Resumen: En un cronopaisaje se discriminan por lo menos dos tipos de repertorios semiótico- culturales: prácticas colectivas que incorporan divisiones y categorizaciones valorativas del mundo social, y formas de construcción de la identidad social y del poder político a través de geografías simbólicas. Desde tal perspectiva, este artículo examina, en la Nueva Granada de la transición del siglo XVIII al XIX, la correlación entre las lógicas de visibilidad social y su consecuente configuración identitaria, entretejido regulador de una específica economía psíquica, de un régimen de tematización y producción del Yo.
Palabras clave: cronopaisaje cronopaisaje ,lógicas de visibilidadlógicas de visibilidad,economía psíquicaeconomía psíquica,vecinovecino,patriotapatriota.
Abstract: At least two types of semiotic-cultural repertoires can be identified in a timescape: collective practices that incorporate evaluative divisions and categorizations of the social world, and forms of construction of social identity and political power by means of symbolic geographies. From this perspective, the article examines the correlation between logics of social visibility and their ensuing identity configuration in New Granada during the transition from the 18th to the19th century, as the regulative interweaving of a specific psychic economy, of a regime for addressing and producing the Self.
Keywords: timescape , logics of visibility, psychic economy, neighbor, patriot.
Resumo: Numa cronopaisagem, discriminam-se pelo menos dois tipos de repertórios semiótico-culturais: práticas coletivas que incorporam divisões e categorizações valorativas do mundo social, e formas de construção da identidade social e do poder político por meio de geografias simbólicas. Sob essa perspectiva, este artigo examina, na Nueva Granada da transição do século XVIII ao XIX, a correlação entre as lógicas de visibilidade social e sua consequente configuração identitária, entrelaçado regulador de uma específica economia psíquica, de um regime de tematização e produção do Eu.
Palavras-chave: cronopaisagem , lógicas de visibilidade, economia psíquica, vizinho, patriota.
Artículos
CRONOPAISAJES IDENTITARIOS: DEL VECINO ALPATRIOTA. LÓGICAS DE VISIBILIDAD Y ECONOMÍA PSÍQUICA, SIGLOS XVIII-XIX*
IDENTITY «TIMESCAPES»: FROM NEIGHBOR TO PATRIOT. LOGICS OF VISIBILITY AND PSYCHIC ECONOMY IN THE 18 TH AND 19 TH CENTURIES
CRONOPAISAGENS IDENTITÁRIAS: DO VIZINHO AO PATRIOTA. LÓGICAS DE VISIBILIDADE E ECONOMIA PSÍQUICA, SÉCULOS XVIII-XIX
Recepción: 19 Mayo 2016
Aprobación: 20 Abril 2017
El espacio socio-físico es un ecosistema morfológico, económico e ideológico, esto es, una topología relacional significante, una escenografía discursiva definida por la triangulación de geometrías arquitectónico-urbanísticas, esquemas regulativos e interaccionales, y modalidades de prácticas y consumos. A partir de ello, se define un dispositivo de observación analítica, el «cronopaisaje»1, filigranado por la interpolación de espacialidades y temporalidades específicas, o «cronotopos»2 semiológicos: texturas formales de habitabilidad (cronotopo-grafías), gramáticas de sociabilidad (cronotopo-gramas), y narrativas culturales (cronotopo-tramas) (Rivera, 2008, pp. 282-327). Tal optometría excita tres conectividades osmóticas, determinativas de configuraciones identitarias diferenciables: entre cambios sociales y transformaciones culturales; entre representaciones colectivas y sistema social; y entre las formas de distinción simbólica estructurantes del consumo cultural y las estructuras socioeconómicas concretas que la inscriben jurídica y legislativamente.
Desde la segunda mitad del siglo XVIII las «reformas borbónicas» afinan un modelo de control, fiscalización, codificación y funcionalización que se proyecta sobre multiformes instancias semióticas, prescribiendo cierta identidad topológica como representación sagital y lógica regulativa del orden social: la vecindad. Tal geometría simbólica se fermenta y se irradia desde varios cronopaisajes, sofisticando mecanismos de inscripción tanto de temporalidades como de protocolos de interacción y visibilización social, de formas de adscripción religiosa y de matrices identitarias. Tiene como núcleo local la parroquia, célula administrativa, eclesiástica e ideológica a partir de la cual se cartografió una clara gradación geopolítica: sitios, pueblos, villas y ciudades. Esta taxonomía es adobada por las unidades y dispositivos de concentración diseñados para identificar y controlar la población indígena: reducciones, doctrinas, parroquias de indios, corregimientos y resguardos. En general, es orientada en las últimas décadas del siglo XVIII al control y absorción de poblaciones fluctuantes, marginales, exógenas al circuito productivo (Garrido, 1993).
