Resumen:
El miedo es inherente a nuestra naturaleza humana. Sin embargo, para Zygmunt Bauman (2008) existen tres peligros que lo acrecientan: 1) los que amenazan el cuerpo; 2) los que amenazan el orden social, y 3) los que afectan el lugar de la persona. En este artículo se abordan algunas amenazas al cuerpo que propician el miedo en un escenario en particular: la cárcel. Para ello, se empleó el método cualitativo de historias de vida a través de entrevistas abiertas, en las cuales se rescata la narrativa de Raúl, Alberto y Manuel, quienes estuvieron privados de su libertad en una prisión de la Ciudad de México. La experiencia narrada está enmarcada por sentidos como el olfato que acompañan lo vivido en la cárcel. La apuesta metodológica está orientada desde la antropología de las emociones y de los sentidos a partir de las siguientes preguntas: ¿qué amenazas al cuerpo se experimentan en prisión?, ¿a qué se le teme al estar privado de la libertad?, y ¿qué relación existe entre el miedo y el olfato en un ámbito carcelario? Las respuestas versan en torno a la enfermedad y su olor, el miedo al contagio y la presencia de plagas, así como el miedo al olvido, el “olor a cárcel” y el miedo constante de morir en reclusión.
Palabras clave: Miedo, olor, antropología de las emociones y los sentidos, cárcel.
Abstract:
Fear is inherent in our human nature. However, for Zygmunt Bauman (2008), there are three dangers that increase it: 1) those that threaten the body, 2) those that threaten the social order, and 3) those that harm the person's place. This article deals with some threats to the body that promote fear in a particular setting: prison.
n pFor this, open interviews oriented to the life story were carried out, where the narrative of Raul, Alberto, and Manuel, who were deprived of their liberty in prison in Mexico City, was rescued. The narrated experience is framed by senses such as smell accompanying what was lived in prison.
The methodological bet is oriented from the anthropology of emotions and the senses. What threats to the body are experienced in prison? What is feared when being deprived of liberty? What relationship exists between fear and smell in a prison environment?
The answers revolve around the disease and its smell, the fear of contagion and the presence of plagues, the fear of oblivion, the “smell of jail” and the constant fear of dying in confinement.
Keywords: Fear, smell, anthropology of emotions and the senses, jail.
Dossier
Miedos y olores. Emociones y sentidos en una cárcel de varones1
Fears and Smells. Emotions and Senses in a Male Prison
Recepción: 15 Mayo 2023
Aprobación: 09 Octubre 2023
Publicación: 31 Diciembre 2023
Inherente a la condición humana, el miedo es una emoción compleja a la vez afín y distinta a sentimientos como el temor, la angustia, el espanto, la fobia y el terror. El miedo constituye un mecanismo de preservación ante agresiones más o menos tangibles contra la integridad física y el equilibrio psíquico. Influye sobre los imaginarios, las sensibilidades y los comportamientos en las sociedades (André, 2004; Švec, 2013).
El miedo es objeto de una abundante, aunque desigual, bibliografía científica. Los enfoques explicativos propuestos —entre ellos, neurobiológicos, psicocognitivos y socioculturales— se prestan a numerosas discusiones (Corey, 2006; Saul, 2011; Plamper y Lazier, 2012; Bourke, 2015). Sin avivar sistemáticamente la controversia, los planteamientos de destacados autores permiten tener una visión compleja sobre el tema.
Jean Delumeau (2013) explica que el miedo es inherente a nuestra naturaleza humana; es un reflejo indispensable que permite al organismo escapar provisionalmente de la muerte. Mientras que para Sofsky (2006) el miedo está estrechamente vinculado al campo perceptivo y se acrecienta ante la incertidumbre. En ese aspecto, Bauman (2008) coincide; así lo explica: “el miedo en nuestra sociedad contemporánea es el nombre que damos a nuestra incertidumbre, a nuestra ignorancia con respecto a la amenaza y a lo que hay que hacer para combatirla” (p. 10).
Para Bauman (2008), existen tres peligros que acrecientan el miedo: 1) los que amenazan el cuerpo, como la muerte; 2) los que amenazan el orden social, como los terroristas o los “locos”, y 3) los que afectan el lugar de la persona, es decir, su identidad, como el género, la adscripción social y la etnia, entre otras intersecciones.2
En el presente texto sólo se trabajó con las amenazas al cuerpo. Para ello se rescataron narraciones de tres hombres que estuvieron privados de su libertad en una prisión de la Ciudad de México. La experiencia narrada está enmarcada por sentidos como el olfato que acompañan lo vivido en la cárcel.3 Para el análisis, se partió de las siguientes preguntas: ¿qué amenazas al cuerpo se experimentan en prisión?, ¿a qué se le teme al estar privado de la libertad? y ¿qué relación existe entre el miedo y el olfato en un ámbito carcelario? 4
La aproximación metodológica del presente estudio está centrada, por una parte, en la antropología de las emociones, donde no sólo se entiende al cuerpo desde un enfoque simbólico, sino también se ve a las emociones como interpretaciones situadas en contextos sociales y culturales determinados (Le Breton, 2012). Por otra parte, se recurre a la antropología de los sentidos, donde la percepción sensorial es un acto no sólo físico, sino también cultural; así lo explica Classen (1993): “la vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato no sólo son medios de captar los fenómenos físicos, sino además vías de transmisión de valores culturales” (p. 1).
