Resumen: Las movilizaciones actuales ponen en tensión discursos sobre los derechos humanos que han pretendido ser el centro de la política migratoria en México. La realidad reta a la autoridad, que no ha sido capaz de respetar los derechos humanos de su población y que se ha visto superada por el contexto de violencia que recoge víctimas cotidianamente. Este artículo forma parte del esfuerzo de reflexión que realizamos en el Seminario Permanente de Violencia(s) y DDHH en la Universidad Iberoamericana, cuyo objetivo ha sido repensar problemas estructurales de la región con perspectiva histórica. Proponemos un abordaje del contexto violento de México más allá de la llamada guerra contra el narco, de manera que se comprenda que la violencia no es una coyuntura casual impulsada por una estrategia de un gobierno particular, sino el resultado de un proceso histórico, lo que explicaría la situación en la que nos encontramos actualmente. Estudiamos, además el impacto que este contexto tiene en fenómenos cotidianos como la migración interna y externa, y cómo se invisibilizan hasta desaparecer a los protagonistas de estas movilizaciones. Se trata de una investigación cualitativa que utilizó bibliografía secundaria, hemerografía, revisión de bases de datos y entrevistas semiestructuradas.
Palabras clave:MigraciónMigración,movilidad globalmovilidad global,desaparicióndesaparición,desaparición socialdesaparición social,registroregistro.
Abstract: Recent migratory movements conflict with human rights discourses that are nominally at the centre of Mexican migratory policy. The reality of migratory movements contest State authority, which is unable to protect the human rights of its population and is overwhelmed by a context of violence that produces victims on a daily basis. This article is the result of reflections undertaken within the Permanent Seminar on Violence and Human Rights at Universidad Iberoamericana, whose purpose is to rethink regional structural problems with a historical perspective. We propose an approach to violent contexts in Mexico that differs from that contained within the so-called war on drugs. Our point of departure claims that violence is not the casual outcome of any particular government strategy or policy, but the result of a historical process that explains the present-day scenario. Our focus is on the impact of violent contexts on everyday phenomena such as internal and external migration, the invisibilization of its protagonists and their ultimate disappearance. We present a qualitative approach, based on secondary bibliography, press articles, databases review and semi-structured interviews.
Keywords: Migration, global mobilization, disappearance, social disappearance, register.
Artículos
Desaparecer migrando: violencia(s) social(es) e institucional(es) en México1
Migration as Disappearance: Social and Institutional Violence in Mexico
Recepción: 09 Septiembre 2020
Aprobación: 06 Enero 2021
Publicación: 04 Mayo 2021
El fenómeno actual de la migración pone al descubierto las contradicciones que entraña la movilidad global como signo imprescindible de nuestros tiempos. La movilidad global como paradigma político, económico y sociocultural revela su ambigüedad cuando los problemas de desplazamiento forzado y de la reivindicación del derecho de libre tránsito —más allá de las potestades nacionalistas— surgen como efecto de la exacerbación de múltiples violencias y condiciones de vulnerabilidad que afectan a grupos poblacionales específicos en diferentes contextos. La migración irregular es, en la mayoría de los casos, migrar por fuerza.
Las personas que migran obligadas por no encontrar formas o recursos para transformar sus propios contextos, estando fuera ya de su lugar de origen, no superan su situación de vulnerabilidad porque sus condiciones socio-económicas y culturales se extienden más allá de las fronteras nacionales. Las personas migrantes irregulares se movilizan sin contar con las condiciones económicas óptimas para garantizar su supervivencia o su seguridad; expuestas a la marginación, la criminalización y el racismo, enfrentan la militarización de las fronteras, los abusos de las autoridades migratorias (según sea el país de tránsito) y los efectos de las violencias propias de los contextos por donde transitan. En el caso de México, las personas migrantes (en su mayoría centroamericanas) corren el riesgo de ser deportadas o detenidas en alguna estación migratoria en condiciones de extrema vulnerabilidad o, bien, ser víctimas de algún delito que ponga en riesgo sus vidas.
Desaparecer o morir son algunos de los riesgos más grandes a los que se enfrentan quienes migran. Como sabemos, la desaparición de personas se ha convertido en el signo fatídico de, por lo menos, los últimos catorce años; las fosas clandestinas y las evidencias del secuestro o el reclutamiento forzado por parte del crimen organizado dan cuenta de la magnitud de los peligros. La historia reciente nos ha hecho testigos de violencias brutales ejercidas sobre los cuerpos migrantes: secuestros, masacres masivas y un número indeterminado de personas que, en su tránsito por México, desaparecieron. Las personas migrantes que desaparecen difícilmente entran en las estadísticas y registros oficiales; como veremos, antes de desaparecer, ya eran invisibles.
La desaparición de personas en México nos confronta con uno de los episodios más complejos y ominosos de los que podamos dar cuenta en la historia contemporánea de este país, no sólo por la proliferación generalizada del problema, sino por todos los factores que complejizan su comprensión. La intersección migración-desaparición es un ejemplo de cómo varían las formas en las que se puede presentar un problema; por eso, cuando se habla de desaparición en México es preciso advertir sus diferentes manifestaciones. Observar la especificidad de las violencias entre tanta variación nos permite aproximarnos a una comprensión sobre las circunstancias en las que se comete el crimen, los modos de operar y las razones que se encuentran tras la ejecución de una desaparición. Por eso, es necesario hablar de un fenómeno que se generaliza y, a la vez, que recae distintamente en cuerpos distintos entre sí. Por todo lo anterior, nos interesa estudiar la desaparición de migrantes, pues hemos visto en ésta un eslabón más de una cadena de violencias extendidas en el tiempo y el espacio; probablemente se trate del eslabón más atroz que evidencia el grado de vulnerabilidad de los cuerpos en tránsito.
Así, este trabajo tiene como objetivo reflexionar sobre la desaparición de migrantes en su tránsito por México y la vinculación de este fenómeno con un problema ulterior: la invisibilización social de las personas migrantes o lo que en este artículo reconocemos como “desaparición social”. Nos interesa la cuestión de la invisibilidad social porque consideramos que establece muchas condiciones para que la desaparición física suceda. La ausencia de cifras que nos den una idea sobre la dimensión del problema cuando se trata de personas migrantes es un indicativo de la cadena de invisibilizaciones que suceden antes de la desaparición física.
No es una novedad decir que la migración es un problema lleno de ambivalencias: desde diversas tesis y perspectivas, se pretende desentrañar las razones, los efectos y los retos que plantea para este tiempo. Decir “ambivalencias” no sugiere que el análisis sea dicotómico, más bien, significa que la cuestión de la migración evidencia las paradojas de un mundo que sí ha sido ordenado binariamente, razón por la cual hoy se muestran con mayor vehemencia las tensiones que se producen en concepciones tan asimiladas como las de “interior-exterior”, “ciudadano-extranjero”, “soberanía (independencia)-sujeción”, “inclusión-expulsión”, etcétera. Esta cuestión se clarificará más adelante.
En medio de tales tensiones, se erige la frontera como un ámbito de disputa material y simbólica; como dice Sergio Salazar (2019), “es una configuración dinámica de fuerzas, y la migración es el resultado del choque de fuerzas estructurales de disposicionamiento y fuerzas de traslado” (p. 127). La migración no sólo apunta a condiciones de movilidad y dinámicas de expulsión, sino también a procesos de reorganización social que cuestionan los regímenes de ciudadanías escindidas por la precariedad global y las violencias. Por esta razón, el estudio sobre las migraciones responde en gran medida al análisis de las estructuras sociales, políticas, económicas y culturales y, por lo tanto, a los procesos de invisibilización, expulsión selectiva y, más radicalmente, desaparición.
