Resumen: Este artículo tiene como objetivo explicar la trascendencia que ha adquirido el ritual de mijkailjuitl o día de muertos en Chiconamel, Veracruz, a raíz de la migración masiva de chiconamelenses hacia Monterrey, así como determinar las transformaciones que ha sufrido el calendario ritual a partir del fenómeno migratorio. A través de un enfoque transterritorial, se analiza la dimensión emocional de los actores que realizan la visita de regreso al pueblo en los días de mijkailjuitl. Es fundamental exponer las variaciones de poder y de estatus que experimentan los migrantes en su trayecto multisituado para comprender la construcción de distintas emociones en correspondencia a distintos territorios, así como para explicar las relaciones sociales conflictivas que surgen entre migrantes y locales, derivadas de la migración y de las visitas de regreso. Se argumenta que la valoración emocional del territorio no se reduce a una experiencia privada de los migrantes, sino que, bajo una justificación emocional, se activa la movilización en términos físicos, políticos y sociales. Las visitas a Chiconamel durante mijkailjuitl posibilitan la conexión transterritorial con la circulación de personas, objetos, valores y emociones.
Palabras clave:RitualRitual,migraciónmigración,transterritorialtransterritorial,emocionesemociones,poder y estatuspoder y estatus.
Abstract: This article aims to explain the significance of the mijkailjuitl ritual or the feast of the dead in Chiconamel, Veracruz, as a result of the massive migration to Monterrey, as well as to determine the transformations that the ritual calendar has undergone from the phenomenon migratory. Through a transterritorial approach, the emotional dimension of the actors who make the return visit to the town in the days of mijkailjuitl is analyzed. It is essential to expose the variations in power and status that migrants experience in their multi-sited journey to understand the construction of different emotions in correspondence to different territories, as well as to explain the conflictive social relations that arise between migrants and locals, derived from migration and return visits. It is argued that the emotional assessment of the territory is not reduced to a private experience of migrants, but that, under an emotional justification, mobilization is activated in physical, political and social terms. Visits to Chiconamel during mijkailjuitl enable the transterritorial connection with the flow of people, objects, values and emotions.
Keywords: Ritual, migration, transterritorial, emotions, power and status.
Artículos
Mijkailjuitl: transformación y conflicto del calendario ritual de un pueblo migrante
Mijkailjuitl: transformation and conflict of the ritual calendar of a migrant group
Recepción: 19 Septiembre 2019
Aprobación: 03 Marzo 2020
Humberto es originario de Chiconamel, es nahua y es el migrante de este municipio con mayor tiempo de residencia fija en Monterrey, a donde llegó en 1996. Un “compa” que, años antes había pasado por Monterrey, lo contactó con los encargados de una tienda de telas en el centro de la ciudad, tras lo cual comenzó a laborar allí. Pocos meses después, encontró un mejor trabajo como mensajero en San Pedro Garza García1 y rentó un departamento en este municipio. Gracias a ello, su esposa Elia y sus hijos Jair y Cinthia (entonces de uno y dos años) llegaron a la ciudad. Paulatinamente, se les unieron la hermana de Elia y el esposo de ésta; luego el “compa” Octavio, su esposa y sus hijos. Un año y medio después, llegaron a habitar el pequeño departamento de dos habitaciones hasta dieciocho chiconamelenses. En esta primera etapa migratoria, mujeres y hombres encontraron trabajo en el servicio doméstico y como empleados en comercios; pero, en cuanto los maridos lograron un trabajo estable y mejor pagado, las esposas pudieron respetar su costumbre y deseos de dedicarse al hogar, a la crianza de los hijos y a la supervisión moral dela familia.
Doce años después de haber arribado a Monterrey, Humberto ascendió a ejecutivo de ventas en una empresa de materias primas; luego, en 2010, combinó esa labor con la impartición de cursos de náhuatl en dos asociaciones civiles, en la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL) y en el Tecnológico de Monterrey; además de llevar una activa vida política a través de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) para el reconocimiento de los derechos indígenas en el estado de Nuevo León. Ahora, la familia —con un nuevo integrante, Eugenio, nacido en Monterrey— tiene una casa propia en Escobedo y está construyendo otra en Chiconamel, pues anhelan regresar cuando los hijos sean mayores. Las otras familias nucleares con las que convivieron en la primera etapa hicieron lo propio: los hombres se enfocaron en conseguir un empleo que les proveyera las prestaciones de ley, y las mujeres conjugaron su labor en el hogar con la venta en espacios formales (como universidades o en exposiciones artesanales estatales y municipales) de quesos, chorizo y textiles bordados en punto de cruz.
Conocí a Humberto a finales de 2014 en la asociación civil Procuración de Justica Étnica, donde posteriormente sería mi maestro de náhuatl. Muy pronto, a través de las clases y de las pláticas extraescolares con su familia, identifiqué algunos elementos que más tarde servirían para delinear este estudio. Los principales fueron que, en algún punto de las narraciones sobre su pueblo, indefectiblemente hablaba sobre mijkailjuitl, la celebración de día de muertos; que, durante sus pláticas afectivas en las que demostraba nostalgia por su tierra, se incrementaba la emoción y el deseo por hacer la visita a Chiconamel en las fechas de mijkailjuitl —del 28 de octubre al 4 de noviembre—, y que su vida en Monterrey no se adecuaba a los presupuestos de los análisis de migración en Monterrey.
Sobre el último punto, por ejemplo, a diferencia de la mayoría de los grupos indígenas migrantes en Monterrey, los chiconamelenses no se establecieron en una congregación:2 dado que el primer imperativo fue adquirir una casa propia, el lugar de vivienda dependió de las posibilidades que ofrecía el Infonavit; debido a ello, disminuyeron las relaciones cotidianas entre el grupo, pero no mermaron la comunicación ni las redes solidarias de apoyo. Otra constante en los análisis de migración en Monterrey es que la inserción laboral de forma permanente se da principalmente en el sector servicios y de manera informal (Durin, 2008; Rodríguez y Sieglin, 2009), y que el autoocultamiento (Olvera, Doncel, Muñiz y Trujillo, 2011) es un fenómeno generalizado debido al alto índice de discriminación en la ciudad (Durin, 2008; González, 2015; Aparicio, 2006). No obstante, las actividades de los chiconamelenses se desarrollan a través de medios representativos de su cultura, siempre en espacios formales —esto debe entenderse como un requisito autoimpuesto por parte del grupo—; además, mantienen una intensa actividad política, principalmente en favor de los chiconamelenses y para mejorar la infraestructura del pueblo. Estas actividades no sólo les impelen a evidenciar su lugar de origen, sino que son la vía por la cual han logrado explotar las capacidades económicas, sociales y políticas en un territorio de por sí discriminatorio.3
Entonces, comencé formalmente el estudio del caso de migración interna indígena Chiconamel-Monterrey con trabajo de campo en la ciudad de Monterrey (de manera intermitente de enero de 2015 a octubre de 2017) y en el municipio de Chiconamel, Veracruz (de octubre de 2015 a noviembre de 2017); durante este tiempo, acompañé en su trayecto de visita a la familia Hernández. A partir de los primeros resultados, pude verificar que, en la historia de Chiconamel, la migración —con las salvedades en las formas en las que se ha transformado el fenómeno de manera diacrónica, como explicaré más adelante— ha sido permanente en razón de la búsqueda de posibilidades laborales y educativas. Por lo tanto, la migración es uno de los rasgos que delinean su identidad. También encontré que, a raíz de la migración masiva emprendida en la década de los noventa del siglo pasado hacia Monterrey, el calendario ritual tradicional chiconamelense se transformó: el Carnaval de febrero y la fiesta patronal de Nuestra Señora de la Asunción en agosto dejaron de celebrarse por algunos años debido a la ausencia de un gran número de personas migrantes; en cambio, el ritual de mijkailjuitl, multirreferido por los chiconamelenses en Monterrey, se intensificó.
Este ritual es relevante entre los migrantes porque se estableció consuetudinariamente como el momento de visitar el terruño, o sea que mijkailjuitl define el ciclo migratorio anual junto con las actividades seculares que deben ejecutar para realizar el viaje. Estas visitas de regreso al lugar de origen han sido documentadas en estudios de migración transnacional (Duval, 2002; Glick-Schiller, Basch y Blanc-Szanton, 1995; Hirai, 2014) como un tipo de desplazamiento que forma parte de la totalidad del ciclo migratorio (desde la salida del lugar de origen hasta el regreso conclusivo). Su relevancia radica en la interconexión entre los territorios de origen y destino a través de la circulación de objetos, de prácticas, de saberes y de emociones, y en el reforzamiento de los lazos entre las comunidades, de participación social y política paralela en ambos territorios; es también una forma en la que los sujetos preparan el terreno para el retorno definitivo (Hirai, 2014).
