Editorial
En las sociedades avanzadas, en las llamadas sociedades de la información o del conocimiento, la lógica de dominio patriarcal es más que notoria y todavía patente; si bien, como es constatable, dicha desigualdad arraigada en la ideología sexista deriva cada vez menos del sistema de división social del trabajo, en función de las nuevas formas de definición o marcadores de las creencias, valores y normas compartidas que divulgan los medios convencionales de difusión y las nuevas redes de interacción social expandida. Desde la crítica del movimiento feminista, a partir de la década de los sesenta del pasado siglo XX, con la revolución de la mujer sabemos que la mediación social ejercida por la comunicación pública moderna es uno de los procesos más determinantes en la producción de las ideologías de género, al orientar las actitudes y los patrones axiológicos de las personas hacia una manera concreta de entender y valorar el mundo, proporcionando el marco de interpretación y el sentido con el que representar los acontecimientos y fenómenos de la vida social. El problema de los estereotipos constituye, de hecho, una cuestión central en la comprensión de las formas modernas de construcción de la opinión pública desde la segunda mitad del siglo XX. Las definiciones de lo masculino y lo femenino, las asignaciones de roles, normas y conductas individuales entre hombres y mujeres, y las diferentes minorías sexuales, han sido paulatinamente centralizadas por los medios de comunicación en lugar de otras instituciones tradicionales que históricamente habían venido ejerciendo esta función social de reproducción; siendo el discurso publicitario el paradigma dominante en la construcción arquetípica de la masculinidad y feminidad de nuestro tiempo, pese a los innegables progresos en el reconocimiento por las políticas públicas y la propia sociedad civil. No obstante, el campo académico, en especial en nuestra región, apenas ha avanzado en un discurso, una práctica y cultura de investigación que trasciendan los modelos normativos al uso que vienen prevaleciendo en la academia desde hace siglos. Por lo general, han dominado en la investigación comunicológica latina las concepciones esencialistas, biológicas o psicosociales, en la descripción y diferenciación de las conductas de género y los modos de comunicación social, en virtud de los supuestos rasgos esenciales de la naturaleza diferencial de hombres y mujeres. El problema de la representación dual de los sexos, y la ideología a ella asociada, forma parte de una metafísica sublimada como sentido común por las representaciones de los medios, de la que la investigación apenas ha sido consciente −a nivel micro, e incluso menos desde el punto de vista de las agendas, políticas y representaciónpatriarcal de la mujer por el propio sistema de ciencia y tecnología.
Como en otros ámbitos específicos de la investigación, los estudios de género se han centrado en diferentes niveles de análisis. A nivel macro, se han destacado los factores de determinación de la producción informativa y cultural, y las inercias institucionales que gobiernan política, económica e ideológicamente los medios y la producción de los imaginarios en relación a la variable género, configurando un sistema de creencias y representaciones sociales ampliamente aceptados y naturalizados por los procesos de legitimación histórica de las formas de división sexual del trabajo. Así, en las industrias culturales, la mujer aparece subordinada al ideal masculino, jerarquizando culturalmente la feminidad con atributos como la pasividad, la sumisión, la sensualidad o la abnegación. Mientras que, a nivel micro, los estudios culturales han favorecido un enfoque etnográfico, centrado en los procesos de recepción de las revistas, publicaciones y textos de la cultura de masas en la construcción de las identidades que maticen o complementan esta lectura estructural.
No procede hacer aquí un balance y descripción detallada de las líneas y aportes que se han venido conformando en las últimas décadas a este respecto, pero sí al menos constatar cómo paulatinamente la Comunicología ha venido reconociendo el sexismo como un problema, y por tanto como un objeto de conocimiento, asumiendo muchas de las tesis de la teoría y movimiento feminista. Así, en la literatura del campo se reconoce y valida como tesis de partida que, desde el origen, la comunicación pública moderna ha representado a la mujer como un ser sometido, por su supuesta natural predisposición y “tendencia” a asimilar, culturalmente, los patrones de discriminación sexual patriarcales. La retórica sexista de la industria del espectáculo, con la implantación de la nueva norma de consumo de masas, validaría de este modo, simbólicamente, la estructura social del patriarcado como modelo dominante en las representaciones producidas por el sistema informativo. Cuando la representación doméstica de la mujer y la cultura del consumo iguala los roles sociales entre géneros, esta evita plantear las desigualdades reales y manifiestas en la esfera de la producción.