Según hemos dicho, la discusión sobre el fenómeno migratorio no puede reducirse al análisis dicotómico: es importante que reconozcamos desde un inicio que la relación entre movilidad global y migración está dada en función de la necesidad de generar redes continuas de producción social y económica que, al mismo tiempo que exigen y generan conexiones múltiples, también exacerban desconexiones (distanciamientos y expulsiones).
Dado que la movilidad global se materializa como un espacio (virtual y concreto) en el que sólo interactúan quienes pueden sostener o ser parte de tal necesidad de producción (material y simbólicamente), quienes no pueden formar parte de esas redes quedan expuestos al descarte, la expulsión, la invisibilización, la desaparición o el olvido. Entonces, no se trata de incluir o expulsar, sino de seleccionar los tiempos, los espacios y las condiciones en los que se produce la exigencia de la interacción, la conexión o el desplazamiento de los cuerpos. Por supuesto, las estructuras que señalamos líneas arriba son cuestionadas desde la movilización y el agenciamiento político autónomo de las personas migrantes en la actualidad.
Como dice Santiago López Petit (2009), la movilidad global —que es capaz de poner en tránsito tanto a personas como ideas y cosas— describe la lógica de la movilidad plural que se condiciona (p. 64). Nos parece que es justo el condicionamiento de la movilidad global lo que da sustento a los análisis recientes del fenómeno migratorio, mismos que abren interrogantes sobre la función de las fronteras y su relación con el sentido de exclusión. Como lo demuestra el actual fenómeno migratorio, la movilidad global condicionada responde a los problemas de marginación social y racismo. De esta manera, lo condicionado en la movilidad global determina el reconocimiento del derecho de tránsito o su criminalización.
En este tenor, es importante que observemos los criterios de selección que no tienen un movimiento unidireccional hacia lo que entendemos por exclusión, es decir, aquéllos que incorporan también el tema de la inclusión, puesto que, como dicen Mezzadra y Neilson (2017), “las fronteras también constituyen dispositivos de inclusión que seleccionan y filtran hombres y mujeres así como diferentes formas de circulación, de formas no menos violentas que las empleadas en las medidas de exclusión” (p. 25). De hecho, esto es lo que parece definir a los actuales regímenes migratorios: la movilidad global está delineada por la restricción impuesta a las personas migrantes irregulares, una restricción que se reformula en la categoría de inclusión, aunque no significa necesariamente lo opuesto a la exclusión, ya que se trata de una inclusión socialmente jerarquizada. En este sentido, la reflexión sobre la migración actual supera la visión economicista y nacionalista e introduce las perspectivas que plantean los temas de género, clase y raza a la luz de la desestructuración social que, de una forma u otra, caracteriza a los contextos migratorios (de salida y tránsito), estableciendo condiciones claras de inclusión y exclusión.
La estratificación social, que hace que quienes tienen acceso a mejores condiciones de vida —insistimos, no sólo económicas— estén cada vez más distantes de quienes carecen de ellas, no se diluye ni dentro ni fuera de la frontera. La gran paradoja en la que se inscriben los diversos éxodos humanos es la que se forma entre la idea de libre circulación, que caracteriza a las redes de producción socioeconómica, y la prohibición de la movilidad de determinadas personas a través de su persecución y el rearme de fronteras. En efecto, se trata de la materialización de la expulsión de ciertas existencias de las dinámicas de la movilidad global, así como de control. Por todo esto, es importante observar los signos globales, como dice Saskia Sassen (2015): “debajo de las especificidades nacionales de las diversas crisis globales se encuentran tendencias sistémicas emergentes conformadas por unas pocas dinámicas básicas” (p. 17).
Para analizar la cuestión migratoria regional y local es necesario considerar el fenómeno global y pensar que las fronteras, además de ser delimitaciones geográficas concretas que signan el sentido de la pertenencia nacionalista, son representaciones del orden social capitalista contemporáneo; como dice Estela Schindel (2020), es necesario manifestar
la importancia de ampliar conceptualmente la noción de frontera, que —como los estudios críticos de migración y fronteras en Europa vienen señalando desde hace tiempo— lejos de ser la demarcación de una línea clara entre unidades geopolíticas estables, estalla y se amplía abarcando no sólo enormes extensiones de los así llamados “terceros países” (estados no miembros de la comunidad europea) sino también anchos espacios de des-protección física y civil […] la necesidad de incluir y pensar más precisamente el rol del espacio, de la exposición prolongada a la intemperie, y de la agencia de lo que llamaríamos factores “naturales” en la constelación de elementos que dan forma al régimen de fronteras. (pp. 2-3)
Hablar sobre las actuales migraciones masivas es hablar sobre la perpetuación del control jerárquico de opresión y explotación, pero también sobre el alumbramiento de la autonomía de las migraciones o, mejor dicho, de los movimientos y luchas migratorios. Frente a la revelación de los factores que motivan la migración (irregular) de personas, surgen precisamente las preguntas sobre la precariedad económica, la crisis ambiental, la dominación política, los conflictos bélicos y las violencias sociales (entre ellas, la de género). Como dice Mezzadra (2005), “lo que unifica, en un nivel de abstracción elevado, los comportamientos de las mujeres y los hombres que optan por la migración, son la reivindicación y el ejercicio práctico del derecho de fuga” (p. 111).
El “derecho de fuga”, seguimos con Mezzadra, representa la impugnación del “derecho de movilidad” que, dicho de manera sencilla, muestra los estratos en los que está ordenado el mundo global y, al mismo tiempo, pretende redefinir las jerarquías sociales, ya que la movilidad se ejerce por anuencia de quienes estipulan las fronteras, y la permisión depende en gran medida de las condiciones materiales que definen tales jerarquías. En este sentido, el derecho de fuga representa, por lo menos, una posibilidad simbólica de deliberar sobre la permanencia geográfica. En teoría, el derecho de fuga es el derecho a movilizarse frente a la desestructuración social, la marginación social, la opresión política y social y los agravios de las guerras. Sin embargo, el tema es complejo porque “la fuga”, el escape, reafirma el sentido de “necesidad extrema”, y la necesidad condiciona, obliga o fuerza. Se tiene que reconocer que el derecho a huir tampoco se da por decreto; las personas migrantes han tenido que gestionar procesos de movilidad para disputar su derecho a transitar más allá de las fronteras que les otorgan sus estatus de ciudadanía.
Sin embargo, son las tendencias sistémicas, como señala Sassen (2015), las que revelan la profunda tensión entre el derecho de fuga y la dificultad que tienen las personas migrantes para mantener vigentes sus derechos más allá del reconocimiento de su ciudadanía y de la efectividad que puedan tener las políticas migratorias que implementan los estados nacionales.2 La precariedad y la vulnerabilidad caracterizan a las migraciones masivas de nuestra época; el “derecho de fuga” al que apunta Mezzadra presenta grietas importantes, dado que la práctica del mismo no revierte la estratificación socioeconómica, política y jurídica que supone la pretendida libertad de movilidad de las personas; una libertad que no pretende poner en riesgo la configuración cartográfica y simbólica de las fronteras. En este sentido, las grietas de la fuga de un porcentaje considerable de la población global redescubren las dificultades que enfrentan los propios estados nacionales para garantizar su determinación territorial, así como la continua reproducción de las situaciones de vulnerabilidad y violencias que intentan superar las personas migrantes más allá de las fronteras que las definen como ciudadanos de un determinado Estado nación.
