Resumen: El presente trabajo tiene por objetivo dar cuenta del turismo como mecanismo de regulación de la sensibilidad, cuya ‘forma’ reconfigura el campo de la cultura estableciendo ‘mercados de experiencia’ para el consumo. Para ello daremos cuenta de cómo el turismo se convierte en una pauta de consumo a partir de ubicarlo como práctica social y como política de Estado y Mercado, tomando algunos momentos del caso Argentino para ilustrar. El trabajo sobre las Exposiciones Universales trabajadas por Walter Benjamin nos permitirá ver las continuidades/discontinuidades en las formas comunicativas y educativas de la mercancía que separan ocio/trabajo como distinción fundamental de regulación de la conflictividad. Finalmente nos preguntamos cómo ello impacta en las relaciones sociales y en la vivencialidad de la cultura en plural.
Palabras clave:TurismoTurismo,sensibilidadsensibilidad,ocioocio,culturacultura,mercantilizaciónmercantilización.
Abstract: This paper aims to account for tourism as a mechanism for regulating sensitivity; this ‘form’ reconfigures the field of culture by establishing ‘markets of experiencies’ for consumption. We will analyze the way tourism becomes a pattern of consumption, studying it as a social practice and an State and Market policy, using as an example some aspects of the Argentine case. The Universal Exhibitions considered by Walter Benjamin allow us to see the continuities/discontinuities in the communicative and educational forms of merchandise, separating leisure/work as a fundamental distinction for the regulation of conflict. Finally, we wonder how this will impact on social relations and experiences of culture in plural.
Keywords: Tourism, sensitivity, leisure, culture, commodification.
Resumo: O presente trabalho tem o objetivo de definir o turismo como mecanismo de regulação da sensibilidade, cuja ‘forma’ reconfigura o campo da cultura ao estabelecer ‘mercados de experiência’ para o consumo. Para isso, debateremos como o turismo se converte numa pauta de consumo a partir de sua localização como prática social e como política de Estado e Mercado, recorrendo a alguns episódios do caso argentino como ilustração. O trabalho sobre as Exposições Universais elaborado por Walter Benjamin nos permitirá apontar continuidades/ descontinuidades nas formas comunicativas e educativas da mercadoria que separam ócio/trabalho como distinção fundamental de regulação da conflitividade. Finalmente, perguntamo-nos como tal distinção impacta nas relações sociais e na vivência da cultural no plural.
Palavras-chave: Turismo, sensibilidade, ócio, cultura, mercantilização.
Informe
Apuntes sobre el turismo. La regulación del disfrute vía mercantilización cultural
Notes on tourism. Regulation of leisure by cultural commodification
Apontamentos sobre o turismo. A regulação do desfrute via mercantilização cultural
Recepción: 13 Julio 2016
Aprobación: 13 Noviembre 2016
El turismo no es nada nuevo. O al menos podríamos afirmar que en tanto práctica social, que se condice con ciertas formas de ‘disfrute’ en el marco del desarrollo de sociedades capitalistas, no es ninguna novedad. Entonces ¿Qué hay de nuevo en el boom del turismo como política de Estado en la actualidad?
Hablamos de boom ya que el turismo adquirió −al menos en Argentina− durante la última década el estatus de política de Estado1, reconociendo al sector y a las prácticas vinculadas como “actividad socioeconómica, estratégica y esencial…” (Cfr. Art 1º Ley 25.997 −Ley Nacional de Turismo) para el desarrollo nacional. Según datos ofrecidos por el Ministerio de Turismo de la Nación, en el 2010 el sector representa el 7.9% del Producto Bruto Interno del país lo cual, se argumenta, instala la necesidad de generar múltiples estrategias de inversión para hacer crecer ese mercado2. En la misma década pasó de ser una Secretaria a un Ministerio, evidenciando el carácter estratégico dentro de la estructura estatal. A su vez, las ciudades se configuran en un espacio clave de intervención para el sector3. Esto indica que el turismo como práctica social se instala como tendencia de las formas de producción, circulación y consumo global, de las cuales Argentina no es ajena y requiere al menos generar condiciones de observabilidad para su interrogación como proceso.
