Resumen: En el marco de las preguntas acerca de las posibilidades del desarrollo humano y del sentido de la vida humana, este trabajo propone una lectura en clave “cómica” de algunos textos sobre arte del filósofo italiano Giorgio Agamben en los que ofrece modos de pensar la vida humana más allá o más acá de su atrapamiento en los dispositivos que la despojan de sus formas. En primer lugar, se revisan las premisas de su diagnóstico del funcionamiento del poder en Occidente, fundamentalmente los conceptos de “vida desnuda” y “forma-de-vida”. En segundo lugar, se estudia el concepto de “persona” y su relación con el arte, la ética y la política. En tercer lugar, se discute la concepción agambeniana de la parodia como ausencia de misterio. Y, finalmente, se discute la idea de una comedia de la vida a partir del reciente trabajo sobre la figura de Pulcinella.
Palabras clave:AgambenAgamben, vida humana vida humana, vida desnuda vida desnuda, forma-de-vida forma-de-vida, persona persona, comedia comedia.
Abstract: In the context of the questions about the possibilities of human development and the meaning of human life, this work proposes a reading in key “comic” of texts on art of the Italian philosopher Giorgio Agamben in offering ways of thinking about human life beyond their trapping devices that shed their ways. First, the premises of his diagnosis of the functioning of power in the West, primarily the concepts of “bare life” and “form-of-life”, are reviewed. Second, the concept of “person” and its relationship with art, ethics, and politics, is studied. Third, the agambenian conception of parody as absence of mystery is discussed. And finally, the idea of a comedy of life is discussed from the recent work on the figure of Pulcinella.
Keywords: Agamben, Human Life, Bare Life, Form-of-Life, Person, Comedy.
Resumo: No contexto das perguntas sobre as possibilidades de desenvolvimento humano e o sentido da vida humana, este trabalho propõe uma leitura na chave "cômica" de alguns textos sobre arte de Giorgio Agamben, nos quais o filósofo italiano oferece formas de pensar a vida humana mais cá ou para além de sua captura nos dispositivos que a despojam de suas formas. Em primeiro lugar, são revistas as premissas de seu diagnóstico do funcionamento do poder no Ocidente, principalmente os conceitos de "vida nua" e "forma de vida". Em segundo lugar, é estudado o conceito de "pessoa" e a sua relação com a arte, a ética e a política. Em terceiro lugar, é discutida a concepção agambeniana da paródia como ausência de mistério. E, finalmente, é discutida a ideia duma comédia da vida a partir do recente trabalho sobre a figura de Pulcinella.
Palavras-chave: Agamben, vida humana, vida nua, forma-de-vida, pessoa, comédia.
Artículos de reflexión
La comedia de la vida: entre sentidoy ausencia de misterio
Comedy of Life: between sense and absence of Mystery
A comédia da vida: entre sentido e ausência de mistério
Recepción: 26 Octubre 2016
Corregido: 02 Marzo 2017
“El misterio de las cosas, ¿dónde está?
¿Dónde está que no aparece
al menos a mostrarnos que es misterio? [...]
Porque el único sentido oculto de las cosas
es que no tienen ningún sentido oculto.
Es más extraño que todas las extrañezas
y que los sueños de todos los poetas
y los pensamientos de todos los filósofos,
que las cosas sean realmente lo que parecen ser
y no haya nada que comprender.”
Fernando Pessoa, Poesías de Alberto Caeiro,
El guardador de rebaños, XXXIX
Este trabajo surge de una invitación a discurrir acerca del sentido de las vidas humanas individuales. Adoptaré para ello una perspectiva que podría considerarse marginal con la esperanza de aportar algunos elementos provenientes de la Estética, entendida ésta como una disciplina filosófica que se ha ocupado de esa zona extraña e impura en la que el cuerpo y el alma, la sensibilidad y la razón, la animalidad y la humanidad entran en contacto.
La adopción de este punto de vista requiere la suspensión provisoria de la significación ética habitual de los sintagmas “sentido de la vida” y “desarrollo humano”, para la cual, aun cuando no haya acuerdo en los modos de relación entre las palabras que componen estos sintagmas, la relación misma está supuesta como punto de partida. En cambio, la mirada estética pone en discusión la idea de finalidad misma, aquí implicada en los conceptos de “sentido” y “desarrollo”: recordemos que Kant define el juicio estético como una finalidad sin fin donde la teleología, aunque supuesta, pareciera girar en el vacío de la imposibilidad de asignar un fin.
