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Encrucijada de estrategias políticas y trayectorias de expulsión en Tijuana
Alejandro Agudo Sanchíz
Alejandro Agudo Sanchíz
Encrucijada de estrategias políticas y trayectorias de expulsión en Tijuana
Crossroads of Power and Trajectories of Expulsion at Tijuana
Iberoforum. Revista de Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana, vol. XIV, núm. 27, pp. 77-110, 2019
Universidad Iberoamericana, Ciudad de México
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Resumen: Hay diversas formas de emplear la frontera como herramienta para la comprensión de coyunturas sociopolíticas contemporáneas. Las fronteras, a través de las cuales se produce la expulsión de cada vez más personas, resultan heterogéneas, a menudo distintas de los límites clásicos entre los Estados-nación, aunque también capaces de inmovilizar, separar y filtrar. En este trabajo discuto cómo algunos de esos bordes pueden trazarse al interior de la ciudad de Tijuana y atravesar las trayectorias vitales de distintos tipos de desplazados. Éstos pueden ser visibilizados como individuos merecedores de acogida y ayuda solidaria o, por el contrario, excluidos y estigmatizados como delincuentes o vagabundos, de acuerdo con jerarquías conceptuales en las que juegan un importante papel diversas órdenes religiosas, instituciones públicas y organizaciones de la sociedad civil. Por otro lado, algunas de estas instituciones reflejan la situación de “inmovilidad forzada” que afecta a aquellos que se encuentran varados en un lugar no previsto, carente de las seguridades que esperaban encontrar al migrar. Me interesa, en suma, exponer algunas implicaciones de esta dialéctica entre expulsión y contención del movimiento de los expulsados.

Palabras clave:migración en tránsitomigración en tránsito,fronterasfronteras,expulsiónexpulsión,(in)movilidad(in)movilidad,TijuanaTijuana.

Abstract: There are diverse ways of using the border as a framework for understanding contemporary socio-political situations. Ever more people are expelled across heterogeneous boundaries that, while also containing, dividing and filtering out, are often very different from the geographic border in the interstate system. Here I discuss how some of these edges can emerge inside the Mexican border city of Tijuana and run through the life trajectories of different types of displaced persons. Depending on conceptual hierarchies in which diverse religious orders, public institutions and civil society organizations play an important role, migrants can be represented as deserving refugees in need of humanitarian assistance, or stigmatized and excluded as vagrant delinquents. Furthermore, such institutions may reveal the condition of “forced immobility” faced by those who find themselves stranded in unintended destinations, lacking the assurance they hoped for when migrating. In short, I am interested in exploring some implications of this dialectic between expulsion and contention of the movement of those being expelled.

Keywords: transit migration, borders, expulsion, (im)mobility, Tijuana.

Carátula del artículo

Encrucijada de estrategias políticas y trayectorias de expulsión en Tijuana

Crossroads of Power and Trajectories of Expulsion at Tijuana

Alejandro Agudo Sanchíz
Universidad Iberoamericana, México
Iberoforum. Revista de Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana, vol. XIV, núm. 27, pp. 77-110, 2019
Universidad Iberoamericana, Ciudad de México

Dado que sirve al mismo tiempo para establecer divisiones y conexiones ―por ejemplo, entre distintos regímenes de exclusión e ilegalización―, la frontera deja de ser un mero objeto de investigación para convertirse en un punto de vista o “dispositivo epistemológico” que, en palabras de Mezzadra y Neilson (2016: 44), “nos permite realizar un agudo análisis crítico no sólo del modo en el cual las relaciones de dominación, desposesión y explotación están siendo redefinidas en el presente, sino también de las luchas que adquieren forma en torno a estas relaciones cambiantes”. Así, para estos autores, el enfoque de “la frontera como método” incluye investigar las múltiples prácticas mediante las que los migrantes desafían las fronteras en la actualidad. Un ejemplo lo proporcionan las caravanas de miles de centroamericanos que atraviesan México en dirección a Estados Unidos negándose a regularizar su situación en tránsito o a ser conducidos por los agentes mexicanos a los albergues para migrantes.[1] Este caso se suma a otras muchas experiencias de desplazamiento, movilizaciones y luchas en las que se manifiesta la continua tensión entre el reforzamiento y el atravesamiento de fronteras. Podría pensarse en múltiples acciones dramáticas de protesta o en actos de amotinamiento como el de los migrantes que, en abril de 2019, huyeron de la Estación Migratoria Siglo XXI hacia las calles de la ciudad de Tapachula, en la frontera sur de México.

Sin embargo, aunque la frontera y el centro de detención no sean instituciones fijas que priven a los migrantes de la capacidad de rebelarse, no está claro que esas acciones se transformen invariablemente en contiendas que puedan concebirse como auténticos actos de resistencia. Asimismo, los “bordes sistémicos” a través de los cuales se produce la expulsión de cada vez más personas resultan heterogéneos y a menudo distintos de los límites clásicos de los Estados-nación, aunque puedan confluir con éstos de formas complejas (Sassen, 2014: 211-212).[2] La noción de frontera como lugar de contienda no puede disociarse de lo que Mezzadra y Neilson también denominan “la proliferación y heterogeneización de las fronteras en el mundo contemporáneo” (2016: 44). En el primer apartado del artículo doy cuenta de esta heterogeneidad mediante una breve revisión de diversos conceptos de frontera empleados en las ciencias sociales, comentando su idoneidad para comprender la compleja coyuntura en torno a la migración y a las funciones y los efectos de fronteras como la de México-Estados Unidos. Por ejemplo, podemos hablar no sólo de barreras físicas destinadas a bloquear el tránsito de personas, sino además de fronteras temporales como los centros de detención y las embarcaciones retenidas en los puertos. Estas zonas de espera tienen el efecto de ralentizar, filtrar e incluir diferencialmente el tránsito ―a menudo a través de la ilegalización― en formas no menos violentas que las que caracterizan a la expulsión y la exclusión (De Genova, 2005; Mezzadra y Neilson, 2016: 203-255).

Discutiré cómo algunos de esos nuevos límites se trazan al interior de la ciudad mexicana de Tijuana, situada en la frontera con Estados Unidos, y se incorporan en las subjetividades y trayectorias vitales de aquéllos cuyas situaciones de expulsión están íntimamente ligadas a determinadas condiciones sistémicas, por ejemplo, las que afectan a los desplazados por la violencia interna en México y en diversos países centroamericanos. En vista de esas condiciones sistémicas, se ha dicho que la etnografía resulta insuficiente para elaborar nuevas aproximaciones teóricas a la migración y las fronteras: éstas necesitan incorporar las “relaciones sociales indirectas” mediadas por “terceros agentes abstractos” ―ordenamientos jurídicos, cálculos logísticos, fuerzas económicas o narrativas humanitarias― que no son inmediatamente accesibles mediante la “experiencia sensorial directa” (Mezzadra y Neilson, 2016: 32). Por ello, en el segundo apartado de este artículo, discuto la coexistencia de estrategias políticas y formas de poder que operan en algunos de los territorios fronterizos entre México y Estados Unidos, y que moldean la intersección de trayectorias de desplazamiento y expulsión como las que presento en los apartados subsiguientes.

No obstante, las críticas a la inmediatez de la etnografía ignoran que, desde hace décadas, ésta no se concibe en la antropología como algo separado de la economía política (véase, por ejemplo, Wolf, 1987). Precisamente porque necesitan distanciarse de las categorías asociadas de forma exclusiva con el marco del Estado-nación, las nuevas teorizaciones necesitan los estudios de caso histórica y culturalmente contextualizados de la antropología. Destinado en gran parte a elaborar estos estudios mediante la recopilación de historias migratorias en distintas etapas del tránsito, el trabajo de campo en que se basa este artículo se llevó a cabo en diversos espacios como los albergues y las escuelas a las que asisten hijos de migrantes, así como en eventos organizados por varias instituciones públicas y civiles en Tijuana y otras ciudades fronterizas como Tecate.[3] Las historias recogidas mediante la etnografía multisituada ponen de manifiesto rasgos sociales significativos de los hechos narrados, los cuales pueden discernirse mediante el enfoque en “trayectorias” ―esto es, secuencias de posiciones sociales ocupadas por los individuos a lo largo de sus vidas, junto con las cambiantes definiciones que estos tienen de sí mismos en distintas etapas (Taylor et al., 2016: 194). Importante para explorar las experiencias microhistóricas (individuales) dentro de un marco macrohistórico, la recopilación de estos relatos implica, por tanto, la identificación de los periodos críticos que moldean las propias perspectivas de los protagonistas. Los significados de ser tachado de “migrante ilegal”, por ejemplo, pueden cambiar conforme la persona transita por lugares caracterizados por diversos regímenes migratorios y contrastantes respuestas de la población de acogida. Destacando importantes acontecimientos y experiencias vividas, el narrador puede evocar cómo pasó de ser un trabajador indocumentado en los Estados Unidos a ser deportado y convertido en residente forzado en un lugar no previsto.

En suma, este método expone a menudo la fricción entre conceptos y una heterogeneidad de situaciones concretas que requieren “adoptar el punto de vista del migrante”: mientras que la práctica etnográfica no se trata únicamente de la perspectiva emic del sujeto de la investigación, es desde ese punto de vista subjetivo “que la densidad temporal y la heterogeneidad de la frontera pueden ser discernidas” (Mezzadra y Neilson, 2016: 255). Este enfoque permite prestar atención a las posiciones, figuras subjetivas y prácticas cotidianas específicas mediante las que los migrantes conviven con los efectos de la frontera, exponiendo una serie de divisiones y límites internos en constante reorganización. Por ejemplo, distintos tipos de deportados y desplazados pueden ser visibilizados como personas merecedoras de acogida y ayuda solidaria o, por el contrario, estigmatizados como delincuentes y vagabundos. Como propongo en el tercer apartado de este artículo, el establecimiento de taxonomías retroalimenta al tiempo que refleja el importante papel desempeñado por diversas órdenes religiosas, organizaciones de la sociedad civil e instituciones públicas orientadas a la atención al migrante.