En 1967 Guy Debord planteaba en su Sociedad del Espectáculo que el problema de segregación/separación territorial que acarrea todo proceso de urbanismo no era uno estrictamente moderno. Lo que aparece como novedad −en el marco del reagrupamiento de las clases obreras en la ciudad− es que urbanismo se convierte en Ciencia de Estado: la “salvaguarda del poder de clase” regulada por el “orden en las calles” (tesis 172). Se perfila la efectividad que tiene una política activa y total de fragmentación de la experiencia y regulación de los cuerpos vía organización política de las piedras. Cada vez más especializado, el Estado conformó campos de intervención específicos donde la dimensión espacial/ territorial fue la tendencia a partir del siglo XIX para la reproducción del capital. Walter Benjamín señalaba al París de Haussman como el laboratorio estético y político del urbanismo moderno que acentuaba su carácter estratégico. En el mismo escenario, el pensador berlinés indicaba un momento particular de la transformación de la experiencia que el capitalismo iba realizando a partir de la generación de nuevos entornos espaciales −como las exposiciones universales− que instalaban, fantasmagóricamente, una “inclusión” del trabajador en el mundo del capitalista. La mercancía aparece aquí no solo como forma o contenido de producción y/o consumo, sino como una modalidad de sentirnos y relacionarnos socialmente.
Un salto hacia el presente nos lleva a identificar que una creciente mediatización y mercantilización de la experiencia también se va materializando en el orden de las piedras que conduce a un re-ordenamiento jerárquico de las formas de percibir y percibirnos, de sentir y sentirnos, que al menos requiere de un momento de detención y reflexión ¿Por qué el turismo? Desde la perspectiva que buscamos desarrollar aquí, esta práctica asociada a la Industria de la Cultura y de las Comunicaciones emerge como un nudo sintomático de aquello que en la actualidad podemos entender como una de las “formas dominantes” de la experiencia contemporánea (la turística), y una modalidad particular de trabajo (la gestión comunicacional); las cuales van “marcando” −mediante el establecimiento de una cadena de valor− lugares, objetos, sujetos, historias y prácticas socio-culturales susceptibles de ser visitados/consumidos, pero también producidos. Analizar estas formas e intensidades vinculadas a una práctica orientada al disfrute como es el turismo −y su impacto en territorios particulares− se vuelve central para construir categorías de ciudad que evidencien la complejidad de dimensiones que hoy la configuran. De allí, el presente trabajo tiene por objeto construir un encuadre que nos permita pensar al turismo, no ya vinculado a una política de desarrollo económico específico sino como dispositivo de regulación de la sensibilidad social4 que se articula con el urbanismo en un sentido estratégico.
En un primer momento exploraremos la particular relación que existe entre turismo, Estado y mercado, señalando a partir de ella la reconfiguración del escenario social que perfiló a la cultura (convertida en imagen) como un espacio estratégico de regulación de capitales, no sólo económicos sino también culturales. Tomamos algunos datos relevantes de Argentina en diferentes momentos con el objetivo de mostrar que, dicha articulación, no surge en la última década sino que es en ella donde se consolida. Intentaremos focalizar en aquellos aspectos que den cuenta del lugar clave del turismo como regulación de la conflictividad social, así como también de su impacto en la reconfiguración territorial. Llegaremos, sobre el final del apartado, al menos a plantear cómo la cultura forma parte del territorio a la vez que es territorializada como parte de un proceso de fragmentación de las experiencias.
En el segundo apartado rastreamos esta particular relación de la cultura como mercancía y encontramos en un entorno particular el modelo de configuración de este tipo de experiencias: las exposiciones universales. La distinción entre “mundo de trabajo” y “mundo del ocio” de principios del siglo XX operó como gesto (epistémico, social y político) que posibilitó una nueva modalidad de gestión política de la sensibilidad social a partir de articular economía, cultura y espectáculo. Recurrimos a W. Benjamin para tratar de comprender las implicancias dialécticas de estos dos espacio-tiempos, que ideológicamente aparecen como ‘separados’ pero que responden a la misma operación del capital. El consumo como mandato a la vez que pauta social, va marcando una particular tendencia que al menos desdibuja los límites entre éste y el momento de producción, habilitando modalidades complementarias de generación de plusvalía. En esta dirección, la mercantilización cultural aparece como encuadre de una política activa de reconfiguración de los escenarios sociales y territoriales que excede la mera proposición del turismo como espacio-tiempo fuera del mundo productivo.
Para finalizar, más que concluir planteamos y desarrollamos una hipótesis que nos ayude a pensar al turismo como dispositivo de regulación de la sensibilidad social contemporánea. Si el urbanismo estratégico implicó desde siempre ciertas formas de segregación y fragmentación territorial y social, el turismo como política de Estado y Mercado opera también en la misma dirección, objetivando (ideológicamente) a la cultura como territorio susceptible de segregación, generando particulares dinámicas de circulación y detenimiento de los cuerpos; es decir, afectando la modalidad de la acción y la estructuración de las experiencias. Ello nos lleva a pensar cuáles son las implicancias de que la cultura pueda configurarse en un particular mercado de bienes, servicios y/o experiencias (Peixoto, 2011) de consumo y producción; y a la vez, forma turística pueda presentarse como experiencia social predominante.
