Resumen: A partir de las metáforas cinematográficas del “fuera de foco” y del “fuera de campo”, este artículo propone una reflexión conjunta por parte de dos investigadores/as en formación respecto a las huellas históricas que conforman los dispositivos metodológicos en sus respectivas investigaciones doctorales, así como respecto a la posibilidad de otras formas de producción de conocimiento. Para ello, se propone una reconstitución etnográfica cruzada, un experimento escritural a cuatro manos en torno a viñetas extraídas de las experiencias de trabajo de campo de cada una/o, desarrolladas en contextos nacionales y con intereses distintos. En particular, se enfocan distintos aspectos del “fuera de campo” / “fuera de foco”: por un lado, los lugares de enunciación y la colonialidad de las técnicas de investigación y, por otro, las sensaciones, los sentimientos y los afectos. El texto concluye reivindicando la indisciplina como posibilidad de abrir nuevas formas de construcción de conocimiento.
Palabras clave: Huellas históricas, Experimentación metodológica, Decolonialidad del saber, Afectos.
Abstract: Based on the cinematographic metaphors of “out of focus” and “out of field”, this article proposes a joint reflection by two researchers in training regarding the historical traces that make up the methodological devices in their respective doctoral research projects, as well as the possibility of other forms of knowledge production. To this end, a reciprocal ethnographic reconstitution is proposed, a four-handed writing experiment around ethnographic vignettes taken from the fieldwork experience of each one of the authors, developed in different national contexts and with different research interests. Particularly, the article focuses on different aspects of the “out of field” / “out of focus”: on the one hand, the locus of enunciation and the coloniality of the research techniques and, on the other hand, the sensations, feelings and affects. The text concludes by vindicating indiscipline as a possibility for opening up new forms of knowledge construction.
Keywords: Historical traces, Methodological experimentation, Decoloniality of knowledge, Affect.
ARTÍCULOS LIBRES
FUERA DE FOCO, FUERA DEL CAMPO: HUELLAS HISTÓRICAS Y APERTURAS AFECTIVAS EN DOS INVESTIGACIONES ETNOGRÁFICAS
Out of focus, out of the field: historical traces and affective openings in two ethnographic studies
Recepción: 15 Enero 2021
Aprobación: 16 Junio 2021
Numerosos trabajos académicos contemporáneos invitan a las/os investigadoras/es a cuestionar las formas de producción de conocimiento en las ciencias sociales. Desde hace ya varias décadas, una parte del mundo académico deposita en sí misma miradas críticas que apuntan a la necesidad de una transformación de los esquemas epistemológicos y prácticas de investigación, así como a una reconsideración crítica de las relaciones de poder entre investigadores/as e investigadas/os. Por un lado, las epistemologías del Sur (Santos, 2011), particularmente potentes en el pensamiento crítico latinoamericano, subrayan la necesidad de desglosar los esquemas de la colonialidad del poder (Quijano, 2003) y de valorar las formas no-dominantes y periféricas de pensar el mundo (ver, por ejemplo, Cardoso de Oliveira, 1997; Krotz, 1993). Por otro lado, algunas reflexiones acerca de los procesos y las herramientas por medio de las cuales se construye el conocimiento académico promueven un desplazamiento de las representaciones históricas acerca del énfasis racionalista de la cientificidad (Caratini, 2004; Favret Saada, 2013).
El presente artículo[1] indaga en cómo estos cuestionamientos epistemológicos y políticos de la investigación en ciencias sociales surgen en el terreno para dos estudiantes de doctorado en el campo de las ciencias sociales, particularmente en el ámbito de la antropología. A partir de una relectura cruzada de nuestros materiales etnográficos respectivos, proponemos subrayar la importancia de escribir también acerca de aquello que, a menudo, queda excluido de las representaciones del campo en las investigaciones doctorales. Para ello, retomamos la metáfora cinematográfica del “fuera del campo” (“hors-champ”) propuesta por Bénéï (2019: 3), la que se refiere a todo aquello que queda fuera del encuadre de la cámara en una filmación, pero cuya exclusión del campo visible –y decible– abre precisamente la reflexión hacia nuevos horizontes semánticos, artísticos, científicos y políticos –de la misma forma como, según proponemos en este artículo, aquello que habitualmente queda fuera de la escritura etnográfica abre la reflexión hacia nuevas conceptualizaciones del propio proyecto etnográfico–. Complementamos esta metáfora con la idea de que incluso al interior del “campo”, ya sea definido por el encuadre de una cámara –como en la metáfora de Bénéï– o por la delimitación conceptual del terreno etnográfico en el que se desarrollará una investigación –en la reflexión que nos convoca–, hay elementos que quedan “fuera de foco”. Se trata de interacciones sociales que no forman parte del “objeto de estudio”, de las condiciones de la vida cotidiana que afectan a investigadoras/es e investigados/as, de retazos del registro de campo que quedan fuera del análisis, entre otros. En conjunto con la exclusión de aquellas dimensiones que quedan “fuera del campo”, la opacidad de aquello que queda “fuera de foco” refleja la herencia histórica de la constitución hegemónica de las ciencias sociales, basadas en la exclusión de ciertas formas de saber y en la invisibilización de sus propias condiciones de producción, ya sea en aquellos contextos centrales que históricamente detentaron el monopolio del “pensamiento antropológico”, o en aquellos contextos periféricos que, a pesar del silenciamiento del que han sido objeto (Krotz, 1993), poseen sus propios “estilos” de práctica antropológica (Cardoso de Oliveira, 1997).
En contraposición a tal invisibilización, en el presente artículo retomamos un “paradigma del índice” (Ginzburg, 1980) para tratar de identificar aquellas huellas históricas presentes en nuestras investigaciones y que, a manera de pistas, nos permiten escudriñar en lo no-dicho, lo no-presente –aparentemente– y, de esta forma, aproximarnos a prácticas y experiencias de producción de conocimiento que nos parecen epistemológicamente potentes y políticamente relevantes, pues proponen otro enfoque para pensar las diferentes formas en las cuales persiste un “modelo antropológico original” (Krotz, 1993), así como las tensiones que lo atraviesan y las maneras de romper con él. Entre estas prácticas y experiencias, destacamos sobre todo aquellas relacionadas con el cuerpo, lo sensible y lo afectivo, dimensiones que han sido objeto de un debate sostenido en las últimas décadas, tanto en la antropología como en otras disciplinas afines. Nuestro proyecto trata, entonces, de poner en relieve las tensiones que una concepción dominante del conocimiento, heredada del pasado, a la vez asimilada y transmitida por la institución académica, genera en términos sensibles y cotidianos; tiene como fin identificar, en instancias concretas del trabajo de campo, otras tensiones relativas al deseo y a la necesidad de pensar otras formas posibles de hacer (sobre)vivir las ciencias sociales. Compartimos este interés en pensar y experimentar/vivir los desafíos contemporáneos relativos a ciertas bases de las ciencias sociales con perspectivas críticas de distintas partes del mundo (Martinet et al., 2018). Las inquietudes epistemológicas y políticas esbozadas aquí, derivadas de la “inquietud etnográfica” (Fassin, 2008a) que nos mueve a ambos/as, fueron las que (re)unieron a la autora y el autor de este artículo. Antes de enunciar el recorrido reflexivo de las siguientes páginas, el que privilegia la lectura etnográfica de las tensiones epistémicas que recorren distintas situaciones que hemos experimentado “en el campo” por sobre la discusión temática, describimos nuestro primer encuentro en vivo y en directo, que refleja este interés común, y las maneras en las cuales este interés circula, dentro y fuera de ciertos campos de investigación, dentro y fuera del campo académico, dentro y fuera de las fronteras espaciotemporales, entre las antropologías centrales y periféricas.
