Resumen: Este artículo examina el papel de las emociones en las experiencias migratorias de hombres mexicanos deportados en Tijuana. Desde una discusión sobre la indivisibilidad de las emociones en la construcción social de la realidad, resalto la importancia de corporeizar el análisis migratorio a través de las emociones. Para migrantes y deportados en una zona fronteriza como Tijuana, las emociones surgen como reacción y en referencia a los procesos biopolíticos de la administración de la frontera; por lo tanto, propongo abordar la fenomenología de experiencias migratorias desde la sociología política de las emociones. Sobre esto, discuto cómo, dónde y de qué forma hombres mexicanos articulan, sitúan e interpretan el papel de las emociones en la construcción del sentido y significado de sus vidas, identidades e ideaciones, desde la condición de la deportación y su situada posición frente a una frontera. Utilizando datos de mi trabajo de campo, realizado entre agosto de 2021 y marzo de 2022, detallo estrategias, expectativas, esperanzas sobresalientes de resistencia y agenciamiento, fundamentadas en la sociología política de las emociones, de vivir en y desde una frontera como un deportado. Concluyo subrayando el carácter político y el papel de las emociones en los procesos migratorios y su participación en el análisis migratorio.
Palabras clave: Construcción social de la realidad, emociones, hombres mexicanos deportados, sociología política de las emociones, Tijuana.
Abstract: This article examines the role of emotions in the migratory experiences of Mexican male deportees in Tijuana. Based on a discussion of the indivisibility of emotions in the social construction of reality, I highlight the importance of embodying the analysis of migration through emotions. For migrants and deportees in a border zone such as Tijuana, emotions emerge in reaction and reference to the biopolitical processes of border administration; therefore, I propose to approach the phenomenology of migratory experiences from the political sociology of emotions. On this, I discuss how, where and in what ways Mexican men articulate, situate, and interpret the role of emotions in the construction of meaning and significance of their lives, identities, and ideations, from the condition of deportation and their situated position in front of a border. Using data from my fieldwork, conducted between August 2021 and March 2022, I detail salient strategies, expectations, hopes for resistance and agency, grounded in the political sociology of emotions, of living in and from a border as a deportee. I conclude by highlighting the political character and role of emotions in migration processes and their participation in migration analysis.
Keywords: Social construction of reality, emotions, Mexican male deportees, political sociology of emotions, Tijuana.
Dossier
En el corazón de la migración: la sociología (política) de las emociones de hombres mexicanos deportados
At the Heart of Migrancy: the (Political) Sociology of the Emotions of Deported Mexican Men
Recepción: 10 Abril 2022
Aprobación: 05 Septiembre 2023
Publicación: 12 Enero 2024
En mi segundo día en Tijuana, un viernes 13 de agosto de 2021, me dirijo hacia el Océano Pacífico para apreciar mejor cómo este muro fronterizo que delimita los territorios políticos de México y Estados Unidos se hunde en el mar, como un desajuste a su intento de “delimitar” lo que difícilmente se encuentra dividido. Aquí, en este espacio que comparte las realidades de Tijuana y San Diego, las expresiones de la migración se hacen visibles en cada rincón. “El muro”, que ha sido empleado desde diversas narrativas gráficas y está decorado e intervenido por varias expresiones artísticas, “narra” la historia de la frontera. La frontera, aquí, “habla”.
Al llegar a Playas de Tijuana, en al ápice de una tarde de verano, con un cielo azul y sol dominante, radiante, hay un aire de tranquilidad, casi idílico. Me encuentro en un mirador popular, agradecido de poder refrescarme del sol, desde donde puedo apreciar la vida desde la expresividad liminal de la frontera de dos Estados nación. Bajo el refugio —temporal— de la sombra, me detengo entre los sonidos de niños y niñas jugando en la arena, música proveniente de algunos establecimientos de comida cercana, y vendedores de esquites, helado y micheladas. Este horizonte y paisaje —idílico— que entremezcla mar, sol y playa no deja de estar bajo la mirada constante de un muro que detiene el paso, pero no el mar. Ahí empiezo a llenar mi mirada de emociones porque, como bien describen Blanca R. Ramírez Velázquez y Liliana L. Levi (2015), “mirar el paisaje provoca emociones” (p. 72).
Mientras me detengo para apreciar el entorno, escucho que algo pasa a mi alrededor. Volteo y percibo a todos mirando hacia el muro. No sé qué están mirando; voy buscando, entre las vallas, el motivo que pueda atraer esta atención. De pronto veo a un hombre joven escalando las últimas vallas del muro, a un salto de pisar en Estados Unidos. A mi izquierda hay un hombre vestido de negro, hablando fuerte con un celular pegado a su oreja. Está mirando fijamente hacia adelante: “¡Bájate!, ¡bájate!”, grita.
Me doy cuenta de que lo que estoy presenciado es el acto de cruzar extraoficialmente hacia Estados Unidos, puesto en escena por un “pollero”1 que busca conducir las acciones de un joven que, ya pisando la arena de la playa estadounidense, se ve confundido y agobiado. El joven trae una chamarra azul, pantalones de mezclilla, una gorra y una mochila. Está indeciso y se mueve torpemente. Hay una decena de personas aquí, todas paralizadas, en silencio, mirando fijamente. El pollero sigue gritando instrucciones: “¡Bájate! Ponte allí”. El joven no se mueve. Un hombre pasa y dice “Ya lo vio… ya lo vio”. El pollero continúa: “¡Corre!, ¡córrele pa' bajo!”. Enojado, el pollero grita: “¡Pa' arriba, wey! ¡Pa' arriba!”, insiste, “¡Arriba!, ¡arriba!”, pero el joven parece no entender y se mueve a la izquierda, da media vuelta y regresa.
“¡Agáchate!”, grita el pollero. “¡Agáchate, pendejo!”.
El joven no ha dado más que algunos pasos en territorio estadunidense cuando, repentinamente, una cuatrimoto de la Patrulla Fronteriza Estadounidense aparece, aprehende al joven y se lo lleva a través del cerro, donde lo pierdo de vista. El pollero, maldiciendo, da la media vuelta y rápidamente camina, alejándose de este “muro”. Nadie lo detiene; nadie interviene. Hay un momento de exhalación colectiva y la tensión empieza a desvanecerse entre todos nosotros, los espectadores. Como un globo que se desinfla, todos parecen exhalar tristeza y resignación. La frontera, aquí, hoy, se ha hecho visceralmente presente. Fuimos testigos de lo que Nicholas de Genova (2002; 2013) ha llamado “el espectáculo fronterizo”,2 donde la frontera y sus prácticas producen la ilegalización del migrante, naturalizándolo como una faceta de las biopolíticas fronterizas. Es por esto que Nicholas de Genova (2013) argumenta que:
El mero hecho de la aplicación de leyes migratorias y fronterizas activa sistemáticamente el espectáculo de las “violaciones” que confieren a la “ilegalidad” su objetividad fetichista y, por tanto, rompe la interrelación social sustantiva de los migrantes y el régimen jurídico del Estado de destino. (p. 1183; traducción propia)
Los que habían presenciado este espectáculo fronterizo ya no miran fijamente la frontera. Ya se van a otros lados, la mayoría camina hacia el mar. El pollero, sin buscar disimular su presencia ni sus acciones, logra dejar esta escena con una tranquilidad inquietante. La historia, ahora, continuará para este joven aprehendido por las autoridades fronterizas estadounidenses, quien ingresa no solamente en este espectáculo fronterizo, sino que ingresa, plenamente, en las experiencias de la migración mexicana hacia Estados Unidos.
No me sorprendería si, dentro de los próximos siete meses, este joven estuviera nuevamente en Tijuana, ahora como deportado, y buscando, nuevamente, ingresar a Estados Unidos por vías alternativas al ingreso autorizado fronterizo. Así resultó ser la historia de un chiapaneco que me encontré casi seis meses después de este evento, sentado en la banqueta de este mismo mirador, donde antes fui testigo de ese intento de cruce. Ahora, me topo con una faceta de lo que sucede después de la captura, con la historia de este joven chiapaneco que detallo a continuación.
El viernes 4 de marzo de 2022, me encuentro, nuevamente, caminando en el mismo mirador en el cual presencié un intento de cruce en agosto de 2021. Ahí, mientras miro el mar, se me acerca un hombre joven, con apariencia de tener no más de veinticinco años, que me pide una cooperación —un apoyo, como me dice—, agregando que “es que recién me deportaron”. Busco alguna moneda pero, al no encontrar una en mis bolsillos, le pregunto si tiene hambre y me responde que sí; le digo que mejor voy a comprarle algo de comer. Después de pasar muchos comercios cerrados, encuentro, unas cuantas cuadras más adelante, un puestito de tamales, donde compro unos tamales y un refresco. Con la comida en la mano, regreso hacia el mirador y me encuentro con el hombre con quien platicaba, caminando en sentido contrario.
Me acerco y digo “Carnal, te compré esto”, mientras le entrego los tamales. Me lo agradece y aprovecho para preguntarle: “Entonces, ¿fuiste deportado?”; “Sí”, me contesta. Mientras caminamos, le pregunto si me da la oportunidad de escuchar su historia, de platicar un poco con él sobre su experiencia de deportación. Le pido permiso para grabar la conversación, enunciando la total confidencialidad de ésta y sus fines puramente académicos. Me mira con cierta desconfianza y me dice que prefiere que no lo grabe, que le da pena su historia y que no le gustaría que ésta llegara a su familia en Chiapas. Guardo el celular y le digo que no hay problema, que no es necesario que lo grabe, pero que sí me gustaría conocer su historia. Me concede el pedido.