Como decíamos en la introducción, partimos de lo que reconocemos como el comienzo de una experiencia del viaje para luego detenernos en la relación que el turismo tiene con el Estado y con el Mercado desde que se plantea como una política orientada a la generación de prácticas sociales vinculadas con el disfrute. Algunos momentos de la política turística Argentina nos sirven para reforzar, en lo descriptivo, el argumento del lugar clave que el viaje siempre tuvo en la conformación de la sensibilidad social.
En un primer momento, es necesario señalar la importancia que tuvo para la conformación del sector de turismo en Argentina la posibilidad de hacer converger capitales públicos y privados a partir de la Ley de Reforma del Estado (23.696) del año 1989. Si bien esta matriz ya se expresaba en el sector, incluso en el marco de las políticas del turismo social del primer peronismo (1946-1951), no es sino a partir de 1990 que se inaugura una modalidad de gestión donde Estado y Mercado son copartícipes en la toma de decisiones. Este señalamiento es fundamental para comprender, por un lado, el turismo como resultante de una práctica específica: el viaje; y por el otro, como política de Estado más o menos orientada al desarrollo económico que va a ir encontrando en la cultura una materia prima de explotación.
El turismo es resultante de una práctica social que dista de ser novedosa: desde sus orígenes se encuentra la “experiencia del viaje” como indicador de un proceso que articulaba aprendizaje, crecimiento y formación del carácter realizado por los jóvenes aristócratas europeos desde mediados del siglo XVII (los grand tours). Signo iniciático de la “buena vida”, estableció la importancia que una vivencia “directa” tenía frente a una “‘verdadera” comprensión de determinadas culturas. Esta idea de viaje configuró una primera estructura de valores en torno al qué conocer (por ejemplo, para comprender racional y sensiblemente lo que fue el Renacimiento se debía ir a Italia, vivir en ella), lo cual se volvió fundamental para la nutrición cultural de las elites, e implicó otras formas de desplazamiento de los cuerpos para la adquisición del conocimiento. En este sentido podemos hablar del viaje como transición: afectaba en principio al viajante que se transformaba con tal experiencia y, luego, afectaba a su comunidad, ya que el viajante se vuelve valorable en sí mismo para otros, en función de su experiencia5.
Esta forma del viaje comenzó con la tracción a sangre como medio de transporte, pero luego, con el descubrimiento de la máquina de vapor −revolución de los sistemas de transporte y su velocidad− se modificaron las dimensiones espaciales y temporales, y por ende las vivencias del viaje como transición. Pasó de ser un desplazamiento como aventura personal −posibilitado por el poder y la riqueza de la nobleza− a adecuarse a una modalidad estructurada y regulada por “otros” (horarios de salida, llegada, posibles combinaciones, entre otros) y ahora a disposición de “todos”. Esto, que se reconoce como la fundación del turismo moderno, no puede entenderse sin relacionarse con lo que significó el desarrollo del transporte masivo y el consecuente desplazamiento de los cuerpos como fuerza de trabajo a las urbes modernas.
Este intercambio a finales del siglo XIX fue fijando, por la misma proliferación de desplazamientos, los flujos de circulación deseable de corto, mediano y largo alcance según la disponibilidad de tiempo, espacio y −ahora también− dinero. De esta manera se ponían en común conocimientos y formas de ser, de hacer y del estar socio-cultural de determinados grupos frente a otros que se podían no solo vivenciar, sino también comparar. Esto habilitó la generación de conocimientos que se plasmaron en diversos géneros (calendarios, novelas, postales, cuentos, guías turísticas) que estructuraron un mapa de posibilidades más o menos deseables de desplazamiento a nivel local y global. Si bien los fines cognoscitivos y experienciales en torno al viaje fueron variando socio-históricamente, el turismo −como lenguaje común a una forma de viajar deseada por todos− instaló una manera de acercarse a otras culturas que se asentaba y legitimaba socialmente como la más deseable para el conjunto de la sociedad. El turismo moderno −como expresión− surge cuando ese “mercado del desplazamiento” para la nutrición cultural, primero, y para la mano de obra, después, ya se instituyó en información que circulaba, delineando mapas, guías y recomendaciones sobre todo aquello que se consideraba relevante y deseable para la adquisición de conocimiento a partir de la experiencia de alteridad socio-cultural. El viaje hasta aquí era un fin en sí mismo, es decir, es el objeto de una búsqueda que se resuelve con su realización y que puede ser planificado y previsto.