Por otro lado, tampoco hay en este ámbito una relación evidente entre los objetos sobre los que esos modos del orden y el progreso se aplican, la vida y la humanidad: lo viviente, más acá o más allá de lo humano, es aquello que precisamente viene a unirse a la razón que conoce y que actúa moralmente cuando la modernidad filosófica descubre la esquizofrenia a la que está expuesto su concepto fundamental, el de sujeto habitante de dos reinos (el de la determinación y el de la libertad). La esfera del sentimiento (que en Kant será la facultad que fundamente la unidad de la razón), es la que lleva a la filosofía a pensar, más allá del sujeto trascendental y del sujeto ético, la técnica en la naturaleza y la vida orgánica, como se evidencia en la Crítica de la facultad de juzgar kantiantiana (véase Kant, 1991). Independientemente de las derivas kantianas y post-kantianas, que no seguiré aquí, me interesa dejar planteada la hipótesis de que la estética filosófica ─esa disciplina que, aunque surgida para suturar, podría ayudar a descalabrar las certezas binarias en las que se apoyan la ontología metafísica, la gnoseología, la ética, la filosofía política o la antropología filosófica modernas─ ha sido la aliada de buena parte del pensamiento contemporáneo que ha querido interrogar otros modos de abordar el fenómeno de lo viviente (incluso allí donde la vida se indetermina con respecto a la muerte) por fuera de las coordenadas antropocéntricas y del mandato teleológico del sentido.
Siempre que no entendamos la estética como una disciplina ocupada en la delimitación de las normas para la comprensión o la confección de las obras de arte o en la estipulación de las relaciones posibles entre aquellas y la verdad, podremos reivindicar para ella el carácter de disciplina filosófica marginal que trabaja sobre las formas siempre nuevas de pensar/sentir/vivir en el contacto de/con lo existente cuando se nos presenta a los sentidos más allá de su determinabilidad cognoscitiva como irreparablemente bello, sublime, horroroso o irrepresentable; o cuando lo existente es fabulado por el arte. Por supuesto, se me objetará con razón, este tipo de planteo conlleva un enorme riesgo que ya Benjamin enunció con claridad: el riesgo de una estetización que, en nombre de la ausencia de verdad y de valores morales, defiende la belleza como único criterio y nos arroja a la celebración acrítica de la apariencia espectacular en la que estamos hundidos (véase Benjamin, 1982, p. 56-57). Ciertamente, una “ideología estética” está a la base del proyecto estético moderno (véase Eagelton, 2006, p. 53): la sociabilidad sin conflictos que ella parece proponer no deja de ser un modo de alcanzar la hegemonía política que inventó la burguesía europea, ese correlato social del artefacto conceptual del sujeto.
No obstante, también la tradición postmetafísica iniciada por Nietzsche hace de la estética una disciplina que ayuda a construir modos de pensar provisorios allí donde la organización de lo existente en torno a un centro ya no parece una opción: el arte, desde esta perspectiva, se muestra como un modo de hacer que asume la diversidad de lo que hay y que lo organiza de modo siempre eventual en función de reglas inmanentes no impuestas por el sujeto (concepto que a su vez se muestra como construido). Y, la estética, por su parte, nos devuelve al ámbito oscuro y peligroso de la unión entre el cuerpo y el alma del que nos había arrancado el cogito cartesiano, y con ello permite no sólo imaginar experiencias del mundo no sostenidas en un único aspecto de lo humano, sino también una ética (un ethos: a la vez carácter y hábito) que ya no se ocupe del deber o del poder sino del libre uso de nuestros cuerpos, es decir, de la felicidad (véase Agamben, 2001, p. 28; Agamben 2014).
Por ello, este trabajo propone una lectura todavía parcial de algunos textos de Giorgio Agamben que no forman parte de su proyecto filosófico-político de más largo aliento, Homo sacer, sino que acompañan/complementan/tergiversan ese proyecto con un amoroso comentario de tradiciones literarias y artísticas cuya importancia, creo, no ha sido aun debidamente estudiada por los especialistas en su obra. En estos textos, nos viene al encuentro un Agamben muy distinto al del filósofo de semblante pesimista que lamenta el destino trágico de la vida desnudada en Occidente al que a veces es reducido (véase, por ejemplo, Negri, 2003, p. 21, o Negri, 2001). Un filósofo enamorado de la tradición literaria y artística italiana (sus análisis incluyen desde la pintura renacentista, hasta la danza contemporánea de Virgilio Sieni ─con quien colaboró en La natura delle cose─ pasando como veremos, por la literatura de Dante Alighieri y Elsa Morante o la Commedia dell’ arte) que le ofrece modos de pensar la vida humana más allá o más acá de su atrapamiento en los dispositivos que la despojan de sus formas.
Sin embargo, con el objetivo de trazar un pequeño mapa de su filosofía que nos permita evaluar el alcance de estos textos “menores”, me referiré primero a las premisas a partir de las cuales se instala en el debate contemporáneo acerca de la administración de lo viviente (la biopolítica). Se tratará en todos los casos de una hermeneusis específicamente teórica en la que se busca dar cuenta de los principales conceptos involucrados en la filosofía agambeniana, evaluar sus implicancias éticas y políticas así como determinar sus vínculos con la tradición filosófica y cultural a la que pertenece.