Por otro lado, estas instituciones pueden detener o ralentizar el desplazamiento de aquéllos que se encuentran varados en un lugar no previsto y carente de la seguridad que esperaban encontrar al migrar. Las fronteras geográficas se superponen a otra clase de límites que atraviesan las vidas de aquéllos cuyo movimiento condicionan, convirtiéndolos incluso en sedentarios en contra de su voluntad. Los apartados cuarto y quinto están destinados a la identificación de estos límites internos que, como los representados por ciertos albergues y otras “zonas de migrantes” en Tijuana, se convierten en espacios localizados de temor, incertidumbre y tensa espera, a menudo bajo la amenaza de grupos dedicados a la trata y la explotación; o en lugares de frecuente visita por parte de otros actores que requieren de la presencia y las experiencias de los migrantes para sus fines. Espero, en definitiva, profundizar mi discusión de algunas de las implicaciones más significativas de la compleja dialéctica entre expulsión, inclusión e (in)movilidad que caracteriza a la proliferación de fronteras heterogéneas en la actualidad.

De las fronteras a las fronterizaciones

No pretendo presentar el concepto de fronteras sociales y alternativas a las del Estado-nación como si fuera una novedad (véase, por ejemplo, el conocido trabajo de Fredrik Barth, 1976, sobre fronteras étnicas). Tan sólo en lo referente a las discusiones sobre migración en México y Latinoamérica, disponemos de numerosos trabajos que ofrecen revisiones de la conceptualización de la frontera y abordan sus distintas acepciones (Álvarez, 1995; Grimson, 2005; Hernández y Campos-Delgado, 2015; Kearney, 2004). Si comenzamos por referirnos sobre todo al sentido político-legal del término “frontera nacional”, veremos que su variabilidad puede apreciarse conforme a cuatro funciones ideal-típicas (Kearney, 2004; Wilson y Donnan, 1998): la frontera demarca el alcance territorial de la soberanía de jure de un Estado y regula sus relaciones con otros Estados y agentes externos no estatales; regula el movimiento de personas, mercancías, capital e información entre territorios estatales; demarca el alcance espacial de un conjunto dado de derechos y obligaciones de ciudadanía; y, como institución determinante en la inclusión y la exclusión, la frontera es finalmente un instrumento para clasificar a las poblaciones de acuerdo con identidades abstractas.

Para Michael Kearney (2004), sin embargo, el poder clasificador de las fronteras tiene lugar no sólo en el sentido de definir, categorizar y afectar las identidades (etnicidad, nacionalidad, raza, género, etcétera) que las atraviesan y que son circunscritas y divididas por ellas; las fronteras afectan asimismo a las relaciones y posiciones de clase de los migrantes, mediante el filtrado y la transformación diferenciales de formas de valor económico que fluyen entre esas identidades. Estos procesos complementarios constituyen para Kearney las misiones de facto de las fronteras y proporcionan un marco adecuado para comprender su importancia política (algo que abordo en el siguiente apartado al discutir las distintas formas de poder que operan en la frontera México-Estados Unidos). Ha de reconocerse, sin embargo, que las funciones de clasificación y filtrado no sólo se llevan a cabo en esta frontera (de donde Kearney extrae los ejemplos para ilustrar su argumento), sino en el mismo territorio de México ―convertido en país-frontera e, incluso, en una “frontera vertical” para los migrantes que lo atraviesan (véase la contribución de Amarela Varela a este número de Iberoforum).

Asimismo, el trabajo de Kearney nos lleva a reflexionar sobre la medida en que las fronteras son constructos políticos, legales y culturales. Partiendo del concepto de frontera como “espacio socialmente construido” de las geografías crítica y humanista, Arriaga Rodríguez (2012: 85-91) discute tres tesis de manera general: la frontera como producto del sistema social, configurada por relaciones de poder (a partir de las ideas de autores como Harvey, 1973, y Lefebvre, 1974); la frontera como espacio poscolonial, producto de múltiples espacialidades y prácticas vinculadas con distintos periodos y proyectos de dominación imperialista (Zusman, 2006); y la frontera como espacio simbólico, percibido y representado de maneras contrastantes por diversos grupos sociales (Curry, 2002). Mezzadra y Neilson combinan estas perspectivas críticas en La frontera como método (2016), cuya propuesta central de emplear la frontera como vía de entrada epistémica implica no sólo mostrar la existencia de fronteras más allá del Estado-nación, sino observar los procesos y relaciones mediante los que esas fronteras se crean constantemente. Este enfoque en los procesos de fronterización será importante aquí para examinar el papel de distintos actores en la construcción de límites conceptuales y sociales en Tijuana.

Ensamblajes de poder en la frontera entre México y Estados Unidos

Sucesivas crisis, reorganizaciones y ajustes espacio-temporales en la acumulación y diversificación del capital se han vinculado de manera creciente con una economía general de la deportación y la expulsión, produciendo “poblaciones residuales” cada vez más numerosas para las que la fuga y el refugio se convierten en la condición principal (Mezzadra, 2005). La respuesta a este proceso ha consistido a menudo en una intensificación de la securitización de la inmigración en Europa, Australia y Estados Unidos (De Genova, 2010a; 2010b). Ello ocurre en un contexto en el que la regulación del comercio y las economías nacionales están siendo debilitadas y gobernadas por organizaciones supranacionales como la propia Unión Europea, mientras que otras formas de regulación estatal, como la vigilancia fronteriza o el mantenimiento del orden público, son reforzadas incluso de forma agresiva (Sharma y Gupta, 2006: 22).

Desde la década de 1990, el gobierno de Estados Unidos había venido endureciendo los controles migratorios, implementando estrategias de seguridad que se tornaron aún más restrictivas tras los ataques terroristas de septiembre de 2001.[4] Entre esta fecha y 2004, más de 4.7 millones de personas fueron forzadas a abandonar el país “por razones de inmigración” (Bhabha, 2009; véase también Neuman, 2006: 611, sobre la arbitrariedad de los procesos de deportación y adjudicación de asilo). A partir de 2008, con la crisis financiera internacional y el concomitante declive del mercado laboral en Estados Unidos ―principalmente en los sectores de la construcción y las manufacturas, donde se empleaba el grueso de la población inmigrante―, la administración del presidente Barack Obama emprendió una agresiva política de deportaciones. Con alrededor de 2,500,000 personas deportadas hacia el final de su administración, Obama superó con creces las cifras de cualquier otro presidente en la historia de ese país. El caso de los centroamericanos, sin embargo, muestra cómo esta política es aplicada también por el gobierno de México. Durante los tres primeros trimestres de 2015, los hondureños, guatemaltecos y salvadoreños repatriados en avión desde territorio estadounidense sumaban 55,744, mientras que los centroamericanos expulsados de México en el mismo periodo fueron 118,000.[5] En 2016, la cifra de centroamericanos deportados desde México ascendió a 143,226.[6]

Un problema adicional es que la pauta marcada por Estados Unidos intensifica la creciente criminalización de la migración. Durante su campaña electoral en 2016, Donald Trump prometió deportar a 11 millones de “inmigrantes ilegales”. Ya electo, aseguró que expulsaría a cerca de un millón de personas que representaban una amenaza para Estados Unidos. No obstante, sólo un ínfimo porcentaje (0.01%) de los procesos de deportación iniciados en 2016 en aquel país correspondió a causas vinculadas con amenazas a la seguridad nacional, mientras que 45.21% de esos procesos fueron emprendidos por cargos migratorios como el vencimiento de visas, y 40.73% por haber entrado sin pasar por una inspección, lo cual es una infracción civil pero no un crimen.[7] Dada la arbitrariedad con que se define a las personas “con problemas criminales” priorizadas para la deportación, la inmigración termina convirtiéndose en un crimen en sí.

Los migrantes son dehecho criminalizados mediante la vigilancia, las detenciones y los procesos a que son sometidos “como si” fueran criminales, lo cual lleva a Thomas Nail (2013: 119) a concluir que las barreras físicas en la frontera entre México y Estados Unidos existen precisamente como parte vital en la producción disciplinaria del migrante obediente, persistente (en sus intentos por saltar el muro) y capaz de soportar las penurias y peligros como los que, por ejemplo, encontrará en los lugares de trabajo de las empresas que se benefician de la contratación de indocumentados.[8]

De forma similar, otros autores se han referido a una inclusión activa a través de complejos procesos de ilegalización (De Genova, 2005), vinculados con las dinámicas de los mercados laborales y los flujos transfronterizos. En su argumento sobre el intercambio desigual de valor como función clave de las fronteras, por ejemplo, Kearney (2004: 147-148) sostiene que el endurecimiento de políticas migratorias es de hecho ventajoso para los empleadores estadounidenses, pues la ilegalidad contribuye a mantener bajos los salarios, crea una fuerza de trabajo dócil y reduce el importe de algunos productos de consumo, además de transferir a México ―mediante la deportación― los costes sociales implicados para los migrantes. Estos procesos son los que quedan ocultos tras el violento show ritualista del reforzamiento de fronteras y la exclusión “eficaz” de los —de otro modo “incontrolables”― movimientos migratorios (Andreas, 2009: 143-144; véase también Heyman, 1998).

Es preciso no subestimar la capacidad de las barreras físicas, (para)militares y policiales para contener, excluir e incluso asesinar migrantes. Al igual que los centros de detención y los campos de refugiados, sin embargo, los muros fronterizos “necesitan ser analizados no sólo desde la perspectiva trascendental del poder soberano y de sus excepciones” (Mezzadra y Neilson, 2016: 229). Estos autores sostienen que el enfoque sobre la exclusión y la deshumanización, privilegiado por muchas discusiones críticas sobre las políticas migratorias, supone en ocasiones una transposición mecánica de los argumentos de la influyente obra filosófica de Giorgio Agamben (1998, 2003). Tales argumentos, “transhistóricos e incluso ontológicos”, no sólo ignoran las prácticas mediante las que los migrantes desafían las fronteras, sino que además tienen poca relación con el modo en que las dinámicas espacio-temporales del capitalismo contemporáneo moldean los límites entre la inclusión y la exclusión (Mezzadra y Neilson, 2016: 228).