De esta manera, las migraciones masivas resignificadas en su autoproducción y agenciamiento político, más allá de los estatutos jurídicos de las naciones, plantean el problema de la frontera como algo que se superpone a la movilidad global, “cristalizándose en ocasiones en forma de amenazantes muros que derrumban y reordenan los espacios políticos que alguna vez estuvieron formalmente unificados, atravesando la vida de millones de hombres y mujeres que, en movimiento o condicionados por las fronteras que los dejan sedentarios, llevan la frontera encima” (Mezzadra y Nielson, 2017, p. 24).
Este “llevar la frontera encima” determina los obstáculos que enfrentan las personas migrantes en su “fuga” de la precariedad económica, las violencias y la desestructuración social de cada uno de sus lugares de origen. Se dice que las personas migrantes habitan las fronteras y con ello reciben todos los efectos de éstas como dispositivos de control que legitiman los discursos securitarios de los que hemos sido testigos en los últimos años. La carga de la frontera reconfigura los mecanismos de invisibilización social que condicionaron la huida y, por lo tanto, del devenir migrante.
Nos interesa destacar el tema de la invisibilidad social porque en él encontramos el sostén del problema de la desaparición generalizada de personas; éste es fácil de identificar en el fenómeno de la migración porque la desprotección, el abandono y la vulneración son una constante tanto en los contextos de origen como en los de tránsito y destino. En este sentido, compartimos lo que dice Estela Schindel (2020) respecto a la importancia de
des-naturalizar, re-historizar y re-politizar el espacio de frontera en tanto producción social y no como mero trasfondo u objeto de las políticas y prácticas migratorias […] la ampliación de las zonas de exposición a la intemperie, a causa de las políticas de securitización disuasorias, ensancha y prolonga asimismo lo que caracterizamos aquí como nuevos espacios de desaparición. (p. 3)
Desde nuestra comprensión del problema, no se trata necesariamente de nuevos espacios de desaparición, sino de los primeros. Los primeros espacios de la desaparición son, precisamente, los que producen el borrado paulatino de determinadas existencias y el reforzamiento de las condiciones de precariedad, desigualdad y violencia que signan a quienes probablemente se convertirán en migrantes. De esta forma, “la des-protección no remite tanto a la remoción de las garantías ciudadanas que definen a la desaparición forzada de personas, sino más bien a la superposición de abandonos que se suman a menudo a estados de vulnerabilidad civil previos” (Schindel, 2020, p. 4). Tal superposición de abandonos es lo que marca las primeras formas de la desaparición de personas migrantes: ésta es primero social y luego física.
Con todo esto, entendemos que la precariedad, la vulnerabilidad y las violencias que marcan el paso de las personas migrantes son residuo de este continuum entre inclusión y exclusión. Las imágenes de migrantes varados en las estaciones migratorias a la espera del procesamiento de sus solicitudes de refugio versan, precisamente, sobre la funcionalidad de las fronteras para controlar el flujo bajo la sentencia de “lo irregular” o lo “ilegal”, que admite la posibilidad de volverse en su contrario o, en todo caso, de lograr pasar desapercibido, es decir, burlar la frontera.
El Proyecto Migrantes Desaparecidos (Missing Migrants)3 de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) tiene como objetivo documentar las muertes o desapariciones de personas migrantes durante su tránsito por las rutas migratorias del mundo (incluyendo a refugiados o solicitantes de asilo); desde el año 2014 hasta octubre de 2020, ha contabilizado 29 821 muertes de personas migrantes en las fronteras externas de los estados o en su camino hacia un destino internacional, es decir, las muertes que se dan en tránsito o movimiento (Organización Internacional para las Migraciones, s. f.); aunque hay que tener en cuenta que esta cifra está abierta al subregistro de los cuerpos de personas migrantes que no han sido localizadas en las rutas de estos espacios fronterizos.
Este dato es relevante no sólo porque muestra el impacto de los flujos migratorios sino porque reafirma que en la condición de “migrante irregular” se condensan los niveles más altos de vulnerabilidad: las muertes se registran en zonas de tránsito irregular en las que, a pesar de los diversos esfuerzos, es realmente difícil esclarecer el número exacto de decesos; sin contar las dificultades para documentar las desapariciones de personas migrantes que son invisibilizadas desde sus contextos de origen y cuyas desapariciones físicas “no se asocian a modos de violencia espectaculares o episódicos, como en la desaparición forzada u ‘originaria’, sino que se despliegan en el espacio y el tiempo de formas que no son mediatizables ni, a menudo, representables” (Schindel, 2020, p. 14). Estas formas son, precisamente, las que se narran en eso que ya anticipamos líneas arriba: la desaparición social.
La desaparición social como concepto es la antesala de lo que conocemos como desaparición forzada o la desaparición “otra”, es decir, aquélla en donde el crimen de la desaparición se vuelve aún más difuso y en la que las víctimas están fuera de los dispositivos de visibilización. Como apuntan Gatti e Irazuzta (2019),
en estas otras —migrantes descuartizados, mujeres violadas y olvidadas, cuerpos licuados— no hay ciudadanía […] Expulsados de la ley, quizá nunca reconocidos allí, ajenos a la “ficción originaria de la soberanía nacional” y al derecho, expresiones de la ruptura entre lo humano y la ciudadanía (Arendt, 2004; Butler y Spivak, 2009), anomalía fundamental, por tanto, es todo lo que hay en esas otras desapariciones que no son forzadas. (pp. 6-8)
La desaparición social designa la experiencia de quienes no son visibles socialmente, es decir, los que quedan olvidados o excluidos política, social y económicamente, aunque existan físicamente:
Sobre esos sujetos en su conjunto sólo cabe la suposición, la estimación, el cálculo aproximado. Probablemente operen sobre ellos técnicas de gubernamentalidad como los censos, probablemente sean considerados a partir de allí parte de la población, incluso una población (Chatterjee, 2008), pero no hay rúbrica jurídica subjetiva de esa operación de conjunto. Son individuos perdidos entre la población, pero no son sujetos, no son ciudadanos. (Gatti e Irazuzta, 2019, p. 11)
En el caso de las personas migrantes, la desaparición social, como dice Étienne Tassin (2017), representa el despojo de sus derechos y el borrado u ocultamiento de su presencia en el espacio público (pos. 1444). La designación de “migrantes irregulares” representa la materialización de la negación de su visibilización; como sabemos, las personas migrantes cargan el estigma de la expulsión o la reclusión y, como sostiene Tassin (2017), ésa es una forma de desaparecer (pos. 1462).
Por todo lo que se ha dicho hasta aquí, las movilizaciones actuales no se pueden explicar de manera binaria u otorgando argumentos sólo a factores expulsores o, en caso contrario, impulsores de la migración. Más aún, no podemos continuar con un enfoque que sólo abarque las razones económicas como pilar para las movilizaciones actuales. Como muestran los informes de la Red de Documentación de Organizaciones Defensoras de Migrantes (REDODEM)4 y de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH),5 si bien es cierto que la mejora económica es la razón principal para migrar, ésta se ve imbricada por las repercusiones del contexto precario al que deben enfrentarse las personas migrantes, permeado por periodos muy largos de violencia sostenida.
La violencia es el segundo factor para dejar el lugar de origen. Si nos centramos en los flujos migratorios de la región, tanto del Triángulo Norte Centroamericano (TNCA) como de México, se puede observar que el limitado acceso a servicios básicos, entre ellos el trabajo digno, se entremezcla con un contexto violento creciente desde, al menos, los años ochenta del siglo pasado; como dice Sergio Salazar Araya (2019), “la violencia es una de las lógicas centrales desde las cuales se ensambla espacial, económica y políticamente la producción de los procesos migratorios” (p. 119). Con esto queremos decir que las violencias que propician las desapariciones de migrantes en su tránsito (y destino) por México no surgen únicamente en el periodo de la llamada guerra contra el narcotráfico.
