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La frontera entre Colombia y Ecuador: Movilidades de comunidades afrocolombianas en escenarios del narcotráfico
The Border Between Colombia and Ecuador: Mobilities of the Afro-Colombian Communities in Drug Trafficking Contexts
Iberoforum. Revista de Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana, vol. XIV, núm. 27, pp. 175-208, 2019
Universidad Iberoamericana, Ciudad de México



Resumen: El artículo analiza las dinámicas de movilidad local/trasnacional de comunidades afrocolombianas en la frontera entre Colombia y Ecuador por el Pacífico sur colombiano. Se describen los desplazamientos y las trayectorias de estas comunidades en el espacio local y trasnacional, así como el valor que ellas les confieren a las experiencias de reconfiguración de sus territorios y vida cotidiana marcada por la presencia de grupos armados y cárteles del narcotráfico. A través de la etnografía multisituada se ensamblan los procesos históricos de poblamiento de las comunidades afrocolombianas con los itinerarios y las trayectorias de las violencias armadas que han hecho del espacio fronterizo: una ruta náutica del narcotráfico. Por último, se reflexiona sobre la reconfiguración de la frontera como una “espacialidad de las violencias” con su respectivo poder económico, militar y eficiencia de muerte para dominar y explotar a las comunidades y territorios y, con ello, los intensos flujos de movilidad forzada de afrocolombianos hacia Ecuador.

Palabras clave: afrocolombianos, frontera, movilidades, narcotráfico.

Abstract: This paper analyzes local/transnational mobilities of Afro-Colombian communities in the border between Colombia and Ecuador in the southern Colombian Pacific. The article describes displacements and experiences of these communities in the local and transnational space, and the value that they give to the experiences reconfiguration of their territories and daily life that emerges in the armed violence contexts related to the presence of criminal organizations and illegal armed groups. Historical processes of settlement of Afro-Colombian communities will be analyzed, through multi-sited ethnography, with the itineraries and trajectories of armed violence that has made of the borderline space a nautical drug trafficking route. It is discussed the reconfiguration of the bounder as a “spatiality of violence” with its economic and military power and its death efficiency to dominate and exploit communities and territories, and the intense forced migration flows of Afro-Colombians to Ecuador.

Keywords: afro-Colombians, border, mobilities, drug trafficking.

Introducción

La ubicación geopolítica de la frontera colombo-ecuatoriana es considerada la causa fundamental de los altos índices de violencias armadas, desplazamientos forzados internos y flujos de movilidad trasnacional que viven las comunidades afrocolombianas. Esta frontera se extiende desde la costa del Pacífico cerca del municipio de Tumaco, Nariño, hasta llegar al sur de la provincia de Esmeraldas, Ecuador. Tumaco cuenta con una extensión de 3,750 km2 distribuidos en varias cuencas hidrográficas: río Chagüi, río Rosario, río Mira, río Curay, río Mejicano y río Mataje. La faja del litoral se caracteriza por sus numerosos esteros, caños, islas y cubiertas de manglares, lo cual la convierte en un espacio geoestratégico fundamental tanto para la ejecución de economías extractivas como para la operación de economías criminales, principalmente vinculadas a los cultivos de coca, procesamiento y tráfico de cocaína. Reconocido como uno de los municipios más violentos de Sudamérica como consecuencia de la presencia de grupos armados ilegales y cárteles del narcotráfico de procedencia nacional e internacional[1] que en las últimas cuatro décadas devino en uno de los escenarios de guerra más catastróficos de Colombia; situación que ha afectado el tejido sociocultural de las comunidades afrocolombianas, definiendo en buena medida su configuración territorial y alterando económica y socialmente a la región.

Las violencias armadas en la frontera entre Colombia y Ecuador emergen en el contexto del conflicto armado colombiano. Estas violencias hacen referencia al entramado de acciones y confrontaciones entre grupos armados (guerrillas, paramilitares y ejército). Las comunidades afrocolombianas continúan siendo víctimas directas en este conflicto, colocando familias desplazadas, líderes sociales asesinados y amenazados por resistir al control de los grupos armados. En este contexto las prácticas rutinarias y dinámicas espaciales, que tendían a hacer de la frontera un espacio de interacciones socioculturales, han sido restringidas. El resultado de esto es una dramática transformación de los lugares afrocolombianos: familias y comunidades son despojados de sus tierras y territorios, de ahí la pérdida de medios de subsistencia y el incremento de flujos de movilidad forzada hacia Ecuador.

Los territorios controlados por grupos armados producen nuevas prácticas de producción del espacio que ubican a la frontera como una “espacialidad de las violencias”, expresión que será utilizada en este trabajo para hacer referencia a la destructividad sistémica y producción de una geografía del despojo de la vida “material y productiva” y de la vida “simbólica y cultural” que ha dejado la guerra en estos pueblos. Un sentido de inseguridad generalizado se extiende en el espacio fronterizo y afecta las formas en que la gente se mueve, organiza y representa sus paisajes locales. Es importante resaltar que las formas en como las violencias rompen con la vida cotidiana de las comunidades se ensamblan con las estrategias militares de los gobiernos de Colombia y Ecuador contra los grupos criminales ligados al tráfico de drogas, las cuales han estado encaminadas a reforzar la presencia de las fuerzas militares de ambos países en la zona fronteriza. De esta manera, la gente vive en medio de un fuego cruzado padeciendo la militarización de sus territorios que son usados como base operacional para las acciones militares; además de los fuertes impactos en sus economías tradicionales y, en algunos lugares, la restricción de sus movilidades cotidianas a “espacios de confinamiento”.

Para las comunidades afrocolombianas cruzar la frontera hacia Ecuador no es un acontecimiento nuevo. Históricamente las prácticas de movilidad han estado vinculadas en relaciones de intercambio comercial y redes de parentesco entre las poblaciones afrodescendientes de Colombia y Ecuador. En este sentido, los flujos de movilidad han sido tradicionalmente viajes de ida y vuelta. En la actualidad este panorama ha cambiado considerablemente como consecuencia de la confrotación entre grupos armados que al disputarse el control de tierras y territorios han puesto en situación de vulnerabilidad y constantes riesgos de desplazamientos forzados a las comunidades que habitan en la zona fronteriza. De esta manera, la movilidad ha dejado de ser para las personas una decisión voluntaria, convirtiéndose en una decisión forzada.

De acuerdo con la Agencia de la onu para los Refugiados (acnur, 2016), en promedio 400 personas al mes cruzaron la frontera entre Colombia y Ecuador en 2016, en 2015 el promedio fue de 600. Sin embargo, desde la década de los noventa hasta 2004 se registró el mayor número de afrocolombianos solicitantes de refugio en Ecuador, con un promedio de 1,300 y 1,400 personas al mes. Es importante resaltar que pese a los esfuerzos de organismos internacionales como la acnur para visibilizar las trayectorias de las personas que huyen de las violencias armadas en la frontera colombo-ecuatoriana, el Estado colombiano cuenta con un débil registro sobre los flujos de movilidad trasnacional. Esta situación dificulta visibilizar los efectos del conflicto armado en estas poblaciones, así como el desarrollo de medidas de reparación y no repetición, a las víctimas en el país.

En este marco de referencias, el artículo analiza la movilidad local/trasnacional de las comunidades afrocolombianas en la frontera entre Colombia y Ecuador, así como el impacto de las violencias armadas y las economías del narcotráfico en la reconfiguración de sus territorios y espacios ribereños. En primer lugar, examina la producción espacial del Pacífico colombiano como un lugar de culturas y territorios afrocolombianos, además de la conquista de derechos étnico-territoriales en el marco de las políticas de reconocimiento de las comunidades afrocolombianas. En segundo lugar, se aborda al río Mira como el espacio en el que se desenvuelven las dinámicas de movilidad local/trasnacional de las comunidades afrocolombianas (circulación de personas, bienes y mercancías). En tercer lugar, se describe el control de la frontera por los grupos armados y la reconfiguración de la espacialidad del río Mira como una ruta náutica del narcotráfico. En este apartado, recuperando testimonios de habitantes locales, se abordan las transformaciones de la zona fronteriza y los espacios ribereños como una “espacialidad de las violencias”. Finalmente, se presentan las nuevas trayectorias y movilidades en el espacio trasnacional de los afrocolombianos en el contexto de agudización de las economías del narcotráfico y los cultivos de coca en sus lugares de origen.

Nota metodológica

Esta investigación está cimentada en el uso de la etnografía multisituada. Para diseñar una investigación multisituada, Marcus (1995) propone que el investigador se mueva de un lugar a otro siguiendo literalmente el intercambio y la circulación de las personas o grupos sociales que son objeto de estudio, lo que permite al etnógrafo descubrir y describir las conexiones y las múltiples formas en que los sujetos construyen sus mundos locales y la relación asumida de estos mundos con los destinos de las mismas personas en otros lugares. Para este autor, la noción de “seguir” involucra tanto a las personas como a los objetos, símbolos, metáforas, historias de vida, discursos y percepciones. De acuerdo con esto, el ejercicio etnográfico me llevó a redefinir una serie de estrategias y métodos que permitieran observar y “seguir” las rutas de movilidad de las comunidades afrocolombianas en sus interconexiones local-trasnacional. En principio, comprender los sentidos espaciales de las comunidades afrocolombianas y describir etnográficamente las complejas experiencias de movilidad: raíces y rutas conectadas en un espacio de frontera.

Los viajes de ida y vuelta a Ecuador, los viajes al “monte” (lugar de trabajo), las relaciones socioculturales y de producción entre veredas ribereñas y en algunos casos “mareñas” implica referir a la simultaneidad entre los ríos y la frontera como espacios de movimiento y estabilidad, desarraigo y permanencia, lugar del que se parte y a donde se llega.