Basándose en el trabajo de Michel Foucault y en oposición a las interpretaciones de los “agambenianos”, Thomas Nail presta asimismo atención a las dimensiones más productivas de los ensamblajes de poder que se dirigen a los movimientos migratorios. Este autor sostiene que el muro de la frontera entre México y Estados Unidos no sólo representa la “exclusión soberana de la vida ilegal”, sino que además constituye una de las tecnologías disciplinarias destinadas a crear cuerpos “criminalizados” y, por ello, permanentemente vigilados y dóciles (Nail, 2013: 119). Junto con la prisión y el lugar de trabajo, el muro que se cruza forma parte de una “misma secuencia carcelaria” mediante la que se crea e intensifica la criminalidad de esa falta leve ―la “entrada indocumentada”― que ahora “requiere un infinito re-adiestramiento a través de la reclusión, la vigilancia y el comportamiento disciplinado” en los centros de detención y en las escuelas y los lugares de trabajo que son objeto de redadas (Nail, 2013: 120). Además de producir la criminalización material y discursiva del migrante, el cruce de la barrera física fronteriza marca su entrada en esta red institucional tras haber salido de otro conjunto de instituciones vinculadas con el sistema de pobreza, violencia y condiciones laborales explotadoras que, en México, Nail interpreta como resultados del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, y que, en Centroamérica, podrían verse como consecuencias del auge de las industrias extractivas como la minería trasnacional (Martínez Espinoza, 2019; Middeldorp, 2016).

Consecuente con esta encrucijada de estrategias soberanas y disciplinarias de poder, el migrante ilegalizado ingresa en una modalidad carcelaria de sistema laboral, donde la vigilancia y gestión efectiva de su trabajo corporal es auxiliada por su permanente condición de deportabilidad (Nail, 2013: 120).[9] Incluso aunque parezca una posibilidad remota, la constante amenaza de la deportación ―expulsión de extranjeros del espacio físico, social y jurídico del Estado― es una más de las condiciones disciplinarias de la producción legal de ilegalidad y la precariedad institucionalizada del migrante. Es la deportabilidad, más que la deportación per se, la que ha resultado clave en la reproducción de la fuerza de trabajo migrante como mercancía desechable (De Genova, 2005: 242-249).

Aunque la eficacia disciplinaria del régimen fronterizo erigido sobre el binomio ilegalización-deportabilidad requiere sólo la expulsión de unos pocos (Peutz y De Genova, 2010: 14), el traslado forzoso de migrantes “ilegales” ha alcanzado una escala sin precedentes en el mundo contemporáneo. Desde la era de Obama, Tijuana ha visto un incremento considerable en la llegada de personas deportadas desde Estados Unidos, así como de aquellas otras que emprendieron la huida temiendo la expulsión en un clima político y social de rechazo a los inmigrantes en aquel país.

Junto con los que han sido deportados o están en riesgo de serlo regresa buena parte de sus familias. Cuando muchas controversias que podrían corresponder al “derecho familiar” son reclasificadas como asuntos de “inmigración” y transferidas a las autoridades migratorias de Estados Unidos, los niños-ciudadanos raramente pueden emplear su estatus para determinar el de sus padres: la fractura de las relaciones familiares no está incluida en el criterio de “adversidad extrema” al que pueden recurrir los solicitantes de exención de deportación. Como resultado, el derecho del niño-ciudadano a la no expatriación termina convertido en los hechos en un estatus degradado (Bhabha, 2009: 209). El objetivo último de esta modalidad de producción de ilegalidad desde las leyes migratorias parece ser el de expulsar también a los hijos de adultos sin “estatus migratorio regular”, al fin y al cabo, ciudadanos de segunda en un contexto marcado por el racismo.

Muchos de los niños que han regresado a México con sus padres nacieron en Estados Unidos o llegaron ahí desde muy pequeños, lo cual significa que terminan en un país del que no conocen ni su idioma ni sus costumbres. Estos niños engrosan la población atendida por el Programa Binacional de Educación Migrante (Probem), el cual tiene sus raíces en una iniciativa conjunta de 1982 entre los gobiernos de México y Estados Unidos para satisfacer las necesidades educativas de las comunidades migrantes de origen mexicano.[10] Además de cubrir la demanda de maestros bilingües requeridos para tal fin, entre los objetivos específicos del programa aún figura el de “fortalecer el conocimiento de la historia, cultura, valores y tradiciones mexicanas en los alumnos de origen mexicano que radican en Estados Unidos”.[11] A pesar de la orientación exclusiva del Probem hacia un movimiento migratorio entre un lugar “de expulsión” y otro “de recepción” (Peña Barquera, 2013: 73), este mecanismo de cooperación binacional desempeña en la actualidad un importante papel al procurar la continuidad educativa de los hijos de migrantes circulares y deportados, quienes pueden necesitar cursar una parte del año escolar en Estados Unidos y otra en México. Estos migrantes se encuentran sujetos a diversas zonas que regulan el tiempo y la velocidad de sus desplazamientos, rompiendo la linealidad progresiva con la que se representan las migraciones y se ocultan las interrupciones y discontinuidades de la espera, el refugio o los imprevistos desvíos y asentamientos. Aparte de que su intención pueda distar de establecerse en Tijuana u otros municipios fronterizos de Baja California, el hecho de que muchas familias migrantes provengan de países tan diversos como Guatemala, Haití o Ghana encaja difícilmente en el objetivo del Probem de proveer escolarización para adaptarse a una “cultura” o un lugar determinados. Para los niños y jóvenes de estas familias, aprender español o conocer los “valores y tradiciones mexicanas” pueden ser recursos menos necesarios tanto en Baja California como en Estados Unidos.

Sería falso decir que los responsables del Probem no se percatan de estos anacronismos, en especial porque gran parte de sus esfuerzos se dirigen a asegurar la inserción escolar de los hijos de deportados y migrantes de diversas nacionalidades. La propia coordinadora del programa en la Secretaría de Educación de Baja California ha reiterado la necesidad de “superar el paradigma de la educación bilingüe y bicultural”, reorientando el enfoque “de lo binacional a lo internacional”.[12] Un problema añadido, sin embargo, es que los docentes mexicanos pueden mostrar escaso entusiasmo hacia los cursos de capacitación impartidos por el Probem para integrar a los estudiantes “extranjeros”, dada la escasez de tiempo y recursos con los que de por sí cuentan. A causa de la arraigada idea de que el deportado es un criminal, el estigma dificulta asimismo la integración de los niños y adolescentes de familias retornadas. Sus problemas de adaptación suelen circunscribirse a patologías en su “personalidad”, por lo que la construcción del “niño-problema” condiciona la relación de los maestros del sistema mexicano de educación pública con estos estudiantes, descontextualizando el fenómeno de la deportación y agravando sus consecuencias.

No obstante, quizás los efectos reales del Probem hayan de juzgarse desde la perspectiva de otras estrategias funcionales. Para el director de una escuela pública en Chula Vista (California), por ejemplo, es importante poder comunicarse con los responsables del Probem para saber si los alumnos que “le faltan” se encuentran en las escuelas atendidas por el programa en Tijuana, Tecate o Ensenada, o si esos alumnos tienen la posibilidad de regresar a Estados Unidos al inicio del siguiente año escolar, sobre todo porque la cantidad de fondos estatales destinados a las escuelas en aquel país se condiciona al número de estudiantes inscritos. No parece desencaminada la idea, expresada por la coordinadora del Probem en Baja California, de que “generamos un impacto educativo en otro país”, y que incluso algunos futuros integrantes de las clases trabajadoras estadounidenses estarían formándose en México.[13]

Esta continuidad de intereses entre los sectores educativos de ambos países está mediada por una red de acuerdos y programas que involucran a diversas organizaciones privadas estadounidenses, como las empresas subcontratadas por el Departamento de Educación del Condado de Orange para capacitar a maestros bilingües, o las ONG que ofrecen talleres de “liderazgo para padres de familia”, consultorías en “desarrollo profesional” y servicios de asesoría y cabildeo ante autoridades públicas a nivel estatal y federal.[14] El objetivo parece ser gestionar de la manera más redituable posible el entorno de la migración ―cuyo fin acabaría con este mercado educativo binacional―, mediante la circulación de lo que de otro modo sería un flujo impredecible de personas.

Respecto de los beneficios económicos derivados de esta “circulación óptima” de poblaciones “flotantes”, Nail localiza una tercera forma de poder en la frontera entre México y Estados Unidos: mientras que la soberanía actúa sobre el territorio y la disciplina sobre el individuo, el biopoder lo hace “sobre el conjunto de la población para maximizar los elementos positivos en un ‘ámbito [cadre] polivalente y transformable’” (Nail, 2013: 123; citando a Foucault, 2004: 22). En este caso, la circulación biopolítica de la vida migrante se refiere a la gestión del entono fronterizo que se beneficia de la perpetua “captura y puesta en libertad” de poblaciones enteras. La trama de actores e instituciones en la que los migrantes deportables se encuentran enredados incluye no sólo a las agencias gubernamentales, sino además a una plétora de organizaciones no gubernamentales, empresas y contratistas privados que se ocupan de la provisión de infraestructura tecnológica (por ejemplo, para la vigilancia fronteriza), del traslado de migrantes y del mantenimiento y la gestión de las instalaciones para el confinamiento y la deportación. El migrante se mueve a través de la frontera en una y otra dirección, de un conjunto de instituciones a otro, obteniéndose una ganancia económica en cada ocasión.

