Resumen: ¿Podríamos imaginar a las poblaciones indígenas de México en unos términos que no las reduzcan a “descendientes” de las civilizaciones precolombinas? Más aún: ¿sería posible pensar las culturas indígenas en unos términos que no se guíen únicamente por nuestra razón genealógica? De hecho, las propias culturas indígenas nos proporcionan una imaginación alternativa a la de la descendencia. En lugar de establecer relaciones de continuidad y filiación con unos antepasados, estas culturas tienden a introducir discontinuidades con las generaciones anteriores y convertir a los antepasados en seres de una especie distinta. Probablemente, esto sea posible porque la persona y la humanidad son pensadas no como producto de una transmisión, sino como resultado de un esfuerzo de fabricación. Así pues, desde un punto de vista indígena, “indígena” no es una condición heredada o previa, sino el resultado de un conjunto de modos y actividades que deben ser inventados incesantemente. ¿Cómo nos ayuda esto a pensar “indígena” en otros términos?
Palabras clave: Indígenas de México, genealogía, patrimonio, antepasados, discontinuidad ontológica.
Abstract: Could we imagine the indigenous populations of Mexico in terms that do not reduce them to descendants of the pre-Columbian civilizations? Moreover, would it be possible to think of indigenous cultures in terms that are not guided solely by our genealogical reasoning? In fact the indigenous cultures themselves are the ones that provide us with alternative ways of thinking to this model of descent. Instead of establishing relationships of continuity and filiation with presumed ancestors, these cultures tend to introduce discontinuities with previous generations and turn them into beings of a different species. This is likely possible because the person and humanity are thought of not as the product of a transmission, but as the result of a fabrication effort. Thus, from an indigenous point of view, “indigenous” is not an inherited or prior condition but the result of a set of modes and activities that must be incessantly invented. How does this help us to think the “indigenous” in other terms?
Keywords: Indigenous people of Mexico, genealogy, heritage, ancestors, ontological discontinuity.
Artículos y Ensayos
Una perspectiva no genealógica de los indígenas de México1
A Non-Genealogical Perspective of the Indigenous People of Mexico
Recepción: 08 Marzo 2024
Aprobación: 27 Mayo 2024
Publicación: 22 Agosto 2024
Lo que me gustaría proponer aquí no es tanto un argumento teórico como un pequeño ejercicio de imaginación crítica. Consiste en preguntarnos qué sucedería si pensáramos las actuales poblaciones indígenas de México en unos términos no genealógicos. Qué sucede si dejamos de imaginar a los indígenas en términos de descendencia, es decir, los indígenas como descendientes de las civilizaciones precolombinas. Qué puede decirnos una imagen de “indígena” en la cual éstos no sean esencialmente los herederos y continuadores del mundo anterior a la llegada de los europeos.
Antes de seguir, quisiera hacer dos observaciones preliminares. La primera es una impresión de carácter personal: la percepción de que hemos alcanzado tal punto de indefinición que, fuera de ser un resto de antigüedad (una suerte de grumo sin disolver), “indígena” no significa nada en concreto. Tal y como se usa en el lenguaje público, en los medios de comunicación, en los discursos políticos, “indígena” ha adquirido un abanico de asociaciones tan dilatado y vago que prácticamente expresa cualquier condición (desde guardián de saberes ancestrales a vendedor de paletas) en función de los prejuicios y las necesidades del enunciante. Especialmente de las necesidades de la práctica política, donde el reclutamiento de “indígena” sirve en cualquier circunstancia pública.
Pero también en el campo académico tengo la impresión de que existe un agotamiento, de la posibilidad de pensar “indígena” en términos de relaciones contemporáneas. Debo apresurarme a aclarar que lo que estoy planteando no es un problema de definición; no se trata de cómo definimos “indígena”. Sobre esto hay una especie de industria académica: unos rasgos culturales, una identidad, una identificación, para no mencionar definiciones construccionistas como “una categoría política”. Mi interés radica más bien en saber si podemos decir algo distinto sobre esta cuestión de un modo que no se limite a nuestro repertorio analítico convencional.