Me cuenta que es originario de Chiapas y que, hace menos de una semana, fue deportado a Tijuana después de haber pasado siete meses en una cárcel de California por el delito de haber cruzado la frontera de forma no autorizada. Él se encontraba haciendo su camino hacia San Diego cuando “la migra” lo agarró. Hace apenas unos días lo liberaron, después de que cumplió su pena de siete meses en la cárcel, y lo llevaron hasta Tijuana, de donde ahora no se atreve a irse. Cuando le pregunté si podía contarme un poco de su historia, de dónde viene y cómo ha sido su vida, me respondió, avergonzado, que tiene “mucha pena” porque su historia “no vale nada”. “Tengo vergüenza”, agrega, mientras agacha la cabeza.
Varado ahora en este lado de la frontera, este recién deportado busca hacer su vida en Tijuana porque no puede “regresar sin nada”; tiene que regresar “con algo”, me cuenta. Le pregunto si tiene intenciones de cruzar nuevamente hacia Estados Unidos, y rápidamente contesta que no, que no piensa cruzar otra vez. Me dice que no quiere regresar a la cárcel, que los meses que pasó allá “fue muy duro”. Ahora, en Tijuana, trata de sobrevivir cada día, mientras busca la forma de juntar “algo” con que regresar. Para ello, se está dedicando a vender cruces de palma, porque “no quiero robar”, explica. Piensa en irse a Ensenada a buscar trabajo allá. Le pregunto si se queda en algún albergue cercano y me dice que no, que duerme “por aquí” y “en la playa”. Me cuenta todo esto mientras caminamos; repentinamente, para y voltea hacia el cerro, dándole la espalda al mar. Ahora me indica que “voy p'allá”, señalando los cerros. Le agradezco su tiempo; en esta despedida, le deseo mucha suerte y nos separamos.
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Estas anécdotas son apenas algunas historias más que se suman a las tantas otras de intentos de buscar mejores condiciones de vida, donde el camino ha sido por estas vías “clandestinas” de la frontera mexicana hacia la esperanza que representa Estados Unidos en (algunos de) los imaginarios sociales.3 Son historias llenas de tensiones emocionales, atravesadas por un impulso de esperanza que mueve la migración y la movilidad por ésta y tantas otras fronteras. En ambas anécdotas se reproduce el “espectáculo fronterizo”, en términos de Nicholas de Genova (2002; 2013).
Estas historias, por lo tanto, son importantes marcadores epistémicos de comprensión de fenómenos migratorios. Son narrativas que nos agregan sensaciones y percepciones desde una mirada —situada— que interpreta a través del sentir (Peláez González, 2016).4Son experiencias que se vuelven capítulos de narrativas de vida —de la biografía de uno— que estructuran y posibilitan (re)configuraciones ontológicas e ideologías.5 Como bien dijo Maurice Merleau-Ponty (1997), “entre mí y todas las cosas, hay una distancia vivida [que] me vincula a las cosas que cuentan y existen para mí, y las vincula entre sí” (p. 301). Por lo tanto, “uno vive desde el cuerpo y lo sensible”, donde “las emociones se ubican en un puente entre el individuo y la sociedad” (Asakura, 2016, p. 74). Así, para aquéllos que son atravesados por la experiencia migratoria, Sara Ahmed (2000) sostiene que:
[...] las experiencias de la migración —de no estar en un lugar que uno vivía como su hogar— se sienten en el nivel de la encarnación, la experiencia vivida de habitar un espacio particular, un espacio que no está ni dentro ni fuera del espacio corporal. (p. 92; traducción propia)
El significado, por lo tanto, atribuido a una experiencia vivida es algo corporal porque atraviesa el cuerpo y es “parte” del cuerpo.6 Así, el cuerpo es la cartografía de las razones por la composición semiótica de la experiencia vivida (Ahmed, 2015) y se vuelve “un lugar” de la memoria (Nora, 2008). En su obra maestra sobre la cultura, David Le Breton (2006) sostiene que el ser humano experimenta el mundo “atravesado y permanentemente cambiado por él” (p. 11); así, el cuerpo se vuelve una extensión propia del “mundo” —volviéndose un cuerpo-mundo— en donde el cuerpo siente y experimenta el “mundo”. Le Breton (2006) enfatiza que lo que condiciona la forma de sentir el mundo no es el cuerpo, biológicamente constituido, sino el cuerpo como matizado culturalmente: el cuerpo como social, como sociedad. Por lo tanto, las emociones son parte indivisible de las experiencias; no hay experiencia que no “se sienta”. Consecuentemente, es importante hacer caso a Michelle Z. Rosadlo (1984) y “ver las emociones no como cosas opuestas al pensamiento, sino como cogniciones que implican al ‘yo’ inmediato y carnal, como pensamientos encarnados” (p. 138; traducción propia).
Para aquél que se entrelaza con la frontera —sea el migrante, el deportado, el refugiado o el investigador social—, ésta configura el tiempo de experiencia. En consecuencia, la frontera y la zona fronteriza, como es este espacio que abarca Tijuana, es un espacio emocional (Yuval-Davis et al., 2019; Galhardi, 2022).
Cuando redacté estos relatos en mi diario de campo, quería recuperar, lo más fielmente posible, las sensaciones que me invadieron durante toda esta experiencia de testificar un acto de intento de cruce extralegal y platicar con un recién derrotado, viendo, así, las “dos caras” del cruce. Busqué, en la escritura, capturar “algo más” que los “hechos”; busqué compartir las sensaciones y emociones sentidas en el momento, porque las sensaciones son más que estímulos y respuestas fisiológicas corporeizadas. Son representaciones sociales; son expresiones políticas; son “hechos sociales”, en términos durkheimianos.7 Ahí también están las emociones. Una forma de abordar la experiencia emocional de la migración es repensar, desnaturalizar y desmigrantizar las herramientas conceptuales de las formas de ver, describir y narrar fenómenos de la migración, y permitir pensar “a través del cuerpo”.
Partiendo de los fundamentos históricos de la investigación sobre migraciones, iniciada a mediados del siglo XIX con dos enfoques distintos —los “desde arriba” y los “desde abajo”—,8 la investigadora suiza Janine Dahinden (2016) propone desmigrantizar el análisis migratorio para recuperar la “esencia” de conceptos que, a lo largo del tiempo, han padecido de un uso irreflexivo y poco crítico. Dahinden es insistente en el hecho de que hay que revestir categorías básicas del análisis migratorio con una mayor reflexividad. Para ello, la investigadora aboga por una “desmigrantización” de la investigación sobre las migraciones que permita revestir las investigaciones desde nuevas consideraciones epistémicas y metodológicas que atiendan al componente transdisciplinario de los estudios de la migración. Desnaturalizar la investigación sobre las migraciones implica, como han argumentado incesantemente investigadoras feministas desde la segunda mitad del siglo XX, reconsiderar fuentes epistémicas, y una de éstas consiste en voltear el análisis hacia el cuerpo para “pensar a través del cuerpo”.
Pensar a través del cuerpo implica reconocer el papel explícito de las complejidades interseccionales que atraviesan el mismo, como migrante, como proceso de migración, como expresión de la migración. Según Rosaldo (1984), “A través de la ‘corporeización’, los símbolos colectivos adquieren el poder, la tensión, la relevancia y el sentido que surgen de nuestras historias individuales” (p. 141; traducción propia). Así, el cuerpo es un acto performativo; es un lugar y un espacio político, forjado dentro de la historia y articulado bajo las comprensiones históricas, del sexo y del género. Esto, por supuesto, engendra el cuerpo y lo hace del cuerpo un territorio semiótico en el cual las adscripciones sociales (como puede ser la clase social, la etnia, la tez de piel, sólo por nombrar algunas) son propiedades que determinan acciones, posiciones, interacciones, percepciones e interpretaciones sociales (Merleau-Ponty, 1997).
El cuerpo, como construcción social, es un territorio político sobre el cual, como señalan Katarzyna Krzywicka y María Elena Martin (2020), “se atraviesan discursos sustentados en una lógica heteronormada, androcentrista y cisexista, que denota la existencia de un estereotipo construido para cada género dentro del binario hombre-mujer cis” (p. 17). En todo esto, el cuerpo siente.
Sentir es una forma de exaltar el estar-en-el-mundo heideggeriano;9 es una forma de ver, estar y percibir el mundo; es una forma de conocer. Como nos recuerda Walter Mignolo (2021), “conocer y sentir son dimensiones interrelacionadas e indisociables de la cognición humana y de nuestra praxis humana (conjunto de prácticas y rutinas) de la vida. No se puede conocer sin sentir y no se puede sentir sin conocer” (p. 8; traducción propia). Por lo tanto, escribir y describir con tonalidades emocionales no separa la objetividad del hecho contado; más bien, incluye la percepción subjetivada dentro del relato, haciendo que la narrativa se vuelva más corporeizada. Por ende, buscar resaltar sensaciones emocionales en experiencias migratorias es una forma de recuperar los cuerpos presentes en las descripciones. Es una manera de corporeizar la escritura (Müller-Zettelmann, 2011).10 Es una forma, también, de hacer política (De Fina, 2017; Moscoso Rosero y Varela-Huerta, 2021). Por lo tanto, las formas de experimentar la migración desde esta perspectiva están indisociablemente vinculadas con las formas de experimentar el género. La experiencia es categóricamente diferente dependiendo de qué cuerpo lo experimenta (Boehm, 2012). Abordar la fenomenología migratoria desde la corporalidad de las experiencias en sí es considerar y articular el impacto ontológico de la migración sobre las realidades sociales y corporeizadas. Es percibir el cuerpo y sentir el cuerpo. Es resaltar las emociones y sensibilidades.