El deseo de los chiconamelenses de hacer las visitas al pueblo delinea en gran medida sus actividades en el destino migratorio. La disciplina que observan en sus labores cotidianas en la ciudad les permite negociar con sus centros laborales y escolares los permisos necesarios (en caso de no tener por ley los días de asueto) para ausentarse durante los días de mijkailjuitl. Como dijo Elia: “a la escuela y al trabajo sólo se falta si se va al hospital o al panteón”. Durante todo el año, preparan obsequios para llevar a sus familiares y amigos en estas fechas rituales. La actividad política que ejecutan en Monterrey les ha valido el aprendizaje de nuevas formas de ejercer sus derechos, las cuales replican en Chiconamel durante las visitas; en este sentido, mijkailjuitl también opera como una plataforma para la participación en la vida política del pueblo.
La reafirmación de lazos sociales, la aportación de remesas monetarias y simbólicas, y las redes solidarias son formas en las que se materializan las relaciones emocionales, propiciadas por el ritual. Estas relaciones afectivas discurren entre la armonía y el conflicto por el reencuentro alegre con los locales, que a la vez propicia el enfrentamiento debido a los nuevos valores y dinámicas ejecutadas por los migrantes. Durante el ritual en concreto, se despliegan una serie de actividades ritualizadas litúrgica y consuetudinariamente, que se han transformado paulatinamente hasta trastocar su configuración típica. A su regreso a la ciudad de Monterrey, aunque allí no celebran ninguna de las prácticas propias del ritual, los objetos alusivos al milkailjuitl decoran todo el año los hogares chiconamelenses, lo que conecta los lugares de origen y destino, delinea los contextos urbanos y genera una circulación de objetos que, a la vez, funcionan como símbolos en ambas direcciones. Las visitas al pueblo fluyen en un encuentro nostálgico que conjuga el carácter laico de la expresión emocional y el período ritual.
En este contexto, la cuestión principal de este artículo es explicar las razones por las cuales el ritual de mijkailjuitl no sólo permaneció en Chiconamel sino que se intensificó, mientras que otras fiestas del calendario ritual desaparecieron. Asimismo, se busca determinar cómo se transformaron las dinámicas del propio mijkailjuitl como efecto de la migración, con la incorporación de actividades pragmáticas dentro de un período sagrado. La intención es indagar en la dimensión subjetiva de los actores mediante el análisis de los discursos emocionales relacionados con su condición de migrantes. Para ello, será necesario ubicar temporalmente la reciente migración masiva Chiconamel-Monterrey, describirla y revelar la experiencia subjetiva de sus actores en ambos territorios del circuito migratorio.
Partimos del hecho de que la migración interna puede detonar una situación de crisis emocional, ocasionada por el encuentro con una sociedad ajena, sin menoscabo de la nacionalidad compartida, por lo que el fenómeno no es explicable sólo a partir de la demarcación de fronteras jurisdiccionales. Lo que nos interesa discutir es que la valoración emocional del territorio no se reduce a una experiencia privada de los migrantes, sino que, bajo una justificación emocional, se activa la movilización en términos físicos, políticos y sociales. La premisa es que la experiencia emocional es colectiva, en tanto que proviene de un universo delimitado de valores identitarios; sin embargo, también es depurada individualmente por la agencia de los sujetos. Decimos, entonces, que las emociones son relacionales, ya que siempre son excitadas por un agente externo (una persona, una idea, un territorio, una situación como la migración); que el reconocimiento de las formas afectivas de socialización es el autorreconocimiento de un individuo como parte de su sociedad, y que las emociones impulsan a los individuos a ejecutar acciones.
Al consultar la bibliografía sobre migración interna, advertimos la limitación para colocar las relaciones emocionales en el primer plano de análisis, así como para explicar los procesos de interconexión territorial. Los estudios tradicionales —incluidos los enfoques recientes que integranlas nociones de “condición y calidad de vida” y de “ciclo de vida”— arguyen las características estructurales de los lugares de origen y destino para explicar la migración (Cruz y Acosta, 2015); el resultado es que se concluye que los migrantes son forzados al desplazamiento y a permanecer de manera indefinida y en gran medida involuntaria en el destino, y que los espacios migratorios son unidades distantes a partir de sus características internas sin indagar en las formas de conexión.
Por el contrario, consideramos que es prioritario analizar los anhelos subjetivos de quienes protagonizan los desplazamientos físicos y emocionales (Hirai, 2014), pues las razones que motivan la migración no son las mismas que las que la sostienen; deben tomarse en cuenta las dinámicas internas de los migrantes —en contienda social y política permanente (Pérez Monterosas, 2010)— en torno a la experiencia emocional individual y colectiva, la cual se transforma durante las distintas etapas de la migración. Ahora bien, en relación a la producción analítica de la migración interna de indígenas a las zonas urbanas, varios investigadores se han interesado en las cuotas psicológicas y emocionales que cobran los desplazamientos.4 Sin embargo, estos acercamientos han sido más bien tangenciales; podemos decir que las emociones como fundamento analítico para la migración interna en nuestro país no han sido objeto central de interés.
La migración Chiconamel-Monterrey se asienta en aspectos económicos: precariedad en el lugar de origen y oferta laboral y educativa en el de destino; no obstante, los factores por los que se desarrolla el fenómeno total distan de explicarse solamente a partir de los elementos expulsión-atracción o del entendimiento de la migración interna como “desplazamientos territoriales [en los que] se cruzan límites jurídico administrativos municipales, estatales o regionales” (Cruz y Acosta, 2015, p. 9). En la realidad, los chiconamelenses no advierten el cambio del contexto territorial solamente mediante sus características jurisdiccionales; antes bien, reconocen los territorios y se reconocen pertenecientes o ajenos, amén de las relaciones sociales y de las variaciones culturales; fenómenos y espacios de los cuales tienen una opinión y una reflexión afectiva.
Por lo tanto, en esta investigación, se recurre a los estudios de migración transnacional, cuya metodología, paradójicamente, abrevó de conceptos acuñados para analizar la migración interna, como es el de “circuitos migratorios” (Rivera, 2017). El transnacionalismo ha advertido las conexiones emocionales entre los espacios migratorios y su trascendencia en términos sociales, culturales, económicos y políticos; todo ello en el marco de la globalización y de las comunicaciones exacerbadas por la tecnología, los viajes y la profusa circulación de personas, dinero, símbolos e ideas.5 Se rebate que exista una escisión entre los territorios de origen y de destino —puesto que las fronteras espaciotemporales tienden a diluirse—; sin embargo, se busca explicar cómo la división geográfica es un factor determinante en la generación de nuevas formas de intercomunicación, en el establecimiento de límites de actuación y en las formas de desigualdad y de conflicto que operan en ambas direcciones.
Entonces, se pretende abonar a los estudios de migración interna a partir del análisis del caso migratorio nahua Chiconamel-Monterrey, usando el enfoque de la migración transterritorial. Ésta persigue, por una parte, subrayar la naturaleza móvil e interconectada de la migración interna, lo que obliga a identificar cuáles son los modos de conexión territorial y las transformaciones socioespaciales derivadas de ella, así como las estrategias emprendidas por los migrantes para accionar, simultáneamente, el potencial social y político entre territorios. Por otra parte, centra la atención en las emociones que, como efecto de la migración, resultan predominantes en la expresión de los actores. Finalmente, identifica de qué manera los territorios de origen y destino migratorios son significativos emocionalmente, lo que determina en gran medida las dinámicas de movilidad y de interrelación de los migrantes, las cuales contribuyen a la transformación socioestructural de sus comunidades.
La migración Chiconamel-Monterrey se estudia desde la transterritorialidad mediante dos unidades básicas de análisis. La primera es el territorio: el concepto “territorialidad” se entiende como el sentido sociocultural con propósitos identitarios de las fronteras materiales, que se establece a través de un vínculo emocional entre sujetos y territorio (Lindón, 2006; Spíndola, 2016). Ello permite descentralizar el predominio de las fronteras geopolíticas nacionales para explicar la migración interna; en su lugar, se destacan las conexiones transterritoriales simbólicas, subjetivas y materiales en relación a mijkailjuitl. El poder atribuido a la territorialidad deriva de que los territorios “existen” solamente en la medida en la que éstos son significativos para los sujetos y pertenecen al cúmulo de elementos reconocidos, deseables o no, de cada individuo, ya que el territorio no es un mero “contenedor de la vida social y cultural, se trata siempre de un espacio valorizado sea instrumentalmente, sea culturalmente” (Giménez, 1996, p. 10).
La segunda unidad de análisis es la construcción de relaciones emocionales, derivadas de los cambios relativos de poder y estatus, que son legitimados por los valores que priman en las socioestructuras de cada contexto migratorio (Turner y Stets, 2006; Breton, 2012; Torregrosa, 1984). La construcción de relaciones emocionales define el circuito transterritorial, ya que permite o limita los lazos con las comunidades, al tiempo que reconfigura las formas de relación dominantes. Entendemos las emociones en dos sentidos, que se complementan mutuamente:
Las emociones se construyen en un contexto social e histórico dado, y se experimentan por individuos y/o grupos a consecuencia de algún proceso social y como resultado de sus interacciones con el entorno social. En segundo lugar, las emociones tienen fuerzas motivacionales que estimulan y sustentan en individuos algunas acciones y prácticas; por lo tanto, impactan en el comportamiento, la organización y la vida social (Hirai, 2014, p. 82).