Estamos en Santiago de Chile, en octubre 2018. En colaboración con el archivo de la Universidad de Chile, la colectiva de mujeres afrodescendientes Luanda, proveniente de la ciudad de Arica, en el extremo norte del país, había organizado dos jornadas de actividades en la decimonónica casa central de la Universidad de Chile. Tal como se puede leer en la página oficial de este evento, estas jornadas eran “una invitación tanto para el mundo académico como para la sociedad civil, a conocer sobre la historia y la incidencia del pueblo afrochileno, a reconocer los diversos aportes realizados por sus ancestras y ancestros en el proceso de organización de la República de Chile y a examinar las formas en que se ha construido, debatido y negado su existencia”. Sin habernos concertado, nos encontramos en esa ocasión, un vaso de vino en la mano, durante el cóctel que cierra las actividades del primer día. Ya nos conocíamos virtualmente, pues formamos parte de un programa de intercambio universitario entre Chile y Francia. Ambos sabíamos, entonces, quién era cada una/o y cuáles eran nuestras líneas de investigación.
Ricardo había vuelto hace pocos días de una pasantía de un mes en París en el marco del proyecto en el que ambos participamos. No fue su primera estadía en el extranjero, pues antes del doctorado en la Universidad de Chile había vivido por casi una década en Berlín, desde donde había regresado para tratar de evitar los dilemas éticos y políticos que enfrentan quienes, viviendo en el Norte, investigan el Sur y realizan en él regulares –pero acotadas– estadías de investigación. Estar de vuelta en Chile le da la oportunidad de conectar tanto con los procesos políticos y sociales que estaban ocurriendo en el país como con las experiencias cotidianas de sus interlocutores/as. Viene al seminario pues su investigación trata precisamente de la negación que pesa en Chile sobre la herencia afro, y sobre cómo jóvenes santiaguinos/as que practican danzas afro comienzan a cuestionar esa negación.
Charlotte, por otro lado, ha llegado a Santiago hace un mes, con cierta emoción. Hace ya casi diez años que mantiene una relación íntima con este país, cruzando frecuentemente las fronteras porosas de lo profesional y de lo personal. Esta vez regresó a esta tierra lejana por razones profesionales: en el marco de una cotutela entre la EHESS, su institución de origen, y la Universidad de Chile, viene a realizar un trabajo de terreno etnográfico en un servicio municipal para migrantes en la Región Metropolitana. Su tesis intenta poner en perspectiva de manera crítica la temática de la acogida del migrante en Chile y en Francia, con una atención particular a la manera en la cual estos dos lugares están impregnados por la herencia de hechos históricos violentos que se repiten en la actualidad. Estudiar un país diferente del suyo hace sentir a Charlotte una tensión ética, casi moral, parecida al sentir el peso de la Historia: no puede omitir el hecho de que viene de un país productor de discursos dominantes del saber y vinculado a una historia violenta (la colonización), que, lo quiera o no, parece seguir encarnando. Realizar su doctorado en cotutela es una exigencia, una necesidad de apaciguar esta tensión relativa a su legitimidad. Una semana antes de llegar a Chile, Charlotte se ha despedido de su primer terreno de investigación: un centro de acogida de migrantes en las afueras de Paris, donde se desempeñaba, simultáneamente, como etnógrafa y como trabajadora social. En el servicio municipal para migrantes que investiga en Chile, se encuentra nuevamente con amigos: había trabajado en este lugar en 2015 como investigadora y como coordinadora de un programa de mediación intercultural. Las mismas personas la rodean en 2018.
El formato de las jornadas propuestas por la colectiva Luanda es distinto al de otros eventos académicos. Antes de dar paso a las exposiciones, y mientras aún llega el público, en el patio interior de la universidad en el que nos encontramos, empiezan a sonar tambores. Se trata de una comparsa de tumbe, una música y danza afrochilena, la que con el retumbe de los tambores inicia un pequeño pasacalle al que todas/os seguimos: saliendo por una entrada trasera, la procesión da la vuelta al edificio de la universidad, para volver a entrar por la entrada principal. Ricardo no puede dejar de sentir algo así como orgullo y satisfacción al ver a este grupo, que representa la cultura afrochilena, entrar por la puerta principal de la universidad más importante del país, que por mucho tiempo ha sido un vetusto templo del saber eurocéntrico en una sociedad que reniega de sus diferencias.
Al día siguiente, la mañana es ritmada, entre otras actividades, por un taller de tumbe. La historia de esta danza es apasionante: aunque se trataba de una práctica perdida, fue reconstituida recientemente en la región de Arica por jóvenes a partir de huellas orales y escritas del pasado. Sus pasos, explica la instructora del taller, hacen referencia a los gestos de los/as esclavizados/as africanos/as: recoger el algodón, usar un machete, cosechar aceitunas. Un pequeño grupo de diez personas, incluyéndonos, reproducimos esos movimientos en una sala de la Universidad de Chile. El ambiente es convival, intimista. Sin embargo, al final de la práctica, en el momento en el cual la profesora invita a cada persona, una por una, a bailar en el centro del círculo, el cuerpo de Charlotte para, y ella se aparta. En su diario etnográfico, acordándose de este momento, Charlotte habla de un “malestar por ser europea” que la inundó entonces, un sentimiento, irracional, disruptivo, incorporado, de culpabilidad. Se une nuevamente al grupo para los movimientos finales, siguiendo la sonrisa benevolente de la instructora.
La furtividad de este momento, de esta sensación, se extiende de forma fragmentada, de manera incontrolada, durante el almuerzo de ese mismo día. Salimos de la universidad y nos sentamos a comer unas empanadas en un paseo peatonal a pasos del Palacio de La Moneda, el principal símbolo del poder en Chile. Sin que lo expresáramos explícitamente, frente al trasfondo de las conversaciones de ese día toma forma nuestro interés común respecto a las huellas históricas presentes, directa o indirectamente, en cada una de nuestras investigaciones: en las interacciones que rodean nuestros objetos de estudios respectivos, en las prácticas académicas. Poco después, Charlotte anota en su diario etnográfico un comentario enunciado por Ricardo durante este almuerzo, haciendo referencia a las discusiones colectivas de las cuales participó en el marco del programa de intercambio académico chileno-francés: “Ricardo me dice que estuvo sorprendido de que hubiera poca alusión al hecho colonial, aunque Francia está impregnada por aquello. Encuentro que tiene razón”. Algunos meses después, Charlotte vuelve a escribir en su diario: “Este seminario (el de la colectiva Luanda) y los intercambios con Ricardo han sido la ocasión de dar el paso en las profundidades identitarias y temporales en Chile, paso que no puede evitar la puesta en resonancia de lo que hoy en día está en juego del otro lado del Atlántico, en Europa, y las maneras en las cuales, cada uno, desglosamos y reconstruimos, lidiamos con este pasado singular y común”.
Es importante notar que la colectiva Luanda, entre otros colectivos, enuncia una fuerte crítica acerca de la institución académica chilena. La idea de que las universidades funcionan en una burbuja y no valoran los conocimientos culturales y políticos producidos por organizaciones sociales, por ejemplo, es expresada varias veces durante estas dos jornadas. Charlotte también ha escuchado este tipo de críticas al otro lado del Atlántico. En este sentido, su interés en la metodología del “croisement des savoirs” [cruce de los saberes] desarrollada por la organización francesa ATD Quart Monde[2] (Carrel et al., 2017), la que considera a cada participante como co-investigador/a, no es casual. Volviendo a Chile, las distintas formas de compartir y experimentar el conocimiento propuestas por la colectiva Luanda en las dos jornadas descritas fueron, sin duda, parte de las distintas inspiraciones que nos llevaron a cuestionar la reproducción de concepciones dominantes del saber en el ámbito de las ciencias sociales (Cruce de diarios etnográficos: Charlotte y Ricardo, Chile, 2018).