Tiene como foco urbanístico la polifonía de la plaza: escenario del intercambio económico, de los protocolos de prestigio y de la teatralización del poder, y referente cualificador de la segregación al regular los valores sociales de sus construcciones y casas circunvecinas. Y como micro-foco arquitectónico, tiene el patio de la vivienda, conectado a la calle mediante un amplio y profundo zaguán o vestíbulo cubierto, ámbito de sociabilidad horizontal -compartido por la pila de agua y la cocina, topos particulares de interacción entre indígenas, negros y sectores blancos populares (Vargas, 1990, p. 55)-, a cuyo alrededor se multiplica una zonificación funcional definida más por contigüidades que por ejes y simetrías (Corradine, 1989, p. 220; Rueda & Gil Tovar, 1977, pp. 885-887). El patio fermenta un privilegiado entorno indicial de la interpolación entre formas arquitectónicas, espacios transicionales y gramáticas de interacción: huella de las filtraciones de lo rural en lo urbano, de lo público en lo doméstico, escenario de la exhibición de lo privado, que comparte tal funambulismo identitario con las zonas sociales y el balcón de las viviendas hidalgas, y posteriormente con la sala principal, perímetro de centrifugación escénica de los bienes, los roles y las cualidades sociales.
La sala es el espacio gravitacional y polifuncional de la casa colonial, casi siempre bastante alargado y dividido mediante la organización del mobiliario en distintas secciones para dormir, comer, reunirse, jugar, tocar música, leer y coser. Se diferenciaban cuatro tipos básicos de acuerdo con su dotación y uso: las de recibo, las de alcoba3, las de cumplimiento (menos usuales y caracterizadas por ámbitos femeninos exclusivos), y las de paso o antesalas, dotadas de cuadros y láminas, cajitas y cofrecitos, escritorios y esteras o alfombras (López, 1995, p. 140).
A comienzos del XVIII, las casas eran de dos pisos con una distribución en forma de L . En el primer piso había zaguán, sala de recibo y cuarto principal con salida al patio; en el segundo, sala principal, oratorio, estudio y cuarto de objetos de cocina. Más modestas y comunes que estas casonas de hasta tres pisos eran las habitadas por blancos pobres y mestizos con algún patrimonio, de una planta también edificada en l alrededor del patio central, al frente dos habitaciones, con un contraportón que accedía a un amplio corredor en el que se encontraba la sala y el comedor (Rodríguez, 1996, p. 105). La gente de menos recursos, incluidos mestizos, indígenas y mulatos, vivía en bohíos o ranchos de paredes de bahareque y techo de paja, con sala y dormitorio en una sola habitación. En la parte posterior, se ubicaba la hornaza bajo una enramada por cocina.
Hacia finales del siglo, las casas hidalgas santafereñas aún se caracterizaban por balcones macizos, ventanas gruesas guarnecidas con celosías y salas espaciosas de paredes tapizadas con papel de flores y paisajes, decoradas con iconografía religiosa o retratos de familia al óleo (con anchos marcos tallados y dorados), iluminadas por arañas de cristal y dotadas con sillas de brazo alto forradas en terciopelo o damasco, altos canapés de bases talladas con patas de águila o de león empuñando una bola, forrados en filipichín, damasco de lana o seda (Acevedo de Gómez, 1973, pp. 236-237).
La vivienda más frecuente, sin embargo, tenía una o dos habitaciones. La mayoría se caracterizaba por la ausencia casi total de puertas para aislar los cuartos interiores. Se producía, así, el entrecruzamiento del espacio familiar con el espacio privado individual, una visibilidad que esparcía la intimidad por toda la superficie de la casa. Esto inscribía una lógica escópica precavida y culposa, la constante posibilidad de «ser visto», juzgado, penalizado; simultáneamente, observar y ser observado. En un extremo, estaba la autocensura del comportamiento, reprimido por la exacerbación del saberse/ sentirse vigilado; en el otro, la ampliación cautelativa de la percepción, una mirada vigilante, atenta con suspicacia a la valoración de acontecimientos o comportamientos desviados: «Aquí todo era visto, todo era escuchado [...] el archivo judicial de la época no deja de decírnoslo, en esta sociedad con tantas ranuras y tabiques todo era visto, pero especialmente lo anormal y lo ilegal» (Rodríguez, 1996, p. 107). De tal manera, el ser visto estaba determinado por contrariedades focales: aquel ser visto público intencional, la valoración positiva de la puesta en escena, el reconocimiento social; y el inesperado ser visto protagonizando una transgresión, la valoración negativa del ser sorprendido, la marca del delito. La tensión subyacente dibuja una sensorialidad específica, la lógica de visibilidad-ocultamiento que identifica al vecino: la ambigüedad del espionaje, ver y no ser visto.