El valor (social, económico, cultural) del viaje como experiencia se traduce en una historia para contar −o, más cercano a nuestro tiempo, una imagen que mostrar. En este sentido, viaje . comunicación están entrelazados de forma compleja, ya que el viaje se materializa en conocimientos y experiencias que implican el ser compartidas, ser comunicadas. Es este mismo valor que hizo posible que, ya a finales del XIX, el turismo articule las dos dimensiones y pase a ocupar un lugar de propulsión en el sector económico. Pero no es sino con los Estados de Bienestar, promediando el siglo pasado, que se instala por primera vez como problema y demanda social, que requiere la intervención estatal en su regulación.
La inclusión de los trabajadores en el mundo del ocio −y con ello, la demanda de las vacaciones pagas como parte de la lucha salarial− fue una política fundamental para la regulación de una conflictividad: la del capital-trabajo en los procesos de industrialización. Retomando lo dicho hasta acá tenemos, por un lado, la experiencia que siempre implicó el viaje como desplazamiento en sí para la producción, para el conocimiento y para el disfrute (estético, cultural, gastronómico, etc.); y por el otro, la organización de esas experiencias en un mercado de circulación de bienes y servicios según clase social en el cual va a intervenir cada vez más el Estado y el Mercado.
La organización del tiempo libre emergió como política de Estado en el contexto de las nacientes clases asalariadas de América Latina a partir de la idea de vacaciones, extendiéndose luego a diferentes practicas socio-culturales. En la Argentina es con el peronismo6 que se empieza hablar de “turismo social” −aunque, como reconoce Bertoncello (2006) ya se ensayaban formas imitativas de las prácticas turísticas de las elites, al menos en las Sierras de Córdoba y la costa de Buenos Aires. Como expresa Pastoriza,
[...] el proceso de democratización del ocio representó, en palabras de Alain Corbin (1995), la elaboración de “una nueva forma de apropiación del tiempo y del espacio” que resultó muy compleja. El decenio que precede a la Segunda Guerra Mundial (…) es el de un inmenso esfuerzo por organizar el tiempo de ocio de los trabajadores. (2008, p. 115)
La importancia que la regulación de esta práctica va a tener en los procesos de estructuración social de la Nación en el siglo XX es clara. Por turismo social o popular se entendía la práctica del viajar vinculada a la clase obrera, y se expresó en el diseño de los primeros planes vacacionales −realizados en colonias de veraneo construidas tanto por el Estado como por Sindicatos− y/o de excursiones grupales. Con ello, se conformó un particular mercado de demandas y ofertas turísticas como forma de disfrute específico para las clases trabajadoras7 diseñado como política de Estado. El modelo de las experiencias de descanso se toma de las elites8 pero, al verse reapropiadas por el Estado, se convierten en un derecho social. Turismo social como ideologema surge entonces en ese contexto y está vinculado con el colectivo trabajadores en general, y con la idea de familia como núcleo de sociabilidad al cual se orientaba el disfrute.
Otro momento que nos parece oportuno resaltar −para comprender la relación de Estado y Mercado con el turismo como mecanismo de regulación de la sensibilidad− se encuentra en el proceso posterior del turismo “como motor del desarrollo”. El mismo surge con el retorno de la democracia en nuestro país, cuando se formula el primer Plan Nacional de Turismo, zonificando el país9, y se profundiza con el avance neoliberal en la década del 1990, donde el Mercado incidirá directamente. Luego de la crisis económica de 2001, en Argentina aparece como una de las opciones a las economías de pequeña escala para enfrentar sus conflictos e incentivar el desarrollo. En este sentido, la explotación del turismo −o post-turismo (Lash & Urry, 1998)− se desenvuelve en el marco de una economía cada vez más orientada a los servicios y el consumo, posibilitando la emergencia de prácticas vinculadas a la mercantilización del espacio urbano como foco deseable del desarrollo turístico, más allá de los potenciales “naturales” y/o “culturales” que pueda ofrecer una geografía y sociedad o grupo particular. En este marco, cualquier objeto, espacio o tiempo y sujetos pueden ser susceptibles de generar valor turístico10 ya que se traman dos procesos que vienen a sintetizar la realización del capital en materia socio-cultural: turistificación11 y patrimonialización12.
