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CONSTRUIR A PARTIR DE LA CATÁSTROFE: DEL MITO DEL PROGRESO AL ÁNGEL DE LA HISTORIA
Rita Guidarelli Mattioli Gutiérrez
Rita Guidarelli Mattioli Gutiérrez
CONSTRUIR A PARTIR DE LA CATÁSTROFE: DEL MITO DEL PROGRESO AL ÁNGEL DE LA HISTORIA
Building upon catastrophe: From the myth of progress to the angel of history
Avá. Revista de Antropología, vol. 39, pp. 101-120, 2021
Universidad Nacional de Misiones
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Resumen: En este artículo se intenta pensar la catástrofe ambiental que enfrentamos hoy en día a partir del análisis crítico de la dupla conceptual naturaleza-cultura y de la noción de historia entendida como progreso. Para ello, se hace un recorrido por algunas de las causas y consecuencias del antropoceno (también llamado capitaloceno) y se profundiza en maneras diversas de ubicar lo humano en el mundo. Finalmente, se propone la figura benjaminiana del ángel de la historia como alternativa al mito prometeico del progreso.

Palabras clave: Catástrofe, Naturaleza-Cultura, Progreso, Ángel de la historia.

Abstract: Throughout this paper, the author considers the current environmental catastrophe by critically analyzing the conceptual pair nature-culture and the idea of history as progress. Specifically, the author explores some of the causes and consequences of the Anthropocene (also known as the Capitalocene) while analyzing how humanity is differently positioned in the world. Finally, the author suggests the Benjaminian figure of the angel of history as an alternative to the Promethean myth of progress.

Keywords: Catastrophe, Nature-Culture, Progress, Angel of history.

Carátula del artículo

DOSSIER

CONSTRUIR A PARTIR DE LA CATÁSTROFE: DEL MITO DEL PROGRESO AL ÁNGEL DE LA HISTORIA

Building upon catastrophe: From the myth of progress to the angel of history

Rita Guidarelli Mattioli Gutiérrez
Universidad Nacional Autónoma de México, México
Avá. Revista de Antropología, vol. 39, pp. 101-120, 2021
Universidad Nacional de Misiones

Recepción: 19 Julio 2021

Aprobación: 14 Diciembre 2021

La catástrofe de nuestros días

De las costumbres más antiguas de los pueblos parece surgir hoy una advertencia dirigida a nosotros: que al recibir lo que la naturaleza nos ofrece tan generosamente evitemos el gesto de codicia. Pues no podemos regalarle nada nuestro a la madre tierra. Por lo tanto, conviene que mostremos reverencia en el tomar, devolviéndole a la madre tierra una parte de lo que recibimos antes de apoderarnos de lo que nos corresponde. Una reverencia que nos habla desde la vieja costumbre de la libación. Tal vez esta antiquísima experiencia moral se conserve aún, modificada, en la prohibición de recoger las espigas olvidadas y las uvas caídas, las cuales benefician a la tierra o a los antepasados protectores. En Atenas estaba prohibido recoger las migajas durante la comida, porque pertenecen a los héroes. En cuanto la necesidad y la avidez hayan hecho degenerar la sociedad hasta que ya sólo pueda recibir de forma predadora los regalos que le ofrece la naturaleza, hasta el punto de llegar a arrebatarle sus frutos antes que lleguen a la madurez para poder venderlos a buen precio, y hasta el punto de vaciar todos los platos para mejor saciarse, toda su tierra se empobrecerá, y el campo le dará malas cosechas (Benjamin, 2014: 29).

A finales de la década de 1870, Piotr Kropotkin, geógrafo anarquista ruso, comenzó a escribir en torno a la desertificación de la tierra. De acuerdo con sus estudios en Siberia, después de una era glaciar era esperable que el planeta se fuera calentando poco a poco. El clima, pensaba Kropotkin, “lejos de ser estacionario, había estado cambiando continuamente en un sentido unidireccional y sin la ayuda del hombre a lo largo de la historia” (Davis, 2017: 23). La desecación progresiva era, desde esta perspectiva, meramente un fenómeno natural, “un hecho geológico” (Kropotkin citado en Davis, 2017: 26).

Con el paso del tiempo, otros investigadores comprendieron que el proceso de calentamiento se relacionaba con una mayor cantidad de dióxido de carbono en el aire (Kropotkin citado en Davis, 2017: 35-36). Al buscar las causas de ese cambio, cayeron en cuenta de que, más que deberse a los ciclos de la naturaleza, la responsabilidad recaía en esta ocasión sobre la actividad humana, en particular el desarrollo industrial y su uso excesivo de combustibles fósiles. Desde la revolución industrial ocurrida a mediados del siglo XVII, la tierra entera parece estarse transformando poco a poco en un inmenso desierto despoblado de árboles y plantas; lagos, ríos y otros cuerpos de agua; animales y criaturas varias que habitan en bosques, selvas, mares y demás ecosistemas.

Durante la década de 1980, Eugene Stoermer, ecólogo de la Universidad de Michigan, propuso un término novedoso para dar cuenta de la era que estamos viviendo: el Antropoceno. Unos años más tarde, ya en el umbral del siglo XXI, Paul Crutzer, premio nobel de química, recuperó aquel vocablo reabriendo el debate acerca de la responsabilidad humana en el estado actual del planeta (Haraway, 2016: 49). De acuerdo con ellos, el Antropoceno es una nueva era geológica caracterizada por las transformaciones que, en la biósfera y el tiempo terrestre, ha ocasionado la actividad de los seres humanos. Así pues, en esta nueva época se reconoce a la humanidad como un agente transformador de la estructura y los procesos de la tierra, es decir, como “una fuerza geológica mayor” (Moore, 2016: 3).

La “era del hombre” está directamente vinculada con el calentamiento global y la sexta ola de extinción masiva de la vida terrestre que, según un grupo de especialistas, está ocurriendo hoy en día. Mientras que las cinco extinciones previas se debieron a procesos geológicos como eventos climáticos o erupciones volcánicas, o incluso a fenómenos celestes como el impacto de un asteroide en el sureste mexicano, ésta es la primera vez que una desaparición masiva es ocasionada por una especie viviente (Carrington, 2017).

Desde el origen de lo que llamamos civilización, los seres humanos han acabado con 83% de los mamíferos en estado salvaje, así como con la mitad de las plantas silvestres que habitaban la tierra (Carrington, 2018). Una de cada ocho especies de aves está en riesgo de extinción (Barkham, 2018), mientras que 40% de los insectos del mundo está desapareciendo. Además, de 1970 a la fecha la humanidad ha arrasado con 60% de las poblaciones animales y vegetales (Carrington, 2018). Así lo resumen 59 científicos de todo el planeta: “el vasto y creciente consumo de comida y recursos por parte de la población global está destruyendo la red de la vida, billones de años en su hacerse” (Carrington, 2018).