Sin embargo, la constante vigilancia engendra una tendencia hacia el disimulo y el encubrimiento, que impregna la actividad íntima y privada, que se manifiesta además en la multiplicación de escribanías, cofres y baúles salpicados de trampas, falsas portezuelas y compartimientos escondidos. Estos son artificios que también caracterizaron la proliferación de escaparates, escritorios y bargueños. Esta gramática del secreto otorga una fuerte carga simbólica a las llaves y cerraduras, casi siempre tres, en puertas de tiendas y arcas de las cofradías (triclaves), delegadas según importancia y jerarquía4.
La configuración política de la territorialidad, perimetrada a nivel macro-geográfico por los virreinatos y a nivel institucional por los cabildos (ejes de la administración y la actividad política), fue uno de tantos dispositivos de absorción y control, al igual que la sobredosis legislativa y administrativa y su concomitante colofón: la densa burocratización «racionalizada» por el proyecto borbónico, a su vez articulado alrededor de la noción de «progreso» económico como ideal civilizatorio. Este era un ideal, por demás, inscrito en un proyecto de «modernización defensiva» y anclado en el flujo neomercantilista a través de los monopolios fiscales del Estado, la racionalización de los impuestos y la regulación de los calendarios festivos y celebratorios. Tales eran medidas fundamentales de la centralización administrativa caracterizada por presiones fiscalizadoras, sustrato de los mecanismos de vigilancia y control (Focault, 2009) como las Visitas y los Juicios de Residencia. Es decir, instrumentos para clasificar, discriminar y explotar un continente colonial, abastecedor de materia prima y comprador de manufacturas (Haring, 1963).
Las reformas adelantadas por los intendentes (primeros agentes del «absolutismo»), no solo transformaron mecanismos administrativos y fiscales, y diseccionaron extractivamente los potenciales económicos de las colonias, sino que modificaron los órdenes de visibilidad social mediante una estricta «supervisión» restrictiva, hiperregulada. Se diferenciaron, entonces, las gramáticas de sociabilidad y se configuraron multiformes escénicas culturales (Lynch, 1989).
A finales del siglo XVIII, tales modificaciones inciden no solo en la estrategia discriminatoria del nombramiento de funcionarios en la maquinaria oficial (iniciada desde mediados del siglo anterior), lo que afectó a la contractualidad implícita entre españoles y americanos que le confería a los últimos un homeostático control de la burocracia gubernamental, sino además en la percepción del espacio rural y la valorización de la gestión geo-administrativa. Esto se concreta en la densificación de la estructura urbana y vial, la atención de los servicios públicos, sanitarios y recreacionales, así como en la implementación de servicios de vigilancia nocturna y seguridad social. También se manifiesta a través de nuevos programas y categorías institucionales derivadas de las reglamentaciones emitidas por Carlos III en 1774: la creación de la policía urbana y su contraluz punitivo constante, la codificación de una nueva temporalidad mediada por el calendario laboral, la regulación del tiempo libre y de la celebratoria institucional, la reordenación territorial y su racionalización funcional soportada en una nutrida codificación técnica de medidas que interconectaban territorio, ciudad y sistema político (Saldarriaga, 1992).
La funcionalización, entre cuyos efectos será fundamental la valorización de la educación ilustrada y de las profesiones liberales, expresa dos rasgos estructurales. Por un lado, la yuxtaposición de unidades civiles (barrios y cuarteles) sobre las parroquias, unidades religiosas hasta entonces articuladoras de la administración y la reproducción ideológico-cultural, y traducción geo-jurídica de la permeación de identidades políticas y valores religiosos, así como correlato de la amalgama entre identidades y jerarquías sociales.
Por otro lado, la exacerbación regulativa basada en la vigilancia y restricción de las conductas públicas y privadas, reiterativamente sometidas y controladas por la mirada «oficial», una panóptica social5: visibilización y categorización étnica, moral, laboral, institucional y jurídica expresada en rituales, festividades y prácticas culturales cotidianas, así como en la minuciosidad de nomenclaturas, conteos y taxonomías, y en la implementación de nuevas herramientas de registro demográfico y prolijos dispositivos de cuantificación, clasificación y localización que inscriben la meticulosidad del detalle, la lógica de la colección y la catalogación funcional. Estas variables, además de identificar y absorber la población marginal no productiva, sacralizan, elitizan y jerarquizan la palabra escrita en detrimento de la visceral oralidad de los sectores hegemonizados. Es el cuadro clasificatorio urbano sobre el sistema orgánico de las prácticas populares, aunque la «voz oficial» sea un constante recurso de afirmación, sugestión e imposición desde el púlpito, el balcón y la plaza.