Probablemente, este pequeño episodio extraído de nuestras experiencias cotidianas como doctorantes se hubiera perdido sin nuestro trabajo en conjunto en el marco de este artículo, pues este tipo de escenas de la vida académica suele ser considerado como fuera de nuestros campos de investigación formales. Sin embargo, su reconstitución etnográfica cruzada, años después, enraíza nuestras reflexiones acerca del fuera de foco/fuera del campo en elementos palpables y experiencias concretas. Las huellas históricas se sienten en lo que genera para Ricardo la presencia de los tambores en la Universidad de Chile, en los discursos críticos de la Colectiva Luanda acerca del monopolio del saber en las ciencias sociales, en el malestar de Charlotte durante el taller de tumbe, en las maneras en las cuales ambas/os articulamos nuestras trayectorias y movilidades académicas, entre los centros y las periferias, con una geopolítica del saber en un mundo globalizado, en las conversaciones informales entre nosotras/os durante el almuerzo, relativas a la ausencia de las herencias históricas en ciertos espacios universitarios. Así, nuestro primer encuentro pone de relieve los lugares, fuera de la noción tradicional de “campo”, en los cuales se juegan, simultáneamente, las tensiones relativas a las herencias hegemónicas de las ciencias sociales y los deseos de construirlo de forma diferente.
En lo que sigue, continuaremos tejiendo los hilos que se comienzan a desplegar en esta viñeta. Leyendo en conjunto diferentes experiencias etnográficas, reflexionaremos en torno a las maneras en que aquello que aparentemente está fuera del “campo”, construido convencionalmente como el espacio –físico, pero también conceptual– en el que desarrollamos nuestras investigaciones, irrumpe en ellas. En el primer apartado, introducimos algunas reflexiones teóricas respecto al concepto de “campo” y las exclusiones que este concepto implica. Estas reflexiones nos guiarán en los siguientes dos apartados, que enfocan distintos aspectos del fuera de campo/fuera de foco: por un lado, los lugares de enunciación y la colonialidad de las técnicas de investigación. Por otro, las sensaciones, los sentimientos y los afectos. Concluimos reivindicando la indisciplina como posibilidad de abrir nuevas formas de construcción de conocimiento.
El trabajo de campo en la tradición de Bronislaw Malinowski y Franz Boas, entre otros/as autores/as señeros/as pertenecientes a los cánones eurocéntricos de la matriz disciplinaria antropológica, continúa siendo la principal herramienta metodológica de la antropología y ha ganado popularidad también en disciplinas afines. Históricamente basado en la inmersión en un contexto cultural distinto a aquel del/de la investigador/a, así como en la comprensión empática de una visión de mundo ajena, el trabajo de campo es tanto un dispositivo de investigación como una experiencia iniciática para cualquier etnógrafo/a.
Ahora bien, en las últimas décadas el método etnográfico ha sido objeto de fuertes críticas en términos políticos y epistémicos, las que han emanado, principalmente, de pensamientos periféricos y subalternos. La crítica postcolonial, por ejemplo, mostró los vínculos históricos entre la investigación en las ciencias sociales y el colonialismo, así como las relaciones de explotación epistémica hacia los/as “informantes” (Tuhiwai Smith, 2016), reconceptualizados/as como “acompañantes epistémicos[/as]” (Estalella y Sánchez Criado, 2020) en el marco de los enfoques etnográficos colaborativos (Lassiter, 2005; Rappaport, 2007). Las autoras feministas, por otro lado, denunciaron el silenciamiento de las voces femeninas en la mayoría de las etnografías clásicas, realizadas y escritas principalmente por hombres blancos y europeos (Moore, 2009), además de reivindicar la relevancia teórica y las innovaciones en la escritura antropológica introducidas por mujeres, frecuentemente invisibilizadas en los relatos disciplinarios dominantes (Behar y Gordon, 1995). En un plano similar, las críticas influenciadas por el giro literario apuntaron a la naturaleza discursiva de las representaciones etnográficas, las que no son, por lo tanto, más que “verdades parciales” (Clifford, 1986). Desde la perspectiva de las antropologías latinoamericanas, finalmente, se han destacado las desigualdades entre los lugares centrales y periféricos de producción y difusión de matrices disciplinares, culturalmente remodeladas y recreadas para producir “estilos” distintos de práctica antropológica (Cardoso de Oliveira, 1997). Estos se caracterizan, por ejemplo, por la “vocación crítica” (Jimeno, 2005) del ejercicio etnográfico en las sociedades latinoamericanas, la que emerge de la condición de co-ciudadanía entre antropólogos/as y sus interlocutores/as.
Por otra parte, también el propio concepto de “campo” ha sido sometido a una fuerte crítica. Como argumentan Gupta y Ferguson (1997), se trata de una noción escasamente problematizada en las discusiones metodológicas y que asume el lugar en el que se investiga como una entidad espacial autoevidente y separada por una diferencia jerárquica del lugar en el que se escribe y se analiza: por un lado se encuentra el “conocimiento local” (Geertz, 1994), y por otro el “conocimiento científico”; por un lado están los/as insiders, los/as “informantes clave” o los/as “antropólogos/as nativos/as”, y por el otro los/as outsiders, los/as antropólogos/as a secas. Aparte de la excesiva simplificación de identidades y posicionalidades complejas implícita en nociones como “antropólogo/a nativo/a” (Narayan, 1993), las que además asignan una posición subordinada a los/as antropólogos/as que se desempeñan en los países del Sur global (Krotz, 1993), la conceptualización del “campo” como una entidad cerrada y autosuficiente ha entrado en crisis en el contexto de los procesos de globalización, los que hacen cada vez más difícil pensar en una localización geográfica aislada sin tomar en cuenta los flujos y movimientos multiescalares de personas, representaciones y prácticas (Appadurai, 1996; Marcus, 1995). Por otro lado, en el caso de los/as antropólogos/as del Sur la pertenencia a la misma sociedad nacional facilita la interpelación, por parte de los/as sujetos/as estudiados/as, del conocimiento producido sobre ellos/as (Krotz, 1993), difuminando la diferencia entre campo y escritorio.
Nuestras reflexiones en el presente artículo parten desde tales cuestionamientos al método etnográfico y al concepto de “campo”, el que al igual que la metáfora cinematográfica mencionada arriba implica un recorte espacial, político y epistémico que es relevante problematizar. A la vez, pensamos que incluso al interior del “campo”, así como en las múltiples experiencias imprevistas que constituyen las investigaciones etnográficas –los “imponderables de la vida real” mencionados por Malinowski–, hay claves que permiten descifrar aquello que ha quedado “fuera de foco”, es decir, aquello cuyos contornos imprecisos apenas es posible adivinar frente a un fondo borroso. Nos referimos a las huellas históricas que se encuentran impresas tanto sobre la constitución del “campo”, en tanto realidad social sobre la que interviene la mirada analítica del/de la investigador/a, como también sobre la propia etnografía en tanto dispositivo metodológico. Estas huellas remiten a los procesos históricos y geopolíticos más amplios que enmarcan las investigaciones etnográficas.