Lo cual me lleva a la segunda observación. Consiste en reconocer que, para poder pensar “indígena” de manera diferente, resulta metodológicamente indispensable introducir el propio pensamiento indígena en este ejercicio. Esto es, introducir en nuestros modos de pensar “indígena” las formas indígenas de pensar esta cuestión. Lo que subyace a este procedimiento es la convicción de que las interpretaciones antropológicas deben contener la propia reflexión de las culturas que procuran describir. Esto no implica, claro, sustituir nuestras lógicas europeas por las indígenas (lo cual es evidentemente imposible), sino reconocer ambas, ponerlas en conexión y contrastarlas de un modo productivo que permita pensarlas en relación. Tratar de desarrollar una especie de campo común de diálogo que produzca iluminaciones recíprocas entre las teorías indígenas y las nuestras. No sólo conocer “el punto de vista del nativo”, sino experimentar cómo el punto de vista nativo afecta el nuestro.
Semejante ejercicio de ida y vuelta recibe varios nombres —antropología inversa, simétrica, recursiva—, pero podría resumirse en aceptar que las formas de conocimiento occidentales y nativas se encuentran en un mismo plano de valor epistemológico. Así pues, si tratamos de comprender “indígena” guiados por el principio de simetría, necesitamos jugar con ambos puntos de vista, es decir, con ambas formas de comprensión o planteamiento del problema, simultáneamente, y probar a entender cómo afecta una a la otra.
Proponer entender el mundo indígena mexicano en unos términos que no remitan, implícita o explícitamente, a su ascendencia precolombina es algo que parece desafiar nuestro sentido común. “Sabemos” que los “mayas actuales” descienden de los antiguos mayas; los zapotecas, de Monte Albán; los totonacas, de El Tajín; los purépechas, de los antiguos tarascos, y así sucesivamente. Pero, sobre todo, en conjunto y en abstracto, los indígenas representan imaginativamente una cadena sucesoria ininterrumpida desde los tiempos antiguos hasta el presente. Este modelo genealógico, que es, en definitiva, en el que se basan nuestras ciencias sociales y humanidades, define “indígena” por su común ancestralidad, esto es, por descender de unos supuestos antepasados, los cuales determinan su identidad. Las poblaciones indígenas son definidas por filiación, ya sea biogenética, ya sea cultural, ya sea, como sucede a menudo, por una fusión de ambas.
La expresión “pueblos originarios”, que se ha vuelto de uso común recientemente en América Latina, no sólo enfatiza este modelo de descendencia, sino que le da un matiz adicional. Supongo que se inspira en el término “First Nations” o “Premières Nations” empleado en Canadá y a veces en Australia para designar a las poblaciones nativas. En su traslación latinoamericana, sin embargo, “nación” ha pasado a ser “pueblo”, quizá para evitar interpretaciones comprometidas, aunque “pueblo” no resulta menos equívoco y, desde mi punto de vista, su connotación de volk distorsiona y oscurece aún más las formas indígenas.
Pero es el término “originario” el que revela el lugar asignado a las poblaciones indígenas. “Originario” significa, según el diccionario Moliner (1966), tanto “oriundo” como “del origen o principio de la cosa de que se trata”. Así pues, los pueblos originarios están en el origen. Pero ¿en el origen de qué, de qué cosa se trata? Es de suponer que la respuesta es “de México” (o del país en cuestión). En consecuencia, los “pueblos originarios” se definen por fundamentar el origen o principio de la nación. No sólo descienden de las poblaciones precolombinas, sino que son ascendientes (paradójicamente, contemporáneos) de México. Dicho de otro modo, son el eslabón fuera del tiempo entre un pasado y la nación.
Una de las implicaciones del esquema de origen y filiación es la idea de pureza y mezcla. La discusión acerca de si los grupos indígenas habrían mantenido un grado de integridad elevado o si, por el contrario, la influencia europea y africana habría desdibujado esta herencia es una discusión integral al pensamiento genealógico. Se trata de un problema de porcentaje y pedigrí, es decir, de “calidad” (las propiedades inherentes a algo que permiten juzgar su valor), y quizá no sea casual que en la antropología mexicanista todavía hablemos de “indígenas” y “mestizos”.