Hay una sobrecodificación y taxidermia social, consecuencia de la fragmentación del control público, por ello orientada a la meticulosa supervisión jurídico-política y a la producción, mediante agentes específicos, de cierta «economía psíquica» o «estructura social de la personalidad» (Elias, 1994)6, de cierto «habitus» (Bourdieu, 2000)7, configurador de un sujeto social religioso, supeditado a la potestad del monarca, instancia superior del Estado justificada por la supuesta simbiosis del poder político y el poder divino, fundamento legitimador del absolutismo ilustrado.
Lo religioso determinó todas las volumetrías de la vida social a partir de la entronización de sus temporalidades, marcadas por la misa, las oraciones familiares, las celebraciones rituales, la Semana Santa, la conmemoración de los santos patronos, las festividades dedicadas a la virgen y, por supuesto, el sacramento de la confesión (instituida periódica y obligatoriamente -por lo menos una vez al año- en el Concilio de Letrán iv de 1215, donde también se sacramentalizó el matrimonio)8. Además, en cuanto también soportaba la categorización de las jerarquías sociopolíticas, dibujó un referente infamante, cierta estratagema de exclusión: la satanizada herejía. El hereje y su descendencia quedaban excluidos de honores y símbolos de prestigio social.
La permeación religiosa irradiaba desde polaridades en tensión: la micro-escénica de la «confesión», domesticación privada de la oralidad, sometimiento constrictivo de la voz individual que expresa la internalización de la culpa (Delumeau, 1992), cuya efectividad es literalmente escenificada por los penitentes de Semana Santa9; y la macro-escénica nuclear del sermón, además espacio de confrontación entre las distintas identidades religiosas que disputaban la hegemonía (jesuitas, dominicos, franciscanos, agustinos, capuchinos), apoyadas en ritualizaciones de carácter espectacular como las procesiones y sus pasos, o escenas sacras pedagógicas, propedéuticas y ejemplarizantes, función compartida con los retablos en el interior de las iglesias.
La religiosidad doméstica se reforzaba con dos misas diarias, las constantes y regulares oraciones anunciadas por los campanarios de los conventos (antes del amanecer, hacia las seis de la mañana, al almuerzo, la comida y en la noche) y con la iconografía cristiana (santos o pasajes bíblicos) en lienzos, retablos y láminas10 que proliferaba sobre paredes de habitaciones y salones. Entre esta iconografía, se multiplicaba más que cualquier otra la imagen de Nuestra Señora de Chiquinquirá (Martínez, 1996, p. 344); en el infaltable altar doméstico, en un rincón del zaguán o en una habitación principal. Esta religiosidad también se manifestaba en la popularidad de los exvotos, relatos simbólicos de gratitud por favores recibidos.
La temporalidad religiosa permeaba las dinámicas de interacción y sociabilidad con su nutrido calendario: las celebraciones de precepto, de la Virgen del Carmen, de la Virgen del Pilar, el octavario de la Virgen de la Concepción, el de Santa Teresa de Jesús, el día de los Ángeles, el día de finados, Semana Santa, Pascua y Resurrección, las carnestolendas11 hasta el miércoles de ceniza, del veinticinco de diciembre al siete de enero. Se almorzaba de las doce a la una, en la tarde se paseaba por la Alameda y por el Aserrío, ya en la casa se comía dulce y se tomaba chocolate (en ese orden); luego se rezaba el Rosario, se visitaba o se era visitado, y se conversaba en familia hasta las nueve o diez de la noche, hora de la cena. Las visitas más comunes eran las de cumplimiento; y las más íntimas, las llamadas de cariño, en las que se utilizaban mesas de juego12.
La visita, recibirla o hacerla, era un importante y frecuente protocolo de interacción para las clases media y alta. Las visitas entre las familias se recibían en el salón principal, convocadas por alguna bebida, vino o chocolate, se amenizaban con las habilidades musicales de cualquier hija, comentarios sobre las novedades urbanas o, en los casos más formales, con anuncios de noviazgos y matrimonios (Rodríguez, 1996, p. 121). Las mujeres, por su parte, se reunían a tejer, bordar y zurcir, mientras conversaban o cantaban en el estrado, importante microespacio femenino en el interior de las casas que se estabiliza desde finales del siglo XVII (López, 1996).