Las emociones, argumenta Nicolas Demertzis (2020), “no son de naturaleza biofisiológica autónoma e innata, sino que median entre las reacciones fisiológicas y las normas culturales” (p. 201; traducción propia). Las emociones, consecuentemente, figuran como un contorno hermenéutico de la comprensión de las formas de sentirse en una frontera, compuesto por las experiencias vividas de la migración. ¿Qué papel juegan las emociones en la vida cotidiana de un hombre deportado en Tijuana? ¿Qué nos revelan las emociones atravesadas por y desde una frontera? Y, por último, ¿cómo es sentir esta frontera desde la condición de la deportación?
En un contexto en el cual las experiencias son mediadas y guiadas por una constitución (bio)política de la administración de la frontera, resulta útil introducir, con mayor ímpetu, una mirada desde la sociología política de las emociones en los análisis migratorios, que reposiciona la dimensión política en el centro de las expresiones emocionales.
Tijuana es una ciudad con un poco más de 2 millones de habitantes (Instituto Nacional de Estadística y Geografía [INEGI], 2020);11 se perfila como el municipio más poblado de México y la sexta ciudad más grande del país. Según datos del INEGI (2020), de esta población, los hombres componen el 49.6 % y las mujeres el 50.4 %; además, cerca del 50 % de la población que vive allí nació en Tijuana, mientras que casi el otro 50 % proviene de otras entidades del país. Este dato es alrededor de un 6 % más alto en comparación con la proporción de “nativos” nacidos en Baja California —entidad de la que forma parte— con respecto a “extranjeros”.12 De acuerdo con el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal A. C. (CCSPJP, 2020), Tijuana se ubicó en el segundo lugar entre las ciudades más violentas del mundo en 2020, sólo por debajo de Celaya, Guanajuato.13 Adicionalmente, Tijuana ocupa el primer lugar en otro ranking: es el principal punto de retorno a México para aquellos mexicanos retornados —leer deportados— de Estados Unidos.
De acuerdo con la Unidad de Política Migratoria, Registro e Identidad de las Personas de México (UPMRIPD, 2022), entre 1995 y 2021, Baja California recibió cerca del 40 % de todos los mexicanos retornados a México desde Estados Unidos; Tijuana recibió el 32 % del total nacional de mexicanos retornados, equivalente a más de 4.5 millones de individuos en el acumulado entre 1995 y 2021. Como punto de comparación, el segundo lugar de los destinos de mexicanos deportados de Estados Unidos para la misma cohorte temporal lo ocupa Nogales, Sonora, entidad que recibió, en lo acumulado de esta serie histórica, alrededor del 11.5 % (UPMRIPD, 2022). En esta comparativa, Tijuana recibió casi 20 % más mexicanos retornados que el segundo mayor punto de retorno del país. Sea su proximidad con Estados Unidos o el hecho de que la frontera entre Tijuana y San Diego es la más transitada en el mundo,14 Tijuana no escapa a ser definida por ella, la migración y la deportación (De Genova, 2021). Además, según la UPMRIPD, en lo acumulado de 1995 a 2021, aproximadamente el 88 % de todos los deportados a México desde Estados Unidos han sido hombres adultos —mayores de 18 años—, porcentaje que se repite para Tijuana en el mismo periodo de tiempo. Pensar, entonces, en mexicanos deportados en Tijuana es pensar en hombres mexicanos adultos. Estos datos confirman que la experiencia de deportación de mexicanos desde Estados Unidos es esencialmente atravesada por la condición de género, en la que el hombre —el varón mexicano— es el arquetipo de las expresiones del tipo de deportado que llega a y perdura en Tijuana.
Así, entre 1995 y 2021, Tijuana fue destino de un promedio de 350 mexicanos deportados diariamente, la mayoría de ellos hombres adultos y originarios de otras partes de México (UPMRIPD, 2022). Llevados a un lugar desconocido, alejados y separados de una vida “del otro lado de la frontera”, para ellos Tijuana es frecuentemente visto y experimentado como un lugar “extraño”, donde las emociones se vuelven protagonistas de la enmarcación del sentido de estar, ser y vivir desde esta frontera. De esta población deportada que llega diariamente a Tijuana, muchos siguen su camino hacia otras partes de México, mientras que otros buscan reingresar a Estados Unidos. En medio de estas decisiones, una pequeña porción decide quedarse en Tijuana; muchos por falta de opciones de adónde ir y otros por cuestiones de querer cruzar nuevamente. La ciudad, para éstos que se van quedando, suele ser lo que Stephen Cairns (2003) describe como “extraños paisajes afectivos”, donde la percepción está sujetada a una oscilación emocional entre expresiones “paranoicas y estimulantes, melancólicas y entusiastas” (p. 8; traducción propia).
Pensar, entonces, en emociones que se expresan desde cuerpos de mexicanos deportados en Tijuana, cuerpos que son mayoritariamente masculinizados, desde varones, es pensar en su contexto ontopológico. Una ontopología, escribe Jacques Derrida (1998), es “una axiomática que vincula indisociablemente el valor ontológico del ser-presente (on) a su situación, a la determinación estable y presentable de una localidad (el topos del territorio, del suelo, de la ciudad, del cuerpo en general)” (p. 96). El cuerpo, en consecuencia, es un territorio epistémico y metodológico para negociar y navegar las estructuras de sentido desde la experiencia de la migración; de la experiencia de ser un deportado, de ser un mexicano deportado, de ser un hombre mexicano deportado en Tijuana. Tijuana, por lo tanto, es una expresión de “la migración encarnada” políticamente expresada.15 ¿Cómo sienten sus realidades aquellos mexicanos deportados que se han quedado en Tijuana? Una forma de responder a esta pregunta es analizarla a partir de las discusiones desde la sociología política de las emociones.
Las experiencias corporales, según Carolina Peláez González (2016), “responden a una historia social y cultural” donde “el cuerpo es tanto productor de sentidos como agente activo en la reproducción de conocimientos sociales” (p. 158). Así que ser mexicano y estar “en este lado” no es lo mismo que ser mexicano “de este lado”; de modo que la deportación es un evento ontológicamente estructurante que encuentra amplia oportunidad de expresión en zonas fronterizas como Tijuana. Sus vivencias emocionales son atravesadas por las experiencias biopolíticas de ser un deportado. Esto, nos dice Nicolas Demertzis (2020), es la esencia de la sociología política de las emociones.
La sociología política de las emociones es, como indica el concepto propio, un producto de la interacción entre la sociología política y la sociología de las emociones. Como una disciplina multi e intradisciplinaria, es relativamente reciente, y el politólogo Nicolas Demertzis (2013; 2020) es uno de sus mayores expositores. Como disciplina, busca estudiar las emociones desde su articulación con prácticas políticas, viendo, explícitamente, las conexiones entre las expresiones emocionales y las esferas políticas que enmarcan dichas emociones. Para el caso que nos concierne, que es entender el papel de las emociones de mexicanos deportados en Tijuana, la sociología política de las emociones es como una mirada analítica idónea para dicho fenómeno.
Mediante esta mirada es posible rescatar, y juntar, emociones con las configuraciones políticas que constituye el deportado. Como nos recuerda Demertzis (2020), “cualquier emoción puede adquirir un carácter político” (p. 14; traducción propia), ya que lo que les brinda el carácter político a las emociones es el escenario de donde surgen.
En Tijuana, las experiencias migratorias están en todas partes. Es una parte indivisible de ser y estar en Tijuana, forjada por las experiencias de la frontera y su fronterización (Nira Yuval-Davis et al. 2019).16 En este ordenamiento de la vida cotidiana, la frontera produce al deportado y es el escenario referencial de sus emociones. Ahí, sus emociones surgen en clara referencia a la frontera y la fronterización de sus vidas. Por lo tanto, la sociología política de las emociones permite vincular las expresiones emotivas de los deportados directamente con las configuraciones estructurales que contiene el deportado, como es la frontera, las políticas migratorias, de vivencia, de movilidad, entre tantas otras. Esto resulta de gran importancia para pensar las formas en las que el deportado “siente” Tijuana porque, como bien escriben Simon Susen y Bryan S. Turner (2011), “el cuerpo está emocionalmente cargado —al igual que nuestra relación corporal con el mundo—” (p. 76; traducción propia).
En esta constitución, las expresiones emocionales que describen y configuran las experiencias vividas de deportados están, enfáticamente, vinculadas con el proceso político de la biopolítica de la administración de la frontera. “Es importante”, afirma Hiroko Asakura (2016), “dejar de ver las emociones como respuestas individuales y comenzar a considerarlas como un puente entre el individuo y el mundo, donde se desdibujan las fronteras” (p. 75). Por lo tanto, al considerar las emociones de deportados resulta fructífero hacerlo desde un enfoque de la sociología política de las emociones.