Los años ochenta estuvieron marcados por la crisis económica en la región, y México no estuvo exento de ello. Estados Unidos de América (EUA) era el principal socio comercial de México, lo que dejaba poco margen de autonomía en este tema y en otros de vital importancia para el país, como la migración. En ese momento, como ahora, las remesas constituían un ingreso de divisas importante para el país. De ahí que la Ley Simpson-Rodino6 generara temor ante posibles deportaciones masivas y el papel que tendría que tomar México en la contención de flujos irregulares hacia Estados Unidos. Las repercusiones no se hicieron esperar: por un lado, se cambió el patrón migratorio, que hasta entonces mantenía cierta flexibilidad y circularidad, a uno de corte más permanente, resultado de la regularización que acompañó la Ley; por otro lado, México inició su camino hacia lo que hoy es: una gran frontera de contención de flujos provenientes del sur que se dirigen hacia Estados Unidos.
Los años noventa se caracterizaron por una alta criminalidad en el país, sumado a un deterioro de las condiciones socioeconómicas, que hasta la fecha no han mejorado. A finales de los noventa, casi la mitad de la población mexicana vivía con menos de dos dólares diarios; un 15 % de ésta lo hacía con un dólar al día. Desde inicios del presente siglo, la situación ha empeorado: según los últimos informes del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) (s. f.), más de la mitad de la población está en situación de precariedad, como se observa en la Gráfica 1, lo que se podría considerar un contexto de violencia estructural sostenida.
Con este breve recorrido, se plantean dos cuestiones principales: por un lado, la necesidad de repensar el término violencia y, con ello, las razones por las que miles de personas deciden dejar sus hogares; por otro, la importancia de un análisis a profundidad del contexto de violencia en el que vivimos, que en muchos casos se ha relacionado con la llamada “guerra contra el narcotráfico” y que ha marcado sobremanera la proliferación masiva de homicidios y desapariciones. Sin negar el incremento del accionar criminal en el segundo lustro de este siglo, se debe considerar que desde los años noventa se fueron generando las condiciones para el estado en el que se encuentra México actualmente, no solamente en términos de seguridad y narcotráfico, sino también en lo que se refiere a las condiciones socioeconómicas que facilitan el avance de grupos criminales entre la población civil y fuerzas de seguridad del Estado (Azaola, 2008).
Los años noventa significaron la entrada de México a la globalización y, con ello, la aceptación del nuevo orden socioeconómico marcado por el fin de la Guerra Fría y el “ganador”, Estados Unidos. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) de 1994 selló la interdependencia, ya conocida, de México con Estados Unidos, dejando de lado un tema primordial: la migración. Esto no evitó que al menos un 10 % de la población mexicana se desplazara hacia EUA, lo que cambió no solamente la estructura demográfica, sino que impactó en factores sociales, culturales y, por supuesto, económicos de ambas naciones. México selló una dependencia anunciada décadas atrás, la cual, sin el contrapeso geopolítico que brindaba la Guerra Fría, lo dejó con pocas opciones de negociación.
Hacia finales del siglo XX, se puede hablar de que la agenda bilateral ya estaba “narcotizada” y que si bien éste no era el eje toral de las relaciones entre los dos países —pues lo comercial, e incluso lo político, tenían prioridad—, el narcotráfico elevaba su rango como un tema crítico […] En esta guerra, el Estado mexicano transforma su paradigma de acción, a uno de supervivencia. Por ello acepta el compromiso de colaboración con Estados Unidos. Sin embargo, es hasta 10 años después de que la Casa Blanca formuló esta propuesta, que el pacto se concreta en la Iniciativa Mérida. (Benítez, 2009, p. 221)
La agenda estuvo marcada por el gobierno estadounidense, que utilizó —y sigue utilizando— el argumento de la seguridad como comodín para imponer restricciones de paso de personas y para exigir que México opere como una barrera que evite la entrada de migrantes irregulares, sean mexicanos o de otros países de la región.7
Los ataques terroristas de 2001 consolidaron la agenda norteamericana impulsada durante la década anterior: la seguridad se convirtió en un tema relevante, siempre en relación con el flujo de población y mercancías en la región. La estrategia de Estados Unidos no se dejó esperar y firmó con Canadá (2001) y con México (2002) lo que se denominó “Fronteras Inteligentes”, un acuerdo de veintidós puntos para garantizar la seguridad fronteriza, el combate al tráfico de personas, drogas y armas, así como el flujo legal y ordenado de personas y mercancías.8 La colaboración consistía en la realización de operativos conjuntos de inspección en los puertos fronterizos más importantes. Para ello, el entonces presidente George W. Bush aumentó el presupuesto para la seguridad fronteriza en casi un 20 %, pasando de 11 000 millones de dólares a 13 200 millones (Gabriel et al., 2006).
En 2005, Estados Unidos buscó reforzar las Fronteras Inteligentes con la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN), que se convertiría en el marco de referencia para la cooperación en materia de seguridad entre las tres naciones. Ninguna de estas dos iniciativas fue aprobada por los Congresos de cada país, por lo que la cooperación estaba sujeta a los gobiernos en turno. De ahí que se buscara negociar un acuerdo de Estado que profundizara e institucionalizara la cooperación fronteriza. A partir de 2006, se iniciaron negociaciones para lo que después sería la Iniciativa Mérida, firmada en diciembre de 2008. Éste fue el primer acuerdo de cooperación con el extranjero para combatir un fenómeno en territorio mexicano; además, incluyó a la región de Centroamérica y el Caribe como complemento al Plan Colombia, impulsado a finales de los años noventa (Benítez y Rodríguez, 2006).
La Iniciativa Mérida trajo mayor securitización fronteriza, lo que dificultó y empeoró las condiciones de paso de los migrantes por territorio mexicano. Su principal meta era evitar el tránsito de drogas de México hacia Estados Unidos y de armas en sentido contrario, impidiendo la circulación de personas vinculadas a cualquiera de estas dos actividades. El gobierno norteamericano destinó un presupuesto para reforzar la infraestructura y la formación de los agentes migratorios y agentes de seguridad mexicanos; un monto que superó en un año los aportados años antes para la lucha contra las drogas (Benítez, 2009). La frontera sur mexicana se identificó como una zona porosa por la que el tránsito irregular de personas estaba poco controlado; el aumento del paso de migrantes debido a una crisis económica en la región —agravada por el Huracán Mitch (1998), que dejó destruidos a los países del Triángulo Norte Centroamericano y Nicaragua— obligó al gobierno mexicano a enviar más elementos de seguridad al área. Nuevamente, la securitización fronteriza fue la respuesta a problemas estructurales (pobreza, escaso acceso a servicios básicos, falta de cohesión social), agravados por coyunturas que obligan a la población a salir; estas personas se enfrentan con un muro que las obliga a cambiar sus rutas, lo que aumenta los riesgos en una zona que ya era peligrosa por las condiciones geográficas y climáticas.