El territorio habitado por todas esas especies está siendo devastado sobre todo para ampliar los espacios de la agricultura y la ganadería. La tala de bosques y selvas, la introducción de especies no endémicas e invasivas, la caza y la pesca ilimitadas, el cambio climático, el desarrollo residencial y comercial, lo mismo que la cacería furtiva, son otras causantes de la catástrofe. Todas ellas tienen en común el mismo agente: el Homo sapiens.

Frente a este horizonte de desesperanza, Jane Goodall, bióloga reconocida por sus investigaciones sobre la vida de los chimpancés y por su trabajo en defensa de la biodiversidad, ha formulado una pregunta que parece condensar inquietudes compartidas por muchos: “¿Cómo es posible que la criatura más intelectual que haya pisado la tierra esté destruyendo su único hogar?” (Goodall, 2018). Y es que solemos pensarnos como una especie excepcional, como seres esencialmente distintos al resto de las criaturas con quienes compartimos el planeta.

Esta supuesta “excepcionalidad humana” –fundamentada en la carencia de lenguaje, autoconciencia, racionalidad y agencia moral con la que solemos identificar a los animales no humanos (Van Dooren, 2014: 2226) – es uno de los elementos que, a juicio de algunos investigadores, permite interrogar el concepto del Antropoceno. En opinión, por ejemplo, de Eileen Crist, “el discurso del Antropoceno ofrece un autorretrato prometeico: una especie ingeniosa, aunque desordenada, que se distingue a sí misma del escenario de la vida meramente-viviente, encumbrándose de modo tal que amerita un nombre distinto (anthropos significa ‘hombre’, lo que implica siempre ‘no animal’)” (Crist, 2016: 16). Dicho discurso excluye la posibilidad de poner en duda el dominio humano sobre la tierra y, en cambio, lo racionaliza e incluso lo “reverdece” (Crist, 2016: 15, 29), disfrazándolo de ecología y desarrollo sustentable. Sus consecuencias son profundas y rebasan el orden de lo material, pues enturbian nuestra habilidad “de crear (o aun de imaginar) otro modo de vida” (Crist, 2016: 23).

Pero los problemas conceptuales del Antropoceno no terminan allí. David Hartley enumera cinco cuestiones que, a su parecer, resultan problemáticas de los usos de aquel término: su noción abstracta y ahistórica de humanidad; su determinismo tecnológico, que considera la tecnología como algo ajeno a lo político; su concepción del tiempo como un proceso lineal y homogéneo, comenzando en el pasado y avanzando hasta alcanzar el presente; su idea de la historia como progreso e ilustración; y, por último, su discurso tecnocrático (Hartley, 2016: 155-157).

Quizá, entonces, las palabras de Tris Allison (o al menos la primera parte) puedan servirnos para comprender el horizonte de pensamiento de muchos científicos: “Todo es reversible porque lamentablemente todo ha sido hecho por la humanidad” (en Barkham, 2018).

Aunque, a diferencia de Allison, Kropotkin consideraba la desertificación de la tierra como un proceso natural, también tenía en mente una acción concreta para prevenirla: la siembra de árboles, que en opinión del geógrafo anarquista podía transformar los desiertos en bosques (Davis, 2017: 26). En comparación con las propuestas innovadoras de los científicos contemporáneos, sembrar árboles sin una finalidad ulterior, es decir, sin pretender explotarlos para obtener madera u otros recursos para consumo humano, puede parecernos anticuado o ingenuo. No obstante, algo parecido a la idea del anarquista ruso sucede en nuestros días, más de un siglo después de que se publicaran sus estudios siberianos.

Al norte de la India existe una localidad llamada Jorhat. Cerca de ahí fluye el río Brahmaputra, que cada año se desborda con las lluvias torrenciales del monzón, inundando las tierras cercanas. Majuli es una isla ubicada precisamente en el paso del río. Debido a las inundaciones anuales, la tierra que la conforma se ha ido erosionando cada vez más, restándole fertilidad al terreno y espacio habitable a los animales de la región. Sin embargo, al interior de la isla a los observadores curiosos les aguarda una sorpresa: “un bosque frondoso en medio de un terreno estéril” (Ninón Desan, 2014).

Eso le ocurrió al fotógrafo Jitu Kalita en uno de sus recorridos por Majuli. Un día, mientras tomaba algunas fotografías, vislumbró a lo lejos aquel bosque. Asombrado, se acercó, y entonces vio a un hombre plantando árboles. Se trataba de Jadav Payeng, un habitante de la zona a quien se conoce como “el hombre bosque de la India” (the Forest Man of India), porque todos los días, desde 1979, siembra al menos un árbol en las tierras devastadas por la erosión. Sus únicas herramientas son una rama y algunas semillas o esquejes que, hoy en día, obtiene de los mismos árboles que sembró hace cuarenta años. Desde entonces, su bosque ha crecido hasta abarcar unas 550 hectáreas, y entre sus plantas se han visto elefantes, rinocerontes, venados, tigres, buitres, que han vuelto a aquella región después de haber estado ausentes durante largo tiempo.

En el mundo hay otros bosques germinados por manos humanas. En la misma India, por ejemplo, en un pueblo de nombre Piplantri, se celebra el nacimiento de las niñas sembrando árboles. “Desde 2006 —relata Amrit Dhillon, periodista de The Guardian—, se han plantado 101 árboles por cada una de las 65-70 niñas nacidas en el pueblo cada año” (Dhillon, 2018). La costumbre brotó a raíz de la muerte de la hija adolescente de Shyam Sunder Paliwal, jefe de la aldea. Su dolor ante la pérdida fue tan grande que decidió plantar un árbol para recordar a su hija. Entonces le surgió una inquietud, que se tradujo luego en una misión: “Ella significaba tanto para mí. ¿Cómo pueden los padres matar a una niña?” (Paliwal en Dhillon, 2018). Y es que en aquel pueblo era tradicional lamentar el nacimiento de las mujeres, e incluso a menudo se les introducía un grano irregular en la boca con el fin de provocar una infección que les ocasionara la muerte.

Hay también forestas que se siembran en lugares desgastados por labores humanas milenarias, como la agricultura y el pastoreo. A eso se dedica el camarógrafo y ecologista John D. Liu. Desde 1995, cuando conoció de primera mano el proceso de rehabilitación de la meseta de Laos en China, trabaja como consultor para varios gobiernos, promoviendo proyectos regenerativos en zonas áridas de países como Jordania y Etiopía. En el documental Regreening the Desert, que sigue sus pasos por algunos de estos lugares, Liu afirma que el problema de la devastación tiene que ver con la creencia en la producción acumulativa, esto es, en obtener cada vez más recursos, en producir cada vez cantidades más grandes, en pretender generar cada vez mayores ganancias (VPRO documental, 2017). El problema es, pues, el modelo económico mundial, que se alimenta de explotación, desigualdad y megaextractivismo.