Las experiencias de movilidad, lejos de significar una extensión o transferencia de significados culturales, describen complejas trayectorias de historicidades construidas y disputadas, sitios de desplazamientos y prácticas de cruce e interacción producidas por las personas y resultantes de procesos de desterritorialización y reterritorialización en espacios locales y trasnacionales.

Para localizar de manera etnográfica el proceso descrito se tomaron como referentes las veredas [2] integradas al Consejo Comunitario Bajo Mira y Frontera ubicado en el río Mira, municipio de Tumaco. Este río atraviesa la frontera que actualmente divide a Colombia y Ecuador por el Pacífico sur, convirtiéndose en un lugar de intersección que vincula las identidades y culturas de las poblaciones afrodescendientes del Pacífico colombiano y ecuatoriano. La vereda el Congal-Frontera operó como la residencia base para el trabajo de campo. Durante los años 2015, 2016, 2017 y 2018, recorrí en promedio de tres a cuatro meses por año la espacialidad de la frontera colombo-ecuatoriana. El trabajo de campo en un primer momento se enfocó en explorar la espacilidad del río Mira con la intención de conocer temas relativos a los itinerarios de la movilidad pendular, las relaciones comerciales y los vínculos de parentesco en el espacio local. Realicé recorridos multisituados que comprendieron las siguientes trayectorias entre veredas: Descolgadero, Playón, Carlos Sama, Pueblo Nuevo, Cacagual, Alto Guabal, Bajo Guabal, El Congal, Bocana Nueva, Sagumbita. Los recorridos fueron realizados en embarcaciones de lanchas y canoas, lo que permitió tejer puntos comunes de cómo operan los procesos de producción del espacio en las personas y comunidades y cómo éstos se expresan en las relaciones entre sí y entre vecinos.

Con los continuos viajes al “monte”, las trochas y los manglares, se identificaron los itinerarios de movilidad que han transformado las representaciones de los lugares afrodescendientes como espacios de identidades culturales y territoriales. En las rutas de viaje constantemente los pobladores locales hacían referencia a ciertas localizaciones convertidas en “paisajes del terror”, producto de la confrontación armada en la zona. Antiguos espacios en que las comunidades desempeñaban actividades agrícolas o pesqueras, ahora son en palabras de los pobladores “lugares fantasmas” o “fosas comunes” que traen a la memoria los despojos de tierras y terriorios, asesinatos selectivos y masacres colectivas ejercidas por los grupos armados durante más de cuatro décadas de conflicto armado en esta zona de frontera. Expresiones como “por ahí no caminemos porque asustan”, “a orillas de ese estero encontramos un cuerpo” o “allá dentro del manglar se escuchan voces” eran comunes en cada ruta de viaje. Estas expresiones dan cuenta de cómo las personas y comunidades, por una parte, son obligadas a modificar sus rutas de movilidad para adecuarse y responder a los contextos de violencias y, por otra, cómo los ríos, manglares y montes, formaciones históricas en los pioneros procesos de poblamiento y creación de las culturas afrocolombianas, ahora son representados como una naturaleza hostil y peligrosa. De esta manera, las movilidades de las comunidades afrocolombianas fueron el principal referente para comprender sus formas de organización socioterritorial y la reconfiguración de los territorios producida por las violencias que ciernen sobre sus territorios.

Poblamiento y territorio

En el Pacífico colombiano los procesos de creación de culturas y territorios afrodescendientes se establecen de manera diversa y heterogénea. Las dinámicas espaciales y materiales que intervienen en la construcción de la región no convergen para crear territorios homogéneos, por el contrario, se interceptan en diferentes ritmos y temporalidades de acuerdo con las experiencias e innovaciones que frecuentemente accionan los grupos sociales en la producción simbólica-identitaria de sus espacios. También articulan las aspiraciones y deseos de sujetos particulares, históricamente determinados, que se enfrentan a los retos, fracasos y logros que marcan los procesos de creación de culturas y formas de organización en territorios marginados en términos sociales, económicos y políticos.

En la perspectiva teórica de H. Lefebvre (2013), la producción del espacio es el resultado de las prácticas, las relaciones y las experiencias sociales, pero a su vez es parte de ellas. Es soporte de los significados y sentidos simbólicos en que los sujetos se apropian, transforman y habitan el espacio, pero también es campo de acción que organiza las luchas de resistencia en defensa de ese espacio. Para Lefebvre cada sociedad produce su espacio. En este caso, los ríos, manglares, bosques y costas son los espacios en que se crean las identidades y lugares de las comunidades afrocolombianas, a la vez que constituyen los espacios de representación o resistencias en que estas comunidades enfrentan los poderes hegemónicos, derivados de los ciclos económicos extractivos [3] y las violencias armadas que amenazan con convertir la historicidad de los lugares en espacios vacíos de subjetividades e historicidades propias. Para las comunidades afrocolombianas “el espacio es consubstancial a la vida social y política, es producto y productor de sentido social” (Hoffmann, 2002: 45).

El Pacífico al ser una región con una inmensa riqueza ecológica e hidrográfica comprende la totalidad de los departamentos del Chocó y las zonas costeras de los departamentos del Valle del Cauca, Cauca y Nariño. Los relatos de fundación de las comunidades afrocolombianas integran experiencias de producción y formas de organización del espacio (la repartición de las tierras para la agricultura, las zonas de pesca, la disposición del hábitat y las normas de residencia) a partir de diversos itinerarios por la espacialidad del mar, los ríos y manglares. Los itinerarios se construyeron y se mantienen en relación con la disponibilidad de los recursos naturales, estaciones de pesca y agricultura y los procesos de erosión de las aguas que amenazan constantemente con arrastrar las viviendas, cultivos de pancoger, ganado y especies menores. En esta región se podría hablar de rutas entrelazadas de movilidad en la búsqueda de tierras para habitar, como de caminos —esteros y trochas— construidos por la espesura de los bosques y manglares, donde la gente se cruza y se encuentra, diseñados como espacios de intercambio comercial y fortalecimiento de vínculos de parentesco y amistad.

Las comunidades afrocolombianas han conquistado importantes derechos étnico-territoriales para la reafirmación de sus identidades culturales y el reconocimiento colectivo de las tierras tradicionalmente ocupadas en las zonas ribereñas del Pacífico colombiano (entiéndase territorios ocupados ancestralmente y que han permitido la pervivencia cultural y económica de estas comunidades). En este contexto, los consejos comunitarios han sido reconocidos en el marco de la reforma constitucional de 1991 y en la Ley 70 de 1993 en la que se acepta el derecho a la propiedad colectiva y se establecen los mecanismos para la protección de la identidad cultural y el desarrollo económico de las comunidades afrocolombianas. [4] La Constitución del 91 marcó un paradigma histórico para el reconocimiento de la composición multiétnica y pluricultural de la sociedad nacional. En este contexto los afrocolombianos fueron reconocidos como sujetos colectivos de derecho, entre los que se destacan: el derecho a la propiedad colectiva de la tierra y a la no discriminación.

La Constitución del 91 y la Ley 70 de 1993 constituyen dos grandes hitos en el camino hacia el ejercicio y reconocimiento de la plena ciudadanía afrocolombiana. El concepto de ciudadanía se asocia, por un lado, con la idea de derechos colectivos y, por el otro, con la noción de vínculos de pertenencia e identidad con una comunidad particular. Sin embargo, no existe real garantía para el cumplimiento de los derechos en estas comunidades, a pesar de los importantes avances legislativos y las obligaciones del Estado relacionadas con adoptar medidas especiales para generar condiciones de igualdad en favor de las comunidades afrocolombianas. Los grupos armados, las violencias, desplazamientos y movilidades forzadas y, como veremos, las economías del narcotráfico obstaculizan el proyecto étnico/político de ejercicio territorial conquistado por los procesos organizativos de las comunidades afrocolombianas que llevó a su reconocimiento como grupo étnico con derechos culturales y territoriales específicos.

La Ley 70 reconoce la propiedad colectiva de las comunidades afrocolombianas en referencia a sus prácticas tradicionales de producción y sus formas de organización socioterritorial. No obstante, estas comunidades, además ser víctimas de diferentes expresiones de racismo y discriminación, han sido y continúan siendo víctimas del conflicto armado y, de las diferentes amenazas que se ciernen sobre sus territorios. Principalmente, la minería ilegal, la presencia de cultivos de coca, el monocultivo de palma africana, los megaproyectos y la presencia de diferentes grupos armados ilegales. En 2017 Colombia registraba 7.7 millones de personas desplazadas, ubicándose como el país con más desplazados internos en el mundo. Principalmente, los desplazamientos forzados han sido generados en las subregiones del Bajo Cauca, Norte de Antioquia, el Catatumbo, en Norte de Santander, y el Pacífico, en particular en el departamento de Nariño, afectando de manera significativa a comunidades afrocolombianas, indígenas y campesinas. De manera específica, en el municipio de Tumaco, según el Registro Único de Víctimas (RUV), entre 2000 y 2012 se reportaron 74,348 víctimas de desplazamiento forzado, que representan 30% del total de las víctimas del departamento de Nariño en el mismo periodo (255,835). Los años más críticos en esta materia fueron 2009 y 2011, cuando primaron los desplazamientos intramunicipales, intraurbanos y hacia Ecuador (FIP, 2014).