La Iniciativa Mérida tenía una duración proyectada de tres años; sin embargo, se mantuvo durante el último periodo de George W. Bush y durante casi toda la administración de Barak Obama. Este acuerdo, que inicialmente firmaron Bush y Felipe Calderón como un esfuerzo común para la lucha contra las drogas, se fue entrometiendo poco a poco en cuestiones migratorias, creando un símil entre seguridad-narcotráfico-migración irregular,9 el cual se ha mantenido hasta ahora.10 Posteriormente, este acuerdo bilateral se vio reforzado por el programa “Comunidades Seguras”, lanzado por la administración de George W. Bush a finales de 2008, que planteaba una colaboración entre policías locales y la Agencia de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés). La idea era que la policía podía indagar sobre la situación migratoria de las personas que detuvieran por otras faltas y, en caso de sospechas, reportarlas a la ICE. Un año después de su lanzamiento, ya contaban con ochenta y una jurisdicciones y nueve estados colaborando con este programa, que continuaba en aumento. La administración de Obama lo convirtió en su programa estrella: para 2012 ya había sido implementado en mil trescientas comunidades, la mayoría fronterizas. Se planteaba que para 2013 abarcaría todo el territorio; sin embargo, el presidente Obama tuvo que anularlo el año siguiente por las críticas y errores en los que incurría.11 Sin mencionar que, a finales de ese año, una de las consecuencias de las deportaciones fue el aumento de niños sin padres que pasaban a vivir en orfanatos.
En 2014 se incrementó la presencia de menores no acompañados (MNA) que transitaban por México; organizaciones de la sociedad civil alertaron sobre el fenómeno y demandaron acciones del gobierno mexicano para proteger a esta población. Sin embargo, la respuesta del entonces presidente Enrique Peña Nieto fue lanzar el Plan Frontera Sur (julio de 2014), que dio continuidad a la política migratoria basada en el control fronterizo. Más aún, dicho plan lanzó diez lineamientos con un enfoque de “seguridad”; la migración fue tratada como un problema de seguridad nacional, dejando de lado la defensa de los derechos de los migrantes que transitan por México.
Esto se tradujo en un aumento de cuerpos de seguridad en la frontera, además de agentes migratorios para cubrir “los pasos ciegos” de la frontera sur mexicana. La consecuencia fue un aumento en el número de deportaciones, con situaciones de violencia y abuso de autoridad, lo que hizo más difusa la frontera e incentivó la aparición de rutas “más clandestinas”, incrementando la vulnerabilidad de los que las atraviesan.
En tanto, el gobierno de Obama destinó mayor presupuesto a la Patrulla Fronteriza para aumentar la vigilancia aérea y construir obstáculos en el paso fronterizo.12 Entre 2012 y 2014, se registró un número importante de deportaciones; de hecho, esta administración fue la que más realizó y en condiciones dudosas (cfr. Gómez Johnson y Espinosa, 2020).
Esta política migratoria bilateral se mantiene hasta la fecha. A pesar de que el actual gobierno mexicano, encabezado por Andrés Manuel López Obrador, intentó gestionar de manera “humana” este fenómeno, la presión por parte del presidente Donald Trump obligó al gobierno mexicano a enviar a la Guardia Nacional a la frontera sur. En respuesta, los migrantes han intentado transitar en masa, lo que se ha denominado “caravanas migrantes”.
En el 2000, aparecieron las llamadas “caravanas de madres” (Salazar, 2019, p. 132), organizadas para ingresar a territorio mexicano en búsqueda de sus hijos desaparecidos en el trayecto hacia Estados Unidos. Inicialmente, contaron con el apoyo de organizaciones de la sociedad civil —Comité de Familiares de Migrantes Desaparecidos de El Progreso, Honduras (COFAMIPRO), Movimiento Migrante Mesoamericano y Comité de Familiares de Desaparecidos de El Salvador (COFAMIDE)— para facilitar su ingreso y tránsito por territorio mexicano y garantizar su seguridad. A estas caravanas se sumaron algunos migrantes, quienes, aprovechando la “amnistía”, podían transitar sin eventos de violación de derechos y evitar ser víctimas del crimen organizado.
Las actuales caravanas migrantes se lanzaron como una estrategia ante los abusos y situaciones de inseguridad que enfrentan los migrantes, fruto de las políticas de securitización, tanto de México como de Estados Unidos. En 2018, se registraron tres caravanas, que salieron principalmente de Honduras y El Salvador, cada una con más de cinco mil personas. Aunque el gobierno de López Obrador otorgó inicialmente visas humanitarias a los transmigrantes, su discurso fue cambiando por las presiones de la administración estadounidense. Finalmente, México se comprometió con Estados Unidos a frenar la migración y desplegó a la Guardia Nacional en las zonas fronterizas, además de recibir a los solicitantes de refugio que están en espera de resolución del trámite en Estados Unidos. Sin una estrategia que combata los factores estructurales de las movilizaciones de personas, las políticas de seguridad no frenarán las salidas, como podemos ver en la entrevista realizada a un joven hondureño en 2019:
Entrevistadora: ¿Cuál fue el motivo para qué tomaras la decisión de migrar?, ¿cómo fue la situación previa a la salida?
Entrevistado: Pienso que antes (era) la situación económica en aquel tiempo, ya esta vez es por algo más diferente que salí de mi país.
Entrevistadora: Esta vez ¿por qué fue?
Entrevistado: Por amenazas por el crimen organizado, el narcotráfico. Querían secuestrarme, para que trabajara para ellos y yo no lo iba a hacer.
Entrevistadora: Y tus anteriores salidas ¿serían también migraciones forzadas?
Entrevistado: No, yo lo hacía más por situaciones económicas, por sacar adelante a tu familia, a tu padre, o esas cosas, pero ya estaba allá, es diferente el caso. (Entrevista, Albergue Casa Tochán, CDMX, 22 de enero de 2019)
Como ya dijimos, ante la precarización del cruce, los migrantes centroamericanos comenzaron a organizarse en caravanas para transitar de forma más digna por México. Sin embargo, a partir de 2019, con el argumento de garantizar la seguridad de los migrantes, el gobierno mexicano envió a la Guardia Nacional a la frontera sur.
En relación con las detenciones de personas en situación de movilidad en 2019, de acuerdo con registros de la Red [REDODEM], éstas se dieron en condiciones donde los derechos humanos de las personas fueron violados en diversas ocasiones. Según datos recabados por la REDODEM, 823 personas mencionaron haber sido detenidas en Estaciones Migratorias, de las cuales 138 nombraron no haber contado con condiciones dignas en la detención y al menos 69 declararon haber sufrido agresión física o verbal en el momento de la detención […] dan cuenta de una marcada tendencia a considerar la migración desde la criminalización de las personas en situación de movilidad. (Gómez Navarro, 2020, p. 23)
Además, el Instituto Nacional de Migración (INM) llamó a las empresas de transporte privado a solicitar documentación a los usuarios, lo que imposibilitó el tránsito libre por el país, no solamente de los extranjeros sino de los mexicanos que no contaban con documentos de identidad válidos. El estigma de la población en movilidad ha derivado en actitudes xenófobas en algunas localidades por las que transitan, lo que afecta también a los defensores que brindan atención a esta población. Así, el discurso de seguridad deja de tener sentido, pues pareciera que los peligrosos no sólo son los que vienen de fuera del territorio mexicano, sino la población que, por condiciones estructurales de precariedad e inseguridad, decide dejar sus hogares —incluyendo a los mexicanos—.
Al ver las imágenes de las redadas organizadas por el INM, la Guardia Nacional y la policía local, el “enemigo” que atenta contra la seguridad nacional de México queda muy difuso. Son familias enteras que se lanzan a un camino plagado de obstáculos y peligros; la mayoría, con la ropa que llevan, sin recursos, con el único apoyo de los albergues que van encontrando a su paso, completamente invisibilizadas. No nos referimos únicamente a una situación de irregularidad (en el caso de los extranjeros) o a la ausencia de identificación oficial (en el caso de los mexicanos), sino a la negación de su existencia. La política migratoria los niega pues sólo los concibe como infractores que hay que detener y deportar; no hay una voluntad de atención y mucho menos de registro. Así, su ausencia pasa desapercibida, junto con los episodios de violación de derechos a los que son sometidos. Por eso, si una persona migrante muere o desaparece en su tránsito hacia Estados Unidos o su lugar de destino, resulta muy difícil que sea reconocida como tal, que ingrese a un registro oficial y que se pongan en marcha los mecanismos para identificarla o localizarla.
