implementación de las políticas vinculadas a la convivencia, tanto en la ciudad como en provincia de Buenos Aires, existía una importante resistencia a la apertura democrática en las escuelas, especialmente en asuntos que se vinculaban con las posibilidades de que los/as jóvenes tengan respaldo institucional en el ejercicio del poder (Paulín y Tomasini, 2009; Nuñez, 2013).
Frente a la extendida crítica al autoritarismo docente al regreso de la última dictadura militar, el intento por construir modos alternativos al ejercicio del poder tuvo como resultado un rechazo explícito a cualquier tipo de forma que pudiera ser considerada autoritaria, lo que conllevó no tanto a la construcción de una alternativa democrática como se planteaba, sino al desarrollo de otro tipo de abordaje disciplinario que se orientó —en concordancia con ciertos ideales planteados por el neoliberalismo— al control de sí (Varela y Álvarez Uría, 1997; Pierrella, 2006; Rose, 2007).
Así, aquellos estudios orientados a los reglamentos escolares o acuerdos de convivencia registraban que, a pesar de abolirse los sistemas autoritarios en la toma de decisiones, las nuevas iniciativas continuaban reforzando las jerarquías preexistentes con prácticas tradicionalmente disciplinadoras (Dussel, 2005; Litichever, 2010). De esta forma, la idea de convivencia, en la práctica, se solía ceñir a “regular las relaciones intraescolares desde el establecimiento de la aplicación de sanciones y los modos de hacerlo” (Fridman, 2013, p. 6). Allí, los aspectos que aparecían regulados eran generalmente los que implicaban a los estudiantes, pero de los cuales los/as docentes se encontraban exceptuados/as (Kantor, 2000; Dussel, 2005; Paulin y Tomasini, 2009; Núñez, 2013; Enrique, 2023).
La noción de “convivencia” se configuró como un discurso aglutinador de varios sentidos: por un lado, como una alternativa al problema de la “violencia” que posibilitaba llegar a acuerdos para sostener la vida cotidiana en la escuela; pero, por otro lado, este logró absorber, e indirectamente invisibilizar, aquellas narrativas y proyectos más vinculados a la democratización de los vínculos escolares que, en la década de los ochenta, habían estado asociados a la noción de “participación”.
La convivencia con “límites”: iniciativas locales y apropiaciones de normativas nacionales en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Como adelantamos, a fines de los años noventa, algunos/as docentes, impulsados/as por el intento de incorporar una normativa que propusiera un abordaje concordante con la Convención Internacional de los Derechos del Niño, y también orientados/as por fundamentos de corte democratizadores, acompañados/as por funcionarios públicos, lograron aprobar, en 1999, la Ley Convivencia Nº 233 para el nivel secundario.
Si bien, como ya fue reconstruido, esta ley en su implementación tuvo sus limitaciones para ser desarrollada en profundidad, reglamentariamente daba un amparo legal para quienes quisieran hacer una apropiación que promoviera la horizontalización de los vínculos escolares. Sin embargo, este marco legal se vio luego menoscabado frente a un redireccionamiento que esta ley sufre en 2008, a partir de la disposición de una nueva reglamentación —Nº 998/08— que reorientaba su implementación (Fridman, 2013).
La modificación a esta ley fue gestada por parte de los sectores más conservadores de la política, asociados al partido político “PRO”, que, en ese momento, comenzaba a gobernar la ciudad de Buenos Aires. Titulada como “Convivencia con límites”, se apuntaba a limitar los artículos vinculados a la apertura de la participación, al debate y a la construcción de decisiones de modo colegiado que se promovían en la anterior reglamentación[14]. Según lo relevado por Denise Fridman (2013), en esta nueva normativa, se relegan los puntos que habilitaban que los/as estudiantes tuvieran un papel activo en la construcción de acuerdos y decisiones, y se suplantan por otros que concentraban el poder en los/as rectores/as. Asimismo, la normativa también intentaba reorientar y ceñir los fundamentos de la elección de los representantes estudiantiles a partir de la “buena conducta” y el “rendimiento académico” (Fridman, 2013, p. 18)[15].
Esta reglamentación buscaba fortalecer en su apropiación sentidos que apuntaran al autocontrol y disciplinamiento, y a ofrecer una apoyatura legal para limitar la participación política de los/as estudiantes que venía ganando trascendencia en este contexto caracterizado por un aumento en la conflictividad, producto de la tomas de escuelas lideradas por los distintos centros de estudiantes, que habían sido desencadenadas por el recorte que el gobierno de la ciudad realizó a las becas estudiantiles en 2008.