Homo sacer, saga de libros que Agamben escribió por veinte años y que ha decidido “abandonar” recientemente (véase Agamben, 22 marzo 2013), es un intento de pensar las condiciones actuales de existencia a partir de la elaboración de un diagnóstico del funcionamiento del poder en las sociedades occidentales contemporáneas y de los dispositivos metafísico-políticos a partir de los que éstas se ordenan. Protagonista de este proyecto no es la subjetividad, sino la “vida”, ese concepto escurridizo que ha venido a reemplazar en gran medida los debates filosófico-políticos de la tradición de pensamiento que podemos llamar postnietzscheana. Así, para Agamben, la tarea común de la metafísica y de la política, de la teología y la medicina, de la oikonomía y el management es la de legislar respecto de la humanidad del ser vivo hombre. La vida, de este modo, no será considerada un nuevo fundamento ahora más auténtico que justifique el ordenamiento de lo existente ─la filosofía de Agamben no es en modo alguno un vitalismo metafísico─, sino que busca hacer una genealogía de los modos en que lo viviente ha sido separado y jerarquizado. La vida entendida como “potencia que incesantemente excede sus formas y sus realizaciones” (Agamben, 2005, p.286), ha sido sometida a un proceso constante de escisión del que la filosofía ha sido cómplice al colaborar en la separación binaria zoé/bios, animal/hombre, cuerpo/alma, viviente/logos o naturaleza/sociedad, también en el interior del viviente llamado hombre (Agamben, 2002, p. 24). El sujeto, por su parte, es uno de los resultados del encuentro entre los vivientes y los dispositivos (que, en una estela foucaultiana, Agamben describe como “conjunto heterogéneo de discursos, instituciones, edificios, leyes, medidas policiales, proposiciones filosóficas, etc.” que tiene funciones estratégicas concretas a partir de su inscripción en una relación de poder y que implica un entrecruce entre relaciones de poder y de saber (Agamben, 2006, p. 7)).
Por ello, y a diferencia de Foucault1, Agamben entiende que “biopolítico” ha sido el pensamiento filosófico-político desde la antigüedad, puesto que desde siempre la vida fue el objeto privilegiado de la política: la política desde Aristóteles se ha dedicado a incluir, a través de una exclusión, la zoé en el bios. Consecuentemente, Agamben no diferencia entre el poder soberano (que en opinión de Foucault es una tecnología de poder distinta y anterior) de la biopolítica, pues la vida biológica de los individuos es desde el comienzo la meta del soberano2.
De esta manera, el concepto agambeniano más famoso, el de “vida desnuda”, no es como el Nur-lebenden heideggeriano una “vida en estado puro” a la que se busque retornar, sino que es el resultado de una “gesticulación infinita que saca al cuerpo los vestidos”(Agamben, 2009, p. 111), es decir, de una operatoria de desnudamiento que es necesario comprender para poder neutralizar. La vida desnuda es una vida desnuda-da. Ella no es un sustrato originario apolítico sino el resultado del funcionamiento de la máquina que la despoja de toda forma, una máquina que sacrifica y abandona la vida a su violencia e indecibilidad (Agamben, 2008, p.133). La potencia absoluta y perpetua del poder estatal no se funda sobre una voluntad política sino sobre la vida desnuda, en nombre de cuya protección (en tanto que vida desnuda), el soberano gobierna (véase Agamben, 2014, p. 266).
Por ello, si hoy es urgente seguir pensando la relación entre la política, la ética y la vida, primero deberá interrogarse sobre el concepto de vida biológica, forma secularizada de la vida desnuda, que se presenta como una noción científica cuando en realidad cumple funciones estratégicas como concepto político, sin tener un significado real en las discusiones biológicas3. “Lo que queda sin interrogar en los actuales debates sobre bioética y sobre biopolítica, afirma Agamben, es precisamente lo que merecería ser interrogado más que nada, esto es, el concepto biológico de vida” (Agamben, 2014, p.267). Concepto que mantiene la indecibilidad e impenetrabilidad de la vida, como el de vida desnuda.
A este concepto, Agamben opone el de forma-de-vida, que es una vida inseparable de sus formas y define la vida humana que, sin vocación biológica determinada, se juega en el propio vivir. Este concepto, si bien es enunciado en el mismo momento en que formula el de vida desnuda4, será objeto de un análisis más exhaustivo en el último volumen de la saga5, donde leemos: “La vida humana es una vida en la que los simples modos, actos y procesos del viviente no son jamás simplemente hechos, sino siempre y sobre todo posibilidad de una vida, siempre y sobre todo potencia. La potencia no puede ser dividida del acto. El hábito de una potencia es el uso habitual de ella y la forma-de-vida es este uso”(Agamben, 2014, p.264).
