Resumen: El artículo presenta una reflexión en torno al concepto de la Marca País desde una visión crítica, apelando para ello a una revisión de tipo teórico-documental, encaminada a establecer sus principales elementos definitorios y distintivos en el enmarcado de su desarrollo e implementación técnica, sin descontar la especifidad de su naturaleza como entidad semiótica a la luz del campo de la comunicación y la cultura. Sobre la base de este planteamiento, se propone un breve ejercicio de análisis a cuyo amparo se examinan sus potencialidades, alcances, limitaciones e inclusive distorsiones desde el prisma de la filosofía del Buen Vivir tomando como contexto de aplicación concreto el caso de América Latina y el Caribe.
Palabras clave:imagen simbólica del Estadoimagen simbólica del Estado,óptimos identitariosóptimos identitarios,experiencia de marcaexperiencia de marca,semiocapitalismosemiocapitalismo,comunicación contrahegemónicacomunicación contrahegemónica,desarrollo humanodesarrollo humano.
Abstract: The article presents an analysis on the concept of Country Brand from a critical perspective, resorting to revision of a theoretical and documentary sort, aimed at establishing its key defining and distinctive elements backgrounded by its development and technical implementation, considering the specificity of its nature as a semiotic entity in the field of communication and culture. On this grounds, a brief analysis is proposed, under which its potentialities, scope, limitations and even distortions from the perspective of the “Well Living” philosophy are examined, taking as scope of application the case of Latin America and the Caribbean.
Keywords: symbolic image of the state, optimal identities, brand experience, semio-capitalism, counterhegemonic communication, human development.
Resumo: O artigo propõe uma reflexão em torno do conceito de Marca País desde uma perspectiva crítica. Por meio de uma revisão teórica e documental, o autor estabelece os principais elementos que definem e distinguem o conceito circunscrevendo seu desenvolvimento e implementação técnica, sem descuidar a especificidade de sua natureza semiótica e inserção no campo da comunicação e da cultura. A partir dessa aproximação se empreende um breve exercício de análise sob o qual são examinados as potencialidades, alcances, limitações e incluso distorções do conceito Marca País quando interpretado sob a ótica da filosofia do Bem Viver e de sua aplicação concreta ao contexto latinoamericano e caribenho.
Palavras-chave: imagem simbólica do Estado, ótimos identitários, experiência de marca, semiocapitalismo, comunicação contra-hegemônica e desenvolvimento humano.
Monográfico
Marca País: una mirada crítica para América Latina inspirada en la filosofía del Buen Vivir
Country Brand: a critical reading for Latin America inspired by the philosophy of Well Living
Marca País: um olhar crítico para a América Latina inspirado na filosofia do Bem Viver
La temática de este ensayo se inscribe en una discusión crítica del concepto Marca País como herramienta estratégica orientada al posicionamiento de los estados en el escenario internacional adhiriendo el discurso legitimador de la economía capitalista globalizada, lo que en modo alguno hace mella en su condición de constructo simbólico discursivo que refiere al imaginario de un territorio-lugar en tanto objeto de representación, divulgación y consumo.
Desde este punto de partida se ofrece una lectura que, sin pasar por inadvertidos los aspectos que han signado la creación de la Marca País, universalizada en su aplicación merced campañas de autopromoción desarrolladas con base en estrategias de comunicación e identidad dirigidas a públicos internos y foráneos, trata de explorar las posibilidades de encontrar en ella un paradigma alternativo, inclusive contrahegemónico. A tales efectos, esgrime como punta de lanza la filosofía del Buen Vivir, la cual ha ganado calado e importancia en América Latina y el Caribe, de donde es autóctona, hasta el punto de adquirir la categoría de proyecto político-social consagrado en las Constituciones nacionales de Ecuador (2008) y Bolivia (2009), haciéndose presente también en el discurso de gestión del gobierno de Venezuela.
En aras de alcanzar este objetivo, se empleó una metodología fundada en una revisión bibliográfica-documental que permitiera, en principio, deslindar las nociones de Marca País y Buen Vivir en sus elementos característicos y definitorios, para luego articularlas y contrastarlas al abrigo de una perspectiva analítica abarcadora.
Obedeciendo a este propósito, el texto se distribuye en cuatro apartados: en el primero se aborda el término Marca País, encuadrándolo en su talante eminentemente comercial, aunque estableciendo sus afinidades con conceptos inherentes al ámbito de las Relaciones Internacionales y la política exterior; en el segundo segmento se brinda una mirada de la Marca País en tanto entidad semiótica incrustada en el modo de producción-consumo denominado semiocapitalismo (Caro, 2011), al tiempo que se puntualizan algunos de los cuestionamientos que se le han formulado, siendo su sesgo economicista quizás el más contundente; en el tercer bloque se hace inmersión en la noción del Buen Vivir, delineándola concretamente en el contexto latinoamericano tras el arribo de la “Revolución institucional” en la década de 2000, desde donde se visualizan las condiciones de posibilidad de sus aportes tratándose de los proyectos nacionales de Marca País, para nada exentos de desviaciones como producto de la convivencia de dinámicas hegemónicas y contrahegemónicas dentro de las prácticas discursivas; finalmente, en la cuarta sección se plantean las conclusiones.
Con todo, el texto se enfila a argumentar cómo el discurso del Buen Vivir ha fungido cual dispositivo de poder y de encuadramiento retórico para encubrir las prácticas económicas extractivistas de los llamados gobiernos “progresistas” o “posneoliberales” en América Latina, reiterándose como un lema vacío y/o carente de sentido (Žižek, 1992 y 1994), al cobijo de imaginarios de nación configurados y reproducidos desde las instancias oficiales a través de la Marca País trocada en Marca Gobierno.