Teniendo esto en cuenta, algunos estudiosos han propuesto un término alternativo al concepto de Antropoceno: el Capitaloceno, pues consideran que señalar a la humanidad entera como responsable de la situación actual es tan injusto como impreciso. Desde su perspectiva, la responsabilidad recae más bien sobre el capitalismo, no entendido como sistema económico y social, sino, en palabras de Jason Moore, como “una manera de organizar la naturaleza” (Moore, 2016: 6), como “una ecología mundial de poder, capital y naturaleza” (Moore, 2016: 6); es decir, como “un sistema para hacer que la naturaleza –¡también la naturaleza humana!– trabaje gratis o a muy bajo costo” (Moore, 2016: 11).

¿Quiere decir esto que los seres humanos no significaron amenaza alguna para las demás especies antes del surgimiento del capitalismo? ¿Que toda forma de vida humana no capitalista ha coexistido en armonía con el resto del mundo? ¿Y que entonces la respuesta a nuestros problemas económicos, sociales, políticos y ambientales reside exclusivamente en la destrucción del aparato económico que rige nuestras vidas y el escenario en el que estamos inmersos?

De ser así, la solución sería más sencilla de lo que nos atrevemos a imaginar. Sin embargo, entre las historias de nuestro paso por la tierra hay episodios que nos permiten ampliar el panorama y vislumbrar otras experiencias entre los pliegues del telón frente al cual estamos hoy puestos en juego.

Uno de ellos nos remonta miles de años al pasado, al momento en el que algunos miembros de la humanidad salieron por primera vez del continente africano, cuna de nuestra especie. Desde entonces, el Homo sapiens ha ido acabando a su paso con otras especies animales y con ecosistemas enteros. Esto ocurrió primero en Australia, donde al menos 23 de 24 variedades de marsupiales gigantes desaparecieron ante las prácticas de caza del Homo sapiens. Luego en América, donde mamuts y tigres dientes de sable, entre otras muchas especies, fueron víctimas de la expansión del territorio habitado por dicha humanidad. Más adelante, a causa de la domesticación de algunas plantas y animales no humanos, la biodiversidad volvió a verse afectada. Y hoy en día, como resultado del calentamiento global ocasionado por nuestras prácticas de producción y consumo, estamos viviendo una nueva ola de extinción masiva de la que somos enteramente responsables (Harari, 2014).

Así lo sintetiza Jadav Payeng: “Los humanos consumen todo hasta que no queda nada. Nada está a salvo de los humanos”. Por eso, el hombre bosque de la India no duda en decir que “no hay monstruos en la naturaleza excepto los humanos” (Ninón Desan, 2014).

¿Debemos creer, entonces, que por naturaleza somos incapaces de pensarnos en el mismo nivel de existencia, de importancia, que el resto de las criaturas? ¿Que, en efecto, el Homo sapiens es una especie excepcional, dotada de características únicas, incluso en el peor sentido posible?

A nuestro juicio, no. En cambio, el problema se ubica en el orden de las ideas, en el marco conceptual según el cual realizamos nuestras vidas y orientamos nuestras prácticas. La raíz de la debacle que estamos viviendo, pensamos, se encuentra especialmente en dos asuntos: por un lado, la distinción conceptual entre naturaleza y cultura; por otro, la identificación de la historia con la noción de progreso.

Historia y naturaleza

En 1997, Hayao Miyazaki estrenó una de sus películas emblemáticas: La princesa Mononoke. Allí se cuenta la historia de Ashitaka, príncipe de un pueblo antiguo (incluso dado por muerto) herido por un enorme jabalí transmutado en demonio ante su negativa a aceptar la muerte. Para salvarse de la maldición que se expande a lo largo de su cuerpo, el joven es exiliado de la aldea. Entonces escucha de boca de un extraño la existencia de un viejo bosque donde habita un ciervo que encarna al espíritu forestal y donde tal vez le sea posible encontrar una cura para su condición.

Las criaturas que viven en el bosque de Shishigami, último reducto de las tierras sagradas habitadas por dioses, están en resistencia abierta contra los pobladores de la fortaleza de hierro de Lady Eboshi, una mujer que ha acogido entre sus muros a los rechazados por otros reinos: leprosos, prostitutas y rufianes. Mientras que la líder humana vela por el bienestar de su comunidad –a costa de la destrucción de todo lo que considera ajeno o recurso útil para alimentar el fuego de la fragua y nutrir a los suyos–, los animales no humanos, una niña adoptada por lobos y los espíritus del bosque se preocupan por la fuente de la vida toda, no sólo por la propia existencia. Naturaleza y cultura, tal como aparecen allí representadas, se conciben una a otra como enemigas: aquélla percibe a ésta como destrucción y despojo; ésta, a su vez, vive a la otra como impedimento para el progreso y la inventiva. De ahí la importancia de aquel tercer personaje, el protagonista, quien funge como mediador entre ambos bandos. Pues a diferencia de los otros, para él naturaleza y cultura, lejos de ser fuerzas antagónicas, constituyen juntas lo propiamente humano, que no es sino una de las formas de lo vivo.

En aquel filme, el director japonés logró condensar algunos conflictos clave de la historia humana: el enfrentamiento entre las nociones de naturaleza y cultura, la jerarquización de los pueblos y una visión que equipara la historia con la idea de progreso.

Respecto a lo primero, resulta usual identificar la palabra cultura con dos términos distintos: arte y civilización, siempre en antítesis con lo natural. Para algunos, la cultura tiene que ver con expresiones estéticas de diversa índole: literatura, escultura, pintura, danza, teatro, música, arquitectura, fotografía, cine; con esas formas “refinadas” del obrar humano. Para otros, hablar de cultura es referirse a grados o niveles de civilización, exclusivos además de la especie humana, que se distingue de otros animales –según reza esa visión– por su capacidad de generar lenguaje, fabricar herramientas y pensar lógicamente. Así pues, hay quienes hablan de artesanías y bellas artes, de sociedades primitivas y sociedades avanzadas, midiéndolas en función de sus tecnologías y en continua contraposición a los demás seres del mundo. No obstante, hay también quien ha puesto en duda la dicotomía habitual entre naturaleza y cultura, y pueblos enteros que han desdibujado las fronteras entre humanidad y criaturas diversas.

Tal es el caso, de acuerdo con varios estudiosos, de los pueblos amerindios. Y es que, según explica Philippe Descola, desde el norte más lejano hasta el sur más profundo, entre los pueblos originarios de América “la naturaleza no se opone a la cultura, sino que es una extensión de ella y la enriquece” (Descola, 2013: 619-625). A esto Eduardo Viveiros de Castro le ha dado el nombre de perspectivismo amerindio[1]. Se trata de una visión de la vida y el horizonte donde ésta se desenvuelve que, en lugar de defender una mirada única que ponga la excepcionalidad humana como centro, reconoce las distintas perspectivas desde las cuales cada especie se sitúa en el mundo.

