Editorial
El campo en disputa. Discontinuidades, postautonomías e indisciplinas de la comunicación y la cultura
Como señaló Foucault en alguna ocasión, más de uno escribe PARA perder el rostro. Un desafío semejante podría concretarse, en una de sus variantes, en el difícil trabajo de escribir a cuatro manos, hasta el punto en que ya no se sepa quién escribió cada página, por parafrasear a Borges, tal como recuerda una de las citas que precede El campo en disputa. Discontinuidades, postautonomías e indisciplinas de la comunicación y la cultura, de Victor Silva Echeto y Rodrigo Browne Sartori. Escribir −entonces− no para constatar un saber ya cristalizado sino para seguir cavando en el lecho de lo desconocido.
Desde esa política de la escritura, se trata de transitar los caminos de lo pen- sable que abre una forma de subjetivación semejante. En la línea investigativa abierta por Escrituras híbridas y rizomáticas. Pasajes intersticiales, pensamiento del entre, cultura y comunicación (ArCiBel, Sevilla, 2003) y proseguida por Antropofagias. Las indisciplinas de la comunicación (Biblioteca Nueva, Madrid, 2007), Silva y Browne reanudan una escritura que plantea la heteroglosia como estrategia teórica para indagar sobre las complejidades del presente. Antes que clausura dogmática, su apuesta en común consiste en ensayar un pensamiento nómade. A la confortante tranquilidad apodíctica, los autores contraponen una escritura de la incertidumbre, esto es, un ensayo que hace de la interrogación su condición de existencia. A la domesticación del discurso académico, así, cabe solicitarlo mediante el “pensamiento salvaje”, indisciplinado, que rehúye la racionalidad administrativa hegemónica en estos tiempos de neoconservadurismo canalla.
Desde esa forma de asedio a la cosa (espectral), nace esta interrogación perpleja, siempre y necesariamente al borde del precipicio. La crítica de la comunicación y la cultura −teniendo en cuenta las mutaciones tecnológicas, discursivas y visuales producidas en la ciberya o el ciberespacio− constituyen su punto de partida o, si se prefiere, uno de los nudos que los autores se proponen cartografiar, a partir de líneas heterogéneas en las que se entrelazan de modo “post-autónomo” teoría y crítica cultural, poesía y rock, entre otros registros, en tanto formas diferenciales de conocimiento. Espacio de entrecruzamiento, sin dudas, que invita a incursionar por lo comunicacional no ya como un dominio cerrado de saber sino como zona des-limitada de problematización.
Los autores parecen tener prisa por deshacerse de categorías como “totalidad”, “verdad”, “sujeto” o “ideología”, características −en sus líneas dominantes− del discurso filosófico moderno. Desde un proyecto de posmodernidad crítica, la “teoría tradicional” es perforada desde múltiples flancos, incluyendo los que lanzan los cuerpos deseantes que se desplazan en las intersecciones del territorio o desde la heterotopía de cuño libertario. La deriva es promisoria a la vez que riesgosa. No puede más que activar una lectura desde la sospecha −y tanto más sospechosa cuanto más promisoria.
En una época de crisis de la representación (también llamada “época post-epistemológica”), uno de los blancos de Silva y Browne es la teoría de los campos (especialmente, el artístico y el científico) de Pierre Bourdieu, en lo que tendrían de presuntamente autónomos. Aunque la objeción no tiene en cuenta las especificaciones que realizara el propio sociólogo (en particular, su énfasis en el concepto de «sobredeterminación», que implica a la vez «interdependencia» y «autonomía relativa» de cada campo con respecto a los otros), el señalamiento es relevante para apuntalar un pensamiento de la comunicación que vaya no sólo más allá de una lógica disciplinar (lo que desde hace tiempo conocemos como «transdisciplinariedad») sino que abiertamente desafíe su dominio de problemas, conceptos y objetos teóricos.
La antidisciplina de Silva y Browne, por su parte, no deja de plantear preguntas relevantes, no sólo ni principalmente de índole metodológica y operativa, sino también de carácter teórico. ¿Cuáles son las especificidades de lo comunicacional, si es que pueden reconocerse algunas? ¿Qué condiciones de validación plantea una propuesta epistemológica de este tipo? ¿Qué problemáticas e itinerarios conceptuales delimita, asumiendo que estructuralmente la posibilidad de una lectura omnicomprehensiva está descartada? ¿Cómo articula un proyecto teórico así destotalizado la crítica multidimensional a la formación social capitalista? Y, finalmente, ¿cómo evita una regresión al infinito una deriva antidisciplinaria así formulada?
Puesto que las preguntas son parte de la autorreflexión de toda práctica teórica, no tenemos por qué hacer de ellas un pretexto para no ahondar en sus formulaciones. De hecho, tanto más desafiante resulta en cuanto permite la reformulación de problemáticas que siguen retornando como parte de las irresoluciones del presente. Desde una posición teórica que reincide en la imposibilidad de los metarrelatos totalizadores y, en especial, que pone bajo sospecha la verdad, El campo en disputa cuestiona la separación conceptual −dentro de las ciencias sociales− entre un área específica de lo social y sus condicionantes externos: en el capitalismo tardío los cruces entre lo político, lo social y lo eco- nómico en los procesos de comunicación se hacen cada vez más manifiestos, invalidando el cierre disciplinario al que dicha separación habría dado lugar.
