Artículos
Recepción: 21 Septiembre 2021
Aprobación: 18 Abril 2022
DOI: https://doi.org/10.22320/07183607.2022.25.45.02
RESUMEN: La lógica del llamado “distanciamiento social” ha puesto en evidencia la vulnerabilidad de los inmigrantes, especialmente de origen haitiano. Frente a ello, a través de una metodología cualitativa, se propuso explorar la relación entre las medidas decretadas ante la pandemia, una crisis político-social que le antecede, el trabajo informal y la vivienda precaria, ya que en estos puntos existen claves para comprender la formación de un hábitat singular, formas de vinculación y constitución de un “nosotros territorializado”, que entrega respuestas al cómo se vive la crisis sanitaria y cómo se redefine el proyecto de vida y la inserción social en Chile, en particular en Santiago. Se trata de una población joven con dificultades para ejercer el derecho a la ciudad dentro de principios de democracia, igualdad y justicia social, quienes son alterizados de manera subalterna, debido al racismo cotidiano e institucional. Esas condiciones tienen efectos en la trayectoria migrante y sus intenciones de arraigo, como también en las tendencias de retorno a los países de origen.
Palabras clave: pandemia, haitianos, incertidumbre, inserción social, vivienda.
Abstract: The logic of the so-called “social distancing” has highlighted the vulnerability of immigrants, especially those of Haitian origin. Facing this, through qualitative methodology, the relationship between the measures decreed in the face of the pandemic, a political-social crisis that precedes it, informal labor, and precarious housing, is explored, since these points are key to understanding the formation of a unique habitat, ties, and the building of a “territorialized us”, which provides answers to how the health crisis is lived, and how the project of life and social insertion in Chile, particularly in Santiago, is redefined. This is a young population with difficulties to exercise the right to the city within the principles of democracy, equality, and social justice, being cast as second class due to daily and institutional racism. These conditions have effects on the migrant route, their intentions to settle, and the tendency to return to their countries of origin.
Palabras clave: pandemia, haitianos, incertidumbre, inserción social, vivienda.
Keywords: pandemic, haitians, uncertainty, social insertion, housing
INTRODUCCIÓN
Distintos contextos de crisis tienden a aumentar las vulneraciones y pobreza, así como a activar los mecanismos de movilidad intra y extra regional o de “expulsión” (Sassen, 2015). Los desplazados en cada lugar nuevo deben establecer estrategias socioespaciales para que el sistema de vida perviva. Obedeciendo las reglas del mercado y del Estado, ha sido persistente en los últimos años la movilidad intrarregional y migrante hacia Chile, y actualmente, cuando se ven adicionadas nuevas condiciones -estallido social, epidemia (Covid-19), cambios en las leyes migratorias y proceso constitucional-, los migrantes buscan, atraídos por la estabilidad económica y política (Aninat y Vergara, 2019), una vida que les permita vivir con dignidad (Nussbaum, 2020) y reconocimiento (Taylor 1993; Thayer, 2016).
Residen 1.492.522 extranjeros en el país, correspondiente al 8% de la población. Unos 750.000 han ingresado en los últimos cuatro años (Instituto Nacional de Estadísticas [INE] y Departamento de Extranjería y Migraciones [DEM], 2020), transformando las tendencias migratorias orientadas a los países centrales, en coherencia con el cierre de fronteras en Estados Unidos, Canadá y Europa, conocida como “inmigración cero” (Santi Pereyra, 2018). Una nueva realidad Sur-Sur (Bravo y Norambuena, 2018), rediseña el mapa intrarregional y de nuestro país, asociada a países limítrofes como Perú, Bolivia y Argentina, con colectivos no fronterizos provenientes de Venezuela, Haití y Colombia (INE y DEM 2020). El 63.1% de los inmigrantes se radica en Santiago (INE y DEM 2020). Y, concretamente, la población haitiana -llegada entre 2014 y 2018- alcanza a 180.000 personas, cuyo promedio de edad es de 32,5 años.