La cotidianidad de los sectores populares, en cambio, estaba regulada por el trabajo, en tanto el oficio se heredaba, igual que las herramientas y el buen nombre del padre. La mayoría de artesanos tenían los talleres en su vivienda: herreros, carpinteros, curtidores, zapateros, sastres, sombrereros, plateros, cigarreras, tejedoras, costureras, hilanderas, encajeras, etc. Pero esto no disminuía su participación en fiestas civiles, eclesiásticas y carnestolendas, efervescentes crisoles identitarios ilustrados por las vistosas comparsas del Corpus Christi, palimpsesto carnavalesco que recorría las calles decoradas con arcos, ramajes y bosques de cuerda matachinesca, y que convertía la ciudad en una alegórica escenografía envolvente13.
La parada estaba entretejida por escenas bíblicas, animales mitológicos, mamarrachos, mampuchos, ballenas, gigantes en armazón de chusque forrado en lienzo pintado al temple, y tarascas, inmensas tortugas con rabo y mandíbulas batientes que requerían el esfuerzo de 10 hombres para desplazarse (Camacho, 1983, p. 32; Mollien, 1944, pp. 193-195):
Los pulperos, los artesanos, los mercachifles, todos andaban en esos días a caza de disfraz y máscara; unos para salir en parranda con zurriago desplegado, chuchas y pandereta; otros para las danzas, y otros no tenían que buscar nada de esto porque los alcaldes y el Cabildo lo habilitaban con lo necesario para que saliesen de «mampuchos» y «gigantes», cuyas vestimentas y armazones les daban gratis. Así eran habilitados de hombres grandes los altozaneros y adoberos. (Groot, 1973, p. 137)
Las solidaridades tradicionales propias de la formas de sociabilidad para finales de la Colonia, y la tardía formación y debilidad de los gremios, canalizaron las necesidades asociativas de los artesanos hacia otras formas de relación que serán el núcleo de las posteriores sociedades artesanales. Estas solidaridades tradicionales se desarrollaron mediante la implementación de sociabilidades identitarias de carácter religioso, cuyo propósito era sostener la iglesia parroquial y el culto del Santo Patrón, las hermandades y cofradías, que además asistían a pobres y enfermos, es decir, cumplían funciones mutuarias14.
La mentalidad religiosa que permeaba la cotidianidad colonial se manifestó especialmente en el temor a la muerte y a la condena por los pecados cometidos, representación colectiva de las élites inserta en el imaginario del purgatorio y proyectada paradigmáticamente en el testamento, registro de la temporalidad funeraria, inscripción identitaria en la geografía del más allá, prontuario post mortem, así como constancia jurídico-económica que legitimaba la repartición de bienes del difunto:
El testamento era un documento de naturaleza jurídico-religiosa (instrumento de garantías de las seguridades para el más allá) que respondía a la siguiente fórmula notarial integrando cláusulas piadosas y repartición de bienes: invocación inicial; nombre del testador; vecindad; origen; filiación; estado de salud; profesión de fe; búsqueda de intercesores; encomendación del alma; encomendación del cuerpo; lugar de sepultura; mortaja; exequias; estado civil; descendencia; estado patrimonial; deudas; créditos; litigios pendientes; herederos; albaceas; firmas. (Ariès, 1983, p. 73)
Este repertorio de representaciones religiosas se densificaba particularmente en las cofradías y las capellanías. Las primeras, aunque se encargaban de organizar fiestas religiosas y procesiones, tenían como propósito fundamental las pompas fúnebres o, más exactamente, la compañía del difunto en la hora irremediable. Sin embargo, dentro de sus funciones no se encontraba la asistencia a los pobres como sucediera con las cofradías europeas entre el siglo XIV y el XVIII. Las segundas, por su parte, tenían el objetivo de velar por el alma de sus fundadores a través de misas y oraciones.
Además de animar la vida cotidiana, tal ritualización generaba patrones de sociabilidad avalados por la Iglesia católica y por la Corona, que los reglamentó mediante la Real Cédula del 15 de octubre de 1805. Gracias a la eficacia de su estructura interaccional y comunicativa permanecieron incluso después de la conmoción independentista, por lo menos hasta 1830, año en el que para una ciudad con una población de 22 000 habitantes se contabilizaban 14 cofradías adscritas a cuatro parroquias.