“Welcome to Tijuana. Tequila, sexo, marihuana”, canta Manu Chao en su clásico disco Clandestino de 1998 (Chao, 1998b, 26m26); el coro continúa diciendo “con el coyote, no hay aduana” (Chao, 1998b, 26m36), haciendo una referencia explícita a una propiedad esencial de Tijuana: la frontera y su porosidad. No sólo eso, sino que, al hacer referencia al coyote, Manu Chao está efectivamente capturando una larga y consolidada historia de la migración mexicana que se devela en puntos fronterizos como Tijuana. Es un eco de un sentimiento histórico que se rehúsa a quedarse varado “de este lado”, determinado en buscar el paso hacia “el otro lado”, sea por las vías administrativas oficiales fronterizas o por caminos extraoficiales que surgen en los cerros, ríos y en el desierto (Durand et al., 1999). Ser clandestino es ser también indocumentado en Estados Unidos. La indocumentación, por lo tanto, es uno de los factores que conlleva a la deportación. La deportación, entonces, es una extensión de la jurisprudencia de la legalidad de la movilidad que engendra conceptos como “clandestino” e “ilegal” y conforma la condición política del deportado y sus percepciones ontopológicas, en sentido derridiano. De forma perspicaz, Manu Chao (1998a) recupera algo de esta posicionalidad en su canción “Clandestino” al cantar: “Sólo voy con mi pena, sola va mi condena. Correr es mi destino, por no llevar papel” (Chao, 1998a, 01m01).
No es casualidad que Tijuana se haya consolidado históricamente como el primer punto de retorno para deportados de Estados Unidos a nivel nacional. La posicionalidad y constitución sociopolítica de esta ciudad está forjada en una historia que se desarrolla sobre las bases de una mirada del imperio,17 donde una identidad es edificada sobre la dominación de otra. Franz Fanón (1983) ya decía que “el mundo colonizado es un mundo cortado en dos” (p. 18). Tijuana, por lo pronto, se construye a un lado de esta línea, mirando —arduamente— desde el “querer ser” —la posibilidad— parte de un “sueño” que se desarrolla, principalmente, “del otro lado” de la frontera. Bajo la mirada del imperio de Estados Unidos, Tijuana existe con la envidia de un querer ser; una mirada colonizada. Como diría Franz Fanón (1983) “el colonizado es un envidioso” (p. 19).18 Ahí Tijuana logrará su encuentro con el sueño americano: buscar saciar la sed y los gustos “prohibidos” de Estados Unidos.
En el seno del movimiento prohibicionista de Estados Unidos a lo largo de la segunda década del siglo pasado, Tijuana encontró una oportunidad en una creciente clientela que se dislocaba por la frontera hacia esta entidad buscando eludir las políticas prohibicionistas de Estados Unidos y beneficiarse de las cantinas, bares y antros (Cairns, 2003; López, 2004; Bender, 2012). Es así como Oscar J. Martínez (1994) detalla que, para la década de 1920, “Tijuana había alcanzado fama como patio de recreo para los estadounidenses que buscaban placer” (p. 21; traducción propia), creando una nueva idea de mexicanidad asociada con “Sodoma y Gomorra”, reproducida extensamente en las caracterizaciones cinematográficas de Hollywood que perpetuaban la imagen, idea y percepción de una frontera como “una división entre el progreso y el atraso, entre el bien y el mal” (Martínez, 1994, pp. 21-22; traducción propia). La frontera, y la idea de lo que separaba, promovió la idea del mexicano como “el bandido” y de lugares fronterizos —como Tijuana— donde reinaba el vicio, el sexo y las drogas (Velázquez García, 2008).
A lo largo del siglo XX, esta relación se perpetuaría en el imaginario estadounidense y sería aprovechada por economías como las de Tijuana, que buscaron ofrecer —con mayor facilidad— lo que no era tan asequible en Estados Unidos. Así, paulatinamente, Tijuana fue desarrollándose sobre las ganancias de una economía del inframundo del vicio, el sexo y las drogas, acelerado por una frontera porosa e interesada. A tal grado ha sido la asociación de la realidad social de Tijuana con la simbología de “Tequila, sexo, marihuana”, como cantaba Manu Chao (1998b), que, el 25 de mayo de 2018, el ayuntamiento de Tijuana registró, formalmente, “Tijuana” como una marca registrada, con la finalidad de promover la ciudad bajo otros elementos que se desprenden del vicio, el sexo y las drogas (Borbolla, 2018). La identidad de Tijuana está en constante negociación, mediación y construcción.
Sin pretender hacer una revisión exhaustiva de la historia de las políticas migratorias entre México y Estados Unidos, es importante denotar que dicha historia ha sido perfilada por retóricas xenófobas, nativistas y racistas que han moldeado los enfoques, contenidos y alcance de las políticas migratorias estadounidenses, en las que el mexicano indocumentado ha sido, recurrentemente, el chivo expiatorio para los males sociales y económicos que atraviesa la sociedad estadounidense (Bustamante, 1972; Anzaldúa, 1987; Massey et al., 1990; Chavez, 1992; Bergquist, 2008; Zolberg, 2008; Alarcón, 2011; Henderson, 2011; Fitzgerald y Cook-Martín, 2014; Caldwell, 2019).
Bajo estos pretextos, circunscrito en una construcción emocional racista que pauta al mexicano indocumentado como una “amenaza” y un “no deseado”, los aparatos de control, manejo y vigilancia fronteriza se expanden, dislocándose de la frontera, para moverse hacia el territorio político de Estados Unidos, multiplicando efectivamente su presencia en el seno de las sociedades estadounidenses (De Genova, 2002; 2013; 2021). Un claro ejemplo es la expansión del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE por sus siglas en inglés); como dicta el reporte reciente del Centro de Privacidad y Tecnología del departamento de Derecho de la Universidad de Georgetown, el “ICE ha construido su sistema de vigilancia y arrastre cruzando líneas legales y éticas” (Wang et al., 2022, p. 1). Ser un migrante indocumentado se convirtió, en el transcurso del siglo XX, en vivir como un migrante “ilegal.”
La paulatina constricción de las políticas migratorias estadounidenses impulsa, por lo tanto, olas de deportación, principalmente a partir del funcionamiento del Programa Bracero (1942-1964), haciendo que la deportación, y ser un deportado, se volviera una característica cada vez más frecuente de la cultura migratoria mexicana, convirtiéndose en una faceta casi “naturalizada” de las relaciones entre México y Estados Unidos (Durand, 2007). Muchos de los expulsados, deportados y forzados a salir de Estados Unidos fueron llevados a ciudades fronterizas como Tijuana, y algunos se fueron quedando, sembrando la deportación como una característica del topos de las regiones fronterizas.
Como frontera, Tijuana es un espacio donde la posibilidad es, en todo sentido, adscrita a la movilidad. La resiliencia esperanzada del migrante, que no se detiene en la frontera, es un aspecto de la movilidad. En Tijuana la esperanza persiste sobre la posibilidad de transgredir un espacio, y llegar a un lugar —imaginado e idealizado— que le permite vivir. La frontera, entonces, abre espacio para soñar en ir y venir, en imaginar una vida allá y acá, en buscar realizarse en los espacios, en vez de estar atado a uno solo. Es querer la multiplicidad, la pluralidad, el pleno gozo de una vida que puede existir en todo recinto del mundo.
Los ataques terroristas a las torres gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, fueron instrumentales para acelerar una paulatina securitización que se venía construyendo desde finales de las últimas décadas del siglo pasado en Estados Unidos, que buscaba consolidar la percepción del otro —el extranjero— como una sospecha y, por lo tanto, como una potencial amenaza. Además, en las décadas siguientes, la política fronteriza de Estados Unidos persistiría en lo que Nicolás de Génova (2002) denomina “la producción de la ilegalidad”, específicamente debido a la aprobación de la Ley de Reforma de la Inmigración Ilegal y Responsabilidad de los Inmigrantes (IIRIRA) de 1996 y la ampliación de las capacidades administrativas de la frontera (como la creación del Departamento de Seguridad Nacional en 2002 y el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EE. UU. en 2003), que buscan normalizar la persecución del migrante indocumentado, culminando en oleadas de detenciones y deportaciones que, inevitablemente, encuentran su camino hacia Tijuana.19
Tijuana, de nuevo, se convertiría en el escenario de los desposeídos de la oportunidad de mantener sus vidas “al otro lado de la frontera”, colocados en el limbo. Este “espectáculo fronterizo” encontró su máxima expresión en las viviendas improvisadas construidas a lo largo del cauce del río de Tijuana, que adquirió el nombre del “El Bordo”, donde, entre 2010 y 2014, hasta mil hombres, principalmente mexicanos deportados, cavaron agujeros para refugiarse del clima e improvisar una vivienda. Ahí, por lo menos, tendrían algún lugar más allá de la calle para habitar (Albicker y Velasco, 2016).