La Unión de Repúblicas Sudamericanas (UNASUR), y países como Brasil, Ecuador, Argentina y Chile, se comprometieron humanitariamente a recibir a población haitiana después del devastador terremoto de 2010. Con ideas dispersas sobre Chile, asociadas a la presencia de “cascos azules” de la ONU, los haitianos desarrollan estrategias de reproducción dentro de un modelo social, cultural y económico neoliberal (Rodríguez y Gissi, 2020) caracterizado por una economía “flexible” y “financiarizada”, que responsabiliza a cada individuo de sus “propias actuaciones económicas” (Galaz y Pérez, 2020). Éste entra en crisis de credibilidad ciudadana y declinación en 2019-2020, como señala Tironi (2020), entre otros autores. El consumo y las expectativas de movilidad social ascendente, sostenidas en el crecimiento económico desaparece de manera intergeneracional; la institucionalidad que permitía la cohesión social, pierde su crédito; y la idea de nación, como destino común, naufraga ante la desigualdad.
Conforme a una perspectiva metodológica etnográfica, la tesis que aquí se desarrolla es que los haitianos/as se convierten en una población alterizada y subalterna, que en el marco de la crisis sociopolítica-sanitaria-económica, no logra condiciones para el bienestar y el arraigo, entendidas estas a partir de una matriz de 6 puntos: 1) inversiones en vivienda o negocios; 2) vida familiar y decisión de tener hijos; 3) conformidad en el trabajo y los ingresos; 4) reconocimiento e incorporación; 5) política migratoria favorable; y 6) percepción de estabilidad política y económica. Las condiciones adversas, convierten a la sociedad chilena de 2020 en un lugar distópico. En el marco de los acontecimientos señalados, se discute dos cuestiones que confrontan sus expectativas: la disputa por el derecho a la ciudad y a la vivienda.
MARCO TEÓRICO
Las relaciones haitiano-chilenas están marcadas por la inexistencia de un acuerdo sobre la convalidación de títulos, acercamientos básicos hacia las particularidades culturales e idiomáticas y de prejuicios basados en la “pigmentocracia” (Telles y Martínez, 2019). Los afrodescendientes experimentan dificultades de incorporación típicas de una sociedad neoliberal. Un 70% y 75% de la población recurre al endeudamiento para sostener sus hogares (Kremerman, 2021), como dispositivo de gubernamentalidad institucional, procedimental, táctico y flujo financiero asociado a futuros (Galaz y Pérez, 2020). En 2020, la mitad de las personas que formalmente trabajaban recibieron una remuneración equivalente a 420.000 pesos chilenos (USS 525), insuficiente para un país con carencias estructurales (vivienda, salud, educación, de protección y trabajo), con una de las economías más desiguales a nivel mundial (conforme a índice Gini) y diferencias salariales de 27 a 1 (Ávila, 2021).
Sin una renta básica garantizada y una informalidad laboral superior al 30%, se trata indudablemente de un marco de trabajo “inestable”, de “escasa seguridad social” y “desequilibrio entre trabajadores y empresarios” (Durán, 2021). En 2019, con el estallido social se elimina el principio de normalidad sobre el Estado, la economía y la sociedad, revelándose las precarias seguridades básicas, la ciudad negada, la falsa idea de posesión de sí mismos y la meritocracia, y cuestionándose la agenda pública y la capacidad institucional establecer un contrato social inclusivo. El ciclo de la ilusión y motivación entra en una fase de descrédito, que lleva a los haitianos/as a experimentar un quiebre profundo de expectativas, para reenfocar su posición y ajustar la mirada sobre Chile como posibilidad de arraigo.