Las investigaciones de las emociones y de los sentidos, desde la apuesta antropológica, implican una aproximación cultural. Se suman a ello trabajos desde disciplinas como la sociología, la psicología y la historia, lo cual abona a los estudios enmarcados en el “giro afectivo” y el “giro emocional” en las ciencias sociales y las humanidades.5
Como herramienta metodológica, en la presente investigación, se realizaron entrevistas abiertas orientadas a la historia de vida, en las que se rescata la narrativa y se recurre a la memoria de los sujetos para comprender cómo los grupos sociales construyen y proveen de sentido sus mundos (Güereca, 2016). Se tomó en cuenta que, como lo explica Alicia Entel (citada en Korstanje, 2009), el miedo es un fenómeno emocional y profundo que sólo puede ser estudiado desde la metodología cualitativa.
En relación con los hombres entrevistados, por una cuestión de fluidez en la lectura, se colocó en notas a pie de página la información relevante de Raúl,6 Alberto7 y Manuel.8 Los entrevistados, a través de sus recuerdos, narran sus experiencias vividas evocando el tiempo cuando estuvieron privados de su libertad en una cárcel de la Ciudad de México. En las narraciones se leen diversos miedos particulares y compartidos. El análisis se centra justo en la experiencia compartida: el miedo a la enfermedad estando en prisión, el miedo a la muerte y el miedo al olvido.
Se tuvo el consentimiento verbal de cada uno de los entrevistados para la transcripción y la divulgación de las narraciones. Así, se cuidaron los principios de respeto por la dignidad de las personas, los principios de cuidado del bienestar del otro, de integridad y de responsabilidad profesional y científica. Se tomó en cuenta el consentimiento informado, la voluntariedad, la comprensión y la selección de los sujetos entrevistados valorando los riesgos y beneficios. Se veló por el respeto de los derechos de las personas que aceptaron ser partícipes del trabajo sin ninguna forma de imposición o retribución.
La vida afectiva responde a una actividad cognitiva ligada a una interpretación del individuo de la situación en la que está inmerso; así lo explica David Le Breton (2012) al hablar de las emociones, las cuales, dice el autor, están íntimamente relacionadas con el significado otorgado a un evento determinado; además, “para que una emoción sea sentida, percibida y expresada por el individuo, debe pertenecer a una u otra forma del repertorio cultural del grupo al que pertenece” (p. 71). Por ello, la presente investigación se orienta a un escenario particular que permite interpretaciones culturales compartidas: la prisión.
La cárcel representa un dispositivo esencial de privación de la libertad para someter y disciplinar los cuerpos y las mentes (Foucault, 2012). La reclusión se inserta en una concepción controvertida del poder —la biopolítica— que aprehende a los seres humanos como unos organismos moldeables y desechables (Brunon-Ernst, 2012; Lemke, 2017; Elmore e Islekel, 2022).
Las prisiones no están exentas de emociones y sentidos. Así, el miedo en prisión puede ser diverso: se le puede temer a la obscuridad, a los fenómenos naturales, a sufrir una violación al interior del penal y, en general, a todo aquello que ponga en peligro la existencia.9 A continuación, se analizan algunas amenazas al cuerpo que acrecientan el miedo al estar privado de la libertad: primero, el miedo a la enfermedad y su contagio; posteriormente, el miedo al olvido y el temor de morir en prisión.
Debía tratarse de algún olor no perceptible para el olfato humano. En verdad, eso es lo que creía […]. No sabía decir si los tapices se movieron o no, aunque en ese momento me pareció que sí. En cambio, no tengo dudas que tras los tapices se oyó un ruido, tenue pero nítido, como de ratas […]. En ese preciso instante el gato se arrojó sobre el tapiz haciéndolo caer y dejando al descubierto un antiguo y húmedo muro de piedra, de roedores, ningún rastro.
Fuente: Lovecraft, Las ratas en las paredes
En las celdas-dormitorios entendidas como “espacios públicos”, no todos los internos tienen la posibilidad de tener un camarote que se convierta en una especie de “espacio privado e individualizado”. Las condiciones de hacinamiento en reclusorios latinoamericanos imponen que algunos internos duerman debajo de los camarotes (camas hechas de cemento), colgados de las paredes en pequeñas hamacas o que tengan que luchar por un minúsculo pedazo del piso.10 En estas condiciones —mantenidas y reproducidas por el propio sistema penitenciario, por sus autoridades y por las prácticas de autogobierno de los internos—, los olores y los hedores se convierten en recursos territoriales; los excrementos, los efluvios corporales entran a modo de violación de los territorios del yo; se tornan en usurpaciones. Ahí, la tolerancia olfativa a la proximidad del prójimo se adelgaza, como diría Corbin (1987).