Sabemos que la violencia contemporánea en México tiene como principal referente la expansión del crimen organizado y la llamada “guerra contra el narcotráfico”. Más allá del abordaje semántico de la violencia, lo que nos interesa destacar es la evolución de las formas de reproducción de la violencia (o las violencias), pues ésta se presenta como un fenómeno que crece constantemente y, sin embargo, el problema se aborda según la conveniencia coyuntural del tiempo en el que se vive. En este sentido, la caracterización de la violencia en México a partir del año 2006, el sexenio de Calderón y el ascenso abismal de los índices de criminalidad, nos obligó a hablar de la realidad que vivimos desde hace más de una década.
Marcelo Bergman (2012) se pregunta por el momento en el que México se convirtió en territorio de muchas y diversas manifestaciones de la violencia; comúnmente, ese momento se identifica con el inicio de una estrategia de seguridad que usaba como fundamento la confrontación directa con el narcotráfico —o con una facción de éste—; sin embargo, como advierte este autor, la violencia que conocemos hasta el día de hoy, no puede entenderse como un hecho espontáneo; por el contrario, cuando se inició la guerra calderonista, “México no había resuelto muchos de sus problemas […] La incapacidad de mejorar la oferta laboral para sus jóvenes, un sistema de movilidad social rígido, el esquema federal ineficiente […], la corrupción y tantos otros” (Bergman, 2012, p. 70) eran cuestiones que no habían sido atendidas y que, de algún modo, agravaron el desarrollo de la violencia. En este sentido, la violencia atribuible al narcotráfico opera más bien como un proceso, es decir, como “la secuencia dinámica de decisiones y hechos que se combinan entre sí para producir nuevos actos” (Bergman, 2012, p. 74).
De alguna manera, la violencia en México responde a condiciones sociales propicias para el desarrollo de conflictos internos, generados en el marco del combate al crimen organizado; dicho de otro modo, la violencia atribuible a la lucha contra el narcotráfico es el resultado de “las falencias de un Estado que ha dejado de cumplir con su función básica que es la de procurar seguridad” (Illades y Santiago, 2014, p. 359). Que se nombre “guerra” a la “persecución” de los grupos criminales representa no sólo la figuración de un enemigo interno al que hay que combatir, sino también la instauración de “un régimen de excepción de facto, y por tanto extralegal (un estado de guerra)” (Illades y Santiago, 2014, p. 330); éste no se reduce al enfrentamiento Estado-crimen organizado, sino que incluye el quebranto de los derechos y libertades.
Como Rossana Reguillo (2008) lo ha señalado desde hace ya muchos años, la precariedad socioeconómica, la baja esperanza de vida y las diferencias sociales son parte del “mapa estructural” en el que se despliegan las violencias asociadas a la juventud. Además, a la fórmula pobreza-expulsión se agregan las erráticas decisiones sobre seguridad que los últimos tres gobiernos nacionales —correspondientes a los sexenios de Felipe Calderón, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador— han tomado con el fin, según dicen, de garantizar la vida y tranquilidad de las personas, y que han devenido en la expansión y exacerbación de la violencia. Ésta ilustra el nuevo escenario; a decir de Reguillo (2008), la paralegalidad: “un orden paralelo que construye sus propios códigos, normas y rituales” (p. 221). En el contexto mexicano, advierte la autora, lo grave es que el Estado parece adoptar los mismos métodos de su “adversario”, en lugar de atender las problemáticas sociales de manera estructural.
Nuevamente, evocamos a Illades y a Santiago (2014) para decir que, en efecto, “la espiral de la violencia inicia con demandas básicas […] insatisfechas por el Estado” (p. 462). En otras palabras, la violencia como respuesta a esa falta de atención no es algo excepcional, pero sí las formas que ha adquirido su reproducción: el ascenso inusitado de los asesinatos, los secuestros, los robos, la explotación y comercio de los cuerpos —todo esto con una carga excesiva de espectacularización— y el paso inusitado a las desapariciones. Lo anterior nos obliga a volver a mirar una década atrás y descubrir, en el discurso sobre el enemigo interno, una deriva sumamente peligrosa que hizo evidente la vulneración de las vidas que siempre se han mantenido en la franja de la marginación y la injusticia social.
La desaparición contemporánea de personas nos ha obligado a extender el concepto propio de desaparición, pues ésta se ha diversificado a través de la historia y ha afectado y transformado, de un modo u otro, nuestros tejidos sociales.
A partir de 2006, la violencia se recrudeció en México; desde entonces, la migración irregular de personas mexicanas y de Centroamérica se ha dado en un contexto en el que las violaciones a los derechos humanos se exacerbaron. Como ya se ha dicho, las políticas securitarias migratorias han complejizado los procesos migratorios y han hecho todavía más evidentes los niveles de vulnerabilidad y desprotección que enfrentan las personas que buscan mejorar sus condiciones de vida o escapar de los ciclos de violencia de sus propios lugares de origen. También se ha mostrado por qué las llamadas violencias estructurales reflejan las condiciones de posibilidad de aquellos episodios extremadamente violentos que revelan todos los peligros a los que están expuestas las personas en tránsito por nuestro país.
Como se muestra en un informe reciente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (2018),
el 94.4 % de las personas migrantes proviene del Triángulo Norte de Centroamérica (Honduras, El Salvador y Guatemala), quienes tuvieron que dejar su país de origen por causas de pobreza y violencia en sus comunidades, los desafíos que implica migrar para tener nueva expectativa de vida para ellos y sus familias […] las principales razones por las cuales migran las personas del Triángulo Norte de Centroamérica son primero, razones económicas; segundo, la inseguridad, y tercero, la violencia. (p. 162)
Aunado a esto, las personas migrantes no sólo se ven obligadas, por una razón u otra, a abandonar su lugar de origen; además, permanecen en riesgo constante mientras se internan en nuestro país. Los principales problemas que enfrentan tienen que ver con la discriminación, el racismo, las condiciones cotidianas de inseguridad y el asedio del crimen organizado (Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 2018, p. 114).
El 24 de agosto de 2010, fuimos testigos de uno de los episodios más crudos en la historia contemporánea de la desaparición de personas en México: en San Fernando, Tamaulipas, fueron encontrados los cuerpos de setenta y dos migrantes; según la versión oficial que se difundió, fueron asesinados por el grupo criminal Los Zetas, el cual los secuestró para obligarlos a trabajar; resistirse pudo ser la causa de la masacre. En la masacre de migrantes, la desaparición es un momento relevante: el secuestro, el ocultamiento forzado de las personas migrantes por parte del crimen organizado y los problemas que subyacen a la identificación y traslado de los cuerpos de las víctimas a sus lugares de origen representan la relación masacre-desaparición.
De acuerdo con la investigación de Periodistas de a Pie (s. f.), una de las más extensas que se han hecho al respecto de esta masacre,13 desde un inicio el caso estuvo rodeado de muchas interrogantes que hasta el día de hoy no han sido resueltas, pese a las denuncias de los familiares de las víctimas. La fecha en la que se notificó el hallazgo es inconsistente con el testimonio de periodistas locales, quienes aseguraron haberse enterado de la masacre un día antes; algunas hipótesis apuntan a que ésta pudo realizarse como parte de una disputa del control del territorio entre Los Zetas y el Cártel del Golfo o el cobro de cuotas. Además, existen evidencias de que policías municipales estuvieron involucrados (Pastrana, 2020); a pesar de esto, no se ha investigado la probable participación de las autoridades. Cuando se redactó este texto, las quince personas detenidas y procesadas por la masacre seguían sin recibir sentencia.