La fragmentada área metropolitana de Santiago donde destila su cultura, se acopla al desajuste entre la pulsión ciudadana, la institucionalidad y la élite. La ciudad, entendida a partir de las construcciones, las infraestructuras y la concentración de población, junto con lo urbano, concebido como las prácticas, la movilidad y los recorridos que estructuran su forma cultural (Lefebvre, 1978), demuestran que la integración y accesibilidad ordinaria para construir, decidir, crear y conectar un lugar con otros, sin dar explicaciones sobre su uso (Lefebvre, 1978; Delgado, 2007), están bloqueadas y no constituyen derecho democrático, porque no cuenta con una ética elemental (Delgado, 2007). La ciudad es mercantil y organizada desde lo privado (Carrión, 2016), porque el espacio público es producto del valor de cambio; “es lo que queda luego de definir los usos del suelo en la vivienda, comercio, administración e industria” (Moreno, 2020, p.14). No es descentralizada, policéntrica y multiservicial en igualdad. No posee funciones de ayuda mutua y proximidad para habitar, circular, trabajar, aprovisionarse, cuidarse, aprender y descansar (Moreno, 2020). Evita el encuentro, suprime el tejido social, refuerza la estigmatización y clasifica la diferencia cultural (Lefebvre, 1978). Su imperio taxonómico niega el derecho a la ciudad y al valor de uso, estableciendo una prisión identitaria que les confina a sus hogares, barrios y concientiza sus auténticas condiciones sobre la vida que llevan y la que desean.
El “autocuidado sanitario”, que es una expresión propia de un lenguaje de crisis, vinculada a poderes especiales y a contención (De Génova y Álvarez, 2017, p. 158), no puede concretarse en el colectivo, porque el control sociedad- individuo no “opera simplemente por la conciencia o por la ideología” (Foucault, 1977, p. 5). Biopolíticamente los cuerpos intentaron ser relegados y sujetos a control dentro de la gestión de las asimetrías de producción capitalista de la ciudad, reconceptualizando las relaciones sociales en un orden basado en el derecho y, en algunos casos, reforzando la figura del “enclave étnico” sostenido en contactos y redes de apoyo (Razmilic, 2019, p. 103).
La excepcionalidad vuelve más evidente la irregularidad migratoria, el modo de convivencia substantivado y la racionalidad sumergida de producción jerarquizada de la otredad, al perfilar 5 ejes simultáneos de control y desigualdad socioespacial: 1) económico; 2) social; 3) sanitario; 4) territorial, y, 5) migratorio. El objetivo de reestablecer el equilibrio producto de las crisis, se relativiza entre comunas, barrios y viviendas, porque la burbuja imaginaria de la política pública hace palpable el déficit habitacional, la precariedad laboral, la red de protección social y las dificultades de la regularización migratoria. Aparecen las viviendas de la población subalternizada haitiana, barrios desprovistos, diferencias en el transporte, condiciones de trabajo, los comercios y el espacio público, operando como un sistema de “diques” urbanos que producen un proceso de inclusión diferenciada (Mezzadra, 2012) y que desacreditan la expectativa de arraigo. La relegación en barrios desabastecidos afianza una frontera jurídica y social, que releva -etnográfica y etnológicamente - un sistema de oportunidades insuficientes y una condición que puede tardar años en ser modificada, lo que demuestra que la migración es un proceso de“sufrimiento ontológico” (Louidor, 2016).
La escasez de recursos para el cuidado y las dificultades para acceder a la alimentación y prestaciones, crean así un teatro de exposición para el inmigrante haitiano y un campo semántico que oscila entre la racalización y la aporofobia. Muchos de ellos, aún sin su condición migratoria regularizada, y debiendo salir a las calles y practicar el comercio informal acabaron impugnando el estado de derecho, porque se dieron cuenta que no podían solicitar ayuda ni acceder a derechos (Suárez-Navaz, 2007). Desvelaron, de este modo, una falsa premisa administrativa: el fetichismo de los papeles sólo establece una primera frontera que operacionaliza dispositivos de inclusión y filtro. Luego, los papeles “al día” no los convierten en sujeto jurídico, porque su uso es violento como cuando se niega el ingreso al país. La discrecionalidad en la selección de las personas y la regularización migratoria no significan reconocimiento pleno de derechos. El estigma de transgresores en el uso del espacio en plena crisis, desaloja su ser social (Tijoux, 2016), profundizando la alterización pigmentocrática, ya que el binomio poder y derecho, como prerrogativa del soberano, hizo visible el conflicto entre grupos y ascendencias diferenciadas en el control y uso del territorio (Stang, Lara y Andrade, 2020).
