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HACER TRABAJO DE CAMPO CON MBYA GUARANÍ. RELACIONES DE GÉNERO Y EDAD
Alfonsina Cantore
Alfonsina Cantore
HACER TRABAJO DE CAMPO CON MBYA GUARANÍ. RELACIONES DE GÉNERO Y EDAD
Doing fieldwork with mbya guaraní. Gender and age relations
Avá. Revista de Antropología, vol. 39, pp. 232-252, 2021
Universidad Nacional de Misiones
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Resumen: La intención de este artículo es compartir algunas de las aproximaciones metodológicas que surgieron a partir de mi tesis de maestría en antropología social. El tema de interés, la distribución desigual de las tareas de cuidado de las niñas y los niños, me invitó a reflexionar sobre mi trabajo de campo y el “estar allí” desde una perspectiva no adultocéntrica y de género. El siguiente texto pretende ser un análisis de cómo variaron las formas de observación y las técnicas utilizadas en el proceso de investigación, según se trate de niñas y/o niños, mujeres adultas o varones adultos. Si bien el estudio no deja de ser mi experiencia particular en el campo con intereses específicos, tales consideraciones metodológicas nos hablan sobre formas de organización del grupo mbya guaraní.

Palabras clave: Metodología, Antropología, Género, Niños/as.

Abstract: This article intends to share some of the methodological approaches that emerged from my master's thesis in social anthropology. The topic of interest, the unequal distribution of caring tasks for girls and boys, invited me to reflect on my fieldwork and the question of "being there" from a non-adult-centered and a gender perspective. The following text is intended to analyze how the forms of observation and the techniques used in the research process varied, depending on whether they were girls and/or boys, adult women, or adult men. Although this study builds upon my particular experience in the field with specific interests, such methodological considerations shed light on the forms of organization of the Mbya Guaraní group.

Keywords: Methodology, Anthropology, Gender, Children.

Carátula del artículo

ARTÍCULOS LIBRES

HACER TRABAJO DE CAMPO CON MBYA GUARANÍ. RELACIONES DE GÉNERO Y EDAD

Doing fieldwork with mbya guaraní. Gender and age relations

Alfonsina Cantore
CONICET, Argentina
UNSAM, Argentina
UBA, Argentina
Avá. Revista de Antropología, vol. 39, pp. 232-252, 2021
Universidad Nacional de Misiones

Recepción: 26 Enero 2021

Aprobación: 07 Junio 2021

Introducción

La pasión es la que nos impulsa a investigar un tema, a leer sobre la problemática, a relacionarnos con distintas personas construyendo, así, un campo, es la que nos moviliza y nos abre a la posibilidad del encuentro con el otro/a y permite, así, acortar la distancia necesaria para la buena etnografía, en ese sentido, juega también en las formas de procesar la empatía y nos devuelve no sólo una comprensión del otro/a, sino de una misma (Mónica Tarducci y Débora Daich, 2010: 5).[1]

En febrero del año 2015 visité por primera vez Iguazú decidida a comenzar mis investigaciones antropológicas sobre y con mujeres mbya guaraní, un viaje que duró alrededor de un mes. Pero acercarme a ellas no me fue tarea fácil, por el contrario, mis primeros acercamientos fueron principalmente con varones, quienes estaban acostumbrados a las relaciones interétnicas. A lo largo de estos cinco años mis vínculos tomaron rumbos inimaginables para mis proyecciones de esa apertura al campo, como también lo hicieron mis preguntas de investigación.

Como en todo trabajo etnográfico, mis interrogantes y recorridos en el campo no siguieron un plan programado, eso no hubiera funcionado en una investigación etnográfica. En cambio, opté por seguirle el ritmo al campo y a las nuevas preguntas que me disparaba. Me dejé guiar, entonces, por la pasión como motor de mis investigaciones, como repone el epígrafe de esta introducción. En este camino, recientemente defendí mi tesis de maestría (Alfonsina Cantore, 2020), que tenía por objetivo indagar en el cuidado de las niñas y los niños, lo que me llevó a sistematizar este recorrido y a leerlo en perspectiva. El campo, y la profundización en teorías feministas, me invitaron a reflexionar sobre el cuidado, quizás en una retrospección de mis propias trayectorias porque cómo dicen Mónica Tarducci y Débora Daich “el feminismo […] obliga de una manera sin igual a revisarnos, escrutarnos y repensarnos” (2010: 5). Pero no es sobre mi biografía que me interesa reflexionar en este texto, ni tampoco sobre cómo la etnografía se construyó desde un enfoque que pretendía romper con el adultocentrismo y androcentrismo que moldeó a la antropología por mucho tiempo y que aún hoy tiene sus vestigios, sino que en este proceso me vi obligada a construir reflexiones metodológicas cruzando variables étnicas, generacionales y de género.

Retomo parte de esa tesis para proponer aquí una presentación de mi experiencia de trabajo de campo con niñas, niños, mujeres y varones jóvenes con un intento de reflexionar sobre mi “estar ahí”. Busco dar cuenta de los efectos de mi presencia en el campo y de la construcción de los vínculos que allí se generaron por ser yo una mujer joven no indígena haciendo trabajo de campo. Mi análisis parte de una apuesta feminista en la que los datos se construyen y entrelazan con la subjetividad de quien investiga (Amaranta Cornejo Hernández, 2017). Esta apuesta se sustenta en que la metodología nos permite comprender aspectos de la sociedad guaraní en general, es decir, habla por sí misma. De aquí que comparto algunas notas de mis diarios de campo que contienen revisiones individuales y colectivas y que apuntan a reflexiones antropológicas más generales (Amaranta Cornejo Hernández, 2017).

Desplazamiento geográfico: entre viajes y mates en los patios

El norte de Misiones (Argentina) es caracterizado por su naturaleza exuberante. Se trata de un paisaje que combina tonalidades de verde por su vegetación abundante que se va entretejiendo con caminos de una tierra rojiza que mancha los ríos. Bajo esa vegetación se disimula una de las áreas de mayor diversidad del país, amenazada actualmente por la expansión de monocultivos arbóreos y otras actividades extractivistas. Al caminar por esa tierra colorada se van tiñendo nuestras zapatillas. En la zona noroeste de la provincia, paso a paso nos encontramos con las 600 hectáreas, un predio que pareciera tensionar el gris que arrasa la ciudad de Iguazú y la masa boscosa del monte. Es una zona de triple frontera que limita con Brasil y Paraguay. Las 600 hectáreas son un área cercada por la ruta nacional N°12 que nos trae desde la capital provinciana y nos lleva a Brasil. Los otros bordes de la zona son marcados por el Parque Nacional Cataratas del Iguazú y el río Iguazú.

Las 600 hectáreas son parte del territorio de ocupación ancestral indígena. Sin embargo, en el año 2002 la provincia destinó este predio para un mega proyecto turístico conocido como Plan Maestro (Carolina Nuñez, 2009). Para la misma época, a partir de una manifestación en conjunto de indígenas de toda la provincia llevada a cabo en Posadas, 254 hectáreas alcanzaron título comunitario a favor de la comunidad Yacaré[2]. Lejos de ser un logro, este hito significó el cese del conflicto indígena más grande que se llevó a cabo en la provincia (Noelia Enriz, 2005 y 2011), pero también la pérdida de más de la mitad de espacios de uso tradicional y comunitario del territorio de las 600 hectáreas que fueron dadas a concesión a distintas empresas para desarrollar emprendimientos turísticos y hoteleros.