Siguiendo a Viveiros de Castro, el perspectivismo es “la concepción indígena según la cual el mundo está poblado de otros sujetos, agentes o personas, más allá de los seres humanos, y que perciben la realidad diferente a los seres humanos” (Viveiros de Castro, 2013: 16). Mas no se trata de algún tipo de relativismo, es decir, de una multiplicidad de interpretaciones sobre un mundo unitario, una naturaleza invariable. Por el contrario, explica el etnólogo, en la epistemología perspectivista existe solamente un punto de vista: “aquel de todo ser consciente” (Viveiros de Castro, 2013: 54). En ese sentido, “todo actuante en posición cosmológica de sujeto ve al mundo de la misma manera” (Viveiros de Castro, 2013: 54). Lo que cambia no es, pues, la mirada, sino aquello que se mira: “todos los seres ven (‘representan’) el mundo de la misma manera: lo que cambia es el mundo que ven” (Viveiros de Castro, 2010: 53).

La humanidad no es entonces una característica o propiedad que se encuentre en una cosa u otra, sino que es más bien el nombre de una relación. Así pues, lo humano es la posición de agente, aquel que en términos lingüísticos dice “yo” (Viveiros de Castro, 2013: 77). Por eso es que, según el perspectivismo, “todas las especies pueden ser consideradas como humanas en un momento u otro” (Viveiros de Castro, 2013: 78), pues, aunque no todo es humano, “todo tiene la posibilidad de volverse humano, porque todo puede ser pensado en términos de auto-reflexión” (Viveiros de Castro, 2013: 78).

Esto genera algunos interrogantes. Uno de ellos, de particular interés, tiene que ver con la expectativa de un mundo que, por su trasfondo humano, se muestre calmo y conocido, familiar y tranquilizador. A eso aspira, por ejemplo, una mujer como Lady Eboshi, quien considera imprescindible amurallar la ciudad para protegerla de sus enemigos humanos, pero sobre todo de las incontenibles fuerzas de la naturaleza. En sentido inverso, precisa Viveiros de Castro, “cuando se humaniza todo, se torna muy peligroso” (Viveiros de Castro, 2013: 59). Y es que, en consonancia con Jadav Payeng, el antropólogo brasileño tiene claro que “la única cosa verdaderamente peligrosa en el mundo son los hombres” (Viveiros de Castro, 2013: 60). Para ilustrarlo, narra lo que ocurre, según la epistemología indígena, cuando un depredador convierte a los humanos en presa: “Un verdadero jaguar no ataca a los hombres. Si ataca a un hombre, entonces no se trata de un jaguar común, sino de un hombre disfrazado de jaguar, esto es, el jaguar en su ‘momento’ de hombre. Porque sólo los hombres matan a los hombres” (Viveiros de Castro, 2013: 60).

Otro ejemplo de lo inquietante que resulta el mundo humanizado se presenta en el antiguo mito de Prometeo, héroe civilizatorio y figura arquetípica de la historia y el progreso. Sobre él Karl Löwith, filósofo inspirado en Marx, hace la siguiente advertencia: “el ser humano recibe de Prometeo los dones […] junto con los peligros” (Löwith, 1998: 347). Veamos a qué se refiere.

Cuenta Hesiodo, en la Teogonía, que Prometeo fue el tercero de los hijos de Jápeto y la Oceánide Clímene. El “sutil Prometeo, rico en recursos” (Hesiodo, 2001: v. 511), pretendió engañar a Zeus en el momento del reparto de la carne: escondió la piel, la carne y las entrañas dentro del estómago del buey para dárselos a los hombres, ofreciendo a Zeus, “con engañoso arte” (Hesiodo, 2001: v. 541), los blancos huesos cubiertos de grasa, que desde entonces debieron ser quemados en ofrenda a los dioses. En represalia, Zeus ocultó el fuego a los humanos, condenándolos con ello al trabajo esforzado para satisfacer su hambre. Pero Prometeo, astuto y de mente engañosa, robó el fuego y lo entregó a los hombres. En venganza, Zeus no sólo castigó al titán encadenándolo a una columna donde día tras día un ave se acercaba a comer su hígado, que se regeneraba por las noches, sino que ordenó a Hefesto moldear una bella figura, ataviada con encantadoras ropas por la misma Atenea, que uniría su “funesto” linaje al de los hombres, marcando su existencia con los horrores más viles.

Para explicar el origen del trabajo, así como el surgimiento de las enfermedades que, silenciosas, llevan males a los hombres mortales, en Trabajos y días Hesiodo ofrece otra versión del mito. Antes del hurto del fuego, narra el poeta, “vivían sobre la tierra las tribus de los hombres sin males, sin arduo trabajo y sin dolorosas enfermedades que dieran destrucción a los hombres” (Hesiodo, 2001: vv. 90-92). Fue Pandora, la primera mujer, moldeada y embellecida por cuatro dioses (Hefesto, Atenea, Afrodita y Hermes), quien destapó la jarra que contenía tantos males, esparciéndolos y ocasionando “penosas preocupaciones a los hombres” (Hesiodo, 2001: v. 95). Con ello se cumplió la amenaza del irritado Zeus, quien hizo a Prometeo la siguiente advertencia:

Japenótida, conocedor de los designios sobre todas las cosas, te regocijas tras robarme el fuego y engañar mi mente, gran pena habrá para ti mismo y para los hombres venideros. A éstos, en lugar del fuego, les daré un mal con el que todos se regocijen en su corazón al acariciar su mal (Hesiodo, 2001: vv. 54-58).

El Prometeo hesiódico, lejos de ser el salvador de los humanos, es en cambio culpable de los males que los aquejan. Quizá por ello Esquilo, en su tragedia Prometeo encadenado, nos presenta a un titán conmovido por la fragilidad de los hombres, rebelde ante la tiranía de Zeus y capaz de sacrificarse para favorecer a aquellos seres considerados indignos por el resto de los inmortales.

En la tragedia, Prometeo narra su falta: por amor, haber liberado “a los humanos de caer, aplastados, en el Hades” (Esquilo, 2009: v. 235), tal como deseaba Zeus, además de haberles dado el don del fuego, del cual “sacarán el conocimiento de muchas artes” (Esquilo, 2009: v. 254); en suma, haber transformado a los hombres, de niños que eran, en criaturas inteligentes y capaces de reflexión (Esquilo, 2009: vv. 443-444). Por todo ello, el inmortal filántropo hubo de soportar un terrible castigo que, de acuerdo con el poeta trágico, se dividió en tres fases: la primera, ser encadenado a una roca en un acantilado frente al mar; la segunda, ser arrojado a los abismos de Tártaro, ubicado al fondo del Hades, donde permanecería solo y aprisionado en la oscuridad; por último, encadenado en la cima del Cáucaso, ser atacado cada día, tras la recomposición de su hígado, por el águila enviada por Zeus para torturarlo. Su suplicio terminaría cientos o incluso miles de años después gracias a la ayuda de Heracles, quien daría muerte al ave causante del sufrimiento del titán.