Las celdas-dormitorios en prisión son empleadas no sólo para dormir; también son usadas como lugares de trabajo, para consumir alimentos, como espacios para asearse, orinar, defecar; es decir, no hay en las estancias la posibilidad de intimidad o privacidad ya que toda la vida está estructurada bajo la convivencia compartida de modo absoluto,11sin mucha elección.
En este ámbito donde transcurre la cotidianidad carcelaria, el miedo se hace presente. Así lo recuerda Raúl:
Yo dormía en mi camarote con las manos agarradas encima de mi pecho; ya me había acostumbrado a dormir así, sin moverme, como si estuviera muerto. No quería bajar la mano, como me había pasado en algún momento, y sentir cómo las ratas me tocaban. [Las ratas] se acercaban en las noches, te olían; yo no quería sentirlas; me daba miedo que me mordieran. (Comunicación personal, marzo de 2019, Ciudad de México)
De igual forma, Alberto explica:
En las noches, en la celda, se escuchaba cómo roían las ratas las paredes de cartón que colocamos en los barrotes. [Las ratas] jugaban en el pasillo; la noche era suya; en la oscuridad se escuchaban sus pasos; algunas peleaban, chillaban y se aventuraban a entrar a la estancia. Se sabe de algunas que atacaban. (Comunicación personal, agosto de 2021, Ciudad de México)
En ambas narraciones, las ratas se tornan en acompañantes constantes de la vida en el penal. Pero éstas se mezclan junto con otras plagas y enfermedades. Así lo explica Manuel al referirse al miedo al contagio
En todo el penal hay plagas: muchísimas ratas, piojos, cucarachas, pulgas […]; éstas estaban en la gente que no se bañaba. Por eso, cuando en alguna celda había alguien que no se quería bañar, lo mejor era sacarlo de ahí; llevaba pura infección y luego así comían, así dormían, así andaban. Era mejor sacarlos de la estancia que contagiarse. (Comunicación personal, enero de 2019, Ciudad de México)
El miedo no es infundado. La Organización Panamericana de la Salud (OPS) (2019) enumera varias enfermedades que pueden ser transmitidas por roedores a través de su orina, heces y saliva; el hantavirus es la más común en América. Ésta puede producir síntomas de fiebre, mialgia, afecciones gastrointestinales, dificultad respiratoria e hipotensión; la complicación de la enfermedad que puede provocar la muerte se da cuando la persona trabaja, juega o vive en espacios cerrados donde hay una infestación activa de roedores o la presencia de garrapatas, pulgas, mosquitos y otros artrópodos que pican y causan la transmisión del virus.
Por ello, de forma voluntaria y ante el temor al contagio, se ponen en marcha técnicas para mitigar la presencia de algunas plagas en las celdas. Alberto recuerda:
A veces en las noches olía mucho a insecticida en mi celda, por las chinches y algunos insectos; éstos a veces caían desde el techo de tantos que eran […]. Cuando me cambié a la última estancia donde estuve, había muchos bichos y si no rociaba insecticida me comían. Así, me libraba de los animales y en las noches, al dormir, el olor predominante era de insecticida. (Comunicación personal, agosto de 2021, Ciudad de México)
El olor del insecticida que refiere Alberto llevaba consigo la tranquilidad de combatir el posible contagio, lo que aminora el temor —aunque respirar de forma constante los vapores de algunos insecticidas conlleva riesgos para la salud—; de hecho, el uso de fumigaciones y olores a hierbas aromáticas es de uso frecuente en numerosas sociedades para sanear el aire viciado.12 Así lo refiere Alberto:
Cuando venía mi visita, íbamos a “las cabañas”. Las cobijas las lavaba previamente con Suavitel y ponía un incienso olor manzana canela para aromatizar el pequeño lugar. Otros internos rociaban el suelo de la sala de visita con Fabuloso olor lavanda para mitigar los olores […]. También en algunas celdas o pasillos hay altares de todo tipo; algunos huelen a resina quemada, incienso de copal, humo de cigarro, pero también a flores muertas y agua estancada […]. (Comunicación personal, agosto de 2021, Ciudad de México)13
Sin embargo, la presencia de olores en prisión no se relaciona siempre con el aroma del insecticida, el incienso o los aromatizantes; al contrario, el olor carcelario versa sobre la orina, el excremento, el caño; aquello que Alain Corbin (1987) llama “secreciones de la miseria” (p. 158), referentes también al hedor del agua estancada, el cadáver, la carroña, la descomposición corporal, la enfermedad. Sobre todo, al considerar, como explica Corbin (1987), que, en la tierra,
el peor de los escándalos olfativos es la cárcel. La hediondez significa la putrefacción viviente y colectiva de los detenidos. El pudridero humano acumula la infección genealógica y la putridez presente […]. Cuando sacaron de su calabozo al conde Struensee para ser decapitado, exclamó: “¡Oh! Qué felicidad respirar el aire fresco”. (p. 60-61)
En ese mismo sentido, “Bacon consideraba las exhalaciones o ‘el olor de la cárcel’ como la infección más peligrosa después de la peste” (Corbin, 1987, p. 61). En el siglo XVIII operaba todavía un enfoque donde era la multitud o el hacinamiento lo que provocaba ese olor, el de la putridez. Sin embargo, ya para el siglo XIX, se impone una nueva lectura, una “nueva vigilancia”, la de los higienistas, “enloquecidos por el olor de las cosas y de la turba pútrida”, como señala Corbin (1987, p. 67). Es entonces que las nuevas estrategias y visiones establecen claramente la “división entre el burgués desodorizado y el pueblo infecto” (Corbin, 1987, p. 67).