Estas nuevas presiones productivas sobre el territorio han resultado en el cercamiento y delimitación de las locaciones indígenas. Las edificaciones han modificado el paisaje de tal forma que un camino pavimentado interno comunica hoteles y comunidades. Ese mismo camino, en el que el clima subtropical me ha empapado con la lluvia y agotado de calor cuando salía el sol, es el que me ha permitido caminar de un núcleo al otro visitando varias familias en un mismo día. Agobiada o empapada he recorrido estas comunidades que comparten la complejidad de la territorialidad a la vez que se diferencian entre ellas.

En el predio de Yacaré que comenté anteriormente se ubican dos núcleos más: Coatí y Comadreja. Además, con el fin de recuperar las tierras usurpadas por hoteles, algunas familias decidieron mudarse a esos espacios y fundar Macuco. Del otro lado de la ruta se encuentran Tatú y Tucán (en las cuales no realicé trabajo de campo para esta tesis). Compartir estos escasos espacios genera negociaciones y conflictos en lo que respecta a la toma de decisiones sobre cuestiones que tienen que ver con el territorio, donde se manifiestan dificultades para ponerse de acuerdo; pero otras veces cada comunidad funciona de manera autónoma. Esto depende de la situación que se trate. Al respecto, Macuco en algunas ocasiones participa y busca tener voz en el debate y en otras se plantean dificultades propias que tienen que ver con su lucha territorial. Esta comunidad está ubicada, como decíamos, en la zona de concesión a los hoteles. Actualmente a partir del incumplimiento de un hotel internacional en cuanto al acuerdo del inmueble, la provincia ha decidido licitar esta área. Por su parte, las personas que viven en dicha comunidad vienen intentando desde 2014 acciones en pos de su recuperación.

La zona es frecuentada por turistas nacionales e internacionales, empresarias/os hoteleras/os y sus trabajadores/as, la sociedad local y los grupos indígenas que tienen variadas y siempre dispares formas de relacionarse los unos con los otros. Lo cierto es que todas las comunidades proponen alguna actividad turística. En su mayoría, cuentan con una visita alrededor de un sendero, la venta de artesanías y la presentación de algún coro (Alfonsina Cantore y Clara Boffelli, 2017). Más adelante me referiré específicamente a mi vínculo con guías de turismo varones.

Considero que las condiciones de interlocución en las que se desenvuelve la vida cotidiana de las/os mbya no son un factor menor para comprender sus prácticas sociales. Por el contrario, las relaciones interétnicas permiten una innovación constante de sus quehaceres diarios. Mi tesis de maestría se orientó a analizar la distribución desigual de las tareas de cuidado entre quienes comparten estas tareas y registrar tensiones entre la participación en el cuidado de las niñas y los niños, las madres y los padres. Este tema me invitó a problematizar la metodología comparada a fin de dar cuenta de que las condiciones de género y generación imponen formas específicas de relacionarse con “la/el otra/o”. Mi trabajo etnográfico fue una oportunidad para recuperar aquellas prácticas cotidianas de las/os mbya o, en palabras de Elsie Rockwell, la “documentar lo no documentado” (2009: 66). La etnografía fue favorable porque me permitió relevar la organización y prácticas sobre los cuidados en la población mbya guaraní conociendo la perspectiva de varias/os actores sobre un determinado asunto (Rosana Guber, 2016).

La etnografía fue la estrategia de análisis privilegiada para recuperar y tener en cuenta la perspectiva de las/os actores. A sabiendas de que estos puntos de vistas no son homogéneos, intenté recuperar distintas voces de personas de la comunidad que agrupo por género y edad para los fines de estas discusiones, aunque no dejan de ser conjuntos arbitrarios donde se registran voces discordantes.

Con mi trabajo de campo en cohabitación o visitas a familias en las locaciones antes descriptas he ido construyendo un corpus de información que da sostén a esta pesquisa (Elsie Rockwell, 2009). De esta manera, he realizado viajes a Iguazú de duración variable (entre cinco días y un mes) y acompañada en ocasiones por integrantes del equipo de investigación del que formo parte y compartiendo tiempos y reflexiones con otras personas que trabajan con las comunidades[3]. Los viajes continuos me permitieron minimizar aspectos que a primera vista parecían inmensos obstáculos, entre ellos el escaso interés mbya por profundizar en su religiosidad con extraños, el reducido manejo del español (aprendido en las escuelas o en interacción interétnicas), ya que la población es hablante del mbya como primera lengua. Y, además, los cambios que suponen los roles etarios y de género en vinculación con las/os juruas “no-indígenas”.

En sintonía, las técnicas utilizadas para la recolección de datos fueron plurales: fotos, toma de notas, videos, etc. Pero mis registros se vieron afectados por la decisión de no grabar, ni tomar notas delante de las/os mbya porque estos equipamientos no son herramientas de uso ordinario entre ellas/os. Para las fotos o videos previamente se pedía permiso. Esto permitió charlas y observaciones más distendidas y, al finalizar el día, cuando estaba sola o con mis compañeras, dedicaba un tiempo a grabar audios sobre los acontecimientos, ejercitando la memoria e intentando no perder detalles para pasarlos finalmente a mi diario de campo. Esto conlleva a que la mayoría de los registros no sean citas textuales de lo dicho, sino pasajes de cuadernos de campo.

Como se puede ir apreciando, la observación participante fue protagonista en la recopilación de datos para este trabajo. Como tal, esta técnica consiste en observar sistemáticamente el mundo en el que nos sumergimos como en participar en las actividades de ese mundo, pero se caracteriza a su vez por la “inespecificidad de las actividades que comprende” (Rosana Guber, 2016: 51). Tal es así que no logro ordenar cada una de las actividades de las que fui parte. Sin embargo, la mayor parte del tiempo fueron visitas en los patios compartiendo algún mate o tereré.

Transitar por las comunidades de Misiones es empaparse del barro rojo casi imposible de quitar. En Iguazú, ingresar a las locaciones implica abstraerse del ruido de los autos en la ruta y las/os turistas deambulando por la ciudad. Los senderos internos nos llevan de una casa a la otra separada por algún kokue, espacios destinados a la agricultura, o algún matorral. Las casas son estructuras precarias de madera, aunque suele haber algunas de material que se construyeron a través de un plan estatal. A sus alrededores, los espacios desmontados son las zonas destinadas para tomar mates y para las actividades recreativas de las niñas y los niños. Es en estos patios donde surgieron gran parte de mis observaciones porque son espacios donde las personas pasan la mayor parte de su día a día. En términos metodológicos, compartir esos lugares me permitió crear un interesante volumen de registros.