En 2017, al menos 1,500 personas en Tumaco se vieron obligadas a desplazarse debido a combates de grupos armados (ocha, 2017). En 2018, 90% de los miembros del Resguardo Indígena Awá de Inda Guacaray (451 personas) se encontraban en situación de desplazamiento forzado, a la vez que 648 personas afrocolombianas fueron desplazadas en la zona urbana del municipio (ocha, 2017). No obstante, estas cifras pueden ser mayores. Ello obedece a varias situaciones:

  1. 1. 1La oficina de registro para la población desplazada en Tumaco funciona en la zona urbana, las familias rurales y ribereñas tienen dificultades económicas para trasladarse y acudir a su registro como víctimas de desplazamiento forzado.
  2. 2. Algunas poblaciones se encuentran en situación de confinamiento, es decir, los grupos armados ilegales prohíben salir del territorio. En este contexto también se restringen sus actividades rutinarias.
  3. 3. Frecuentemente los desplazamientos son de corta duración y no hay condiciones de seguridad para el retorno a sus comunidades.
  4. 4. En el caso específico de la población desplazada que migra hacia Ecuador no existe un control y registro sobre los flujos de personas que han cruzado la frontera en busca de refugio.
  5. 5. Con frecuencia, los desplazamientos son circulares, las personas llegan a ciertas zonas urbanas o rurales en las cuales pueden volver a ser víctimas de desplazamiento a manos de los grupos armados ilegales.

El desplazamiento forzado como consecuencia de la violencia ejercida sobre los territorios, comunidades y líderes ha debilitado los procesos organizativos de las comunidades afrocolombianas. De igual manera, el desplazamiento ha generado un grave impacto en la identidad, la cultura y la autonomía de estas comunidades, y, al mismo tiempo, ha producido la pérdida de tierras de las comunidades que habitan en territorios colectivos, a pesar de la implementación de la Ley 70 de 1993.

La espacialidad del río Mira

Las comunidades y familias afrocolombianas conciben al río Mira, sus caudales y esteros, como corredores de vida, al permitir la comunicación de las personas con lugares específicos, de manera particular con la república de Ecuador. En la espacialidad del río Mira están enraizadas sus prácticas culturales, epistemológicas y actividades económicas (principalmente pesca, caza y agricultura) y es el centro de sus ecosistemas.

El río es la referencia identitaria más inmediata de las comunidades ribereñas, expresiones como “soy del Mira” son frecuentes en la zona, constituyendo la referencia social más común y el espacio de intercambios de todo tipo. De acuerdo con Escobar (2010), en la región Pacífico los ríos son una configuración particular entre naturaleza-cultura-lugar que los proyecta como entidades vivenciales y profundamente históricas. El río Mira abre los circuitos de intercambios y movilidad local/trasnacional de las comunidades afrocolombianas en la frontera colombo-ecuatoriana.

El río Mira reune 53 veredas establecidas desde dos flujos poblacionales: primero, despúes de la emancipacion de las personas esclavizadas (1851) y con la culminación de lo que algunos historiadores han denominado la frontera minero-esclavista (Colmenares, 1987; Almario, 2001), también empezaba a tomar forma el proceso de etnogénesis de los grupos afrocolombianos del Pacífico sur, analizados por Óscar Almario como la desesclavización y la consecuente modalidad de poblamiento de estos grupos hacia los lugares considerados como la periferia del país (ríos y costas). Lugares donde se comienza a construir la “nueva” vida de las personas y familias sobre tierras “baldías” que no estaban en control de los grupos políticos y económicos de la época. Segundo, en el Pacífico sur, a finales del siglo xix y principio del siglo xx, la migración de pobladores afrodescendientes originarios de Barbacoas y la costa ecuatoriana se instalaron en este territorio para aprovechar el auge comercial basado en la explotación silvestre del caucho, la tagua y más tarde la madera (Hoffmann, 2002).

En la frontera colombo-ecuatoriana, las historias de arraigo en la creación de culturas y veredas se entrecruzan con procesos de desarraigo motivados por la precariedad de los territorios, los cambios en el medioambiente y las violencias armadas. Generacionalmente, en esta frontera se articulan complejas historias de localización, residencia y movilidad; las personas producen el espacio en una serie de encuentros en viaje que son el reflejo del cambio cultural y las invenciones colectivas o individuales ante circunstancias que fortalecen o limitan la estabilidad de sus lugares, y la configuración y reconfiguración de sus culturas, identidades y economías tradicionales. De esta manera, los pioneros procesos de localización, poblamiento y movilidades establecidos hace tiempo se dan dentro de un campo de crecimiento de los circuitos globales de las economías extractivas y del narcotráfico en geografías que históricamente han sido ubicadas como lugares en los márgenes del desarrollo social y económico del país, pero estratégicas por la disponibilidad de recursos naturales y conexiones fronterizas para la integración de los mercados regionales y globales.

La zona fronteriza está caracterizada por la conectividad de extensas selvas y manglares que adquieren pleno sentido en la vida cotidiana de las comunidades afrocolombianas. Algunas veredas se encuentran ubicadas en las orillas de los ríos, otras se han construido en el entremedio de los manglares o en los pequeños islotes que deja el mar cuando las aguas retroceden. Cada uno de estos lugares define a su vez estrategias de organización y apropiación del espacio, desplazamientos y construcción de culturas asumidas por sus pobladores. La experiencia histórica en que las comunidades afrocolombianas han construido sus asentamientos, identidades, prácticas de conocimientos y productivas está espacialmente enraizada en los sentidos que le otorgan su relación con el río y sus caudales, al constituir el lugar que los moviliza en la construcción de una cultura propia, fuente económica para la comercialización de sus productos, la pesca, el riego de cultivos, el abastecimiento de agua y los medios de transporte.

El río es asumido como el espacio en el que los sujetos ejercen sus actividades de la vida cotidiana y que corresponde a la red de sistema de lugares, relaciones de parentesco e intercambios de bienes y mercancías entre las veredas y sus conexiones local y trasnacional. Las localizaciones y trayectos por el río han configurado un campo de movilidad local/pendular/multirresidencial caracterizada por dinámicas de desplazamiento fluvial de ida y vuelta, entre veredas, corregimientos y centros urbanos dentro de una misma cuenca hidrográfica o que son polo de atracción o sujeción para un territorio (Whitten, 1992). La movilidad deja de ser así un punto en el espacio para pasar a identificarse con un entramado de áreas constitutivas por puntos de interacción cotidiana al interior del espacio. De manera particular, en el río Mira, las rutas de movilidad se orientan a áreas y cultivos específicos, por ejemplo: la venta e intercambio de alimentos entre familias y veredas vecinas, así como los constantes viajes al “monte”, lugar para trabajar las economías agrícolas. En este sentido las aguas y corrientes del río se conciben en términos de espacios de vida que comunican y socializan a las comunidades locales. El río es la representación de sus prácticas eco-culturales colectivas de las que se derivan sus sistemas de producción y economías tradicionales.

En la espacialidad del río Mira aparecen pequeñas veredas formadas por viviendas hechas de madera que se ubican de una orilla a otra; cultivos de plátano, cacao y coco se alcanzan a ver entre el boscaje de los manglares; canoas que descansan sobre las aguas después de movilizar a hombres, mujeres y niños sobre trochas y esteros que los conectan con el “monte”; niñas y mujeres adultas sentadas sobre pequeños asientos construidos con trozos de cedro tejiendo canastos de piangua, mientras que los niños elaboran trampas de cangrejo y carnadas de coco para enterrarlas en la profundidad del pantano y las raíces del manglar, posteriormente recoger su presa y venderlas; pescadores, por lo general ancianos, que desenredan el trasmallo a orillas del río, esperan caer las horas de la tarde para salir de sus casas con la esperanza de capturar unos cuantos peces, al menos para la comida del día siguiente; familias completas que a las seis de la tarde caminan como si fueran en procesión, las mujeres y niñas luciendo vestidos o faldas largas, los hombres y niños con pantalón, camisa de manga larga y zapatos lustrados, transmitiendo elegancia y pulcritud, todos llevan un elemento en común: la Biblia, van al culto de las iglesias cristiano evangélicas.

Cada vez los caseríos ribereños son desmontados por sus habitantes y reubicados fuera de las orillas. En la parte más firme de la tierra, con machetes y hachas, hombres y mujeres se abren camino “monte adentro”, el desbordamiento de ríos en crecientes que inundan la tierra y se llevan todo lo que hay a su paso obliga a la movilidad y reubicación de sus hogares. “La furia del río”, como lo indican los pobladores locales, afloja los palafitos que sostienen las casas, las crecidas lo arrasan todo. Las crecientes pueden llegar en la noche, la gente salvaguarda sus pertenencias subiéndolas al techo de las casas; no hay otra opción que esperar a que las aguas se calmen, retrocedan y el río se vuelva a tornar apacible. Pero el río no es el único causante de la movilidad, las imágenes de lanchas transportando mudanzas de familias enteras cada vez son más recurrentes en la espacialidad del río, estas familias deciden abandonar sus lugares por la insatisfacción de sus necesidades básicas: ausencia de escuelas para que sus hijos terminen la primaria y el bachillerato, centros de salud, acueducto y muchos caseríos aún no cuentan con energía eléctrica.

Por otra parte, consideran que la tierra ya no es productiva, pues las empresas dedicadas a la explotación maderera han vaciado los bosques. Las empresas agroindustriales envenenaron la tierra con el monocultivo de la palma africana, a la vez que los cultivos ilícitos desplazaron las economías tradicionales y de subsistencia.

Los grupos armados y los cárteles de narcotraficantes, que han hecho presencia durante más de cuatro décadas en la zona fronteriza, despojaron a muchas familias de sus fincas y las convirtieron en grandes laboratorios para los cultivos y procesamiento de la coca, instalando el terror, las masacres y los desplazamientos forzados. Muchos caseríos están prácticamente en proceso de extinción.

