Resumen: El Estado nacional latinoamericano de fines del siglo XIX organizó la vida pública colocando en ella nuevas formas de visibilidad. Asumió a las tecnologías como una policía de la mirada que impuso reglas modernas a los cuerpos, los paisajes y las ciudades. De esta manera las viejas funciones del príncipe barroco fueron asumidas por una gubernamentalidad escópica que centró sus esfuerzos en nacionalizar a las masas, a través de las imágenes y educarlas en torno a signos de decencia, control y orden. Se estableció un contrato simbólico entre la burocracia estatal y los aparatos ópticos permitiendo que la fotografía y el cine se convirtieran en los instrumentos de una estética y una subjetividad soberana.
Palabras clave:PríncipePríncipe,visualidadvisualidad,EstadoEstado,gubernamentalidadgubernamentalidad,escopíaescopía.
Abstract: The Latin American national state of the late nineteenth century organized public life by setting new forms of visibility. It assumed technologies as a look police that imposed modern rules on bodies, landscapes and cities. In this way the old functions of the baroque prince were assumed by a scopic governance that focused its efforts on nationalizing the masses, through images and educating them around signs of decency, control and order. A symbolic contract was established between the state bureaucracy and the optical devices, allowing photography and cinema to become the instruments of an aesthetic and a sovereign subjectivity.
Keywords: Prince, visuality, state, governance, scopic regime.
Resumo: O Estado nacional latinoamericano do final do século XIX organizou a vida pública implementando novas formas de visibilidade. Assumiu aparatos tecnológicos como uma policía do olhar impondo regras modernas aos corpos, paisagens e cidades. Desta maneira as velhas funções do princípe barroco foram assumidas por uma governamentalidade escópica que centrou seus esforços em nacionalizar as massas, por meio de imagens e educá-las com signos de decência, controle e ordem. Estabeleceu-se um contrato simbólico entre a burocracia estatal e os aparatos óticos permitindo que a fotografia e o cinema se convertessem em instrumentos de uma estética e subjetividade soberana.
Palavras-chave: príncipe, visualidade, Estado, governamentalidade, escopia.
Ensayo
Las metamorfosis del Príncipe
The metamorphoses of the Prince
As metamorfoses do Príncipe
Recepción: 16 Febrero 2017
Aprobación: 19 Diciembre 2017
la soberanía es el objeto que siempre se escapa, que nadie ha aferrado y que ninguno aferrará por la razón incontrovertible de que no nos está permitido poseerla como un objeto, aunque estemos obligados a buscarla
Fuente: George Bataille (2004)
Las huellas del poder que no quedan en los cuerpos, los territorios y los relatos ¿dónde se podrían encontrar?, ¿qué formas y texturas toman cuando se trata de convocar −no sólo su pasado− también el presente que falta? La visualidad decimonónica está unida al nacimiento del Estado Nacional, es un fenómeno puesto en evidencia por los estudios visuales latinoamericanos que, mediante las críticas a las epistemologías conservadoras de la colonialidad y la ciudad letrada, desplazan los escenarios de lectura y preguntan por los poderes que acumulan legitimación y violencia, a través de la mirada.
El anhelo de posesión ontológica de lo real que las elites buscaban como una esperanza de trascendencia; la clasificación racial de las poblaciones para separar el progreso del mito; las alabanzas a una abstracta nación encarnada en mapas y museos; las geopolíticas de la visualidad que desmienten el tiempo-espacio limitado de las imágenes; la domesticación de la naturaleza por medio de máquinas de visión y disciplina son algunas temáticas que la investigación visual instala para repensar los sistemas de construcción de la identidad política y cultural en América Latina.