En el tránsito de los siglos XX al XXI, los Estados nacionales han venido incursionado en el diseño de estrategias de exposición y promoción de su imagen con el fin de lograr, por partida doble, el reconocimiento y la inserción en el seno de la comunidad internacional, de conformidad con las reglas de juego establecidas por el capitalismo global. No en vano, bien podría decirse que han comenzado a responder a las características propias de las marcas (de Vicente, 2004), pudiendo ser producidos, gestionados, evaluados, comunicados y consumidos como tales (Aronczyk, 2007), dando lugar, entre otras variaciones y expresiones, al desarrollo y la implementación de la denominada Marca País.
De acuerdo con lo acuñado por Valls (1992), la noción de Marca País alude a la identificación de una denominación geográfica concreta en la mente de los públicos −reales o potenciales: consumidores, inversionistas y sociedad en general−, concibiéndose como un instrumento al servicio del desarrollo nacional merced el despliegue de iniciativas destinadas al impulso de las exportaciones, la industria turística, la inversión extranjera directa, el comercio exterior (Anholt, 2003), e inclusive la atracción de talento humano −estudiantes de educación superior y empleados calificados− (Echeverry, Estay-Niculcar & Rosker, 2012). Para ello apela al uso del marketing estratégico, de tal modo de apuntalar la percepción de los productos nacionales −vale decir el “efecto del país de origen” (Papadoplous & Heslop, 2002)−, así como el atractivo del lugar o la marca de destino (Kotler, Haider & Rein, 1993; Kotler & Gertner, 2002), de donde decanta el concepto de promoción del país (NATION BRANDING).
Se parte de la premisa de que la Marca País constituye una forma de conseguir un posicionamiento positivo y diferenciado del estado-nación frente a los actores del sistema internacional más allá de los postulados básicos de la política exterior, al tamiz de una visión que apunta a la promoción del interés nacional mediante la construcción de identidad (Lara, 2016). En este sentido, cada Estado selecciona óptimos identitarios (Avendaño, 2013), a través de los cuales exalta determinados valores y atributos que lo definen y lo distinguen de otros Estados, a tenor de un proceso ideacional monopolizado casi siempre por las élites políticas, y comunicado mediante discursos que impactan sobre el campo de los signos y los significados intersubjetivos.
Desde esta óptica, la idea de Marca País puede llegar al extremo de minimizarse a la condición de signo identificador gráfico creado por los gobiernos nacionales con el fin de marcar (firmar) los bienes de cualquier género asociados al perfil estratégico del país: el patrimonio cultural y natural, los productos, servicios y actividades jerarquizados y distintivos (Lara, 2016). No obstante, a la luz de la disciplina de las Relaciones Internacionales, la categoría Marca País ha encontrando empalme teórico con los conceptos del poder blando −soft power (Nye, 1990)−, el poder inteligente −smart power (Nye, 2006)−, la diplomacia pública (Manheim, 1994) y el cosmopolitismo (Villanueva, 2012), introduciendo una nueva dinámica en el juego político con base en un capital de naturaleza intangible, social y relacional (Arquilla & Ronfeldt, 2001), vehiculizado principalmente a través de la articulación de redes de información y conocimiento.
De tal suerte, bajo los auspicios de la sociedad posmaterialista, se privilegia el ejercicio de una autoridad moral −capacidades de atracción, influencia y persuasión−, haciendo de la percepción y la legitimidad componentes esenciales del poder en todos los contextos de la acción internacional de los Estados (Saavedra, 2012).
La Marca País ha devenido, pues, en un activo estatal para rivalizar en el ámbito geopolítico, apostándose así por superar las modalidades tradicionales del poder nacional o poder duro −hard power− fundado en el tamaño territorial, la fuerza militar o la potencialidad económica, en aras de mejorar la competitividad de la nación, cuando no modificar o potenciar la reputación de esta en la comunidad mundial, además de crear vínculos emocionales con los ciudadanos del propio país o del exterior (Junevičius & Puidokas, 2015).
No se incurre en una exageración entonces el aseverar que, en un entorno en el que las imágenes de los países se mueven bosquejando un mapping de posicionamiento en la escena internacional, la gestión proactiva de la marca de Estado constituye una preocupación fundamental de la política postmoderna (van Ham, 2001). He allí el motivo por el que los gobiernos se involucran cada vez más en actividades destinadas a la configuración de una determinada identidad del Estado con un perfil político concreto, en medio de parámetros de gobernabilidad casi idénticos: fortaleza de la democracia, transparencia, justicia, respeto por los derechos humanos, medioambiente, seguridad pública e instituciones de la sociedad civil, ayuda humanitaria, multilateralismo, cooperación y gobernanza global, sin menoscabo de condiciones sociales o económicas que puedan significar una potencialidad o un riesgo, por ejemplo, estabilidad macroeconómica.
Este panorama ha obligado a las instancias estatales a convertirse en entidades comunicantes eficientes (Avendaño, 2013), de donde se ha seguido un mayor control sobre los mensajes y los elementos identitarios proyectados hacia el entorno internacional, mediando la habilidad para generar estrategias y acciones concretas de corte comunicacional orientadas a alcanzar a diversos segmentos de públicos a la sombra de un fenómeno de branding expansivo. Se entiende aquí la Marca País como una entidad semiótica ligada a una acepción geográfica que, como tal, abarca una vasta red de sentidos (Andreuicci Cury, 2015). Precisamente, este aspecto se ampliará en el próximo apartado.