No se trata de una vida individual, emotiva o psicológica sino que es una vida potencial que no se agota en el pasaje al acto pues es siempre posibilidad de vivir (Agamben, 1996, pp.13-14). No se trata tampoco de un sujeto preexistente al vivir mismo, sino que se genera viviendo, “es producida desde aquello mismo de lo que es forma”, dice Agamben siguiendo las argumentaciones de Mario Vittorino en torno a la Eneida plotiniana (2014, p.286): sin prioridad sustancial o trascendental respecto del vivir, la forma-de-vida es sólo una manera (estilo) que no lo determina ni es determinada por él, pero que no obstante es inseparable de él. Esta ontología del estilo, entonces, postula algo así como la convivencia sin relación de orden o fundamento de dos vidas: la vida que vivimos (el conjunto de eventos que constituyen nuestra biografía) y la vida a través de la cual vivimos (que vuelve aquella vida visible y le da una forma y un sentido). Ser feliz consistiría en lograr que esas vidas coincidieran.
Ciertamente el filósofo no da indicaciones políticas concretas en sus últimos escritos, apenas menciona algunos intentos pasados y fracasados de alcanzar una felicidad colectiva: le dedica Altissima povertà por un lado, al análisis del monaquismo como forma vivendi de práctica incesante en la que vida y regla se indeterminan, produciendo una vida común (eso significa el cenobio: koinos bios) que es política y “artística” pero no jurídica; por otro lado, allí mismo analiza los conceptos de uso y pobreza en el franciscanismo, que tanta irritación produjeron en la curia, y que, no obstante, no alcanzaron para pensar una forma-de-vida sostenida en la potencia, la forma y el hábito6. Más curioso resulta que, a pesar de sus reflexiones sobre lo viviente impersonal y sobre la máquina de construir hombres, decline el concepto de forma-de-vida especialmente a partir de un análisis de la vida humana (es decir, ya recortada del aterrador fondo de la unicidad de lo viviente).
No obstante todo ello, se propone a continuación la lectura de algunos textos escritos en la pausa del “serio” trabajo de diagnóstico, en los que nuestro autor se concede un desahogo (como decía Nietzsche al comienzo de El Caso Wagner, donde proponía usar la risa como elemento disolvente de la moral metafísica wagneriana), el desahogo de pensar en clave “cómica”7 la tradición artística italiana y europea. Allí, tendremos tal vez la oportunidad de pensar el problema del sentido y de la dignidad de la vida humana una vez advertidos sobre los peligros de las teleologías jerarquizantes que ubicaron al hombre en el centro y arriba de una escala de seres que se sabe arbitraria. En la “extrema fatiga”, como un shabbat en el laborioso trabajo de diagnóstico o luego del análisis de los tiempos oscuros que le tocaron vivir (Agamben, 2015, p. 10), Agamben se propone pensar, bromear y reír con los experimentos de otras formas de vida imaginadas en el arte, experimentos en los que la vida humana individual es puesta en cuestión.
En 1992, antes de sus consideraciones biopolíticas, Agamben había dedicado un breve ensayo a la ética del cine en el que sostenía que en esta forma de arte se juega hoy ─como sucedió en la antigüedad con el teatro griego─ la “consistencia ontológica de la existencia humana, su modo de ser” (1992, p.52). Y, aunque el cine haya muerto, afirma, nos ha regalado una extraña figura humana múltiple sobre la que vale la pena reflexionar, pues el miedo a la irreparable unicidad de lo viviente (notemos que aún no ha formulado su tesis sobre la separación de la vida) es el más arcaico de la humanidad y se lo ha buscado curar a través de los más diversos maquillajes individualizantes (1952, p. 50). Agamben pasa revista a tres figuras humanas de lo múltiple —el tipo, la persona y el divo— figuras que, en su opinión, suspenden la individuación y nos condenan a la desesperación de sabernos uno con lo viviente. El “tipo”, que Agamben recupera de los análisis de Benjamin sobre Baudelaire, es el individuo moderno (seguro de sus excéntricas singularidades) que camina entre la multitud y descubre angustiado su indeterminación con respecto a ella: como la mercancía, el “tipo” es el carácter exclusivo devenido principio de reproducción en serie. Con el cine se produce una nueva mutación: en el set de filmación no hay nada parecido a un actor que pone el cuerpo a un personaje, sino que hay una star, un divo, que se relaciona con el personaje como el dios se entretiene con los mitos: “«Gary Cooper» o «Marléne Dietrich» no son individuos, sino algo que la teoría de conjuntos describiría como clases que contienen un sólo elemento […] o que se pertenecen a sí mismas” (1952, p. 51). Si con el ángel el individuo se hace especie, con el divo el tipo se hace individuo, un ejemplar de sí mismo.