En la parte baja del río, donde está la desembocadura que mezcla el agua dulce y el agua del mar, aparecen pequeños caseríos compuestos entre cinco y diez casas, estos son los “mareños”, pueblos de pescadores que ritman sus asentamientos y desplazamientos acorde con las estaciones de pesca en el litoral. Los “mareños” son pueblos en tránsito, en un año pueden tener hasta cinco desplazamientos; el arraigo y desarraigo están determinados por la biodiversidad del ecosistema marino. Existen algunos caseríos como Bocana Nueva en donde sus habitantes han construido una tendencia de poblamiento entre el mar y el río; las familias deciden sus lugares de asentamiento acorde con sus saberes productivos y experiencias generacionales en la apropiación del espacio natural. Todos los días las canoas de pescadores y agricultores cruzan la frontera invisible río-mar para el intercambio de sus productos y relaciones de parentesco. Algunas familias, luego de que sus caseríos son arrasados por el mar durante temporadas de subidas de marea, se relocalizan en caseríos ribereños, otras buscan asentarse en tierras que el mar ha cedido. Es un ir y venir sobre las aguas.

La movilidad, los cruces y trayectos en la frontera colombo-ecuatoriana son diversos y pueden adquirir diferentes sentidos según la generación de pertenencia. Es recurrente ver a los adultos mayores salir de “monte adentro” con machetes y varas en las manos, sobre la cabeza amarran con un listón de rampira[5] un canasto con granos de cacao que se sostiene sobre su espalda encorvada, lo cual les hace disminuir la velocidad del caminar. Descargan sus canastos en las canoas y atraviesan el río remando a canalete para llegar a sus casas. Posteriormente, cuando las lluvias no amenazan con caer, extienden al sol los granos de cacao en una larga y amplia tarima de madera, esperando su secado; en la noche lo recogen, protegiéndolo del sereno. Sacar y entrar el cacao se puede extender días y semanas, todo depende de las condiciones climáticas, una vez seco lo llevan a vender a Tumaco. Por lo general, tienen dos cosechas al año, el dinero obtenido alcanza para comprar panela, arroz, aceite y azúcar que les dura un mes, los meses restantes del año viven de sus cultivos tradicionales y la caza de animales.

En el otro extremo aparecen los jóvenes: en las tardes después de terminar sus extensas jornadas de trabajo en el “monte” se reúnen a platicar de sus esperanzas y proyectos del presente: “sembrar y raspar la coca”, “hacer las conexiones”, viajar en lancha a México y Centroamérica transportando la “mercancía” (cocaína) e imaginarse una vida “mejor” lejos del pueblo. Las aspiraciones de viajar en lancha con cargamentos de cocaína que salen de los ríos y navegan durante días por el océano Pacífico hacia Centroamérica, representa sin duda algo más que una movilidad de “nuevos” arraigos y desplazamientos cotidianos, aquí los trayectos entrelazados río-mar se convierten en rutas del narcotráfico, que en los jóvenes significa una posibilidad de “huir” de una geografía históricamente marginada. En este escenario, probablemente el “viaje” no significará una posibilidad real para romper con las históricas condiciones de marginación y exclusión, entre otras cosas porque esta posibilidad se construye en el continuum de múltiples formas de violencias en las que una vez dentro del mundo de la coca y el narcotráfico se tienen dos opciones para salir: la cárcel o el cementerio. Los jóvenes tienen claridad de los riesgos, un decir frecuente entre ellos es “viajo, caigo o mato”. Tales circunstancias ubican la navegabilidad por las aguas del río y su desembocadura en el océano Pacífico como una “espacialidad de las violencias”, pero también como la posibilidad de una apertura en lo cotidiano, en la cual los jóvenes tratan de restablecer elementos legales y simbólicos de una institucionalidad del Estado que ha sido rebasada o francamente anulada, manteniendo a estas colectividades como testimonio vivo de la fragilidad del orden social en el que se desarrollan. De esta forma, el cultivo del cacao y la coca marcan la tendencia de producción de dos generaciones para las que el trabajo en el “monte” y la movilidad sobre los espacios ribereños representan trayectorias y esperanzas distintas.

Las prácticas de movilidad en la frontera adquieren un protagonismo en la vida cotidiana de las personas y familias afrocolombianas. Sus límites, porosidades y cruces surgen como mapas e historias complejas de desplazamientos y conexiones. Esta manera de vivir centrada en la movilidad “aquí y allá” constituye un campo de copresencia entre personas y sistemas de lugares que se vuelve una manera de vivir. Un dicho común en las veredas dice “aquí uno sabe dónde nace, pero no a dónde se dejarán raíces”. En este sentido, el lugar de nacimiento es constitutivo de la identidad de la persona e identificatorio de un espacio concreto; sin embargo, esa persona atravesará diferentes itinerarios y caminos que conducen de un lugar a otro no solamente en el espacio local sino también trasnacional.

Las dinámicas de movilidad no solamente se materializan en los trayectos de desplazamientos y cruces, sino que también están articuladas a la materialidad de los espacios y los cuerpos de los sujetos empobrecidos que circulan en los lugares, así como a la diversidad de las relaciones económicas y experiencias sociales relacionadas con las formas de habitar y apropiarse del espacio. De esta manera, podríamos afirmar que la movilidad local/trasnacional de afrocolombianos ofrece una nueva lectura acerca de los alcances e impactos de las fronteras nacionales en la vida cotidiana de las personas.

Lo anterior, vinculado con la creciente fluidez y porosidad de las fronteras, permite la movilidad de personas y también de ideas, símbolos, imágenes, mercancías y capital; obliga a los antropólogos a poner una especial atención en la imbricación entre fronteras y sistema de lugares concebidos como los dispositivos que amplían los espacios a través de los cuales se desplazan las personas. En la frontera colombo-ecuatoriana el sistema de lugares juega un papel clave en la producción de los tiempos y los espacios de las comunidades afrocolombianas. Sus formas de organización socioterritorial no se constriñen dentro del espacio local, sino que también desarrollan prácticas que atraviesan la frontera. El hecho de que la gente vaya a diversos lugares constituye un punto de partida para trazar viejos y nuevos mapas de personas en tránsito y complejizar estos tránsitos en un campo trasnacional (ampliamente capitalista).

Sistema de lugares: imbricaciones entre lo local y lo trasnacional

Las conexiones históricas entre Colombia y Ecuador hacen que las familias afrocolombianas puedan tener una serie de prácticas trasnacionales que intensifican y complejizan sus dinámicas de movilidad. La gente transita todos los días por diferentes itinerarios que articulan lugares urbanos y rurales en una espacialidad local y trasnacional, permitiendo que se intercepte un sistema de lugares. Hoffmann (2002) ha definido el sistema de lugares en las comunidades afrocolombianas del Pacífico como

la variedad de espacios, prácticas y desafíos (individuales, familiares, sociales) que se articulan alrededor de la movilidad, para captar los determinantes de estos movimientos de personas y bienes y los diferentes impactos que tienen sobre los lugares, tomados de manera individual, pero más que todo considerados como un sistema (Hoffmann, 2002: 96).

La noción de sistema de lugares permite leer las dinámicas de movilidad en diferentes escalas espacio-temporales vividas y producidas por los grupos sociales (Haesbaert, 2002). En este sentido y, en un espacio de frontera, la fluidez de los trayectos e itinerarios de las personas implica identificar, por un lado, el nivel de articulación de lugares locales y trasnacionales ¿cómo se producen?, ¿qué dinámicas materiales y simbólicas se desarrollan ahí? y, por otro lado, la fragmentación de estos lugares dentro de un espacio regional más amplio, principalmente si los trayectos de movilidad son resultantes de procesos de exclusión, precarización socioespacial, despojos de tierras y territorios y desplazamientos forzados. ¿Qué actores sociales (Estados, instituciones, grupos socioculturales, clases económicas y políticas) están involucrados en esta lógica espacial?

De acuerdo con el planteamiento de Lefebvre (2013) acerca del lugar como una producción del espacio vivido por los grupos/sujetos sociales —retomando asimismo el concepto de lugar desarrollado por Oslender (2004) que sitúa las prácticas de los movimientos de las comunidades afrocolombianas en un espacio específico y a la vez en un marco más amplio de desarrollo del capitalismo—, propongo que el sistema de lugares en la frontera colombo-ecuatoriana puede ser concebido a partir de la imbricación de múltiples relaciones de poder/saber: desde el poder más material de las relaciones económicas hasta el poder más simbólico de las relaciones de orden cultural, que a pesar de estar imbricados, pueden reconocerse en su especificidad, ya que no son reductibles uno a otro.

En este orden de ideas el sistema de lugares puede ser comprendido dentro de dos campos:

1) Por una parte, un campo de producción subjetivo, como espacios vividos y dotados de intersecciones simbólicas y culturales donde los grupos construyen relaciones de la vida cotidiana de forma diferencial o articulada. En este campo el espacio ribereño es el medio en que se materializan las relaciones sociales, familiares e intercambios diarios (redes de cambio, alimentos, bienes, trabajo) en el espacio local y trasnacional. En el espacio local, las veredas ribereñas se conectan con la ciudad de Tumaco, concebida y asumida por los pobladores locales como el lugar de trabajo, donde hay venta de productos agrícolas (principalmente cacao), compra de alimentos (arroz, panela, azúcar, enlatados) y acceso a servicios públicos (salud, educación, programas de ayuda humanitaria); también ahí se buscan y construyen nuevos lugares de residencia. En el espacio trasnacional, las veredas ribereñas se conectan con lugares exteriores que funden como un polo de atracción para la movilidad forzada (la costa norte de Esmeraldas, específicamente el municipio de San Lorenzo).