La de “descendencia”, en fin, es un tipo de idea “hegemónica”. La clase de idea que no vemos no porque sea inconsciente o se encuentre fuera del campo de reflexión, sino porque es el modo mismo en el que concebimos la cuestión. Para saber quiénes son ciertas gentes, debemos saber antes quiénes son sus antepasados, esto es, identificarlos genealógicamente. El lugar común según el cual “sin saber de dónde venimos no sabemos quiénes somos”, es decir, sin reconocer una línea de ancestralidad —pero sólo alguna entre una infinidad de ellas— no podemos definirnos, es la esencia de nuestro modelo genealógico. Pero no lo es, como trataré de subrayar a continuación, desde un punto de vista indígena.
Lo que muestran los archivos de la etnografía americanista es que las culturas indígenas se interesan menos por las relaciones de descendencia que por las relaciones con los seres contemporáneos. Se favorecen menos, por así decir, las conexiones verticales que las relaciones horizontales, las relaciones —los vínculos, correspondencias, afinidades, contrastes— con otros humanos, pero también con el resto de los seres del mundo.
En un comentario a mi argumento, Roger Magazine recordó el trabajo de David Schneider (1984) y su crítica del modelo genealógico. Al menos desde los trabajos de Louis H. Morgan, argumenta Schneider, la teoría antropológica del parentesco había asumido la genealogía como si se tratara de un lenguaje universal; pero esta asunción impide entender cómo en cada cultura se reconocen las semejanzas e identificaciones y, consecuentemente, se establecen las conexiones. Por ejemplo, en la isla de Yap, en el Pacífico, donde Schneider hizo su primer trabajo de campo, en realidad no existía una relación propiamente genealógica entre los miembros de un “patrilinaje”: los más jóvenes no heredaban, si es que heredaban, en virtud de ser descendientes, sino por el modo colaborativo y respetuoso, o no, de comportarse con sus mayores. Schneider lo resume en estos términos: si la teoría antropológica clásica de los grupos de descendencia da por supuesta la preeminencia del “ser” sobre el “hacer” (being over doing), en Yap sucede lo contrario. El vínculo se crea por medio de la cooperación y el respeto.
En el caso de las culturas amerindias, no sólo no se privilegian las relaciones de semejanza y continuidad con generaciones anteriores, sino que frecuentemente se introducen rupturas con ellas. Tan pronto transcurre un cierto periodo de tiempo, se produce una solución de continuidad. Más que una discontinuidad, se trata de una discontinuación (aquí recurro a un anglicismo), pues está dirigido a provocar activamente tal separación. Y como resultado de esa desconexión ontogenética y filogenética, los seres anteriores, los seres que ya han pasado, se vuelven distintos por el hecho de ser “pasados”, o, como sucede a veces, en un momento dado, se convierten en seres de una naturaleza completamente distinta (animales, espíritus, monstruos). Ni que decir tiene, este “discontinuismo” indígena es una cuestión de grado y no absoluto; varía de unas poblaciones a otras, y desde luego se reduce drásticamente en casos como el de las dinastías de las formaciones estatales antiguas (donde los gobernantes debían tener un interés inmediato en acordarse de sus abuelitos) o casos como el de las “sociedades de casa” de la Costa del Noroeste. En cambio, allí donde las poblaciones indígenas procuran inhibir las diferencias sociales internas, el interés genealógico tiende a debilitarse
Individualmente, los muertos se convierten en seres otros y dejan de formar parte de la comunidad. En las tierras bajas de América del Sur, es común que se conviertan en animales (ver, por ejemplo, Carneiro da Cunha, 1978). En Mesoamérica, pueden adquirir un perfil hostil. A diferencia, por ejemplo, de los grupos de parentesco africanos clásicos, donde los ancestros no sólo tienen un papel normativo sobre la vida de los vivos, sino que vivos y muertos forman de hecho una única comunidad, entre los amerindios los muertos pasan a ser una sociedad aparte, de la que, con frecuencia, hay que defenderse. No son “nuestros muertos”, sino unos muertos genéricos que han pasado a engrosar una comunidad antagónica.