La figura sobre la que me interesa detenerme, no obstante, es la de la “persona” (que Agamben presenta entre el tipo y el divo). Incluso antes de la experiencia moderna de la ciudad, el teatro ha mostrado personajes híbridos e intermedios entre el individuo de carne y hueso —el actor— y el rol que el autor escribió. La “persona” (prósopon) es la máscara que el actor usa para pasar a la vida superior, alejada de las vicisitudes individuales, en el teatro. Los estoicos, responsables de la construcción de la ética occidental, hicieron del actor —que, sin identificarse con su rol, acepta jugarlo con fidelidad— el paradigma moral. Lo singular se depone, se separa de la máscara, para devenir persona. Sin embargo, en la Comedia del arte, dice Agamben, se produce un experimentum vitae en el que se destruye tanto la identidad del actor como el rol, situando al individuo en un ámbito tercero, ni virtual ni real, entre potencia y acto que escapa a la clasificación de la ética tradicional (1952, p. 51). Volveremos a la Comedia del arte, pero antes revisemos el modo en que, en el marco de sus consideraciones políticas, vuelve a aparecer el concepto de “persona”.
En “Identità senza persona” (Nudità, 2009) Agamben hace una genealogía de este concepto a partir de su significado original de “máscara”, analizando tanto el uso jurídico en la antigua Roma como el uso teatral a través del cual los estoicos elaboran un significado moral. Por un lado, para los romanos, el rol en la sociedad estaba garantizado por la pertenencia a una estirpe que se hacía evidente en las máscaras de cera de los antepasados que se custodiaban en los atrios de las casas patricias y, de allí que “persona” terminara por significar la capacidad jurídica y la dignidad política del hombre libre (2009, p. 71): la lucha por el reconocimiento es, entonces, la lucha por una máscara que coincide con la personalidad que la sociedad reconoce a cada individuo (2009, p. 72). Pero además, la teoría moral estoica se sostiene en una analogía con la relación del actor y su máscara en el teatro: el actor no elije su parte pero debe identificarse con ella. “La persona moral se constituye a través de una adhesión que es a la vez una diferencia respecto a la máscara social” (2009, p. 73).
Notemos aquí que aunque no refiera directamente los debates actuales respecto de la primacía ontoteológica de la persona y de su valor inalienable como garante de lo que Esposito llama la “articulación definitiva entre derecho y vida, subjetividad y cuerpo, forma y existencia”8, Agamben está pensando a partir de las aporías del concepto de “identidad personal”, pues la identidad está en el reconocimiento de una máscara asignada siempre por otros, una máscara que deviene rostro esencial e inamovible (sujeto inalienable) sólo en el movimiento estoico que la vincula con la culpa y separa el rol social del individuo privado, es decir, la persona jurídica de la persona ética. Sin embargo, no se trata por ello de celebrar la promesa de la multiplicidad de máscaras virtuales que nos ofrece el actual método de reconocimiento a partir de nuestros datos biológicos, las modernas técnicas biométricas que aseguran una identidad sin persona. Es necesario, entonces, dice, pensar una nueva figura de lo humano, o, tal vez, “simplemente del viviente”, pues en la historia no se dan retornos a condiciones perdidas (2009, p. 82).
Es a partir de estas indicaciones que podemos, tal vez, arriesgar otra figura de la persona humana dentro de la filosofía agambeniana, figura que lentamente va perdiendo los rasgos que le otorgaba una ética trágica de culpables o pecadores (hamartía es la palabra que usa Aristóteles para referir la culpa trágica y es el término con el que el Nuevo testamento llama al pecado) y va adquiriendo rasgos cómicos e impersonales. Así, la elección dantesca del título de la Divina comedia da cuenta de una tendencia antitrágica que Agamben extenderá a la cultura italiana: Dante está decidiendo sobre la importante cuestión de la condena o la salvación de la criatura en la economía de la justicia divina. La comedia marca un itinerario desde la culpa hacia la inocencia, exactamente al revés que la tragedia, que traza el recorrido del inocente hacia su culpabilidad. Así, ya en este texto de 1978 Agamben deja indicado que: “El concepto moderno de persona se ha formado a través de un proceso fatigoso, en el que la oposición tragedia/comedia no ha sido extraña (se puede decir que la persona-sujeto moral de la cultura moderna es un desarrollo del comportamiento trágico [que denunciaba Epicteto] del actor que se identifica hasta el fondo con la propia máscara)”9.