Recientemente, las políticas de inmigración y control fronterizo han cobrado un nuevo impulso a través de la aplicación de medidas derivadas de la pandemia del SARS-CoV-2 de 2020, en particular el Título de EE. UU. 42 § 265 (“Título 42”). Esta ley fue utilizada por el entonces presidente Donald Trump en marzo de 2020 para justificar la denegación de las solicitudes de asilo de los inmigrantes por motivos de salud pública, deportando así efectivamente a los inmigrantes. Según las últimas estadísticas del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, desde su implementación en marzo de 2020 y a lo largo del año, el Título 42 fue la razón para la deportación y expulsión de 205 mil individuos, 93 % de ellos mexicanos (Leong, 2022 p. 10).
Los efectos del Título 42, combinados con las restricciones impuestas por la pandemia social, han provocado un declive poblacional en zonas fronterizas como Tijuana. Las restricciones laborales, combinadas con el cierre y el hacinamiento de los albergues para migrantes, han hecho añicos los frágiles hilos de estabilidad a los que se han aferrado muchos residentes fronterizos, y muchos deambulan ahora por las calles de Tijuana (Paris Pombo, 2021).
Con la frontera “cerrada”, los migrantes que se encontraban en esta región no tuvieron otra opción que esperar, en condiciones cada vez más precarias, o encontrar caminos alternativos a las entradas oficiales. Por lo tanto, cuando llegué a Tijuana a principios de agosto de 2021, me enfrenté a un espacio depurado de actividades “no esenciales”, lo que me permitió conocer una Tijuana compuesta y expuesta por sus representaciones más duraderas: aquellos cuerpos que no podían refugiarse más allá de la calle. Esta población que ocupaba el centro de Tijuana era, mayoritariamente, una población varonil con una alta probabilidad de ser deportada. Pasé casi cuatro meses en Tijuana bajo el régimen del confinamiento y la sana distancia. Cuando regresé en marzo de 2022 para la segunda etapa del trabajo de campo, pude ver una Tijuana más “abierta”, con la suspensión de muchas políticas sanitarias de aislamiento en conjunto con una paulatina apertura de la frontera. En este contexto pude entrevistar a profundidad a quince hombres deportados, específicamente aquéllos que se encontraban hospedados en albergues.
Desde un interés más amplio de comprender la fenomenología de la migración a través de las experiencias de deportación, realicé un trabajo etnográfico durante agosto de 2021 y finales de marzo de 2022 en Tijuana, en el que entrevisté a profundidad a quince hombres mexicanos y a ocho funcionarios, dirigentes y trabajadores de agencias y organizaciones de apoyo a migrantes, en conjunto con numerosas horas de conversaciones contextuales con vendedores ambulantes, traficantes de personas, hombres deportados y migrantes que vivían en las calles, solicitantes de asilo político centroamericanos, activistas, además de investigadores estadounidenses y mexicanos.
La elección de entrevistar a hombres fue secundaria a la intención primaria de entrevistar a deportados. La búsqueda por comprender la fenomenología de la deportación en Tijuana, resultó ser una aproximación a cómo cuerpos masculinos negocian, sitúan y articulan sus experiencias e interpretaciones migratorias desde un trasfondo de la masculinidad y contextos de capitalismo patriarcal. Como nos recuerda Carolina Peláez González (2016),
Hacer evidente el cuerpo, puede romper en algunos contextos con el orden social: sacarlo de la vida cotidiana. Las maneras de mostrarlo están reguladas a ciertos espacios, situaciones, características físicas, clases sociales, apariencias corporales, y otros. Cuerpos que cumplen con ciertas normas estéticas o comportamientos específicos. (p. 156)
Resultó importante considerar el carácter de la constitución de la masculinidad en la configuración de las experiencias que mis entrevistados articulan. Ser hombre migrante puede percibirse como no problemático por estar en la posición privilegiada y dominante pero, cuando se confronta esta postura con otros factores asociados a la condición del oprimido —etnia, legalidad, idioma, cultura, entre otros—, la condición de varón se vuelve más compleja.
Adicionalmente, pensar al hombre, varón, mexicano deportado en Tijuana es atravesar la fenomenología de la experiencia por las expresiones de la biopolítica de la frontera. Ver a través de una fenomenología feminista permite reconocer —explícitamente— las prácticas biopolíticas patriarcales estructurales y heteronormativas que definen las condiciones, configuraciones y consideraciones sustanciales que dan forma a las realidades sociales. Adoptar una postura reflexiva permite narrar, describir y analizar desde “el cuerpo”, lo que posibilita abordar la constitución ontológica fundamental de la realidad que emana de la construcción social y la percepción del cuerpo.20
En este sentido, Patricia R. Pessar y Sarah J. Mahler (2003) argumentan que es imprescindible “llevar el género” a los estudios de migración: invocar la incorporación de la composición interseccional del migrante en las consideraciones analíticas de las experiencias de la migración se remite a la esencia de la migración.
A diferencia de otras poblaciones migrantes, en esta frontera llamada Tijuana, los hombres mexicanos deportados han sido, comúnmente, considerados como un problema de menor importancia. Durante mi estancia investigativa en Tijuana durante agosto de 2021 y marzo de 2022, fue recurrente el sentimiento de que, aun cuando son deportados, ellos siguen siendo mexicanos, por lo tanto, están “mejor” que otros. Escuché en varias ocasiones que “después de todo, están en casa”, como justificación de una ausencia y omisión de atención hacia ellos. La realidad es que no están en casa. Mi investigación sostiene que, con frecuencia, los mexicanos deportados en Tijuana se sienten fuera de lugar. Es recurrente escuchar que se han quedado en Tijuana por falta de redes que pudieran llevarlos a otras partes de México. En todo sentido, sus vidas han quedado “del otro lado” de la frontera.
Aunque pudiera parecer que ser mexicanos les daría una sensación de movilidad e inserción plena en México, la ciudadanía no es un elemento indicativo de la pertenencia y membresía en los ámbitos sociales, políticos, económicos o culturales del Estado nación. Aun cuando son mexicanos, sus vidas, en la mayoría de los casos que documenté, están “del otro lado de la frontera”. Esto es un tema central de la experiencia de Tadeo, un hombre de 35 años del estado de Puebla, quien fue deportado en 2017 o 2018 —no recuerda bien— a Tijuana. En septiembre de 2021, cuando lo conocí, vivía en un albergue temporal para hombres migrantes desde hace, por lo menos, unos cuatro o cinco años.
El 6 de septiembre de 2021, cuando conversé con Tadeo en el albergue en el que consiguió un trabajo y, adicionalmente, donde se ha hospedado desde hace unos cuatro o cinco años, me señaló que le duele estar alejado de su familia que se quedó en Estados Unidos y que, a pesar de ser mexicano, encuentra que “todo es diferente aquí”. Para Tadeo, como para muchos de los deportados con los que hablé, la vida se encuentra “al otro lado”; reside en “otro lugar”; no está “aquí”, sino “allá”
Tadeo es el único de diez hermanos que cruzó hacia Estados Unidos. Miembro de una familia pobre, dejó la escuela a temprana edad y empezó a trabajar; en el año 2000, con catorce años, vino a Tijuana para intentar cruzar, pero “la migra” lo capturó y lo deportó. Cuatro años después, ahora ya casado y con hijos, lo intentó de nuevo y esta vez sí logró cruzar. En esta ocasión lo ayudó un coyote que contrató su suegro, quien era residente legal en Estados Unidos. La condición era que Tadeo saldaría esta deuda lo más pronto posible.
Desde Tijuana, Tadeo emprendió un largo viaje de más de cuatro mil kilómetros hasta llegar a una pequeña ciudad de clase trabajadora del noreste de Estados Unidos. Su suegro le alquiló una habitación en su casa y, rápidamente, Tadeo encontró empleo en las fábricas de los alrededores. Poco a poco, al mismo tiempo que enviaba ayuda económica a su familia en México, Tadeo se percató de que los sueldos no alcanzaban para vivir dignamente en Estados Unidos; añadió otro turno en otra fábrica, pero no fue suficiente; al final, trabajó de forma simultánea en tres fábricas. De esa forma, quedó reducido —como suele ser la condición del migrante indocumentado en Estados Unidos— a la utilidad de su cuerpo como trabajo. Él describe que su existencia se había reducido a “estar encerrado” y “trabajar, y sólo trabajar”. Compara su vida en Estados Unidos con la de “un ratoncito”: sólo podía “salir y volver a entrar”. Me lo cuenta de la siguiente forma: “ya estando allá hacía mucho frío y todo era en puro inglés. Me sentí muy inadaptado. Estaba como los ratoncitos… sales y te metes” (Tadeo, migrante originario de Puebla. Entrevista realizada en Tijuana, B. C., el 6 de septiembre de 2021).
La experiencia de Tadeo es ilustrativa de las formas en las que la migración se vuelve “un asunto del cuerpo”, un aspecto corporeizado. Su experiencia culmina en la totalización de una existencia mediada por el “trabajo”. Desde su condición como migrante indocumentado en Estados Unidos, el trabajo se vuelve una práctica más de la explotación biopolítica del migrante que, a su vez, asienta un condicionamiento ontológico. Tadeo pasó unos breves pero transformadores dieciocho meses en Estados Unidos antes de regresar voluntariamente a Puebla. Abordó un avión que, después de realizar varias escalas en Estados Unidos, llegó a Tijuana. De Tijuana, Tadeo hizo el viaje de regreso a Puebla, en donde se reunió con su esposa e hijos.