Nos interesa destacar el funcionamiento del poder y del estatus (Kemper, 1978; Barbalet; 2001) para comprender el proceso de construcción emocional que anotamos antes. En el marco de las interacciones sociales, cada sujeto detenta cierto grado de poder que le permite imponerse sobre otros, obligarlos a acatar sus direcciones o deseos; en cambio, el estatus se trata del respeto u honor otorgado voluntariamente a alguien: es el prestigio concedido de manera libre. Ambos, poder y estatus, logran erigirse en tanto que son reconocidos por los otros y por sí mismo, lo que ubica al sujeto en un lugar determinado dentro de las jerarquías de la estructura sociocultural donde se lleven a cabo las interrelaciones.
La cambiante configuración de las estructuras de poder “tiene hondos efectos en la estimulación de emociones negativas o positivas” de los sujetos (Turner y Stets, 2006, p. 216), ya que la composición de ambos fenómenos proviene de las normativas de cada sociedad. Por lo tanto, no son fuerzas permanentes (los individuos pueden perder el poder ganado) ni pueden transferirse de un territorio a otro sin conflicto, pues se asume que las estructuras que respaldan el poder y el estatus cambian de cultura en cultura (Breton, 2012).
Finalmente, para ser congruentes con los estudios transnacionales de migración, se ha aplicado la metodología multisituada (Marcus, 2001), cuyo objetivo es “seguir”, en términos literales, un elemento para hacer un mapeo de sus circunstancias y transformaciones en el transcurso del trabajo de campo. No se trata de delinear un sistema en su totalidad, sino de identificar las manifestaciones de las estructuras globales que emergen de las conexiones establecidas entre una multiplicidad de situaciones y espacios, donde las relaciones de poder, desigualdad, conflicto y negociación surgen por derroteros culturales más variados que sólo los sistemas económicos y políticos (Marcus, 200, p. 112); precisamente, la expresión de la vida afectiva es un modo de producción cultural que trasluce las estructuras de poder.
Acorde a ello, se han “seguido” los discursos emocionales que esgrimen los migrantes chiconamelenses durante los desplazamientos transterritoriales en relación a su condición migratoria y al ritual de mijkailjuitl. Se ha empleado el trabajo de campo, la observación participante en Monterrey y en el pueblo, y entrevistas semiestructuradas con hombres y mujeres adultos, migrantes y no migrantes. De esta manera, ha sido posible observar los vínculos que se construyen, se transforman o se mantienen entre el lugar de origen y el lugar receptor, así como la influencia de los procesos socioestructurales que se desarrollan más allá de los límites del territorio de origen y los mecanismos por los que los valores y códigos de cada territorio se hacen presentes en la vida cotidiana de los migrantes.
La historia de Chiconamel ha sido definida por la permanente migración. En épocas anteriores, los principales focos de atracción eran Guadalajara, México y Monterrey; la migración la emprendían casi exclusivamente hombres jóvenes, casados, que se integraban a actividades agrícolas o al sector servicios por períodos que no excedían los seis u ocho meses entre marzo y octubre. El otoño marcaba el regreso al pueblo, pues, al practicar un tipo de agricultura itinerante —en el sistema que llaman seuamili o milpa de frío—, la roza, tumba y quema para la preparación de los terrenos cultivables de tabaco se llevaban a cabo entre octubre y febrero. Asimismo, en el mes de octubre, gracias al sistema de xopajmili o milpa de temporal, se cosechaban el maíz, el frijol y la flor de cempasúchil.
En los años noventa del siglo pasado, las dinámicas del fenómeno migratorio chiconamelense experimentaron un cambio sustancial, esto debido al problema de las tierras cultivables; como efecto, la ciudad de Monterrey se priorizó, de manera casi exclusiva, como destino migratorio. Ahora bien, las razones aducidas por los migrantes y no migrantes para explicar este fenómeno enfatizan los anhelos individuales y familiares de mejorar las posibilidades económicas y buscar ofertas educativas para los hijos; siempre con la idea del retorno. Los motivos referidos se basan en la subjetividad y la oferta laboral en Monterrey; sin embargo, se mencionaron dos cuestiones económicas: la venta de tierras ejidales y el cierre de la tabacalera del municipio vecino, Platón Sánchez.
Durante el trabajo de campo en Chiconamel en 2015, conversé con dos informantes que detentan, por su edad y oficios, una visión privilegiada de los procesos de la tierra y un lugar simbólico de poder: el profesor Faustino, de 72 años, normalista jubilado, y Carlos, de 65 años, campesino de la localidad de Venados, Chiconamel. Ambos, en momentos distintos, coincidieron en que, en la década de los noventa, agricultores y ganaderos de Nuevo León compraron tierras del municipio de Chiconamel para practicar el cultivo de cítricos y la ganadería vacuna; estas actividades predominan en el sur de Nuevo León. Se tiene, entonces, una incipiente migración por temporadas para trabajo jornalero en Nuevo León que derivó, con el tiempo, en una migración permanente y extendida en Monterrey:
Profesor Faustino: Supe de varios hijos de campesinos que vendieron la tierra, la malbarataron y ahora se quedaron sin nada, ni tierra ni trabajo (F. Romero, comunicación personal, 3 de noviembre de 2015).
Carlos: Un muchacho de por allá vendió lo que le dejó su abuelo, como el papá ya se había muerto, no hubo quién le pusiera freno. Otros muchachos también vendieron. Es que los muchachos se quieren ir, ya no les gusta la tierra porque es pesado el trabajo (C. Franco, comunicación personal, 7 de noviembre de 2015).
Aunque las referencias posteriores a este hecho fueron escasas, no se puede desechar la posibilidad de que haya sucedido, puesto que en 1992 se integraron las tierras ejidales al mercado legal del suelo mediante la modificación al Artículo 27 constitucional; por lo tanto, pudo haber sucedido también en Chiconamel.6 Debe observarse, como se manifiesta en el juicio negativo de Faustino y de Carlos, que identificarse como vendedor de tierras ejidales o familiar de los vendedores está estigmatizado, puesto que se trata de la pérdida del patrimonio colectivo arduamente ganado.
Un segundo evento fue “el cierre de la tabacalera” del municipio de Platón Sánchez, que colinda al noreste con Chiconamel. TABAMEX generaba empleo para los habitantes de la región, y los chiconamelenses vendían las cosechas conjuntas de tabaco. La tabacalera no fue cerrada, sino privatizada por el Grupo Pulsar, encabezado por el regiomontano Alfonso Romo, quien “fue de los beneficiarios de la política salinista de desincorporación y venta de paraestatales, ya que en 1990 compró Tabacos Azteca, S. A. y Tabaco Mexicanos TABAMEX” (Echánove, 2002, p. 161). Los agricultores de la región se vieron forzados a cambiar sus dinámicas de trabajo y convertirse en jornaleros, lo que disminuyó sus ingresos y mermó las relaciones laborales y sociales. Las consecuencias económicas han sido fuertemente criticadas por sus dinámicas de explotación. Como afirma Mackinlay (2004), quien ha estudiado el caso de la concentración de tierras y productividad del tabaco, al beneficiarse ampliamente de su trabajo y por ser, aunque sea en forma indirecta, sus empleadores, Grupo Pulsar hubiese podido desarrollar programas sociales para mejorar las deficientes condiciones de vida y de trabajo de los jornaleros agrícolas, sobre todo los jornaleros migrantes, que son en su mayoría indígenas (p. 46).
A partir de la privatización de TABAMEX, los campesinos chiconamelenses sufrieron la baja producción de tabaco; sin embargo, el caso específico de Chiconamel no ha suscitado ningún análisis; en cambio, se ha revisado en el municipio de Platón Sánchez:
En la región Huasteca el incremento de las migraciones de jóvenes se ha ido incrementando con el tiempo, como respuesta a la implementación de políticas neoliberales y crisis agropecuaria, como sucede en el municipio de Platón Sánchez, desde que se suscitó la privatización de la empresa Tabacos de México (TABAMEX) en 1990, reduciendo las opciones de empleo para la población indígena, situación que se sumó al poco éxito de los ganaderos locales, orillando a la población a optar por la migración de carácter rural-urbana que con el paso se ha consolidado entre los jóvenes de esta comunidad (Sánchez Albarrán y García Martínez, 2013, párr. 2).
Es importante señalar que los sujetos que mencionaban reiteradamente la tabacalera tenían 56 años o más, y todos radicaban nuevamente en el pueblo tras haber sido migrantes en otras ciudades. Es decir, generacionalmente, a estos hombres les tocó vivir, de manera directa o a través de sus padres y abuelos, el trabajo del tabaco; sus hijos, en cambio, representan la primera generación de la migración masiva hacia Monterrey.