En “La fiesta del tesoro escondido” (1993) Agamben encuentra en Elsa Morante otro ejemplo de la antitragicidad italiana. Una herida heredera de la tradición judeo-cristiana atraviesa su obra: hay una escisión en el interior de la vida misma, una fractura sutil que divide la pura vida animal y la vida humana, la existencia edénica y el conocimiento del bien y del mal, la naturaleza y el lenguaje10. Pero Morante logra deponer sus prejuicios trágicos y la mitología edénica que los originan —el mito sacrificial que identifica la vida desnuda de la criatura con la absoluta inocencia y, a la vez, con la culpa más extrema (1996, p. 110)— y construye una literatura en la que la pérdida de la esperanza (la destrucción irreparable del paraíso) se vuelve la “fiesta del tesoro escondido”: un tesoro oculto en su plena exposición, más allá de la tragedia y de la comedia, “en la absoluta y desesperada ausencia de todo secreto” (1996, p. 111).
Es en su lectura L’isola di Arturo, la segunda novela de Morante, donde Agamben encontrará, años más tarde (en “Parodia” 2005), la clave paródica que acompaña la toda su poética: habiendo sido el hombre expulsado del Edén en compañía de los animales a una historia que no le pertenece, toda narración de sus vicisitudes estará también ella “fuera de lugar”, no podrá representarse de modo directo sino a través de un género que depende de un modelo preexistente como la parodia. Parodia, que (según la definición que se da en la novela a partir de un insulto que un preso le propina al padre de Arturo, Wilhem Gerace) es “la imitación del verso de otro en la cual lo que en otros es serio se vuelve aquí ridículo, o cómico o grotesco”(Morante, 2009, p. 317; véase Agamben, 2005, p. 39). De este modo, la vida en literatura, afirma Agamben, sólo puede darse en términos de misterio y del misterio sólo puede darse parodia: la creación artística sólo puede hacer una caricatura de la vida en la que se confunda el umbral que separa lo sagrado de lo profano, el amor de la sexualidad o lo sublime de lo ínfimo (Agamben, 2005, p. 47). Incluso la felicidad sólo puede darse en una forma paródica, y es por ello que el poema con el que se abre L’isola di Arturo11 traza una correspondencia entre la “islita celeste” en la que transcurre la infancia de Arturo, y el limbo, esa gran parodia teológica del infierno y del paraíso habitada por los niños, los paganos justos y los dementes que viven en un alegre olvido de Dios, al margen de la economía de premios y castigos divinos. La alegría natural de las criaturas limbales es la felicidad que resta, fuera de ella no hay paraíso12.
De esta manera, la “vida” en L’isola di Arturo —y en la poética morantiana en general— se inicia sin la ayuda de ninguna institución, dogma o doctrina: es la vida en su mundanidad, contingente y terrenal, la que da inicio a una vida (una biografía). “A la vida le ha sido confiada una potencia que era habitualmente ejercitada en el interior de las esferas sagradas”, dice Agamben siguiendo a Kommerell (Agamben, 2005, p. 248). La vida es ella misma un secreto, un misterio, pero no sagrado y separado sino íntegramente profano y restituido a lo cotidiano. La poesía es, así, “la auto-iniciación de la vida a sí misma” y en ello muestra la dimensión política más propia del hombre, “la esfera de la absoluta, integral gestualidad” (Agamben, 2005, pp. 248-249). El misterio es la cifra de la relación del hombre con lo indecible, la vida misma. Por eso la literatura es el espacio de una para-ontología: la expresión de la imposibilidad de coincidencia entre palabras y cosas que conmemora, con un luto burlón, la ausencia de lugar de la palabra humana (Agamben, 2005, p. 54).
En La ragazza indicible (2010) Agamben retoma la idea de la vida como misterio, esta vez a partir de una interpretación del mito de Perséfone-Kore, mito central en los ritos iniciáticos de los misterios eleusinos: Perséfone, la hija de Deméter raptada por Hades, es la doncella que nadie debe nombrar, la muchachita indecible (arretos kore) de la que habla Eurípides en su Helena a partir de un antiguo himno homérico. Allí, Agamben afirma que “Kore es la vida en cuanto no se deja «decir»,” pues no se deja definir según la edad, las identidades sexuales y las máscaras familiares y sociales” (Agamben, 2010, p. 12). El misterio eleusino consistía en una acción dramática, una pantomima acompañada de cantos sagrados y fórmulas que representaban el rapto de Perséfone, la errancia de Deméter y el reencuentro de ambas; un misterio al que todos podían ser iniciados, pues no se trataba del aprendizaje de algo que luego debía callarse frente a los no iniciados sino que el silencio se correspondía con una experiencia de no-conocimiento, una experiencia alegre del propio enmudecer, es decir “de la posibilidad, abierta al hombre, de la «muchachita indecible», de una existencia alegre y tercamente in-fantil (Agamben, 2012, p. 13)”. El misterio no podía revelarse porque nada había que revelar, ninguna doctrina secreta se protegía en él, ninguna imposibilidad de hablar: el conocimiento de Eleusis podía ser nombrado, pero no dicho. Y el resultado de la iniciación era ni más ni menos que la felicidad, la vida cumplida.