Pero la historia de Tadeo iba a dar un giro en México, cuando su esposa y sus hijos tomaron el camino que él ya había desandado. En el transcurso de los años posteriores a su regreso a Puebla, su esposa e hijos migraron a Estados Unidos para reunirse con su suegro, y dejaron a Tadeo en Puebla. La familia se reunió mediante el proceso de reunificación familiar pero, como Tadeo ya contaba con varias deportaciones, no fue elegible por las autoridades migratorias de Estados Unidos para tal proceso.
Ya con su familia del “otro lado”, Tadeo emprendió una lucha tenaz por cruzar la frontera. Pero “la migra” lo capturó y deportó a Tijuana en tres ocasiones. En una de estas deportaciones, decidió quedarse en Tijuana. Cuando le pregunté sobre la separación de su familia, de tener a su esposa y a sus hijos en Estados Unidos, con un tono de tristeza y resignación, me dijo que “ellos se quedaron allá y ya no pude cruzar”. Lo recuerda de la siguiente forma:
Cada vez que intentaba cruzar me agarraba “la migra”; y, entonces, yo ya no pude cruzar. No hubo de otra que quedarme acá. A mis hijos les dije que se vinieran. Pero ellos ya no quisieron venir aquí. Ahora sí, como dice la canción de los Tigres del Norte: “no regresan pa' cá los canijos”. (Tadeo, migrante originario de Puebla. Entrevista realizada en Tijuana, B. C., el 6 de septiembre de 2021)
Desde que fue deportado, Tadeo se siente “atrapado aquí”; se siente “pegado” a la frontera, con la idea de que, tal vez, “algún día, todavía, [podré] cruzar por allá, y ver a mis hijos, buscarlos, saber si están bien”. Pero, según explica, el futuro parece retenerlo en Tijuana:
Lo que sí quisiera es ver a mis hijos. Pero están hasta allá; y, entonces, ni cómo. Y ni pa' sacar el pasaporte o la visa. Hace tiempo que intenté cruzar y me agarraron tres veces. Y así ya no puede uno solicitar la visa. Y pa' cruzar, pues, menos, porque cobran muy caro los coyotes, y no es seguro nada. ¿Pa' qué me muevo? Mejor aquí me quedo. Algún día van a llegar ellos. (Tadeo, migrante originario de Puebla. Entrevista realizada en Tijuana, B. C., el 6 de septiembre de 2021)
En septiembre de 2021, al momento de nuestra entrevista, a pesar de expresar su deseo de hacerlo, Tadeo no tiene ninguna perspectiva real de salir del albergue.
Menos de dos semanas después, me encontré con cuatro migrantes de Chiapas que apenas la semana anterior habían llegado a Tijuana después de haber sido deportados de Estados Unidos. Encontré al primero sentado afuera del albergue; estaba esperando a que salieran sus compañeros. Traía pantalones de mezclilla, una camisa, gorra y mochila; percibí que su mano izquierda estaba vendada. Más adelante me comentó que esto ocurrió tres días antes, cuando saltaban el muro que divide estas tierras; él agarró uno de los alambres que se encuentran en la parte superior del muro fronterizo y se desgarró un dedo; después de haber caminado por tres días y tres noches, “la migra” los agarró y atendió su mano. Todo esto ocurrió en la madrugada, unos días antes de que platicáramos. Cuando hablé con ellos, seguían con la intención de cruzar, pero “tenemos que esperar a que sane su mano antes de intentar nuevamente”, me comentó Jaime.
Las autoridades migratorias los llevaron a su Chiapas natal, y desde allí emprendieron un largo viaje de tres días y tres noches en autobús hacia Tijuana; el mismo tiempo que hacen caminando en el desierto para llegar a un refugio seguro en Estados Unidos. Los invité a desayunar en un puesto en la calle. Entre sorbos de atole de chocolate, pan dulce y burritos de frijoles, empezaron a compartirme sus historias.
Tienen entre 18 y 33 años. De los cuatro, Jaime, Miguel y Chipa han sufrido la deportación; Jaime es el migrante más experimentado, pues ha sido deportado, al menos, cuatro veces. Warner, el último integrante de este grupo, aún no ha cruzado. Todos, menos Warner, son amigos desde sus pueblos natales de Chiapas. En conjunto, tomaron la decisión, hace tiempo, de buscar “salir adelante”, como me lo han dicho, y encontrar formas de solventar las necesidades económicas, principalmente, que enfrentan en sus localidades de origen. Todos han dejado a sus parejas, hijas e hijos atrás, comprometidos con la idea del sacrificio temporal para asegurar una calidad y estilo de vida digna, alejados de la pobreza, la explotación y la miseria.
En el albergue conocieron a Warner, también originario de Chiapas, que tenía la intención de cruzar. Por esta coincidencia, tomaron la decisión de incluirlo en el grupo y, así, buscar la forma de cruzar, los cuatro, la frontera. Le pregunto a Miguel, un chiapaneco de 26 años, cómo se siente estar de nuevo en Tijuana, tan poco tiempo después de haber sido deportado. Me responde:
La mera verdad, ahorita ando triste. De repente te entra una gran desesperación. Te quedas sin nada, pues, la mera neta, aquí, si no trabajas, te mueres de hambre… Aquí sí sufre uno. (Miguel, joven de Chiapas recientemente deportado. Entrevista grabada en Tijuana, B. C., el 15 de septiembre de 2021)
Miguel me cuenta de sus experiencias previas en Tijuana. Me comenta que “lo he vivido tres veces”. Han sido experiencias atravesadas por la mirada imperial de una frontera que condiciona los cuerpos bajo su voluntad biopolítica: la dominación. Me cuenta que, en sus tres intentos de cruzar hacia Estados Unidos, la experiencia de estar en Tijuana está atravesada por el sufrimiento. En sus palabras:
Voy viniendo para acá a Tijuana tres veces. Sí sufre uno. A veces me he quedado durmiendo acá como… ¡Un mes en la calle con tal de llegar al otro [lado]! Me he quedado durmiendo en la línea, ahí me quedo para no gastar tanto... Es duro, pues mejor quedarse ahí escondido. (Miguel, joven de Chiapas recientemente deportado. Entrevista grabada en Tijuana, B. C., el 15 de septiembre de 2021)
Miguel es sombrío en su comportamiento. Tiene la mirada baja y, cuando me mira, es una mirada comprometida y fija. Su expresión es tensa. Siento cómo encorva su cuerpo, con sus hombros hacia adelante y su frente fruncida. A veces le tiembla la voz y parece que se le humedecen los ojos. Cuando me cuenta de su familia, de su esposa y de sus hijos que se quedaron en Chiapas, lo hace con ojos llorosos. No se hace ilusiones de que intentar ganarse la vida en Estados Unidos va a ser fácil. Me comparte que:
[Allá, en Estados Unidos, la vida] es dura también. No es fácil porque tienes que lavar tu ropa, hacer tu comida, andas ahí solo y te acuerdas de tu familia y te entra una gran tristeza. (Miguel, joven de Chiapas recientemente deportado. Entrevista grabada en Tijuana, B. C., el 15 de septiembre de 2021)
Es notable que Miguel destaca que, dentro de la dureza de estar en Estados Unidos, tener que realizar actividades y tareas mundanas y domésticas como lavar ropa y cocinar. Actividades que parecen ser señaladas para denotar lo “duro” que es enfrentarse a una profunda desestructuración de expectativas de roles de género. Ser hombre, indocumentado y estar solo, en Estados Unidos, es moverse en una dilución de los roles de género dentro de sistemas de dominación patriarcal. Es la revelación de que el sistema patriarcal es un subsistema que forma parte de sistemas de dominación más amplios. Es enfrentarse a la destitución de una definición social de la división sexual del trabajo, como una malla organizativa de su vida en familia en su pueblo en Chiapas. Es la renegociación de su papel como hombre proveedor.
Otro subtexto interpretativo de este fragmento es la simple reducción de la vida a una vida laboral, a la vida hecha trabajo, sin espacio para el descanso y el ocio. Miguel enfatiza esta reducción de la vida a un acto —enorme y sustentado— laboral —a la condición alienante del trabajo, gritaría Marx— al enfatizar que:
No es así como lo cuentan. Allá [en Estados Unidos] no tienes una gran vida. Vas y trabajas. Tienes que sufrir para ganar dinero. Tiene uno que sufrir para ganar dinero. Si no trabajas, es igual: estás jodido allá. (Miguel, joven de Chiapas recientemente deportado. Entrevista grabada en Tijuana, B. C., el 15 de septiembre de 2021)
Sus experiencias previas lo dotaron de una solemne comprensión de cómo la vida como inmigrante indocumentado en Estados Unidos a menudo se reduce al intercambio mercantil del cuerpo como mano de obra, creando lo que Karl Marx (2015 [1844]) había señalado desde el siglo XIX como “trabajo enajenado”. Como Marx (2015) escribió, “El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio, de castigo” (p. 110).