La observación participante con niñas y niños

Resta decir que el consentimiento con niñas y niños no fue dado solamente por el uso de la palabra porque el idioma suponía una barrera para lograr conocimiento en esos términos. Como es sabido su primera lengua es el mbya y en varios casos la única –las/os escolarizadas/os tienen mayor conocimiento del español- y yo aún poseo poco conocimiento para comunicarme en su lengua. Entonces, fueron otros los elementos que me permitieron establecer acuerdos. Las dificultades para trabajar con niñas/os sin tener acceso al registro oral ya ha sido una problemática abordada por Noelia Enriz (2009) con esta misma población, quien plantea una alternativa para subsanar esta complejidad que hago propia en este trabajo: aproximarse siguiendo las delimitaciones que las personas establecen, lo que nos obliga durante todo el proceso de investigación a prestar atención a las interacciones que se dan en el grupo social y entre éste y la investigadora. El siguiente registro me permite introducirme en alguna de estas cuestiones:

Día 25 de mayo de 2016

Unos días atrás combinamos, junto con mi compañera Clara y el cacique de Macuco, ubicar una carpa en su comunidad y dormir ahí unos días. El miércoles llegamos al núcleo y nos dirigimos a hablar con Damián, quien con Carlos (su segundo hijo) nos acompañarían a armar la carpa porque querían aprender a montar una. La ubicación que el cacique definió para establecernos fue una zona de pastizal, camino a un pozo de agua y un arroyito donde algunas personas van a buscar agua, bañarse y lavar la ropa. La locación tiene dos entradas que se comunican por un camino interno. Nuestra carpa estaba a un costado del camino, frente a una casa de familia y a unos 50 metros de la casa de Damián y su familia.

Cuando visitamos las comunidades es común que las/os niñas/os estén jugando fuera de las casas. En esta oportunidad un grupo grande de niñas/os jugaban al fútbol y, a medida que se iba armando la carpa, se fueron acercando. Tenían diferentes edades, desde Luis, el más chiquito de un año y medio hasta Aníbal el más grande de once o doce años. Durante la tarde nos fueron contando sus nombres. Entre ellas/os se encontraba Evaristo, que vivía en la casa de enfrente a nuestra carpa y que, en los días posteriores, lo vimos corriendo por la tierra sin calzado y jugando a hacer girar una cubierta de bicicleta con un palito y correr a la par mientras la iba desplazando. También se encontraba su hermana Vanesa, con quien compartimos un rato todos los días. Además, estaban Estefanía y Sabrina.

Cada vez que una niña o un niño iba llegando nos pedía permiso para entrar a la carpa. A veces el pedido era sólo con la mirada. Entraban y salían repetidas veces, siempre dejando afuera sus zapatillas. Nosotras escuchábamos sus risas y charlas en lengua mbya. Jugaban a tirarse unas/os encima de las/los otras/os. Creí que era un momento hermoso para fotografiar y le pregunté a Damián, el adulto que se encontraba ahí en ese momento, si podía hacerlo. Él respondió afirmativamente. Cuando me acerqué para tomar la foto, las nenas y los nenes se juntaron, miraron a la cámara y alzando las manos comenzaron a gritar: “aguyjevéte”, término que se utiliza como saludo o bienvenida.

A partir de ahí empezamos a hablar un poco más, a preguntarles cosas. Finalmente entramos a la carpa y jugamos a hacernos cosquillas y cantar. Ellas/os proponían las canciones, la mayoría sabían las letras y las cantaban intensa y entusiasmadamente, marcaban el ritmo repitiendo “eh… eh… eh…” y haciendo palmas al iniciar y al finalizar cada canto. Antes de empezar las canciones, alguna/o decía jepora´i, “cantemos”. Nosotras simplemente acompañábamos con aplausos. Las nenas y los nenes intentaban que aprendiéramos las letras, pero enseguida se reían porque cuando queríamos repetir lo que cantaban no lo hacíamos bien. Los dos más grandes nos iban contando cuál era el tema de las canciones, las/os más pequeñas/os, que no hablaban español, nos miraban y se reían. Todas las canciones eran en lengua mbya. De otras, logramos retener algunas palabras que nos eran conocidas como ñande ñanderu “nuestro padre” (dios mbya).

Aprovechamos para preguntarles sobre el significado de algunas palabras. A pesar de ser un juego, las niñas y los niños ponían un especial énfasis en que aprendiéramos bien, especialmente lo más grandes, Carlos y Aníbal, que nos corregían, nos marcaban las pronunciaciones y cómo escribirlas. Otro juego fue armar una pila con las manos de todas/os y una de las manos iba pellizcando las del resto. Interpretaba a un mosquito picando. Cuando aparecía un mosquito lo señalaban y gritaban “dengue”.

Las/los más grandes estaban muy pendientes de las/os más pequeñas/os. Luis estuvo gran parte del tiempo afuera a upa de Damián, pero en un momento Aníbal lo fue a buscar y lo entró. Todas/os lo recibieron e intentaron jugar con él, pero cuando quiso comenzar el llanto Aníbal lo alzó y lo llevó otra vez con el adulto que estaba fuera.

Día 26 de mayo de 2016

Amanecimos con un día hermoso, muy entusiasmadas por lo que había sido nuestro primer día en la locación. Nos levantamos y fuimos a asearnos donde estaba el pozo de agua. Esa mañana se acercaron a la carpa Sabrina (4 años) y Estefanía (6 años). Vinieron despacio y curiosas. Mi compañera les hizo una seña para que se acerquen y enseguida entraron a la carpa a jugar. Nosotras, fuera de la carpa, empezamos a armar un mate para desayunar. Sabrina y Estefanía se sentaron al lado nuestro y empezaron a imitar a Clara, copiaban sus gestos y acciones. A los pocos minutos, se sacaron sus ojotas y volvieron a entrar a la carpa. Nosotras las seguimos. Comenzamos a jugar hasta que en un desafortunado golpe Sabrina comenzó a llorar, le salía sangre de la nariz. La alcé y ella se puso como un bebé en mis brazos. Mientras le limpiaba la nariz dejó de llorar y se tranquilizó, pero no volvió a jugar.

Día 29 de mayo de 2016

Organizamos con el cacique cocinar un arroz prendiendo un fuego al lado de la carpa. Mientras charlábamos, Evaristo y Vanesa se cruzaron para compartir con nosotras. Damián buscó una guitarra e intentó cantar con Vanesa. Él hizo sólo dos notas o toca al aire. Vanesa comenzó a cantar y ambos se frenaron. Nuevamente, Damián empezó a tocar y Vanesa a cantar. Enseguida se detuvieron y se rieron, estaban en distintos tonos. Una y otra vez volvieron a intentarlo, volvieron a reírse. Entre los intentos se fueron dando largas conversaciones. Finalmente, no llegaron a la mitad del tema.

Vanesa quería quedarse a dormir con nosotras, pero nos comentó que no la dejaban. Nosotras le dijimos que le podía decir a la mamá que no había problema y que estaba invitada. Vanesa cruzó corriendo a preguntarle a su mamá y volvió corriendo feliz porque había aceptado. Estuvimos largo rato alrededor del fuego. Vanesa se sentó al lado de Clara, se apoyó en su hombro y vimos que cabeceaba intentando no dormirse. La alcé, se acomodó en mí y de a poco se le fueron cerrando los ojos. Cuando ya estaba completamente dormida la entré en la carpa y la acosté en una bolsa de dormir. Evaristo un rato antes había vuelto a dormir a su casa” (Diario de campo, mayo 2016).