En tanto núcleos organizativos, su popularidad tuvo que ver con su cartografía espiritual (el más allá, el purgatorio) y con el sencillo régimen de requisitos para su vinculación y la posibilidad de pertenecer a varias de ellas, lo que ampliaba su red de interacción. Su financiación dependía tanto de los aportes en dinero o especie de los miembros como de los legados de los moribundos para tal fin. Y se expresaban a través de prácticas específicas, verbigracia, el ser amortajado con el hábito correspondiente y ser sepultado en la iglesia a la cual se adscribía la hermandad (Rodríguez, 1999, p. 102). Las capellanías estaban conformadas por un patrono, un capellán y un sacerdote, congregados en una capilla y representados en el altar de una iglesia.
La cotidianidad santafereña a principios del siglo XIX continuaba articulada por temporalidades exclusivamente religiosas, cuyo nutrido calendario regulaba sentidos, prácticas y representaciones: misas, fiestas, indulgencias, feriados, días de ánimas. El calendario Manual y Guía de Forasteros en Santafé de Bogotá, Capital del Nuevo Reino de Granada, escrito por Antonio José García de la Guardia en 1806, ilustra el denso cronograma, también el itinerario por las distintas parroquias con su orden de visitas a la iglesia para obtener indulgencias y, mediante oraciones, «sacar las almas del purgatorio»: días de indulgencia plena, visitas a cinco altares o iglesias (46 días y todo marzo); días de indulgencia por visita a iglesias de Santo Domingo (13); días de indulgencia por visita a iglesias de la Orden de San Francisco (26); días de indulgencia por visita a iglesias de los Capuchinos (15); días de indulgencia por visita a San Juan de Dios (5); días que se «sacan las ánimas del purgatorio» (9).
De hecho, es notable la presencia religiosa en la mancha urbana. Para Hamilton: «la mitad de la extensión de la ciudad está ocupada por grandes conventos con muchas áreas para jardines» (Hamilton, 1978, p. 58). Similar percepción tenía un autor anónimo en 1823: «Hay una proporción mayor de monjes, monjas y sacerdotes que en cualquier parte del país, o quizá de toda la República»15 (Anónimo, 1978, p. 53). De acuerdo con John Steuart en 1836: «las Iglesias y conventos, numerosísimos, ocupan una superficie muy considerable. Por una extraña coincidencia los establecimientos religiosos cuyos monjes han hecho votos de pobreza, ocupan los solares más valiosos y mejor situados en las proximidades del barrio comercial» (Steuart, 1989, p. 74).
Las capellanías podían ser instituidas por laicos como un «patronato de legos» o por eclesiásticos como una «capellanía canónica», y requerían un soporte económico para mantenerse: los legados de casas, tiendas, terrenos y ganado. Sin embargo, su objetivo era básicamente religioso y espiritual, rezar por el alma de los finados hasta conseguir su salvación, lo que sólo se conseguía perdurando en el imaginario colectivo. Se trataba, entonces, de una perpetuación de las identidades y el reconocimiento, una plusvalía metafísica, cuya persistencia dependía de la base económica que lo posibilitara: la inscripción de una memoria-mercancía por la que se pagaba en vida para salvarse en el más allá, una mercantilización del recuerdo.
Estos bienes no eran enajenables ni podían desvincularse de su propósito «espiritual». Sin embargo, ya para las tres últimas décadas del siglo XVIII se percibe alguna desacralización manifiesta en la disminución del temor al juicio final, y en la desamortización de los bienes de obras pías a partir de la Real Cédula expedida para España en 1798 (pero en América solo hasta 1804). Esto indica el paulatino distanciamiento entre las esferas económica y religiosa, así como entre los poderes civil y eclesiástico, si bien la reacción fuera tal que Fernando VII debió retractarla mediante decreto en 1809. De cualquier manera, para 1824 un decreto republicano desmontó el proteccionismo de estos bienes dedicados a las memorias de misas.
Además de la copiosa reglamentación sobre las diversiones y fiestas públicas, las autoridades indianas fomentaron la construcción de teatros, con expectativas evangelizadoras y «moralizantes». Ya desde las primeras etapas de la conquista proliferaron el teatro (sobre todo religioso y con la función de reafirmación doctrinaria), y las actividades parateatrales: las loas, los monumentos de Semana Santa y las mascaradas (representaciones alegóricas). En el caso de la Nueva Granada, las escénicas de la misión evangelizadora fueron los misterios, los milagros y los pasos. No obstante, el teatro se asoció con las fiestas, los agasajos y las celebraciones religiosas y políticas. Las funciones se realizaban sobre tarimas en medio de luminarias y en múltiples locaciones: los atrios de las iglesias, las plazas públicas, los solares y las casas de armas.