La reinvención y la resignificación de la “imagen simbólica del Estado” (Lara, 2016) ha comportado para los países insertarse en un mundo globalizado desde un proceso de institución social imaginaria que naturaliza el constructo social de la Marca País, asignándole la importancia de una política pública abocada a generar asociaciones positivas ante diferentes destinatarios, al amparo de un signo portador de valor convertido en un objeto de consumo y de deseo a través del juego de imágenes e imaginarios que produce.
Al decir de San Nicolás Romera (2004), el manto de la marca sirve de dispositivo comunicativo y, a la vez, de resorte de sentido que remite a formas de representación simbólica de los países, siendo estos vislumbrados como instancias enunciativas que habilitan una conexión afectiva entre su materialidad y sus interlocutores (Andreuicci Cury, 2015).
En tanto brandificación de un territorio, bien puede afirmarse que el proceso de diseño e implementación de la Marca País apunta a una actividad de producción semiótica −que no material− conforme la cual tiene lugar la creación de un discurso organizado en torno a una experiencia susceptible de comercialización, acceso y consumo. En consecuencia, no se trata tanto de reflejar lo que efectivamente se encuentra presente en un área geográfica específica, sino más bien de que esta haga las veces de soporte de un imaginario de marca asimilado al sistema de los bienes culturales (Vidal, 2014).
Así, a partir de la totalidad de sus manifestaciones, integradas en variadas modalidades de textualización que incluyen las esferas de la comunicación publicitaria y periodística, además de los puntos de contacto con los públicos, la Marca País genera una interfaz de producción de significado en cuanto expresión semiolingüística vuelta sobre una estrategia de circulación de signos/mercancías dentro del denominado semiocapitalismo (Caro, 2011). En este encuadre, la Marca País se inscribe en el movimiento expansivo experimentado por el concepto mismo de marca, tendencia que ha terminado por desbordar el ámbito empresarial para abarcar todo género de entidad individual o colectiva dotada de presencia pública a la que se le puede realizar una acción de gestión de atributos de identidad (Capriotti, 2009). Después de todo, lo que acaba valiendo no es el producto sino el nombre y las representaciones aspiracionales que este desata −mercantilización de lo intangible−, siempre y cuando se sepa, y se pueda poner en circulación comunicacional, algún valor (Santamarina, 2002).
He aquí la evolución de la marca-función a la marca-emoción (Vidal, 2014), apelando para ello a la elaboración de relatos simbólicos que, entretejidos en la urdimbre sociocultural de emisores y destinatarios, configuran signos de identidad a nivel interno y externo, reproducidos a través del discurso inoculado en campañas de autopromoción −imágenes gráficas y/o audiovisuales− que les permiten a los países destacarse en el “supermercado de la economía global”, aunque incurriendo, en no pocas ocasiones, en un efecto de bonsainización (Seisdedos, 2006). Se alude en este recodo a la reducción de la Marca País a una expresión meramente promocional, en la que convergen diseños y creatividades miméticas que commoditizan argumentos (eslóganes) e incluso imágenes (logotipos), fagocitados una y otra vez, pese a la paradoja que supone la justificación de proyectos de marca en función de la búsqueda de una “personalidad propia” para un territorio.
Sobre esta base, no son pocas las consideraciones de índole crítica que rodean al concepto.
En principio, suscribiendo a Andreucci Cury (2011), la complejidad simbólica de un país está relacionada con diferentes aspectos socioculturales que se imbrican, se influencian, se potencian y se parametrizan unos con otros, razón por la cual resulta cuestionable que trate de “etiquetarse” o “comprimirse” su identidad a un producto comercial. Por otro lado, las realidades de los países generalmente suelen ser muy diferentes a las difundidas a escala internacional, con el agravante de que se encuentran en constante evolución, de donde se sigue un bajo nivel de control en cualquier estrategia de Marca País (Lara, 2016).
Otro flanco sensible para el concepto surge de su ligazón con el poder blando (soft power), considerado por Torres (2005) como una respuesta a la necesidad de perpetuación de la hegemonía norteamericana en el sistema internacional. Desde este ángulo, la Marca País alberga un excesivo optimismo en el atractivo de los códigos culturales y el modelo de organización política, económica y social de occidente −liderado por los Estados Unidos−, lo que puede hacerla efectiva en países que históricamente han formado parte de esta tradición, pero no necesariamente en aquellos que no comparten el mismo tronco civilizacional.
De tal suerte, lo que en determinados lugares del planeta llega a ser contemplado como una genuina expresión de modernidad y progreso, en otros lugares, con creencias religiosas diferentes y un acusado contraste económico y social, puede ser percibido como una fuente de degradación moral y una amenaza hacia la propia identidad, rechazándose y combatiéndose, que no imitadándose: el poder blando se revela contraproducente, volviéndose un contrapoder (Gitlin, 2003).
Pero quizás el punto más discutible de la Marca País reside en la visión estrictamente realista y economicista que la inspira, la cual remite a una concepción ideológica concreta del sistema internacional asimilado a un mercado competitivo (Sutton, 1989), con apalancamiento en la lógica del desarrollo de base material −que es parte de la herencia cultural de la Modernidad europea (Gudynas, 2011) y, por tanto, colonial (Acosta, 2015)−, atado a su vez a los patrones de producción, consumo y crecimiento económico; la identificación del interés nacional con la promoción foránea de las empresas; la mejora del clima de inversión; el incremento de las exportaciones y la ventaja competitiva (Millán, 2013).