En estos fragmentos de diario de campo fui relatando cómo día a día las niñas y los niños de Macuco se convirtieron en protagonistas de nuestro trabajo de campo. Hasta el 25 de mayo de 2016 nuestra visita en ese núcleo consistía principalmente en hablar con Damián y su familia. Durante las anteriores visitas a su casa sus tres hijos y su hija deambulaban por el patio y entre nosotras/os en cada una de estas charlas, pero mayormente pasaban tiempo con su madre. Además, no conocíamos niñas/os de otras familias. El día en que ubicamos la carpa marcó una nueva forma de estar en la comunidad y nuevas percepciones en el campo a las cuales atender. Si bien no era la primera vez que dormíamos en una comunidad, sí era la primera vez en la que las niñas y los niños pasaban tanto tiempo con nosotras y se apropiaban de nuestros espacios. Desde el primer día, las niñas y los niños mantuvieron un contacto físico afectivo con nosotras. Se durmieron y lloraron en nuestros brazos, jugamos, nos abrazamos, reímos, etc. Como quedó plasmado en el registro en la niñez se manifiesta un modo de comunicación y corporalidad diferente a la de las/os adultas/os.

En mi investigación, fui identificando a las/os niñas/os como agentes sociales (Ángela Nunes, 1999) como primer paso para romper con enfoques adultocéntricos, donde se da por supuesto que las niñas y los niños no tienen nada para decir acerca de su sociedad (Nancy Scheper Hughes y Carolyn Sargent, 1998). Dar lugar a las/os niñas/os en la etnografía implica corrernos de nuestros propios parámetros como adultas (Diana Milstein, 2006), pero también es necesario pensarlas/os en relación -entre ellas/os y con las/os adultas/os- (Flavia Pires, 2010).

En Argentina, estas sugerencias han sido retomadas por aquellas autoras que se ocupan especialmente de la niñez indígena. Desde el enfoque etnográfico se ha intentado tener en cuenta las experiencias que viven niños y niñas (Adelaida Colangelo, 2006; Andrea Szulc, 2008; Noelia Enriz, 2012; Mariana García Palacios, 2012). Todas coinciden en que la multiplicidad de técnicas y la flexibilidad del método etnográfico nos permiten acceder a distintas informaciones y dar voz y participación a distintas/os actores. Pero, además, al etnografiar es necesario reconocer las particularidades sociales, históricas y culturales para hacer frente a los supuestos de universalidad y homogeneidad entre las niñas/os. Las niñas y niños dan sentido a los procesos sociales y participan en ellos, por eso es importante indagar en las distintas miradas y voces.

Para escuchar lo que no está dicho con la palabra, la observación participante tomó un rol clave en mi trabajo de campo. La observación y la descripción fueron las principales herramientas de investigación al intentar acceder a un conjunto de informaciones significativas a las que no podemos acceder por medio de la entrevista (Noelia Enriz, 2006). Fue entonces necesario prestar atención a la corporalidad de las/los más pequeñas/os, sus relaciones con sus grupos de pares y con las/los adultas/os, sus juegos, sus tareas y actividades para lograr leer lo mucho que tenían para contarnos acerca de la niñez y el cuidado de esta etapa. Es decir, necesario leer aquellas observaciones donde no “dicta la palabra” (Isabel Jociles Rubio, 2005: 200).

Siendo el cuidado el foco de mi investigación de maestría, las tareas rutinarias de las personas en el campo se convertían en registros constantes, porque el cuidado es considerado una dimensión amplia y cotidiana de la vida. Teniendo esto en cuenta, el corpus de registros de esta investigación incluyó una considerable cantidad y densidad de materiales de campo. Ese conjunto de materiales es leído ahora en clave de mis intereses por los cuidados familiares.

Los materiales de campo fueron construidos a través de diferentes técnicas. En el registro citado aparece la fotografía como una de ellas. Las únicas fotos que tomé a niñas y niños en el campo fueron las que se contextualizan en este registro. Como mencionaba, durante el trabajo de campo no predominaron las notas tomadas en cada situación, ni las filmaciones o fotografías. En las ocasiones en que se han tomado fotos a niños y niñas fue bajo la autorización de una/un adulta/o y de las/os fotografiadas/os, o con las/os más pequeñas/os de espalda preservando sus rostros. Pero como se aprecia en el registro citado, en esa ocasión, la cámara abrió una nueva forma de relacionarnos con las/os chicas/os que jugaban en nuestra carpa. A raíz de la foto comenzamos a interactuar con ellas/os hasta que se adueñaron de nuestro día de manera tal que Damián, el adulto con quien estábamos compartiendo, se fue esfumando de nuestro registro. La cámara comenzó a ser un juego para niñas y niños que la tomaron y empezaron ellas y ellos a fotografiar.

Pero es preciso alertar sobre la particularidad de las fotos en el lugar donde realizo trabajo de campo y, en ello, la actitud que toman cuando propongo las fotos. Como mencionaba al contextualizar el espacio, en el día a día las/os mbya guaraní que viven en los núcleos de Iguazú interactúan con turistas nacionales e internacionales. Las niñas y los niños no están exentas/os de esos contactos y las actividades de turismo. Como registra Noelia Enriz (2018) van aprendiendo a tallar artesanías para ser vendidas, se les encuentra en los espacios de comercialización, muchas veces atendiendo turistas, participan de los coros que se exponen para el turismo, es decir, comparten junto con sus familias tareas para la actividad turística sin que ello signifique iguales responsabilidades que las de las/os adultas/os. Volviendo al registro, resulta interesante señalar que al ver la cámara todas/os se dieron vuelta, se abrazaron y gritaron: aguyjevéte. Esta palabra es utilizada como un saludo a fin de desear el bienestar físico y emocional de la persona, pero en contexto turístico se ha transformado en un artilugio más de la exotización indígena propuesta para el turismo (Alfonsina Cantore y Clara Boffelli, 2017). Así, en esta ocasión se ve claramente la irrupción del turismo en la vida cotidiana de niñas y niños en Iguazú. Posiblemente ese saludo de cuenta de que, en principio, ellas/os interpretaron nuestra visita ahí como simples turistas, pero con el pasar de los días nuestro vínculo no tomó ese rumbo.