2) Por otra parte, el sistema de lugares se construye como un campo de producción material por medio del desenvolvimiento de dos formaciones económicas concretas: a) primero, los circuitos globales de la economía capitalista agenciada por el Estado-nación y las corporaciones multinacionales a través de la extracción de minerales e hidrocarburos. El ingreso de estas dinámicas internacionales a la región Pacífico se estableció por medio del sector minero-energético —principalmente carbón, petróleo y oro—, pues el país ha basado su crecimiento económico sobre este tipo de industria, abriéndose desde 1980 y entregando en concesión privada a empresas internacionales los recursos naturales.[6] Particularmente la zona fronteriza con Ecuador se caracteriza por la presencia de extensivos cultivos de palma africana (para la producción de biodiesel) y es uno de los pasos del oleoducto trasandino que transporta crudo entre Colombia y Ecuador. Los yacimientos de oro, plata, platino y las fuentes de hidrocarburos (petróleo y carbón) en el Pacífico motivan un aumento en la presencia de grupos armados ilegales que se involucran en la explotación de los recursos naturales, como forma no sólo de financiación de sus actividades ilícitas, sino también como un medio de incrementar su poder. En la frontera colombo-ecuatoriana estos grupos han incursionado en actividades económicas extractivas (cultivos de palma africana y explotación maderera) lo que agudiza más la disputa por el control de territorios y su población. A lo que se suma su carácter de zona estratégica para la cadena productiva del narcotráfico (siembra, raspa, pastificación, cristalización, empacado y envío de coca), convirtiéndose en una ruta obligada para el tráfico trasnacional de cocaína con destino a los mercados de México y Centroamérica. b) Segundo, economías rurales locales o de subsistencia (agricultura y pesca) de las comunidades afrocolombianas. Las técnicas rudimentarias que utilizan las personas en sus actividades económicas las obligan a emigrar a diferentes lugares de acuerdo con las épocas de pesca, siembra y rotación de los suelos, configurando, como diría Deleuze (2007), un entramado de “prácticas discursivas de visibilidades”, que concretan la actividad material de los sujetos en la producción del espacio, que siempre es al mismo tiempo material y simbólico.

Particularmente, el campo material permite una nueva lectura de las dinámicas de movilidad en esta zona de frontera. Con los intereses que van surgiendo en el Estado para el control de zonas estratégicas que permiten una conexión de la economía nacional con los mercados globales, y en la década de los noventa, la llegada de los grupos armados ilegales, cultivos de coca y con ello el narcotráfico, se produjeron cambios y reestructuraciones en las motivaciones que históricamente han impulsado las dinámicas de movilidades de afrocolombianos hacia Ecuador. La movilidad que en un principio se estableció por motivos familiares e intercambios comerciales ahora se conecta con una movilidad forzada impulsada por las violencias armadas y los despojos territoriales, a la par de que las prácticas de la agricultura tradicional son sustituidas por sistemas de cultivos agroindustriales y cultivos de coca capaces de transformar ambientes naturales en tierra muerta para los productos de primera necesidad (arroz, plátano, maíz y yuca), véase figura 1.



Matas de plátano en medio de cultivos de coca
Fotografía propia, río Mira, enero de 2016

En los dos campos señalados el territorio no es únicamente el escenario para la acción social de las comunidades, economías extractivas, cultivos de coca y grupos armados ilegales. Se trata siempre de un espacio “valorizado” sea instrumentalmente (como escenario de proyección y planificación del capital), sea cultural y comunitariamente (como escenario simbólico-expresivo) (Giménez, 1996). Frecuentemente, la “valorización” del territorio adquiere un sentido activo y práctico por mecanismos de intervención para mejorarlo, transformarlo y enriquecerlo de acuerdo con los intereses de cada grupo social que se involucra en su creación. Los grupos armados y cárteles del narcotráfico han generado una valorización del territorio a partir de formas parceladas, medibles, cuantificables y vendibles para la producción de la cocaína, lo que supone un proyecto de construcción o reconstrucción del espacio y con ello el establecimiento de relaciones de producción, dominación y explotación. Por su parte, las comunidades afrocolombianas que habitan el espacio ribereño, si bien construyen formas de organización del territorio para el desenvolvimiento de sus economías tradicionales y de subsistencia, también es el espacio de la experiencia material y cotidiana que articula tanto la producción como la reproducción social comunitaria. En esta perspectiva, Gilberto Giménez (1996) habla de una “fabricación” del territorio, al sugerir que en el mundo moderno el territorio es cada vez menos un “dato” preexistente y cada vez más un “producto”, es decir, el resultado de una fabricación.

Las economías de subsistencia y las dinámicas del capital agenciadas tanto por el Estado como por los grupos armados y cárteles del narcotráfico manejan los espacios locales de los ríos generando un campo de disputas entre las riquezas socioculturales que significa para las comunidades el espacio ribereño, y el acaparamiento de tierras que se viene incrementado, en manos de foráneos. Las economías de subsistencia “se vuelven insostenibles y se insertan cada vez más, en condición de dependencia aguda ya que no disponen de capital ni asistencia técnica, en las nuevas estructuras de producción, trabajo y comercialización impulsadas por el capital” (Hoffmann, 2002: 57).

Progresivamente las comunidades van teniendo menos control sobre sus territorios, ya que el control está siendo ejercido por otros actores sociales. De hecho, y esto es clave para mi argumentación, el control territorial a mano de actores externos coexiste con condiciones históricas de empobrecimiento de los lugares afrocolombianos. Si bien el caso más extremo de movilidad son los desplazamientos forzados internos y las movilidades forzadas con alcance trasnacional en el contexto de las actividades del narcotráfico; las condiciones estructurales de pobreza y exclusión han configurado una “espacialidad del destierro” que confina las vidas afrocolombianas a la periferia y zonas marginalizadas del desarrollo donde se actualizan violencias históricas contra ellos (García, 2010). Tales circunstancias han generado procesos de desterritorialización en las comunidades; una progresiva pérdida de tierras y territorios y, con ello, nuevas dinámicas de apropiación del espacio en contextos trasnacionales. Lo que da lugar a diversos tipos de intersecciones territoriales que amplían los vínculos de la realidad cotidiana-comunitaria con redes y flujos de intercambio, información y movilidad a escala global.

Frontera y conflicto armado

La presencia de grupos armados en las regiones de Colombia se ha establecido de manera diferenciada según las particularidades geográficas e históricas de cada región. En el Pacífico sur, para ser más precisos en el municipio de Tumaco, su zona rural y fronteriza con Ecuador, mayoritariamente selvática, es un escenario ideal para las actividades ilegales y rutas del narcotráfico. Desde finales de los años noventa del siglo xx y comienzos del siglo xxi, Tumaco ha aparecido en los medios de comunicación masiva como uno de los municipios más violentos del país, precisamente en momentos en los que el impacto del conflicto armado disminuye en zonas como el Magdalena Medio (Rodríguez, 2015). El informe Dinámicas del Conflicto Armado en Tumaco y su Impacto Humanitario, elaborado por Codhes en 2014, señala que la transformación del municipio puede observarse en tres momentos:

  1. 1. El primero tuvo lugar después de que en 1999 los departamentos de Meta, Caquetá y Putumayo se convirtieran en los principales objetivos militares del Estado, por lo que los cultivos de coca que ahí se concentraban empezaron a trasladarse a departamentos fronterizos como Nariño. En ese mismo escenario las guerrillas se replegaron lentamente desde los municipios del centro del país hacia aquellos de la periferia, en busca de zonas de refugio.
  2. 2. El segundo tuvo que ver con la llegada del Bloque Libertadores del Sur al municipio y la oleada de violencia que se desató en el marco de la disputa territorial con las FARC.
  3. 3. El tercero empezó a hacerse más evidente a partir de 2009 con la puesta en marcha del Plan Renacer de las guerrillas de las farc, con el que decidieron enfocar su accionar en lugares de la periferia del país y estratégicos para una guerrilla que se apoya cada vez más en el narcotráfico y en alianzas con bandas criminales.

En la zona de frontera de Tumaco con Ecuador hacen presencia la guerrilla de las farc (ahora disidencias), el Ejército de Liberación Nacional (eln), neoparamilitares y en los años recientes cárteles de narcotráfico nacionales e internacionales (Clan del Golfo y Cártel de Sinaloa), manteniendo un cruce de fuego constante en la disputa por el control de la tierra con fines de cultivo, procesamiento y tráfico de cocaína. La presencia histórica de grupos armados en el Pacífico sur se explica, principalmente, por el abandono de ese territorio por parte del Estado, ya que “permitió a los grupos armados ilegales instalarse en la región sin encontrar una resistencia militar significativa por parte de las Fuerzas Armadas, así como también, ocultar en la impunidad sus acciones violentas con una cierta facilidad” (Rodríguez, 2015: 59). Los grupos armados y cárteles de narcotráfico han extendido la instalación de campamentos y laboratorios para las actividades de producción y tráfico de cocaína en territorio ecuatoriano. Este hecho podría explicarse en dos direcciones:

  1. 1. Primero, la ubicación estratégica de la frontera por su salida al océano Pacífico la convierte en un corredor estratégico para la movilidad de drogas ilícitas con destino a los mercados de México y Centroamérica. En el marco del conflicto armado los 586 kilómetros de esta frontera han estado controlados por grupos armados ilegales, principalmente en los ríos Mira y Mataje.
  2. 2. Segundo, después de la firma de los Acuerdos de Paz entre el gobierno y la guerrilla de las farc, la mutación de exguerrilleros en grupos disidentes, entre los que se destaca el Frente Oliver Sinisterra, grupo que controla los laboratorios y el envío de cocaína en el suroccidente del país y la zona fronteriza con Ecuador y que sostiene fuertes transacciones con cárteles de drogas internacionales como el Clan del Golfo y el Cártel de Sinaloa, ha llevado a la intervención y el aumento de las Fuerzas Militares a través de la operación Atlas para desmantelar el crimen organizado, los cultivos y laboratorios de coca y las rutas de tráfico en la zona fronteriza con Ecuador.