Las “limitaciones legales” (leyes de extranjería) y las “mentales” (discriminación y segregación) ubican su vida en una metáfora líquida de ciudadanía, quizá fuera de la línea del Ser. Relocalizan el imaginario migratorio frente al derecho a la ciudad, la vivienda, a la pérdida de empleo y a ejercer sus comercios. Como proveedores y consumidores se refugian en lo que Mezzadra (2012) llama “autonomía de las migraciones” o líneas de fuga, ya que el control del cuerpo y la existencia expresan subjetividad, movimiento, gramáticas; invención de prácticas, estrategias y tácticas con efectos espaciales (Álvarez, 2019). En comunas como Estación Central, El Bosque, Quilicura, Independencia, Recoleta los migrantes haitianos se apropian del espacio y destilan sus prácticas en las calles (Figura 1): desde sus propios perfiles culturales, cocinan, venden alimentos, frutas, artículos de aseo, imitaciones de vestuario de marcas e indumentaria deportiva; se convierten en sujetos mediáticos.
Levantan viviendas en terrenos baldíos, transgrediendo la vigilancia y la violencia local ante la necesidad de conseguir alimento y cobijo, por lo que recibir inmigrantes o regular la inmigración, no es sinónimo de un comportamiento esperado (Nussbaum, 2020) por las autoridades y la ciudadanía.
METODOLOGÍA
La metodología se basó en el trabajo de campo -regular y sistemático- realizado entre los años 2018 y 2021, en las comunas centrales y pericentrales de la capital, Santiago, Estación Central, Recoleta e Independencia, así como en las periféricas Quilicura y El Bosque, en el cual se realizó observación etnográfica y entrevistas en profundidad a 40 mujeres y hombres migrantes de nacionalidad haitiana, quienes al momento de la consulta llevaban entre dos y cinco años de residencia en el país, y tenían entre 21 y 53 años de edad, aunque la edad predominante se registró entre los 26 y 35 años. Los participantes se establecieron durante la última década en hábitats en los que se desarrollan nuevas formas de ocupación del espacio público, interacción social y segregación, debido a neocolonizaciones y etnodiferenciación, producto de la conformación de redes por parentesco y amistad. Relataron en las entrevistas por qué decidieron emigrar hacia Chile, el itinerario de su trayectoria, cómo fue la experiencia, cómo escogieron los lugares de residencia, cuáles han sido las posibilidades de acceso a la vivienda, cómo describen su circulación por la ciudad, y qué hechos han sido positivos, negativos o extraños en su convivencia, especialmente respecto a los ámbitos económico-laboral y las interacciones desde la perspectiva cultural y espacial.
El contenido fue analizado por medio de una malla temática que se creó a partir de la pauta de entrevista. La codificación se realizó paralelamente al de categorización, incluyendo categorías emergentes. Finalmente, se utilizó el software Atlas-ti 7.0 que permitió visualizar patrones y difundir los resultados. Se construyó una ficha técnica de registro que se encuentra bajo custodia del equipo de investigación, de acuerdo a los resguardos bioéticos que corresponden, con un criterio de identificación por edad, género, profesión u oficio y momento de ingreso al país. La producción de datos primarios, junto a los procesos de observación en lugares de alta concentración y movilidad, se complementó con la búsqueda de información que entregan las bases de datos estatales, Instituto Nacional de Estadísticas (INE, 2019), Encuesta de Caracterización Socioeconómica (CASEN, 2017 y 2019), Censo 2017 (INE, 2018) y Departamento de Extranjería y Migración (DEM), del Ministerio del Interior y Seguridad Pública, así como de INE y DEM (2020).