Esta forma de sociabilidad «propedéutica» basada en la dinámica de la espectacularización convergió en la construcción de teatros o coliseos. Los primeros de Suramérica fueron el Coliseo de Caracas (1784), destruido por el terremoto de 1812, y el Coliseo de Santafé de Bogotá, levantado en el barrio de la Catedral, siguiendo los planos del teatro de La Cruz de Madrid, bajo la dirección del ingeniero Domingo Esquiaqui. Posteriormente, gracias a la inversión de don José Tomás Ramírez, a cuya sociedad con José Dionisio del Villar le fue concedida por el virrey Espeleta, el 16 de febrero de 1792 la licencia respectiva, se estableció en Santafé una «casa de comedia», que comenzó actividades el 20 de agosto de 1792 y cerró a principios de 1793, aunque se inaugurara aún sin terminar el 6 de octubre del año anterior. Este era un espacio que ofrecía jueves y domingos funciones que representaban una obra principal, un sainete y varias tonadillas (Ibáñez, 1989, p. 137). La declaración de los empresarios manifiesta la intención no solo de proveer diversión, sino de pedagogizar al público:
al mismo tiempo que sea útil y honesta redunde en propia utilidad de ella, sirviendo al público de escuela e instrucción, en que sea capaz su público de adquirir nobles y útiles ideas, conociendo que los teatros y comedias son propios a este intento. (citado en Ortega, 1927, p. 84)
El Teatro Coliseo tenía una capacidad para 1 200 espectadores en tres órdenes de palcos laterales, decorados con antepecho de lienzo y festones pintados al temple, jerarquizados por el grado socioeconómico de sus propietarios:
A la fila primera o de abajo concurría la clase media y, de cuando en cuando, algunas traviatas; a la fila segunda o del medio, la aristocracia, y a la fila tercera o gallinero, lo que su nombre indica, personas de ambos sexos de clase baja. (Cordovez Moure, 1997, p. 51)
En vez de peristilo, lo caracterizaba un patio, carecía de cuartos para los artistas, por cielo raso tenía un lienzo remendado, la platea en forma de herradura medía 22.50 metros de largo por 15 de ancho (Ortega, 1927, p. 84). Según el viajero Isaac Holton, era el edificio más feo de la ciudad16.
La platea no tenía asientos de luneta como tampoco los palcos, «y si uno quería estar sentado tenía que enviar con antelación las sillas» (Le Moyne, 1978, p. 72). La boleta de entrada daba derecho a tamal con chocolate o empanadas y gallina en el intermedio, nutrido entremés regido, sin embargo, por reglas estrictas de comportamiento, entre las cuales se encontraba la prohibición de fumar y la de usar ruana o sombrero. La primera pieza teatral que observaron los santafereños en el Coliseo fue El monstruo de los jardines, de Guillén de Castro. Esta desató entre los concurrentes respuestas extremas que culminaron con algarabía, trifulca y pedrea, según refieren los cronistas de la época, resultado de la difuminación de las fronteras entre representación y observador, y de la consecuente interacción participativa que se desarrollaba entre los espectadores y los cómicos, como entonces se llamaba a los actores17.
Hacia finales de 1796, el virrey Mendinueta patrocina una junta para el fomento y mejora del teatro presidida por el Oidor Decano Juan Hernández de Alba, quien reglamentó el comportamiento del público dentro del recinto en busca de moderación y decoro: los hombres podían cubrirse la cabeza con gorro o pañuelo y las mujeres debían tener puesta la mantilla, pero los que llevaban ruana no podían sentarse; solo se podía fumar en los corredores y el patio de entrada, por sobre todo: «declaraba que ningún Cuerpo ni particular podía colgar el antepecho de su palco por ser privativa esta distinción del Excelentísimo señor Virrey» (Ibáñez, 1989, p. 134).
Por el Teatro Coliseo desfilaron maromeros, cubileteros, equilibristas, trapecistas, saltimbanquis, tragasables, compañías de equitación, de zarzuela, de ópera y, por supuesto, cómicos. Desde 1794, tuvieron lugar allí los primeros bailes de máscaras de carácter público, que empezaban a las ocho de la noche, aunque por obvias razones de escenificación de jerarquías estaban prohibidos los vestidos de clérigo, religioso, militar, así como de mujer para el hombre, o viceversa. «Y bailaron los señores virreyes. Era cosa digna de ver la diversidad de figuras tan extrañas que sacaron, que pareció otro mundo y otro país. Estos bailes duraron cuatro noches, dirigidos por el oidor Alba» (Caballero, 1974, p. 33).