La ubicación geográfica de Tumaco es estratégica para la concentración de la cadena productiva del narcotráfico en un solo territorio: cultivos de coca, laboratorios de clorhidrato de cocaína, producción de pasta base de coca y envío del producto a mercados internacionales. Tumaco es el municipio con el número de cultivos de coca más grande en todo el mundo. El Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI) ha registrado 28 mil hectáreas, que representan 17% del total del país en 2017, la cifra más alta en la historia del narcotráfico en Colombia. En este territorio se ha logrado establecer una economía cocalera que trajo consigo desde la década de los noventa hasta la actualidad la instalación de regímenes de terror: asesinatos selectivos, masacres colectivas, despojos de tierras, reclutamiento forzado de niños y jóvenes, violencia sexual basada en género, extorsiones, desplazamientos forzados internos y transfronterizos, amenazas e intimidaciones contra las comunidades afrocolombianas y sus líderes comunitarios con el objetivo de despojarlos de sus tierras para ponerlas al servicio del narcotráfico.

Tras la firma del acuerdo de paz entre el gobierno del expresidente Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC, culminaron más de cincuenta años de conflicto armado en el país; 12,200 excombatientes se encuentran en proceso de reincorporación a la vida civil. Sin embargo, desde que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) abandonaron antiguos territorios base para la operación de sus acciones armadas, grupos armados rivales se disputan el control de estos lugares para dinamizar economías criminales y continuar con la cadena productiva del narcotráfico. La mayoría de estos grupos ahora se agrupan en torno a zonas costeras y fronterizas. De igual manera, algunas subestructuras de frentes de las FARC no se apegaron al proceso de negociación ni de implementación de los Acuerdos de Paz. Según informes del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (CERAC) e Ideas para la Paz (FIP), existen alrededor de 1,400 disidentes de las FARC que rechazan la implementación de los Acuerdos de Paz. En territorios como Tumaco, estamos viendo el surgimiento y la evolución de esas disidencias. El portal InSight (2017) señala que el control de las economías ilegales —procesamiento de cocaína, tráfico de armas, extorsión, minería ilegal y contrabando, entre otras— es el principal objetivo de estos grupos disidentes.

Según documenta el Registro Único de Victimas (ruv), para 2017, 67,422 personas se registraron como víctimas de desplazamiento forzado en el país, de las cuales 94% son indígenas y afrodescendientes. En el caso específico de Tumaco la RUV reporta para el mismo año 4,054 personas en condición de desplazamiento forzado. Es importante resaltar que en Tumaco los desplazamientos forzados tanto en la zona urbana como rural fronteriza con Ecuador con frecuencia se establecen de manera pendular, es decir, las familias se establecen en un lugar del que pueden ser nuevamente desplazados de acuerdo con las dinámicas de violencia que instauran los grupos armados. Estos desplazamientos, en palabras de los pobladores locales, son referidos como una “población flotante”, no solamente porque habitan en casas construidas en palafitos de madera sobre los ríos, manglares o mar (lo cual los obliga de manera continua a reubicar sus viviendas a consecuencia de las inundaciones y subidas de marea), sino también porque los enfrentamientos entre grupos armados y sus intimidaciones a las personas y familias constantemente hacen que se vayan unos y lleguen otros. Situaciones que se suman a la desigualdad percibida por las comunidades, en términos de acceso a oportunidades laborales, de salud, vivienda y educación.

En el relato de María Hurtado se evidencian las experiencias interseccionales de desplazamientos forzados:

Mi familia y yo salimos desplazados en el 2004 de la vereda Cacagual en el río Mira. De ahí nos fuimos al barrio Nuevo Milenio en Tumaco, en medio del mangle armamos nuestra casa con paredes de madera y techo de plástico. Poco después como a los seis meses llegó un nuevo grupo armado al barrio, esa gente comenzó a reclutar a los muchachos y a violar a las niñas. Se querían llevar a mi hijo, por eso nuevamente agarramos nuestras cosas y nos fuimos a vivir al barrio Obrero. Hace un año nos tocó volver a salir porque los grupos comenzaron a pedir dinero gota a gota por el “derecho de piso” amenazando con matar a quienes no les den el dinero. Ahora estamos en Ecuador buscando refugio […] La gente desplazada en Tumaco es flotante, llegan unos, mientras otros se van, es un constante ir y venir. (M. Hurtado, comunicado personal, 15 de enero de 2016).

En el imaginario de las comunidades el desplazamiento por los ríos y sus trochas que los comunican con las veredas vecinas representa el desafío de sobrevivir en una geografía fuertemente devastada y controlada por la guerra y sus actores. Frecuentemente el control territorial de la frontera está dividido por áreas: unas con presencia guerrillera, ahora “disidentes”, y otras con presencia de neoparamilitares o bandas criminales. Ambas facciones obligan a la gente a entregar sus territorios para ponerlas al servicio de las economías del narcotráfico. Esto ha generado fronteras invisibles que rompen los lazos de parentesco, socialización y comunicación entre las personas y familias afrodescendientes. Los grupos armados imponen métodos arbitrarios que estructuran y garantizan modelos paraestatales de control territorial, político y económico en las comunidades.

Según narran pobladores locales, a finales de la década de los noventa, los grupos paramilitares que llegaron a la zona de frontera impusieron parámetros de control espacial que restringían los movimientos rutinarios de las personas sobre sus espacios, principalmente, ejercían una vigilancia en el “monte” para cuidar los cultivos de coca y fabricación de pasta de cocaína. La zona del río Mira fue fragmentada en diferentes espacios con presencia de grupos guerrilleros, paramilitares y algunos mandos de las Fuerzas Militares del país. Las familias y personas sentían temor de cruzar de una vereda a otra, la incertidumbre de no saber qué bandos operaban en cada una restringía sus actividades de intercambio y comercialización de productos. Es necesario indicar que estos parámetros de control espacial no son fijos, pues la fluctuación del poder territorial a través de confrontaciones militares hace que la situación concreta del control territorial pueda ser re-mapeada en cualquier momento (Oslender, 2008). Sin embargo, generan condiciones de confinamiento: la imposición de medidas sobre la movilidad de las personas por sus espacios, el control en el acceso de alimentos e insumos básicos de diferentes comunidades, sin tener la oportunidad de ejercer libremente sus relaciones socioeconómicas, familiares, entre veredas y con su entorno.



Espacios de confinamiento en el río Mira
Dibujo realizado por Vitalia. Memorias de trabajo de campo, enero 2016

El río Mira: una ruta del narcotráfico

Como ya se mencionó, Tumaco es el municipio de Colombia con mayor cantidad de cultivos de coca: 28 mil hectáreas que pueden producir 200 toneladas de cocaína al año. En la última década Tumaco desplazó a Buenaventura como el principal puerto colombiano de salida de cocaína hacia México, Estados Unidos, Europa, Asia y África. En el río Mira hace presencia el Cártel de Sinaloa, con su dinero y armas, ha ganado terreno en la zona. En Tumaco se ha desarrollado la mayor tecnología para la transportación de cocaína, desde lanchas artesanales, barcos, buques y hasta submarinos: Tumaco es el puerto del siglo xxi para las rutas náuticas del narcotráfico. Un reporte de inteligencia de la Policía Nacional de Colombia estima que cada mes salen en lachas por los ríos Mira y Patía al menos diez toneladas de cocaína pura con destino a mercados internacionales. ¿Quiénes son los trasportistas?, con frecuencia, jóvenes de las veredas ribereñas. En palabras de Lucía Angulo, habitante local, “es difícil que un joven en Tumaco le diga ‘no’ a los criminales que le ofrecen ser sicario con un sueldo de 200 dólares al mes o viajar con cocaína. Los jóvenes en este pueblo no tienen más opciones, la pobreza y la falta de oportunidades los hace presa fácil de los delincuentes” (Lucía Angulo, comunicado personal, 12 de diciembre de 2018).

En su libro Mares de cocaína. Las rutas náuticas del narcotráfico (2014), la periodista mexicana Ana Lilia Pérez realiza una exhaustiva investigación acerca de cómo opera el tráfico de drogas a nivel mundial. Según esta autora, los puertos del Pacífico colombiano están controlados por el Cártel de Sinaloa y Los Zetas, como dueños de muchas embarcaciones pesqueras y flotas navales marítimas completas que desde puertos colombianos envían toneladas de cocaína a diferentes lugares del mundo. Pérez los define como capitanes de mar y tierra, no solamente por el control de las rutas náuticas, sino también terrestres. La presencia de cárteles mexicanos en colaboración con socios colombianos que ayudan con los cultivos de la hoja de coca y laboratorios para su procesamiento ha expandido las rutas de la cocaína a países del continente africano como Guinea. Estamos ante una economía trasnacional que es controlada por los cárteles y las bandas criminales, y que cuenta con el apoyo de políticos, congresistas, militares y agentes de aduana. Esta economía en expansión controla la vida de las comunidades afrocolombianas que habitan en los puertos costeros, zonas ribereñas y barrios de baja mar.

El paralelo 10, la autopista de los narcos: comienza 10 grados al norte del plano ecuatorial de la Tierra. Desde su zona cero, en el continente americano (considerando que Sudamérica es la zona cero de la cocaína), si se recorriera en dirección Este como autopista en línea recta, cruzaría Costa Rica, Colombia, Venezuela, Guinea, Costa de Marfil, Burkina Faso, Ghana, Togo, Benín, Somalia, India, Birmania, Tailandia, Vietnam, Filipinas y Micronesia hasta las Islas Mashall, en el punto más remoto del Pacífico. Es el paralelo 10.