El olor del infectado despierta el miedo a la enfermedad y al contagio. Miedo que se acrecienta cuando el cuerpo del otro da cuenta de estar enfermo. Así lo recuerda Manuel:
En prisión es común tener hongos en los pies, en las manos, en las coyunturas. Sobre todo, tener escabiasis [sic],14 que no es más que una sarna; ahí [en la cárcel] hay mucha, te come y se contagia con mucha facilidad. Era mejor alejarse de quienes tenían eso. Cuando en la estancia hay alguien así, lo sacaban en la mañana para que anduviera todo el día vagando en el penal y ya que se metiera en la noche. Pero siempre se trataba de tener bien limpio todo y ése que tenía la sarna dormía lo más lejos de todos. (Comunicación personal, marzo de 2019, Ciudad de México)
Lo descrito por Manuel da cuenta de cómo la enfermedad contagiosa es un miedo cotidiano que lleva consigo pánico colectivo. Históricamente, podemos ver este temor en Europa a lo largo de cuatro siglos —de 1348 a 1720— con la peste; largo período en el que otras enfermedades también se hicieron presentes: la fiebre miliar en los siglos XV y XVI; el tifus en la guerra de los Treinta Años; la viruela, la gripe pulmonar y la disentería, las tres todavía activas en el siglo XVIII (Delumeau, 2013).
Al respecto, en prisión, los internos vinculan escabiosis con la poca higiene y el hacinamiento; consideran, además, que quien la padece despide un olor particular. De hecho, “el cuerpo despide un olor determinado: el olor de los tísicos, el de las personas afectadas de disentería, de fiebre pútridas, malignas y ese olor a ratón que pertenece a las fiebres hospitalarias y de las cárceles. Así toda enfermedad es hedor” (Le Breton, 2007, p. 248).
Por ello, como explica Manuel, una de las estrategias para contrarrestarlo es el aislamiento —en la medida de lo posible— de quien padece escabiosis: “sacarlo de la estancia para que esté todo el día vagando en el penal”.
Enfermedades, pobreza, privación, miseria, abandono se entrelazan en el penal. Para Raúl, Alberto y Manuel, la pobreza o las condiciones en las que se vive dentro de los reclusorios son las que dan origen a las enfermedades con sus respectivos olores. Además, no es raro encontrar ligados enfermedad y castigo en algunas narrativas: “lo castigaron, se enfermó y no lo atendieron; no le hicieron caso, ¡y murió!”, como dice Raúl, o “tenía una herida horrible, olía muy mal y nunca logró que lo atendieran porque ahí la falta de atención médica no es un descuido sino un castigo; es una forma de condena más; en prisión no importa si te mueres”, como señala Manuel.
Cabe mencionar que son múltiples las enfermedades más recurrentes en prisión. Según González Rodríguez et al. (2013), los paros cardiorrespiratorios, la insuficiencia renal, las neumonías y las enfermedades degenerativas son las que más se reportan. No se habla de las muertes por infecciones gastrointestinales no atendidas, de aquéllos que han perdido la vida por cortadas o heridas infectadas ni de aquéllos que debido a problemas relacionados con la diabetes han fallecido; mucho menos de los decesos por complicaciones respiratorias, por el VIH/Sida, por la hepatitis ni por infecciones bucofaríngeas; tampoco de las muertes vinculadas con enfermedades mentales.15
De igual forma, la construcción moral de los olores —a través de la cual asignamos valores negativos o positivos a los otros y a los objetos— conlleva la producción de determinadas interacciones donde, como afirma Peláez (2015),
opera una serie de símbolos y representaciones sociales que se construyen a partir del significado de ciertos olores sobre los miembros de un grupo social o un individuo: las relaciones étnicas, de clase y de género también están mediadas por los olores, reales o imaginarios, por lo que mediante estas categorías se construyen ciertos códigos olfativos desde donde se reproducen las principales relaciones de poder. (p. 81)
En consecuencia, si el otro desprende “mal olor” motiva el desprecio y justifica, en el imaginario, la violencia simbólica o física de la que es objeto. Por temor, el individuo “sano” repele al enfermo, al otro que huele a miasma, al que lleva peligro de contagio. Así, el enfermo que apesta en prisión muere socialmente al interior del penal; el que porta la sarna, la herida, la enfermedad en su cuerpo, es restringido socialmente y entra en otro tipo de orden carcelario. No merece atención médica. Forman parte de los “locos, monstruos, chirimiquis y lacras” porque, como explica Bravo (2015), la cárcel y los manicomios son sistemas de control social donde operan principios de clasificación y distribución que no sólo dan lugar a jerarquizaciones y diferencias, sino que producen lugares irremediablemente “cercados” donde se colocan los “residuos”.