Me parece que las expresiones que se traducen al español por “encaminar al difunto” no se refieren tanto a facilitarle el viaje, como se dice a veces un poco eufemísticamente, como a asegurar que se vaya definitivamente. Lo que podríamos llamar “el luto” es un momento comprometido en el que los muertos pueden agredir a los vivos y lo que se aplica, precisamente, es un propósito de distanciamiento y olvido, especialmente de los rasgos más particularizantes del difunto. Esto es quizá lo más significativo: de los muertos se habla poco, cuanto menos mejor, y los detalles de su nueva vida, pese a lo mucho que nos interesamos los etnógrafos por ellos, prácticamente se ignoran.
Pero es en términos colectivos donde la discontinuación genealógica se vuelve más acusada. Los primeros antepasados son frecuentemente humanidades anteriores que, como resultado de algún cataclismo —la aparición del sol, una inundación, el ataque de unos seres monstruosos— desaparecieron o se convirtieron en animales o seres extraños. Por las ruinas andinas y mesoamericanas pululan criaturas que son vestigios de aquellas humanidades anteriores. Los tzeltales de Chiapas cuentan que las primeras generaciones aparecían espontáneamente, no se reproducían sexualmente y cuando habían cumplido veinte o cuatrocientos años (la cifra es lo de menos) eran reemplazadas automáticamente por una nueva generación. Los actuales indígenas aparecieron posteriormente, por lo general sin transmisión de substancia genética o cultural de aquellos primeros antepasados.
Así pues, en términos indígenas, los antepasados no son propiamente ancestros sino predecesores. La ancestralidad implica una relación de genitura en la que se reconoce la transmisión de una substancia física o moral que se encuentra presente entre los descendientes. En cambio, los antepasados no tienen por qué tener una conexión continua con la generación actual: “antepasar” significa que sucedió anteriormente. Seres predecesores que simplemente “estuvieron por aquí”. Aunque, desde luego, sucede que los vestigios de estas generaciones pasadas puedan afectar el mundo de los seres actuales.
Entre los indígenas y las generaciones antiguas, sin embargo, la separación no es social sino de naturaleza. La vida social de estos antepasados, sus productos, las casas, las relaciones humanas, el trabajo, se diferenciaban poco de los de los indígenas actuales, pero su naturaleza es, en acto o potencialmente, diferente. Tomemos el ejemplo de los muertos de la Sierra de Puebla según Stresser-Péan (2011), los cuales son característicamente descritos con una vida cotidiana semejante a la de los vivos: “Se cree que la mayor parte de los muertos viven en el más allá de forma muy similar a la manera en que vivieron en este mundo, con las mismas actividades y los mismos comportamientos”, pero “los muertos viven sin alegría, pues se encuentran sin fuerzas y sin una verdadera voluntad para actuar. No comen más que cenizas y no llegan a terminar el trabajo que comienzan” (p. 504). Estas observaciones contienen el núcleo del problema, pues, aunque a primera vista los muertos no parezcan distintos de “nosotros”, hay algo fundamental en su naturaleza: carecen de cualquier incentivo vital. La suya es una vida apática, como lentificada, apenas consciente de sí misma. Acaso porque ya no pueden morir, las tareas sociales no tienen urgencia ni necesidad y todo se hace a medias y mal. Después de todo, lo que incentiva a los vivos es justamente la conciencia de la inmediatez de la muerte.
En cuanto a las humanidades anteriores, tenían generalmente también una vida semejante a la actual, pero en algunos aspectos de su especie, como no reproducirse sexualmente, diferían de los humanos actuales. Además, solían gozar de algunos poderes extraordinarios. Es el caso, por ejemplo, de los antiguos habitantes de las ruinas mayas de Yucatán, quienes vivían de manera semejante a los actuales campesinos “mayas”, pero eran enanos corcovados, a veces con plumas, y poseían capacidades de hechicería y encantamiento. Sus pueblos —las actuales ruinas— desparecieron por causa de un diluvio y así, semienterrados, algunos de sus sobrevivientes permanecen viviendo en ellos (Gutiérrez Estévez, 1992).