Los trabajos de Jens Andermann (2007), asociados a un “saber observar” propio de la escena positivista del Estado que opera como un esteta científico, estableciendo categorías de belleza y taxonomías autorizadas, abre una serie de interrogantes sobre las prácticas de la representación. Las derivas críticas sobre la “colonialidad del ver” descritas por Joaquín Barriendos caracterizan una geopolítica de la mirada basada en un modelo de extracción de riquezas, tecnologías imperiales y ocularcentrismo militar-cartográfico. Ambos autores, posicionan las operaciones de control y reconocimiento en una estrategia mayor de poder: hacer visible un continente entero a través del ingreso a una universalidad panóptica que vuelve invisible el conflicto de los cuerpos raciales, sexuales, religiosos y políticos.
En otro plano, el interés por comprender los mecanismos de colonización de la memoria y el tiempo lleva a Christian León, Mayra Estévez, María Fernanda Cartagena o Alex Schlenker a investigar las arbitrariedades y contradicciones de una escritura visual obsesionada con las jerarquías y los rituales de dominación, son distintos tipos de fenómenos que se desplazan por la cotidianeidad tejiendo imágenes de obediencia y desacato, de nobleza y anomalía. Es el proceso dicotómico que permite someter la realidad múltiple a las cláusulas visuales de una soberanía ciega.
Las preocupaciones por los modos de hacer ver el carácter irreductible del imperio y exaltar las figuras del monarca, en su versión española y lusitana, permite mostrar la densidad de las metáforas usadas a posteriori por el Estado. El cuerpo del príncipe trasvestido, ahora, en feria universal, en territorio cognitivo y en etnografía patriótica convoca una serie de estudios respecto a la resimbolización, al uso de los signos y a las nuevas codificaciones que el mundo postindependencia efectúa de las reliquias, los objetos y los emblemas coloniales. Lo anterior puede observarse en las caracterizaciones que realizan Natalia Majluf, Pedro Enrique Calzadilla, Beatriz González, Lilia Moritz, Carmen Hernández o Álvaro Fernández Bravo.
La construcción iconográfica de la nación es el problema que expresan estos diversos enfoques analítico-narrativos interesados en las relaciones entre modernidad, hegemonía y espectáculo visual. Asimismo, los desplazamientos del príncipe barroco desde su condición de entidad sacra a administración mediático-secular, sin abandonar −completamente− su autoridad silente, dan pie a este trabajo centrado en tratar de comprender los modos estético-políticos de la conversión de una visualidad donde las figuras del poder pasan de la ilusión metafísica a la racionalidad instrumental.
Todo lo anterior en el marco de una revisión crítica de las imágenes y su lugar en el ámbito de los dispositivos y modelos culturalistas. En esa línea:
Recién en la última década, la historia cultural latinoamericana comenzó a asumir el desafío de replantear su relato a la luz de las actuales transformaciones en las nociones y prácticas culturales entretejidas en redes posnacionales de imágenes y sonidos. Desde la ruina de la biblioteca se ha vuelto otra vez posible entrever el impacto decisivo en la formación decimonónica de ciudadanías, gustos, identidades de clase y de género, y hasta de modos de lectura, de prácticas no-librescas de representación: el teatro callejero, los cuadros vivos, las fiestas patrias, las procesiones religiosas y cívicas, las ferias agrícolas, los carnavales. (González & Andermann, 2006, p. 17)
Los contrastes entre las modalidades de un poder exhibido a través de íconos exultantes e hiperdramáticos y la sobriedad técnica de un modernismo −aparentemente− vaciado del dolor de la soledad palaciega, no impiden ver las conexiones y tejidos que unen al príncipe con las identidades burocráticas de la sociedad del siglo XIX. Este es el marco en el que se inscribe este artículo.
El monarca es pastor, padre y artista: conduce al rebaño, protege la familia y crea la nación. Su biografía está unida a un poder sagrado que le otorga una cualidad única, ser una especie de Deus Abconditus (un observador no observable) que despliega sobre el mapa de las pasiones y los bienes su voluntad superior2. Las fuerzas unidas a él no tienen traducción se mueven a oscuras y cautelan los principios naturales de las cosas de este mundo. Es un espacio separado de la contingencia capaz de gobernar todo a su alrededor; por ello, crear una distancia entre el pueblo y el soberano es crucial para sostener un orden arbitrario y rígido, pero de una profunda riqueza visual. Las imágenes juegan un papel decisivo en la construcción de una emblemática que rodea al cuerpo regio de un silencio y una edad insobornables.