Desde esta construcción hegemónica se invisibilizan las expresiones culturales y las experiencias históricas situadas en la “periferia del mundo” −consideradas salvajes, subalternas, inferiores, primitivas, retrasadas y premodernas−, generándose una visión del tiempo lineal y evolutiva guiada en una sola dirección y con un solo sentido bajo un régimen ideacional y de representación que articula prácticas y significaciones: los países desarrollados, occidentales e industrializados como “modelo” social e institucional a seguir −democracia liberal, economía de libre mercado y ética de la eficiencia (Hinkelammert, 2002)−, sin descontar una racionalidad antropocéntrica e instrumental aparejada al dominio y el uso de la naturaleza en tanto objeto a ser aprovechado gracias al avance de la ciencia y la tecnología (Cruz, 2014).
Como correlato, la ciudadanía global (nacionales y extranjeros) se percibe estrictamente en calidad de consumidora o cliente que dispone de una determinada renta con la que puede satisfacer necesidades y deseos sirviéndose de los mecanismos de mercado. De esta forma, el interés de los creadores de la Marca País consiste en identificar a agentes económicos con capacidad de consumir, que no ciudadanos dotados para el ejercicio de derechos, abriendo una ventana para profundizar en los procesos de “mercantilización” de las sociedades humanas.
Esta inclinación hacia la dimensión económica pareciera refrendarse nada más observar con detenimiento a los actores involucrados en la formulación, la construcción y la permanencia de las estrategias de Marca País, en su mayoría think tanks y firmas consultoras expertas en marketing territorial que rentabilizan el concepto y lengitiman sus propios trabajos de intervención mediante la producción de un corpus teórico-metodológico y el levantamiento de rankings e indicadores, siendo crucial cómo se muestre a un país en estos reportes, devenidos, más que en instrumentos de recogida, en vehículos de información que definen la visibilidad hacia el exterior (Morassi & Regent, 2012; Regent, 2012).
Para nada extraño, entonces, que se homologue un país a los principios funcionales de las empresas del sector privado, lo mismo que el escenario internacional a un espacio en el que confluyen los consumidores del país-producto, cónsono con una racionalidad administrativa que impregna de “corporatividad” e intangibilidad al Estado (Canel & Luoma-Aho, 2015), en el contexto de un mercado mundial donde los países compiten entre sí −eslóganes, isologotipos, redes visuales y acciones promocionales− ante públicos extranjeros equiparados a la condición de stakeholders (Zaharna, 2011).
Semejante constatación lleva a preguntarse, ¿es pertinente construir una marca para “vender” competitivamente a un país o, por contraste, existe un paradigma alternativo más coherente con la concepción de un desarrollo humano inclusivo (Sen, 2000) que ponga en primer plano el ensanchamiento de las libertades y las oportunidades de las personas para desarrollar sus capacidades y “disfrutar de una vida prolongada, saludable y creativa” (PNUD, 1990, p. 33), aspecto de envergadura para un territorio como “punto de confluencia de diferentes culturas, propuestas económicas y decisiones políticas del orden municipal, nacional e internacional” (Baquero & Rendón, 2011, pp. 70-71).
En opinión de Millán (2013) conviene interpelarse, desde una visión crítica, con relación a cómo se edifica una Marca País, en especial para el caso de América Latina y el Caribe, de por sí una región en la que, desde la década de los sesentas y los setentas del siglo XX, han surgido cuestionamientos y revisiones frente a los núcleos conceptuales de desarrollo convencional (Acosta, 2015), toda vez que se siguen experimentando inequidades en el acceso al bienestar social, lo que amerita formular y ejecutar políticas públicas destinadas a reducir la pobreza en pos de lograr un desarrollo inclusivo y sostenible (Future Brand, 2016).
Este ejercicio permanente de resistencia se profundiza en la actualidad a la luz de las epistemologías y las cosmovisiones ancestrales de los pueblos indígenas andinos y amazónicos, decantadas en las nociones del Buen Vivir o sumak kawsay −en kichwa y en quechua− y el Vivir Bien o Suma Qamaña −en aymara− (Acosta, 2010; Ramírez, 2010; Dávalos, 2011), aunque existen aproximaciones similares en los pueblos guaraní −Ñandereko−, ashuar −Shiir Waras− y mapuche −Küme Mongen− (Estermann, 2012a, 2012b; Jiménez, 2011), e inclusive se encuentra parentesco en pensamientos filosóficos más allá de la cultura Abya Yala en América Latina, como el Ubuntu en África o el Svadeshi, el Swaraj y el Apargrama en la India (Acosta, 2015).
El concepto del Buen Vivir ha despertado interés por su contribución original a la teoría del desarrollo, inscribiéndose en las dinámicas dialógicas interculturales para dar respuesta a la crisis civilizatoria a partir de una nueva percepción del mundo (Simbaña, 2011), en atención a los imperativos de la sustentabilidad socioambiental global (Vanhulst & Beling, 2013), si bien distanciada de las interpretaciones dominantes del desarrollo sostenible que, en la práctica, auspician el statu quo o cuando mucho la reforma incremental del sistema actual, en ausencia de una problematización de las herencias de la modernidad eurocéntrica (Dryzek, 2005; Hopwood et al., 2005).