Al calor del debate sobre la participación de los/as adolescentes en el mundo de la política, en 2013, se sanciona a nivel nacional, impulsada en este caso por diputados asociados al arco peronista, la Ley de Convivencia Escolar Nº 26.892. Esta ley se promueve en conjunto con otras dos leyes nacionales adicionales, también vinculadas con la participación de los/as jóvenes adolescentes: la Ley de Ciudadanía Argentina Nº 26.774 de 2012, que habilitó a los/as jóvenes de 16 años a elegir representantes nacionales y jurisdiccionales, y la Ley de Centros de Estudiantes Nº 26.877 de 2013, que volvía obligatoria la promoción de estas iniciativas en las escuelas secundarias de todo el país (Otero, 2016).
A diferencia de estas dos últimas, que apuntaban al carácter más propositivo de la participación de los/as jóvenes y adolescentes en sus escuelas y en la sociedad en general, la Ley de Convivencia Escolar tenía como objetivo generar en las escuelas una “convivencia pacífica”, libre de “violencia física y psicológica” (Congreso de la Nación Argentina, 2013, p. 2) y, por lo tanto, se concentra especialmente en darle tratamiento a los “conflictos escolares”[16]. En su fundamentación, se analiza y describe el problema de la “violencia escolar” y se propone “la conformación y funcionamiento de órganos e instancias de participación, diálogo y consulta en relación con la convivencia en las instituciones educativas”, en busca de revertir o evitar situaciones cotidianas de hostigamiento “entre pares” (2013, p. 2). Esta ley promovía que las distintas normativas locales existentes en cada una de las jurisdicciones se unifiquen bajo su lineamiento general.
En la ciudad de Buenos Aires, encarnado por los lineamientos propuestos desde el Ministerio de Educación de esta jurisdicción, la implementación de esta ley y su reglamentación se concentrará especialmente en torno al fenómeno de la “violencia escolar” y, en 2016, se promulga una nueva ley (complementaria a la N° 233 de 2000) que se titula: “Prevención y erradicación de toda forma de acoso u hostigamiento escolar”. Esta normativa evidenciaba un claro reforzamiento de sentidos que aportaban a ceñir la idea de “convivencia” a la del bullying o “violencia entre pares” (Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2016, p. 1). La construcción y caracterización de los/as estudiantes como sujetos/as violentos/as o alterados/as abría, simultáneamente, a que el abordaje de estas situaciones fuera realizado por disciplinas especializadas en el tratamiento de patologías mentales, como son la psicología o la psicopedagogía. Disciplinas que cuentan con una larga historia de consolidación como la voz autorizada para intervenir en el espacio escolar (Carli, 1997; Dussel, 2005; Cerletti, 2014). A raíz de esto es que se crea un equipo especializado dependiente del Ministerio de Educación de la ciudad bajo el nombre de “Promoción de Vínculos Saludables” para el abordaje de situaciones de “conflictos en las escuelas”, que estará compuesto, en su mayoría, por profesionales de la psicología y la psicopedagogía.
Es dentro de este plan que se elabora la primera normativa que sugiere la creación de espacios de consejos de aula y asambleas en las escuelas primarias, como reglamentación de la Ley Nacional de Convivencia Escolar Nº 26.892 y que se titula “Construyendo Convivencia”. A diferencia del nivel secundario, que, como mencionamos, también contaba con otras normativas que promovían explícitamente la participación política de los/as jóvenes, esta es la única normativa respaldatoria para el desarrollo de estas experiencias en el primario[17].
En las guías de orientación que se ofrecen para su trabajo en las escuelas, se plantean distintos fundamentos y orientaciones prácticas en las que se describen distintos “pasos a seguir” para el desarrollo del consejo de convivencia, y la escritura del acuerdo de convivencia como objetivo final. En dichas guías, se destaca el carácter consultivo del consejo, insistiendo en que este órgano solo podrá “brindar sugerencias” (Ministerio de Educación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2016, p. 13) a la conducción institucional. Dentro de las distintas situaciones sobre las que se ejemplifica o se elaboran recursos sociopedagógicos, generalmente refieren a situaciones-problemas como: conflictos entre pares, hostigamiento, conflicto en redes sociales, acciones reparatorias y, en menor medida, puntos para el trabajo cooperativo o colectivo. Asimismo, se enfatiza la importancia del “rol” docente para mediar y se plantea que: “Podemos afirmar que, a mayor intervención docente, a mayor presencia adulta, menos violencia y menor posibilidad de que un niño tome el poder sobre otro” (2016, p. 17). Si bien se sugiere como horizonte que los/as niños/as comiencen a resolver los conflictos entre sí, cuando se menciona su agrupación colectiva, esta es para retratar únicamente “escenas de acoso” (2016, p. 17).