Si bien estos fenómenos económicos y políticos afectaron a los habitantes, no transcurrieron en una línea directa de lo macro a lo micro; discurrieron por lógicas derivadas de la incidencia en su estilo de vida más inmediato, reconfigurando el devenir de los sujetos que conformaron la primera generación de migrantes en Monterrey, según su posición estructural. Al ser hombres jóvenes, casados o en edad de casarse, debieron responder al rol de proveedor. Al no hallar sustento para sí y sus dependientes a través del trabajo itinerante de la tierra, accedieron al otro modo tradicional de subsistencia: la migración; sin embargo, esta vez, se practicó como único medio de manutención familiar y por períodos más prolongados:
La gente siempre se ha ido, se iban a México, a Guadalajara. Siempre se iban y venían por temporaditas. A Monterrey llegué yo en el 96 y apenas habíamos [sic] unos cinco hermanos dispersos. Yo sé agarrar el azadón y la pala, pero ya no se pudo. Aquí aprendí; todos aprendimos de chiquillos [...] Pues era lo que nos tocaba. Si hubiera con qué, aquí estaría, pero ya no hay quién compre [las cosechas]. Ya la tierra no deja y yo también quería lo mío (H. Hernández, comunicación personal, 20 de junio de 2015).
Es importante advertir la coincidencia temporal: tanto las generaciones migrantes precedentes como las actuales hacen la visita al pueblo durante el otoño. Para las primeras, el ciclo agrícola les urgía presencia como mano de obra; para las segundas, las fiestas de mijkailjuitl —que celebra el retorno de los difuntos a la Tierra y al terruño— justifica la visita. La vuelta al territorio de origen se rige, en ambos casos, por un lazo estrecho con la tierra. Las actividades que justificaban el regreso de los migrantes de generaciones precedentes ahora se realizan en una escala mucho menor, como parte de la agricultura de traspatio. En épocas actuales, se sigue cultivando la flor de cempasúchil en otoño; los caminos de pétalos puestos durante los días de mijkailjuitl sirven para guiar a los difuntos hacia Chiconamel y hacia los hogares. Para los migrantes en Monterrey, el vínculo con la tierra, ilustrado en el nacimiento de las flores, despierta una movilización análoga, pues emprenden el viaje de visita al terruño. Estas visitas generan un flujo económico con el aporte de remesas monetarias y agilizan la circulación de los bienes y productos indispensables para el mantenimiento de las familias chiconamelenses; también ponen en circulación los vínculos afectivos, los saberes y las costumbres.
Elia: Cuando llegamos a Monterrey, ¿te acuerdas? [rememoraba junto a su hermana Paty en la casa de ésta en Monterrey] Todo nos daba miedo: nos codeábamos en el camión para ver quién le timbraba, porque hasta eso nos daba miedo y una vez, por miedo, nos fuimos muy lejos hasta que alguien hizo la parada al camión y aprovechamos para bajar. Vivíamos como dieciocho gentes en un cuarto en la colonia Tampiquito, en San Pedro; todos los días agarrábamos el camino largo para llegar a la panadería [donde Paty laboraba como vendedora; Elia la acompañaba a diario], todo por no pasar por “el David”,7 porque nos daba cosa ver al viejo encuerado.
Paty: A mí peor, me daba miedo que la gente nos viera viéndolo [añade entre risas] (E. y P. Hernández, comunicación personal, 5 de septiembre de 2017).
La situación de crisis emocional propiciada por la migración se manifiesta en la experimentación permanente del miedo, sobre todo durante la primera etapa. En este apartado, nos interesa comprender cómo el territorio regiomontano se resignifica a través del miedo experimentado por los chiconamelenses durante el proceso de adaptación y qué sucede, en términos emocionales, una vez que ese miedo es superado. El territorio y el miedo son indisociables más allá de una relación causa-efecto, ya que
se produce, por un lado, una simbiosis entre el lugar y el sentido del miedo. Y por otro, los sujetos que experimentan miedo en el lugar, viven su cuerpo como prolongación del lugar significado por el miedo. Así el miedo no sólo da sentido al lugar sino también se corporiza. El lugar y el cuerpo se constituyen en objetivaciones del miedo (Lindón, 2006, p. 10).
Al llegar a Monterrey, el principal miedo de los chiconamelenses es perderse en la ciudad. Esto los obliga a estar excesivamente atentos a su entorno, lo que resulta emocional, física y mentalmente agobiante. La gran cantidad de personas desconocidas convierte a todos en un riesgo potencial; ante esto, las mujeres y los niños son los más vulnerables. Los hombres, en cambio, no sienten miedo frente a los otros, sino vergüenza; es decir, que deben superar su propio miedo a la introversión para entablar una conversación, para pedir indicaciones, para solicitar un trabajo; ellos refieren la experiencia de adaptación también como “emocionante” por el encuentro con una sociedad mucho más variada.
La diferencia en cómo se experimenta el miedo resulta en la adaptación corporal de semirreclusión de las mujeres y de los niños dentro del hogar. La reclusión es reafirmada por las normas tradicionales chiconamelenses, que urgen a las mujeres a practicar y desear las labores domésticas, para las cuales, en palabras de Elia, “es indispensable que la mujer esté presente en cuerpo y alma”. La expresión de Elia señala el cuerpo como el sitio donde se percibe la experiencia emocional en tanto realidad individual, aunque también sea una realidad colectiva asociada al entorno sociocultural que la motiva. Ser ama de casa es motivo de orgullo para las chiconamelenses, pero no coincide con los códigos regiomontanos: “nos dicen sometidas porque estamos en la casa, pero por eso aquí hay muchos niños solos y muchos divorcios”. Aunado a ello, salir sola o con los hijos es una actividad condenada por los y las chiconamelenses que están en el pueblo, “porque ellos no saben que aquí hay más gasto, que tenemos que trajinarle; pero que una ande vendiendo sus cosas con los hijos no es andar de loca porque sí en la calle” (E. Hernández, comunicación personal, 10 de octubre de 2016).
La distancia geográfica que los aleja físicamente no significa un alejamiento en términos sociales, pues la normativa social, accionada a distancia, es uno de los vínculos que une a chiconamelenses migrantes y no migrantes a través del mantenimiento de sus costumbres, reglas, códigos y valores. Los tipos de relaciones se reconfiguran en la ciudad, donde se combinan las reglas —que pretenden conciliarse— de ambos territorios; esto se manifiesta en el temor experimentado por las mujeres ante la posible sanción social por buscar la manutención en la ciudad, mientras que los hombres temen no lograr los objetivos laborales y económicos que buscan, lo cual también repercutiría en una estigmatización comunitaria.
Es importante señalar la diferencia entre las emociones “miedo” y “temor”, ya que el miedo es un sentimiento que no tiene objeto definido, mientras que el temor sí lo tiene. El proceso de adjudicar al miedo un referente
que permita nombrarlo, significarlo, prevenirlo y controlarlo, implica la ejecución de tres mecanismos esenciales: un mecanismo de sobrevivencia que protege a los sujetos, un mecanismo de desarrollo que los impulsa a actuar y un mecanismo de conciencia identitaria que requiere del marcaje de las fronteras entre el yo y los otros, para ejecutar la acción (Portal, 200, p. 2).
Lo relevante para el análisis antropológico es la significación que los sujetos le dan a la emoción: para que se logre la intelección social del miedo —una vez expresado por un individuo e identificado su objeto para nombrarlo como temor—, las propiedades que denota deben pertenecer al repertorio emocional común del grupo social. Los elementos y valores que delinean la autoadscripción de los chiconamelenses incitan el resguardo de esos elementos con el fin de asegurar la identidad y la cohesión grupal para ubicarse plenamente en una posición social.
Así, con el paso del tiempo, el miedo al territorio material va disminuyendo, mientras que aumenta el temor a la pérdida de sus valores y tradiciones. Hombres y mujeres chiconamelenses hablan, literalmente, del “temor a la contaminación ideológica y cultural”, cuyos elementos vinculados, referidos por once migrantes (siete mujeres y cuatro hombres), pueden dividirse en tres tipos:
1. Valores: en primer lugar, el ateísmo y la diversidad religiosa; luego, el inicio de la vida sexual antes del matrimonio, la música y el cine con alto contenido sexual, la música en inglés que los padres no comprenden, el apego a la “cultura del dinero” y la falta de solidaridad entre los habitantes de la urbe.
2. El entorno social: la discriminación étnica, la explotación laboral, las aglomeraciones, el ruido “que roba la paz del alma y la mente” y la pérdida del tiempo por las largas distancias en la urbe.
3. Los recursos: la falta de tiempo, la carencia de espacios cultivables, la falta de carne de animales criollos, la falta de utensilios de cocina y la falta de aire puro, no contaminado.