El Sumak Kawsay plantea la consecución de una vida en plenitud −bienestar material y espiritual−, en el entendido de que el ser humano forma parte de la Madre Tierra y el cosmos, de donde se sigue la convivencia y la complementariedad, además del equilibrio, la armonía y el respeto hacia toda forma de existencia (Cubillo-Guevara & Hidalgo-Capitán, 2015). Ello supone transitar de la visión antropocéntrica propia del discurso desarrollista a una visión sociobiocéntrica que privilegie un concepto del bienestar vinculado con las “ontologías relacionales” en tanto principio normativo, y la revalorización de lo comunitario frente a lo individualista −culturas y saberes−, superando el dualismo sociedad/naturaleza con implicaciones sobre las formas de organización social, la matriz de producción y los modos de consumo (Gudynas, 2009).
Subyace en el Buen Vivir una visión alternativa al desarrollo −no una alternativa de desarrollo (Gudynas, 2012)− y, más en detalle, una utopía movilizadora que, inserta en la tendencia altermundista o antiglobalización (Jerez, Resina y Chico, 2012, p. 169), proporciona cohesión social e identidad colectiva (Caria & Domínguez, 2016), poniendo al ser humano en el centro de la atención de las políticas públicas (Manosalva, 2015). En esta tónica, se identifican tres corrientes principales sobre el Buen Vivir, a saber:
La Indígena-Pachamamista: defiende una concepción basada en comunidades ampliadas que incluyen a todos los seres del entorno (vivos y “no vivos”).
La Ecologista Postdesarrollista: alineada con las corrientes de la “ecología profunda”.
La Socialista Estatista o Ecomarxista: adherida a una propuesta racional de transformación que, enmarcada en el pensamiento neomarxista −socialismo del siglo XXI, socialismo del Sumak Kawsay, socialismo comunitario andino− y con base en la recuperación de lo público, propugna la justicia social y la igualdad, lo que conlleva una modificación de las estructuras económicas y de las relaciones de poder (Cubillo-Guevara & Hidalgo-Capitán, 2015; Cubillo-Guevara, Hidalgo-Capitán & Domínguez-Gómez, 2014; Le Quang & Vercoutère, 2013; García-Linera, 2010; Uzeda, 2010).
A todas luces, todavía se atisba lejana una posición consensuada alrededor del concepto del Buen Vivir, siendo tan diverso y polisémico como el mundo indígena del que procede, con las contribuciones adicionales de académicos e intelectuales mestizos vinculados con movimientos autóctonos de los países andinos. De allí que, al calor de las demandas formuladas por un conjunto amplio de actores sociales en Latinoamérica, el Buen Vivir, en tanto reelaboración de la noción indígena del Sumak Kawsay, ha terminado por permear progresivamente hacia la esfera política, dando lugar a una configuración discursiva ecléctica en pleno proceso de construcción y búsqueda de legitimidad, para nada exenta de tensiones y contradicciones (Vanhulst & Beling, 2013), las cuales se comentarán a continuación.
Tras la instauración de nuevas condiciones políticas en América Latina a principios del siglo XXI, cuya expresión más nítida fue la instalación en el poder de gobiernos de izquierda o “progresistas”, acorde con lo que el presidente boliviano, Evo Morales, dio en llamar la “revolución institucional” (Corporación Latinobarómetro, 2008), el Buen Vivir entró como expresión formal en los textos constitucionales de Ecuador (2008) y Bolivia (2009). En esta línea, fue incorporado como principio rector de la planificación nacional de ambos países luego de jugar un papel fundamental en los respectivos procesos constituyentes y de refundación estatal, bajo la promesa de mejorar la calidad de vida de la población; conseguir la redistribución social y territorial de los beneficios del desarrollo; impulsar la participación efectiva de la ciudadanía en todos los ámbitos de interés público; garantizar la soberanía nacional y proteger la diversidad cultural (Larrea, 2011).
Bajo estos auspicios se produjo un reemplazo de los sentidos impuestos por el modelo neoliberal a la regulación, la planificación y el desarrollo de políticas públicas (Manosalvas, 2014), haciendo de la región “un campo político de referencia para los discursos transformadores” (Vila, 2014), aunque con experiencias heterogéneas a nivel nacional en razón de las distintas realidades económico-sociales, lo que no limitó compartir como objetivo el reencuentro con los sectores populares y la implementación de acciones enérgicas para reducir la pobreza. Ello entrañó conferir centralidad a la agenda social enmarcada en la recuperación de las funciones de asistencia, protección, bienestar y cuidado de la población por parte de los poderes públicos −regímenes de bienestar postneoliberales−, sobre todo en los casos de Ecuador, Bolivia y Venezuela, países en los que se escenificaron modificaciones legales y programáticas, con avances reconocidos por organismos nacionales e internacionales (Minteguiaga & Ubasart-González, 2015).
Así, el Estado se erigió en tanto “principal agente de acción colectiva” (Caria & Domínguez, 2014, p. 145), con la obligación explícita de garantizar los derechos −incluidos los económicos y sociales−, ampliando la cobertura y el gasto público al amparo de una función distributiva y redistributiva que justifica captar los excedentes derivados de actividades económicas de carácter extractivo −explotación minera, petrolera o gasífera− en pro de finaciar las iniciativas de asistencia social, presentadas como parte del Buen Vivir (Gudynas, 2011).