El turismo como política de Estado y Mercado va horadando las diversas espacialidades (geográficas, físicas, sociales, cultuales) con el fin de segregar y conformar entornos específicos para anclar un tipo de experiencia de disfrute cada vez más vinculada a “prácticas de consumo socio-culturales” (Douglas & Isherwood, 1990). Pensado como mercado de bienes y consumos, lo que va a emerger como problema del campo es la accesibilidad a esa estructura; evidenciando así, diferentes proposiciones que buscan interpelar el disfrute desde lo colectivo y lo individual según clases. Si tomamos lo que aconteció en Argentina en la última década, observamos cómo partir del 2004 los Estados (nacional y provinciales) refuerzan esta configuración política que articula identidad cultural, desarrollo económico y turismo: a) en la sanción de la Ley Nacional de Turismo (2004) −como respuesta del Estado a las demandas del sector privado−, que en síntesis reconoce su lugar como elemento dinamizador de la economía nacional (permite el ingreso rápido de divisas y genera empleo)13; b) en la reconfiguración de la Secretaria de Turismo en Ministerio (2010) y por ende, las transformaciones en sus objetivos y funciones remarcando la importancia de la articulación como modalidad de trabajo y oferta de disfrute cada vez más individualizado. Su mayor expresión es el diseño del Plan Federal Estratégico de Turismo14; c) en la remodelación del calendario festivo de la Nación y la inversión en espacios destinados a la cultura Argentina, en sentido plural, pero desde la Capital Federal (Tecnópolis, Centro Cultural “Néstor Kirchner”, etc.)15 y d) en todas las intervenciones y creaciones −de museos, centros, plazas− en el marco de los festejos del Bicentenario en todo el país16.
Podemos observar que una de las consecuencias directas de estas políticas encuentra en la vuelta a los fines de semana largos una expresión sintomática de la propuesta turística como modalidad de renovación continua de las ofertas y servicios: impulsa a los territorios a desarrollarse no sólo infraestructuralmente17 sino también simbólicamente. La competitividad aparece como vector que regula lo “tentador”, lo “deseable” a condensarse en cuatro días de disfrute. La cultura como mercado y el turista como cliente instalan una dinámica del viaje como finalidad en sí misma cuya temporalidad como vector de la experiencia se empobrece; el viaje pasa de ser una práctica a un mercado de prácticas reguladas, tanto por el Mercado como por el Estado, a partir del consumo.
Lo señalado hasta aquí nos permite instalar la particular trama de relaciones que siempre hubo entre espacio-experiencia-valores del viaje como forma de desplazamiento de los cuerpos y el lugar clave que tanto Estado como Mercado tuvieron en su constitución para la regulación de la vida (social, cultural y económica) desde una lógica productiva. Más acá de sus orígenes, hoy el turismo se materializa como una problemática de conjunto que instala, desde nuestra perspectiva, un núcleo de comprensión de ese largo proceso que significó la separación del mundo de la vida vivido en temporalidades y espacialidades distintas y, en suposición, contrapuestas: la del trabajo y el ocio; la de producción y consumo, que al menos requieren ser interrogadas.
En general, “ocio” y “productividad” aparecen como contrapuestos, antónimos. Es en la época clásica −donde aparece la distinción que contrapone dos tipos de actividades del quehacer humano otium y nec-otium− que la primera se asume como pasiva y la segunda como activa. En el siglo XVIII nec-otium aparece asociado a la definición de actividad comercial individual, que hoy reconocemos bajo la palabra española negocio.
Como bien nos recuerda Ivonne Bordelois (2006, p. 56) “la etimología puede ser considerada como una suerte de arqueología de la sabiduría colectiva, sumergida en la lengua” que implica a su vez “una forma de escucha del lenguaje en sus inicios y evolución”. Rastrear el ‘origen’ de las palabras para exponerlas en su presente, no solo actualiza su significado sino que posibilita otros sentidos. En esta dirección otium es un concepto romano militar que designaba el tiempo opuesto al tiempo de guerra y no al de trabajo, distinguiendo a su vez, 1) un tiempo para hacer lo que se quiera (otium negotiosum) 2) un tiempo sin hacer nada (otium otiosum). La primera acepción involucraba una acción contemplativa que implicaba siempre formas de cultivo de sí mismo −regidas por sí mismo− y en este sentido mantiene un carácter productivo para la experiencia individual; la segunda remite a una acción más de tipo hedónica, inactiva, un dejarse estar en el disfrute. Con la emergencia de nec-otium se produce una inversión de sentidos: el ocio aparece como disfrute social pasivo y opuesto al tiempo productivo, trasladándose al negocio la idea de una práctica de dominio individual, productivo. Se borra en esa operación la capacidad del sujeto de cultivarse a sí mismo a partir del disfrute, y se sientan las bases de la regulación del disfrute por otros.