La idea de que con los seres antiguos se comparte una misma cultura, pero no una misma naturaleza, es una versión de lo que Viveiros de Castro (1988) ha denominado “multinaturalismo”; la teoría indígena según la cual, a la inversa de nuestro “multiculturalismo”, la naturaleza posee un carácter variable y la cultura es universal: todos los seres comparten una única cultura, pero se diferencian por tener naturalezas múltiples. Si traspusiéramos este multinaturalismo a los términos de nuestra historiografía —lo que sin duda sería obligarla a aceptar algo que está fuera de su lógica—, ello implicaría que los indígenas actuales y los antiguos habitantes de las civilizaciones precolombinas comparten una misma cultura, pero se trata de seres ontológicamente distintos. Así, esta diferencia provocaría que esa cultura compartida e innata fuese percibida y entendida de manera distinta por los seres de cada época. Todos, por ejemplo, comerían “maíz”, pero la cosa designada por esa palabra no sería la misma para cada humanidad. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con los muertos tzeltales: beben pus y comen insectos negros, pero al primero lo llaman atole y a los segundos, frijoles.
Una orientación no genealógica produce también una relación distinta con el pasado en su conjunto. Nuestras narrativas nacionales están llenas de héroes que son los “padres de la patria”; progenitores colectivos. Las narrativas indígenas, por su parte, apenas contienen relatos de héroes humanos; además, cuando existen, éstos tienen un carácter ambiguo: si son recordados es porque no representan modelos de comportamiento y tampoco tienen una naturaleza exactamente humana. Algo parecido sucede en la relación con los vestigios del pasado y en lo que se ha dado en llamar “patrimonio”. Es posible que académicos o activistas culturales intenten hacer ver a los campesinos del lugar que —para seguir con este ejemplo— esas pirámides mayas las construyeron sus antepasados, mientras éstos lo negarán o disimularán su incredulidad. Para los primeros, puede ser un caso de desmemoria o, peor, de borrado por efecto de la experiencia colonial; para los segundos, será evidente que quienes construyeron aquellas piedras no tienen nada que ver con ellos, desaparecieron hace tiempo y, si acaso, uno se los puede encontrar al anochecer bajo la forma de extraños enanitos. ¿Cómo van a descender de esas criaturas? Por cierto, este ejemplo sirve para mostrar cómo el discurso de “recuperación del pasado indígena” puede llegar a proyectar una lógica occidental de la descendencia a unas gentes que no reconocen tal cosa, no porque su pasado les haya sido arrebatado, sino simplemente porque el pasado no es pensado como un patrimonio heredado.
En realidad, tal y como se presenta en la narrativa, en el ritual o en la concepción indígena de la persona, los verdaderos “antiguos”, los predecesores son los castellanos, los mexicanos, los gringos, los judíos, los apaches, los negros, los fariseos. Todos esos “contemporáneos primitivos” aparecieron o estaban ahí desde hace mucho tiempo y todavía quedan vestigios de ellos, a veces en gran número. Como atestiguan tanto las crónicas como la narrativa contemporánea, los “indígenas” fueron los últimos en llegar o aparecer. Uno de los mejores ejemplos etnográficos que conozco de este modelo es el estudio de Gary Gossen (1974) sobre la narrativa tzotzil, según la cual los indígenas chamulas son los últimos representantes de una sucesión de humanidades, las cuales o bien permanecen sin cambios relegadas a los márgenes del mundo o bien se transformaron en ciertos animales como los monos. Los indígenas no pueden ser originarios porque representan la forma más acabada del modo de vida en términos morales y estéticos. Llegaron, además, como resultado de una migración, siempre de otro lugar, es decir, que tampoco son exactamente aborígenes. De modo que, si aplicáramos este principio indígena, deberíamos llegar a la conclusión, tal vez un poco irónica, de que los verdaderos pueblos originarios no son los “indígenas” sino “nosotros”.
Hasta ahora he venido hablando del “punto de vista indígena” como si éste se desenvolviera en un espacio independiente. Pero, en la práctica, a las poblaciones indígenas se les plantea una situación bastante paradójica: por una parte, como hemos visto, saben que ellos fueron los últimos en llegar, que no son origen de nada y que no descienden de los antiguos pobladores del lugar; por otra parte, a la vez, todos los discursos no indígenas —en la escuela, en los discursos políticos, religiosos o académicos; por todas partes— insisten precisamente en lo contrario. ¿Cómo lidiar con estos principios opuestos?