Los ojos del rey escapan a su determinación y destinación orgánica, meramente biológica, convirtiéndose en instrumentos, prótesis artificiales que implican una reconstrucción ahora sofisticada y cultural del centro del poder. Máquina o cuerpo artificial el del poder, constituido por extensiones y alcances que se sitúan por completo fuera de la órbita de lo natural y que son expresados en discursos mito-poéticos cuajando en la figuración impresiva de un rey dotado de un cuerpo prácticamente sobre-natural. (Rodríguez de la Flor, 2009, p. 146)
El cuerpo del príncipe debe investirse de señales, figuras y objetos que comuniquen esta virtud intransferible cuya finalidad es producir una elaborada e inquisitiva puesta en escena. Lo biológico desaparece en las tramas jurídicas de lo inefable y descubrimos que mediante las imágenes se intenta proyectar a la persona física en una proxémica feroz, decisiva para unir la voz del príncipe a su mayor virtud: dar la muerte y perdonar la vida. La imagen debe comunicar un mensaje que confirme el peso de la autoridad y a la vez fomente un doble movimiento donde, por un lado, se hace gala del poder concentrado y, por el otro, se invisibilizan los mecanismos de decisión y aplicación de la violencia y la justicia. Las imágenes, entonces, sirven a la explicitez del orden coercitivo mediante una serie de metáforas afirmativas que hablan de seres excepcionales. El cuerpo es convertido en un repositorio de solemnidad, en un monumento, en un abismo.
Sin embargo, toda esta cultura de la exuberancia monárquica comienza a ceder ante la secularización moderna que ofrece a los nuevos sujetos de la producción un acceso masivo a lo visual. El cuerpo es colocado en el centro de un relato administrativo que necesita unir el trabajo organizado con una idea de yo original, capaces de colaborar con la utopía industrial del capital rentista.
En Cosmopolis: The Hidden Agenda of Modernity (2001), Stephen Toulmin explica la conversión de un sistema basado en arquetipos a otro que requiere de estructuras antagónicas para diseñar la experiencia pública y, a pesar de ello, la idea de un centro óptico flexible y modular se mantiene y no se abandona. El príncipe se transforma en una racionalidad burocrática que personifica ahora, bajo la forma de proposiciones, fallos y pruebas, la intención de convertir en valor el mundo al cambiar los ejes de la autoridad:
La lógica y la retórica son sustituidas por el lenguaje matemático;
La teoría jurídica y moral son reemplazadas por una ética universal de los principios del comportamiento humano;
La tradición deja paso a las premisas del conocimiento disciplinario;
El tiempo y el espacio se vuelven categorías mensurables y corregibles;
El cosmos muta a orden político de la polis.
La visualidad que el poder necesita ya no descansa en lo invisible, sino en la demarcación de la realidad, la confesión mimética que logra mostrar la sumisión de la materia a las consignas del pensamiento. Estamos frente a una política preocupada de la organización de la mirada y del porvenir que encierra. La sociedad es un músculo especular susceptible de ser observado desde diferentes ángulos, trayectorias y longitudes, el saber derivado de estas condiciones puede almacenarse, cuantificarse y servir de programación. El príncipe corporativo define, entonces, lo público como lugar de exhibición donde pueden reunirse los pliegues de lo individual con los planos de lo colectivo, se trata del triunfo de la comunicación capaz de articular la técnica, la subjetividad y el nacionalismo. Los instrumentos ópticos entregan a millones de seres humanos la capacidad de comprender el tiempo como registro e identidad, entonces la fotografía y el cine pueden construir las figuras burguesas, proletarias o artísticas junto a los mitos patrióticos. Hacer ver se transforma en el propósito de un sistema que conquista la realidad sometiéndola a los límites de la representación.