RESULTADOS
En este apartado se exponen algunos de los resultados obtenidos tras la aplicación de las entrevistas y la observación. La decisión de viajar es, para los migrantes entrevistados, onerosa e implica casi un año de ahorro. No se contemplan las visitas, la comunicación es indirecta, vía medios digitales, y el envío de remesas de dinero (US$ 60 al mes) es mayoritario; todo lo cual no excluye -en algunos- el deseo de volver, aunque sea temporalmente; o bien, frente a una oportunidad, activar las redes familiares en países centrales como Canadá, Estados Unidos y Francia. Los testimonios confirman este interés que oscila entre permanecer en Chile, partir a otro país o regresar a Haití. Así, señala, por ejemplo, Antoine (28 años): “Me gustaría poder visarme y quedarme en Chile, pero los papeles son lentos…y hay que encontrar un buen trabajo”. Por su parte, Orel (26 años) expresa su frustración: “No. No he podido viajar de vuelta. Nadie ha podido venir, porque no tienen plata suficiente”. Mientras, Elián (28 años), en 2018, agrega: “Me encantaría quedarme en Chile, estoy bastante estable. Me gustaría volver a mi país, pero por vacaciones; también me gustaría pasar unos meses en Haití, antes de instalarme definitivamente en Chile”. Berson (28) medita sobre sus ingresos: “con esto no puedo vivir… tengo mis sueños. Tengo que ir donde mis tíos y primos, que están por Brasil, Canadá, Francia y Estados Unidos”.
El tema del “visaje” o “fetichismo de los papeles” es un problema no resuelto y que alarga la adversidad. En tal sentido, Baptiste (28 años) manifiesta: “Extranjería demora mucho para dar los papeles, sin papeles no hay trabajo. Ninguna empresa contrata sin papeles…Nosotros veníamos a trabajar”. Y Philiphe (26 años) añade: “yo esperaba otra cosa… no es ni la mitad de lo que nos dijeron”.
La tendencia se observa también en las palabras de André (26 años):
Estoy con visa de permanencia temporal… quería tramitar la permanencia definitiva, pero con el tema actual (protesta social) se ha vuelto más complicado. No ha tenido un impacto fuerte a corto plazo, pero espero solucionarlo para poder quedarme aquí, para que a futuro mi hijo de 5 meses pueda estudiar. Los trámites han sido largos y a veces un poco tediosos, porque hay gente que no tiene paciencia cuando uno no entiende lo que dicen, porque hablan muy rápido.
Y en las de Antoine: “Yo mejoraría los tiempos que duran los procedimientos, para que no se hagan tantas filas. Todo es lento, siempre falta un papel… y uno tiene que trabajar para comer.”
Estos testimonios expresan dos perspectivas: por una parte, un sentimiento de fe, de que a través de la regulación migratoria todo cambiará y de que existe movilidad social ascendente en el país. Por otra parte, predomina la percepción de limitaciones que niegan sus derechos humanos y la perspectiva de la movilidad social. Estar “sin papeles” define un distanciamiento de la institucionalidad sanitaria y un horizonte de informalidad en el trabajo, lo que se traduce en una precarización multidimensional. “Trabajar en lo que venga” limita, vuelve inestable el ingreso personal y de la unidad familiar, y en lo esencial no permite acreditar rentas, entrar en circuitos formales de consumo, crédito, acceso a la vivienda alquilada o propia y penetrar otros espacios de la ciudad. La falta de calificación educacional -porque sólo el 15% de estos migrantes cuenta con estudios superiores (Razmilic, 2019, p. 119)-, el bajo reconocimiento de la misma cuando la tienen, el menor capital social (redes de apoyo), la relación entre la documentación, el reconocimiento y los bajos ingresos, los obliga a desarrollar las “líneas de fuga” y a ser laboralmente informales. Ganan el derecho frente a la ciudad, pero limitan las posibilidades de organizar el proyecto de vida sobre el eje de la vivienda dentro del régimen neoliberal.
La vivienda se vuelve el elemento más crítico dentro del imaginario migratorio de arraigo. Ésta es alquilada y se encuentra generalmente ubicada en comunas con barrios degradados (Figura 2).