A título ilustrativo, sírvase citar en este apartado la campaña publicitaria desplegada en 2004 por el gobierno de la República Bolivariana de Venezuela a través de su embajada en los Estados Unidos. En uno de los anuncios, bajo el eslogan “Ahora Venezuela es de todos” y con asidero en la expresión “Algo extraordinario está sucediendo en Venezuela”,1 el mensaje se afincaba en las bondades de las políticas del Estado, poniendo de relieve la inversión de los recursos petroleros para mejorar las vidas de los sectores más vulnerables. De esta manera, se marcaba distancia con respecto a una estrategia tradicional de Marca País, en la que se promueven las bellezas naturales o los productos nacionales, dando testimonio −sobre todo ante públicos norteamericanos concretos (responsables políticos y ejecutivos de negocios)− de un país feliz y estable después de una temporada de agitación política que culminó con el referéndum revocatorio que el presidente Hugo Chávez Frías ganó el 15 de agosto de 2004. Se mostraba así a la “revolución como un masivo happening que juega con las representaciones de la felicidad social contenidas en el imaginario anti-sistema” (Capriles, 2006, p. 85).
Desde este ángulo, en una especie de contrasentido, el modelo del Buen Vivir pareciera no haber superado la orientación desarrollista de corte tecnicista, quedando supeditado a la dependencia con respecto al mercado internacional, o configurándose cuando mucho como nuevo referencial sobre la doxa de la modernización y el progreso (Manosalvas, 2014). En función de esta lectura, para Carranza y Rivera (2016) el Buen Vivir puede asumirse como un neodesarrollismo de corte estatista y pragmático más que postneoliberal, o como un neoliberalismo reformado e instrumental de cara al orden global y al sistema capitalista internacional.
En consecuencia, el Buen Vivir pierde su esencia y pasa a mimetizarse con los modelos clásicos de compensación social, a expensas de una mayor presencia estatal para administrar efectos de “derrame”, con un modus operandi marcadamente clientelar que lo constriñe al cariz de un “capitalismo benevolente” o “de buenas intenciones” (Bretón, 2013). En esta vertiente, algunas voces advierten un desencuentro entre las prescripciones constitucionales y el espíritu del Buen Vivir, al tenor de una “distorsión pragmática” en la aplicación de políticas públicas por parte del gobierno (Caria & Domínguez, 2016; Villalba, 2016; Acosta, 2015), invocádose el concepto tan solo para poner de relieve la inclusión de “lo indígena” o “lo popular” en la vida política (Vanhulst & Beling, 2013).
De suyo, la hechura de las políticas públicas requiere de una representación de la realidad sobre la cual se busca intervenir y en torno a la cual los actores organizan su percepción de los problemas, confrontan soluciones y definen propuestas (Muller, 2010). Ello implica construir un referencial −ciertas expresiones o términos clave− al tamiz de un proceso de producción de “significados aglutinantes”, y estructurar en el espacio público un campo de fuerzas denominadas “marcos cognitivos institucionalizados” (Jobert, 2004) para el encuadre específico de un tema (Jacoby, 2000) junto al mensaje de gobierno (definición del problema, sus características y sus causas, despliegue de argumentos y alternativas para solventarlo, beneficios y beneficiarios de la medida). En este sentido, resulta indispensable la coherencia para crear un entorno favorable al accionar gubernamental, maximizando el apoyo y disminuyendo el rechazo social (Delle Donne, 2010).
A la luz de este planteamiento, cabría analizar al Buen Vivir como referencial para la acción pública producido desde el poder con funciones hegemónicas (Manosalvas, 2014), dado que el “Estado revolucionario” necesita convertirse en el único o, al menos, en el más importante agente de socialización (Oropeza, 2009), evidenciándose además su uso ex profeso como soporte de Marca País arraigada en el ámbito político, con el fin de lograr el apoyo de la población propia y foránea (Saavedra, 2012).
En efecto, para van Ham (2001), desde el inicio del nuevo milenio se está en presencia del surgimiento del Estado-marca (Brand State), centrado en la combinación de elementos multivariados que estimulan la asociación de la entidad estatal con ciertos rasgos diferenciadores que le confieren una estructura singular, a saber: las características del líder político o grupo de líderes nacionales, el sistema político y la ideología, la capacidad para el uso público de la marca y el método para representarla.
La evolución del Brand State puede considerarse como la respuesta de las fuerzas nacionalistas en aras de restablecer la primacía del Estado-nación con un enfoque claro en la promoción de los intereses políticos y económicos del país en el extranjero. En este orden de ideas, la marca emerge como una manera particular de comunicación en el tránsito de la representación política a la representación “pospolítica” de la identidad nacional (Aronczyk, 2007).
Klonova (2012) concibe al Brand State como una construcción mental que caracteriza a todo el conjunto de factores constitutivos del Estado, tales como la economía, la política, el componente sociocultural y la historia. Afín a esta aproximación, para Riorda (2010), citado por Canelón (2016, p. 1790), “la marca de Estado es un concepto complejo”, toda vez que en él confluyen “la imagen (variable y contextual de un país), la reputación política, comercial y cultural de una nación, la sucesión de hechos históricos que preceden a dicha reputación, y la propia identidad nacional puertas hacia adentro con sus mitos y tradiciones”.
Entretanto, en la opinión de Koeneke (2010), también citado por Canelón (2016, p. 1777), el Brand State encarna
[…] el intento de gestión del posicionamiento −a través de la comunicación− de un país por medio de su Estado, nunca exento de los contenidos coyunturales de su imagen, su sesgo ideológico dado por el partido o gobernante de turno, sus características nacionalistas, y algunas variables claves como suelen ser la economía y su cultura […] es la imagen proyectada por el Estado a través de la venta de una visión […]. Está asociada, básicamente, con las fortalezas del Estado, de la nación, del país.