En su constitución eurocéntrica, las ciencias sociales se han basado históricamente tanto en la construcción colonial de la Otredad –los “objetos” a estudiar, construidos como Otros externos y exóticos, en el caso de las antropologías centrales, y como Otros internos, contenidos en el mismo Estado-nación, en las antropologías latinoamericanas (Jimeno, 2005)– como también en la descontextualización y descorporeización del conocimiento bajo la influencia del dualismo cartesiano (Lander, 2003). De esta forma, el punto de vista del cientista social occidental –o, al menos, que se asume a sí mismo como parte de la tradición intelectual occidental (Krotz, 1993)–, generalmente “blanco”, masculino y de clase media, asume un lugar de falsa universalidad, ignorando su propia posicionalidad y parcialidad. En el marco de esta “colonialidad del saber” (Lander, 2003), el pensamiento moderno –tal y como se cristaliza en el discurso de las ciencias sociales– se revela como un “pensamiento abismal” (Santos, 2010) que excluye e invisibiliza aquellas formas de conocimiento que no obedecen a las normas de racionalidad y cientificidad que marcan sus límites.
En respuesta a tales cuestionamientos epistemológicos, autoras como Haraway (1988) han abogado por una construcción de conocimiento que asuma su propia situacionalidad epistémica y política, cuestionando la pretendida objetividad de la mirada científica cartesiana y reconociendo, por el contrario, la naturaleza corporizada de cualquier perspectiva científica. En consecuencia, la subjetividad del/de la investigador/a se encuentra tan implicada en la situación bajo observación como las subjetividades de sus interlocutoras/es, imposibilitando una distinción clara entre “sujeto” y “objeto” de la investigación. Por otra parte, las ideas del “conocimiento situado” y de la implicación de la subjetividad del/de la investigador/a en el objeto de su investigación se abren también a incluir en la reflexión científica social experiencias y formas de conocimiento previamente invisibilizadas, tales como las sensaciones y los afectos (Favret-Saada, 2013; Stoller, 1995).
A la luz de estas reflexiones, en el presente artículo problematizamos algunas de nuestras experiencias en el “campo”, tratando de ir más allá de la forma en la que habitualmente conceptualizamos el marco espacial, político y epistémico en que se desarrollan nuestras etnografías. En otras palabras, intentamos poner en práctica algunas intenciones que desde hace bastante tiempo vienen siendo discutidas pero que, entre los constreñimientos institucionales y epistémicos de la vida académica neoliberalizada, muchas veces quedan a la deriva, sin aterrizar en una reconceptualización corporizada de lo que significa el “campo” ni de hacia dónde conducen las huellas que en él se encuentran impresas.
Huellas históricas, lugares de enunciación y (geo)política del conocimiento
Aunque muchas teorías han llamado a renovar de forma crítica las practicas investigativas en las ciencias sociales y a reevaluar nuestros posicionamientos como investigadoras/es, nos parece persistir una dificultad en el acto práctico de aprehender de forma global e interconectada los distintos componentes de la investigación etnográfica, incluyendo en ello las crecientes interrogaciones críticas (tales como aquellas formuladas por la colectiva Luanda, citadas más arriba) acerca de lo que sigue siendo y representando la institución académica, encarnada en este caso por el/la etnógrafo/a. Dicho de otra forma, la retroalimentación entre la producción práctica de conocimiento y los marcos –institucionales y teóricos– en los cuales se inscribe, parece aún demasiado fragmentada y escasa. Es en este intersticio que adquiere mayor relevancia la reflexión sobre aquello que queda “fuera del campo”, entendido también como una dimensión de la investigación que permite la reflexividad epistémica de las ciencias sociales (Bourdieu y Wacquant, 2005) a partir de las experiencias en el terreno, en particular, a partir de una atención privilegiada hacia las huellas históricas presentes en él. En esta perspectiva, la relectura de nuestros respectivos diarios de campo, antes de la redacción de este artículo, fue la ocasión para seguir un primer conjunto de huellas, relativas a las herencias históricas de las geopolíticas del saber, y subsecuentemente, al escuchar las distintas voces que componen la investigación.
“Tengo miedo”, murmuro a Dominique, jefa del centro de emergencias para migrantes en el cual realizo mi terreno en Francia. Me mira sonriendo, benevolente. En el fondo, en este preciso instante, está presente un miedo que me acompaña desde tiempo y que surge nuevamente: el miedo de que los migrantes viviendo en este centro se sientan, al anuncio de mi investigación en este lugar, “traicionados” o “utilizados”; el miedo de que solo se sientan “objetos” de estudio; la sensación de que me parece que les pasa a menudo ser “objeto” – mediático, político, de la administración, de sentimientos morales personales; la gana (la necesidad?) de proponerles algo diferente, de hacerles existir de forma diferente…nos sentamos, la reunión empieza. (…). Mi ponencia es corta y sintética. (…) Les explico que quisiera realizar esta investigación de forma colaborativa, junto con ellos y que un pequeño grupo de investigación podría armarse en esta perspectiva. “¿Preguntas?” No me acuerdo que haya tenido ningunas. Dos personas sudanesas intervienen para decir que “puedo contar con ellos” –es lo que traduce Samir, empleado argelino del centro–. Otra persona guineana hace un movimiento de cabeza de aprobación. Después Dominique enuncia el tradicional “¿Todo bien? ¿Continuamos con el punto siguiente?”. El grupo de migrantes presentes empieza entonces a aplaudir. Me sorprende, me emociona. En este momento, tengo la sensación de que están orgullosos de mí, porque estoy realizando un doctorado. Los siguientes días, algunos de ellos vendrán a verme individualmente para felicitarme (Diario etnográfico de Charlotte, Francia, marzo 2018).
Obviamente, esta escena (Goffman, 1981) de una investigación doctoral se puede analizar de varias formas. Lo interesante para nosotros/as es destacar cómo, en el momento de inicio oficial del trabajo de campo, se despliegan en distintos niveles las tensiones relativas a la construcción histórica y hegemónica del conocimiento. Empezando por el final, pareciera que el saber, el hecho de cursar un doctorado, para las personas presentes este día, y en particular para las personas migrantes, es algo que se tiene que aplaudir. La etnógrafa interpreta estos aplausos y saludos como una demostración de orgullo: hace ya más de un año que forma parte del equipo de trabajadores/as sociales de este centro de emergencia para migrantes; es como si estas personas, que hacen parte de su vida diaria (y viceversa)[3], se alegraran de lo que consideran como una forma de éxito (volverse “doctor/a”). Detrás del orgullo, detrás de los aplausos, quizás flota también, sin que sea algo dicho en este momento preciso, una sensación de algo lejano, difícilmente accesible: la producción del saber, y su símbolo, la Universidad. El clímax de esta escena contrasta con el miedo sentido por Charlotte. Este miedo, que, en realidad, por su longevidad durante meses e incluso años, corresponde más a una forma de angustia o de inquietud, refleja dilemas éticos entre las expectativas académicas, las herramientas del saber, su construcción hegemónica y las creencias o intuiciones de la investigadora. Ahí, en esta tensión corporizada y sentida por la etnógrafa, se distingue otra forma de huella histórica: la aplicación de un modelo “científico” que reproduce una forma de violencia históricamente ejercida sobre los “objetos de estudio” de las ciencias sociales, y en particular de la antropología. Es justamente para intentar romper con las comunes prácticas extractivistas y utilitarias que Charlotte propone una metodología colaborativa, inspirada por el “croisement des savoirs” mencionado arriba. En esta metodología, el monopolio del/de la investigador/a como único/a detentor/a del saber es cuestionado: cada participante de este tipo de investigación, de inspiración colaborativa, es considerado/a como co-investigador/a, pues el postulado de base es la horizontalidad en la producción del conocimiento, partiendo de la premisa que cada persona, ya sea académico/a, migrante o profesional, detenta “saberes” valorables de igual forma.