A este vasto punto lo bañan tres océanos: el Pacífico, el Atlántico y el Índico, y numerosos mares y bahías de los cinco continentes. Porque esta ruta marítima ofrece un amplio abanico de posibilidades para viajar hacia cualquier lugar del mundo por aguas con escasa vigilancia y mínimas posibilidades de detención, es la favorita de los narcotraficantes. (Pérez, 2014: 333)

El paralelo 10 se conecta además con el río Mira y el océano Pacífico. En esta ruta los cárteles mexicanos y colombianos han establecido conexiones para el tráfico de drogas con grupos delictivos de Mozambique, Congo, Ghana y Nigeria (Pérez, 2014). Por cada cargamento de cocaína que sale por el océano Pacífico a los mercados internacionales los transportistas tienen que pagar el “derecho a piso”; un esquema creado por grupos paramilitares denominado “impuesto por gramaje” en el que por cada kilogramo de cocaína que los cárteles sacan por las costas y puertos marítimos y fronterizos deben pagar un “impuesto” en dólares.

Quisiera detenerme por un momento en los efectos del “impuesto por gramaje” o “derecho a piso” sobre el sistema de lugares de las comunidades afrocolombianas. En el río Mira y la costa del Pacífico la gente ha construido conocimientos y organizado la vida social y económica en prácticas de producción espacial de los espacios acuáticos y recursos naturales. Gran parte de la población tumaqueña crece y se socializa bregando en los ríos y en el mar. Como hemos visto, las lanchas y canoas son un medio de trasporte para la comunicación no solamente en el espacio local, sino también trasnacional. Estas tecnologías son el único medio de transporte de comunidades enteras que viven en el espacio ribereño. Por otra parte, retomando a Hoffmann (2007), los apellidos, el compadrazgo y el lugar de origen constituyen un sistema de diferenciación cultural entre veredas vecinas. La referencia al río: “soy del Mira”, “soy del Patía”, “soy del Mejicano”, además de mostrar una referencia territorial, también da cuenta de una referencia comunitaria. Por tanto, el acaparamiento de esta espacialidad por parte de los grupos armados y cárteles del narcotráfico controla y restringe las trayectorias históricas de las comunidades por los ríos y el mar, en otras palabras, hacen de ellas rutas del narcotráfico.

Los jóvenes de las veredas ribereñas conocen bien las rutas fluviales que conducen a las áreas de las costas planas, los deltas de los ríos y manglares, que a su vez están compuestos y conectados por numerosos esteros en los que frecuentemente las comunidades tienen sus fincas sembradas con cultivos tradicionales. El conocimiento de estos jóvenes sobre estos espacios los convierte en objetivo de ser reclutados por narcotraficantes. De esta manera, el espaciovivido (el espacio de la experiencia material que vincula la realidad cotidiana) es un espacio que deviene en instrumento del narcotráfico. Siguiendo a Lefebvre (2013), el espacio dominante de toda forma de capitalismo, con sus relaciones de producción y explotación de los recursos naturales y grupos sociales, es el espacio abstracto, el espacio instrumental. El mismo transita en el entre-medio del espacio vivido que no desaparece, pero que se ensambla con un nuevo espacio que se engendra en su interior y busca la segregación de territorios y poblaciones. En el espacio abstracto-instrumental, grupos armados, bandas criminales y narcotraficantes dominan los trayectos de las personas por los ríos, los manglares y el mar. De manera específica, los manglares se convierten en centros de acopio de armas y laboratorios para la producción de cocaína, lo cual abarca desde la disposición de la tierra para los cultivos ilícitos, hasta su trasporte y su distribución en el exterior por ríos y costas.

La “espacialidad de las violencias”

La instalación continua de violencias en una región por parte de grupos armados reconfigura los paisajes locales en nuevas representaciones impregnadas de miedos, angustias y percepciones de terror por parte de las personas que habitan dicho espacio. De acuerdo con Oslender (2008), los recuerdos de las masacres, asesinatos colectivos, desplazamientos forzados y hostigamientos quedan impresos en los imaginarios de las personas y también de manera material en el paisaje, lo que implica una reconfiguración de sus territorios como una “espacialidad de las violencias”. En la frontera colombo-ecuatoriana la “espacialidad de las violencias” se manifiesta en veredas vacías (o vaciadas) creadas cuando los pobladores son desplazados forzosamente, cuando son obligados a entregar sus territorios para los cultivos de coca, cuando huyen por amenazas o miedos a ser asesinados o cuando son hostigados por los grupos armados que hacen presencia en la zona. En el testimonio de Samira, una joven de 17 años que ha sido desplazada junto con su familia en dos ocasiones por grupos paramilitares, podemos observar cómo opera la “espacialidad de las violencias”.

Detrás de la casa que está en la otra orilla del río hay un cementerio. Allá entre los arbustos del manglar están enterrados toda la gente que asesinaron los paramilitares. Cada vez que mataban a alguien venían a las casas a prestar machete y hachas para desmembrar los cuerpos, algunos los tiraron al río, otros los enterraron manglar adentro. La gente del pueblo ya casi no va para allá. Los que se creen muy valientes van de vez en cuando a sacar conchas. Algunos dicen que escuchan voces, como si fueran almas que estuvieran penando, otros aseguran haber visto espantos y sienten que al caminar los están persiguiendo (Samira, comunicación personal, 11 de enero de 2015).

Samira tiene 17 años. Aprendió a remar a canalete a la edad de 4 años. Ella dice ser una “culebra en el río” por su destreza en las aguas y sus conocimientos de las trochas que conectan con esteros donde abundan las guaguas, peces pequeños que son atrapados con anzuelos y carnada de chame. Hace 11 años, Samira vivía junto con sus padres y tres hermanos en la orilla del río, precisamente en aquella casa que en su parte trasera y entre mangles, montes y arbustos se esconde el cementerio que dejaron los paramilitares. Esas tierras les pertenecían a sus pueblos paternos de quienes heredaron la vocación para sembrar cacao y plátano. La familia Martínez y los Nazareno también tenían tierras que colindaban con la de los abuelos de Samira. Cuando llegaron los paramilitares al pueblo, su familia se mudó a vivir a la casa de su tía María, ubicada en la parte alta de la vereda. Recuerda que en horas de la mañana un grupo de diez hombres altos y blancos, uniformados y con armas tocaron la puerta de su casa y advirtieron a sus padres que tenían una hora para desocuparla. Apenas tuvieron tiempo para hacer maletas, guardar algo de ropa y las herramientas de trabajo de su padre: atarrayas, anzuelos, machetes y botas. Salir de ahí era impostergable. En el relato de Samira:

Las horas siguientes lo dijeron todo. Los paramilitares llegaron por docenas. Eran aproximadamente 300 hombres, algunos se quedaron en nuestra casa, otros armaron pequeños cambunches en la parte trasera de la azotea.

Desde aquel momento la vida de Samira y su familia cambió. Sus tierras pasaron de ser el lugar en el que se cultivaban árboles y plantas para el consumo diario y la venta de frutas en veredas aledañas, a convertirse en testigo de las masacres cometidas por los paramilitares. Las masacres eran todos los días. Los paramilitares recorrían las veredas cercanas, caminaban con lista en mano, buscando a los jóvenes que supuestamente eran ladrones o informantes de la guerrilla, una vez identificaban a sus víctimas se los llevaban al “matadero”, como ellos mismos le apodaron al lugar.

El eco de los gritos de la gente que era masacrada se escuchaba de orilla a orilla, también el sonido de las motosierras y machetazos cuando desmembraban los cuerpos. En ese instante de violencia nadie salía de sus casas. La gente de la comunidad empezó a sentir miedo de esas tierras. Este lugar se convirtió en un sitio de muerte, de ejecución.

Para Samira, las voces que dicen escuchar quienes han frecuentado en los últimos años este lugar son los espíritus de las personas que fueron asesinadas: “Las familias de esos muertos ni siquiera se deben de imaginar que sus hijos están enterrados en estos manglares. Esos espíritus no van a descansar hasta que sus familiares los encuentren, por eso están penando”, dice Samira.

La “boca del muerto” es el lugar de las ausencias y los miedos que se han instalado en el imaginario colectivo de la comunidad por medio de apariciones y voces. El manglar es testigo de las atrocidades de la guerra y la reconfiguración de la naturaleza que pasó de ser el lugar de las vivencias cotidianas y economías tradicionales a convertirse en una gran “fosa común”.

El anterior testimonio evidencia que la violencia ejercida por los grupos armados se manifiesta en una tentativa de desterritorializar cultural y físicamente a las comunidades. Las estrategias de sobrevivencias de las comunidades afrocolombianas por mantener una autonomía alimentaria en medio de cultivos de coca, así como las formas en que los jóvenes narran sus espacios impregnados de memorias que dan testimonio de la guerra, el dolor y el despojo, ofrecen un marco de interpretación en cómo la frontera colombo-ecuatoriana está siendo redefinida, una cierta combinación de nuevos países, espacialidades y temporalidades, que se caracterizan por una gran diversidad de relaciones sociales y económicas. De esta manera, la “espacialidad de las violencias” entendida como un proceso social y económico de dominación y control de los territorios y comunidades afrocolombianas al tiempo que reconfigura los paisajes locales hace emerger nuevas territorialidades, con sus significados, que a su vez reconfiguran las prácticas cotidianas de las personas en sus espacios, como lugares de las ausencias, antes habitados, ahora fracturados, por un “régimen de miedo y el terror” impuesto por los grupos armados.

Ahora bien, las vivencias y reconfiguraciones de los territorios no se limitan al espacio local, sino también trasnacional. En el siguiente apartado se describen las experiencias de afrocolombianos en Ecuador.