El temor a la contaminación se expresa con mayor fuerza en lo que respecta a la educación de niños y jóvenes, quienes son más vulnerables a confundir los valores “reales” que deben observar en su vida, si bien los adultos también corren riesgo, pues “el diablo y las malas ideas siempre andan sueltas”; por eso el temor a la contaminación es permanente. En las mujeres recae la responsabilidad de dirigir y reafirmar los mecanismos que contrarresten el riesgo potencial de que se “eche abajo en un segundo lo que tantos años ha costado construir. Por eso siempre tenemos que andar con las antenas paradas” (E. Hernández, comunicación personal, 10 de octubre de 2016). Dado que pasan más tiempo con los hijos y administran los recursos familiares, son ellas quienes dirigen el devenir moral de sus familias. Además, la autoadscripción se reafirma mediante la religión; por lo tanto, es comprensible que las mujeres detenten un poder y estatus mucho mayor a través de los grupos religiosos que dirigen en la ciudad, conformados en su mayoría por regiomontanos.
Esta experiencia del temor a Monterrey —en tanto territorio potencialmente contaminante— es precisamente lo que justifica el anhelo permanente de retornar al pueblo, lo que significa alejarse del riesgo y salvaguardar su identidad. El objetivo de las familias es retornar en cuanto se logren las expectativas de cada una, y aplicar los conocimientos y recursos adquiridos en beneficio del terruño. Sin embargo, el ciclo de los migrantes de primera generación aún no se ha concretado: después de veinticuatro años, Humberto y Elia —los chiconamelenses con mayor tiempo de radicar en Monterrey— consideran que les faltan al menos siete años para terminar de construir su casa en Chiconamel y regresar definitivamente. Con la hija mayor titulada como maestra normalista (Cinthia), el segundo hijo en espera de obtener el mismo título (Jair) y el menor cursando el último semestre de la preparatoria (Eugenio), las responsabilidades económicas de los padres han disminuido, no así las morales de observación y vigilancia.
Mientras el ciclo migratorio no concluya, las visitas al pueblo para la celebración de mijkailjuitl ofrecen un espacio de defensa para contrarrestar el riesgo latente de perder valores y rasgos identitarios. En palabras de Elia, mijkailjuitl sirve para “recargarse de energía y de alegría”, lo que también entraña recargar los saberes y costumbres que fluyen en las socioestructuras de origen, así como reafirmar la pertenencia y el lugar de sí mismo en el mundo.
Durante mijkailjuitl se celebra la venida de las ánimas a la Tierra. Es un retorno que se realiza bajo la premisa de un “tiempo cósmico y cíclico que remite a los participantes del ritual hacia fuera del contexto ordinario y los pone en contacto con el mundo de lo sagrado, de lo divino o de lo sobrenatural” (Matta, 2006, p. 65). Las ánimas de los antepasados muertos regresan a visitar a sus familiares y amigos con la intención de no ser olvidados y recordarles a los vivos la inexorabilidad de la muerte.
En términos estrictos, mijkailjuitl comienza a mediados de julio, cuando se siembran las semillas de cempasúchil —que se cosechará a finales de octubre—, y concluye el 30 de diciembre, con el destape de los coles8 —los danzantes en quienes se corporeizan los difuntos—. En Monterrey, desde julio, los chiconamelenses experimentan un cambio en su disposición anímica; el alejamiento geográfico del terruño no implica un alejamiento emocional: “se puede abandonar físicamente un territorio, sin perder la referencia simbólica y subjetiva del mismo a través de la comunicación a distancia, la memoria, el recuerdo y la nostalgia (Giménez, 1996, p. 15). Los migrantes hablan reiteradamente de la visita al pueblo y sus actividades cotidianas se centran en organizar el viaje. La nostalgia —ese “estado de ánimo relacionado con el desplazamiento espacial y basado en una separación del lugar y de los seres queridos que dejan los viajeros” (Hirai, 2009, pp. 31-32)— que experimentan durante las semanas previas al viaje tiene la particularidad de ser una nostalgia alegre.
Concretamente, las prácticas de mijkailjuitl se llevan a cabo, anualmente, del 28 de octubre al 4 de noviembre. Cada día se da la bienvenida a una clase particular de ánimas:9 el 28 de octubre llegan las ánimas de los niños; por eso, los alimentos ofrendados este día no deben ser picantes, amargos ni contener alcohol; se colocan atoles, tamales dulces, leche y juguetes. A partir del 29 de octubre, las ofrendas incluyen todo tipo de alimentos; este día se da la bienvenida a los que murieron por accidente o de manera violenta. El 30 de octubre se ofrenda al “ánima sola”; son los muertos cuyos familiares no pusieron ofrenda, ya sea porque todos murieron, porque no se encuentran en el pueblo o porque se han convertido a otra religión. El 31 de octubre llegan “los limbos”, bebés nonatos o que murieron sin haber sido bautizados. El 1 de noviembre se recibe a los “nuevos fallecidos”, personas que murieron hace menos de un año. El 2 de noviembre llega el resto de las ánimas. El 3 de noviembre las ánimas “conviven” con los vivos; la ofrenda y los rezos se mantienen como los días anteriores. El 4 de noviembre concluyen las prácticas; se despide a los muertos en el panteón municipal con baile, música y comida.
La actividad que da inicio a mijkailjuitl el 28 de octubre es la puesta del arco de otate (bambú mexicano), recubierto de flores de cempasúchil, sobre la mesa donde se disponen las ofrendas.10 La mesa se cubre con un mantel bordado en punto de cruz; encima se colocan velas o ceras (la cantidad que los caseros puedan comprar), imágenes católicas, fotografías de los difuntos, “toritos” (pequeños portavelas de barro en forma de toros, venados, burros o caballitos), el copalero con copal de Castilla, los alimentos ofrendados y los pétalos de cempasúchil que forman un camino desde la entrada de la casa hasta el arco. Los alimentos indispensables son el pan de muerto, los tamales de frijol castilán y el chocolate; idealmente, también se ofrendan los platillos preferidos de los difuntos; no obstante, con frecuencia se incluyen sólo los alimentos que se pueden costear. Cabe aclarar que le llaman “arco” al conjunto de las ofrendas, mientras que “ofrendar” o “levantar ofrenda” significa comer los alimentos en compañía de familiares e invitados.
Durante nuestra visita a Chiconamel, todos los días desayunamos, comimos y cenamos en el arco que pusieron en casa de los padres de Elia. Doña Ofelia inauguraba la ofrenda sahumando los alimentos; luego lo hacía don Ramiro; después, el resto de los asistentes, ordenados de mayor a menor edad. Doña Ofelia y Elia me explicaron que el sahumerio sirve para que las ánimas incorpóreas puedan alimentarse de la ofrenda a través del humo caliente y de los olores que se desprenden; se debe pensar en los difuntos, darles la bienvenida en silencio, hacer una imploración íntima a Dios y a la muerte por la tranquilidad de las ánimas, y pedir por el perdón a los vivos. Mientras las mujeres me instruían en los significados del ritual, don Ramiro y Humberto disciplinaban a los adolescentes Iván y Eugenio, quienes reían entre murmullos durante el acto solemne.
El levantamiento de ofrenda se realiza bajo este mismo esquema en cada hogar chiconamelense: los alimentos calientes se disponen sobre la mesa, junto a los fríos, que siempre están en el arco; luego se enciende el copal y las ceras; cuando el copal está listo, todos los presentes deben ponerse de pie, guardar silencio, mostrar una actitud respetuosa y esperar su turno para sahumar. Es un momento en el que las personas expresan emociones de tristeza y melancolía mediante sollozos, llanto, una postura encogida de hombros y la cabeza gacha. Es pues, un espacio de gran expresión afectiva de la dimensión personal y subjetiva; pero es, asimismo, una emoción despertada por las costumbres de la comunidad, institucionalizadas en el ritual, que instruyen el respeto hacia una situación y hacia ciertos objetos considerados sagrados. Siguiendo a Durkheim (1982), el carácter obligatorio de la conducta asociada a ciertos objetos sagrados y a un contexto surge de las tradiciones y de las representaciones colectivas que se impone a los individuos (p. 22). De esta manera, el ritual está explicitado por su naturaleza socioemocional.
Inmediatamente después de los rezos, nos sentamos alrededor de la mesa para tomar los alimentos; primero los hombres, de mayor a menor edad; luego las mujeres invitadas. Las caseras nunca se sientan a comer con el resto de la familia porque, dicen los señores, “hay que atender a los demás. Se vería mal que ellas estén aquí sentadas cuando hay tantos pendientes”. Por eso las mujeres casi no participan en las conversaciones que forman parte del levantamiento de ofrenda. En la cocina, las conversaciones llevan un curso distinto: no se trata de rememorar el pasado, sino de cumplir con las labores cotidianas del presente. Sin embargo, las mujeres tienen la libertad de encontrarse con sus amigas, ya que las cocinas en Chiconamel se hallan en la parte trasera del terreno doméstico, en un espacio abierto que comunica al patio propio y al patio de las casas vecinas. Éste es un espacio eminentemente femenino, en el cual, como dijo María Catarina, “no están los hombres estorbando ni pidiendo cosas”. La ofrenda postsahumerio, en el discurso de los hombres, es un espacio negado a las mujeres; sin embargo, para ellas, es un espacio que no desean habitar.