La cuestión evidentemente no es sólo lógica sino también práctica, es decir, política, porque, a fin de cuentas, las poblaciones indígenas deben habérselas en su mayoría con un entorno nacional e internacional que es eminentemente genealógico: por ejemplo, si en tanto que indígenas tienen derecho a esta tierra no es porque llegaran los últimos, sino porque estaban antes que nadie; son mayas porque los mayas son sus ancestros. Para poder desenvolverse en este mundo, los indígenas deben recurrir no a su narrativa tradicional, sino a los libros de historia. Pues a la hora de la verdad, nuestra historia, es decir, nuestra mitología, según la cual la narrativa indígena es fábula y la nuestra hechos verídicos, representa la vara de medir universal. Poderse hacer escuchar y ser reconocido depende, en última instancia, de resultar verosímil, y la verosimilitud depende en parte de ser reconocido como descendiente. Esto es, como descendiente en lugar de como actor por derecho propio en el presente y en el futuro.
Por lo demás, no es fácil saber en qué medida esta retórica de la ancestralidad —que, como sabemos, las élites indígenas adaptaron rápidamente tras la conquista española— es una maniobra consciente, un “esencialismo estratégico” para utilizar la expresión etnopolítica, o, por el contrario, ha sido hasta cierto punto interiorizada. Es posible que, entre los sectores indígenas más abiertos a la influencia nacional —que no quiere decir más cosmopolitas—, es decir, quienes se desenvuelven en contextos institucionales, escolares o universitarios, esta idea de origen y descendencia con la cual se debe inevitablemente convivir de manera cotidiana haya terminado por resultar creíble. Pero sucede también que, a veces, se producen en los discursos públicos de algunos sectores indígenas, por así decir, pequeños cortocircuitos entre ambas perspectivas. ¿Existirán tentativas de compatibilizarlas?
Es posible también que lo que desde un punto de vista académico resulta una aparente incoherencia no lo sea necesariamente desde un punto de vista indígena. Hace tiempo observé (Pitarch, 1996) cómo los indígenas tzeltales resultan asombrosamente capaces de jugar con formas de vida y valores opuestos, alternando entre ellos, sin tener por qué llegar a una síntesis o solución de compromiso, y sin percibir una imposibilidad esencial. Por así decir, cada contexto precisaría o admitiría su propia lógica del pasado y sus conexiones o desconexiones con los predecesores.
En este punto podemos preguntarnos: si la antropología indígena no es genealógica, si la búsqueda de ascendientes no representa un valor, ¿podemos reconocer algún tipo de énfasis cultural opuesto, algún tipo de ejercicio dirigido a destacar la “discontinuidad” genealógica? Uno de ellos, al menos, pero que probablemente resulta esencial, reside en la idea de que la persona es pensada no como producto de una transmisión, sino como resultado de un esfuerzo de fabricación. Ingold (1991) ha observado que el punto de vista occidental imagina a las personas como compuestas por un conjunto de atributos heredados de sus antecesores y, por lo tanto, anteriores a su nacimiento. Entran en la vida, por así decir, “ready-made”. La persona es un paquete completo lanzado a un entorno al que tendrá que adaptarse. La perspectiva indígena, en cambio, supone que la condición humana no es algo dado, una substancia genética o cultural recibida que nos determina de antemano, sino algo que debe formarse progresivamente, una especie de horizonte personal que, probablemente, ni siquiera pueda llegar a alcanzarse por completo a lo largo de la vida individual. El entorno, particularmente el doméstico, no es algo a lo que uno se adapta, sino un factor constitutivo de la persona.