Así, la prisión es el contenedor de personas-residuos, donde habitan los excedentes humanos, los “antropodesechos”. Ésos a los que se intenta reducir, omitir, borrar, no ver; ésos que están en el nivel más bajo de la clasificación carcelaria —clasificación que, a su vez, es producto y reflejo de la clasificación social—; ésos que hay que invisibilizar son residuos humanos.
El más reciente acontecimiento de contagio vivido no sólo al interior de las cárceles sino a nivel global fue la pandemia provocada por el virus SARS-CoV-2. Así se lee en la crónica de Jesús Prieto (2020), escrita desde la prisión:
A partir del 20 de marzo 2020, oficialmente el Covid 19 puso freno al tren del progreso para México […]. La actividad humana se limitó a las cuatro paredes del confinamiento forzado, fui observando en los telediarios, cómo la gente en el exterior se fue integrando al exilio, convirtiéndose en presos de miedos similares a los sujetos que habitamos la cárcel […]. Los chillidos emitidos por las ratas que juegan encima de la basura amontonada sobre los pasillos, convertida en su parque alimenticio de diversiones, me trae a colación una idea: las transmisiones de la peste y los transmisores del Covid-19. Ratas y murciélagos, son primos, ¡me lleva! (pp. 57 y 59)
Cuando la pandemia llegó al país, el sistema penitenciario entró en crisis. México alcanzó una de las estadísticas de mortalidad más altas de América Latina (Melgoza, 2021). Cada penal vivió su propio infierno; algunos internos con síntomas “sospechosos” eran aislados dentro del mismo reclusorio en espacios improvisadamente acondicionados. Alberto recuerda el miedo vivido:
Nadie quería ir a la enfermería porque ya no regresabas. Se sabía que, si alguien tenía algún síntoma, todos los que vivían en la estancia eran trasladados a otro lugar; muchos no regresaban. […]. Recuerdo dos ocasiones en que entraron al penal personas vestidas de blanco, completamente cubiertas desde los zapatos hasta el rostro; entraron a fumigarnos; todo se llenó de humo blanco; nos estaban rociando como si fuéramos ratas, plagas y como si eso fuera insecticida. […]. Todos teníamos miedo del contagio y morir. (Comunicación personal, septiembre de 2021, Ciudad de México)
En el penal de San Miguel en Puebla, México, al lugar destinado para el aislamiento se le conoció como “la nave de la muerte” (Melgoza, 2021).
Estaba solo, enteramente solo. Me acurruqué bajo un verde arbusto, ocultándome enteramente entre su poblado y sombrío ramaje. Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla. Cuando oscureció del todo, abandoné mi refugio y eché a andar despacio, sin hacer ruido, sobre aquella tierra llena de cadáveres humanos. […]. Todos los muertos que nos han precedido, la tierra los recupera, y el olvido los borra.
Fuente: Maupassant, “La muerta”
El mundo es la consecuencia de un cuerpo que lo habita. Entre la sensación de las cosas y la sensación de sí mismo se instaura un vaivén. Pero, antes del pensamiento, están los sentidos. Así empieza el texto de David Le Breton (2007), El sabor del mundo. Para este autor, la condición humana es ante todo corporal. El cuerpo es proliferación de lo sensible. “El individuo sólo toma conciencia de sí a través del sentir” (Le Breton, 2007, p. 11).
Somos seres rodeados de estímulos: sonidos, sabores, olores, contacto físico; lo que nos evoca recuerdos, sentimientos, emociones. Por ello podemos decir que la experiencia corporal es el vehículo de interpretación de la vida (Guzmán, 2022b).
En relación con las amenazas al cuerpo, que provocan miedo al estar privado de la libertad, podemos encontrar dos que para los entrevistados son comunes, no sólo entre ellos, sino en general entre los internos: el miedo al olvido y el morir en prisión. Cabe mencionar que, para Raúl, Manuel y Alberto, existe un “olor a miedo”; olor característico compuesto por diversos olores más, pero que puede ser olido y nombrado. Es una mezcla de olor a sudor, adrenalina, fetidez, putridez, mota rancia. Es un olor que para cada uno tiene sus propios arreglos en diferentes proporciones, pero que, para todos, está presente en muchos lugares y circunstancias de la reclusión. Ese “olor a miedo” se va a hacer presente ante el olvido y la muerte.
En relación con el olvido, éste cesa con el afecto que se sentía; el interno, por lo tanto, deja de recibir visita, se sumerge en un descuido social y considera que ha muerto simbólicamente en el recuerdo de sus seres cercanos.16
Así lo recuerda Raúl:
Una vez pensé que estaba muerto. Llevaba varios días en completa oscuridad en una celda de castigo. Después de un tiempo, pierdes el sentido del día y la noche, no sabes qué hora es, ni el día, ni la fecha; nadie te visita. En ese espacio tan reducido, sentía las paredes, todo era oscuridad y supe entonces que eso era mi ataúd. Pensé que había muerto y que esto era “la vida” que le seguía a mi muerte. Este lugar, este espacio. Un día me dieron unas flores [las colocaron los custodios dentro del espacio donde estaba Raúl junto a su comida] y supe entonces que sí, que esto era mi tumba. Estaba muerto. (Comunicación personal, abril de 2019, Ciudad de México)
Raúl le había pedido a su madre y a su padre que dejaran de visitarlo en prisión; así fue por un tiempo. Él, sumido en su propio dolor y en sus acciones, terminó algunos meses en una celda de castigo.17 En su narración, recuerda el acontecimiento y reflexiona: “[En ese momento] perdí la razón; creí estar muerto”. Las flores y la comida que recibió le confirmaron su pensamiento de haber muerto. Sin embargo, era su cumpleaños y su madre había ido a visitarlo después de un año de ausencia; no pudo verlo, así que le dejó unas flores.