El esquema tradicional de mijkailjuitl ha sufrido algunos cambios; por ejemplo, algunas familias colocan fotografías de parientes no difuntos, como los migrantes que ese año no pudieron visitar el pueblo y a quienes las ceras, el camino de flores y el copal les indican —como a los muertos— el retorno a casa. Otro cambio se ve reflejado en la fecha en la que se coloca el arco: aunque la norma marca que sea el 28 de octubre, los chiconamelenses no la acatan estrictamente; esto no representa una contravención grave ni para quienes incumplen con el requisito ni para los otros. En casa de doña Julia, así como en la casa de don Anastasio, siendo 30 de octubre, no lo habían puesto aún; en ambos casos, explicaron que esperaban la llegada de sus hijos migrantes para compartir la puesta en familia, lo que es más significativo para los individuos que la fecha en la que se coloque.
Estos cambios son posibles dado que los rituales no son hechos sociales anquilosados ni modelos estáticos. Cumplen una función específica grupal y, como afirma Segalen (2005), es la colectividad misma la que le brinda al ritual una posibilidad transformadora de sentido porque su instauración y mantenimiento depende precisamente del grupo que lo eleva a acción de verdad. El ritual, al ser lenguaje simbólico, no es inmutable; si bien no es susceptible de ser transformado por el individuo —puesto que es el resultado de factores históricos ajenos a él—, las relaciones y cambios sociales diacrónicos alteran más o menos rápidamente los significados del ritual. Siguiendo un esquema durkheimiano, los elementos esenciales que constituyen el ritual están dados por la presencia del grupo frente a frente, un foco común de atención y emoción compartidas y por las acciones no prácticas que se realizan con propósitos simbólicos (López, 2005).
En este sentido, el cambio de la fecha en la que se coloca el arco o la incursión de fotos de sujetos vivos migrantes no alteran radicalmente las bases fundamentales de mijkailjuitl, ya que los rituales religiosos “consisten en creencias obligatorias conectadas con prácticas definidas que se dirigen hacia los objetos definidos en tales creencias” (Durkheim, 1982, p. X); además, el ritual es, ante todo, un medio a través del cual se reafirman los lazos sociales de forma periódica para constituirse como una comunidad moral. Los migrantes ausentes o demorados ese año no son excluidos de la comunidad, aunque se hallen distanciados territorialmente; tampoco se ve trastocado el sentido de cohesión moral e identitaria.
La actividad más visible de mijkailjuitl es la danza de los coles, que ejecutan hombres de todas las edades. Éstos danzan por las calles del pueblo hasta dieciocho horas al día, organizados en cuadrillas de diez a doce individuos, acompañados de una banda de viento que toca huapangos. La mitad se viste de mujer: usan vestido y peluca. Todos portan máscaras de animales o de seres infrahumanos, y ropas viejas, coloridas y exageradas; la vestimenta, sus gritos de alegría y sus bromas para alegrar a los chiconamelenses hacen patente que se divierten porque las ánimas de los difuntos adquieren corporeidad en ellos; gracias a los coles, los habitantes pueden estar de nuevo en contacto con sus muertos y se ríen de la Muerte, superada los días de mijkailjuitl.
Los coles hacen paradas frente a los hogares en espera de que los caseros acepten sus bailes y se los retribuyan con dinero o comida de ofrenda. Los hombres son quienes aceptan o rechazan a los coles, salen a las banquetas y saludan efusivamente. Las mujeres se quedan en la entrada de la casa, desde donde pueden ver sus bailes aspaventosos y escuchar sus bromas, pero sin hacer contacto físico: “mejor acá de lejecitos porque la agarran a una y se ponen a bailar muy locos. Como ya vienen bien arreglados, luego ni se dan cuenta de lo que hacen” (E. Hernández, comunicación personal, 2 de noviembre de 2017). Elia se refería a que los coles se embriagan durante toda la jornada ritual; de esta manera, según me explicó Martín (quien ha sido cole por diecisiete años), alcanzan un estado que supera su propia identidad individual y logran dar rienda suelta a los deseos de las ánimas que, durante todo el año, esperaron los días de mijkailjuitl para bailar y reír en el terruño.
Esto significa también que los migrantes caracterizados en coles pueden aprovechar este espacio ritual para distanciarse de la rígida disciplina impuesta durante todo el año en la ciudad; danzar como cole les permite acercarse a los “compas” locales. En palabras de Luis, cuñado de Elia, participan “para que se den cuenta de que seguimos siendo los mismos y no nos olvidamos de nuestras costumbres”, así como para conectarse con sus compañeros migrantes, con quienes casi no conviven en la ciudad —o, si lo hacen, las relaciones se establecen a partir de las reglas urbanas—. En Monterrey, las reglas sobre el consumo de alcohol son impuestas por las esposas; en Chiconamel, el poder de las mujeres se ve menguado ante la presión de los “compas” y por el valor que ganan los hombres en territorio chiconamelense: “tenemos que hacernos respetar aquí frente a nuestra familia [en referencia a sus padres y primos]. Allá en Monterrey es otra cosa” (L. Franco, comunicación personal, 2 de noviembre de 2017). Es decir, quién y cómo administra el poder y las reglas matrimoniales es distinto en territorios diferentes.
El 4 de noviembre terminan las prácticas de mijkailjuitl con la visita al panteón en familia o en grupo. Cada grupo lleva a su banda de viento con coles que danzan alrededor de las tumbas. La seriedad que reina en el panteón en otros momentos del año desaparece y el espacio se torna festivo y alegre. Conforme van llegando los grupos, las ofrendas que lleva cada uno (y que se compartirán con el resto del pueblo) se disponen en una mesa comunitaria a la entrada del panteón. Las prácticas rituales de mijkailjuitl finalizan con esta convivencia, que concluye hasta bien entrada la noche, cuando todos los grupos han visitado ya las tumbas de sus parientes difuntos y todas las cuadrillas han bailado.
Durante mi primer año de trabajo de campo, las danzas en el panteón despertaron opiniones divergentes entre los habitantes del pueblo, los migrantes y las personas mayores de la localidad. Los primeros expresaban extraordinariamente su alegría con carcajadas, gritos, baile y contacto físico con los otros. La ingesta de bebidas alcohólicas los hacía trastabillar en sus bailes y excitaba las muestras físicas de afecto. En este momento de mijkailjuitl, los adolescentes y jóvenes de ambos sexos pueden beber alcohol con la licencia tácita que proveen los días rituales. Los migrantes que estaban de visita no se mostraban conformes con ninguna de estas circunstancias. A Azucena, hermana de Elia, le pareció que “se ha degenerado mucho la fiesta”, mientras que su cuñado Luis comentó:
Antes no andaban los coles emborrachándose tanto. Y los muchachitos dando vergüenza cayéndose de borrachos. Mucho menos veía usted a las mujeres entre los coles, bailando como si fueran coles. Eso nunca. Ahora las muchachitas no se dan a respetar ni respetan las tradiciones de los abuelos. Antes éramos puros hombres. Ahora parece que ya todos le entran (L. Franco, comunicación personal, 4 de noviembre de 2015).
Lo mismo opinaron doña Ofelia y don Ramiro; las demás mujeres no coincidieron. Tradicionalmente, sólo los hombres podían ser coles, pero actualmente las mujeres jóvenes se han ido incorporando a las cuadrillas debido a la migración y a la falta de hombres en el pueblo; esto también ha cambiado gracias al apoyo que las madres migrantes dan a sus hijas, habituadas a vivir en la ciudad con mayor autonomía. Para estas mujeres, ser coles es un espacio de acción ganado que históricamente les había estado prohibido; es una forma en la que las mujeres fomentan en sus hijas las tradiciones que les otorgan identidad, además de ofrecerles la libertad de acción y decisión que ellas no tuvieron en su juventud. Gracias a su experiencia migratoria en la ciudad, han ganado mayores libertades y una posición de poder individual que les permite imponer su opinión por sobre las normas, aunque esto genere tensiones entre ellas y con los otros.
Podemos decir que la ofrenda en el arco y el sahumerio son actividades privadas de tipo doméstico, responsabilidad de las mujeres; reflejan cuidado, compasión y bondad con los otros (vivos y muertos). El juego de los coles es una actividad pública en la que se exacerba la alegría, tradicionalmente ejercida por los hombres. Esta segmentación por género de los ámbitos público y privado ha sido expresada por estudios de género y feminismo. La construcción de espacios públicos asociados a lo masculino está vinculada a la producción cultural y a la agencia política; éstos son espacios remunerados y móviles (Fernández, 2005). Mientras que los familiares, asociados a lo femenino, son espacios estáticos, conservadores, reproductivos y no remunerados; aquí discurren los afectos, los cuidados y la atención hacia los otros, excluyendo así a las mujeres de la vida política (Smith, 2008). No obstante, como ya apuntamos, la expresión de las emociones también produce medios que se sobreponen a las reglas pautadas y evidencian las necesidades afectivas como agentes creativos de cambio y reestructuración del entorno.