Este intento de deconstrucción de la tradición jerárquica de producción del conocimiento se puede vincular a lo que varios autores, en particular latinoamericanos, denuncian: el silenciamiento histórico de ciertas voces, de ciertas percepciones del mundo, de paradigmas otros. Mignolo (2011) invoca el dominio histórico de ciertas macro-narrativas en la geopolítica del conocimiento (desde la teología cristiana hasta la filosofía griega o de la Ilustración) que se establecieron como normas globales del pensamiento científico y que, consecuentemente, hicieron y siguen haciendo desparecer la diversidad de conocimientos y de voces existentes en espacios culturales subalternizados y marginalizados. El cruce de los saberes, tal como las críticas hacia la academia enunciadas por la colectiva Luanda, son ejemplos de luchas contra esta tendencia y para que estas voces silenciadas pueden ser “oídas”. Apoyándose en el concepto de colonialidad del poder, desarrollado por Quijano (2003), y abarcando la idea de que existen aún esquemas coloniales impregnados en cada aspecto de la vida cotidiana (incluyendo la vida académica), Mignolo convoca a una decolonialidad del conocimiento, a través de la concientización respecto de los diversos lugares de enunciación desde los cuales se puede producir el conocimiento. Este último no es uniforme: es plural y situado, relativo a quien lo enuncia. También Santos (2011) efectúa una constatación y una invitación similares. En su conceptualización de lo que llama una Epistemología del Sur, llama a romper con los antiguos esquemas coloniales y capitalistas que persisten en el presente, apelando al reconocimiento de las múltiples dimensiones del conocimiento, particularmente de aquel producido por grupos sociales históricamente excluidos de la producción científica.
Así, pareciera que las sensaciones y tensiones descritas en la escena anterior resuenan, desde el terreno, con las reflexiones epistemológicas y políticas de Mignolo, Quijano y Santos. No obstante, resulta difícil anclar estas posturas en el campo etnográfico: por diversas razones (por ejemplo, la falta de herramientas metodológicas, tiempo y recursos o el choque de las expectativas académicas con las temporalidades de los migrantes recién llegados a Francia y fragilizados por su extenuante trayecto migratorio), Charlotte tuvo que abandonar el enfoque colaborativo algunos meses después de su anuncio. Esto refleja, quizás, las dificultades de transponer, en los modelos metodológicos y en las practicas investigativas, las posturas reflexivas inspiradas por la decolonialidad del saber y la Epistemología del Sur.
De manera simultánea, en el otro lado del charco, Ricardo también se enfrenta al desfase existente entre las herramientas metodológicas tradicionales de la etnografía, heredadas del pasado, y las intenciones de corrección ética. Lo deja, de cierta forma, sin voz:
Aunque mi investigación trata de la danza, y por tanto de los cuerpos en movimiento, una parte considerable del trabajo etnográfico, así como de los contactos con posibles interlocutoras/es, se ha desarrollado en el aparentemente incorpóreo espacio de internet, y en particular de sitios y redes sociales como YouTube y Facebook. Fue en el ciberespacio también que intenté concretar por primera vez el contacto previo que me permitiría participar de un taller de danza “afro”. Siguiendo la fórmula según la cual el compromiso ético en la investigación en ciencias sociales se expresa mediante la firma de documentos de consentimiento informado, elaboré tal documento, explicando que realizaría una observación participante en las mismas condiciones que cualquier participante del taller. Luego de hacer la solicitud de manera informal, se lo envié a través de la mensajería instantánea de Facebook a una profesora de danza a quien ya había conocido offline en una oportunidad previa. Si bien su respuesta en un primer momento fue positiva, su reacción cambió al enterarse de que existía la formalidad de un documento de consentimiento informado de por medio. “Pensé que no era algo con tanto protocolo”, me escribió, “más bien una investigación personal, no que estarías observando también a las chicas. Eso es diferente”. Me pidió pensarlo, pero aún al consultarle varios días después no obtuve respuesta (Diario etnográfico de Ricardo, Chile, 2018).
La reacción de la profesora de danza revela lo que parece ser un mecanismo instintivo de vigilancia hacia el trabajo académico y sus prácticas históricas, extractivistas. Probablemente, este sentimiento es exacerbado por el hecho de que, además de ser parte de la institución académica, como un cuerpo históricamente sedimentado de discursos, normas y prácticas de producción de conocimiento, Ricardo es un hombre, y el hecho de pertenecer a esta categoría generizada de poder en un campo principalmente experimentado por mujeres, sensibles a los esquemas históricos de dominación, alimenta las interacciones descritas. Es interesante también notar que, en esta escena, las tensiones toman forma con la introducción de un documento supuestamente creado para proteger a las personas que participarán de la investigación (los/as “informantes”). Aunque este documento garantice ciertos límites en el uso del material recogido en el terreno, establece también, como lo notan el etnógrafo y la profesora de danza, un tipo de relaciones y un marco formal frío y rígido, exagerado por la descorporeización que produce el espacio virtual. A nuestro entender, en esta interacción cotidiana se visibilizan, entonces, las huellas históricas a las cuales esta herramienta metodológica sigue estando vinculada, y los (re)sentimientos de la necesidad de romper y repensar el patrón de colonialidad en las relaciones etnográficas.
De forma similar a la escena de nuestro primer encuentro, el documento de consentimiento informado sugiere conexiones históricas, así como posicionamientos diferenciados, en las reflexiones producidas en distintas partes del mundo a partir de este tipo de documento (desde Chile, espacio periférico en el campo antropológico, para Ricardo, y desde Francia, hogar de una antropología metropolitana, para Charlotte). En efecto, esta herramienta es también fuente de fuertes cuestionamientos en el “después del campo”[4] de Charlotte. Al redactar la parte metodológica de su tesis, la etnógrafa se dará cuenta de que en su investigación no usó tal documento, aunque siempre las condiciones de aquella fueron expresadas y acordadas claramente con cada persona entrevistada, de forma oral y/o escrita. Esta constatación dialoga con la de Ricardo, relatada en la escena anterior: la dimensión formal vinculada por el formulario de consentimiento informado es apartada, reemplazada por un principio de confianza entre la etnógrafa y el/la entrevistado/a. Este proceso se podría asociar a la noción de “consentimiento etnográfico”, en el sentido “de un proceso relacional y secuencial más que de un acuerdo contractual” (Fassin, 2008b: 127, trad. propia). A posteriori, la forma instintiva en la cual Charlotte había decidido no usar esta herramienta le hizo (re)sentir la problemática construcción histórica de la antropología francesa, en particular, las huellas históricas dejadas por sus antiguos vínculos con las lógicas coloniales y civilizadoras, así como sus tradiciones extractivistas, aún incorporadas. Entre esta sensación del peso histórico de la antropología en Francia, y la de Ricardo relativa a las paradojas e incoherencias del uso de formularios de consentimiento informado, reminiscentes de los dispositivos burocráticos de la gubernamentabilidad neoliberal, este diálogo etnográfico multisituado revela las tensiones éticas irresueltas en la investigación antropológica, con matices sensibles distintos según las lógicas particulares –históricas, socioculturales y de género– que informan las relaciones entre el/la investigador/a y sus interlocutores/as.