La novela, ya lo había intuido Gianni Carchia (2003), es la forma paródica del misterio, pues a las vicisitudes del iniciado, sus esperanzas y digresiones, corresponden las aventuras del protagonista: “el conjunto de situaciones y eventos, relaciones y circunstancias que la novela teje alrededor del personaje es, a la vez, lo que constituye su vida como un misterio, que se trata no de explicar sino de contemplar como en una iniciación”(Garchia, 2003, p. 21). Cualquiera sea la novela, ella nos pone delante de un mysterion, un misterio cuya iniciadora es la vida y cuyo único contenido es también la vida. En la novela también el lector introduce su existencia en la esfera del misterio ni mítico ni religioso de la vida misma, como el iniciado que asiste a la evocación mimada o danzada del rapto de Kore y su reaparición, con la esperanza de una salvación para su vida (véase Agamben, 2014, p. 9-10).
“Vivir la vida como una iniciación. Pero ¿a qué? No a una doctrina, sino a la vida misma y a su ausencia de misterio... Los hombres son los vivientes que a diferencia de los otros animales, deben ser iniciados a sus vidas, es decir, deben, primero perderse en lo humano para reencontrarse en el viviente y viceversa” (Agamben, 2012, p. 32).
He aquí las últimas palabras del ensayo dedicado a la Kore. La vida misma como iniciación mistérica a la ausencia de todo misterio13, como una potencia que excede sus formas y sus realizaciones, que deja a quienes en ella se inician, en un estado de felicidad y buena esperanza. El mito eleusino, alejado de la tragedia donde las acciones son decisivas y el nombre designa el destino y la culpa de un individuo (véase Aristóteles Poética 1450a 14-20), tiene siempre elementos cómicos (risa, embriaguez y obscenidad se dan cita en algunos episodios del mito de Deméter que son evocados en los ritos iniciáticos (Agamben, 2010, p. 18)) y trae con ellos dulzura y alegría incluso en el momento de máxima desesperación (Deméter busca desesperada y ya sin esperanzas a su hija): la iniciación pagana y profana a la vida es siempre cómica, ridícula, errática y precaria.
Volvamos, para terminar, a la comedia del arte y a uno de sus personajes, que parece haber signado la cultura italiana. Pasado el umbral de los setenta años Giandomenico Tiepolo, hijo del famoso Giambattista, decide retirarse a la villa Zianigo y pintar una serie de frescos sobre Pulcinella en medio de la turbulencia política que culminó con la caída de la república de Venecia (1793-1794). Pasado él mismo el umbral de los setenta y tirado en una colina de Roma viendo pasar las nubes, Giorgio Agamben (2015, p. 9) nos regala una extraña reflexión sobre esa máscara napolitana a partir de aquellos frescos de Zianigo y de Divertimento per li regazzi, el álbum de 104 cuadros sobre la vida de aquel siervo algo tonto y feo, pero con una gran capacidad de adaptación, que realizara Tiepolo hijo. Giandomenico narra en sus dibujos una vida cualquiera e impersonal, afirma Agamben: en efecto, vemos a Pulcinella naciendo de un enorme huevo de gallina (pulcino: ser gallináceo, especie de pájaro sin alas), jugando, enamorándose, casándose, teniendo un hijo, viajando, teniendo muchos oficios, siendo arrestado, procesado, condenado a muerte, fusilado, empalado, enfermando, muriendo, siendo sepultado y contemplando su tumba. Es asunto de polémica, se sabe, el estatus de los personajes que constituyen las máscaras de la comedia del arte: una mutua contaminación entre la máscara y la vida se produce en el actor, que sólo actúa un determinado personaje y firma también con su nombre; pero además, las máscaras mismas parecen tener una vida por fuera de la escena a la que a veces son convocadas con el mismo disfraz pero en diferente circunstancia cada vez. Así, el actor está atravesado por la vida impersonal de una máscara que lo usa para hacerse reconocer; entra en esa vida desconocida y su cuerpo se deforma en la posesión volviéndose inoperante, abriéndose a un nuevo posible uso que suscita siempre la risa.