Otro tipo de conflictos son generados por los obsequios que los matrimonios preparan para llevar al pueblo en la visita. Si bien su objetivo es mostrar las novedades que han hallado en la ciudad y manifestar afecto hacia sus conocidos, las remesas no siempre resultan inocuas, pues alteran evidentemente los espacios y las prácticas tradicionales. Los que generan mayor conflicto son los utensilios para cocina y los aparatos electrónicos para los más jóvenes. Los objetos y sus usos están vinculados a ideas que alteran los valores preeminentes del terruño, pues la migración connota un atentado contra los valores del bien común asociados a la comunidad (Castillo, 2017, p. 529). El abuelo Carlos piensa que “les meten ideas de la ciudad para que no se ocupen de sus cosas como mujeres, para que anden perdiendo el tiempo” y que a los jóvenes los alejan de la socialización comunitaria y de sus deberes.
No obstante, las mismas personas mayores reconocen, por experiencia propia, que la migración es un medio eficaz para resolver necesidades de subsistencia; sin embargo, su concepción es que los nuevos migrantes emprendieron la salida por falta de amor a la tierra, por “sacarle la vuelta al trabajo de la tierra, que es pesado”. Su juicio no se basa en razones económicas, sino en una cuota emocional: puesto que se han mantenido físicamente arraigados al pueblo, desde su perspectiva, también sienten que se encuentran más arraigados emocionalmente. Con estas actividades, se refuerzan o debilitan los lazos sociales y, sobre todo, se llevan a cabo negociaciones para reestablecer las relaciones entre migrantes y locales, al tiempo que se restablecen las relaciones de poder y prestigio. De esta manera, la transformación de las prácticas rituales tradicionales conlleva la transformación del contexto, es decir, se manifiesta la eficacia social que las emociones posibilitan (Barbalet, 2001).
Tradicionalmente, en Chiconamel, se celebraban, además de mijkailjuitl, otros dos eventos rituales cada año: el Carnaval en febrero-marzo y las fiestas de Nuestra Señora de la Asunción en agosto. Ambos eventos eran organizados por el Comité de Asuntos Vecinales y el Comité Católico, encabezado por el sacerdote del pueblo. De estas instituciones, a la fecha, ninguna pervive. El último sacerdote se fue del pueblo, sin previo aviso, hace dieciséis años. Las razones de su intempestiva salida son vagas, pero giran en torno a la carencia de los recursos básicos para oficiar y, sobre todo, a la falta de feligreses en el pueblo, pues la mayoría de los adultos había migrado.
Después de la sorpresiva partida del sacerdote, el Comité Católico siguió gestionando sus actividades, apoyado por los párrocos de los municipios cercanos; sin embargo, a la postre, el comité se desintegró. Estos eventos no afectaron la celebración de mijkailjuitl, puesto que nunca se ha llevado a cabo bajo la dirección de ningún grupo religioso o social. Como afirmó don Anastasio, “desde los abuelos no se necesita que nadie lo organice, mijkailjuitl se hace en las casas y en todo el pueblo junto”.
Por otro lado, hace catorce años, se registró la entrada al municipio de misioneros pentecostales llegados de los Estados Unidos; según Garma (2007, p. 82), “el pentecostalismo tiene una incidencia fuerte en localidades rurales, sectores urbanos populares de migrantes, y en comunidades indígenas”. Este fenómeno ha derivado, por una parte, en que los protestantes ya no celebren los eventos católicos y, por otra, en la exclusión de la vida política y económica de los nuevos conversos por parte de la mayoría católica que ostenta el poder político en el pueblo. Los protestantes de Chiconamel llevan una activa labor sobre la tierra, practican la explotación agrícola doméstica y, con la introducción de técnicas traídas por los misioneros, la apicultura. Estas actividades económicas tienen su justificación, desde el punto de vista de los protestantes como Briana, en mostrar “lealtad” al pueblo y a su tierra al explotar los recursos por limitados que éstos sean (B. Santos, comunicación personal, 1 de noviembre de 2017). Es decir, los nuevos conversos no migran y la apreciación que tienen de los migrantes es negativa.
Se parte, entonces, del hecho de que la migración masiva menguó la cantidad de habitantes en el pueblo y de que las personas son un elemento indispensable para realizar los rituales. ¿Por qué mijkailjuitl se mantuvo y aun se reafirmó con mayor fuerza a pesar de la migración, si las otras dos fiestas ya no se celebraron y si las tres celebraciones daban cohesión al grupo? Los tres rituales representan eventos “extraordinarios construidos por y para la sociedad” (Matta, 2006, p. 57), en cuya expresión se advierte la normativa social para un comportamiento específico durante cada momento del ritual y se caracteriza por el control explícito de la palabra, los gestos y las vestimentas. Los eventos extraordinarios, a su vez, se dividen en “formales” e “informales”, que representan polos clasificatorios opuestos (Matta, 2006, p. 57). Aquí me interesa argumentar que la fiesta de mijkailjuitl es un evento extraordinario que exhibe en sus prácticas rituales características tanto formales como informales y que, en este tránsito de un ámbito a otro, es precisamente donde se halla la razón de su permanencia e intensificación por sobre los otros dos eventos.
El carnaval, cuyo objetivo era la desestabilización momentánea de las estructuras jerárquicas que imperan en el contexto territorial, era al mismo tiempo menos centralizado, más espontáneo y despersonalizado, o sea, que no tenía una asistencia definida y reflejaba una estructura mínima. El polo opuesto era la fiesta patronal, cuya centralización elevada estaba definida por el objeto del ritual (la Virgen de la Asunción) y la asistencia de los devotos; la organización del ritual estaba altamente estructurada, así como el comportamiento y la expresión de las emociones, dejando poco o nulo lugar a la transformación y creatividad en un contexto donde, debido a la migración, se carece de los sujetos que reafirmen las estructuras normativas a través de las relaciones de poder que otorgan sentido al ritual.
Por su parte, el objeto definido que le otorga sentido al ritual de mijkailjuitl son las ánimas de los difuntos, es decir, la muerte. Éste atañe a todas las personas vivas, puesto que no sólo se trata de los familiares fallecidos, sino de los antepasados de la comunidad; al mismo tiempo, pone de manifiesto la inminencia de la muerte, que todos habrán de padecer para convertirse, llegado el momento, en parte del ritual desde ese otro espacio. La amplitud de la asistencia al ritual aglomera de manera particular a la comunidad en conjunto, a la cual le corresponden atribuciones y responsabilidades específicas durante todo su desarrollo.
La intensidad de la estructura de mijkailjuitl varía en concomitancia a los momentos clave del ritual, cuando se acentúan las actividades y funciones específicas que tratamos en el apartado anterior. Sin embargo, como también explicitamos, dichas actividades y actitudes demarcadas se realizan en un tiempo pautado por cada individuo o por cada familia, dejando espacio para la libertad de acción sin infringir las normas generales del ritual. Dado que estas actividades, que definen mijkailjuitl en su totalidad, no se realizan durante toda su duración, los chiconamelenses habitan espacios en los que se relajan momentáneamente las reglas de jerarquización. Las expresiones emocional y corporal, sometidas por las normativas que demandan ciertas actividades, se equilibran con la espontaneidad y libertad de expresión en otros momentos, también inscritos dentro de la temporalidad sacra de mijkailjuitl.
En este contexto de flexibilidad ritual, los migrantes tienen la posibilidad de reafirmar lazos sociales y afectivos, conforme a los tiempos en que puedan liberarse de sus obligaciones en el destino migratorio; incluso, cuando no logran hacer la visita, sus familiares los hacen partícipes mediante las fotografías. En Monterrey, dijimos antes, no celebran ninguna actividad propia de mijkailjuitl; sin embargo, durante todo el año, los copaleros, las máscaras, los inciensos y las fotografías de sus difuntos decoran las casas. Estos objetos de primigenio origen ritual adquieren nuevos significados como objetos estéticos y evocativos de una clase particular de emocionalidad que está estrechamente vinculada a su identidad, a partir de mijkailjuitl.
De esta manera, los objetos alusivos a mijkailjuitl que conectan transterritorialmente los espacios migratorios, según Humberto, son un recordatorio permanente de que no debe perderse el objetivo inicial de la migración. Él habla, literalmente, de una “preparación política, económica y moral para regresar y reconquistar el pueblo, que está en peligro de caer en manos del maligno”, en referencia a los nuevos conversos protestantes. De manera que, desde esta declaración, se explican en gran medida las estrategias, emprendidas por los hombres en la ciudad de Monterrey, de llevar una vida política, económica y religiosa muy activa; el destino migratorio aparece como un lugar de ensayo y aprendizaje para alcanzar un grado más depurado de poder. Se entiende que precisamente los días de mijkailjuitl funcionan como una plataforma política para los varones, ya que es un medio legítimo para ocupar una posición estructural significativa en la sociedad mediante mecanismos de poder y prestigio. Esto aplica no sólo para los sujetos migrantes, sino también para las instituciones.