Entre todos los relatos que toman a Prometeo como su protagonista, existe todavía un tercero (si consideramos los dos de Hesiodo como uno solo) que, a nuestros ojos, resulta interesante: nos referimos al mito de Prometeo que narra Protágoras en el diálogo platónico que lleva su nombre.

Según versión del más renombrado de los sofistas, los dioses, que habían moldeado a las criaturas mortales de una mezcla de barro y fuego, dieron la orden a Prometeo y Epimeteo (uno previsor y el otro distraído) de repartirles las cualidades que creyeran convenientes. Epimeteo pidió a su hermano que lo dejara hacer la repartición y que, una vez concluida ésta, fuera a examinar su trabajo. Tratando de proveer balance entre las especies, buscando que todas ellas tuvieran elementos que les permitieran sobrevivir, Epimeteo gastó cada uno de los recursos disponibles antes de llegar a los seres humanos, de modo que éstos quedaron desprovistos de cualquier pelaje, armamento o calzado. Preocupado al descubrir la desprotección de estas criaturas, sin saber qué hacer, Prometeo “robó a Hefesto y a Atenea el secreto de las artes técnicas y el fuego, porque sin el fuego, aquéllas no podían poseerse y serían inútiles, y se los regaló al hombre” (Platón, 2007: 321d).

A pesar de haber recibido la ciencia de manos del titán, a los humanos les faltaba el conocimiento de la política, que estaba en poder de Zeus. Y como se causaban males unos a otros, siendo incapaces de vivir en comunidad, Zeus, temeroso del exterminio probable de la especie humana, “envió a Hermes con orden de dar a los hombres respeto y justicia, a fin de que construyesen sus ciudades y estrechasen los lazos de una común amistad” (Platón, 2007: 322c). Estos dones fueron entregados a todos los hombres, para que sin excepción pudieran intervenir en el tratamiento y el acuerdo de los asuntos públicos.

De acuerdo con Carlos García Gual, los antropólogos han dicho con suficiente frecuencia que los mitos tienen una función social significativa: “explican el mundo, justifican los hábitos y los ritos, ofrecen las causas de las pautas de comportamiento y relatan por qué las cosas son de un modo determinado” (García Gual, 2010: 84). El mito de Prometeo, desde la perspectiva del filólogo español, cuenta el origen de tres acontecimientos fundamentales para la cultura humana: el sacrificio, la posesión y el uso del fuego, así como la unión que se da entre hombre y mujer y el nuevo tipo de reproducción al que ésta da origen[2]. De estos dones, el fuego es visto como el más importante. En su domesticación se encuentra la posibilidad de cocer los alimentos, de protegerse de los depredadores e inclemencias ambientales, y de la creación de instrumentos y herramientas que facilitan la satisfacción de las necesidades de la especie.

Por su importante papel en el proceso civilizatorio, el dador del fuego –introductor de la cultura y la técnica– se ha convertido en el arquetipo del progreso. Como tal, es uno de los héroes culturales que, en opinión de Herbert Marcuse, “han persistido en la imaginación simbolizando la actitud y los actos que determinan el destino de la humanidad” (Marcuse, 2003: 154). No obstante, nos dice el teórico crítico, con la adopción de esta figura arquetípica el destino humano parece haber quedado anclado en la esfera del esfuerzo, la productividad, el progresivo sometimiento de la naturaleza y la supresión de los instintos que nos incitan a buscar la felicidad en el placer inmediato. La introducción del trabajo como la forma de vida humana por excelencia trajo consigo altos grados de represión y sufrimiento. Como Prometeo, “que crea la cultura al precio del dolor perpetuo” (Marcuse, 2003: 154), nuestro afán por el progreso técnico y el dominio sobre la tierra están tintos de cansancio y malestar. La liberación de la necesidad, de la carencia, vino entonces de la mano del encadenamiento, condena que nosotros mismos forjamos en nuestra existencia cotidiana.

Siendo así concebido el devenir humano –lo que solemos llamar historia–, debemos preguntarnos a qué se refiere la palabra progreso. ¿Denota solamente un conjunto de técnicas y herramientas que facilitan la supervivencia de nuestra especie? ¿O es acaso una noción que va más allá de esa interpretación popular?

En “La fatalidad del progreso”, Karl Löwith reflexiona ampliamente sobre este tema y emprende la búsqueda por los orígenes de aquella idea, regente sin duda en nuestra concepción del mundo. El progreso, nos advierte, no debe ser confundido con la evolución, pues, aunque ambos términos se dirigen hacia el futuro, ésta tiene que ver con el arribo a las posibilidades últimas de una especie o criatura, mientras que aquél se refiere en todos los casos a algo perfectible, que llegará a su máximo potencial en un tiempo siempre postergado. Progreso es entonces, de acuerdo con Löwith, una categoría específica de lo humano, ya que, a diferencia de los dioses y el resto de los seres vivos, sólo el ser humano está en permanente construcción. Para conformarse, requiere transformar su entorno, cultivar la naturaleza externa pero también la interna. Ése es el motivo por el que la noción de progreso está intrínsecamente vinculada con la idea de la naturaleza como algo hecho para la humanidad, útil en cuanto fuente de recursos para consumo humano.

En la antigüedad, las nociones de progreso y retroceso aparecían siempre una acompañada de la otra. Dones y peligros se percibían como consecuencia ineludible de los avances y descubrimientos de la ciencia y la técnica. De esto es ejemplo el mito de Prometeo:

Los griegos expiaron el robo del fuego sagrado en el mito de Prometeo encadenado, puesto que percibían de manera profunda que este robo otorgaba a los hombres un poder que requería de fortísimas ataduras para no acabar provocando la ruina del ser humano. Este mito manifiesta un temor sagrado a cualquier intervención humana en los poderes de la naturaleza, en el cosmos que los griegos consideraban divino y que distinguían de las pobres creaciones humanas (Löwith, 1998: 348).

En la actualidad, nos dice Löwith, esto se ha perdido. Con la aparición del cristianismo, la manera de comprender la historia sufrió un cambio radical. El progreso dejó de ser simple “apropiación de la naturaleza, a través de la cual el ser humano la hace suya” (Löwith, 1998: 333), como todo progreso –a juicio de aquel filósofo– es en su origen, y se convirtió en el recorrido de un camino necesario para llegar a un fin: la realización del reino de dios en la tierra, la consumación del espíritu o el arribo al reino de la libertad, dependiendo del punto de partida y del destino previsto para la humanidad. Desde entonces, presente y pasado cobran sentido exclusivamente en referencia a lo que vendrá después.