En aquellas visitas en las que tuve la oportunidad de dormir en las comunidades o establecí vínculos más estrechos con algunas personas, las niñas y los niños tomaban protagonismo. Pero tampoco estaban ausentes en aquellas oportunidades en los que los viajes fueron cortos. En cada momento de campo recuerdo la presencia de niñas y niños: cuando nos sentábamos en el patio de alguna persona a tomar mates, con sus madres en los puntos de venta de artesanías dentro de los núcleos o en la ciudad. Las/os podemos encontrar con sus madres y padres o en grupos de distintas edades en el camino pavimentado que atraviesa a las comunidades. Cuando no estaban acompañadas/os por adultas/os se daban algunos intercambios. Se las/os ve jugando, pidiendo moneditas[4] o cantando. Cuando las/los cruzaba en el camino era común escuchar “señora, ¿tiene moneditas?”, “señora ¿quiere que le cantemos una canción?”. Si bien esas preguntas presuponían un intercambio de dinero que en ninguna ocasión fue correspondido de mi parte, para mí habilitaba un espacio de diálogo. En una de mis visitas al campo compartí con dos niñas y un niño el camino hasta su casa:

De camino a Macuco me crucé con cinco nenes/as que me pidieron moneditas. Les dije que no tenía y entonces me pidieron pesos. Les dije que pesos tampoco. Y ahí empezaron entre ellos a decirme: cien [pesos], mil, un millón, dos millones, tres millones… y yo la seguí cuatro millones. Nos reíamos mientras decíamos eso y yo decía que eso era un montón. Finalmente fuimos caminando hasta que pararon en su casa. Durante la caminata pasó un señor que estaba en moto y las dos nenas más grandes (±13, 14 años) se fueron con él y siguieron caminando conmigo dos nenas y un nene. Una de las nenas se llamaba Luciana, tenía 12 años al igual que el nene, Miguel, pero le sacaba una cabeza de altura. Yo hice un comentario sobre su edad y Luciana afirmó que tenían la misma edad, pero se rio de Miguel diciendo que él era petizo. El nombre de la otra nena era Nuria y tenía 10 años. Son hermanas/os y viven en Yacaré frente a uno de los hoteles. Me dijeron que tienen más hermanas/os. En la casita se veían varias/os chiquitas/os (Diario de campo, marzo 2019).

Situaciones similares registramos cotidianamente. Los días de lluvia las niñas y los niños eran quienes se encontraban fuera de sus casas. En los horarios donde hay menor tránsito de personas en los espacios comunes de los núcleos suelen estar ellas/os. A veces eran las/os únicas/os que encontraba y aprovechaba para preguntarle sobre alguna persona en particular. Recuerdo la primera vez que, con mi directora, visitamos Macuco y no encontrábamos ninguna persona adulta fuera de su casa. Al ver a dos niñas en el patio nos acercamos y le preguntamos en español donde vivía el cacique. No hubo respuesta. Mi compañera les preguntó en mbya su nombre criollo: “Mbaeicha nde rera?”. Fue ahí que la niña respondió y nos indicó en guaraní como ir a la casa del cacique.

En el registro denso que cité fui describiendo día a día la interacción nuestra con las niñas y los niños con quienes compartí ese trabajo de campo. El hecho de que la madre le permita a la niña dormir con nosotras significó algo más que dejarla a nuestro cuidado. Se sellaba así la habilitación para nosotras, mujeres adultas, relacionándonos con niñas y niños; encontrando la medida necesaria para construir esos vínculos sin desestimar la confianza de las/os adultas/os (Flavia Pires, 2007). A su vez, se establecía a través de este hito la confianza que habíamos generado, una nueva forma de construir consenso sobre nuestra permanencia en los núcleos. Inauguré con este registro una serie de temáticas que profundicé, luego, en mi tesis. Comencé a vislumbrar en él la relevancia de las relaciones entre pares sin importar su género. Ese grupo de pares abarca un gran rango etario en el cual se van incorporando responsabilidades para mujeres y varones. Muchas de esas responsabilidades expresan el cuidado de las/os más pequeñas/os. Las niñas y niños no solo son parte de las escenas cotidiana de la vida en las comunidades, sino que la niñez tiene un valor muy importante para el grupo, por lo que requiere especiales cuidados y atenciones.

Las interlocutoras: voces disonantes

Entender al género como sistema de relaciones de poder (Joan Scott, 1996) permite cuestionar las investigaciones que se venían dando en la disciplina y, a su vez, acceder a información sobre las prácticas e interpretaciones de las mujeres. Las/os etnógrafas/os no estamos exentos de esas relaciones cuando interactuamos con las personas, y esas interpretaciones y prácticas permean nuestros campos y nuestros análisis. Como expresaba Donna Haraway (1995) el conocimiento se produce en determinado contexto y no se desvincula de quien lo emite. En decir, nuestros conocimientos son situados, por lo cual es necesario explicitar desde donde miramos y nuestra postura política. En esta línea, Mathew Guttman (2002) sostiene que muchas veces las dificultades que tenían los etnógrafos varones para acercarse a las mujeres tenían que ver con el reflejo de las relaciones de esas mismas mujeres con otros varones de su propio grupo y del afuera. Por ello, considero necesario atender al género como el sustento a nuestros vínculos, también en el trabajo de campo (Mathew Guttman, 2002) y reflexionar para comprender la magnitud de esa variable en relación con algunas singularidades de mi investigación. Así como también con que soy una mujer jurua, es decir, muchas veces las relaciones personales que fui construyendo estuvieron permeadas no solo por el género, sino también por la pertenencia étnica. Las variables sexo-genéricas y étnicas actuaron de forma tal que, para comprenderlas, será necesaria una mirada interseccional (Kimberlé Crenshaw, 1995). Esta investigación se ha desarrollado cuidando especialmente que sus resultados no tendieran a legitimar la brecha entre hombres y mujeres y sus relaciones con agentes externos.

El encuentro etnográfico con la/el otra/o estuvo permeado constantemente por las diferencias étnicas; en nuestras charlas aparecía continuamente referencias como “nosotros los mbya” o “lo hacemos distinto a los juruas”. En un acercamiento inicial, surgieron algunas dificultades del trabajo de campo que lograron ser saldadas con la cotidianidad. Como ya enuncié, la lengua fue una de las dificultades que se presentaron en el campo y que, al igual que en la niñez, el monolingüismo o el reducido manejo del español son marcados en las mujeres, quienes hablan aún menos en presencia de los varones. A simple vista, las mujeres mbya parecieran ser calladas, contestan lo necesario e incluso a veces desvían la mirada cuando prefieren no responder. La timidez parecía ser un rasgo acentuado en las mujeres jóvenes que suelen sonrojarse al hablar con personas que no conocen y menos notorio en las kuña karai (mujeres adultas).

En general, se esperaría que la mujer esté cercana al fuego y el interior del hogar, como espacio opuesto al que habilitaría el diálogo con extrañas/os. Pero este modelo más tradicional de mujer fue debatido y cuestionado en ocasiones anteriores donde profundicé en la ubicación de las mujeres en el ámbito doméstico y el varón adulto como la persona encargada de interactuar con las/os no-indígenas (Alfonsina Cantore, 2017).

Respondiendo a estas impresiones, el trabajo con mujeres comenzó con aquellas que hablaban español por sus actividades dentro y fuera de las comunidades, y con quienes entendían un poco de español y manifestaban intenciones de hablar conmigo. Con el tiempo se fue ejercitando la confianza con muchas de ellas. Viajes tras viaje nos saludábamos con una sonrisa e iban mostrando apertura, incluso aquellas que yo pensé que no hablaban español. A medida que nos íbamos conociendo distintas mujeres empezaban a recibirme en el patio de sus casas. Las mujeres más jóvenes (casadas o no) que vivían con más familiares (hermanas con sus parejas, padres y madres) solían ser un poco más vergonzosas para charlar conmigo, mientras las mujeres adultas no tenían problema en conversar abiertamente en sus patios.