El dispositivo fotográfico aparece exactamente ahí: en la brecha que se abre entre la naturaleza romántica y el cálculo de la ciencia decimonónica, entre la borradura del genio y la transformación de un sujeto en productor. Y es precisamente por eso, cada vez que la cámara se ponga en acción, no sólo ofrecerá la imagen de un rostro o un fragmento de lo natural transformado en paisaje fotográfico, sino también la imagen de los deslizamientos que constituyen su propia historia. (Cortés-Rocca, 2011, p. 39)
Es por medio de las imágenes que el Estado corporativiza un “pueblo” y coloca en él una simbología cotidiana a compartir. Excluye del mismo todo elemento de singularidad existencial por un “nosotros genealógico”; promueve una integración mixta entre gusto ilustrado y fiesta pagana; moraliza el pasado y occidentaliza la memoria; diseña una genética del destino y un futuro de la comunidad. De esta manera origen, familia y progreso se unen en una galería iconográfica de contornos u opciones forzadas que logran −a lo largo del siglo XIX− filtrar una tipología de clase autorizada a nombrarse la vida ejemplar.
El régimen visual que emergía a comienzos del siglo XIX no abarcó una redefinición de la percepción sólo en términos del individuo, porque coincidió con la irrupción de nuevos sistemas políticos, cuya legitimidad dependía de la representación de un pueblo. Hacia 1800, mientras el absolutismo se debilita, ‘la soberanía’, un neologismo por antonomasia de la Ilustración, ‘pierde […] aquel rasgo característico del imperium: su ilimitación espacial’ y surgen las bases ‘para concebir la idea de una comunidad que contiene en sí su propio fundamento y principio de legitimidad (la nación soberana)’. (Lanctot, 2009, p. 96)
La visualidad del Estado sintetiza sus complejos procesos de gestación y construcción del poder, poniendo en escena un relato gentilicio basado en una pastoral doble: tradición mítica y modernidad jurídica, de esta forma la elite y el Estado reúnen en una sola esfera las dos piezas del derecho republicano: el suelo y la sangre y concentran las imágenes en eventos, ceremonias y lugares impresionantes y excesivos. Pero también en zonas de legitimidad de la vida cotidiana que no deben exponerse al vértigo de la modernización. La formación de la comunidad chilena, por ejemplo, acontece bajo una historiografía de guerreros cristianos mandatados a poner orden en la indeterminación, siguiendo a Carlos Ruiz (2003) podríamos decir:
[...] se visualiza al poder, su existencia, sólo cuando aparece ejerciéndose en formas impactantes y casi siempre incontestables, pero no se le aprecia en la marcha más regular, gradual, cotidiana en que, como sumatoria de diversos planos, ese poder se forma, reproduce y acrecienta. De ahí que parezca inderrotable y sus formas históricas como naturales. (2003, p. 9)
Un cambio de configuración de las prácticas y una administración distinta de los territorios, asociada con la representación y control de las poblaciones, desliza a las imágenes hacia una racionalidad visual que el ogro filantrópico −según Octavio Paz (1978)− diseña para darle sentido a la realidad. El material fijado por la fotografía traduce, traslada y transporta, una fracción de sujetos y cartografías, considerados excéntricos, hacia la inmunidad del lenguaje y los instrumentos de veridicción3. Desde la creación del archivo policial a la elaboración del atlas geográfico la densidad del rostro y el paisaje alcanzan un inédito registro; con la arquitectura pública y las ferias universales una prognosis estética define el espíritu del desarrollo deseado; el disciplinamiento corporal y los estilos decentes modelan a la ciudadanía patricia; la conciencia de una identidad individual que es extensión de un compromiso ecuménico fundamenta el discurso nacionalista. Los cuerpos buscan dejar constancia de su pertenencia en una visualidad autoreferencial y el Estado inventa procedimientos para colonizar los rostros con estereotipos de compasión e indecencia. Dar forma a una comunidad es labor de la policía y transformar las heterotopías de los múltiples pueblos en un relato unívoco es su política. Así, el príncipe −símbolo por excelencia del poder concentracionario− se convierte en un enmarañado modelo de organización donde máquinas, dramaturgia, lenguajes, clases sociales, escopía, individuos, agricultura e industria4 se juntan −de modo contradictorio y yuxtapuesto− a producir visualmente una nación. Convertir a la plebe en proyecto nacional, en todo caso, no era algo fácil de instalar:
Si la nación todavía no podía erigirse socialmente apelando a una ciudadanía ‘virtuosa’ e ilustrada (tarea que quedaría encomendada a los avances futuros de la educación, la inmigración europea y la difusión científica) podía al menos aglutinarse momentáneamente en torno a símbolos compartidos, que no diferían demasiado de los que habían cohesionado a la sociedad colonial. (Pinto & Valdivia, 2009, p. 161)
Las dificultades de un proceso de estas características se relacionan con la capacidad de lograr consensos duraderos y destinar un gran esfuerzo a unir hegemonía y visualidad. Aquello no se logró, pues las emergentes conciencias públicas de la emancipación política vinculadas al ideario proletario impugnaron la imagen del “roto” y el “soldado” como las únicas que servían de referencia a su situación. Mediante una alfabetización visual elaborada con retazos religiosos, técnicas caseras y doctrinas de la dignidad el llamado pueblo se enfrentó con la burocracia en una guerra de imágenes5. Esta confrontación puede ser entendida como el antecedente de las actuales culturas visuales donde conviven sin restricción, pero tampoco cruce, heterogéneas edades de militancias con excesos virtuales de simulacro, es decir una política que desarma el espacio y lo abandona a su pura especulación narrativa y efectismo comunicacional.
El Estado encontró en los huecos químicos de la luz, en la textura física de la placa y el papel, una serie de potencias escénicas que organizó dramáticamente. De esta forma, compaginó la calle y la vistió con una obligación social. Por ella circularían los cuerpos decentes dirigidos por una educación ciudadana del ademán, el gesto y el prestigio. Ocupar la calle y seguir las reglas de conducta eran parte del disciplinamiento de la subjetividad que comenzaba por el reconocimiento de los miembros de la elite. Ellos serían el modelo aurático que sacaría a los países del desierto y la indiada, las imágenes fotográficas reproducirían la pedagogía biopolítica proporcionada por damas y varones. Tener un rostro era ser propietario de algo que estaba más allá de la riqueza material.
A través del rostro se lee la humanidad del hombre y se impone con toda certeza la diferencia ínfima que distingue a uno de otro. (Le Breton, 2010, p. 119).
Es la trascendencia que emana del poder indecible lo que la fotografía debe mostrar, pero no citando energías inmateriales, sino cuerpos reales provistos de elegancia y autoridad para gobernarse a sí mismos. El príncipe se vuelve clase social. A fin de resaltar la distancia de los retratados muchos estudios fotográficos utilizaban ambientaciones especiales: castillos, edificios grecorromanos, torres medievales, bosquecitos, lagos o pequeñas villas que solemnizan al personaje en el ensueño de una vida privada auténtica y una honorable posición pública. Es una especie de legalidad ritual, pues aparecer en la fotografía indica el derecho a estar en la representación y la condición testamentaria de poseer un nombre heredable6.
El príncipe, entendido como una gubernamentalidad escópica, sería un conjunto de instituciones destinadas a clasificar, archivar, mostrar, observar y dirigir a las poblaciones mediante el uso de las tecnologías de visión, de controles fotográficos, de cartas culturales, de vigilancias subjetivas que en su conjunto, producen una visualidad secular y económica. De esta forma el espectáculo estatal (la ceremonia, la coronación, la investidura, el mando, el desfile, el matrimonio, las exequias) y su gestualidad dramática (protocolo, etiqueta, entrada y saludo) fomentan un vínculo entre emoción, recuerdo, saber y experiencia que se vuelve imagen política. En definitiva, se trata de lograr un acuerdo con los grupos sociales, en torno, a la forma visual de la ley, de los objetos y rostros que la comprenden, de los signos y los detalles que la obedecen.