Intersección de trayectorias de deportación y expulsión en Tijuana

La expulsión de familias enteras supone una novedad con respecto al perfil tradicional de los deportados en Tijuana, en su mayoría hombres que, desde la construcción del primer muro fronterizo a partir de 1993 ―como parte de la llamada Operación Guardián―, habían dejado de ser migrantes en tránsito que reintentaban el cruce a Estados Unidos para quedar varados en la ciudad, sin dinero ni documentos: “Por cada 20 deportados, uno termina en condición de indigente. En su mayoría son hombres abandonados, quienes no pudieron regresarse a su pueblo porque llevaban más de 20 años viviendo en Estados Unidos, gente a la que su familia olvidó por motivos diversos… Esas personas, las mismas que cuando vivieron en Estados Unidos enviaron dólares a su familia, en Tijuana son indignos, incómodos”.[15]

Por otra parte, los deportados desde Estados Unidos rivalizan en número con los mexicanos y centroamericanos que llegan a Tijuana buscando cruzar la frontera, muchos de ellos desplazados por la violencia en sus regiones o países de origen. A partir de 2016, a estos flujos se sumaron miles de migrantes haitianos procedentes en su mayoría de Brasil, país a donde habían llegado tras el terremoto que asoló Haití en 2010. Tras la recesión económica brasileña, decidieron continuar su ruta migratoria hacia el norte, en recorridos que se prolongaron durante cuatro o cinco meses hasta llegar a Tijuana y otras ciudades como Mexicali. Ante tal escenario, el gobierno de Obama decidió cancelar las visas humanitarias que había concedido a los ciudadanos haitianos tras el terremoto. A partir de enero de 2017, el acceso a Estados Unidos quedó definitivamente cancelado, e incluso muchos de los que intentaron cruzar la frontera terminaron, deportados, de regreso en Haití.

Este brusco giro en la política de acogida de Estados Unidos generó temor entre los haitianos que, sin decidirse a cruzar la frontera, quedaron varados por miles en Tijuana, carentes de espacios en los que vivir y trabajar. La subsiguiente crisis suscitó un gran apoyo por parte de distintos sectores de la sociedad tijuanense, incluyendo a diversas asociaciones civiles y albergues. Incluso se crearon nuevos grupos dispuestos a proporcionar asistencia a la población haitiana, como los conformados por las ONG y académicos de varias instituciones locales, los cuales se englobaron en el recién creado Comité Estratégico de Ayuda Humanitaria de Tijuana.

Sin embargo, no todos se sumaron al consenso generado en torno a la “emergencia humanitaria” planteada por la presencia imprevista de los hatianos en Tijuana. En mayo de 2017, los responsables del albergue Casa del Migrante, perteneciente a la Congregación de los Misioneros de San Carlos ―más conocidos como scalabrinianos―, me transmitieron su molestia por la excesiva solidaridad mostrada por la sociedad civil local hacia los haitianos, en detrimento de la ayuda requerida por los numerosos deportados que conformaban el grueso de la población desplazada en Tijuana; uno de ellos incluso llegó a atribuir la simpatía despertada por los migrantes procedentes de Haití al hecho de que se trataba de “negritos que hablan francés”.[16]

Muchos haitianos quedaron en principio acogidos en albergues creados expresamente para ellos, como el del Cañón del Alacrán o el también establecido en 2016 por la Primera Iglesia Bautista de Tijuana. El pastor al frente de esta iglesia reconoció saber de otros migrantes centroamericanos y mexicanos, procedentes de Michoacán o Guerrero, presentes en la ciudad, pero confirmó que ese espacio de acogida se había originado a partir de las propias redes religiosas de los haitianos, las cuales convocaron a su iglesia a crear mecanismos de acogida para sus fieles en Tijuana. Para fines de mayo de 2017, este albergue había dejado de funcionar, puesto que la mayoría de los integrantes de la comunidad haitiana había logrado insertarse en la vida laboral de la ciudad y rentar sus propios espacios de vivienda. No es raro que a muchos les ofrecieran trabajo, añadió el pastor bautista, porque

en la ciudad prefieren tener a un haitiano como empleado que a un centroamericano o mexicano. Los haitianos no se roban nada; en cambio, si usted deja una cartera allí, un mexicano se la lleva. El otro día fui a comprar verdura en el mercado Hidalgo, y cuando le voy a pagar el tomate y la cebolla al encargado, que es mexicano, me dice: “no, páguele al haitiano”. El haitiano saca su fajo de billetes y me recibe, tenía su fajo porque él es la caja. Es triste, pero el encargado no le hubiera dado esa confianza a un mexicano.[17]

Diversas experiencias durante el trabajo de campo permitieron corroborar esta percepción local de la población haitiana. Una de las integrantes de nuestro equipo de investigación tuvo la oportunidad de almorzar en una “cocina haitiana” ubicada en la calle Francisco Madero. La administración del negocio estaba a cargo de un mexicano, quien dijo haber contratado a mujeres haitianas “porque ellas, como están en riesgo por su situación, trabajan bastante, hacen caso y no roban nada”.[18] El propio pastor de la Iglesia Bautista de Tijuana relataba que:

yo le decía a nuestro traductor: “estoy preocupado porque los haitianos están aquí en una zona de riesgo, en la zona norte”. Entonces son vulnerables al narcotráfico y a las drogas. El traductor me dice: “mire, patrón, es muy difícil que un haitiano se meta en eso, primera porque es extranjero, segunda porque nuestra cultura no lo permite y tercera, [por] la cultura del haitiano, es muy difícil que esté metido en las drogas, porque las drogas en Haití son muy caras. Todos los ricos, la gente que está en posiciones altas, son los que se drogan, y entonces no venimos con ese hábito, con esa costumbre. Probablemente aquí lo van a agarrar y sí, hay algunos que ya lo han agarrado, pues porque ya se mezclaron con mexicanos, con amigos que les han querido dar droga”.[19]

Estas descripciones revelan no sólo la existencia de diversas fronteras en Tijuana, sino además su proceso de creación. La racialización de los migrantes ―desde la descalificación de los haitianos como “negritos” hablantes de francés a su contraste con los mexicanos poco confiables― influye en la demarcación de diferencias y en la construcción de sujetos merecedores o no de ayuda. Por otro lado, estos procesos de fronterización racial no están desvinculados de la constitución de una “frontera humanitaria” característica de espacios marcados por agudas fricciones y desigualdades en términos de pobreza y riqueza, ciudadanía y no ciudadanía, como el límite entre México y Estados Unidos (Walters, 2011: 145). Contracara de la militarización y el control fronterizo, el surgimiento y la variación en la humanitarización de las fronteras se caracteriza por una diversidad de complejos componentes entre los que se encuentra la economía moral y política de las ONG, las cuales “han de tomar decisiones estratégicas sobre qué problemas publicitarán, cuáles situaciones de injusticia politizarán y cuáles experiencias de sufrimiento humano buscarán aliviar” (Walters, 2011: 146).

Así, ante la incesante afluencia de expulsados de muy distinto cuño y la escasez de espacios o recursos, los responsables de centros de acogida y ayuda humanitaria pueden verse obligados a lidiar con una enorme variedad de experiencias ―migrante, refugiado, deportado, indigente― para, en ocasiones, tratar de diferenciar entre aquellos “que sólo quieren sacar provecho de algo o de alguien” y “quien de verdad tiene necesidad”.[20] A estas distinciones se ha superpuesto una visión favorable —aunque, como vimos, no unánime— de la migración “organizada” de haitianos que viajan en grupo, son “honestos”, hablantes de varios idiomas y poseedores de habilidades profesionales. Como decía en una reciente entrevista el alcalde de Tijuana, Juan Manuel Gastélum, “los haitianos venían con documentos, su visión clara. Lo principal es que llegaron ordenados, llegaron respetuosos, rentaron apartamentos y hacían su propia comida”.[21]

La novedad en este caso es que la representación del haitiano como migrante ejemplar no era empleada contra los individuos deportados, muchos de ellos de origen mexicano, estigmatizados como exconvictos y condenados a engrosar las filas de indigentes o drogadictos que a menudo caen fuera del ámbito de la solidaridad de la sociedad civil. En sus declaraciones, Gastélum comparaba favorablemente a los haitianos con los migrantes centroamericanos de las tres caravanas que, con el fin de obtener visas humanitarias en Estados Unidos, habían empezado a llegar a Tijuana en 2018. El contraste resulta sorprendente si consideramos que, al igual que los migrantes haitianos, los centroamericanos se organizaron en una entidad colectiva, con su propia voz, que decidió transitar como grupo para reducir su vulnerabilidad a lo largo de la ruta migratoria. No obstante, frente a las acciones de apoyo de aquellos que llaman a la solidaridad con los migrantes centroamericanos, éstos han sido recibidos con muestras de xenofobia por una parte de la población tijuanense. Sus expresiones de odio han sido espoleadas por las declaraciones públicas del propio alcalde de Tijuana, en un contexto marcado asimismo por la retórica hostil del presidente Donald Trump. Éste declaró una “crisis de seguridad” en la frontera sur de Estados Unidos y aseguró que en las caravanas había criminales y pandilleros que tenían planeada una “invasión”, instando al gobierno mexicano a emprender el traslado forzoso de los centroamericanos a sus países de origen.

Las instalaciones y centros de acogida donde se concentraron los centroamericanos en Tijuana se convirtieron en objetivos propicios para redadas policiales orientadas a tal propósito. Hacia fines de noviembre de 2018, la policía municipal de Tijuana emprendió una serie de arrestos arbitrarios para poner a los migrantes a disposición del Instituto Nacional de Migración, cuyos agentes trasladaron a los detenidos a centros de confinamiento en la Ciudad de México y en Tapachula con la intención de deportarlos lo antes posible.[22]

(In)movilidad forzada

A pesar de complejizarse mediante nuevas tipologías, el término genérico de “migración” puede resultar cada vez menos útil para entender muchos de los procesos implicados en el establecimiento de diversos tipos de fronteras, límites y bordes (De Genova y Tazzioli, 2016). Como ilustran los procesos de fronterización racial vinculados con los haitianos y centroamericanos en Tijuana, se producen fronteras tanto sociales como cognitivas que se entrelazan con las fronteras geográficas para producir subjetividades, taxonomías y jerarquías conceptuales que inciden tanto en la inclusión como en la exclusión de diversas categorías de migrantes. Así, se habla de nuevas y viejas migraciones y se atribuyen valores diferenciales a los desplazamientos de personas según su nivel socioeconómico, dirección y destino: la migración laboral de profesionales cualificados, a menudo en dirección “norte-sur”, se concibe en términos de movilidad. Por otro lado, se ha trazado una distinción entre la migración laboral y la migración forzada de aquellos que se ven obligados a abandonar sus lugares de origen o de destino por amenazas a su integridad y su vida, por privaciones materiales producidas en contextos de exclusión y por dinámicas de expulsión resultantes de políticas antimigratorias y estigmatización social.