Apenas unos meses después de la masacre de los setenta y dos migrantes, en marzo de 2011, 23 migrantes mexicanos salieron de Guanajuato con el objetivo de llegar a Estados Unidos, pero también desaparecieron. Se presume que fueron secuestrados en la misma región en donde sucedió la masacre de los 72 (de Alba, 2015). Nuevamente, según la versión de la Procuraduría General de la República (PGR), uno de los 23 desaparecidos fue localizado en una de las 47 fosas halladas en San Fernando, Tamaulipas, en abril de 2011; sin embargo, no hay certezas de esto, pues a la familia se le prohibió abrir el ataúd en el que supuestamente estaba el cuerpo de su ser querido.
En 2012, otro crimen atroz se reveló: el 13 de mayo, en el kilómetro 47 de la carretera Monterrey-Reynosa, el Ejército encontró 49 torsos humanos. Se determinó que los restos pertenecían a personas migrantes que habían sido torturadas, asesinadas y mutiladas (Ronquillo, 2020). Este caso se dio a conocer como la Masacre de Cadereyta; sin embargo, a pesar de la dimensión del crimen, no se abrió ningún proceso penal y el expediente fue destruido —al menos, ése fue el argumento que dio la Fiscalía del Estado de Nuevo León a la Fiscalía General de la República—.
Apenas en el año 2019, entre los meses de febrero y marzo, en Tamaulipas fueron secuestrados y desaparecidos cuarenta migrantes más mientras viajaban en autobuses (de Alba, 2019); la zona donde sucedieron estas desapariciones es la misma en la que se suscitó la masacre de los 72 migrantes. En este secuestro, según la investigación, las personas no fueron seleccionadas al azar sino según una lista que llevaban quienes las interceptaron. Una de las hipótesis centrales de estos casos de desaparición es que estos hechos pueden estar relacionados con el tráfico de personas.
Las desapariciones sistemáticas de autobuses con personas migrantes en el norte del territorio mexicano son evidencia de todas las terribles condiciones a las que éstas son sometidas cuando cruzan por nuestro país. La combinación del crimen organizado con las políticas securitarias migratorias reproduce de alguna forma las violencias cotidianas que las instan a huir. Robo, secuestro, cobro de cuotas para ser trasladadas hasta la frontera norte, trata de personas y el reclutamiento forzado son algunos de los problemas que enfrentan (Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 2018, p. 148).
Como podemos intuir a raíz de estos acontecimientos, la actuación del crimen organizado “no se puede entender […] sin la complicidad de las autoridades, pues destacan que en muchas zonas de las rutas migratorias carecen de vigilancia y seguridad de los grupos policiacos de los tres niveles de gobierno” (Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 2018, p. 161); la persecución y la discriminación de las que son objeto agravan la exposición de las personas migrantes a estos riesgos.
ara el periodo de 2006 a octubre de 2020, el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO) tenía reportadas oficialmente a 189 517 personas desaparecidas, no localizadas y localizadas en México; 77 322 personas permanecían desaparecidas o no localizadas. De la cifra general, el gobierno mexicano contabilizó 1 844 personas extranjeras desaparecidas, no localizadas y localizadas, y 17 161 sin nacionalidad de referencia. En este registro oficial, no hay datos claros sobre las personas migrantes en tránsito por territorio mexicano que permanecen desaparecidas (Secretaría de Gobernación, s. f.).14
Sin duda, la opacidad de las cifras oficiales respecto a las personas migrantes desaparecidas en nuestro país nos muestra el nivel de invisibilización del problema. La cuestión es compleja: el estatus migratorio irregular vuelve muy difícil el trabajo de documentación y registro de las personas que han ido desapareciendo en su trayecto hacia Estados Unidos. En el caso de las desapariciones de personas en México, sabemos que muchas veces los registros oficiales suponen un subregistro, una especie de “cifra negra” de la que no se tiene dimensión precisa; el subregistro puede ser de una dimensión tal que, pese a las evidencias de la tragedia, no alcanzamos a imaginar. Además, como sucede frente a otros problemas, el tema del registro de personas desaparecidas depende del reconocimiento explícito de los casos; dicho reconocimiento sólo es posible si familiares o personas cercanas hacen pública o denuncian la desaparición.
Como es sabido, no todas las personas se atreven a denunciar la desaparición de un ser querido; muchas veces por los riesgos que supone vivir en contextos en donde las violencias son tan diversas como extremas. En el caso de desaparición de personas migrantes, el problema es aún mayor, ya que la condición de movilidad supone, desde el inicio, un obstáculo para conocer la desaparición de una persona que se encuentra migrando de manera irregular y actuar frente a ello (Martínez-Castillo, 2020). Por ejemplo, la pérdida de contacto no siempre indica la desaparición de algún familiar que, se sabe, se encuentra en proceso migratorio:
para las familias de migrantes determinar que su ser querido está desaparecido no es necesariamente un proceso tan inmediato como suele suceder con las desapariciones que se dan fuera de contextos de movilidad […] la desaparición durante la migración se compone de, por lo menos, dos momentos: cuando sucede, y después, cuando la familia (o algún tercero) la reconoce, cuenta con información suficiente y reúne las condiciones para elaborar un proceso para aceptarla; el periodo entre estos dos momentos puede ser de horas o de años. (Martínez-Castillo, 2020, p. 80)
Los factores que determinan el reconocimiento de la desaparición y la puesta en marcha de un plan de búsqueda están ligados a las condiciones de vulnerabilidad y precariedad que enfrentan las familias en sus propios lugares de origen.
Por todo esto, el vacío que presenta el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas en el tema de la desaparición de migrantes nos coloca frente al reto de indagar sobre las formas de registro y documentación que, de manera paralela e independiente, realizan organizaciones civiles y colectivos de familiares de personas migrantes desaparecidas; frente a la invisibilización institucional y las violaciones a los derechos auspiciadas por las actuales políticas migratorias, estas otras formas dan soporte a la autonomía del movimiento migrante del tiempo presente.
Entonces, ¿qué registros y qué cifras pueden acercarnos a la dimensión del problema de la desaparición de migrantes en México? Como mencionamos al inicio, el proyecto Migrantes Desaparecidos de la ONU tiene como objetivo documentar las muertes o desapariciones de personas migrantes (incluidas las refugiadas o solicitantes de asilo) (Organización Internacional para las Migraciones, s. f.). Puede ser confuso que en este registro se hable de desaparición cuando lo que se registra son muertes; hasta donde entendemos, la idea de desaparición que prevalece en la metodología del proyecto tiene que ver con el proceso de reconocimiento e identificación de las personas migrantes fallecidas.15 Las muertes que registra son aquéllas que suceden
en accidentes de transporte, naufragios, ataques violentos o debido a complicaciones médicas durante sus viajes […] incluye el número de cadáveres encontrados en los pasos fronterizos que se categorizan como cuerpos de migrantes, en función de sus pertenencias y/o las características de la muerte […] Las muertes durante la migración también pueden identificarse en función de la causa de la muerte, especialmente si están relacionadas con la trata, el contrabando o los medios de transporte como en la parte superior de un tren, en la parte trasera de un camión de carga, como polizón en un avión, en barcos no aptos para navegar, o cruzando una valla fronteriza. (Organización Internacional para las Migraciones, s. f.)