Dado que ha abdicado de toda individualidad sustancial y ha dejado toda personalidad para aferrar sólo su máscara y su nombre (que en la comedia es siempre el sobrenombre que expresa un carácter y no un destino como en la tragedia), Pulcinella es sólo un adverbio, “no es un qué, es sólo un cómo”, un ser que es irreparablemente como es (2015, p. 53). Así, es él quien puede simplemente vivir lo no vivido sin asumirlo trágicamente como destino y renunciando al rostro (personal) en favor de su máscara (impersonal, un “tipo” híbrido de unicidad y genericidad). Pulcinella vive una vida más allá de todo bios y vive su propia zoé pero no como una mera vida natural, sino como una forma-de-vida, como neutralización del dispositivo bipolar que separó el bios de la zoé, neutralización en la que la vida humana logra volver inoperante las obras destinales del bios y las funciones específicas del viviente para hacerlas girar en el vacío abriéndoles nuevas posibilidades. Un yo en fuga, siempre plural y en constate errancia: Pucinella nunca está solo aunque no constituya un pueblo, es una legión infernal pero pacífica, como los ángeles o como la plebe (2015 ,p. 62). Y, si bien ya no actúa sino que interrumpe, su existencia no es impolítica, insiste Agamben, sino que exige otra política más acá o más allá de la acción: una política inoperosa y destituyente que puede servir para detener la máquina antropológica que condenó al hombre a devenir persona culpable e invitarlo a reír en la terrorífica certeza de saberse uno con los demás vivientes. Por ello, tal vez, Giandomenico haya pintado sus Pulcinellas junto a unos sátiros, seres ridículos y musicales no propiamente humanos que acompañan a Dionisos. Hombres-gallina y hombres-cabra que nos recuerdan el origen no humano del teatro y que nos recuerdan, sobre todo, al personaje platónico que inventó la filosofía: Sócrates. Como en el teatro, Platón parece sugerir, arriesga Agamben, que el sujeto de la filosofía no puede ser humano, un yo-carácter. En una genial asimilación Pulcinella/sátiros/Sócrates ─habilitada a partir de una lectura del Banquete y de la anécdota según la cual Platón muere con los mimos de Sofrón bajo la almohada─ Agamben presenta lo que podría ser considerada la motivación principal de este curioso ensayo: la asociación más profunda de la filosofía con la comedia (2015, p. 10).
Contra la indicación spinoziana de que la filosofía no debe reír ni llorar ni desdeñar sino sólo comprender; y contra toda la filosofía que se quiso cercana a la tragedia, incluso la del propio Nietzsche ─que eligió la risa pero sucumbió al “espíritu de gravedad” al reivindicar la máscara trágica de Zaratustra─, Agamben encuentra en su pensamiento una cercanía con la comedia: lejos de custodiar un inefable que se transforme en nuestra trágica esencia eternamente ausente, el lenguaje de Pulcinella no comunica nada, sino que simplemente nos da risa.
De este modo, cómica es la ética de Pulcinella que vive la afección de estar en relación con un cuerpo cuyas facciones no eligió, un cuerpo que ya no es el presupuesto animal del hombre que fue en la tradición metafísica occidental. Esa panza, esa nariz, que igualmente rechaza y hace propias, y de las cuales se ríe, rompen la falsa articulación entre lo simplemente vivo y lo humano, el cuerpo y el logos: “[p]or ello su cuerpo ─hilarante y, a la vez, deforme, ni propiamente humano ni verdaderamente animal─ es difícil de definir” (Agamben, 2015, p. 123); en él la máquina antropológica que separa a la vez que mantiene unidos, en una decisión perpetua, hombre y animal, ha quedado atascada14. Un nuevo posible uso delicioso de los cuerpos, un modo de vida que tiene por objeto sólo la vida corpórea y que, no obstante, ya no es ni vida natural (zoé) ni vida desnuda pues ha desarticulado el dispositivo ha sido restituida en el que se la delicia del encuentro de los cuerpos, un modo de la ética cómica, presupuesto animal del hombre rompe la falsa articulación entre lo simplemente vivo y el humano, delicia.
Podría decirse para concluir que, si la tradición cultural italiana en su conjunto debe ser pensada bajo la égida de su evento fundador —la Commedia dantesca— como la renuncia al proyecto trágico occidental que convirtió la inocencia natural de la criatura en la culpa moral de la persona, el proyecto de escritura de una “filosofía primera en italiano” que Agamben emprende desde La comunità che viene (2001, p. 91) lleva consigo la misma pretensión cómica: volver de la culpa a la inocencia, exponer no la culpabilización del justo, sino la justificación del culpable, elegir no el amor edénico, sino el amor humano, o mejor, el amor de lo viviente.
Y, aunque políticamente estemos lejos de afirmar que este planteo es algo más que una estetizante utopía, acaso en lo que respecta a nuestra ética, y a la posibilidad de un sentido de nuestras olvidables y olvidadas vidas humanas individuales, podamos permitirnos pensarlas a partir de la clandestinidad de nuestra existencia singular, de la delicia tranquila y anónima que surge del contacto de los cuerpos; vivir la vida inmediata e inmemorialmente, contemplándola con los ojos cerrados, suspender la interrogación sobre los éxitos y los fracasos. O, para citar el final de este hermoso ensayo en que nuestro anciano filósofo se confiesa flaubertianamente idéntico a Pulcinella (“Pulcinella soy yo”): “vivir, hacerse la vida posible, puede sólo significar ─para Pucinella, para cualquier hombre─ aferrar la propia imposibilidad de vivir. Sólo en este punto comienza la vida” (2015, p. 130).
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