Como constancia de esta afirmación, el gobierno municipal de Chiconamel, desde 2014, dio apoyos económicos a los coles y a las bandas de viento, afirmando, primero en eventos públicos menores, la importancia del ritual para el municipio en términos identitarios y políticos. En este contexto, Humberto ha estrechado los vínculos directamente con el cabildo y el presidente municipal; sus relaciones en Monterrey, con asociaciones civiles, universidades y la CDI local, le han valido el reconocimiento de los locales y las autoridades, quienes le han otorgado el grado de chiconamelense distinguido.
Las nuevas formas institucionalizadas del mijkailjuitl derivaron, en 2017, en actos públicos a los que se convoca, oficialmente, a todos los habitantes del municipio; se hacen concursos de arcos, de redacción de calaveritas de muertos (la cual no es una práctica común en Chiconamel, a diferencia de otros lugares del país) y de danzas de cuadrillas de coles, premiados en efectivo por las autoridades. Los concursos de danzas incluyen la participación de niñas de kínder a secundaria. Así, aunque los locales de mayor edad —y algunos más jóvenes— consideren que se está atentando contra las normas tradicionales, el auspicio del gobierno municipal, a través de las escuelas, es un elemento difícilmente rebatible por un grupo cada vez menos numeroso.
Dado que, en el ritual de mijkailjuitl, se ven condensadas las socioestructuras que priman en Chiconamel aun en momentos seculares —es decir, que es un espacio de producción cultural que tiene su asiento en una manifestación religiosa—, el intento del gobierno municipal por absorber mijkailjuitl le da una mayor incidencia en la vida pública y privada del pueblo; además, los sujetos ven en esta unión política-religiosa una oportunidad de ganar poder y estatus en las estructuras jerárquicas de la sociedad.
La disparidad que existe entre las producciones teórico metodológicas sobre el fenómeno migratorio internacional y sobre el interno tiene su fundamento en la trascendencia de las fronteras nacionales, que resultan más notorias en términos espaciales, económicos, políticos y sociales (Durand, 1986; Cruz y Acosta, 2015). Sin embargo, esta tendencia a privilegiar los estudios de migración internacional aduciendo una mayor complejidad no se sostiene si analizamos la complejidad del fenómeno interno: la diversidad étnica y lingüística ha rebasado las capacidades jurisdiccionales de los territorios políticos para contener, en sus definiciones locales y nacionales, la multiplicidad de adscripciones e identidades.
El análisis de la migración Chiconamel-Monterrey desde la transterritorialidad —un marco que no reduce el foco de análisis a los procesos económicos y geopolíticos para explicar el fenómeno— permite afirmar que las emociones originadas por la migración y el desarraigo son una fuente de motivación para accionar estrategias de adaptación, de comunicación con los otros, de negociación y de evaluación de sí mismo en distintos territorios. Asimismo, podemos decir que las visitas de regreso al territorio de origen, aun en un fenómeno migratorio interno, son altamente significativas para comprender los procesos de interconexión territorial, simbólica, afectiva, social y política.
Hemos visto que, durante el trayecto migratorio experimentado por los chiconamelenses, la interacción con el territorio y con los otros se ve modificada a partir de cambios sociales externos; esto resitúa constantemente a los sujetos migrantes dentro de un esquema vivencial en permanente transformación, derivado de medidas económicas neoliberales que incidieron en su entorno de vida más inmediato. Sin embargo, al poner el acento de análisis en las emociones, vemos que la autoadscripción chiconamelense revela características culturales sobre las que los actores migrantes esgrimen un discurso afectivo positivo, mismo que se confronta con las condiciones económicas y laborales precarias, producto de las medidas macroestructurales que afectaron su entorno social en el terruño y en torno a las cuales ejecutan estrategias de resguardo a fin de reafirmar la cohesión e identidad grupal en el destino migratorio; durante esta transformación, se enfrentan a nuevas modalidades relacionales de poder y de estatus por la nueva situacionalidad que significa la migración.
Los chiconamelenses tienen una lectura propia de la sociedad receptora y de los valores asociados a los elementos insertos en la estructura social, política y económica; así destacan los elementos que, según su percepción, otorgan legitimidad a los ciudadanos en Monterrey en los diferentes ámbitos de acción; ésos son los elementos en los que se enfocan durante su estancia en la ciudad. Sin embargo, las condiciones que le permiten a un individuo mantenerse en el territorio de origen o migrar están relacionadas con una clase de afecto colectivo entre locales que comparten una lectura afectiva similar del territorio, puesto que comparten la cultura y la identidad. En este sentido, es imprescindible reconocer la existencia de una motivación ulterior que impele a los sujetos a poner en marcha el cuerpo dentro del territorio que habitan al efectuar las actividades cotidianas. La motivación principal para los chiconamelenses se ancla en el anhelo del retorno definitivo y las visitas al pueblo durante las celebraciones de mijkailjuitl.
Si bien mijkailjuitl se inscribe dentro de un ámbito sagrado y cumple las funciones de dar cohesión e identidad al grupo, no se trata de una práctica alejada de los hechos externos que transforman la realidad cotidiana del pueblo; antes bien, precisamente porque el ritual está legítimamente institucionalizado, es un medio adecuado para expresar las necesidades prácticas de la comunidad local y migrante. A través del análisis de las emociones desplegadas en el ritual, constatamos que éste es también un medio gracias al cual ciertas prácticas devienen paulatinamente en hábitos. Cuestiones derivadas de la intensa migración crean nuevos escenarios que deben ser interpretados para dar respuesta a las necesidades emotivas que surgen de estos cambios.
Este proceso transcurre no sin conflicto, pues evidencia los cambios relativos de poder, así como la negociación y lucha por alcanzarlo. Las normativas socioestructurales de la expresión emocional en el territorio encuentran en la expresión ritual un medio legítimo para su propia institucionalización y mantenimiento, como modo de identidad y de relación social efectiva; por lo tanto, es también un espacio para legitimar el poder y el estatus individuales. Es decir, mijkailjuitl constituye un ámbito religioso y, al mismo tiempo, un espacio donde es posible dirimir problemas de otros campos pragmáticos gracias a su potencial unificador de identidad, derivado de su naturaleza ritual que constituye a la comunidad moral. Para otros espacios de migración transnacional, Rivera (2006) ha afirmado:
Así, las instituciones religiosas y las creencias y prácticas de fe no solamente posibilitan la participación de los inmigrantes en las sociedades receptoras [...] sino que son las prácticas de los fieles, y en particular las prácticas de religiosidad transnacional, las que pueden contener un potencial transformador, en tanto que generan organizaciones intermedias entre los niveles macro y microsociales mediante la socialización de problemas de la realidad cotidiana de los miembros de la comunidad —con información, asesoría y experiencia vivida— y les brindan nuevos contenidos sociales a los rituales religiosos (p. 54).
Mijkailjuitl, como un ritual altamente maleable en su estructura, genera posibilidad de participación en los dos ámbitos —cotidiano y extraordinario— en que se reproduce, lo que permite la reinserción temporal de los migrantes en la comunidad. Los recursos individuales para la relación social provienen de las experiencias individualmente vividas; no obstante, esos recursos son administrados socialmente. Los roles asignados para sancionar o ser sancionado son exacerbados según las características interseccionales y tienen más peso, de manera general, sobre las facultades ganadas individualmente. Por ejemplo, las mujeres se enfrentan mayormente a la imposición de normas que regulan sus deseos, las actividades que deben realizar y las que deben desear, y los espacios tradicionalmente posibilitados para su acción. Aunque las mujeres han ido adquiriendo mayor poder y libertad gracias a su experiencia migratoria en la ciudad, en el territorio chiconalenense los pueden perder fácilmente, pues la autoridad masculina sigue teniendo más valor, especialmente la que ejercen las personas mayores. Los hombres son quienes siguen ejecutando el poder político y económico desde los espacios públicos.
Los desplazamientos físicos que conllevan desplazamientos de emociones y de objetos emocionalmente evocativos de mijkailjuitl interconectan los territorios, a la par que alteran los escenarios y los significados originales de los objetos. No obstante, permanece su relevancia inmanente: el vínculo con el terruño, que es, asimismo, el vínculo con la tierra que mijkailjuitl propicia para los migrantes vivos y para los muertos; un vínculo que conecta a los migrantes que regresaban para realizar las cosechas en octubre con los nuevos migrantes en Monterrey, quienes hacen la visita de regreso en la misma época con el objetivo de recargarse de energía y superar la potencial contaminación ideológica y cultural acaecida en Monterrey. Las visitas de regreso a Chiconamel durante los días rituales evidencian la compleja vida migratoria transterritorial.