Tan grande fue la influencia de las filosofías de la historia postcristianas, así denominadas por Löwith, que el proyecto de la ciencia y el avance tecnológico se consolidó como la meta del progreso, teniendo en su base la percepción de la naturaleza como objeto de conocimiento, dominio y explotación. El subsecuente desarrollo de las ciencias naturales y las matemáticas– en otro tiempo también de la historia–, estuvo marcado por esa idea de origen cristiano que, aunque secularizada, “sigue considerando que el mundo fue creado por mor del ser humano” (Löwith, 1998: 347). Y es que, a lo largo de la historia, los “hombres prometeicos” han sobrepuesto el interés humano de dominación a la posibilidad de entablar un vínculo equitativo y recíproco con la naturaleza, organismo todo del que formamos parte.

Mas, como entonces, la empresa en pro de la dominación del entorno natural y sus dones sigue estando llena de peligros. Para enfrentarlos, el héroe cultural del progreso debe estar provisto de una característica ineludible: la astucia. Prometeo, conocido también como el astuto, el precavido, el previsor, es el único que en ingenio está a la altura del gran Zeus. En ese sentido, el titán aparece como un trickster, un embaucador que con sus engaños logra favorecer a los hombres, pero siempre a costa de grandes males.

Siguiendo los pasos de su arquetipo, el empoderamiento humano sobre el mundo no ha ocurrido sin estragos. Por el contrario, vez tras vez los desarrollos tecnológicos han ido acompañados de consecuencias atroces. ¿Por qué, entonces, seguir inmersos en el torbellino del progreso? Para Löwith, la respuesta es clara: por su enorme éxito, que es, no obstante, también la causa de su fatalidad. Pues una vez echada a andar la rueda del progreso, nada la detiene. Con una mecánica autónoma, el progreso continúa progresando, y nada podemos hacer para detener su marcha.

La mirada del ángel

Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él a un ángel, al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su rostro está vuelto hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina, amontonándolas sin cesar. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Este huracán lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso (Benjamin, 2008: 44-45).

Ésta es una de las imágenes más emblemáticas de toda la obra de Walter Benjamin. Se trata de la novena tesis incluida en su testamento intelectual: Sobre el concepto de historia, escrito durante 1940, tras al menos un par de décadas de reflexión, y dejado a resguardo de dos amigas: Gretel Karplus-Adorno, por correspondencia, y Hannah Arendt, en el último encuentro –casi fortuito– que los dos filósofos judeoalemanes tuvieron en Marsella antes de que Benjamin emprendiera la marcha a los Pirineos.

En esta imagen, el pensador berlinés describe lo que entiende por progreso: un huracán imparable que, a su paso, va dejando ruinas y restos amontonados por doquier. Expresada en forma de alegoría, tal vez pueda traducirse por otra frase del mismo texto, tan conocida y citada como la tesis en cuestión: aquella que afirma que “no hay documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie. Y así como éste no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de la transmisión a través del cual unos lo heredan de los otros” (Benjamin, 2008: 42). Y es que estos fragmentos condensan la crítica benjaminiana a dos nociones que hemos identificado como sustrato de la catástrofe actual: la visión de la historia como progreso y una idea de cultura que, tanto en el sentido de civilización como en el de obra artística, suele oponerse a lo natural.

Quizá lo primero que llame la atención al leer estos fragmentos sea que el protagonista de la imagen del progreso se represente como un ángel, y más aún como el “ángel de la historia”. ¿O acaso no hemos dicho, siguiendo a Karl Löwith y Herbert Marcuse, que el arquetipo del progreso solía ser Prometeo? ¿Que en el imaginario hegemónico, moderno, el mito del dador del fuego marca el inicio de la historia humana? ¿Que civilización y cultura parecieran pensarse en relación con un tiempo progresivo que se traduce en desarrollo tecnológico y dominio sobre el mundo natural? ¿Por qué razón, entonces, un filósofo interesado en el concepto de historia, como lo es Walter Benjamin, propondría ante aquella figura mítica una criatura teológica como el ángel de la historia?

Una de las pistas para comprenderlo la encontramos en la reflexión benjaminiana sobre el mito: “El concepto de mito de Benjamin —escribe al respecto Burkhardt Lindner— no se limita al de la antigüedad griega. Su fórmula descripta de manera concisa, en Destino y carácter dice: ‘mera vida’” (Lindner, 2014: 43). Y es que, en su análisis del mito, Benjamin se ocupa de la naturalización de la vida humana, de una perspectiva sobre el tiempo y la historia que plantea los sucesos como inevitables, como conformes a un movimiento natural.

Así lo explica Susan Buck-Morss en Dialéctica de la mirada, un hondo estudio del proyecto de los pasajes al que Benjamin le dedicó las últimas décadas de su vida, y que estaba intricadamente vinculado con sus tesis en torno al concepto de historia:

Cuando los referentes históricos son considerados como “naturales”, afirmándolos acríticamente e identificando el curso empírico en su desarrollo con el progreso, el resultado es el mito; cuando la naturaleza prehistórica es evocada en el acto de nombrar lo históricamente moderno, el efecto es la desmitificación (Buck-Morss, 1995: 85).

Por ello Benjamin, buscando alternativas al mirar mítico, en lugar de sumergirse en la exploración de relatos contemporáneos o de viejos mitos olvidados, centra su atención en otra forma literaria, una más cercana al inicio de los tiempos modernos que a la antigüedad: la alegoría, en particular aquella del teatro barroco alemán, del Trauerspiel.

En un pequeño texto de nombre “Trauerspiel y tragedia”, nuestro filósofo hace una distinción entre esas dos formas teatrales a partir de su posición ante el tiempo, en específico, ante el tiempo de la historia. Éste, escribe Benjamin, “es infinito en cada dirección y está sin consumar en cada instante” (Benjamin, 2010a: 138); por esta razón es contrario al tiempo de la mecánica, físicamente medido.

Mientras que la tragedia se caracteriza por representar un tiempo consumado, donde la muerte del héroe aparece como una ironía de la inmortalidad (Benjamin, 2010a: 138), el drama barroco alemán está orientado por la repetición, por la conciencia de que “ninguna forma puede reposar cerrada en ella” (Benjamin, 2010a: 141). Y es que el tiempo del Trauerspiel, explica Benjamin, a pesar de ser finito, no está consumado: “No se trata de un tiempo individual, pero tampoco de una generalidad histórica. El Trauerspiel es pues, en todos los sentidos, una forma intermedia. La generalidad de su tiempo es fantasmagórica, no mítica” (Benjamin, 2010a: 140). Así pues, el drama barroco alemán permanece abierto, en contraste con la tragedia, cuyo “carácter temporal queda agotado y configurado en la forma dramática” (Benjamin, 2010a: 141).