Empero, más allá del BRAND STATE, igualmente cabría visualizar al Buen Vivir, transmutado en “lenguaje de gobierno”, como una ideología dominante (Bretón, 2013), dotada del poder para aprovechar ciertos hechos que contradicen sus principios, al tiempo que legitimar y otorgar sentido a las políticas públicas implementadas por los gobiernos de corte socialista estatista o ecomarxista. Para más, fungiría cual lema de un discurso propagandístico al punto de devenir en un “significante vacío” utilizado para construir una identidad y cumplir una función performativa (Laclau, 2004). He allí que, en su rol de referencial para la acción pública, el Buen Vivir amerita contemplarse en relación con los sistemas de signos (Ponzio, 2011), dado que apuntala una estructura de sentidos emancipatorios valores, normas, imágenescon el fin de que distintos actores, desde distintas perspectivas, encuentren un conjunto de esperanzas y soluciones frente a sus necesidades y demandas insatisfechas a través de imágenes sensibles y sencillas (Svampa, 2011).
En este reducto, conviene traer a colación a Žižek (1992 y 1994), quien afirma que, para servir a la ideología dominante, un lema debe excluir del orden simbólico a todos los significantes (palabras) que tienen una función relevante en el marco conceptual de los oponentes, persisitiendo el concepto reprimido dentro del discurso oficial a modo de “síntoma”. En consonancia con esta lógica, el Buen Vivir vendría a ser un nudo de significación que margina el concepto de desarrollo en su definición, sin menoscabo de que este retorne cuando el poder establecido necesita explicar, justificar o legitimar la planificación de políticas y la implementación de acciones (Caria & Domínguez, 2016).
Por esta razón, indagar los intríngulis del ejercicio comunicacional de la Marca País se torna piedra angular en la vía de descifrar cómo los actores estatales, en calidad de emisores, influyen con su poder en la formación y la reproducción de autoimágenes, vehiculizadas inclusive a guisa de narrativas políticas de Marca Gobierno que procuran hacerse tangibles ante las diferentes audiencias extranjeras con el ánimo de insertar al país, desempeñar un rol y propulsar intereses en la arena internacional (Canelón, 2016).
Tratándose del caso concreto del Buen Vivir, la tarea de constituirse en alternativa frente al capitalismo deviene compleja debido a las mismas limitaciones que el sistema impone a los discursos contrahegemónicos y utopistas (Escandell, 2011). Y es que, según Gallardo (2014 y 2012), en el juego de intercambio simbólico el establecimiento de estrategias de ataque y contraataque comunicacional muestra su carácter reversible, vale decir, la producción de contramensajes que acuden a las prácticas discursivas/persuasivas hegemónicas para dar cabida a las posiciones emancipadoras/contrahegemónicas en la sociedad postindustrial.
Ciertamente, asumir el lado cuestionador del branding institucionalizado comporta como contrapartida, en palabras de Bacallao (2014), el riesgo de reproducir las tendencias de dominación. Después de todo, trabajar con la potencialidad de lo imaginario abre posibilidades comunicativas, pero también supone mantener una conexión directa con el sistema de representaciones ideológicas de la sociedad receptora, a la que habrá que suministrar nuevas propuestas expresivas (Santamarina, 2002).
Se entiende aquí que cualquier producto cultural, político o social −poderes públicos, movimientos sociales, asociaciones, partidos políticos, personas famosas, instituciones, empresas− es susceptible de convertirse en mercancía, de comunicarse y de darse a conocer a una gran cantidad de personas merced el circuito de la “discursividad social”, mediatizado y en red (Semprini, 2011). Por ende, al regirse por las leyes de intercambio del mercado, la publicidad configura la producción y el consumo de los demás discursos, inclusive los no específicamente comerciales (Ponzio, 2011).
De tal manera, aunque la Marca País pretenda “despertar una toma de conciencia social” y se recree en una estética “revolucionaria” matizada con la impronta de un “compromiso ideológico”, puede transformarse en un intento comercializador de un nuevo tipo de “experiencia de marca” dirigida a encontrar posicionamiento en un nicho de mercado del signo/mercancía (San Nicolás Romera, 2004). Agogiéndose a esta visión, la producción semiótica de la marca lleva a cabo una función constructiva de imaginarios que, en pos de la adhesión emocional, son proclives a reconvertir las garantías sociales −justicia, salud, educación, alimentación, vivienda− en meras expresiones formales revestidas cual productos, a los que los ciudadanos −que poco tienen que ver con el proceso y los resultados de las políticas públicas− pueden acceder a través del consumo en tanto agentes económicos, que no por derecho propio (Millán, 2013).
En esta síntonía, desde las estrategias discursivas del poder, el Sumak Kawsay responde a una tradición cooptada y resignificada por el Estado que, como contranarrativa, sirve solamente de justificativo retórico, con escaso o nulo significado para “una real transformacion intercultural, interepistémica, y plurinacional” (Walsh 2010, p. 20). Basada en este principio, la Marca País del Buen Vivir condensa una concepción de la política pública y de la agenda programática adelantada por gobiernos nacionales, conjugando una particular visión del territorio desde donde proyectar una imagen específica de la nación. A renglón seguido, la secuencia de imágenes, sonidos y elementos lingüísticos que conforman los enunciados de su discurso publicitario se alinean con una serie de valores que atienden a la construcción ideológica de la identidad nacional, producida y reproducida desde el proyecto político, por lo demás exportable y comercializable (Salas, 2016).