El trabajo y el verbo “trabajar” se vuelven la estructura de la vida donde Miguel transita en un ciclo cerrado y permanente: él sale del trabajo renumerado hacia el trabajo no-renumerado, lo cual es internalizado como la imposibilidad de gozar la vida. Una faceta de la reducción de la vida del migrante, particularmente del migrante indocumentado, a la función y a la utilidad del trabajo. Miguel narra una experiencia que lo deja al margen de un acceso a la plenitud de una sociedad, por lo cual sufre en Estados Unidos. Esta interpretación se hace visible cuando dice “si no trabajas, es igual: ¡estás jodido allá!”, en la que "igual" es una clave de la permanencia de la estructura de su vida bajo el sufrimiento. No obstante, el migrante también está “jodido acá”, en su tierra natal.
Chipa, uno de los paisanos chiapanecos de Miguel, tiene 23 años y, cuando le pregunté cómo se sentía en Tijuana, me respondió que “aquí está jodido”. Me compartió que “aquí”, es decir, en Tijuana y su frontera, “[uno] sufre mucho”. Son gastos de comida y hospedaje, entre otros, que se vuelven “demasiado”. Me comparte que gasta “unos 300 o 200 [pesos por día]”. “Es mucho dinero”, me dice, “ya no tengo. Ya me estoy quedando sin paga. Ya mi ahorro se acabó. Voy a tener que aguantar aquí” (Chipa, migrante originario de Chiapas. Entrevista realizada en Tijuana, B. C., el 15 de septiembre de 2021). Agrega que en el albergue “hay muchas chinches, y no se duerme bien”; me muestra sus manos y brazos para reforzar su dicho: “¡Mira! Mira cómo me picaron. ¡Aquí, aquí, aquí!”, me señala con su dedo. Veo varias mordidas que suben por sus brazos.
El costo de la vida de la espera —la espera esperanzada de cruzar; la espera de una posibilidad de vivir; la espera de una mejor vida— es una expresión de una vida destituida de la protección social que garantiza un Estado nación, prensada en los márgenes de la vida. Es, como diría Giorgio Agamben (2006), una “nuda vida”; una vida que existe en “el margen del orden jurídico”, como una excepción (p. 21); sucintamente, “la vida expuesta a la muerte” (p. 114).21 Como ha quedado ejemplificado con los casos de Miguel y de Chipa, la nuda vida es un paradigma en la historia de mis informantes.
A lo largo de nuestra conversación, Miguel enfatiza el sufrimiento; por ejemplo, cuando subraya que, aunque “se gana dinero, no es igual como acá”, y que “no es fácil” porque “allá” —en Estados Unidos— “igual sufres porque trabajas todos los días” (Miguel, joven de Chiapas recientemente deportado. Entrevista grabada en Tijuana, B. C., el 15 de septiembre de 2021). A través de una serie de valoraciones narrativas, como “no es así como lo cuentan”, denota una clara disyunción entre la expectativa ideada y la experiencia vivida. Cuando Miguel subraya que “allá no tienes una gran vida”, no solamente da cuenta de la perpetuación de la subyugación del migrante a los sistemas de dominación, sino que también responde a las ideas —lejanas— de un “sueño americano” que, frecuentemente, no se materializa. Como promesa de posibilidad, el sueño americano atrae. Pero la realidad está repleta de imposibilidades que se materializan en los cuerpos de los migrantes y en los cuerpos de mis informantes.
La percepción narrativa que Miguel brinda sobre sus experiencias en la frontera es parte de la condición de una “nuda vida”. Desde el conjunto de experiencias vitales que Miguel comparte con nosotros, nos permite conocer las relaciones biopolíticas de la soberanía del Estado nación. Su cuerpo ya no es libre. Está coaccionado y condicionado a una estructura de la biopolítica de la frontera. Miguel vive, como podría sugerir Gregg Lambert (2006), bajo “el objeto totalizador del poder” (p. 157). Su vida es un proceso de mediación de sufrimiento, expresado dentro de una “colonialidad del poder”, como apunta Nelson Maldonado-Torres (2007), ya que la colonialidad del poder es “la interrelación entre las formas modernas de explotación y dominación [poder]” (p. 242; traducción propia).
Miguel se siente angustiado por haber dejado atrás a su pareja y a sus hijos, y más aún al considerar el tiempo que puede estar separado de ellos. Para finalizar nuestra conversación, me dice, a manera de resumen, “así es la vida de ser un migrante [...] Aquí sufre uno”. Sufrir, aquí, de esta forma, es indicativo de las “heridas coloniales”, como lo trabaja Walter Mignolo (2021). Son heridas que “se convierten en desequilibrio físico y emocional causado por la humillación y la deshumanización” y “la curación de las heridas coloniales exige recuperar la dignidad destituida y restablecer el respeto de los principios gnoseológicos y estéticos propios del saber, del conocimiento y de las formas de ser” (pp. 24-25; traducción propia). Por lo tanto, Miguel resiste, aguanta, soporta, tolera. Su razón de ser radica en aguantar y superar las condiciones de esta colonialidad que impone la nuda vida sobre su existencia. Me dice:
Hemos sufrido un chingo con mi familia. A veces no tenemos ni para comer, pero quiere uno salir adelante. [Por eso me] vine hasta acá —la ciudad de Tijuana— a ver qué nos da la vida más adelante. (Miguel, joven de Chiapas recientemente deportado. Entrevista grabada en Tijuana, B. C., el 15 de septiembre de 2021)
Miguel es claro en indicar que su decisión de migrar no es una cuestión trivial. Estar en un espacio como Tijuana no es una decisión banal, sino necesaria. Para Miguel, como han expresado los demás colaboradores, llegar a Tijuana es una forma de resistir la colonialidad de sus vidas, forzadas a existir dentro de los parámetros de la pobreza, la explotación y la imposibilidad de la vida. El sufrimiento se ha vuelto una faceta común de sus vidas, pero Miguel resiste para “salir adelante”. Tijuana, por lo tanto, se vuelve una esperanza. Entre la espera y la esperanza reside su agencia, su resistencia y su insistencia.
Lo que se enfatiza con ferocidad en este enunciado, es que Miguel está dispuesto a luchar por su vida y las vidas de sus familiares. Miguel, en consecuencia, lleva la esperanza de sus familias y de sus vidas, cargando el peso de la responsabilidad de alcanzar su objetivo. Hasta el momento, él, junto con sus demás compañeros, ha fracasado en sus intentos de llegar a Estados Unidos, pero no hay otra opción que llegar; que “salir adelante”. No hay vuelta atrás en esta historia, porque la decisión de migrar ha sido tomada desde la imposibilidad de aguantar una vida llena de sufrimiento, atorado en la nuda vida. Miguel está dispuesto, activamente, a “romper la colonialidad”. Para Catherine Walsh (2023) esto significa “abrir fisuras en este sistema totalizador o matriz de poder y ensanchar aún más las fisuras que ya existen en el muro supuestamente impenetrable de la colonialidad” (p. 7).
Estar en Tijuana, por lo tanto, es estar frente a expresiones dominantes que buscan, como la frontera, colonizar a aquéllos que lo miran demasiado, pero que no se dejan dominar. Resisten caer en la consolidación de mirar la vida desde una línea abisal, que insiste en componerlos desde lo que Boaventura de Sousa Santos (2018) llama el “sufrimiento injusto”, el cual proviene de que “las experiencias sociales de injusticia y opresión causadas por el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado son siempre experiencias corporales” (p. 79; traducción propia). El sufrimiento del deportado, como expresión corporeizada e indivisible de su experiencia vivida, es tanto una condición política como una expresión biopolítica.
Chipa, el joven chiapaneco de 23 años, paisano de Miguel y el más joven del grupo de cuatro chiapanecos que se encontraban en Tijuana planeando su cruce por la frontera, fue deportado junto a otros dos paisanos la semana anterior de nuestro encuentro, por tercera vez en lo que iba del año 2021. Como muchos migrantes que buscan entrar en Estados Unidos, Chipa creció con un padre ausente que había emigrado a ese país cuando él tenía entre siete y ocho años, hace aproximadamente quince años. Al estar aquí, él también está representando al padre ausente. Chipa espera ver a su padre “antes que se muera”; me cuenta que ésta es una de las principales motivaciones para ir a Estados Unidos: “Quiero ir [a Estados Unidos, porque mi papá] va a morir y no lo voy a conocer. [Tan pronto como pueda] lo voy a buscar. ¿Cómo lo ves? Está bien, ¿verdad?, ¿Sí?” (Chipa, migrante originario de Chiapas. Entrevista realizada en Tijuana, B. C., el 15 de septiembre de 2021).