Algunas charlas se dieron en sus casas cuando visitaba los núcleos, otras sucedieron en el centro de salud o mientras mirábamos algún partido de fútbol. Otros espacios que me permitieron establecer vínculos con las mujeres de las comunidades son los referidos a la venta de artesanías. En la ciudad es usual encontrar mujeres mbya vendiendo productos hechos por sus familias o comprados a otras. A estas mujeres nunca se las ve solas; por lo general ubican sus mantas en la ciudad acompañadas por sus niñas y niños.

Algunas mujeres –especialmente las jóvenes- muestran estéticas renovadas, distantes del modelo tradicional. La escuela, el trabajo asalariado, los vínculos políticos, etc. traen consigo estilos nuevos. Por ejemplo, una docente de una escuela me comentaba sobre los consejos que les daba a sus alumnas y lo que consideraba sus logros:

Marta me decía que ella siempre les dice a las chicas que se arreglen, que a veces van con las uñas mal pintadas; entonces, ella les dice por qué no se las arreglan. Cuenta que una vez salió por un proyecto con una joven de la comunidad que no había salido nunca. Desde ahí la muchacha vio que afuera de la comunidad las mujeres se arreglaban y a partir de ese viaje empezó a pintarse y arreglarse (Entrevista con maestra de secundario, febrero 2018).

Más allá de que para la docente “estar arreglada” o “pintarse” serían expresiones de feminidad, en el mismo registro vemos que las mujeres indígenas van incorporando estos discursos promoviendo cambios en el modelo homogéneo tradicional, presentado una nueva corporalidad y subjetividad de las mujeres indígenas (Mariana Gómez, 2017). Interesada en dar cuenta de la heterogeneidad de las mujeres en el trabajo de campo, durante mi tesis me centré en dos muchachas que tuvieron una participación especial. Este recorte se debe no sólo a que son ellas con quienes establecí vínculos más estrechos, sino a que presentan a su vez algunas regularidades, pero también algunas singularidades para pensar la maternidad: ambas están separadas y no conviven con sus hijas/os.

Luisa y Adelaida fueron madres por primera vez cerca de los 18 años y, además, ambas desempeñan roles en las comunidades en las que es obligatorio el trato con las/os no-indígenas. Luisa es agente sanitaria indígena y Adelaida representante política. Las dos desarrollaron un buen uso del español para hablar y escribir. Pasaban gran parte de sus días fuera de la comunidad: Luisa en el hospital y Adelaida haciendo nexos políticos en la ciudad. Ellas rompen incluso con la vestimenta más cotidiana entre las mujeres mbya, suelen vestir jeans, shorts o calzas y remeras. Sus intereses particulares y comunitarios, sus recorridos por espacios públicos, sus trayectorias, etc. han hecho que establezcan vínculos particulares con mujeres no-indígenas, como yo. Se trata de dos mujeres con las que compartimos la misma edad (± 30), lo que quizás junto con las actividades que desarrollan en sus comunidades me ha permitido vínculos más cercanos que con otras mujeres.

A través de ellas podemos reflexionar sobre la femineidad mbya, ya que a pesar de las distancias que presentan respecto del modelo tradicional, ambas se constituyen como referentes de sus comunidades. En el marco de lo abordado en mi tesis, la reconstrucción de algunos datos tiene como hilo conductor las problemáticas de los cuidados familiares, asociados a la salud en la experiencia de Luisa y la política en la de Adelaida.

Pero estas memorias están compuestas también de experiencias corporales. Como mencioné anteriormente estas mujeres presentan una corporalidad nueva entre las mujeres indígenas. Ellas mantienen la frente en alto y el tono de voz elevado cuando hablan. Michael Jackson (2011) anticipa que las relaciones entre las personas están condicionadas por los usos del cuerpo y por patrones mutuamente exclusivos como, por ejemplo, las disposiciones de género. En este sentido, ante la fluidez que sentía en los movimientos corporales –incluido el habla- de Luisa y Adelaida y la interacción entre mujeres, yo también me fui distendiendo. Con Luisa entrar en confianza costó un poco más que con Adelaida. A Luisa la conocí en el año 2016 y me acerqué a ella específicamente porque era la agente sanitaria de la comunidad en ese momento. Al principio la visitaba y charlaba con ella en sus momentos libres. Fue mayor la apertura después de una visita que hicimos con mi directora a su casa. Si bien al principio tardó en salir, cuando lo hizo nos invitó a tomar mates a su patio y nos convidó torta fritas que había hecho. La charla fue larga y tocamos una gran variedad de temas. A partir de entonces, la visité en cada oportunidad en que realicé trabajo de campo. Ella se mostraba cada vez más predispuesta. Así fue contándome cada vez más cosas sobre su vida. La mayoría de nuestras charlas se dieron en el patio de su casa o en el centro de salud. Una excepción fue una tarde que nos encontramos en el colectivo que va a la ciudad. Esa conversación adquirió un tono especial porque ella me contó que estaba triste por algunas cosas que le estaban pasando. Fue a partir de ahí que intercambiamos teléfono y Facebook y comenzamos a mantener otra relación. Sin embargo, no logré la misma confianza que con Adelaida con quien, además, propuse técnicas de campo diferentes.

Con Adelaida sentí cierta extrañeza desde nuestro primer encuentro porque no representaba la corporalidad mbya a la que estaba acostumbrada. Desde el principio fue muy desenvuelta y no tenía tabúes en que la vieran hablando conmigo. Las charlas se daban de manera distendida y ella se mostraba más abierta para la conversación que otras mujeres que había conocido hasta entonces. Por primera vez sentía que podía generar nuevos espacios en mi trabajo de campo, lo que se vio reflejado, también, en las técnicas de investigación utilizadas. Con ella, el trabajo de campo implicó una variedad de estrategias: fotos, grabaciones, toma de notas, videos, etc., pero que se llevaron a cabo de diferente forma, según los espacios en los que nos encontrábamos. Para nuestro segundo o tercer encuentro ya habíamos sacado más de una foto donde nos encontrábamos abrazadas y riendo. Fue así que en uno de mis últimos viajes le ofrecí realizar una entrevista mediada por uso del grabador. Cuando se lo propuse se sorprendió, me dijo que no sabía, pero finalmente accedió a la entrevista. Días después nos encontramos en su casa, nos sentamos bajo un árbol mientras otras personas tenían una reunión, sobre temas que Adelaida decía no interesarse, y prendimos el grabador. Pasada la primera pregunta que refería a su nombre ya se desenvolvió totalmente y habló de forma distendida.

Como explica Rosana Guber (2016), la entrevista es un encuentro cara a cara donde las reflexividades de quienes conversan se recrean. Muchas veces, hacer nuevas entrevistas o retomarlas nos permite profundizar en temáticas que han surgido en otros momentos. Así varios de los asuntos que de allí surgieron ya habían sido conversados por nosotras en ocasiones anteriores, lo dicho y la forma de construir el relato no varió a pesar del grabador. Resalto estas relaciones de datos porque considero que las técnicas etnográficas utilizadas con mis interlocutoras no se distancian de las relaciones personales que vamos construyendo con ellas.