El abandono, por parte de familiares y amistades, de la persona privada de su libertad lleva consigo la pérdida de contacto con el mundo exterior, soledad, un aislamiento que la coloca en vulnerabilidad al no recibir, a través de la visita, alimento, dinero, artículos de aseo personal, ropa y demás bienes que permiten mejorar las condiciones de vida en reclusión.
Además, las “instituciones totales” tienen profundas repercusiones sobre las facultades de pensamiento y percepción, así como en los vínculos afectivos de los seres. El abandono dentro de prisión conlleva la negación social con el exterior, al cual antes se pertenecía. En consecuencia, según Sofsky (2006), ante el olvido llega la destrucción de la conciencia y la negación de la existencia, y el interno, por lo tanto, siente que ha comenzado a morir.
Para contrarrestar este temor, que es un miedo que se expande como una enfermedad que corrompe las relaciones, los sentimientos, las situaciones y la integridad del yo, los internos recurren a estrategias diversas. Para paliar ese miedo que está siempre presente, que se vive cada día de visita (pensando si la persona acudirá o no) y se recrea en la mente en diversos momentos, algunos hombres privados de su libertad recurren a diversas tácticas para prevenirse. Así lo recuerda Raúl:
Yo sabía que no la quería [se refiere a su pareja sentimental en prisión], pero ella siempre iba a verme, me hacía compañía y quizás yo también a ella. Me visitaba, me llevaba comida, teníamos sexo […]. Ella me decía que sabía que cuando saliera de la cárcel la iba a dejar; yo no le decía nada. Pero sí: en cuanto salí, la dejé. No me gustaba físicamente, no era mi tipo, pero era lo único que tenía en prisión. (Comunicación personal, marzo de 2019, Ciudad de México)
De esta forma, la persona privada de su libertad sabe que, al estar preso, siempre está presente la posibilidad del abandono. Cabe mencionar que éste, según Biehl, “es morir con antelación a la muerte física. Una zona de muerte social, resultado de quebranto de relaciones sociales cotidianas, historias institucionales que consideraban que su situación es autogenerada o de su exclusiva responsabilidad” (citado en Parrini, 2018, p. 390).
Ante ello, la persona privada de su libertad debe enfrentarse solo a la cárcel; por ello, debe afrontar varias adversidades, buscar recursos para “sacar la cárcel adelante”, como dice Manuel. Estar enfocado en que “un día más es un día menos”, como dice Alberto.
En cuanto al miedo a la muerte, también se hace presente al interior de la prisión. Así lo recuerda Raúl:
Algunos miedos que en mi persona causaban mella estando en prisión eran el miedo a ser abandonado en ese lugar y por ello tenía miedo a que se muriera mi madre, mi padre o mi pareja, que son los que me visitaban. Y el miedo a la muerte de mis hijos. También me daba miedo morir dentro de ese lugar. (Comunicación personal, abril de 2019, Ciudad de México)
De igual forma, lo recuerda Alberto:
El miedo más grande que tengo es a la muerte; pienso que el de todos. Pero en la cárcel me daba miedo la muerte o la pérdida de quienes amo. Todos los miedos que puedo reconocer en mí van ligados a la muerte, miedo que aumentaba estando en prisión. (Comunicación personal, septiembre de 2021, Ciudad de México)
Para Manuel, al igual que la muerte, el miedo se huele; dice que tiene un olor especial; así lo explica:
creo que la adrenalina que descargamos todos con una situación de miedo tiene un olor; es como un olor donde se mezcla el olor a sudor, a algo agrio, rancio, pero a la vez como dulzón penetrante; es un olor especial, característico, ¡y sí!, sí puedo decir que el olor a miedo se distingue, hay diferencias, pero se puede identificar. Es un olor que en prisión es muy frecuente, cuando te enfrentas a la muerte o cuando te enfrentas a la desolación y al sentimiento de aprisionamiento. (Comunicación personal, enero de 2019, Ciudad de México)
Para Manuel, el olor a miedo es uno de los olores representativos de la reclusión; él lo llama “olor a cárcel”18 porque en prisión el miedo está en todas partes; ese olor para él está compuesto de un olor a descomposición, a sudor, a orina concentrada. Por lo tanto, el miedo en prisión se siente, pero también se huele. “Es un olor que nunca olvidaré”, dice Manuel; así lo recuerda:19
Cuando estaba en el reclu, en cierta ocasión acompañé a un amigo a la visita familiar para recoger un par de bolsas con alimento; yo era nuevo, apenas con un año preso. Al caminar cerca de la sala siete de la visita familiar, paré en un puesto de dulces a comprar un cigarro; mientras esperaba el cambio, mi amigo me dijo: “¡vámonos, huele a muerte!”. Extrañado, caminé junto a él, quien apretó el paso. Ese día, aproximadamente cinco minutos después, el Nariz acuchilló al Gordo frente a su familia en aquella sala. Un par de días después, le pregunté a mi amigo cómo había predicho el suceso. Después de insistir, me dijo que “era algo que se huele, pues el aire se pone denso, la adrenalina fluye y el ambiente se impregna de un olor frío y cálido a la vez; huele a furia y miedo; ya lo entenderás”, finalizó. (Comunicación personal, enero de 2019, Ciudad de México)