Como Tadeo, la relación de Chipa con la paternidad es importante. Ellos representan los dos lados de la misma moneda. En ambos casos se percibe el dolor de la ausencia del otro: en el caso de Tadeo, de sus hijos; en el de Chipa, del padre. En ambos casos, se expresa el deseo de un (re)encuentro que permita llenar un vacío no solamente emocional, sino ontológico. Un reencuentro con un sentido de la vida. Tanto para Chipa como para Tadeo, la relación padre-hijo se presenta como eje importante de sus biografías. Entre Chipa y Tadeo vemos un nexo de expectativas que se estructura sobre la ausencia, con la existencia del deseo del encuentro entre ambos. La frontera, nuevamente, se estructura como la posibilidad de un puente mientras actúa como muro. Para Tadeo, el muro se ha edificado de tal forma que su vida en Tijuana ha agarrado raíz sobre un deslave: la permanencia en la temporalidad. Para Chipa, el muro representa un momento donde, por un lado, está la vida de su padre y, por otro, la vida sin él. La fenomenología del deportado reside entre el sufrimiento y resiliencia. Entre ambos polos, deambula el agenciamiento
La semana anterior a nuestro encuentro, cuando Chipa “saltaba” el muro fronterizo, su mano se quedó atrapada en el alambre filoso que cubre el muro, cortando sus dedos y su mano. Él me cuenta lo sucedido; a través de su narración, yo me acerco a la fenomenología del riesgo de migrar y cómo uno sufre “injustamente”:
Agarramos un taxi que nos llevó al cerro [y ahí] llegamos al muro. [Nos quedamos] ahí esperando en el piso —tirados— para que no nos vieran [la migra] y ahí brincamos. [Al brincar] yo sufrí un accidente: me corté la mano con el alambre de púas. (Chipa, migrante originario de Chiapas. Entrevista realizada en Tijuana, B. C., el 15 de septiembre de 2021)
Herido, Chipa emprendió el camino en el desierto junto con sus otros compañeros. Describe que “sufrimos mucho con los amigos”, caminado toda una noche, adolorido, lo que le hizo perder el paso que los otros llevaban: me “iba quedando un poco”. En el trayecto, encontraron “mucho [serpiente] cascabel”. Hasta que, con los primeros rayos del sol, “la migra” los agarró. Con una mano lesionada, Chipa fue deportado. El mismo día, junto con otros dos compañeros, llegó a Chiapas. Y desde allá emprendió el viaje de regreso a Tijuana, que fue donde yo me topé con ellos.
Warner es otro paisano de Chipa y de Miguel. Él tiene 33 años y, a diferencia de los otros, nunca ha cruzado la frontera. Mientras me cuenta sus planes, lo hace diciendo que “va a saltar el muro como hacen todos los migrantes” (Warner, joven de Chiapas planeando su cruce extraoficial de la frontera. Entrevista grabada en Tijuana, B. C., el 15 de septiembre de 2021). Cruzar la frontera por medios alternativos a los puntos administrativos del manejo de las fronteras forma parte, como demuestra Warner, del imaginario cultural del topos del campo social y cultural México-Estados Unidos. La frontera, una vez más, no es un elemento disuasorio, sino un obstáculo a superar, quizás hasta un problema que solucionar. La frontera nuevamente se ve superada por la voluntad humana de verse unido, en vez de dividido.
El entusiasmo de Warner por el viaje y su participación en este rito de paso contrasta con las experiencias vividas por los deportados. Su narrativa se desboca hacia la aventura y hay cierta expresión de heroísmo en la forma que cuenta su biografía, descalificando las dificultades frente al valor de lograr un sustento económico que podrá ayudar a su familia en Chiapas. Su optimismo ilumina su rostro y hace que en sus ojos se instale un brillo. Esto contrasta con la postura y la narrativa de Jaime, el último miembro del grupo de cuatro chiapanecos.
Jaime tiene 29 años y, en lo que va del 2021, ha intentado cruzar la frontera hacia Estados Unidos tres veces. Él ha vivido, por lo menos, cuatro deportaciones y actúa como el líder natural de este grupo. Su experiencia acumulada le brinda un liderazgo no cuestionado por los demás. Callado, Jaime no busca llamar la atención. Prefiere estar en las esquinas de la conversación, de la mirada, observando su entorno. Cuando platiqué con él, me respondió con pocas palabras, subrayando la tristeza que siente al tener que dejar a su familia atrás, especialmente a un hijo recién nacido. Nuestra plática dura pocos minutos y culmina con esto: “nada más eso y esto es mi palabra” (Jaime, joven de Chiapas con varias deportaciones. Entrevista grabada en Tijuana, B. C., el 15 de septiembre de 2021).
Lo último —“esto es mi palabra”— me llama la atención por el filo que lleva. Es una afirmación poderosa, fuerte, imponente. Es una afirmación que busca superar todos los intentos de la frontera de subyugar y suplantar su narrativa y su identidad. El subtexto aquí es que no importa si no le creo: esto es su verdad. Lo dice porque, quizás, en el vaivén de la frontera, lo ha tenido que decir —defender— ante tantos interrogatorios por los que ha pasado. La deportación busca dominar, colonizar, erradicar una voluntad e identidad. Aquí, él resiste, con su palabra y su intención. Se niega a discutir su narrativa; lo pone sobre la mesa como un hecho: tómalo o déjalo; “nada más eso y esto es mi palabra”. Su palabra es su historia.
Mientras que sus compañeros son más solemnes, Warner parece “soñar” con colores más vivos. ¿Qué ocurre, entonces, con el ser de estos migrantes cuando son deportados? ¿Por qué suelen tener una postura más abatida frente al cuerpo erguido de Warner? Uno de los grandes distintivos aquí es la experiencia vivida de la migración y su culminación en la deportación que perciben, sienten y expresan algunos frente a esta ausencia de la experiencia corporeizada que tiene Warner. La experiencia de la deportación parece inculcar la noción de la diferenciación como marginalización, donde el peso de la burocracia de la “otredad” encorva el cuerpo hacia la nuda vida, expuesta y reducida a un trabajo enajenante y causante de la anomia. Recordando el conmovedor análisis de Marx (2015), el trabajo que enajena causa “la pérdida de sí mismo” (p. 111).
Cuando los mexicanos indocumentados son deportados, cargan con el peso y la densidad del significado emocional de haber sido etiquetados como delincuentes. Además, llevan en sus cuerpos las expresiones somáticas de las emociones del trauma del desplazamiento y la remoción. Tijuana, en muchos casos, se convierte en el paisaje fronterizo de su articulación y trato emocional. Como nos recuerdan Blanca R. Ramírez Velázquez y Liliana L. Levi (2015), “el paisaje es el objeto correlativo de la dinámica socio-espacial y, como tal, está llena de emociones.” (p. 72).
Las historias y experiencias escuchadas y compartidas me llevan a afirmar que la migración y la experiencia migratoria son fundamentalmente experiencias emocionales donde las configuraciones políticas que estructuran las formas de vivenciar la migración —la deportación, la frontera, el muro— instrumentalizan las emociones. De allí la importancia y el valor de un enfoque como la sociología política de las emociones.
Migrar no es una decisión sencilla. Las emociones son motores de dichos movimientos y características inherentes de las experiencias migratorias; la esperanza, la vergüenza, la frustración, el miedo son apenas algunas de las emociones que atraviesan el camino del migrante, lo cual también incluye al deportado. Analizar fenómenos migratorios es un asunto emocional y político. Por lo tanto, es importante reconocer desde dónde estamos hablando y cómo. Tal como nos recuerda Roger Bromley (2021), “no es solo lo que se describe, sino cómo se describe” lo que importa (p. 89). Traer al centro la sociología (política) de las emociones en los análisis de la migración es una forma de “humanizar” las narrativas migratorias. Es también una forma de corporeizar la escritura, donde yo, como el narrador, me incluyo también en la narrativa y busco resaltarlo desde percepciones plenamente atravesadas por emociones. Hasta la fecha, cuando pienso en Tijuana se me tensa el cuerpo. Siento un nudo en el estómago y no puedo escribir sin reconocer los motivos que me hacen sentir esto. Como nos recuerdan Blanca R. Ramírez Velázquez y Liliana L. Levi (2015):
[...] el paisaje no es una realidad natural independiente de quien la observa, sino que es el sentido que el ser humano le da a la naturaleza materializada. Es la superficie de la Tierra vista e interpretada. En él se conjuntan los tamaños, las formas, los colores, las tonalidades, la luminosidad, la textura y la capacidad para verlos. (p. 72)
Escribir a través del cuerpo implica emociones e involucra cuerpos llenos de emociones (Bond, 2018), lo que permite no solamente corporeizar narrativas, sino abordar la complejidad de las subjetividades que atraviesan las formas de verse dentro de mundos itinerantes, temporales, en movimiento e idealizados desde las “estructuras estructurantes” —para recordar a Bourdieu (2007)— de las formas de ser y estar en la experiencia de la migración. Aquí, Michelle Z. Rosaldo (1984) es perspicaz al señalar que “las emociones son pensamientos que se ‘sienten’ de algún modo en los sofocos, los pulsos, los ‘movimientos’ de nuestros hígados, mentes, corazones, estómagos, pieles. Son pensamientos encarnados [embodied], pensamientos impregnados de la aprehensión de que ‘estoy implicado’” (p. 143).
Por lo tanto, es importante resaltar que migrar es más que un acto reducido al mero desplazamiento geográfico; involucra la dislocación de espacios íntimos como es el hogar, envuelto en la esperanza y abrazado por la incertidumbre, configurados por las emociones. Emociones que, en este contexto, son atrapadas dentro de una malla política de significancia. Nuevamente, como nos advierte Michelle Z. Rosaldo (1984), “el peligro reside en la ceguera […] al hecho de que las historias de la experiencia y, por tanto, del afecto, son esenciales para todo pensamiento” (p. 141; traducción propia).
Migrar es un asunto también emocional. Al reformular las experiencias de la migración como emocionalmente motivadas y emocionalmente encapsuladas, un análisis migratorio puede construir mejores narrativas que reconozcan las emociones como prácticas y factores fundamentales de los fenómenos migratorios, permitiendo, así, escribir desde el corazón de la migración.