Varones: mis primeros contactos

En cuanto a los varones adultos, largas horas de mi trabajo de campo fueron compartidas con ellos, lo que me llevó a construir un corpus de datos etnográficos a través de los cuales intenté referenciar las representaciones de paternidad y las experiencias de cuidado de los padres que fueron mis interlocutores. Considero importante hacer una reflexión acerca de cómo construí ese corpus porque la partición de los hombres adultos fue particular durante mi trabajo de campo. Fue con ellos que establecí mis primeros vínculos y algunos de los que mantuve más sólidamente, al menos hasta el momento de escribir mi tesis.

Como expliqué, los varones se presentan como el nexo en las relaciones interétnicas. Es decir, ellos ocupan la mayor parte de tareas que implican negociaciones constantes con personas e instituciones no indígenas. En Iguazú son los auxiliares bilingües interculturales, los agentes sanitarios indígenas –en menor medida-, guías de turismo, caciques, entre otros cargos. La primera vez que visité cada locación lo primero que hice fue solicitar permiso ante el mburuvicha (el cacique) para realizar trabajo de campo con las personas que vivían ahí. En los núcleos de Iguazú, este rol siempre ha sido ocupado por hombres. Solo tengo registro de cinco mujeres cacicas en toda la provincia, una cifra demasiado baja teniendo en cuenta que hay más de 100 comunidades (Alfonsina Cantore y Noelia Enriz, 2019).

En el caso de Macuco, la primera vez que visité el lugar fue en búsqueda del mburuvicha, Damián. Estábamos al tanto de la situación de conflicto territorial que atravesaba la comunidad y nos acercamos a fin de poder reconstruirla. Como adelantamos en la introducción, se trata de una comunidad que está realizando acciones políticas en búsqueda de la recuperación territorial de un predio de tierras seleccionado para emprendimientos turísticos. Entonces ofrecimos nuestra colaboración con todo aquello que esté a nuestro alcance. De ahí que comencé a compartir algunos momentos con su familia.

En cuanto a Yacaré mis relaciones más estables fueron con los guías de turismo. Si bien todas las comunidades tienen alguna oferta turística porque hoy en día es un sustento económico para muchas familias, en Yacaré es donde encontramos mayor cantidad de guías. Ello tiene que ver con que la actividad turística estuvo siempre atravesada por proyectos acompañados por ONG que resaltaban esta figura. Ellos son los encargados de acompañar a las visitas por los senderos donde se le ofrece a las/os turistas ver trampas de caza y conocer un poco sobre la comunidad. Su trabajo consiste en realizar estas guías, lo que los lleva, entre otras cosas, a conquistar el uso del español de manera cada vez más fluida. Estas personas participaron de una forma muy especial en mi trabajo, lo que se debe a mi entrada al campo y a estrategias definidas durante el mismo.

Durante mi primer trabajo de campo, febrero de 2015, junto con mi compañera, nos mudamos con una carpa a la comunidad gracias al contacto con una de las representantes de la ONG que acompañaba un proyecto de turismo hasta el año pasado. La carpa fue ubicada al costado del centro de visitantes donde culmina el recorrido turístico. Ese año el proyecto estaba en auge y a las 7 de la mañana se abría el centro de visitantes. Ese lugar era el espacio de reunión de los guías en todo momento. Además, un joven se desempeñaba como administrador del proyecto y cumplía un horario fijo, Bruno. Era entonces ese espacio el que más frecuentábamos por lo que compartimos innumerables charlas y mates con los guías, especialmente con el administrador.

Por otro lado, en cuanto a las estrategias definidas en el campo, mis entradas y salidas a la comunidad fueron por la entrada turística. Yacaré tiene dos entradas. Una de ellas es de uso casi exclusivo de las personas de la comunidad. Pero también es la que suelen utilizar el personal sanitario y escolar. Al principio, mi elección de ingresar por la parte turística se debió a que, como siempre había gente, permitía anunciar mi llegada. Pero, con el tiempo, ello se convirtió en una estrategia de campo. Siendo un espacio en donde ellos esperaban a los turistas, cuando entraba los saludaba y avisaba a quién iba a visitar, pero a la salida siempre era un buen lugar donde extender mi tiempo. Bajo una estructura techada compartí largas charlas con los guías sobre diferentes temáticas. Encontraba múltiples razones para quedarme un rato más: que empezaba a llover, que hacía mucho calor, que estaba cansada, entre otras. Ellos siempre respondían que podía quedarme ahí y me invitaban un tereré. Con muchos de estos hombres fui entablando relaciones de confianza.

Si bien muchas veces los hombres funcionaron como puente con otras mujeres, ellos nunca dejaron de ser protagonistas en el campo. Mathew Guttman (2002) reflexiona sobre los obstáculos y riesgos que representa para las/os etnógrafas/os abordar cuestiones sobre mujeres y hombres, y plantea la necesidad de trabajar sobre estas restricciones e integrar nuestro trabajo recuperando voces de ambas/os. La relación con los hombres adultos sucedió sin mayores complejidades, siempre estuvieron disponibles para conversar.

La mayoría de mis interlocutores fueron jóvenes de entre 17 y 40 años. Generalmente, los varones con quienes interactué ocupaban espacios de interlocución cotidiana con las/os no-indígenas, lo que los llevaba a sostener un uso fluido del español o mejorarlo con el paso del tiempo. Además, solían ser muy chistosos haciendo bromas inocentes sobre las personas que están en el lugar, en español cuando querían incluirme y en mbya cuando no, generando así un ambiente distendido.

Los mbya suelen ser tímidos, a la hora de vincularse por primera vez con extrañas/os. Algunos son tímidos más allá de esos primeros encuentros, un ejemplo es Roberto, que cuando lo conocí escribí en mi diario de campo:

Roberto era muy simpático, pero muy tímido también. Los primeros días que estuvimos en Macuco él prendía el fogón que compartíamos con nosotras, nos traía agua caliente, participaba de nuestras charlas, pero casi no hablaba. Empezamos a conocerlo un poco más una noche que fue con nosotras a ver un partido de fútbol. El cacique jugaba y nos invitó a verlo, pero antes de llegar lo perdimos y continuamos con Roberto. Nos contó ahí que tenía 18 años, que venía de Paraguay, pero que sabía poco castellano por lo que comenzamos a hablar más despacio. A medida que fue pasando el tiempo entró en confianza. En una charla me comentó que muchas veces no hablaba porque no sabía qué decir. Con los días, hablando sobre las salidas nocturnas a las fiestas nos dijo que quería aprender a bailar para sacar a las chicas. Cuenta con tristeza que cuando va a las fiestas lo sacan a bailar dice que no, porque no sabe bailar, porque le da vergüenza. Durante ese viaje en el que nosotras dormíamos en Macuco, él nos acompañó en la mayoría de nuestras actividades casi todos los días.