Los medios promueven así, aún hoy, una lógica destinada a dar coherencia y funcionalidad al sistema económico transnacional reforzando una representa- ción estereotipada sobre los roles de la mujer. A saber.
Investigadoras como Michèle Mattelart critican por lo mismo, con razón, la opresiva cultura patriarcal e imperialista de la cultura transnacional como una forma de reificación ideológica de la identidad femenina, basada en el mito del consumo, divulgada por la cultura de los relatos pseudoamorosos y tradicionales de géneros como las telenovelas −hoy consideradas un medio de expresión y liberación de la audiencia a través, según Fiske, del placer y del juego semiótico transferido en la narrativa audiovisual televisiva. En su estudio de las revistas femeninas en América Latina, Santa Cruz y Erazo demuestran que estas revistas construyen un modelo de mujer que se proyecta exteriormente desde el sistema de comunicación transnacional, para así arraigar en la producción de las identidades y en los sectores de clase media urbana a partir de esquemas valorativos basados en una concepción idealista de las relaciones sociales entre géneros. Ambas investigadoras demostraron, en pleno auge del neoliberalismo, que la publicidad tiende a explotar los atributos femeninos estereotipando −como es habitual por otra parte en la logosfera informativa− la representación mediática de género en torno a valores como la juventud, el sexo, el refinamiento o la seducción. Todos los análisis empíricos que se vienen aplicando en diferentes contextos y culturas de América Latina demuestran, en la misma línea, que la representación estereotipada de la mujer en los medios dominantes de la región tiende a reforzar los roles y funciones reproductoras de género al prevalecer una imagen de la misma como consumidora, como responsable de la socialización y educación infantil, como objeto y señuelo de los productos de consumo o como fuerza de trabajo descualificada. Así, a la mujer como modelo-objeto, estereotipado por el sistema ideológico transnacional y la cultura del patriarcado, se le asocian por norma atributos arquetípicos de la feminidad: la juventud, la belleza, la elegancia y la sofisticación dependiente, propios de una identidad alienada. En otras palabras, la investigación aplicada en el continente comprueba que el modelo de feminidad es sobre determinado por los parámetros e ideología del sistema dominante de definición de géneros, de acuerdo a dos encierros o encapsulamientos culturales: uno, luminoso y futurista; el otro, empeñoso y tradicional.
En las publicaciones femeninas se impone lo que Michèle Mattelart ha dado en llamar “economía del corazón”; delimitada por lo privado y doméstico en torno a lo que se asocia lo mágico (horóscopos), lo íntimo (sexualidad), las funciones reproductivas (maternidad), así como los sentimientos, la fantasía y el eterno retorno de la felicidad en pareja. Esta particular economía política del deseo, que domina desde el discurso publicitario el conjunto de la oferta o dieta mediática, viene permeando así la ideología dominante de la tradicional división sexual del trabajo con el juego y proyección de la mujer en los medios como reclamo seductor, forjando una representación sexualizada de lo femenino en la cultura del consumo, identificada como habitualmente es la mujer con lo instintivo y la fuerza de la naturaleza. De esta lógica no está exenta la mujer moderna. La publicidad, ciertamente, ha remplazado como arquetipo la imagen de la “mujer tradicional”, identificada con el ama de casa, por una concepción de la mujer trabajadora y sujeto-objeto de consumo, en cuanto modelo femenino transnacional. Pero ello ha sido posible a costa de procurar una proyección idealizada sobre la actividad productiva de los personajes femeninos, despojada de la vivencia y las relaciones concretas de producción. Bien es cierto que con la revolución conservadora en la región ha tenido lugar un serio cuestionamiento de estas tesis. En el debate sobre la función reproductiva o, por el contrario, emancipadora de la televisión y los melodramas, los estudios culturales han venido rebatiendo a finales del pasado siglo la idea generalizada entre las teóricas feministas sobre el papel alienante de las telenovelas en la reproducción de los roles sexistas. Mucha de la literatura especializada en la región ha replicado la idea de Ellen Brown, según la cual el modo en que la cultura oral de las mujeres utiliza en sus redes de conversación el discurso de los melodramas televisivos puede operar como un factor motriz de cambio social, contribuyendo a la asunción de un discurso femenino distinto, mediante el replanteamiento de su papel como mujer y la puesta en práctica de estrategias de resistencia en busca de la hegemonía de la esfera doméstica. En su investigación etnográfica sobre las soap operas australianas, Brown llega a la conclusión de que estas series televisivas son productos culturales utilizados para la conversación con las que generar nuevas prácticas alternativas en la vida cotidiana, merced a la comunicación, al establecimiento de espacios exclusivos, al conocimiento estratégico y a la derogación de los controles normativos. El problema es que tales lecturas tienden a incidir contra las tesis, validadas por la investigación, del movimiento feminista en la región, objetivo por cierto del conservadurismo de Reagan a Menem o Salinas de Gortari, durante el periodo especial de ataque a la crítica antagonista que se formulara desde el pensamiento de la liberación en América Latina. Así, tal y como denunciara Susan Faludi en “Reacción. La guerra no declarada contra la mujer moderna” para el caso de Estados Unidos, las fundaciones y fuerzas contrarrevolucionarias han venido socavando los avances en la agenda de investigación de una crítica fundada del modelo tradicional de mediación en favor del giro culturalista y positivo del enfoque micrológico, por cierto, desde los años noventa dominante en la mayoría de losestudios del campo en la región.