Podemos observar en la narración de Manuel cómo el recién llegado, poco a poco, se va familiarizando con la vida cotidiana en el penal; de igual forma, va interiorizando los símbolos y significados, conociendo y apropiándose de la cultura y el lenguaje penitenciario. Por ello, Raúl explica que el “olor a cárcel” es distinguido por olfatos especializados:
El olor del reclusorio es un caleidoscopio de olores preponderantemente fuerte debido a las hormonas que son segregadas por el estado de alerta permanente pero que cambian según las circunstancias como sudor agrio y picante, olor a tristeza, desesperación, enojo, furia, miedo, rencor, abandono, poder, fuerza, violencia, reclusión, vida y muerte. Sin embargo, los olfatos especializados pueden reconocer las características peculiares de esos aromas. (Comunicación personal, abril de 2019, Ciudad de México)
En las narraciones de Manuel y Raúl, observamos el estado de alerta en el que deben estar los internos, lo cual permite la sobrevivencia, ya que en reclusión la muerte siempre acecha. Así lo podemos leer en la narración del periodista Julio Scherer (1998):
En las cárceles se vive bajo el temor sin descanso. Una luz negra oscurece las prisiones día y noche: la muerte. A lo largo de la semana que va del dos al ocho de marzo, han ocurrido tres suicidios y un homicidio en los reclusorios sur y oriente. Ocurrieron en las horas más desguarnecidas, lejana la madrugada. La tragedia enferma el penal. Su población quiere saber, exige los pormenores del suceso. La muerte, donde se le encuentre, es el acontecimiento de la vida. Uno de los suicidas, Mario Gómez, abandonó su camastro y caminó a los excusados. Era un hombre de cuarenta años, tranquilo, acostumbrado a la lectura. Solitario, hablaba apenas y sonreía a todo aquel que lo miraba. Se le apreciaba como un pariente cercano del que poco se sabe. Trepado en el retrete, se colgó. Una nota manuscrita atada al cuello con un mecate pedía que a nadie se le hiciera responsable de su decisión. Una súplica selló su tiempo: “avisen a mi hermana”. Perturba la cadena, las muertes en serie, síntoma de zozobra y agotamiento en los penales. El último límite se aproxima para todos. (p. 38)
De esta forma, la muerte no está afuera en los otros, sino que está más cerca, está en uno, en todos, y nos remite a la conciencia de nuestra finitud. Así lo explica Alberto:
Ha estado consciente de la muerte, quizás desde que mi mamá murió cuando yo tenía once años, pero sabía que no iba a morir en la cárcel. La “muerte se huele”; cuando alguien va a morir en cárcel o ha muerto ahí, huele a muerte. No es olor a sangre; ése es otro olor diferente. Es olor a muerto. En la cárcel hay un caleidoscopio de olores y uno va aprendiendo a diferenciar los distintos olores que son propios de un lugar así, de un lugar donde lo que predomina es el hacinamiento, la monotonía desgarradora, donde el ser humano está en el límite, está siempre casi todo el tiempo en alerta. (Comunicación personal, septiembre de 2021, Ciudad de México)
Ya sea que la muerte ocurra como consecuencia de una enfermedad, por suicidio o como resultado de un homicidio, un rumor “anda” entre los pasillos de la prisión: “todos saben que quien muere en cárcel se aparece ahí como fantasma”, explica Manuel; “quien muere en prisión no tendrá descanso, son espíritus que se aparecen de noche”, dice Raúl; para Alberto, “los muertos en prisión son sombras que vagan en el penal”:
Son almas que no encuentran descanso, que se aparecen; todos los saben, algunos los ven, los oyen, se escuchan, los huelen, como en la sala siete donde murió un chavo. Ése se aparece ahí donde murió […]; entonces, no se van, siguen ahí [en la cárcel] penando, pero ahora como sombras; son energía y llevan consigo toda la maldad. (Comunicación personal, septiembre de 2021, Ciudad de México)
Por consecuencia, la muerte en prisión engendra un miedo aún peor: el miedo a una agonía sin fin.
Somos seres rodeados de estímulos: sonidos, sabores, olores, contacto físico; lo que nos evoca recuerdos, sentimientos y emociones, como lo explica Le Breton (2007). A lo largo de este artículo, se revisaron algunas amenazas al cuerpo que acrecientan el temor cuando la persona está privada de su libertad; estas amenazas son las plagas que conllevan el contagio, la enfermedad, el olvido social, el abandono, la muerte. El hilo conductor en las narraciones analizadas es el miedo. Ése que “se siente, pero también se huele”.