Uno de nuestros días en Macuco, cerca de las seis de la tarde, pero ya oscuro, estábamos con él en el camino cuando llega un amigo suyo y contó que la noche anterior había ido a una fiesta en Yacaré lo que nos llevó a hablar de la música y los bailes. Mi compañera, compartiendo los auriculares del mp3 con Roberto, le enseñó algunos pasos de salsa. Roberto estuvo desde ese momento hasta la noche que cenamos en su casa escuchando música con el mp3. Le gustaban los tambores y quería escuchar música romántica. Al siguiente viaje fuimos a visitarlo, pero un año después ya no vivía en Macuco. Se había mudado con toda su familia y según nos comentaron se había “acompañado” (Diario de campo, mayo 2016).

Como presenta el registro, la timidez y el romance construyen formas de subjetividad y heterogeneidad de ser hombre en esta población. Pero, como bien nos dice Raewyn Connell (2001), se plantean jerarquías dentro de esas heterogeneidades. Un hombre tímido y romántico perderá prestigio en su grupo de pares. Aunque la timidez no eliminará el mejor posicionamiento de los hombres sobre las mujeres que en mi caso se explicita en mostrar sus vínculos con las/os extrañas/os. Este registro en que la timidez tiene protagonismo es relevante en relación con la importancia que tienen los hombres en la comunidad y lo que se espera de ellos, principalmente, que hablen bien[5], que puedan comunicarse en la comunidad y con el afuera.

Reflexionar sobre las masculinidades indígenas es primordial en esta investigación en dos sentidos. Por un lado, porque en el plano metodológico podemos hacer una introspección de cómo se realizó el trabajo de campo que es, en sí mismo, un aporte antropológico. Por el otro, en relación con la especificidad de este trabajo, porque nos permite dar cuenta de cómo esas construcciones de masculinidad permean las relaciones y representaciones sobre la paternidad y el lugar de los padres en el cuidado infantil.

Conclusión

Atender al género y la edad de las personas con las que trabajé me obligó a pensar mis vínculos con ellas y la manera en que fueron recopilados y analizados los datos para mi investigación, como también las estrategias para y en el trabajo de campo. Siendo una etnografía, el conocimiento que producimos es siempre un conocimiento situado. En este sentido, los intercambios interétnicos constantes en la zona de Iguazú tuvieron sus correlatos en mi trabajo de campo y en mis relaciones personales. Si bien en términos generales las/os juruas establecen sus primeras relaciones con varones adultos por ocupar cargos especialmente de cacicazgos, la predisposición e interés de algunas mujeres y niñas/os sumado a mi permanencia en el campo permitieron recrear esos vínculos convirtiéndolos en estables e innovadores.

Particularmente, la investigación que estaba llevando a cabo me invitó a problematizar estos nexos porque las construcciones de género y edad me permitían complejizar el análisis sobre los cuidados cotidianos de la niñez. Estas variantes se entretejieron en mi análisis, reflexionando también sobre las estrategias y técnicas que había desarrollado durante mi trabajo de campo.

Como las niñas y los niños son principalmente hablantes del mbya, en el trabajo de campo con ellas y ellos se priorizó la observación y descripción muy por encima de la entrevista y las charlas cotidianas, mientras que con adultas y adultos se sostuvieron largas las conversaciones en los patios de sus casas o los lugares comunes. Esto llevó a que las técnicas utilizadas en el trabajo de campo o los dispositivos para la toma de registro no fueran simplemente propuestas mías, sino que dependían de lo que ocurría en determinadas situaciones. Por ejemplo, las niñas y los niños se mostraron muy predispuestos para ser fotografiados lo que se podría atribuir al entorno turístico en el que viven. Pero etnografiar sus tareas cotidianas me obligó a repensar la aceptación de la comunidad para mi “estar en el campo”. Consideré que la noche que la niña durmió en nuestra carpa, con nosotras, fue un hito que marcó la confianza y aprobación de mi estadía en la comunidad.

Por otro lado, la corporalidad de las mujeres también marcó un distanciamiento principalmente por su timidez. Si bien en cada uno de mis viajes fui estableciendo nuevos vínculos y conociendo más mujeres, para mi tesis tomé la decisión de analizar la maternidad de dos mujeres que rompían con los modelos más clásicos y se posicionaban de manera extrovertida en su andar por las comunidades y en su apertura para ser parte de mi investigación. Con ellas fue con quienes establecí relaciones más estrechas y de más larga duración que se continúa por estos días. A medida que se consolidaron esas relaciones se fueron abriendo interacciones que no se reducían a la visita en sus casa o lugares de trabajo limitados a esta investigación, sino que las redes de Facebook o Whatsapp permitieron continuar nuestras conversaciones más allá de mis estadías en Iguazú. Además, la fluidez con la que se desenvolvían me permitió también utilizar técnicas de recopilación de datos que no fueron utilizadas con otras mujeres como, por ejemplo, la entrevista grabada.

Si reflexionamos en torno a la desigualdad y las posiciones que ocupan mujeres y varones, fácilmente damos cuenta de que los espacios de poder están ocupados principalmente por hombres. Esto tuvo su correlato en mis primeros ingresos al campo donde fue más simple la interacción con caciques, administradores o guías de turismo que estaban acostumbrados al diálogo con juruas. Incluso espacios comunes donde se dan esas interacciones son usados principalmente por varones como las entradas donde esperan a turistas y donde recopile algunos de mis registros. Sin embargo, con aquellos varones que no desempeñaban tareas interculturales la timidez permeó nuestras relaciones, pero no las imposibilitó. Como desarrollé, en ninguna circunstancia Roberto dejó de mostrarse con nosotras públicamente, como sí lo hicieron algunas mujeres muy jóvenes.

Las observaciones expuestas en este texto nos llevan a considerar que la metodología de nuestras investigaciones etnográficas siempre es situada, que la metodología y el grupo con el que trabajamos se retroalimentan. El campo, las personas y la/el antropóloga/o intercambian propuestas y estrategias que son en un principio inimaginables. En otras palabras, los grupos con los que trabajamos van marcando algunos caminos metodológicos y las reflexiones metodológicas que nos invitan a repensar las relaciones sociales en esos grupos.

Material suplementario
Información adicional

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Notas
Notas
[1] La referencia al nombre de las/os autores (y no sólo sus apellidos) responde a un posicionamiento feminista de visibilizar investigaciones de autoría de mujeres e identidades LGTBI+.
[2] Los nombres de las comunidades y de las personas son ficticios a fin de asegurar el anonimato y preservar a las/os participantes de esta investigación.
[3] Me refiero principalmente a cuatro mujeres de quienes estoy profundamente agradecida, con quienes he compartido gran tiempo del trabajo de campo y, posteriormente, construido registros en conjunto. Se trata de mi directora Noelia Enriz; mi compañera durante los primeros años de trabajo de campo, Clara Boffelli; la antropóloga y compañera Mariana Lorenzetti, y Daniela Ingaramo, quien trabajaba en proyectos junto a las comunidades.
[4] Noelia Enriz (2018) interpreta el pedido de monedas no solo como una forma de mendicidad sino también como una práctica lúdica, del mismo modo que sucede en otras prácticas de colaboración.
[5] Branislava Susnik (1983) anticipaba la importancia de la buena oratoria en los cacicazgos porque es lo que permite reunir a las personas y disponer de ellas.
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