El Estado, según esta perspectiva, se comporta como una racionalidad visual capaz de diseñar los lenguajes estético-políticos funcionales al poder moderno y a su fetiche discursivo: el ciudadano. Este, a su vez, libera a los individuos de la compartimentación clasista al colocarlos en la ortopedia de los derechos universales y a su vez justifica la clausura nihilista de la imagen al establecer que las cosas son así.
La visualidad es un acontecimiento clave en la constitución de un régimen soberano, pues lo hace aparecer en la cotidianeidad de los sujetos, lo fija a la imaginación a través de una dramaturgia que “queda convertida en réplica o manifestación de otro mundo” (Godalier, 1999, p. 19), lo impone en el territorio como si fuera una casa del tiempo. Estas cualidades promovidas por la política barroca son reconceptualizadas por el Estado latinoamericano que hace de ellas una justificación para la conquista de la naturaleza, la etnia y el género usando imágenes que someten nuestras creencias a criterios de visibilidad. Así, el barroco modula conceptos teológicos en espacios humanos y traduce a lenguaje político la iconografía cristiana de lo escatológico, es decir seculariza lo arcano para dar presencia a lo sensual, físico, exuberante y atraer la mirada de los otros exaltando lo trágico y cómico de los cuerpos, de ahí la importancia política que toman las ceremonias y fiestas.
Una nueva subjetividad se proclama cuya narrativa depende de la relación entre estética y política (Rojas, 2010). De acuerdo con lo expresado se verifica que el barroco hispano confecciona un dispositivo visual −compacto y múltiple− que impide el contacto del monarca con la realidad al rodearlo de imágenes que celebran su singularidad y extrañeza, su magnificencia y superioridad. Es un momento donde la estetización política comienza a tomar la forma moderna de una autoconciencia capaz de comprender los límites de la representación y administrarlos. Al decir de Diego Saavedra Fajardo: “Así ocultos han de ser los consejos y designios de los príncipes. Nadie ha de alcanzar adónde van encaminados” (2016 [1640]).
El tránsito desde la materialidad simbólica barroca a la escenificación burocrática moderna implica utilizar los elementos más especulares a fin de conseguir un efecto social de proximidad y tutela que haga sentir al pueblo la cercanía de una fuerza abstracta compuesta por miles de funcionarios, métodos y funciones. La transposición ideológica más importante es la visión dualista que se mantiene, siguiendo a Georges Dumézil (1988), entre mitra y varuna que traducidas a operaciones políticas modernas sintetizan una estructura de ideas, códigos y objetivos que distinguen el buen gobierno de la tiranía, el derecho de la mística, el ciudadano del lumpen, la soberanía de la sujeción. Así, el príncipe abandona la encarnación religiosa y vive la metamorfosis política de un Estado que inventa la soberanía para contaminar los cuerpos con su integrismo nacionalista.
La densa combinación que resulta de actualizar las visiones barrocas por medio de tecnologías de control produce un ojo vigilante corporativo que tiene la capacidad de extender su dominio por sobre la totalidad imaginaria y real del territorio. Antes del siglo XIX, como lo recuerda Eric Hobsbawm, no existía poder central con los recursos para cubrir y generar información del conjunto geográfico, en cambio ahora las imágenes detienen, descubren, abren y denuncian los lugares mezquinos de civilización, las salvajes épocas de la tierra y la imprudencia de seres sin letra ni vestido. La racionalidad visual transforma lo anodino en archivo, clasificación, fenotipo y lugar. En este plano la yuxtaposición entre barroco y modernidad viene a consagrar las funciones capitalistas del Estado en América Latina y no a ofrecernos una imagen alternativa del mismo, al respecto Bolívar Echeverría apunta:
Es decir, cuando se parte de constatar la existencia de lo maravilloso en la construcción del mundo barroco para sustancializarla enseguida como un rasgo propio de la naturaleza y la humanidad que se dan por estos lares (un rasgo en el que todos, especialmente los europeos racionalistas, suelen ser invitados a perderse), se traiciona lo más esencial de la vigencia de ese mundo, que es su artificialidad, su contingencia, su falta de naturalidad, precisamente. Se toma por un dato natural y se construye toda una epistemología sobre la factualidad del mismo, algo que no es un dato natural sino por el contrario una invención, un escenario creado para soportar la miseria, transfigurándola teatralmente en lujo, haciéndola maravillosa. (2000, p. 112).