El siguiente testimonio plantea la cuestión de la vivienda como problema crítico:
Allá [en Haití] vivíamos más cómodos, por decirlo así… Aquí casi todo el sueldo se va, casi puedo decir que la plata la paga en una casa y no podíamos encontrar una [vivienda]. La plata que él [mi padre] ganaba no era suficiente para que nosotros pudiéramos arrendar una casa buena. Acá, uno tiene un sueldo base de 301.000 pesos, ahora que lo subieron, pero una casa vale 400…
y si el sueldo base es de 301, entonces es como una cosa que no tiene sentido, como que uno no encuentra una mejor vida. Uno llega acá [a Chile], se da cuenta que es diferente: tu sueldo base vale menos que [el arriendo de] una casa. Sin una casa no estás viviendo. Tuvimos que estar viviendo en piezas y uno allá tenía su casa completa… uno llega y está viviendo con una pieza… todo era horrible. Yo de verdad cuando llegué, en un principio, me quería volver y mi padre no nos dejó. Nos decía que ya estamos acá y hay que empezar desde cero. (Eduard, 26 años)
En este contexto, Jonnás (26 años), auxiliar en una Escuela de la Comuna del Bosque, explica:
Yo le mando fotos a mi papá, que es agricultor. Le muestro la casa, el barrio donde vivo con mi hermana, mi cuñado y mi sobrino, y no me puede creer. Todo es tan feo… allá es pobre, pero es uniforme, hay un estilo… Mi papá me dice: ‘esa casa se va a caer, cómo puedes vivir ahí’. Eso es vivir aquí, en estos barrios. Podríamos entre varios pagar una casa buena, pero ¿quién nos da crédito con lo que ganamos? ¿cuántos sueldos tendríamos que invertir para pagar las garantías?
DISCUSIÓN
Registros de campo, circuitos de prensa y reportes académicos (Servicio Jesuita a Migrantes [SJM] y Fundación TECHO-Chile, 2020) demuestran que la vivienda es, efectivamente, un tema crítico para haitianos y también para muchos chilenos, porque su valor ha crecido a un 6% anual y la economía, sólo a 2.1% promedio (El Mercurio, 18 de marzo 2021: A3). Ya en 2015, la Organización Internacional para las Migraciones [OIM] señalaba que el 85% de los haitianos/as pagaba arriendo, un 12%, dividendos y un 2% era dueño de una vivienda. La Encuesta CASEN 2017 (SJM y Fundación TECHO-Chile, 2020), evidencia la constante: un 39% arrienda con contrato y un 55.7% sin él, y solo un 1.8% tenía casa propia. Además, se registra un défict nacional de sobre 500.000 viviendas, que afecta principalmente a inmigrantes que son el 5% de las jefaturas de hogar, y un allegamiento de un 61% del total, donde 47% corresponde a haitianos. Un 23% de ellos se encuentra en estado de hacinamiento (SJM, Fundación TECHO-Chile, 2020). Cabe mencionar que no existen programas de vivienda especiales para haitianos, según el acuerdo UNASUR. Los precios del alquiler impiden elegir dónde vivir, obligándolos a hacer la vida en una habitación de 2x2 o 2x3, ya que los propietarios tienden a ejercer la presunción de insolvencia económica hacia ellos, por no tener papeles al día ni contratos de trabajo.
Como lo demuestra la producción y reproducción social del espacio capitalista (Harvey, 2004), cuando la oferta es restringida y las condiciones ofrecidas precarias, el contenido del tiempo y el trabajo asociado es un círculo difícil de romper. Los salarios indicados más arriba y dificultades de regularización migratoria, convierten la vivienda en un imposible desde el mundo haitiano. Muchos de estos migrantes se ven enfrentados a circuitos abusivos del alquiler entre privados, o bien, al rechazo rotundo. Así lo grafica Luz, una subarrendadora de habitaciones en la comuna de Recoleta: “aquí no acepto peruanos, porque tienen malos hábitos. No acepto haitianos, porque son sucios”.