No obstante, de lo anterior se desprende lo difícil que resulta establecer distinciones claras dentro de los modos habituales de teorización y categorización. Las etiquetas burocráticas del “migrante económico” y el “refugiado” ocultan las experiencias compartidas durante el tránsito por países y rutas hostiles, donde los encuentros con contrabandistas, tratantes de personas y agentes de seguridad pública hacen que la amenaza de la ilegalización recaiga tanto sobre los migrantes que buscan trabajo como sobre los que buscan asilo (Mezzadra y Neilson, 2016: 223-224).

Ciertas transformaciones político-económicas globales confluyen en Tijuana con historias particulares de exclusión y desarraigo resultantes de estos procesos, definiendo diversas fronteras que encuentran expresión en las trayectorias vitales de aquellos que se ven obligados a permanecer en la ciudad, esperando un cruce a Estados Unidos que nunca llega. Entre esas fronteras se incluyen por tanto las temporales, extendidas con frecuencia a través y al interior del espacio de los Estados-nación, las regiones y las mismas ciudades, haciendo que la migración esté cada vez más marcada por zonas y experiencias de espera, retención e interrupción que adoptan distintas formas institucionales. Entre ellas se encuentran los filtros de los largos procesos burocráticos para las solicitudes de asilo, así como los albergues y otros centros para migrantes.

Gestionado también por la congregación de los scalabrinianos, el albergue Madre Asunta acoge a mujeres (muchas de ellas con hijos) que han sido deportadas de Estados Unidos o que llegan a Tijuana esperando cruzar hacia ese país. Muchas vienen huyendo de la violencia en sus lugares de origen, ya sea en México (Michoacán, Guerrero, Veracruz) o en Centroamérica (El Salvador, Honduras, Guatemala). Para ellas no hay posibilidad de regresar a sus comunidades, mientras que los controles fronterizos elevan los tiempos y costos del cruce. Las deportadas, por su parte, han de aguardar largos periodos con la esperanza de que su situación legal se resuelva en Estados Unidos antes de atreverse a retornar ahí. El albergue brinda 15 días de acogida, un plazo que puede extenderse en espera de que las mujeres que deciden quedarse en Tijuana consigan trabajo y un lugar donde vivir. Su situación equivale a lo que una mujer hondureña, hospedada con sus cuatro hijos en el albergue, describió como “inmovilidad forzada”.[23]

Los términos que emplean los propios sujetos para referirse a sus situaciones pueden, así, proporcionar parte del nuevo lenguaje conceptual que necesitamos para desteorizar nuestra comprensión de las fronteras. Como argumenta Sassen (2014: 11), es necesario regresar “a ras de suelo” para capturar los detalles empíricos que nos permitan re-teorizar las condiciones extremas que subyacen a las experiencias de migración y expulsión, cada vez más alejadas de las abstractas formas predominantes de medición y clasificación. Los identificados como “desplazados” por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (UNCHR, 2012), como muchas de las mujeres de Madre Asunta, casi nunca regresan “a casa”, porque ésta ha sido arrasada por un terremoto, anegada por la construcción de una represa hidroeléctrica o sustituida por una zona de guerra; los desempleados y desplazados “de larga duración” han sido, de hecho, expulsados de la sociedad (Sassen, 2014: 77, 214-216).

En Tijuana encontramos a Mauricio, un niño de 12 años de nacionalidad salvadoreña, que llegó con su familia buscando una visa humanitaria. Secuestrado por maras en su país de origen, Mauricio fue rescatado por sus padres después de que éstos lograran introducirse por el techo en el lugar donde lo tenían retenido. Como represalia, los mareros asesinaron a sus tíos y abuelos. Tras un largo viaje a través de Guatemala y México, Mauricio y sus padres llegaron a Tijuana con lo puesto —literalmente—, y no sólo a causa de su intempestiva salida de El Salvador: “Todos saben que es mejor viajar sin nada para que los malandros no nos roben en el trayecto”.

Gracias a la asistencia del Probem, Mauricio estudia ahora en una escuela cercana a su nuevo lugar de residencia en el centro de Tijuana, una zona peligrosa donde hace poco entraron a robar en casa de un vecino. Sus maestros aseguran que se ha adaptado muy bien, pero sus padres admiten que vive con miedo a salir a la calle y que a veces no logra dormir, sobre todo desde que “unos malandros” lo asaltaran de camino a la escuela y le robaran su mochila tras propinarle una paliza. El propio Mauricio dirá: “Para poderme mover hay que conocer muy bien las calles, y hay que estar muy informado por los problemas de narcos, muertos, robos, drogas; pero también hay que saber llegar a las maquilas porque allá es donde ofrecen trabajos”.[24]

Estas situaciones tienen un impacto especial en términos de continuidad de la violencia para aquéllos que han llegado recientemente a Tijuana huyendo de la amenaza en sus lugares de origen, buscando seguridad para ellos y sus familias. Para los niños y las niñas de estos hogares, la migración se convierte en una sucesión de miedos e incertidumbres: al temor al secuestro, al reclutamiento forzoso o al asesinato se suma el miedo al robo, al asalto, a la violación. La permuta de unas inseguridades por otras agrava la sensación de inmovilidad forzada que muchas familias migrantes experimentan en Tijuana.

Otro aspecto de esta situación de contención de los expulsados en un lugar inseguro y no previsto es el que muestran aquéllos que son deportados desde Estados Unidos, a menudo tras haber vivido un largo tiempo en aquel país. La historia de Patricia, una mujer de 40 años hospedada en el albergue Madre Asunta, constituye uno de los numerosos dramas familiares desatados cuando los niños ciudadanos, en teoría con derechos contra la deportación, se ven atrapados en complicadas marañas legales mediante las que sus padres pueden ser expulsados del país donde residen.

Patricia relató que había tenido que regresar a México con dos hijos y con su marido cuando éste fue deportado en 2008, dejando en Estados Unidos a otro hijo que ahora tiene 21 años de edad: “Como castigo por la deportación, el juez nos dio diez años de espera en México, y ahorita en 2018 se cumple nuestra condena y ya podríamos pasar”. Sin embargo, ella y su familia se habían visto obligados a pasar el último año de su “condena” en Tijuana tras un infructuoso intento por adelantar su regreso a Estados Unidos mediante la petición de “asilo político”, ya que sus vidas se habían visto seriamente amenazadas en la comunidad donde residían:

Mi esposo, mis hijos menores, un niño de 15 y una niña de 16 años, y yo estábamos en Zacatecas, en un ranchito desde el que me trasladaba todos los días para llevar a mis hijos a la escuela a una comunidad más grande llamada El Rosario, donde también trabajo. Pasó entonces que el jueves llegaron a la casa tres trocas con unos maleantes con pistolas; entonces nos apuntaron con las pistolas y nos tiraron al suelo, y querían armas. Decían que, si no les dábamos las armas, nos iban a disparar uno por uno. Entonces el viernes mi esposo y yo decidimos que íbamos a mandar a nuestros hijos con su hermano mayor a Estados Unidos, porque el día que llegaron los maleantes ellos tenían sus uniformes y me daba miedo que me los fueran a buscar después en las escuelas. Entonces decidimos traerlos y nos venimos de Zacatecas el sábado en la noche y llegamos el lunes en la mañana.[25]

El hijo mayor de Patricia llegó a la frontera desde el lado estadounidense para llevarse consigo a sus hermanos. Antes de ello, sin embargo, se arriesgaron a solicitar ayuda a las autoridades migratorias de Estados Unidos:

Fuimos al consulado americano para ver de qué forma nos podían ayudar. Llegué a la ventanilla y les expuse mi caso, que estábamos esperando, pero queríamos ver si nos podían adelantar el tiempo por el peligro que estábamos corriendo. El tipo me dijo que fuera con una persona y que pidiera asilo político, y pues como uno está asustado, pues no razona las palabras que nos dicen, y pues una oficial nos dijo que fuéramos a la garita y que les expusiéramos el caso a una oficial de migración ahí. Pero pues la garita, tú sabes, no tiene retorno. Entonces fuimos a la garita y luego nos preguntaron qué queríamos, y les dije que íbamos a pedir asilo político, y la mujer me dijo “pásale”, pero pues yo miré de inmediato su actitud y pensé que algo estaba mal. Entonces llegamos ya para entrar y les expliqué a dos oficiales mi caso, y uno era grosero, pero otro más amable, y pues le di las tarjetas de los niños y a ellos sí los pasaron y se fueron con su hermano, pero a mi esposo y a mi nos detuvieron, y ya ni me pude despedir de mis hijos. Entonces nos dijeron que hicimos mal y que íbamos a tener que esperar otros 10 años, pero nosotros estábamos haciendo las cosas bien, pues ésa fue la orientación que nos dieron.

La historia de Patricia muestra cómo la retención y la espera pueden tener lugar tanto en las fronteras entre los Estados-nación como en los límites ocultos en el territorio de lo nacional, los cuales se retroalimentan mutuamente e ilustran parte de las conexiones que es necesario trazar para iluminar la lógica sistémica de estos procesos. El desplazamiento por la violencia interna y la deportación confluyen asimismo en Tijuana e, incluso, en la trayectoria vital de una misma persona como Patricia. Tras haberlos conducido a ella y a su marido de manera confusa, con desgana y malos modos, a través del proceso para la “petición de asilo político”, uno de los oficiales se avino a preguntarles si sabían en qué consistía y les explicó que “un asilo político se otorga cuando tu propio gobierno es el que te está persiguiendo, y en tu caso son criminales”.