En mi etnografía he procurado subrayar cómo la sociabilidad, el intercambio, la gestualidad, la ropa, el lenguaje, y, especialmente, la alimentación son considerados responsables directos de la formación de la persona. De tal modo que un niño de padres indígenas2 que se críe fuera de su familia en un ambiente no indígena no puede ser considerado indígena: su aspecto físico será distinto y, aunque lo deseé, no será capaz de aprender la lengua de sus padres. Por la misma razón, un niño adoptado, sea cual sea su procedencia, puede ser considerado un miembro familiar dado que son las relaciones domésticas las que producen los lazos de parentesco y no a la inversa. Estos hábitos sociales, junto con el clima y otras condiciones geográficas (tierra caliente o fría, entorno rural o urbano), producirán un tipo de persona u otro. Comer maíz y frijol permitirá hablar la lengua tzeltal correctamente, como me insistieron muchas veces. Los padres que quieren que sus hijos sean maestros de escuela tendrán que alimentarlos con productos exóticos y comerciales como pan de trigo, atún enlatado, carne de res. Estos alimentos los harán, literalmente, hablar español y aprender a leer y escribir.
En un comentario a esta conferencia, Alessandro Questa aportó un detalle muy interesante. Según él, entre los hablantes nahuas de la Sierra de Puebla no se juega a identificar parecidos físicos entre los niños y sus familiares, es decir, aparentemente no se heredan la nariz del papá, la sonrisa de la mamá o el mal humor de la abuelita. No es algo en lo que me haya fijado antes, pero, ahora que lo pienso, tampoco recuerdo entre los tzeltales ningún interés por las “semejanzas familiares”. La ausencia de esta práctica es tanto más notable en cuanto que los indígenas están muy atentos a las afinidades morfológicas entre los seres y las cosas en general, y a los rasgos fisionómicos en particular.
Entre los tzeltales de Cancuc existe, sin embargo, cierto tipo de herencia fisionómica. Dentro de un mismo grupo patronímico se pueden transmitir ciertos nahuales entre generaciones alternas (abuelos/nietos). Estos seres están contenidos en el corazón, no son visibles y ni siquiera su poseedor conoce su identidad, pero alguno de sus rasgos puede aflorar, así sea de manera muy vaga e indirecta, en el rostro o el comportamiento de la persona: el gusto desmedido por la carne puede ser signo de un depredador; la mirada intensa, de un felino; nadar con destreza en el río, de un animal acuático, y así. En otras palabras, las “semejanzas familiares” transmitidas no remiten a los ascendientes ni a los humanos siquiera, sino precisamente a los animales. ¿A quién ha salido el niño? A cierto animal. La herencia es lo extraño de uno mismo, su exterioridad constitutiva.
Y tampoco, para continuar con el argumento, las formas de transmisión de conocimiento favorecen una orientación genética. El lugar común según el cual el saber es “transmitido de padres a hijos” es cierto sólo en parte. Se supone que la información de carácter práctico y cotidiano, las explicaciones técnicas o los consejos morales son, en efecto, transmitidas de los mayores a los jóvenes; para ser más precisos, como ha observado Marie-Noëlle Chamoux (2018), los mayores contribuyen a que los jóvenes experimenten y adquieran así conocimiento. Ahora bien, el conocimiento profundo, la verdadera sabiduría, sólo se adquiere mediante los sueños y las visiones procedentes del mundo de los espíritus, los “ajenos” por antonomasia. Es un conocimiento recibido en instantes súbitos y no aprendido formalmente: la narrativa de los tiempos antiguos, los cantos chamánicos, las fórmulas rituales, ciertos tipos de música y, de modo más general, la posibilidad de relacionarse con otros seres del cosmos. Una tejedora virtuosa podrá aceptar que aprendió algunas técnicas de tejido de su madre o de su suegra, pero el verdadero talento, su “don”, lo recibió en los sueños.
Es esta comprensión, pues, de que la persona llega al mundo como “arcilla húmeda”, y el intercambio corporal con el entorno social y natural la irá moldeando y secando lo que permite inhibir o compensar la lógica de la herencia y la sucesión. La atención no se coloca sobre un legado biológico o una tradición resultados de una transmisión. No se nace indígena; se llega a serlo, y aun así sólo parcialmente. La expresión con la que frecuentemente se designan a sí mismos los grupos indígenas, “verdaderos hombres”, “hombres genuinos”, no afirma que, individual o colectivamente, hayan nacido como tales, sino que seguir ciertas prácticas sociales resultan en un producto más específico y probablemente mejor refinado. De ahí, por ejemplo, el rechazo indígena a aceptar que la condición humana plena, según se afirma en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sea una propiedad innata y no algo que se deba ganar mediante el desarrollo personal y el cumplimiento de las obligaciones sociales (Pitarch, 2013). Con cada nacimiento individual, la persona humana debe ser “inventada” nuevamente; con cada migración colectiva, el grupo debe reconstituirse.