Esa es la misión de la visualidad política del Estado, borrar la imposibilidad identitaria que ahoga los esfuerzos por alcanzar el progreso occidental e integrarse a la corriente racional de la riqueza prometida por el capitalismo gestionario.
La arquitectura narrativa reposa en la validación de tres elementos: la ley, la lengua y el territorio. Cada uno se interrelaciona con los demás hasta transformarse en una gruesa cuerda mitopoiética que amarra todo a la imagen de un Estado abstracto en sus fines, histórico en sus procedimientos y concreto en sus obligaciones. Sin duda el paisaje encarna ese artefacto jurídico y emotivo donde reside la potestad originaria, el verbo común y la memoria colectiva. Por lo mismo, los esfuerzos políticos y pedagógicos por hacer del paisaje el texto indiscutible de la nacionalidad estarán en la base de la estetización del príncipe corporativo. En América Latina la preocupación por los imaginarios nacionales va a exigir que la pintura y la literatura, tramen imágenes devotas de la geografía para justificar la propiedad como herencia divina y estatal.
La territorialidad física debió ser desplazada por la territorialidad sentimental. Y en este proceso de transformación de la naturaleza a paisaje, la obra de artistas como Rugendas se hará más que necesaria y tendrá como consecuencia, entre otras cosas, el cambio de la noción territorial de Chile de finis terrae imperial a, en conceptos de su himno nacional, la ‘copia feliz del Edén’ republicano, proceso que implicaba el cambio de la asociación que se hacía de Chile con la derrota, violencia, pobreza y precariedad durante todo el periodo colonial, para transformarse en el ideal republicano de la estabilidad, el orden y el progreso. (Vergara, 2009, p. 146).
Al subsidiar con un discurso amoroso al paisaje se le permitía ingresar en una lengua exclusiva, sólo hablada por quienes tenían la educación para pronunciarla. La escritura y la fotografía volvían las tierras anónimas en fronteras fantásticas que la aventura civilizatoria debía conquistar. El vacío del desierto, la indiferencia del llano, la penumbra de la selva, la bondad de la costa eran ejercicios de antropologización fundamentales para lograr establecer una soberanía melodramática que −cuando fuera necesario− permitiera a miles de hombres ser movilizados a la guerra. Así, la imagen duradera y justa de un paisaje normalizado por la ley es la figura del guerrero, protector de lo insondable, auxilio de una clase que necesita convertir el suelo en bien personal.
Uniendo la familia, el territorio y la milicia las fotografías formaron un espacio de mirada didáctica que se diseminó en textos escolares, periódicos, colecciones, museos, postales, etc. El cine de registro −después− incluyó la modernización urbana, el pueblo-ciudadano, la producción, la ciudad y los vehículos como la alegoría garantista de una comunidad del ser en común (Nancy, 2000).
La búsqueda de un lugar visual permitió a quienes administraban el Estado, definían la cultura y proponían la vida cotidiana hallar en las imágenes una visión de sí mismos, obtener los argumentos históricos de una trascendencia derivada de: “una mentalidad objetivada en una determinada práctica institucional” (Barros & Vergara, 1978, p. 23). Una de las cuestiones fundamentales que se refuerza con este proceso es la idea de la ascendencia moral, la justificación de una superioridad inefable que permitía tener el monopolio estatal y entenderlo como un derecho natural originario. Definir este principio, celebrar su consistencia y poderío, trasmitirlo al resto de la sociedad fue una de las tareas de la novedosa cultura visual que hemos mencionado.