El sentir las huellas de la historia de la antropología, el sentir el peso de relaciones de una colonialidad del poder/saber atravesando los siglos, el sentir las fisuras metodológicas y éticas, están presentes en estas experiencias etnográficas, en estas palabras, silencios y omisiones, en todos estos momentos que rodean el campo, temporalmente, virtualmente, físicamente. La articulación entre huellas históricas y etnografía es también, en ciertos momentos del trabajo de campo, muy explícita. Lo revela, por ejemplo, una conversación informal entre Charlotte y uno de sus interlocutores, al final de una entrevista. Rodrigo es chileno y a lo largo de su trayectoria profesional ha trabajado en distintos organismos (inter)gubernamentales, tanto en Chile como en el extranjero.
Apago la grabadora. Rodrigo me pregunta cuándo me voy de Chile. “El próximo lunes”, le digo. Me pregunta cuándo voy a regresar, y si mi intención es establecerme en Francia. Le contesto que sí. Me dice que le parece muy bien, porque hay muchas cosas que hacer en mi país y que, durante un tiempo, los europeos venían a América del Sur porque supuestamente no había nada que hacer en Europa. Pero ahora no es verdad, la historia se repite y hay muchos problemas. Me cuenta que estuvo en Madrid y que es una persona muy católica. Estaba en una misa, y una persona dijo que quería ir a África para ayudar. El cura le contestó que no era necesario ir a África porque en España había también mucho que hacer, había muchos comedores populares… Apruebo, y le digo que, desde el inicio, la meta de este trabajo es la retroalimentación mutua entre Francia y Chile (Diario etnográfico de Charlotte, Chile 2018).
Rodrigo transpone claramente el pasado colonial y cristiano al presente investigativo. Esta vez, la necesidad de romper con tradiciones utilitaristas y moralistas europeas se expresa en relación con el posicionamiento de la etnógrafa, con sus intenciones y perspectivas académicas. Las palabras de Rodrigo, la manera en la cual esta conversación furtiva, de algunos minutos, resonó en Charlotte, la sensación de malestar que sintió a pesar de estar parcialmente de acuerdo con Rodrigo, puede leerse nuevamente como la expresión de una huella histórica, que tiene lugar una vez que la formalidad del dispositivo investigativo se diluye.
Indirectamente, Rodrigo invita también a una reflexión acerca de las voces de la investigación, reflexión particularmente potente en las teorías feministas e interseccionales contemporáneas: ¿quién puede decir algo y sobre qué? Conscientes de nuestras posicionalidades respectivas, tanto en términos globales, en relación con la desigualdad Norte-Sur, como al interior de nuestras propias sociedades, en las que, dependiendo de las coyunturas e interpelaciones específicas, somos designados/as y/o nos reconocemos en distintos grupos sociales, a veces más y a veces menos dominantes, articulados por dimensiones como el género, el color de piel, la nacionalidad, las historias migratorias que nos atraviesan, la clase social, el acceso a capital cultural y simbólico, entre otras, esta pregunta ha atravesado a menudo nuestras reflexiones cotidianas en cuanto doctorantes. La necesidad de favorecer las voces que han sido históricamente silenciadas y de tomar en cuenta su posicionamiento en la geopolítica del saber, rompiendo con la omni-potencia y -presencia de ciertas voces (europeas, blancas, masculinas, científicas, etc.) son posturas ético-políticas que toman cada vez más fuerza en las ciencias sociales. Por otra parte, también consideramos necesario prestar atención a la manera en la cual se construyen socioculturalmente estas voces. Es quizás dentro de una reflexión más global, poniendo en juego a la vez la posicionalidad del/de la etnógrafo/a y la de la persona que escucha en el terreno, que se sitúa la sensación de Ricardo respecto a la intención que se presume que tiene su investigación:
En mayo de 2018 viajo desde Santiago a una ciudad ubicada a varias horas de viaje en bus. Mi interés era conocer más de cerca una agrupación cultural cuyos integrantes llevan más de una década impulsando actividades y eventos en torno a lo afro. Después de llegar a mi alojamiento y dejar mi equipaje le escribo a una integrante de la agrupación con quien previamente había tenido contacto por correo electrónico. Ella me invita a juntarnos en un estudio de danza en el que un poco más tarde habrá una clase de danza afromandingue con un profesor guineano que hace pocos meses reside en la ciudad. Al encontrarnos, mi interlocutora me saluda cariñosamente y, luego, me lleva a la sala donde se realizará la clase, diciéndome en el camino que sería muy interesante que pudiera hablar con el profesor guineano, y preguntándome en seguida qué es lo que quiero saber de él. Yo le respondo que solo le podría preguntar algunas cosas generales respecto a su llegada a Chile, pues lo que más me interesa investigar es el proceso local de apropiación y resignificación de las danzas afro, intuyendo que en este proceso se ponen en tensión las formas tradicionales de construir la nación y la negación de lo afro que es su corolario. Al llegar a la sala, nos encontramos con la pareja del profesor guineano, una mujer chilena. También ella me pregunta qué tipo de cosas me gustaría saber del profesor, que aún no ha llegado. Finalmente, una vez concluida la clase –durante la cual permanezco sentado a un costado observando cómo el pequeño grupo de participantes sigue con mayor o menor éxito las instrucciones dadas por el profesor– converso brevemente con él. Aunque sin duda su relato es muy interesante, pues es uno de los pocos profesores guineanos de danza y música que viven en Chile y además ha llegado directamente a este país, sin escalas previas, debido a la conversación previa con la integrante de la agrupación a la que había contactado me quedo con la sensación de que existe de parte de ella una expectativa acerca de qué era lo que puede –o debe– interesar a un investigador doctoral blanco proveniente de la capital: por supuesto que no son las personas que se dedican localmente a las danzas afro, sino que es el profesor migrante que lleva muy poco tiempo en Chile, pero cuya nacionalidad y color de piel denotan la autenticidad que al parecer yo, en mi rol de investigador, debo buscar (Diario etnográfico de Ricardo, Chile, 2018).
Las preguntas relativas a las voces de la investigación y a la geopolítica del saber quedan aún borrosas en su transposición hacia las prácticas investigativas: no parecen ni formalizadas ni consensuadas en las formas de ser/hacer en el terreno. Siguen residiendo en las convicciones, la voluntad y la habilidad de cada una/o. Con razón, subrayan preguntas de fondo potentes acerca de los lugares de enunciación: ¿Cuándo callarse? ¿Cuándo sentirse legitimado/a para hablar? ¿Cuáles son los espacios de legitimidad de cada uno/a? ¿Quién tiene legitimidad para hablar de qué, cómo y desde qué lugar? ¿Cómo posicionar nuestras propias voces como investigadores/as en nuestras prácticas de investigación cotidianas y a partir de nuestros respectivos lugares de enunciación? ¿Cuáles son las fronteras de la legitimad de nuestras propias voces? Estas preguntas quedan, un poco como las de Ricardo en la viñeta respecto al documento de consentimiento informado o las de Charlotte respecto a las herramientas metodológicas que puedan romper con el pasado extractivista de la disciplina, sin respuesta: pensar, formalizar e incorporar estas posturas de investigación aparece todavía como una tarea por construir y consolidar en las investigaciones etnográficas.
Sentimientos, sensaciones, corporizaciones: dejarse afectar en/por el campo
Luego de examinar algunas de las huellas históricas que constituyen la noción de “campo” como dispositivo metodológico y como realidad política, las que remiten a aquello que se encuentra “fuera del campo”, queremos enfocar ahora –siguiendo la metáfora cinematográfica introducida arriba– algunas dimensiones de la experiencia etnográfica que quedan “fuera de foco” al emplear los lentes que nos ofrecen muchos de los paradigmas metodológicos dominantes.