Por ello, Raúl, Alberto, y Manuel, a través de sus recuerdos, permiten conocer el miedo a la enfermedad y su contagio, donde las ratas y varias plagas más juegan un papel importante. Posteriormente, en sus narraciones se observa el miedo al olvido y el miedo a morir en prisión. Los ejemplos forman parte de las “amenazas al cuerpo”, lo cual para Bauman (2008) propicia la presencia del miedo.
Así, las amenazas al cuerpo que se experimentan en prisión son todas aquéllas que ponen al límite la existencia y la vida de la persona privada de su libertad. El miedo a la enfermedad, al contagio, lleva consigo el temor a la muerte. Sin embargo, la “muerte social” al interior del penal ocurre —en ocasiones— primero; sobre todo, cuando el enfermo apesta y su olor “amerita” el aislamiento y la repulsión, colocándolo en otro tipo de orden carcelario, lo que crea nuevos residuos-excedentes humanos en los ya de por sí “antropodesechos” que habitan la prisión.
Abordar la experiencia carcelaria desde la percepción sensorial permite profundizar en las narrativas de las personas que han encarnado esta realidad, lo cual resulta fundamental para entender la cultura carcelaria y las condiciones institucionales a las que se ven sometidas las personas privadas de su libertad. Por ejemplo, en relación al miedo al olvido, éste se vincula con el abandono social del interno, el cual, según Biehl, “es morir con antelación a la muerte física” (citado en Parrini, 2018).
Así, la persona privada de su libertad está expuesta a experimentar “muerte social” proveniente de dos direcciones: del interior —la cárcel— y del exterior. Por un lado, el temor al contagio, la enfermedad, su pobreza, su pestilencia que “apesta” justifica el aislamiento. Cabe señalar que, para Corbin (1987), las prisiones emanan olores; son los olores del encierro, de la pobreza;20 así lo explica: “El mal olor del proletariado seguirá siendo estereotipado […] al pobre, el espacio cerrado, sombrío, los techos bajos, la atmósfera pesada, el estancamiento de las hediondeces”; olor asociado a “los términos miserable/sucio/abandonado/hedor/apestar”, que son descripciones de la miseria (p. 164).
Por otro lado, la pérdida de relaciones sociales y vínculos familiares, la falta de visita van aislando al sujeto privado de su libertad del exterior y lo sumergen en soledad a la vida carcelaria, dejándolo a merced de las malas condiciones de dichas instituciones, del hacinamiento y de la pobreza de los internos.21
Por ello, en la presente investigación, se proyectan algunos de los problemas estructurales del sistema penitenciario mexicano, lo cual se espera abone para entender esta problemática social, así como los vacíos en cuanto a buenas prácticas penitenciarias y, en consecuencia, motivar a imaginar maneras más justas de organizar la ejecución de la pena privativa de la libertad. Incluso, imaginar otras alternativas al encarcelamiento.
Siguiendo con el tema del miedo, en las narraciones de Raúl, Alberto y Manuel, existe una relación entre el miedo y el olfato en un ámbito carcelario. “Igual que la muerte, el miedo se huele”, explican. “El miedo tiene un olor especial”, refieren. Sin embargo, también se rescatan otros vínculos como el “olor a castigo”, “el olor de la desolación” y el “olor a cárcel”. El olfato en prisión acompaña el estado de alerta en el que deben estar los internos, lo cual permite la sobrevivencia, ya que en reclusión la muerte siempre acecha, explican. Por ello, hay una relación estrecha entre olfato y miedo; ambos se acompañan de forma constante a pesar del caleidoscopio de olores de la prisión.
Finalmente, el miedo a la muerte se erige por encima de otros temores. Como explican en sus narraciones Raúl, Alberto y Manuel, las personas que mueren en prisión se quedan ahí “atrapadas”, “no podrán salir”, se “vuelven sombras, fantasmas”, se sumergen en una agonía sin fin.
Falta por saber ¿qué otros miedos podemos encontrar al estar privado de la libertad?, ¿qué otros vínculos entre sentidos y emociones podemos hacer? En futuras investigaciones, ¿qué otras emociones se pueden indagar?, ¿qué otros sentidos faltan por ser investigados?, ¿cómo experimenta la prisión la persona privada de su libertad que es sorda o ciega?, ¿qué otras intersecciones faltan por indagar?
Queda pendiente, para futuras investigaciones, incorporar entrevistas con personas privadas de su libertad que no tengan recorridos similares, es decir, que no tengan estudios universitarios, que pertenezcan a diferentes edades, incluso orientaciones sexuales diversas.
Realizar una investigación con personas que estuvieron privadas de su libertad, a partir de sus experiencias y narrativas, permite humanizar a esta población muchas veces estigmatizada y desechada de la sociedad.
Se reconoce la necesaria interdisciplinariedad para pensar esta problemática dada la complejidad del tema, pero ¿cómo se podrían inscribir estas investigaciones, que abordan los sentidos y las emociones, en el campo de los estudios de la prisión en general?