Viajes y retornos

Hace cinco años Ricardo Nazareno llegó a Ecuador en busca de refugio. Nacido en una de las veredas del río Mira, a la edad de diez años se desplazó junto con su familia a la vereda Bocana Nueva, su padre se dedicaba principalmente a la pesca; la cercanía de la Bocana Nueva con el océano Pacífico favorecía las actividades pesqueras de su padre. Ricardo trae a la memoria recuerdos de su infancia, entre manglares y montes, acompañaba a su mamá a recolectar plantas medicinales, plátano, cacao y coco para la comida diaria y la venta en poblados cercanos de Ecuador. Ricardo recuerda que desde muy niño y en gran parte de su juventud se sentía ecuatoriano: “Con mi madre veníamos casi a diario a Ecuador, a vender coco y pescados […] eran tan frecuentes los viajes que uno se sentía ecuatoriano. A Tumaco poco subíamos, ya que allá no rinde mucho la venta y nos quedaba el trayecto mucho más lejos en comparación con Ecuador”.

A la edad de 30 años comenzó a cultivar la hoja de coca junto con su padre. En sus palabras:

Nosotros no conocíamos la coca. La conocí por primeva vez porque un amigo que estaba vinculado a un grupo guerrillero me invitó a cultivarla, dijo que era el negocio que cambiaría mi vida. Al principio ganábamos mucho dinero. Con mis primeras raspadas compré un motor y se lo regalé a mi padre para que se trasladara con mayor facilidad a pescar. Mi padre llevaba 55 años como pescador, siempre en canoa y canalete. Navegar estos ríos a punta de canalete es un trabajo muy difícil, la gente lo hace por la pura necesidad (Ricardo Nazareno, comunicado personal, 15 de diciembre de 2017).

Con la compra del motor, el padre de Ricardo podía viajar con mayor comodidad a los poblados cercanos y fronterizos a vender sus productos. Durante ocho años Ricardo vendió la hoja de coca a grupos paramilitares. Recuerda también que participó en los laboratorios para la producción de pasta de cocaína.

Cuando uno trabaja en las cocinas de los grupos armados la paga es mejor. Para ese entonces yo me ganaba por cada kilo de pasta de cocaína cerca de mil dólares. Mi plan era comprar electrodomésticos para la casa y ahorrar, porque no quería que mis hijos crecieran en ese monte; la vida allá es muy hostil. Uno como padre aspira que sus hijos vayan al colegio y si ya es decisión de ellos, también a la universidad. En el río sólo hay montes y zancudos, no hay más posibilidades para los muchachos (Ricardo Nazareno, comunicado personal, 15 de diciembre de 2017).

Recuerda que una tarde mientras se tomaba unas cervezas en uno de los bailaderos cercanos a la vereda, un amigo lo invitó a venderle la hoja de coca a la guerrilla de las farc, el pago era más rentable en comparación con los paramilitares. Ricardo accedió. En la siguiente cosecha, como era de costumbre, hombres paramilitares llegaron a su finca a comprarle la cosecha; él les comentó que la cosecha estuvo mala y que estaba esperando que las matas crecieran más. Los paramilitares no contentos con su respuesta preguntaron a vecinos si grupos guerrilleros estaban comprando coca en la zona. Algunas personas por miedo a represalias les confirmaron que efectivamente la guerrilla de las farc estaba enviando a sus hombres a comprarles la hoja de coca.

Al día siguiente los paramilitares regresaron a mi finca. Amenazaron que si no les decía la verdad quemarían todo el pueblo. Con mucho miedo les confesé que el producido de ese mes se lo vendí a un grupo guerrillero. Me dieron 24 horas para salir de la vereda, de lo contrario me matarían. Ese día las horas se convirtieron minutos, mi mujer me arregló un maletín con ropa, tomé mi lancha y salí huyendo para San Lorenzo. A una semana de estar acá, me llegó la noticia que habían matado a mi hijo mayor. Gente de la comunidad les informó que mi hijo también le estaba vendiendo el producido a la guerrilla. Lo agarraron en su finca, me lo mataron (Ricardo Nazareno, comunicado personal, 15 de diciembre de 2017).

En el testimonio de Ricardo, la movilidad trasnacional de afrocolombianos parte de dos disyuntivas: primero, los procesos de dislocación y pérdida del territorio de “origen” que obligan a la gente a migrar hacia San Lorenzo, Ecuador. En este lugar las personas viven experiencias de discriminación y exclusión, y cada vez más son vistas como “una amenaza y molestia política”. Segundo, en la experiencia cotidiana en el “nuevo” hogar las redes de parentesco se convierten en el espacio de acogida y ayuda para la adaptación en la sociedad receptora. En estas dos disyuntivas la desintegración familiar y dispersión de las comunidades constituyen el núcleo central de la fractura entre lo emocional y lo económico de la vida cotidiana en el espacio fronterizo.

A modo de conclusión

Un rasgo central de la vida fronteriza entre Colombia y Ecuador es su heterogeneidad, marcada por la diversidad de trayectos y desplazamientos de las personas en el espacio local y trasnacional. Esta frontera tiene una porosidad con marcadas desigualdades y diferencias, donde la colindancia y heterogeneidad de las comunidades afrocolombianas están impregnadas de conflictos sociales y económicos que no sólo redefinen las prácticas sociales y representaciones colectivas de estas comunidades sobre la frontera y sus espacios, sino también transforman sus paisajes y territorios en nuevas temporalidades que hacen visibles los significados y las consecuencias de las violencias armadas y economías del narcotráfico. La frontera es el escenario de la guerra, el despojo de tierras y territorios, los desplazamientos forzados; pero también es el escenario de las memorias colectivas que evocan el pasado como un punto de referencia para dar cuenta del cambio cultural que ocurre con las nuevas generaciones en los ríos.

Importante es resaltar cómo la penetración del narcotráfico no sólo se ha acentuado el proceso de concentración de la tierra, lo que dificulta el funcionamiento de las economías tradicionales y el funcionamiento del comercio entre veredas, sino también es el principio o resultado de las aspiraciones de los jóvenes, como una “posibilidad” ante las carencias y desigualdades sociales en las que se encuentran.

Las comunidades afrocolombianas producen el sistema de lugares. No obstante, esta espacialidad es constantemente controlada por otros grupos sociales (grupos armados y cárteles del narcotráfico) que fragmentan el sistema de lugares e imponen su dominación como una “espacialidad de las violencias”, y reconfiguran la realidad social y cotidiana de las comunidades en representaciones y vivencias del miedo. En estos contextos el espacio vivido es reapropiado por las nuevas generaciones como un producto aislado y fracturado de los procesos históricos de su producción.

Una cuestión resulta insoslayable en los procesos de cruce fronterizo: la salida constante de jóvenes y adultos que dejan el país en busca de mejores condiciones de vida. De manera particular, en estas personas el peso central de la movilidad hacia Ecuador sigue descansando en la ausencia de expectativas y oportunidades para crear un proyecto de vida en Colombia. Sin dejar de reconocer que la presencia de afrocolombianos en Ecuador es un fenómeno histórico, que incluye motivaciones familiares, comerciales y de amistad. No obstante, los flujos de migración contemporáneos se ensamblan además con las violencias armadas, los despojos y las economías del narcotráfico, que no son el fin último, constituyen tan sólo el eslabón de un gran proceso de nuevas trayectorias y construcción de territorialidades. Estos ensamblajes transforman abruptamente a la frontera en una espacialidad de las violencias, reconfigurando los contextos comunitarios, las redes familiares y los vínculos de las personas con sus lugares.

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Notas

[1] Estos grupos se disputan el control de los cultivos de coca para la producción y envío de cocaína, la cual es sacada del territorio, ya sea por el mar Pacífico o la frontera con Ecuador.
[2] La vereda es el área geográfica de asentamiento en la que las familias construyen casas “palafíticas” en áreas de tierra firme y protegidas de las crecientes del río y de las mareas máximas, empleando plataformas levantadas sobre pilotes para separarlas del suelo (Mosquera, 2001). En la zona rural del municipio de Tumaco, como en Buenaventura o Quibdó, la conformación de veredas a partir de la arquitectura palafítica construye y moviliza valores culturales y costumbres relacionadas con las modalidades cotidianas de habitar y apropiar el espacio.
[3] Ciclos del capital extractivo en la región Pacífico: 1) desde la Colonia, mediante la introducción de una economía minero-esclavista, las rutas y explotación y salidas del oro, hasta finales del siglo xix; 2) el transcurso del XX, con la explotación de maderas finas, tagua y caucho, y 3) nuevamente la minería, que se extiende hasta la actualidad junto con los cultivos de palma africana para la producción de biodiesel (Escobar, 2010).
[4] Desde la expedición de la Ley 70 de 1993 hasta la actualidad se han reconocido en Tumaco quince consejos comunitarios que a su vez están confederados en la Red de Consejos Comunitarios del Pacífico Sur (Recompas); entre ellos el consejo comunitario Bajo Mira y Frontera integrado por 49 veredas y un promedio de 8,029 personas. Los consejos comunitarios son reconocidos con personalidad jurídica, los cuales tienen entre sus funciones las de administrar internamente las tierras de propiedad colectiva que se les adjudique; delimitar y asignar áreas al interior de las tierras adjudicadas; velar por la conservación y protección de los derechos de la propiedad colectiva, la preservación de la identidad cultural, el aprovechamiento y la conservación de los recursos naturales; y hacer de amigables componedores en los conflictos internos factibles de conciliación.
[5] Arbusto que crece en el manglar.
[6] La “locomotora del desarrollo” en Colombia despega con las reformas neoliberales de la década de 1990, y se fortalece con el nuevo código minero de 2001 y los siguientes dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe (2002-2010). Durante el gobierno de Uribe, la inversión extranjera en el sector minero-energético aumentó de 42 a 67% del total de la inversión extranjera directa (Banco de la República).


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