Señalar el momento en el que comienza a operar una distinción del sentido productivo del ocio no es menor si pretendemos comprender el porqué de nuestra propuesta de pensar al turismo como política de Estado orientada a regular la sensibilidad social. Como veíamos a nivel descriptivo, los momentos de reconfiguración política del campo turístico no son ajenos a la necesidad de reproducción del capital, que encuentra en la separación del trabajo y ocio, de producción y consumo, una operación clave de su estructura. Esto aparece como “natural” en el desarrollo económico y social −pero también discursivo− del turismo en la actualidad como estrategia de desarrollo. Operación ideológica que, dos siglos atrás, sirvió también para producir una distinción fundamental para la acumulación del capital: la separación entre una vida urbana −resultante “del proceso de industrialización y modernización”− y una vida rural18. Consideramos que deconstruir teóricamente la imposición de tales distinciones y, a la vez, establecer la conexión entre espacialidades y temporalidades “diferentes” y “contrapuestas” (ciudad-campo; trabajo-ocio; producción-consumo) nos puede ayudar a comprender la función social del turismo en escenarios contemporáneos. De allí que recuperamos un pensador que mirando a Europa, en particular a París del siglo XIX, ya intuía las implicancias y el carácter estratégico de estas separaciones. W. Benjamín encuentra en las “Exposiciones Universales” (EU) un modelo que expresa la creación de un espacio-tiempo particular de transformación de la experiencia, en la cual el consumo de mercancías se convierte en una modalidad de interacción.
Entendemos las EU como hecho social total (sensu Mauss) donde se consuman, por un lado, la forma “ciudad” como el modelo de organización socio-económico, es decir, la vida urbana como experiencia moderna; y por otro, la forma “mercancía” como el equivalente universal:
[...] son los lugares de peregrinación hacia el fetiche de la mercancía. Europa se ha desplazado para verlas (...) los trabajadores configuran en ella la primera clientela, por más que el marco de la industria del ocio todavía no se haya conformado. (Benjamin, 2013, p. 81-82)
Este momento particular nos muestra un estado de las relaciones sociales donde se inaugura y se celebra la convergencia y distinción entre el mundo del trabajo y el mundo de ocio: convergencia porque no se puede entender las EU sino como resultante de los procesos productivos que deben ser mostrados también como mercancías de consumo; y distinción porque esas mercancías allí expuestas no estaban al alcance de todos los que peregrinan (los trabajadores van en tanto espectadores), aunque deben poder expresar el deseo de alcanzarlas. Ya la mano de obra no se desplaza por el neg-otium (no ocio) que implica la venta de su fuerza de trabajo sino por intereses que implican el deleite propuesto por una educación en/para la mercancía (ocio en el sentido productivo). Las EU “fueron la alta escuela en que las masas, que estaban apartadas del consumo, aprenderían a identificarse con lo que es el valor de cambio: verlo todo, más no coger nada” (Benjamin, 2013, p. 334).
Esta educación para el consumo implicó desde sus comienzos la experiencia del viaje/desplazamiento como modelo de deseo desde la experiencia individual pero regulada ya por la patronal y el Estado. En este sentido, no es casualidad que el tiempo de las exposiciones también sea el del nacimiento de la publicidad:
La industria de la distracción afirma y multiplica las variedades de comportamiento reactivo de las masas. Ella misma les prepara de este modo para el trabajo de la publicidad. El vínculo entre esta industria y las exposiciones universales está bien fundamentado. (Benjamin, 2013, p. 334)
La publicidad como forma comunicativa va conformándose en un fuerte dispositivo de regulación de la sensibilidad: esta, básica e ideológicamente, opone disfrute y trabajo y hace aparecer al deseo siempre adecuado a la mercancía: nada que se necesite y todo lo que pueda desearse.
De allí que podamos decir que las EU aparecieron como una estrategia comunicacional de las naciones, a la vez que conformaron un primer entorno en el que producción-consumo y disfrute se funden. El desarrollo industrial entra en un proceso de espectacularización donde aparece como una necesidad del propio capital (y su competitividad) el hecho de ser “expuesto”, “mostrado” a la vez que comparado con el desarrollo global. La organización de las exposiciones implicaron, programáticamente, discusiones en torno a cómo se iba a establecer, en cada caso, la participación de las masas trabajadoras en ese espectáculo: primero como recompensa de la patronal y luego como demanda del sindicato.