Frente al mito, entrelazado con la tragedia y, por ello, caracterizado por una visión cerrada del tiempo y de la historia, la alegoría, entretejida al Trauerspiel, se muestra abierta. Al explicar por qué las cosas han devenido tal y como son, sin dejar espacio alguno para transformaciones o desvíos, podría incluso decirse que el mito es ajeno a la historicidad. La alegoría, en cambio, por su carácter siempre fragmentario, ofrece otras posibilidades y, en ese sentido, parecería ser más cercano a la historia.

Así lo sintetiza, de nuevo, Buck-Morss:

En el mito, el pasaje del tiempo asume la forma de la predeterminación. El curso de los acontecimientos está predeterminado por los dioses, escrito en las estrellas, anunciado por los oráculos, o inscrito en los textos sagrados. En términos estrictos, mito e historia son incompatibles. El primero prescribe que, en tanto los seres humanos son impotentes para interferir en la obra del destino, nada verdaderamente nuevo puede ocurrir, mientras que el concepto de historia supone la posibilidad de influencia humana sobre los acontecimientos, y con ella, la responsabilidad moral y política de los agentes, como agentes conscientes en la conformación de su destino” (Buck-Morss, 1995: 95).

El mito no permite el movimiento, no deja espacio para la acción. Y en tanto que la historia siga siendo entendida como progreso, es decir, como algo que sigue su curso natural hacia adelante, tanto en el tiempo como en el espacio, habrá de pensarse en ella en términos míticos, esto es, como destino.

Mas el destino no puede considerarse la causa de la historia, o al menos así lo piensa Benjamin, para quien “el ser humano no tiene un destino, sino que el sujeto del destino es como tal indeterminable” (Benjamin, 2010b: 179). Y lo mismo ocurre en relación con el progreso como cuando se habla de catástrofe. De hecho, en el pensamiento benjaminiano progreso y catástrofe aparecen con frecuencia juntos: “El concepto de progreso cabe fundarlo en la idea de catástrofe. Que todo siga así es la catástrofe. Ésta no es lo inminente cada vez, sino que es lo cada vez ya dado” (Benjamin, 2014b: 238)[3].

En este fragmento de “Parque central”, recuperado más tarde en el Libro de los pasajes, la relación entre progreso y catástrofe se hace explícita: ambos se muestran como las dos caras de la misma moneda. Y es esto justamente lo que el ángel de la historia observa con terror ante el paso del huracán del progreso. Mientras se promete la mejora, el perfeccionamiento de la técnica y la calidad de vida humana, lo que queda son restos, ruinas de lo sido. No hay progreso sin destrucción, no hay avance sin despojos. Por eso, en opinión de Benjamin, al mito del progreso hay que hacerle frente con la alegoría, precisamente porque ésta “se aferra a las ruinas” (Benjamin, 2014b: 219). Así pues, piensa el filósofo de Berlín, “en la alegoría ha de mostrarse el antídoto usado contra el mito” (Benjamin, 2014b: 231).

La figura del ángel de la historia es, pues, alegórica. La tesis donde aparece constituye, entonces, una alegoría del progreso como punta de lanza de cierta mirada sobre la historia. No obstante, a pesar de tener esto claro, todavía nos sigue rondando una pregunta: ¿por qué un ángel?

En un ensayo de nombre “Walter Benjamin y su ángel”, Gershom Scholem relata que aquella figura aparece con alguna frecuencia en la obra benjaminiana. Tal vez esto se deba al amor tan especial que el filósofo judeogermano sentía por el cuadro de Klee, Angelus Novus, adquirido por él durante el verano de 1921 y considerado “como su posesión más importante” (Scholem, 2004: 67). Por entonces Benjamin tenía pensado editar una revista. Preocupado de que se tratara de una publicación de la mayor actualidad, decidió nombrarla como aquella pintura, dando por explicación lo siguiente:

De este modo llegamos a lo efímero que hay en la revista, de lo cual es consciente ya desde el principio, dado que éste es el precio que tiene que pagar por su búsqueda de verdadera actualidad. Al fin y al cabo, una vieja leyenda talmúdica dice que los ángeles son creados (cantidades ingentes a cada instante de ángeles nuevos) para, una vez que han entonado su himno ante Dios, terminar y disolverse ya en la nada. El nombre de la revista significa que busca aquella única actualidad que puede ser, al tiempo, verdadera (Benjamin, 2010c: 250).

Esta leyenda, junto con el ángel, reaparece una década más tarde en otro lugar. Nos referimos a las dos versiones de un texto de carácter autobiográfico que lleva por título “Agesilaus Santander”, escrito por Benjamin durante su estancia en Ibiza en agosto de 1933.

Tras un análisis profundo, Scholem concluye que aquel nombre corresponde a un anagrama: Agesilaus Santander resulta del reordenamiento de las letras que componen Der Angelus Satanas más una letra i. Esto, nos advierte, no debe extrañarnos, pues “el gusto de Benjamin por los anagramas lo acompañó a lo largo de toda su vida. Era uno de sus placeres favoritos componer anagramas” (Scholem, 2004: 75). De hecho, continúa narrando Scholem, “en muchos de sus ensayos usaba el anagrama Anni M. Bie en lugar del nombre Benjamin. Una página completa de su propio puño, sobre la que compuso anagramas, fue descubierta entre sus papeles póstumos en Fráncfort” (Scholem, 2004: 75).

Además del título, con su tono lúdico y misterioso, llama la atención de aquel escrito el énfasis que pone el autor en el gesto de la mirada. En ambas versiones se dice que el ángel envuelve con la mirada a quien se ubica delante de él para retroceder más tarde, “de pronto e inexorablemente” (Benjamin citado en Scholem, 2004: 61), o bien que “fija sobre él su mirada largo tiempo, luego retrocede de pronto inexorable” (Benjamin citado en Scholem, 2004: 63). Y es que la mirada del ángel es, sin duda, algo sobre lo que vale la pena detenerse. Mas no sólo en este caso, sino también cuando pensamos las tesis Sobre el concepto de historia, donde, en palabras de Juan Mayorga, “la orientación de la mirada es, de hecho, tema central” (Mayorga, 2003: 97).

A diferencia del jorobadito de su infancia, quien elegía con la mirada a una persona, manteniéndose al tiempo oculto para no ser visto, el ángel del que aquí se habla –quizá, como dice Scholem, el ángel personal de Walter Benjamin– mira de frente, a los ojos, “a quien ya no está dispuesto a abandonar, pues lo ha elegido” (Scholem, 2004: 85). Es más, “el ángel mira fijamente a aquel que ha llegado a poseer una visión de él, a aquel que se deja fascinar por él sosteniéndole la mirada” (Scholem, 2004: 88).

La mirada del ángel no es, pues, esquiva, sino directa; no es secreta, sino abierta; no es turbia, sino franca. Pero es también una mirada impotente. Es la mirada de un personaje que no puede hacer más que observar y, acaso con lo que reflejan sus ojos, con la profundidad de su gesto, cumplir la función de mensajero;[4] ser testigo, pero nunca agente.