Hablamos, en particular, de los sentimientos y las sensaciones que atraviesan los cuerpos –tanto de los/as investigadores/as como de sus interlocutores/as–, de las afecciones mutuas que empujan el proceso de construcción de conocimientos. En este sentido, la discusión que desarrollamos aquí pretende prolongar las reflexiones anteriores relativas al peso de las huellas históricas en el marco disciplinario de la antropología (en el doble sentido de lo que el término de disciplina abarca) a través del enfoque en el sentir, el que se desarraiga de todo lazo; flota, se enlaza sensiblemente, imprevistamente, con momentos, personas. Irrumpe, sorprende, transciende. Pensamos que cuando el/la etnógrafo/a se deja afectar (Favret-Saada, 2013) por lo que le ocurre a él/ella y sus interlocutores/as, se abren nuevas perspectivas y prácticas de investigación que contribuyen a borronear las líneas divisorias entre investigadas/os e investigadores/as, aunque su alcance sea difícil de formalizar y se mueva frecuentemente en el ámbito de las intuiciones, de los fugaces instantes de lucidez interpretativa o de la ocasional –y efímera– sincronía en el sentir (Caratini, 2004).
Una noche de verano, después del habitual ensayo en una plaza de Santiago, me quedo conversando con los integrantes de un grupo masculino de danza del que participo regularmente. Las dos mujeres jóvenes que tocan las percusiones en este grupo, que basa su propuesta en una inversión de los roles de género tradicionales en las agrupaciones de danza “afro”, se han ido al concluir el ensayo, y cuatro o cinco de los integrantes –la mayoría de ellos de entre 25 y 35 años– nos quedamos en la plaza. Junto a dos de ellos voy a un almacén cercano a comprar unas latas de cerveza, y al regresar, mientras tomamos las cervezas heladas, el fundador del grupo cuenta que recientemente asistió a un conversatorio sobre masculinidad, luego de lo cual comenzamos a conversar acerca del sentido que para cada uno de los distintos integrantes tiene este espacio masculino de danza.
Uno de los integrantes comienza contando que para él lo más importante en esta instancia de danza es el autoconocimiento. Él veía bailar al fundador del grupo en las clases de una profesora conocida, pero nunca se había atrevido a bailar él mismo. El fundador del grupo, a su vez, cuenta que él solía ser el único hombre, y que a través de la danza se ha sentido “más conectado con su lado femenino”. A él le pareció importante generar un espacio entre hombres que no fuera un “club de Tobi” [un grupo caracterizado por la exclusión de las mujeres y la reafirmación de la masculinidad de sus integrantes, R. A.], sino donde se pudieran hablar seriamente estos temas. Se menciona una reunión del grupo desarrollada hace algunas semanas, donde pudieron hablar sobre lo que les provoca la danza, que es “brígido” [increíble, R. A.] y otras cosas respecto a la masculinidad sobre las que nunca habían podido hablar en un ambiente protegido. Otro de los integrantes concuerda, diciendo que esto no se da tampoco en las comparsas, donde “estai juntos todos los sábados en carnavales pero no conversai estos temas”. Otro punto que se aborda es la discusión acerca de si incluir o no a mujeres en este espacio. El primer integrante retruca que es más importante que nos conozcamos a nosotros mismos y que aprendamos a entender qué cosas de nuestro comportamiento pueden ser modificables, antes que andarle pidiendo a las mujeres que nos enseñen. El fundador del grupo también dice que es relevante tener esa reflexión sin que tengan que ser las mujeres las que lo tengan que explicar, sobre todo en circunstancias que hay compañeros conocidos –muy conocidos, añade uno de los integrantes– que están acusados de acoso, es decir, “funados”, y sobre todo también porque “este mundillo se presta para esas cosas”.
Yo no participo mucho de la conversación, que se desarrolla principalmente entre los integrantes que llevan más tiempo en la agrupación. Sin embargo, después de que nos despedimos con abrazos –cerca de las 23:30 horas, pues los demás todavía quieren ir a bailar cueca– me voy contento y “con el corazón llenito” a tomar un bus hacia mi casa. Tengo la sensación de haber experimentado un momento de gran intimidad y compañerismo con los cabros, y me queda clara ahora la reticencia de la profesora de danza citada arriba respecto a permitir mi presencia en su taller: aparte de las eventuales connotaciones sexuales que puede tener el hecho de “observar a las chicas”, también existe un espacio de intimidad, protección e intercambio que es violado por el aparataje académico, por mucho que se vista de corrección ética (Diario etnográfico de Ricardo, Chile, 2018).
A pesar de su aparente posición de observador, tensionada por su participación corporal en la práctica de danza que antecedió a la conversación descrita, Ricardo experimentó aquí un flujo afectivo que lo hizo parte del grupo y de la manera como sus integrantes se ven a sí mismos de una forma que excede al rapport entre investigador/a e investigados/as, tal cual se lo conceptualiza en los esquemas convencionales de la observación participante y sus derivaciones. Se ve una implicación: Ricardo participa del espacio afectivo no en tanto investigador, sino en primera línea en tanto sujeto generizado, y es a partir de esta posicionalidad que se despliega la situación descrita. En el centro de la interacción no se encuentra el interés investigativo, sino que las reflexiones y emociones que surgen de los propios cuestionamientos de los participantes, a quienes los unen tanto una identidad social generizada –la masculinidad– como, significativamente, la experiencia común del movimiento de los cuerpos en la danza, la que queda fuera del registro textualizado del diario de campo, pero es la precondición necesaria para la conversación relatada. Finalmente, son las emociones experimentadas en esta situación de “trabajo de campo” las que inducen la reflexión de Ricardo sobre la violencia implícita en muchas técnicas de investigación, y que por tanto expresan la intuición de que es necesario pensar en otras maneras de investigar, quizás investigar sin dirigir la mirada o el cuerpo en una dirección determinada, sino abriéndose a los flujos afectivos y, mediante ello, a las capas de experiencia y significado que de otra manera quedarían “fuera de foco”. Algo de aquello se refleja también en la siguiente viñeta, extraída del diario de campo de Charlotte:
Una mañana de primavera, me despierto con nudos en el vientre. Mi primer pensamiento es para Shiraz, un joven afgano cuya estadía en Francia se encuentra sujeta al reglamento Dublín[5]. Tenemos cita en el tribunal de Ivry, en la periferia parisina. Un juez administrativo tiene que estipular sobre su situación: acaba de ser “asignado a residencia” por los servicios prefectorales franceses. Lo acompaño en este “trámite” de “justicia administrativa”, del cual Shiraz saldrá perdedor. Salimos del tribunal. Shiraz está febril. Está conmovido. Yo también. Me dice: “My heart is crying right now”. Nos sentamos en la vereda de una calle, a algunas cuadras del tribunal. Hablamos de lo que acaba de pasar. Hace más de un año que nos conocemos. Lo he acompañado en todos los aspectos de su vida cotidiana en Francia (en el marco de mi cargo de trabajadora social). Este día, una nueva puerta se abre. Shiraz me habla de su trayectoria, me entrega un “secreto”. Me dice que me lo entrega porque “Él siente y ve, en mis expresiones corporales, que su situación me importa, que puede confiar en mí”. Eso me conmueve, pues, efectivamente, me parece que compartimos emociones relativas a su situación de extranjero. Nos indignamos y nos entristecemos, en diferentes niveles, por el maltrato, la injusticia y la irracionalidad de las políticas migratorias actuales. Yo, en tanto francesa; él, en tanto extranjero (Diario etnográfico de Charlotte, Francia, 2018).