La estructura de la división sexual del trabajo y su proyección en las representaciones dominantes dentro de los medios vino de este modo a reforzar una lógica cultural reaccionaria, inspirada en sus orígenes por la fuerza y tradición de la ideología sexista. Desde entonces, las definiciones sociales del sexo que han producido los medios de información conforman sistemas de creencias, valores, estereotipos y normas de conducta sexual que reflejan férreamente las condiciones históricas de producción y división sexual del trabajo en países como Chile, llegando a impedir derechos fundamentales como la Ley del Aborto, cuando no la justificación de un dominio injustificable en pleno siglo XXI. Cabe por ello preguntarse cuál es el papel de la investigación en comunicación en sociedades con un profundo malestar desde el punto de vista de la igualdad entre hombres y mujeres. Esto porque reconocemos que los medios de información son una institución cultural decisiva, dada su centralidad, en la definición de las ideologías y los discursos públicos en las relaciones entre sexos, al naturalizar los estereotipos de género y la supuesta universalidad de las normas de comportamiento sexual a través de los relatos periodísticos y las representaciones ficticias de lo social. Más aún, cuál es la función de la práctica teórica en una cultura sexista que, al menos a día de hoy, sigue sosteniendo una notoria desigualdad entre el propio cognitariado. ¿Qué cultura de investigación y agendas han de ser atendidas por el campo comunicológico cuando emergen en América Latina movimientos que reivindican la diversidad sexual, minorías olvidadas, obliteradas por el sistema de ciencia y tecnología, que hoy son emergentes y reivindican no solo la voz sino otro modelo de representación pública de la diversidad sexual? ¿Cómo asumir, en fin, la revolución feminista para una teoría y práctica de la investigación en comunicación que politice la vida doméstica?, una práctica que sea consciente −como sugiere Silvia Federici− sobre las relaciones entre géneros, asumiendo el problema de la diversidad y la diferencia no en términos de objeto de conocimiento sino más bien como un problema de política de la vida en común, como un proyecto de transformación del ser y las imágenes del cuerpo y de los sujetos que la economía del corazón ha impuesto, con mayor virulencia con el proceso de mercantilización de la industria cultural experimentado a partir de la contrarreforma neoliberal.
Este número monográfico de Chasqui quiere ser un modesto ejercicio exploratorio con el que confrontar estas y otras muchas preguntas para contribuir a un proceso de cambio de la Comunicología desde diferentes niveles de análisis y en relación a varios componentes comunicativos. El abordaje pormenorizado de la mediación informativa depende, a este respecto, de la capacidad de integración de cada una de las variables comprendidas en tales niveles y elementos de la interacción comunicativa concreta. Para ello es preciso una visión totalizante; y, si cabe, aprender de las emergencias sociológicas que se observan a lo largo y ancho de América Latina y el Caribe del movimiento de mujeres, los colectivos LGTBI y minorías que afirman una forma de habitaren común en el mundo desde la diversidad y la diferencia, sin renunciar a una política de la representación propia que, hoy por hoy, los medios mainstream y, sobre todo, la academia eluden por falta de reflexividad y por renuncia a toda responsabilidad en su función mediadora como intelectuales orgánicos. Esperemos por lo mismo, con las contribuciones de este número, abrir unaventana para explorar otras posibilidades del campo.