Jeff Sessions, el fiscal general de Estados Unidos, anunció en junio de 2018 que reforzaría este criterio como parte de las exigencias de la ley de asilo, aduciendo la necesidad de evitar que los inmigrantes indocumentados abusen del sistema de acogida y de hacer frente al incremento de solicitudes de asilo (de 5,000 en 2009 a 94,000 en 2016). “El estatuto de asilo no proporciona reparación por todas las desgracias”, escribió Sessions en una opinión legal formal, ejerciendo su autoridad para revocar las decisiones de los jueces federales de inmigración: “El mero hecho de que un país pueda tener problemas para vigilar eficazmente ciertos crímenes, como la violencia doméstica o la violencia de pandillas, o que ciertas poblaciones sean más propensas a ser víctimas de un delito, no puede por sí mismo establecer una solicitud de asilo”.[26]

“Y pues entonces cometí un error grande —según concluía Patricia—, pero el oficial nos ayudó y nos dejaron ir para que pudiéramos esperar el tiempo que nos falta para poder entrar formalmente... Y pues, aunque me da miedo, nos vamos a tener que quedar en Tijuana mientras esperamos a que pase el tiempo. A Zacatecas no podemos volver porque corremos riesgo, y tampoco podemos denunciar porque la policía está con los mismos maleantes”.

La avalancha de peticiones de asilo recibidas en Estados Unidos durante la última década coincide con un periodo de extrema violencia iniciado en 2007, cuando el expresidente Felipe Calderón declaró la llamada “guerra contra el narcotráfico” en México. La guerra civil virtual desatada por los enfrentamientos entre fuerzas federales y grupos criminales, las disputas de estos entre sí y los ataques que perpetran contra la población no cubren, sin embargo, los obsoletos parámetros establecidos por el derecho internacional para reconocer la existencia de un conflicto armado interno: en México no existen ni “dos ejércitos” ni un “ejército contra insurgente” (Arratia, 2016). A partir de esta categorización, la violencia privatizada que ejercen diversos grupos criminales —a los cuales imitan y en los cuales se confunden actores armados estatales— es más difícil de comprobar que la persecución política. Esta circunstancia se ha empleado como justificación para rechazar muchas peticiones de asilo de solicitantes de México y Centroamérica, cuya cifra de aceptación fue sólo de entre 10 y 23% durante el periodo 2011-2017. Esta cifra no incluye casos como el de Patricia y su familia, en que los agentes fronterizos han impedido la entrada de solicitantes de refugio a Estados Unidos, privándolos de la entrevista de asilo a que tendrían derecho según los tratados internacionales y la propia ley estadounidense.[27] Al igual que los deportados, los solicitantes de asilo a los que se niega el ingreso terminan dispersos en los albergues para migrantes, cuando no expuestos a los extorsionadores y tratantes de personas que controlan las zonas alrededor de los puestos fronterizos.

Las múltiples fronteras de Tijuana

Los albergues constituyen espacios significativos para observar las implicaciones de la contención de personas expulsadas en el espacio de las fronteras humanitarias. Cuando algunos integrantes de nuestro equipo de investigación visitaron Madre Asunta por primera vez, en junio de 2017, Pedro, Aron y Sharon llevaban quince días viviendo allá. Estos niños hondureños habían sido llevados al albergue junto con su madre, Sara, por un Grupo Beta del Instituto Nacional de Migración, el cual les proporcionó los primeros auxilios tras un recorrido particularmente duro: “Nuestro país queda muy lejos, porque andamos muchos días… nos engañaban, porque no paraban a comer y cuando paraban ya se nos había quitado el hambre, pero nos dolía la panza… Los señores que conducían eran malos porque los lugares donde paraban eran muy caros y mi mamá no podía comprar comida para todos”. Los niños dicen que el albergue no les gusta porque es muy pequeño, hay mucha gente y les toca estar encerrados “como en una jaula”; pero tampoco pueden salir a conocer Tijuana porque, aseguran, es una ciudad muy peligrosa. Las mujeres de Madre Asunta les han advertido de un coche con vidrios oscuros que pasa todos los días frente al albergue: “Nos toca no salir, porque nos pueden levantar y llevar a Estados Unidos escondidos”.

Pedro tiene alrededor de siete años. Ayuda a las monjas que administran Madre Asunta a poner la mesa para recibir a los hombres que comen ahí, quienes esperan sentados en las banquetas frente al albergue. Sara, la madre de Pedro, le ha dicho al niño que a esos señores es mejor no hablarles, porque cuando han entrado, han ofrecido malos empleos a las mujeres que viven ahí. Sara relata que en una ocasión llegaron a ofrecerle a una compañera trabajo como empleada doméstica; ella estaba muy necesitada porque era jefa de familia, por lo que acudió a donde le dijeron y se dio cuenta de que era un antro de prostitución.

Durante la repartición de comida, uno de los reclutadores que entran le regala un vestido de fiesta usado a una niña de unos 12 años, pidiéndole que se lo ponga. La niña, emocionada, se retira unos minutos y regresa vestida de rosa, recibiendo halagos de varios de los adultos que ahí se encuentran. Ante esta escena, Sara advierte a su hija Sharon que nunca acepte esos regalos, “porque son engaños para irse ganando la confianza de las niñas y pedirles luego otras cosas”.[28]

En ocasiones, los propios centros de acogida ocupan una zona gris donde el humanitarismo y los servicios sociales se superponen con motivaciones políticas y el afán de lucro. Los desplazados que se albergan en algunos de estos establecimientos pueden verse obligados a retribuir mediante el pago de una “renta” o, en caso de carecer de una fuente de ingresos, mediante la asistencia a mítines y otros actos de determinados partidos políticos. Mediante reglas que ilustran la afirmación de Michel Agier de que “toda política de asistencia es, simultáneamente, un instrumento de control” (2008: 24), algunos albergues descartan de antemano la posibilidad de que los migrantes quieran o necesiten seguir desplazándose. De acuerdo con el modelo relacionado con los inmigrantes haitianos, la contrapartida del asilo parece ser el imperativo de establecerse por cuenta propia en Tijuana y encontrar un empleo, aunque para ello sea necesario tener un estatus migratorio regular que reduzca el riesgo de caer en la precariedad y la explotación. Cuando, tras un infructuoso intento de cruzar a Estados Unidos, Ale fue deportada y se vio en la necesidad de regresar a Casa del Migrante —donde había sido acogida con anterioridad—, las trabajadoras sociales del albergue la recibieron con una severa reprimenda:

“¡Tú tuviste la culpa, tú quisiste cruzar, y te vas a quedar una semana en encierro total, no puedes ver la luz del día afuera en las calles! Te repones una semana, y eso por humanidad, y pasando la semana ya no te quiero ver aquí: a dónde vayas, ése ya es tu problema. Tú no quieres buscar un trabajo, tú no te quieres quedar aquí. Nos engañaste, nos dijiste que no te ibas a brincar” […] Si les hubiera dicho que me iba a brincar, no me dejaban quedarme ahí. Pero está bien, acepto mi responsabilidad.[29]

Si bien opera en un espacio ya militarizado y fortificado, la ayuda humanitaria no corresponde sólo a la segunda etapa de un proceso en el que aparezca para contener el daño colateral de la securitización fronteriza. La experiencia de Ale ilustra también la forma en que “las tácticas y contra-tácticas se desarrollan a un nivel más molecular”, como cuando los efectos de la seguridad y el control se materializan en el seno de las propias instituciones y prácticas de la frontera humanitaria (Walters, 2011: 147). Asimismo, si el humanitarismo practica una “biopolítica minimalista” (Redfield, 2005) centrada en la satisfacción de necesidades básicas, evitando crear un régimen que incentive a los migrantes a intentar cruces fronterizos letales, ello no es sólo por razones de conveniencia o escasez de recursos, sino que obedece a una cierta lógica de gobierno (Walters, 2011: 156): esto es, una forma de administración de colectividades humanas, no necesariamente confinada a una forma estatal o no-estatal en particular, que no prescinde del cálculo político al tiempo que encarna una crítica de los regímenes fronterizos en nombre del principio moral supremo de proteger la vida (Fassin, 2007: 151).

Por otro lado, aunque compartan experiencias con otros tipos de migrantes, las trayectorias de mujeres transgénero como Ale están marcadas por particulares formas de fuga y expulsión.[30] A la discriminación y la transfobia en sus familias y comunidades de origen se suman las amenazas y extorsiones de pandillas y grupos criminales que, en países como Honduras o El Salvador, buscan incluso someterlas a la explotación sexual. Como muestra la investigación realizada por Ana Paula Maurer en el marco del proyecto descrito aquí, las mujeres trans que llegan a Tijuana se enfrentan a la dificultad de encontrar espacios y albergues que las acepten: en Casa del Migrante lo hacen a condición de que, “por su propia seguridad”, estas mujeres dejen de lado su verdadera identidad y hagan todo lo posible por vestir y comportarse como hombres. Conforme a la lógica de la biopolítica minimalista del gobierno humanitario, las reglas de algunos de estos centros, publicitados como refugios “para deportados transexuales”, restringen además los horarios y posibilidades de salida bajo el argumento de minimizar el riesgo a que están expuestas las mujeres por “no tener papeles”, incluso aunque algunas de ellas cuenten con visas humanitarias y puedan, en teoría, moverse libremente en la ciudad. En cualquier caso, ni poseer papeles ni confinarse a los albergues garantizan protección contra múltiples abusos:

En Tijuana la violencia está más fea, me fue del nabo porque la policía... eres carne fresca para ellos. Los que estamos en los albergues somos su platillo favorito. Te encierran de la nada, es su diversión, todo lo que son los migrantes y mucho más las personas LGBT. Se pasean constantemente fuera de los albergues, pero es como algo divertido para ellos, porque te levantan y te andan dando vueltas en la patrulla, es como un juego psicológico; o te golpean con el arma, te quitan tus cosas. A varios de los albergues llegaron a asaltar, a mí me quitaron el dinero. También hay mucho malandro, todos los albergues están en partes feas de la ciudad.[31]

Policías abusivos, proxenetas y tratantes de personas no son los únicos que traspasan los muros de estos espacios de contención y concentración de potenciales víctimas de diversas ilegalidades toleradas. A las mujeres de Madre Asunta les agota contar sus historias a los periodistas, los estudiantes y los investigadores, todos los cuales acudimos con frecuencia a los albergues en busca de relatos de migración. Artistas, activistas y políticos también requieren en sus eventos y actividades la presencia de la población de los albergues de Tijuana.