Pero también con su popularidad, lo que caló de una manera más sutil y perdurable en el tiempo fue un tipo de disposición hasta el momento inimaginable: los “obreros como clientes”. En esta potencialidad masificadora se condensa la fantasmagoría de un mundo hecho a la imagen y semejanza de la mercancía: la oposición capital-trabajo en la que el sujeto expresaba la conflictividad social se va dulcificando a partir de la conformación de este otro espacio-tiempo de no trabajo poblado de posibilidades de consumir, y separado −ideológicamente− de la idea de producción. Este encuadre de interacción ofrecido por las EU configuró ese tipo de experiencia regulada por fetiches que prepararon perceptiva, sensorial y emocionalmente a las masas para el consumo, configurándose como un mecanismo clave de regulación de la sensibilidad. Benjamin recuerda la continuidad existente entre el almacén, el bazar y el museo: la forma arquitectónica encierra ya una disposición para la mercancía19. Estas formas operaron como un potente regulador de la conflictividad social mediante una política del disfrute, donde las ferias y las exposiciones de la industria −en tanto materialidad− fueron el “secreto esquema constructivo para cuanto hace a los museos. Así el arte: productos industriales que se han proyectado en el pasado” (Benjamin, 2013, p. 300). Si ideológicamente el “tiempo de ocio” aparece como lo opuesto al “tiempo del trabajo”, lo que el pensador berlinés remarca con insistencia es que ni hay distinción ni contradicción, sino la institución del deseo mercantil como forma de estar y ser en la vida social que también va a afectar el carácter creativo de lo humano:
En la exposición universal se transfigura el valor de cambio correspondiente a la mercancía, situada en el marco frente a lo cual su valor de uso retrocede. Así inaugura la fantasmagoría en la cual entra el hombre para conseguirse distraer. La industria del ocio le facilita esa distracción, elevándole a él, al mismo tiempo, al grado de suprema mercancía, y él se entrega sin más a sus manejos en tanto goza con su alienación respecto de sí y de los otros. (Benjamin, 2013, p. 61)
El consumo, en este sentido, no se trata simplemente de un acto que se reduce a la compra, sino que remite a un hecho social que abarca la totalidad de los sentidos y opera como mediación de todas las relaciones sociales: encubre la mercantilización haciéndola aparecer como acto de “voluntad propia”, como deseo puntual del sujeto; es decir, opera como mecanismo que regula su sensibilidad. Por ello, para consumir no hace falta comprar: también implica mirar, oler, desear, soñar. La regulación del sentir se presenta siempre como una convocatoria al disfrute que puede tener diferentes modalidades de materialización, ésta va a depender tanto de la estructura de necesidades/expectativas de una sociedad y un tiempo determinado, como de las posiciones socio-económicas de los sujetos. El ocio está asociado así con el disfrute, pero no ya con el piacere de fare niente o al cultivo de sí mismo sino, sobre todo, al placer de consumir. Se vuelve sentido abstracto, formalización susceptible de adecuarse a la información como forma comunicativa, por ello la publicidad es el género que lo pondera.
Por ello es que sostenemos que ocio y consumo −como parte de la estructura reproductiva del capital a escala planetaria− requerían de una reconfiguración de campos de intervención, de los cuales, tanto para el Estado como para el Mercado, el turismo y la cultura se ofrecían como modelo productivo que involucraba al menos dos cuestiones fundamentales: ofrecía una ingeniería en lo que respecta al diseño de experiencias posibles y su escala (las EU fueron un modelo claro de esto, al igual que las colonias de veraneo); y proyectaba una recartografía del espacio para cumplir las funciones sociales según capacidades de consumo y oferta de experiencias. Si el capitalista mostraba allí su aporte y potencia para el progreso de una Nación, el trabajador se deleitaba con la posibilidad de alcanzar al menos una de todas esas mercancías, se sentía parte de esa fantasmagoría. El turismo se ofrece así como un mecanismo de clasificación que posibilita la configuración de particulares mercados de experiencia (Peixoto, 2011) que van adecuando espacios a sujetos según una vivencialidad temporal sostenida por y para el consumo, y anclada en la diversificación de espacios, segregados, construidos como entornos específicos (económicos, culturales, sociales) como espacios de producción novedosos.
Como desarrollamos en los apartados precedentes, el proceso a partir del cual la publicidad y el turismo se convierten en el lenguaje de la cultura vuelta mercancía implicó un largo tiempo de reconfiguración de la experiencia en el que, tanto el Estado como el Mercado, cumplieron una función determinante. “Preparar” el territorio para adecuarlo a esta nueva demanda del disfrute, como parte del proceso capitalista, fue una de las políticas de los cuerpos y las emociones que más sutilmente fueron operando a partir de la institución del turismo, no sólo como práctica social deseable sino como forma de resolución de los conflictos del capital-trabajo. En Argentina la respuesta estatal de las vacaciones pagas funcionó como modelo educativo y comunicacional que sentó las bases para la conformación del campo turístico como estrategia económica y política al mismo tiempo. Este modelo, como intentamos mostrar, encuentra en las exposiciones universales un primer esquema de articulación que posibilitó instalar la domesticación de los cuerpos vía consumo como modalidad del disfrute, haciendo operar la separación fundamental entre un supuesto mundo de trabajo y uno de ocio. Operación ideológica que, al decir de Benjamín, hace del capitalismo una religión de puro y continuo culto: el deseo en la forma-mercancía.