Por consiguiente, ya no se trata solo de la administración y el ejercicio del poder, sino de la producción del imaginario social de la nación hacia adentro y hacia afuera, obedeciendo a una dinámica que bascula entre una orientación de mercado y un ejercicio de nacionalismo (Méndez-Coto, 2016).
Desde una perspectiva global, el estilo de vida apalancado en la visión ideológica del progreso antropocéntrico, y el riesgo ecológico que de este deriva, convocan a un cambio profundo de la sociedad mundial. De ahí que el reto para América Latina, precedida por una tradición histórica de resistencia, pasa por recuperar y reivindicar las concepciones de los pueblos originarios, a sabiendas de que el Sumak Kawsay no es una postura original de los procesos políticos ocurridos en la región a inicios del siglo XXI.
En este sentido, la pregunta que surge es si la noción del Buen Vivir es capaz de desmontar el mercadocentrismo característico de la economía neoliberal, o cuando menos puede abrir horizontes de posibilidad a un proceso de transformación profunda de las relaciones Estado-sociedad como fundamento de Marca País. Se entiende que no se trata de minimizar la figura estatal, pero sí de repensarla desde las comunidades, la participación popular en la toma de decisiones y la traducción de las demandas sociales en políticas y acciones públicas de cara a contribuir al goce y el ejercicio real de los derechos.
Solo la construcción colectiva, en la que coexisten la cooperación y el conflicto como reflejo de la pluralidad, puede ayudar a conservar el potencial emancipatorio del Buen Vivir y evitar que su reconocimiento en el marco normativo constitucional, además de su inserción en el discurso del poder, generen un vaciamiento de su contenido convirtiéndolo apenas en una herramienta discursiva funcional a la estructura del Estado. De suyo, una postura como esta resultaría reductora, y no daría cuenta del espesor semántico del concepto, estrechando sus potencialidades.
Es así como el debate acerca de la Marca País apenas florece en función de la importancia que el Buen Vivir entraña para la humanidad en general, en tanto alternativa teórica y política gestada desde Latinoamérica para repensar la realidad. Sin duda, sus objetivos son amplios y transitan por la mejora de la calidad de vida de la población; la construcción de un sistema económico justo, democrático y solidario; el fomento de la participación y la conservación de la naturaleza, al tiempo que pretende combatir la pobreza y la desigualdad, enalteciendo la dignidad humana y asegurando la justicia social.
No obstante, la noción del Buen Vivir es susceptible de apropiación política e instrumentalización ideológica como dispositivo de gubernamentalidad que contribuye a justificar las prácticas extractivistas en nombre de la cobertura de los programas de asistencia social, consolidando, pese al discurso soberanista, la inserción de los países de América Latina en el mercado mundial en calidad de suministradores de hidrocarburos y minería. Persiste entonces el anclaje a la matriz productiva colonial y al concepto de desarrollo convencional con salida de doble vía: por un lado, la reducción de la naturaleza a un conjunto utilitario de recursos al servicio del ser humano y disponibles para ser explotados, y por el otro el establecimiento de una ineludible causalidad entre el extractivismo y las medidas proteccionistas, con políticas de transferencias condicionadas y nuevas tipologías de regímenes de bienestar consumidos, como experiencias (salud) y productos (vivienda), que retornan al benefactor en forma de apoyo social y electoral.
Desde este punto de miras, subyace en el Buen Vivir la construcción de una narrativa de marca (brand statement) dotada de una fuerte impronta político-ideológica en procura de penetrar en el universo simbólico del ciudadano y lograr la apropiación de la propuesta gubernamental como proyecto histórico-político-nacional. En suma, el relato de gobiernos que para diferenciarse han venido cimentando una “subjetividad revolucionaria” −Revolución Bolivariana, Revolución Ciudadana−, apelando a las verbalizaciones como instrumento de configuración y encadenamiento de imaginarios.
Por este motivo, en el encuadre de la administración estratégica de la dupla identidad-imagen, antes que de Marca País convendría hablar de potentes Marcas Gobierno, las cuales impregnan la faz de un país y abonan tanto a su visibilidad como a su posicionamiento en el escenario internacional, gracias a programas de comunicación dirigidos hacia los gobiernos y los públicos extranjeros. No en vano, la necesidad de herramientas teóricas capaces de captar las dimensiones sociológicas y geopolíticas de las revoluciones y de los Estados que las experimentan o han sido fruto de ellas, en un esfuerzo por entender la combinación de actores, eventos y prácticas oficiales, semi-oficiales y no oficiales encaminados a proyectar los ideales revolucionarios, lo mismo que a convencer de que su política se encuentra en una dirección radicalmente nueva.
He aquí los interrogantes vislumbrados para el Buen Vivir en cuanto alternativa al desarrollo que además conjuga en sí mismo una narrativa contrahegemónica, al tenor de que el capitalismo no desaparecerá ni por decretos ni por consignas. A la postre, con independencia de los avances registrados durante los últimos años en las formas de pensar el bienestar, aún queda pendiente forjar un modelo comunicativo de la resistencia y del cambio, de mediación “entre la protesta y la propuesta” (Gallardo, 2014), a sabiendas de que en la era postmoderna la praxis emancipadora se bate en la arena de lo sígnico, más allá de la reacción de subvertising. Es por ello que las formas de comunicación del mercado exigen conocimiento y comprensión, siendo la publicidad objeto de profundas reflexiones (Caro, 2014).