Partiendo de una crítica post-estructuralista y anti-hermenéutica, en esta escena que se autodescribe como genealógica, son llamados a debatir autores diversos −apoyándose en Deleuze, Guattari, Derrida, Kristeva, Foucault, Lyotard o Sontang−. La propia postmodernidad se difumina en lo que los autores llaman “desorden interpretativo”. En ese contexto de inestabilidad, Silva y Browne retoman la pregunta acerca de lo que es un área de conocimiento o sobre cómo delimitar el arte. Las tentativas de respuesta −desde J.P Sartre a T. Eagleton, pasando por M. Poster o R. Jakobson− apuntan a una genealogía de lo formal y a la admisión de la falta de referente en lo atinente a lo literario. Las problemáticas, sin embargo, en vez de ser recorridas de forma lineal, son entrecortadas por nuevos interrogantes, derivando por diferentes nudos, como la diferencia entre “comentario” y “crítica” o la dimensión del lenguaje como “controlador del conflicto”. Tras un recorrido a vuelo de pájaro por diferentes áreas, la conclusión de los autores es clara: “(…) el elemento transversal que cruza el análisis psicoanalítico, hermenéutico y lingüístico es el papel de la representación en las ciencias sociales” (51). En esta economía disciplinaria de la modernidad, el ordenamiento del saber se produce a partir de su compartimentación como literatura, filosofía, arte, psicoanálisis, economía política o filología… ¿Cuáles son, pues, las implicaciones radicales de la actual crisis representacional?
No pretendo, sin embargo, seguir paso a paso un texto que se mueve más por saltos que por inferencias. Su lógica es la de la conexión insólita antes que la de la relación deductiva. De ahí su imprevisibilidad, un recorrido caleidoscópico que indaga sobre diversas concepciones del sujeto sin dejar por ello de cuestionarlo como “significante totalizador y universal”, así como la autoridad del autor o su transferencia al texto, de la mano −esta vez− de autores como Lévi-Strauss, Foucault, Barthes o Agamben. La resultante de una reflexión semejante no es otra que el trazado de un “vacío central”: el de la escritura como una suerte de “exención sistemática del sentido” o el del autor como una “función” producto de un dispositivo de enunciación. Por esa vía, la escritura se hace revolucionaria “[…] pues rehusar la detención del sentido es, en definitiva, rechazar a Dios y a sus hipóstasis como son la razón, la ciencia y la ley” (71).
El trabajo deconstructivo no se detiene ahí: la propia lectura y los lectores son interrogados, como “respuesta a un imperativo del texto” (en términos de Miller). Tampoco aquí los autores vacilan en desplazarse de la teoría semiótica al campo de la literatura:
En definitiva, la búsqueda del lector es la intriga policíaca de los indicios del sentido de un texto abandonado en los fragmentos inestables del tiempo-acontecimiento. Por eso, la novela negra y la novela policíaca son dos de los ejemplos más destacados para formularse una teoría de la lectura (74).
Los espectros del sujeto reaparecen, sea a partir de Žižek o de Badiou, pues- tos a jugar con la música no armónica (“desmusicalizada”), para culminar en una crítica antiuniversalista y antihumanista, tal como algunos teóricos del estructuralismo plantearon en su momento. El fluir del texto se hace así sorprendente, como por ejemplo en el abordaje que hace sobre la música de Cage (ligada al legado nietzscheano) y su “devenir sonido del silencio”, introduciendo una ruptura sonora que conecta a la cultura popular a la vez que cuestiona la jerarquía de la “alta cultura”. Páginas tan preciosas como eruditas, en cualquier caso, con independencia a si sus tesis globales nos resultan del todo plausibles o si, por el contrario, nos invitan a debatir sin término.
Una vez más, la cuestión no es si acordamos o disentimos sino más bien si un tejido (inter)textual así urdido puede ayudarnos a seguir pensando problemáticas centrales activas en nuestros horizontes interpretativos. Una escritura no secuencial o no lineal, así planteada, habilita a continuar caminos textuales diversos e incluso ilimitados, multiplicando los sentidos en vez de clausurarlos a partir de una hermenéutica de la verdad. Si bien esa falta de clausura semiótica interroga acerca de los límites de la interpretación (o, si se prefiere, de la lectura), resulta manifiesto que la crítica cultural atraviesa un tiempo de incertidumbre que no puede resolverse con una teoría clásica del sujeto como “autor” −en el sentido fuerte del término− o de una teoría de la representación insistentemente cuestionada.
En una época de éxtasis comunicacional, una de las conclusiones que propone El campo en disputa es que “[…] el simulacro y la virtualidad, más que la representación, no se dejan absorber por las prácticas del capitalismo, sino que incrementan sus contradicciones” (117). Desde la “potencia del simulacro” se trataría así de producir una política de desajustes, produciendo otros acontecimientos desde sentidos abiertos y libres.
Como ya es habitual en esta escritura plural, parte de su cartografía se estructura a partir de un juego de réplicas críticas con respecto a discursos heterogéneos. Al libro de Silva y Browne podría aplicársele, de forma invertida, lo que éste señala con respecto a las producciones tempranas de Foucault: su apertura al acontecimiento, receptiva al fragmento, deja todo en el aire. Aunque como gesto político no cabe sino celebrar esa apertura, no es una empresa carente de riesgos, comenzando por la posibilidad de que un trazado tan polifacético y vasto no sólo no permita elucidar las implicaciones de cada decisión teórica, sino que incluso torne la propia estrategia argumentativa poco convincente. El difuminado de fronteras teóricas y de pertinencias problemáticas, en ese sentido, bien podría recaer en una operación retotalizadora que es uno de los fantasmas que aquí se trata de conjurar.
Las disputas en el campo están ahí y un itinerario rizomático así formulado no sólo no elude sino que incita las prácticas del disenso. Al fin de cuentas, ¿qué podría significar en nuestra época tumultuosa un “ensayo” sino la tentativa incierta y difícil de aventurarse en el riesgo?