La trayectoria residencial los exhibe comunicacionalmente como “zoos étnicos”, “civilizatoriamente remotos y atrasados” (Delgado, 2007, p.195). Su habitar se caracteriza por la desprotección, entre lo que “se ofrece” y lo que “se puede pagar”, configurando un patrón de agrupamiento isotópico a partir de redes de bajo capital social, con hacinamiento en conventillos, cités, campamentos y viejas casonas medio derruidas y subdivididas en las que se resiste en condiciones infrahumanas. Se ubican en espacios centrales y pericentrales que marcan sus circuitos residenciales y laborales, ya que muchos hombres comienzan su vida laboral como ayudantes en las dos centrales de abasto que tiene la capital: la Central de Abastecimiento Lo Valledor y La Vega. Sus jornadas se extienden entre las 5 am y 15:00 pm. Participan como “peonetas” (ayudantes en camiones), como cargadores o “tirando carros” con productos hortícolas, o se instalan en calles aledañas, especialmente mujeres, vendiendo comidas al paso en la vía pública (Bravo, 2020). Las mujeres suelen ingresar a trabajos en empresas de aseo industrial y los hombres que llegaron al país en 2014 y 2015, y que ya dominan el castellano, luego de lavar vehículos, logran acceso a empleos de reponedores de supermercados, en ferreterías, bodegas, construcción y bombas de expendio de combustibles, por unos 20 dólares diarios, lo que para algunos es más ventajoso frente a quienes han llegado más recientemente.
El paisaje configura un parque residencial de viviendas precarizadas, con una fuerte homogeneidad interna, sin interacción social con otros grupos y pocos desplazamientos en la ciudad. Los propietarios no tienen responsabilidades en el cuidado. En 65 o 70 metros se construyen hasta 8 habitaciones. Son laberínticas, oscuras e interconectadas, con largos pasillos y sin luz natural, albergan hileras de piezas de 2x2, o 2x3 metros; todas con baños compartidos y sin agua caliente, cocina común, conexiones eléctricas irregulares y tendederos de ropa repletos. Son 30 y hasta 50 familias las que viven en antiguas casonas de mediados del siglo pasado, antiguos conventillos, en galpones reacondicionados y talleres de todo tipo. El ambiente por donde circula la esperanza desvalida es uno y múltiple. El espacio representa una segregación residencial; no es funcional, es frío, incómodo y no tiene privacidad. La informalidad y el ordenamiento del espacio que representa esta descripción, alejada conceptualmente de zonas obreras tradicionales, constituye una forma de producción de la ciudad, propia de un espiral descendente de ruina y exclusión, aparentemente imparable.
La adversidad ha precipitado que otros migrantes hayan optado por la ocupación ilegal de terrenos, en suburbios que desparraman su fatalismo e imposibilidad de dar forma a su deseo de tener una vivienda que sostenga el proyecto de vida y arraigo. El patrón es el mismo: piezas de 2x2 o 2x3 metros, en las que viven 4 personas. Adentro se encuentran los cuerpos llenos de sombras, camas anónimas, ropa apilada, una cocina y un refrigerador entre los más afortunados; un baño y una ducha colectiva revestida de tableros aportillados, conexiones eléctricas y de agua potable irregulares. Maderos, latones, materiales de construcción, baldes de agua, techumbres cubiertas de nylon, fogatas que arden como cirios de esperanza, van configurando una isla haitiana. Niños desparramados y perros famélicos, completan el paisaje etnográfico. Ahí están esmirriados en la espera de los días, el vórtice atribulado de estar sin trabajo. Es el lugar donde en la lucha diaria se pierde la juventud y se gasta la fe, donde el derecho más inalienable se extravía y, sobre todo, donde ya no se quiere estar.
Enfrentan, en definitiva, un precario sistema de oportunidades y una difícil movilidad social de cara al Estado, el mercado y la sociedad. “Me gustaría quedarme en Chile, dejar de arrendar y que mi hijo crezca y reciba buena educación en una buena escuela. Necesito tener los papeles al día y tener la capacidad económica para pagar la casa y la escuela”, señala a propósito Duma (29 años). Mariele (26 años), facilitadora lingüística, refrenda lo anterior:
Me gustaría vivir en casa propia, cómodamente, con mi profesión realizada, darle una buena educación a mi hijo, tener mi propio ingreso y no depender de nadie. ¿Me entiende? Y tener un horario fijo, que dependa de mí, que no dependa de nadie… Así me gustaría ser, pero para eso hay que partir por algo: trabajo y casa propia.