El último día de mayo de 2017, en el Parque de la Amistad de esta ciudad, se realizaron diversas actividades en las que migrantes y deportados fueron llamados a desempeñar de una u otra forma el papel de accesorios de utilería. En la parte alta del parque, junto al muro fronterizo, se iniciaba un acto de campaña electoral después de que los integrantes del equipo logístico de un político local del Partido Revolucionario Institucional terminaran de pegar carteles con mensajes sobre la barda del muro: “Desde Ciudad de México, estamos con nuestros mexicanos deportados; desde Guadalajara, estamos con nuestros mexicanos deportados; desde Monterrey…”. Mientras tanto, un músico interpretaba una pieza para violonchelo de Bach y llegaban dos camiones que transportaban migrantes que asistirían al acto político, quienes recibieron a cambio un sándwich y un refresco.

Más allá de la parte baja del parque, en la zona de las Playas de Tijuana contigua al muro fronterizo, ese mismo día una artista filipina llevó a cabo una instalación. Ésta consistió en apoyar contra la barda fronteriza un gran espejo que creaba la ilusión óptica de hacer desaparecer parte de esa estructura. A continuación, un chef instaló un fogón y se dispuso a cocinar una cena, servida sobre una mesa-espejo que daba continuidad a la ilusión óptica creada por el espejo apoyado contra el muro. Los comensales procedían en su mayoría de fuera de Tijuana y tenían en común trabajar en algún proyecto vinculado con la migración: una periodista española, un abogado estadounidense especializado en cuestiones de derechos humanos, un fotógrafo, un sacerdote jesuita y nuestro grupo de investigadores y estudiantes del posgrado en antropología de la Universidad Iberoamericana. Alguien se percató de que faltaban “los migrantes”. Para llenar este vacío, la artista decidió ir al Albergue Juventud 2000 y traer de regreso en auto a unos jóvenes afganos, paquistaníes y haitianos que se encontraban ahí. Ilustrativa de las incongruencias y los intereses en torno a la supuesta visibilización de los migrantes —quienes en ocasiones son los que menos importan—, la intervención prosiguió hasta la conclusión de la cena, todo lo cual fue filmado con el objetivo de ser exhibido en ciudades como Londres.

La efervescencia cultural atribuida a Tijuana, vinculada con la proliferación de formas de ocio y consumo a las cuales no todos tienen acceso, proporciona otra área para observar la situación diferencial de diversas categorías de fuereños. Regresemos a Mauricio, el niño salvadoreño para quien Tijuana es un lugar que hay que conocer rápidamente para poder moverse sin demasiado peligro. En la zona situada entre el centro y el norte de la ciudad, desde la calle Chaparral hasta las calles de Coahuila y Argüello, confluyen migrantes de muy distinto cuño. Además de diversos antros y lugares de prostitución, ahí se localizan albergues como aquel en que Mauricio y su familia permanecieron 15 días, periodo durante el cual el niño prefirió no salir por temor: “Nosotros llegamos a un albergue en la zona norte, y luego de que mi papá consiguió un trabajo nos pasamos para el centro. Allí ubicaron mi escuela… En la institución educativa donde estoy nos han mostrado que hay muchas cosas de arte y comidas, sólo que a nosotros no nos queda fácil ir, pero así y seguimos esperando que se dé lo de la visa [humanitaria]”.[32]

Mauricio añade que, para él, “Tijuana es un lugar donde todo y nada pasa a la vez”. Mediante esta expresión, el joven sintetiza su percepción de la frontera entre dos ciudades muy distintas: la Tijuana hospitalaria, turística y recreativa, la de las actividades académicas, artísticas y gastronómicas; y la Tijuana hostil que contiene e inmoviliza de diversas formas a los expulsados que se encuentran en ella.

La frontera interna que Mauricio experimenta en la ciudad no es sólo física, pues el tiempo transcurre a un ritmo diferente en la zona que habitan él y su familia, o en las colonias marginadas de la periferia de Tijuana, ocupadas por migrantes llegados de diversas partes de México durante las últimas décadas del siglo pasado. Las fronteras temporales atraviesan diversos patrones de segregación espacial que actúan para separar a la ciudad burguesa de la ciudad miseria —las “villas de migrantes”, los guetos, las “zonas rojas”— y gobernar a las poblaciones marcadas por la pobreza, la discriminación y la expulsión. La vida de estas poblaciones es gestionada según criterios distintos a los que prevalecen en el gobierno de la “sociedad civil”: no en el marco formal de las leyes y derechos constitucionales, sino mediante demandas y solicitudes inciertas, decisiones discrecionales y acuerdos coyunturales e inestables (Chatterjee, 2004). Por ello, como sugieren Mezzadra y Neilson (2016: 233), las fronteras espacio-temporales trazadas al interior de la ciudad emergen también como “una fractura en el corazón mismo del concepto de ciudadanía”, de por sí un instrumento de exclusión y subordinación por su asociación con un modelo de privilegios definido según determinados criterios de clase, propiedad, nacimiento o edad.

Conclusiones

Lo expuesto aquí puede servir para reflexionar sobre las subjetividades producidas por diferentes experiencias de expulsión-inclusión-(in)movilidad, así como sobre lo que articula esas diversas experiencias. En este sentido, no pocas formas de expulsión y contención están relacionadas con la reconfiguración y producción de nuevas fronteras. ¿Cómo conceptualizar los nuevos bordes y límites en el contexto de desposesión y violencia que constituyen los rasgos clave del mundo contemporáneo?

La respuesta a este tipo de preguntas requiere examinar la coexistencia de diversas estrategias políticas que reconfiguran los nuevos y cambiantes regímenes fronterizos. Como hemos visto, estas estrategias confluyen no sólo para contener y expulsar, sino para filtrar e incluir a través de complejos procesos de ilegalización. Esta constelación de formas de poder crea una amplia variedad de experiencias, frágiles estatus migratorios y posiciones subjetivas diferenciadas tanto a través de la frontera internacional como en las fronteras internas de los estados-nación y los territorios urbanos. La producción legal de ilegalidad y la condición de deportabilidad desempeñan un importante papel a la hora de articular diversos movimientos migratorios con las lógicas de ganancia y acumulación del trabajo y el capital contemporáneos.

Por otra parte, las variadas estrategias vinculadas con estas modalidades de poder pueden ser mutuamente contradictorias e incluso antagónicas (Nail, 2013). Dado que estas estrategias requieren complejas redes de acuerdos que involucran a múltiples actores, necesitamos también observar diversos procesos en determinados campos políticos. En particular, es posible identificar y analizar críticamente las manifestaciones específicas de ciertas jerarquías globales de valor que son cambiantes e inciden en los destinos de determinadas categorías de migrantes (De Genova y Tazzioli, 2016). Tenemos, por ejemplo, el campo político constituido por las controversias entre diversas instituciones en torno a la categorización de los inmigrantes haitianos, que se cuestionan si éstos merecen un estatus especial como asilados y si ello, acompañado de su capital simbólico como personas con mayor nivel educativo y profesional, ha de incidir en su visibilización o representabilidad como extranjeros merecedores de ayuda. Los migrantes pueden reaccionar a su vez a las respuestas diferenciales que la población local brinda a cada categoría de persona, enfatizando quiénes se encuentran en una posición de desventaja relativa frente a otros.

Así, es posible observar no sólo la diferenciación de prioridades y objetivos entre las agencias humanitarias, sino también los efectos que para la securitización de la migración pueden tener los discursos relativos a los derechos humanos, en especial cuando éstos “juegan el juego de diferenciar a las personas que genuinamente buscan asilo de los migrantes ilegales, ayudando a las primeras, condenando a los segundos y justificando los controles de las fronteras” (Bigo, 2002: 79). No obstante, sería simplista decir que el humanitarismo es inherente a la matriz institucional del régimen fronterizo contemporáneo sin reconocer, al mismo tiempo, su carácter flexible y proteico. Más que hablar de actos perfectamente coordinados por parte de particulares organizaciones estatales y no gubernamentales, es mejor pensar en un complejo ensamblaje de lógicas humanitarias, formas de autoridad (médica, legal, espiritual) y mecanismos para la recaudación de fondos, la administración del auxilio y el albergue o la documentación y denuncia de injusticias (Fassin, 2007: 151). La naturaleza a menudo agonista y conflictiva de este régimen obedece no sólo a la amplia gama de posiciones ético-políticas ocupadas por las ONG y organizaciones religiosas, sino además a la “irreducible subjetividad de los propios migrantes” (Walters, 2011: 155), como muestran los trabajos incluidos en este número sobre las estrategias de movilidad, autonomía y solidaridad de las caravanas migratorias en tránsito por Centroamérica y México (véanse las contribuciones de Sergio Salazar y Valentina Glockner). Como concluye Walters, “los regímenes fronterizos se articulan no sólo en el plano de las estrategias y tecnologías de control, sino también al nivel de estrategias que combinan elementos de protesta y visibilización con prácticas de cuidado pastoral, ayuda y asistencia” (2011: 155).

Sin reconocer cómo lo político puede ser inmanente al régimen fronterizo, los académicos y científicos sociales también podemos entrar en el juego taxonómico denunciado por Didier Bigo (2002); por ejemplo, cuando, por motivos “heurísticos”, nos empeñamos en distinguir entre “migrantes laborales”, “refugiados” o “desplazados internos y transfronterizos”, como si los límites entre estas categorías fueran estables. Esto es precisamente lo que han venido haciendo las leyes y los sistemas de control de la migración durante las últimas décadas, guiados por los esfuerzos de construir, diferenciar y jerarquizar diversas categorías de extranjeros con el fin de expulsarlos o incluirlos de diferentes modos. La ilegalidad producida por estas leyes e intervenciones no es, por tanto, una cualidad inherente a una entidad específica, sino el resultado de un proceso relacional marcado por posiciones interdependientes de dominación y subordinación. El enfoque en los efectos que ciertas instituciones y relaciones de poder tienen sobre la inclusión y la exclusión, por tanto, nos permite analizar la constitución de situaciones que a menudo se dan por hecho.