En este punto, podemos volver sobre la observación de Schneider (1984) acerca de la preeminencia del “hacer” sobre el “ser”. “Indígena” aquí no es algo que tenga existencia previa, dado de antemano, sino que es el resultado de actividades específicas. No se hacen ciertas cosas porque se es indígena; se es indígena porque se hacen ciertas cosas o, bien, se hacen de cierto modo. Igual que no se comporta uno de determinada manera porque se es hijo, sino que se reconoce como hijo porque se comporta de cierta manera. Es la relación la que crea los términos, y no a la inversa, tal y como sucede en una perspectiva europea, donde los términos (indígena, no indígena) son previos y determinan la relación. La relación indígena se basa en ciertos comportamientos con uno mismo, con los seres humanos y los seres no humanos. To do or not to do: ésa es la cuestión. Y en estas condiciones, las relaciones no pueden darse por supuestas, sino que exigen ser elaboradas incesantemente.
En definitiva, ¿cómo puede contribuir la comprensión indígena de los antepasados, esto es, su comprensión de quiénes no son, a nuestra comprensión de “indígena”? Lo que me atrevo a sugerir aquí es que la asociación convencional y evidente de indígena con la antigüedad y el germen de la nación se vuelve disputable. Como mencionaba al principio, podríamos imaginar a las poblaciones indígenas actuales en unos términos que no las conviertan en herederas —eso sí, bastante disminuidas— de las civilizaciones precolombinas. Incluso, más todavía, no sólo como no-descendientes, sino como sobrevivientes; poblaciones que, desde luego, lograron sobrevivir al mundo colonial europeo, pero que anteriormente también habían sobrevivido a los estados precolombinos.
¿No sería esta posibilidad algo justificado incluso desde una perspectiva historiográfica? Después de todo, los grupos indígenas se encuentran en su mayoría en regiones relativamente marginales a los centros urbanos precolombinos, en las sierras del Nayar, la Sierra Madre Oriental, las tierras mixes, las lagunas del Istmo o las tierras altas de Chiapas y Guatemala. Incluso allí donde, como en Yucatán, ocupan el mismo lugar, los campesinos se han separado de sus antepasados. Lograron sobrevivir a los estados precolombinos y poscolombinos, hasta el presente, como formas de vida diferenciadas. Quizá fue porque, durante siglos, se adaptaron a administrar la relación con las ciudades prehispánicas, que pudieron sobrevivir al mundo virreinal y republicano. Para los tzeltales de la actualidad, gentes de las montañas, lo que reúne el mundo precolombino y europeo, el de los espíritus y el de los muertos, en uno solo es, entre otras cosas, el hecho de que todos estos seres dispongan de escritura y calendario; dos técnicas muy útiles para confeccionar genealogías.
En todo caso, la actitud indígena respecto de sus antepasados nos permite pensar en las poblaciones de un modo menos orientado a las relaciones genealógicas que a las relaciones coetáneas con los seres y el mundo. En lugar, por ejemplo, de hablar de “indios”, “españoles” o “africanos”, o en términos de adscripción genealógica (“nosotros los mexicanos, ellos los españoles”, “nosotros los mestizos, ellos los indígenas”), esto es, de grupos dados de antemano y en buena medida abstraídos de sus relaciones actuales. Una concepción diferente nos permite observar cómo la relación va constituyendo a cada población en una red de conexiones reales y posibles. La diferencia, ya sea cultural u ontológica, no se proyecta automáticamente sobre un eje temporal. En este sentido, la perspectiva indígena nos podría ayudar a desaprender el modelo de descendencia, patrimonio y tradición que nos ha legado la modernidad, y con ello redistribuir las poblaciones de un modo múltiple y cambiante —como un caleidoscopio—, en lugar de una sucesión lineal e irreversible.