De manera similar a la experiencia de Ricardo, Charlotte experimentó, en el momento descrito, un flujo de emociones que la unió humanamente a Shiraz, desbordando su identidad profesional e intereses investigativos como trabajadora social y como antropóloga, y que aún mucho tiempo después sigue reverberando visceralmente en ella. Este momento dio lugar a una nota de terreno larga, escrita poco después y de una sola vez, de manera pulsional, visceral, por la etnógrafa; la viñeta presentada arriba es un extracto de aquella. Años después, Charlotte siente “nudos en su vientre” cada vez que lee este texto. La intensidad de los flujos afectivos que atraviesan este momento, esta experiencia compartida, se enmarcan en una temporalidad larga: en la construcción, día a día, al margen de las interacciones enmarcadas por un “objeto de investigación” y sin que se trate de una acción dirigida, de una relación de confianza entre dos personas, en este caso entre Shiraz y Charlotte. Esta construcción específica, este encuentro humano en un marco profesional del trabajo social, pasó por una multitud y una diversidad de interacciones diarias, tanto formales (entrevistas, acompañamientos, etc.) como informales (conversaciones libres, humor, etc.), durante meses, años. La mayoría de estas interacciones ordinarias quedan fuera de foco en la investigación de la etnógrafa: no le pertenecen. Para Puaud (2012: 102, trad. propia), es el establecimiento del vínculo de confianza entre personas el que permite ir “más allá de un contrato etnográfico con ‘informantes privilegiados’”, herramienta principal de la etnografía. Recomienda para aquello olvidar el micrófono y confiar en sus percepciones. La confianza, las experiencias compartidas, la escritura empática son algunos de los elementos en los cuales Puaud (2012) se apoya para profundizar lo que designa como “empatía metodológica”. No obstante, en el terreno, parece que algunas “experiencias compartidas”, tal como la descrita arriba, transcienden a otras, haciendo surgir y sentir fuertemente nuestras condiciones humanas respectivas y comunes. Sin duda, este compartir puede ser considerado como una condición y un motor de la producción de conocimientos.
Cada una a su manera, estas dos escenas hablan de momentos etnográficos (extra)ordinarios, de conversaciones, de relaciones humanas que marcaron a Ricardo y Charlotte, que les afectaron. Este sentir pasa por un flujo afectivo incontenible y no dirigido, cuya corporización recuerda al/a la etnógrafo/a el ímpetu con el cual las sensaciones y los sentimientos en el “campo” pueden abrir las prácticas investigativas hacia lo que antes parecía ser solo profano (Stoller, 1995). Le recuerda, también, quizás implícitamente, su condición humana. Es a través de la relectura cruzada de estos dos momentos que adquiere aún más certeza nuestra intuición de que algo hace falta en las representaciones y prácticas comunes en la investigación etnográfica, de que algo queda “fuera de foco”. La intuición, que pronto se transforma en convicción, de que horas de entrevistas y análisis no hubieran podido producir los atisbos de comprensión sensible descritos en estas dos viñetas. En este proceso, la propia afección del/de la etnógrafo/a no es, únicamente, lo que está al centro, y tampoco pasa a ser la misma que la de las demás personas con las que compartió una situación. Pero es esta afección la que pone en movimiento, en primer lugar, la construcción de un conocimiento etnográfico inestable y situado, pero al mismo tiempo denso y profundo.
A través de las viñetas etnográficas extraídas de nuestras respectivas investigaciones, así como mediante su comentario conjunto –lo que hemos caracterizado como una reconstitución etnográfica cruzada[6]–, a lo largo de este artículo hemos abordado dos ejes de reflexión respecto a dimensiones frecuentemente excluidas de los paradigmas metodológicos dominantes: por una parte, las huellas históricas de la colonialidad que constituyen las herramientas y dispositivos de investigación –lo que hemos asociado a lo “fuera de campo”–, las que apuntan a una dimensión política del quehacer investigativo que se juega en las relaciones de poder entre interlocutoras/es e investigadoras/es, desde las desigualdades Norte-Sur que enmarcan la geopolítica del saber en las ciencias sociales hasta las cuestiones más concretas de la posicionalidad de la/del etnógrafa/o. En cada uno de nuestros contextos de investigación respectivos, nos preguntamos acerca de las fisuras que presentan ciertos resguardos éticos que no alteran la relación de extractivismo epistémico, así como acerca de las voces silenciadas en la investigación etnográfica. Por otra parte, también discutimos la afectividad como una fuerza que atraviesa y remece al/a la investigador/a y lo/a abre a una relación distinta con sus interlocutoras/es –la que pensamos que se encuentra, por ejemplo, en lo “fuera de foco”–, poniendo a los cuerpos y sus afecciones mutuas en el centro de la reflexión.
En ambos casos, los dispositivos metodológicos convencionales en el trabajo de campo etnográfico revelan sus límites. Para cerrar el presente artículo, nos preguntamos, entonces, ¿cuáles son las alternativas para trabajar etnográficamente las problemáticas mencionadas? ¿hay alguna forma de escapar a la herencia colonial de nuestras disciplinas? ¿o sería mejor –como sugiere Ryan Jobson (2020) en un provocador ensayo publicado recientemente– dejar que la antropología, a la par de las demás ciencias sociales, se queme y reduzca a cenizas de las que pueda renacer algo nuevo, en vez de buscar arreglos temporales que no logran atacar los problemas de fondo?
Con todo, creemos en la sostenida relevancia del proyecto etnográfico y pensamos que, al igual que frente a anteriores crisis de la disciplina antropológica, una pista para responder a las preguntas planteadas –y, de esta forma, para desarrollar otras formas de conocer etnográficamente– puede encontrarse en una in-disciplina (Comaroff, 2010) que no se atenga a fórmulas pre-hechas, sino que se abra creativamente a escuchar, a escudriñar en sus propias imbricaciones históricas, culturales, geopolíticas e identitarias, a experimentar y a dejarse afectar. En este sentido, el experimento escritural y analítico reflejado en el presente texto, resultado del intercambio entre dos estudiantes de doctorado con posicionalidades distintas respecto a sus respectivos trabajos de terreno y sobre cómo se despliegan en ellos las dimensiones del “fuera de campo” y “fuera de foco”, puede ser un paso para comenzar a desligarse de la herencia hegemónica de las ciencias sociales.
Así, en nuestro intercambio intentamos responder a las distintas problemáticas puestas en discusión –el monopolio simbólico del saber que ejerce la institución universitaria, personificada en el/la investigador/a, la rigidez de las formas y herramientas de producción de conocimiento, la colonialidad que de igual forma aparece en lo global y en lo particular, los flujos afectivos en el “campo” y fuera de él, etc.– a través de miradas cruzadas que visibilizaran nuestros posicionamientos y posicionalidades, las maneras en las que fuimos –y nos dejamos ser– afectadas/os, así como las huellas históricas de la colonialidad que, aún, constituyen nuestras herramientas de investigación. Vemos en esta reconstitución etnográfica cruzada, que va y viene entre las viñetas etnográficas individuales y la reflexión en conjunto, una forma de ejercer la indisciplina, alejándonos de la voz única, atemporal e incorpórea, del Conocimiento con mayúsculas, de aquellos aspectos de la herencia histórica de las ciencias sociales que impiden su renovación.
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