La aparición de artefactos de ilusión dominó el escenario cultural decimonónico y generó una nueva relación material con el cuerpo y la subjetividad, ampliando los lenguajes de la representación y dando al poder un glosario figuracional hasta ese momento desconocido. Los gestos de distinción, las señales de prestigio, el entusiasmo patriótico, la validación de modas y fiestas junto con las figuras militares, políticas y artísticas fueron consignadas como prebendas de un gobierno justo e incuestionable.
El Estado impuso renovados sistemas de circulación de las imágenes, dando prioridad a los elementos científicos, policiales y archivísticos. De esta forma el paisaje, el espacio y las tipologías biológicas pasaron de ser espectrales a convertirse en demarcaciones nítidas y diferenciadas entre quienes eran portadores del triunfo de un occidente colonial y quienes representaban un resto antropológico de funcional utilidad económica. El príncipe transformado en una máquina semiótica ordenaba por la vía de los planos, las colecciones, los caminos, las estatuas, las pinturas o las fotografías los diversos estereotipos que la hegemonía establecía como pathos e hybris. El príncipe dejaba de ser un retrato aurático y una personificación divina de la voluntad, pues ahora se desplegaba como mecanismo, topografía, diseño y control, gracias a una visualidad administrativa que absorbe los dispositivos de seguridad barrocos y los convierte en reglas de identidad ciudadana. El espectáculo no es, en este caso, sólo la ligera diversión del soberano, sino la intermediación −casi genealógica− entre subjetividad y Estado. La visualidad va ser la manera de coaptar −institucionalmente− el peligro que implica el deseo de visibilidad de los oprimidos por la historia. Así, la ciudad es convertida en una teatrología de tiempo, encuadre, distancia y proximidad para controlar el flujo de los invisibles y, a la vez, mostrar los nuevos carteles del príncipe modernista y su jerga estatal.
De acuerdo con lo anterior, lo visual controla los tránsitos de los individuos porque fija la imagen a una microfísica que sirve de reconocimiento y control. El Estado es una antropología honorífica donde se diferencian los normales de los anómalos, pero sobre todo introduce una cultura escópica en la vida cotidiana, de este modo los lugares de convivencia y sociabilidad siempre están relacionados con máquinas de visión, con ojos soberanos, con vigilantes espectrales. El diagrama de la urbe se ornamenta con los signos de una época de ciencias y saberes normativos, la luz solar (principio de devoción y naturaleza) cede al glamour voyeurista de la luz eléctrica, ejemplo indiscutible, del ojo soberano que mira desde el centro cívico la rutina productiva de los habitantes. Los personajes de borde, diferencia o locura pasan a registros y documentos visuales donde pueden ser observados ritualmente, como va ocurrir con los museos humanos o los archivos psiquiátricos.
En suma, la yuxtaposición de silabarios visuales que el siglo XIX utilizó para dar fisonomía próspera a la modernización del Estado, implicó la reconceptualización de la iconografía barroca en el interior de un mundo de máquinas de control y producción de identidad. Este proceso generó rupturas y también una continuidad específica, los dones del príncipe cristiano, sus atributos y desmesuras no fueron borrados por la tecnocracia gubernamental, sino incorporados a un gobierno de lo sensible que hizo de las imágenes su mayor elocuencia.
La cultura visual del siglo XIX fue una compleja trama de operaciones, estrategias, prácticas y diseños que inventaron una dramaturgia del poder. A través de diferentes fórmulas se dieron lugar a las presencias y las sombras de quienes portaban el retrato de lo nacional: la ostentación masculina de una oligarquía confesional que se vistió con la modernidad económica y la tradición cristiana; la modulación disciplinaria del cuerpo femenino y su orden encantado, en oposición, a la virulencia emocional del pueblo inconcluso; la ciudad ornamental testigo del triunfo capitalista que acogió las industrias y las creencias del futuro; la textura invisible del Estado que transformó al príncipe en una política de la mirada destinada a controlar lo cotidiano y subjetivo.
http://revistachasqui.org/index.php/chasqui/article/view/2915/2989 (pdf)