En concordancia con la extensión de estos discursos, la reconstrucción etnográfica desarrollada por esta investigación durante cinco años (2016-2021) resalta la apropiación que algunos/as docentes hacen de los consejos de convivencia con el objetivo de “evitar accidentes” o de que los/as estudiantes “incorporen las normas”, centralizando la apropiación de este espacio, aunque no sin tensiones y conflictos, fundamentalmente para garantizar un orden escolar (Rodríguez Bustamante, 2020)[18].
Como hasta aquí se ha documentado, a pesar de haber contado con diversos hitos que valorizaron la participación de los/as niños/as en las escuelas (como fueron la restitución democrática en 1983 y la incorporación de la narrativa de los derechos del niño de 1989), fue el problema social de la “violencia escolar” el que logró instalarse como argumento legítimo y suficiente para fundamentar, al menos desde la letra plasmada en la política pública, el desarrollo y reglamentación de espacios participativos en el nivel primario. Ahora bien, que la fundamentación de la promoción de la “participación” esté asociada a la búsqueda del mantenimiento del orden escolar evidencia, también, que su aceptación generalizada se da cuando se limita a un sentido paliativo, como prevención y solución de la violencia y los conflictos escolares.
La narrativa asociada a “la convivencia”, y su limitación a cuestiones vinculadas con la prevención de la violencia, no solo refiere a una forma reglamentaria y técnica que orienta los modos en que se gestiona en la escuela los conflictos, sino que produce un discurso de entendimiento sobre las acciones de los/as niños/as. Estos fundamentos, de corte psi, direccionan la mirada resaltando fundamentalmente procesos individuales de los sujetos y, por lo tanto, orientado su tratamiento en estos mismos términos, acción que tiene como contrapartida un oscurecimiento sobre la comprensión de los conflictos en términos políticos.
Hacia la despolitización de las relaciones escolares
La participación de los/as niños/as en asuntos escolares parece ser tolerada, y promovida abiertamente, como se indica en las normativas actuales que rigen la ciudad de Buenos Aires, cuando esta es un medio para garantizar una convivencia “pacífica” y cuando se ciñe a “brindar sugerencias”. La reconstrucción histórica realizada sobre el desarrollo de asambleas y consejos de grado orientados expresamente a democratizar las escuelas a fines de los años ochenta parece entregar una pista central sobre las implicancias de desarrollar estas experiencias con mayor profundidad democrática: la emergencia de una pregunta sobre los modos en que se ha ejercido el poder por parte de los/as docentes en las escuelas históricamente, expresado en ellos/as sentimientos de incomodidad, miedo y enojo cuando este orden se ve tensionado.
Las dificultades de poder “domesticar a la democracia” en el ámbito escolar (Masschelein y Simons, 2011) en conjunto con un contexto socioeconómico desfavorable a principios de los años noventa llevaron al abandono de los intentos de democratizar las relaciones escolares de modo más profundo, pero sembraron terreno fértil para la emergencia de nuevos significantes.
En convergencia con la profundización de problemáticas vinculadas a la autoridad docente, en un contexto de reconocimiento de los derechos de las infancias, en conjunto con la extensión de las teorías psi para el tratamiento de los conflictos escolares, para comienzos del nuevo milenio, la noción de la “convivencia escolar” emerge y logra aglutinar estas múltiples intencionalidades que se materializaran en numerosas normativas y leyes destinadas a su promoción.
Esta noción, sostenida por su uso en múltiples normativas jurisdiccionales y nacionales, se despliega como una forma de ver, entender, analizar y buscar solucionar los problemas surgidos producto de las relaciones escolares. En esta forma de comprender los vínculos, se registra un abandono en la manera de considerar la participación de los/as estudiantes como un propósito en sí mismo, como se documentó a fines de los años ochenta, para convertirse en “un medio para” garantizar una “convivencia pacífica” en las escuelas.
Progresivamente, se documenta cómo, en múltiples leyes, sus modificaciones y en sus reglamentaciones locales por parte del gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, para poder ser incorporada a esta narrativa pública de la “convivencia”, la participación debe ser “depurada” de sus características más escandalosas y buscar ajustarse a una versión más profiláctica y limitada que no altere, al menos discursivamente, el orden escolar existente.
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