Los primeros haitianos en llegar consiguieron empleos que generaban expectativas positivas, lo que implicaba cierta sociabilidad e integración social, ayudando a reforzar el mito de Chile a través de sus teléfonos. También dispusieron de jardín infantil para sus hijos y cobertura en salud. Con el tiempo se dieron cuenta de que las oportunidades de empleo formal requieren no sólo de regularización migratoria, sino de especialización, calificación y habilitaciones superiores; y de que predomina la informalidad estructural como rasgo más o menos permanente, lo que deviene en “mano de obra barata, disponible, traficable y presta a todo” (Tijoux y Córdova, 2015, p. 8). Asimismo, se desarrolla una conciencia de que la vivienda representa un lugar necesario para la estabilidad, que da sentido al arraigo y para desarrollar necesidades psicológicas fundamentales. Constituye un espacio íntimo, reclamado para establecer relaciones entre objetos, personas y lugares. No es sólo el techo, sino también un eje discursivo que articula el imaginario de una buena vida en Chile.
La bifurcación del deseo sobre la vivienda digna y la descrita revela que en la contingencia ésta no constituye un espacio de confinamiento adecuado para la protección viral y, en términos estructurales, tampoco lo es para el arraigo. Por el contrario, deja a la vista la necesidad de construir una ciudad inclusiva, una vecindad y un barrio, pero también de recurrir a una reconsideración de la vivienda, del derecho a ella y de la conexión con un espacio público orgánico que promueva la integración y la circulación. Hasta ahora, metáforicamente, los inmigrantes haitianos viven en un lugar donde las calles se cierran, porque no existe la ciudad como bien común.
“Le envío a mi padre fotografías, y no lo puede creer… cree que se van a caer… son tan feas”. Las palabras de Jonnás (26 años) encarnan aquí las de Georges Perec (2020, p. 136): “lo inhabitable” corresponde a “la arquitectura del desprecio…[a] lo reducido, lo irrespirable, lo pequeño, lo mezquino… lo hostil, lo gris, lo anónimo”. Por ello, la vivienda es una entidad clasificatoria respecto de quién se es y a qué se puede aspirar como inmigrante, y debe ser entendida como el producto de una economía política sustentada en la asimetría. Es insuficiente sólo hablar de la diferencia o de la alteridad de los inmigrantes, lo importante es cómo se construye y cómo se consolida la diferencia a partir de distintos dispositivos.
CONCLUSIONES
La falta de facilidades, reconocimiento, la recesión económica, las limitaciones para desarrollar sus comercios en pandemia y acceder a trabajos con protección debilitaron las expectativas de los inmigrantes haitianos sobre el arraigo, y hablan, además, de un Chile distópico. Se quedaron sin dinero para financiar el alquiler y para garantizar el sustento y la alimentación, esbozando la re-emigración como posibilidad y como acción. La reivindicación de la calle corresponde a un signo de subjetivación política singular, porque la transgresión de los dispositivos les permite desincorporarse de su identidad alterizada, aun cuando es insuficiente, porque existe un largo camino para asegurar el “derecho a la ciudad” como co-producción heterotópica. Ser sujetos consiste en una lucha contra las condiciones que reproduce la epistemología dicotómica propia de la modernidad, y exige claridad sobre cómo son producidos estructural y subjetivamente en sus signos y condiciones materiales. Su segregación se produce ante la negación de derechos humanos a personas que por migrar quedan inscritas en los sentidos circulantes de la deshumanización.
Se hace evidente la relación entre el capitalismo neoliberal y los cuerpos que niega y explota, así como el perpetuo “superarse a sí mismos, desde el no lugar o la extraterritorialidad y la temporalidad suspendida en que el desarraigado se encuentra” (Louidor 2016, p.36) . Una economía que proscribió la independencia de lo real, ahora se agrieta en los intersticios de su propia creación sistémica: a través del virus y la protesta se configura un pasaje de la precariedad a la prescindibilidad. Una derrota simbólica del neoliberalismo a la chilena.
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Notas