Justo eso ocurre con el ángel de la historia, “el mensajero autorizado del testamento benjaminiano”, según observa Reyes Mate (Mate, 2006: 158). Y es que “su impotencia remite a la responsabilidad del hombre que hace la historia” (Mate, 2006: 161).

De aquél se ha dicho que posee una mirada melancólica, “angustiada y llena de tristeza”, aunque a la vez “fuente de esperanza” (Gandler, 2005: 79). Se ha dicho también que mira hacia atrás porque “sólo puede relacionarse con el pasado” (Gandler, 2005: 75); por eso “es un ángel rebelde, que se vuelve para mirar atrás y da la espalda al futuro, resistiéndose al soplo huracanado del progreso” (Echeverría, 2005: 31). El ángel de la historia no puede hacer más, pues es incapaz de plegar sus alas y dejar de avanzar aun deseándolo. Sólo le resta pasar el mensaje a un observador atento que, como hemos dicho antes, fije la mirada en él.

Pero ¿qué es lo que el ángel ha visto? ¿Qué es lo que se refleja en su rostro aterrorizado, con ojos muy abiertos? ¿En qué consiste, en suma, su mensaje? En vislumbrar a través de una rendija esperanzadora, aunque apenas perceptible, que aún entre las ruinas, que aún debajo de los escombros, hay posibilidades para la vida.

Eso mismo es lo que Benjamin encontró en la alegoría del teatro barroco alemán y en su insignia, la calavera. Ahí mismo, entre los huesos, nacen pequeños brotes, germinan viejas semillas. Por eso podríamos decir, en palabras de Reyes Mate, que:

La mirada del ángel es la del alegorista. Será impotente a la hora de dar una respuesta, pero él ya ha visto el problema: ha captado la vida que yace bajo los escombros, ha oído respirar lo que parecía inerte, hasta ha escuchado un leve susurro que emerge de ese pasado abandonado y habla de su derecho a la felicidad. Este rostro vuelto hacia atrás es una fuente de vida porque divisa en la vida frustrada un proyecto futuro. El ángel de la historia es un profeta del presente puesto que conoce lo que yace oculto bajo nuestros pies, un yacimiento que transformará la política en un momento de novedad y no de mera repetición del pasado (Mate, 2006: 161).

Así como al ángel de la historia no le es dado actuar, puesto que ya no está en el mundo para compartir su canto, sino para observar –con su mirada dialéctica–[5] la naturaleza destructiva, catastrófica, del progreso, la alegoría se muestra también insuficiente. Los alegoristas del barroco alemán, e incluso otros como Baudelaire, optaron, en opinión de Benjamin, por esperar la liberación, el reino restaurador, después de la muerte. Con ello, renunciaron a su capacidad de actuar aquí y ahora, en el presente de la historia. Y dado que “no hay liberación idealista del mito, sino sólo liberación materialista” (Benjamin, 2010d: 374), se volvió necesario buscar otras formas –también literarias–, lo mismo que otros modos de pensar la historia, para llevar a cabo la auténtica revolución: detener el huracán, interrumpir el tiempo lineal, “homogéneo y vacío” (Benjamin, 2008: 51), de la idea que identifica la historia con la noción de progreso.

Y es que, a ojos de Benjamin, por entonces era claro que incluso la revolución socialista de aquellos tiempos, en sus dos vertientes: soviética y socialdemócrata, no tenía pensado dar “el manotazo hacia el freno de emergencia” de la locomotora de la historia mundial (Benjamin, 2008: 70). Por el contrario, se mostró incapaz de romper con la visión historicista y, más importante aún, con el mito del progreso. Así pues, en aras de un avance siempre futuro, se justificaron actos atroces de aquel presente y del pasado, y se siguió explotando la tierra y a las personas, destruyendo a los opositores lo mismo que el entorno natural, oprimiendo a los ciudadanos, quienes debían aguantar sufrimientos viejos y otros nuevos con la esperanza de un futuro mejor, de una felicidad que estaba por llegar.

Pero esa promesa no se cumplió. El régimen socialdemócrata alemán dio paso al nazismo, mientras que el socialismo soviético devino en régimen totalitario. Y uno y otro siguieron profundizando la industrialización, el capitalismo de estado, buscando desarrollos tecnológicos e impulsando investigaciones científicas que se convirtieron, muchas veces, en industria de muerte.

¿Cómo darle la vuelta, entonces, a la catástrofe de nuestros días? ¿Cómo salir del atolladero de la historia entendida como progreso, que sigue vigente aún en los gobiernos que se autodenominan “progresistas”? ¿Cómo acabar con la separación tajante entre naturaleza y cultura, entre humanidad y lo viviente entero? ¿Quizá rompiendo con las viejas teorías, con los viejos relatos, y construyendo ideas nuevas sobre la revolución y nuevos movimientos que la hagan posible? ¿O bien regresando a un pasado antiguo, de alguna manera todavía actual, vislumbrado por algunos como la única sociedad sin clases realmente existente? ¿O quizá incluso reverdeciendo el desierto, dando vuelta atrás a los procesos destructivos de los que somos responsables?

Tal vez podamos empezar escuchando con atención las historias que contamos, desmenuzando los relatos que narran nuestro origen como especie y como pueblos, fijándonos, como plantea Donna Haraway, en “qué historias cuentan las historias” (Haraway, 2016: 39, 42). Pues allí están contenidas las ideas y las prácticas que dan forma a nuestra vida, a nuestro entorno, a eso que solemos llamar nuestro mundo.

Material suplementario
Información adicional

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Notas
Notas
[1] A raíz de sus conversaciones con Tania Stolze Lima, exalumna y actual colega suya.
[2] En la tradición griega, antes de la aparición de Pandora, se decía que los hombres nacían del barro.
[3] En ese mismo texto hay otro fragmento particularmente interesante en torno a la noción de catástrofe: “El curso de la historia, representado bajo el concepto de catástrofe, no puede reclamar más del pensador que el caleidoscopio en las manos de un niño, que destruye mediante cada giro lo ordenado para crear así un orden nuevo. La imagen tiene fundamentados sus derechos; los conceptos de los que dominan han sido siempre sin duda los espejos gracias a los cuales ha nacido la imagen de un ‘orden’ –El caleidoscopio debe ser destruido” (Benjamin, 2014b: 212).
[4] De acuerdo con Scholem, la palabra hebrea mal‘aj significa tanto ángel como mensajero (Scholem, 2004: 71).
[5] Así lo explica Juan Mayorga: “Finalmente, lo que el fragmento ix expresa no es la superioridad de la mirada barroca sobre la ilustrada, sino la tensión entre ambas. De un lado, la ruina gigantesca; de otro, el viento irresistible. Entre la ruina y el viento, el ángel. Dos construcciones de la historia –la historia como catástrofe; la historia como progreso– son puestas en constelación dialéctica” (Mayorga, 2003: 98-99).
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