Aunque conceptualmente la desaparición refiere la imposibilidad de ubicar el paradero de una persona y, por lo tanto, el desconocimiento de si ésta permanece con vida, la extensa documentación de fosas clandestinas en el territorio mexicano y la actual crisis forense nos advierte de la dificultad de disociar del todo el problema de la desaparición con el de la inhumación clandestina y la no identificación de cuerpos.16 Por esta razón, es importante no desestimar los registros de personas migrantes halladas sin vida.
Sin embargo, es imprescindible que, al mismo tiempo, se recuperen las evidencias de las desapariciones masivas de migrantes; no sólo porque es importante destacar las experiencias y herramientas creadas por familias buscadoras para hallarlos con vida, sino también porque pueden revelar la trama de complicidades y los delitos que se encubren con la desaparición: el secuestro, la trata con fines de explotación sexual y el reclutamiento forzado; algunas de las principales hipótesis que se tienen para entender a dónde van los migrantes desaparecidos.
Una hipótesis más tiene que ver con la falta de información que proporcionan los centros penitenciarios y de detención migratorios, en los que “no se respeta el derecho al debido proceso de los migrantes, les restringen la comunicación y no se informa a los consulados sobre sus detenciones” (Martínez-Castillo, 2020, p. 79), lo que representa una dificultad más para tener un registro confiable sobre personas migrantes desaparecidas en su tránsito por México o en movilidad hacia un destino internacional. Esto nos lleva a plantear la responsabilidad que tiene el Estado mexicano —y también los Estados nacionales de donde son originarios los migrantes— de informar puntualmente sobre las personas migrantes que permanecen en centros de detención carcelaria o migratoria, en condición de asilo o en proceso de solicitud, así como en situación de repatriación. La desaparición física es el culmen de la desaparición social e institucional.
De acuerdo con el Movimiento Migrante Mesoamericano, cada día desaparecen treinta migrantes en su tránsito por México para llegar a la frontera con Estados Unidos (González, 2020); cómo se materializa esa desaparición es una pregunta que se mantiene abierta y que manifiesta la importancia de saber cuántas y quiénes son, cómo, por qué y dónde están desapareciendo las personas migrantes.
El registro de personas desaparecidas en México es un ámbito en disputa como muchos otros. El registro, como un instrumento en donde no sólo se construyen las cifras, sino que se mapean o contextualizan, tiene impactos diversos. Generalmente, se procura responder a la “oficialidad” de las cifras con procesos de cuantificación diversos (ciudadanos o autónomos del Estado) que no reduzcan la realidad y las experiencias de la desaparición a una estadística neutral acorde con el proyecto político y económico de los gobiernos en turno. Así, la importancia del registro no está dada per se: su construcción y uso tienen diferentes horizontes y no se simplifican en la dimensión numérica del problema. Las cifras tienen impactos políticos y sociales, y pueden ser utilizadas para ofrecer, desde la gestión estatal, una idea moderada del problema para reducir la presión social y, así, mantener el control.
La cuestión es que, a través del registro, se pueden minimizar o invisibilizar las situaciones que nos interesan analizar. A pesar de esto, los procesos de cuantificación y documentación también pueden ser un insumo de contrapeso social y político capaz de revelar los vacíos de información en los registros oficiales, de señalar las inconsistencias metodológicas y denunciar su construcción tendenciosa. Como dice Paola Díaz Lize (2020), a través de las cifras también se hace crítica social y, frente al problema de la desaparición de personas en general, los otros registros permiten “hacer visibles situaciones consideradas intolerables (discriminación, muerte y desaparición, encarcelamiento, etcétera.) y denunciarlas en el espacio público local y global” (p. 6). Las cifras de personas desaparecidas no son sólo tales: la experiencia mexicana y la insistencia en tener registros confiables demuestra que la comprensión del problema implica reunir los elementos que permitan reconstruir y recuperar las vidas de las personas desaparecidas resignificadas, es decir, situadas en un tiempo y espacio para reconocer las condiciones que hicieron posible su desaparición.
El registro nos permite llegar a ese momento de resignificación; para muchos, la construcción del dato numérico representa una traducción de lo acontecido que no sólo se queda en el ámbito de la experiencia personal (Díaz Lize, 2020, p. 4); de hecho, “se sostiene que la realidad se constituye a partir de las experiencias vividas y acontecidas y que una de las vías para constituir la realidad de la desaparición y muerte de personas en situación migratoria son estas técnicas de factualización” (Díaz Lize, 2020, p. 5), es decir, de cuantificación.
Sin embargo, como dijimos antes, el registro no se reduce —o no debería reducirse— al dato numérico. La idea es que construya también cartografías de los diferentes escenarios de la desaparición y sirva para tener una representación sensible de las personas desaparecidas. Así,
el conteo es precedido por otra práctica social que es la de construir listas, aunque evidentemente una vez que hemos construido una lista iteramos entre listas y números, números y estadísticas. La lista permite pasar del mundo de la experiencia y del testimonio oral al de la realidad gráfica de la escritura (Goody, 2008) y, por tanto, inscribe de manera perdurable y desplazable una experiencia que de otra manera sólo existiría en una situación concreta o en las consciencias de las personas concernidas directamente por la muerte o desaparición de alguien. (Díaz Lize, 2020, p. 14)
En este sentido, la necesidad de saber la dimensión numérica, la cuantificación de la desaparición de personas migrantes, no sólo representa el “saber cuántos”; visibilizar, denunciar y narrar la desaparición de personas híper vulneradas por las violencias sistemáticas que se ejercen sobre los cuerpos en movilidad son algunos de los impactos que persigue el interés por conocer o construir registros sobre migrantes desaparecidos.
Como se vio reflejado a lo largo de este texto, nos preocupa el tema de la desaparición de migrantes a la luz de los antecedentes sociales, económicos y políticos de México como país de tránsito —y, actualmente, también como país de destino—. Observamos que este problema es la expresión extrema de una serie de condiciones que han transformado la vida de quienes devinieron migrantes en “una forma de existencia invisibilizada, sometida a abandono, expulsada de los cuadros normativos comunes” (Gatti e Irazuzta, 2019, p. 11).
Las personas migrantes que desaparecen —y mueren— en su tránsito por países como México son, en realidad, víctimas de una desaparición múltiple: los factores que las obligaron a salir (huyendo) de sus lugares de origen demuestran su desaparición social anticipada; la organización autónoma y el reclamo de sus derechos es la vía para oponerse a esa desaparición. Luego, en su búsqueda por encontrar un lugar en donde les sea posible mejorar sus condiciones de vida, los dispositivos desaparecedores se activan nuevamente a través de las políticas securitarias impuestas en las fronteras para impedir el flujo migrante; criminalizados y perseguidos, marginados por su estatus de “sin papeles”, les son negados sus derechos más básicos. Cuando finalmente la desaparición física se concreta —secuestros, esclavitud, reclutamiento forzado por parte del crimen organizado y muerte son algunos de los indicios con los que contamos al respecto—, es muy difícil asir una lista y una cuenta relativa que nos diga quiénes y cuántas personas migrantes se han quedado en el camino mientras buscaban una vida segura y digna. No hay registros de ellos y, una vez más, se les desaparece.
Es aquí donde cobra sentido volver la mirada a la desaparición de personas en los contextos migratorios. Si bien se ha discutido mucho sobre la importancia de no hacer de la desaparición de personas un problema de estadística —ya que las existencias de las personas ausentes deben reconstruirse y narrarse—, la realidad es que el registro sigue siendo una de las prioridades más fundamentales. Registrar y nombrar es una forma de construir espacios de “aparición” de las personas que han sido invisibilizadas y vulneradas de muchas maneras, y de las que hoy se desconoce su paradero; con el registro se busca, pero también se construye memoria. Por tal razón, reclamamos la necesidad de atender la complejidad que entraña la intersección migración-desaparición.