Las transformaciones en Argentina del sector desde la perspectiva del Estado nos sirven como ejemplo para pensar las estrategias políticas que resultan en una metamorfosis continua del capital para garantizar su reproductividad, y que se articulan con lo que reconocemos como ‘urbanismo estratégico’ (Boito & Espoz, 2014). El “embellecimiento” de las ciudades aparece como una dictum clave de las políticas orientadas al sector del turismo, las cuales conjugan cambios estructurales en materia urbana a la vez que instalan aquello que denominamos como “mercado de experiencias”. Con este término, Paulo Peixoto (2011) refiere a una tendencia en el campo de las discusiones sobre el patrimonio, atravesadas por los patrones globales de turismo, transformándolo en experiencia de intercambio para el consumo. En este sentido, cuando se ofrece como paquete turístico “un villa tour” −como el que promocionó el gobierno de la ciudad de Buenos Aires en el año 2011− ¿qué se ofrece?: ¿Un bien? ¿Un servicio? En este sentido es que en este trabajo, quizás desde un punto de vista exploratorio, la idea de la conformación de un mercado de experiencias (para el turista y para el poblador) se vuelve una condición de observabilidad de una modalidad novedosa de intervención cultural como política turística. Ser turista aparece como un tipo de experiencia de consumo que se instala, entre vecinos y forasteros, por igual.
Es precisamente recuperando una mirada dialéctica sobre tales procesos que podemos empezar a deconstruir la trama de sentidos que envuelven la experiencia contemporánea del disfrute vía desplazamiento espacio-temporal hoy encapsulado en esa práctica social dominante. En este sentido, la “turistificación” y la “patrimonialización” de los lugares, como expresa Peixoto (2011) − cuya conformación en tanto objeto con valor epistémico en las ciencias sociales nace de la mano de la conversión creciente de las sociedades de consumo− se tornan indisociables y remiten a procesos que conducen a una creciente mercantilización de los territorios de los cuales se espera tengan, cada vez más, valor de cambio. Como pudimos ver, en la última década en Argentina la recomposición del sector señala la importancia de una fragmentación cada vez más minuciosa del mercado de bienes y servicios turísticos, que incluso modifican el calendario laborable del país. El turismo nace como experiencia, pasa a ser un derecho social, de allí un motor de desarrollo para condensarse en un mercado de experiencias mediado por un conjunto cada vez más diversificado de prácticas de consumo socio-culturales.
He aquí la razón por la cual la cultura se configura en un particular territorio cuyo campo de intervención y planificación cada vez se encuentra más regulado por las políticas orientadas al turismo e impacta en las dinámicas de circulación de los cuerpos como así también en la temporalidad del disfrute (las famosas escapadas). El turismo se ofrece como lógica de producción en tanto que dinamiza diferentes dimensiones de la esfera cultural (la alimentación, la música, el teatro, los ritos, las costumbres), convirtiendo lo que es experiencia de vida y vivida en paquetes de experiencia, susceptibles de ser vendidos/comprados en el mercado. La posición de clase sigue operando como el punto de anclaje que permite comprender las capacidades de desplazamientos y consumos turísticos-culturales (de mayor a menor alcance), pero donde el deseo de la misma aparece como transclasista. El turismo se convierte en la publicidad de la cultura a partir de la regulación del ocio entendido como dimensión sensible y productiva. Lo que expresa una forma de disfrute (mercantilizado) de la cultura y obtura la posibilidad de vivencia cotidiana de la misma en su complejidad20.
La existencia de un “mercado de experiencias” trama la idea de desplazamiento- conocimiento-alteridad-consumo como parte constitutiva de la estructura de experiencia contemporánea. “Conocer” y “disfrutar” se traban en una experiencia de lo alterno accesible, predominantemente, vía consumo. Cabe entonces preguntarnos ¿Cuáles son las consecuencias de que “la cultura” se vuelva un objeto más dentro de la cadena productiva del capital cuyos garantes son el Estado y el Mercado? ¿Qué implica reconocer, más que una diferencia cultural, una nomenclatura de bienes y prácticas culturales cuyos “contenidos de consumo” están clasistamente estructurados y al servicio según la disponibilidad de desplazamiento y la capacidad de pago por accesos? Y la forma turística de presentación de la experiencia: ¿Qué repercusiones puede generar en la cultura que ésta se constituya cada vez más como mercancía a ser consumida que como trama vital de los pueblos?
Si hemos de afirmar que la cultura se ha vuelto mercancía, si su forma encuentra en las dinámicas del turismo una posible/deseable manera de hacer “lazo” en nuestras sociedades, las preguntas enunciadas se vuelven radicalmente pertinentes para comprender la regulación de la sensibilidad, y por ende de la conflictividad social contemporánea.