Como hemos visto, los espacios demarcados para los migrantes desempeñan un papel clave en estos procesos, sintomáticos de las experiencias de contención y espera que marcan la temporalidad de la migración, estructurada por la intersección de fronteras espaciales, sociales y cognitivas trazadas al interior de la ciudad de Tijuana. En los albergues y otros centros de acogida también se expresan competencias entre potenciales canalizadores de recursos ofrecidos para la atención humanitaria, entre artistas, académicos, activistas y políticos que requieren la presencia de migrantes en sus eventos y, también, entre actores de economías ilegales que encuentran en la población que ahí se confina virtuales botines. El conflicto entre distintos intereses, fronteras y regímenes sociales puede así tener un impacto significativo sobre las vidas y los derechos de los migrantes. En vista de ello, el rechazo inicial de los centroamericanos de las actuales caravanas a ser confinados en albergues y solicitar visas en México, llamando la atención sobre la situación de sus niños y hablando con los medios de comunicación a la menor oportunidad, constituye una acción propiamente política en contra del funcionamiento del complejo sistema de control de la migración.

Material suplementario
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Notas
Notas
[1] Véase E. Hernández (26 de octubre de 2018). Comienza arribo de migrantes a Arriaga. Reforma. Recuperado de https://www.reforma.com/aplicaciones/articulo/default.aspx?id=1525453&v=7.
[2] Para Sassen (2014), cada dominio clave ―económico, social, biosférico― tiene su propio borde sistémico (systemic edge), el cual consiste en una suerte de límite o punto de ruptura donde una determinada condición adopta una forma tan extrema que escapa a nuestros modos convencionales de teorización. El agricultor despojado de su medio de vida por una corporación minera no es tanto objeto de exclusión ―la cual tiene lugar dentro de un sistema y entraña, por ende, la posibilidad de reincorporación― como de expulsión o eliminación conceptual al tiempo que material. Tras volverse invisible, el otrora pequeño propietario reaparecerá como residente en un barrio urbano miserable, o como migrante en los camiones de los tratantes de personas.
[3] El trabajo de campo se llevó a cabo durante dos periodos de tres meses cada uno, en 2017 y 2018, como parte de un proyecto en curso codirigido con Yerko Castro Neira e iniciado en el marco de la Cátedra de Investigación “Desterritorializaciones del poder: cuerpo, diáspora y exclusión” de la Universidad Iberoamericana. En la actualidad, el proyecto cuenta con financiamiento de la Dirección de Investigación de la misma universidad.
[4] La criminalización de la migración en Estados Unidos tiene, sin embargo, una historia más larga; uno de cuyos puntos de inflexión puede situarse en la década de 1940. Tras el temor generado por los ataques de la armada japonesa a la base naval de Pearl Harbor, la patrulla fronteriza ―creada en 1924― fue transferida del Departamento de Trabajo al Departamento de Justicia (véase el trabajo de Kelly Lytle Hernández (2015) sobre la historia de la patrulla fronteriza de Estados Unidos).
[5] Véase J. Meléndez (14 de octubre de 2015). México supera a eu en cifra de deportaciones de migrantes. El Universal. Recuperado de http://www.eluniversal.com.mx/articulo/nacion/seguridad/2015/10/14/mexico-supera-eu-en-cifra-de-deportaciones-de-migrantes el 25 de octubre de 2018.
[6] Véase D. Badillo (4 de febrero de 2017). Suben las deportaciones de centroamericanos desde México. El Economista. Recuperado de https://www.eleconomista.com.mx/politica/Suben-las-deportaciones-de-centroamericanos-desde-Mexico-20170204-0009.html el 25 de octubre de 2018.
[7] Véase P. Vélez (23 de febrero de 2017). Estos son los delitos del supuesto millón de criminales que Trump quiere deportar primero. Recuperado de https://www.univision.com/noticias/inmigracion/aun-estan-en-eeuu-el-millon-de-indocumentados-que-trump-quiere-deportar-de-donde-saco-la-casa-blanca-esa-cifra el 29 de octubre de 2018
[8] La ley para el Control de la Inmigración en el Lugar de Trabajo (Immigration Workplace Enforcement, iwe), presentada al Congreso estadounidense a fines de la década de 1990, opera como una serie de normas extremadamente flexibles cuya amenaza de sanción real es vista por muchos empleadores como un costo empresarial aceptable (Rosenblum, 2005). De hecho, las empresas que emplean trabajadores indocumentados son raramente penalizadas bajo las leyes de la iwe, en 2004, solo tres compañías recibieron avisos de multa (Nail, 2013: 120, nota 39). Según añade Nail, los agentes migratorios esperan a los empleados a la salida del lugar de trabajo para revisar documentos y realizar arrestos, después de que la empresa haya reportado a los trabajadores justo el día de pago aduciendo que sólo entonces, tras haberlos empleado durante un tiempo, se han percatado de su estatus irregular. Esta estratagema forma parte de la “gestión óptima” (esto es, rentable) de unas leyes implementadas de manera bastante flexible.
[9] Empleado por Nail, el concepto de deportabilidad fue acuñado por Nicholas de Genova (2005).
[10] El estado de Baja California se incorporó al Probem en 1996, año en que se aprobó asimismo la fundamentación jurídica del programa.
[11] Véanse los sitios http://www.sepen.gob.mx/probem y https://www.gob.mx/ime/acciones-y-programas/programa-binacional-de-educacion-migrante-probem-61464 17 de marzo de 2019.
[12] Entrevista, 25 de mayo de 2017.
[13] Exposición durante un taller sobre educación migrante, llevado a cabo el 21 de junio de 2017 en las instalaciones de la Universidad Iberoamericana, campus Tijuana.
[14] Algunos de los representantes de estos organismos privados se dieron cita en un acto de presentación de resultados del “Proyecto Binacional de Certificación de Estrategias Pedagógicas”, celebrado el 28 de junio de 2017 en Tecate (Baja California), al que tuve la oportunidad de asistir. La coordinadora estatal del Probem, quien también intervino en el encuentro junto con algunos integrantes de su equipo en Baja California, me comentó que este proyecto binacional no contaba con la participación de ninguna asociación civil en el lado mexicano.
[15] Entrevista a Víctor Clark, director del Centro Binacional de Derechos Humanos, realizada por Mónica Ocampo, 30 de mayo de 2017.
[16] Entrevista, 25 de mayo de 2017.
[17] Entrevista, 30 de mayo de 2017.
[18] Entrevista realizada por Constanza Millán, 5 de junio de 2017.
[19] Entrevista, 30 de mayo de 2017.
[20] Distinción hecha por un religioso voluntario en el Desayunador Padre Chava, un centro de acogida establecido por la orden de los salesianos en Tijuana (entrevista, 31 de mayo de 2017).
[21] Véase Notimex (25 de noviembre de 2018). Tijuana prefiere a haitianos que a caravana actual. Excélsior. Recuperado de https://www.excelsior.com.mx/nacional/tijuana-prefiere-a-haitianos-que-a-caravana-actual/1280608#view-2 el 18 de marzo de 2019.
[22] Véase la documentación proporcionada por el Programa de Asuntos Migratorios de la Universidad Iberoamericana-Ciudad de México en http://tijuana.ibero.mx/?doc=/quienessomos/observacion.html.
[23] Una expresión quizás más acertada que la de “atrapados en la movilidad” (Hess, 2012).
[24] Entrevista realizada por Constanza Millán, 22 de junio de 2017.
[25] Entrevista realizada por Ernesto García, 9 de julio de 2017.
[26] Véase efe (11 de junio de 2018). El Gobierno da golpe duro a solicitantes de asilo. T51. Recuperado de https://www.telemundo51.com/noticias/eeuu/EEUU-reforzara-las-exigencias-para-pedir-asilo-y-frenar-el-abuso-de-inmigrantes-485170701.html el 9 de septiembre de 2018. Asimismo, en julio de 2018, Sessions eliminó la regla que otorgaba a refugiados y asilados permiso indefinido para trabajar, rescindiendo para ello 24 documentos rectores del Departamento de Justicia emitidos por gobiernos anteriores, la mayoría bajo Barack Obama (véase J. Cancino. Sessions elimina la regla que otorgaba a refugiados y asilados “permiso indefinido para trabajar”. Recuperado de https://www.univision.com/noticias/asilo-politico/sessions-elimina-la-regla-que-otorgaba-a-refugiados-y-asilados-permiso-indefinido-para-trabajar el 9 de septiembre de 2018).
[27] Véase C. Dickerson y M. Jordan. “Aquí no hay asilo”: agentes estadounidenses cierran el paso a quienes huyen de la violencia. New York Times. Recuperado de https://www.nytimes.com/es/2017/05/05/aqui-no-hay-asilo-agentes-estados-unidos-refugio el 30 de octubre de 2018.
[28] Observación en el albergue Madre Asunta realizada por Constanza Millán, junio de 2017.
[29] Entrevista realizada por Ana Paula Maurer, 14 de septiembre de 2018.
[30] No es posible examinar aquí en profundidad la intersección de migración, identidades sexuales diversas y políticas migratorias. Véanse Luibhéid (2002, 2008) y Luibhéid y Cantú (2005), quienes abordan temas de deportabilidad y regulación sexual. De forma más general, Andrijasevic (2009) ha procurado aplicar enfoques de género y sexualidad a los estudios sobre migración.
[31] Entrevista realizada por Ana Paula Maurer, 14 de septiembre de 2018.
[32] Entrevista realizada por Constanza Millán, 22 de junio de 2017.
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