En definitiva, la escénica teatral condensa los parámetros restrictivos y los deslizamientos transgresivos de la geografía social:
El teatro en el siglo XVIII era un verdadero microcosmos: ahí, en el escenario y en las gradas, en la «libertad» de la creación artística y en la «espontaneidad» de las reacciones del público [...] se revelaban sus ataduras profundas y sus fuerzas nacientes. Ahí convivían, rara vez en armonía, las ideas y las creencias de la sociedad, sus mitos y sus esperanzas, el pueblo y la élite, el poder del dinero y las tradicionales jerarquías, el afán de ilustrar y la coerción física, la moralidad y la desfachatez, el orden y el «relajo», la legitimidad y la rebelión, la norma y la anomia. (Viqueira, 2001, p. 53)
Macroestructuralmente, se trata de una permeación socialmente transliterada en el control eclesiástico de los ritos de pasaje y de posicionamiento social, señalética del estatus y la jerarquización identitaria basada en un orden normativo y represivo dirigido a regular la esfera de lo privado y el fuero interno (Duby, 2001, p. 28), intrusión del Estado ejemplarmente exaltada con las rondas nocturnas de los alcaldes, atentas sobre todo a la disección de intimidades sexuales. De tal manera, policía urbana, adoctrinamiento y pedagogía religiosa, multicodificación escénica de prácticas públicas y protocolos cotidianos, inscribieron una moral social legitimada por la Iglesia para adecuarse a los intereses de la monarquía imperial.
En el siglo XVII esta tendencia hipercodificadora y excluyente se concreta en configuraciones de sociabilidad articuladas por lógicas de la apariencia y escenográficas del parecer que definían las representaciones sagitales de la visibilidad social: el honor o el escándalo, el prestigio o el desprecio, la «preeminencia» o el escarnio, la celebridad o la infamia; vectores inscritos en la dialéctica de los reconocimientos interpelativos sancionados colectivamente a través del intenso calendario de festividades coloniales18, cuyo clímax escénico se manifestaba en las celebraciones públicas oficiales: juras, cumpleaños reales, transmisión de mando, recibimiento al virrey, recibimiento y consagración del arzobispo, etc. Esta exaltación instrumentalizada de una cotidianidad insistentemente ceremonial certificaba y reproducía el régimen sociopolítico mediante las jerarquizaciones socioespaciales expresadas por el «orden de asiento». Desde la Conquista, la precedencia social y el honor, en tanto jerarquizadores identitarios de carácter geopolítico, regularon las gramáticas de sociabilidad y las prácticas cotidianas, implicando variables interaccionales como la adquisición de títulos de honor y servicio que legitimaban la superioridad social. Esta función de marcador simbólico se soportó en la ambigua lectura de la lealtad al poder peninsular que «adelantaron» los conquistadores (Stern, 1992). Todos los actos sociales terminaron escenificando el dominio o la subordinación de la posición social, inscribiendo así una identidad sobrecodificada, ritual. Era, entonces, un Estado coreográfico, un Estado-escénico.
La honorabilidad, la dignidad y el respeto (trama fundamental de sociabilidad de las élites) dependían de su inscripción y posicionamiento en las redes enunciativas «oficiales». Se basaban en el «buen nombre» y la «buena fama», cualidades determinadas por el «honor familiar», a su vez cimentado por la fidelidad de las esposas y la pureza sexual de las mujeres (Rodríguez, 2002). La eficacia interpelativa se evidenciaba también en las representaciones de vecinos, mediante las que se podían impugnar elecciones y nombramientos, así como en los «derechos de petición, memorial o súplica» y las «querellas de privilegios» (Garrido, 1993). De tal manera, la palabra, tanto la sacralizada y la «oficial» como la «clandestina» (expresada en pasquines, rumores y anónimos), fue una plataforma privilegiada del control, la agresión y la estigmatización, red interpelativa en cuya dinámica la identidad nacía, licuefaccionaba, se desvanecía o se calcinaba.
Además, el honor, en cuanto articulador del orden social, cualificaba una jerarquización social basada en el linaje (legitimado por los títulos de hidalguía y reproducido por marcadores enunciativos, verbigracia, don19). Esto también lo hacía la pureza de sangre (requisito para el acceso a las diferentes instancias sociales)20 que operaba consecuentemente como un clasificador de dos sectores oposicionales, la nobleza y las castas; y de dos series antagónicas de marcadores identitarios, lo «honesto» y lo «deshonesto», lo «puro» y lo «impuro» (Díaz, 2003). Esta dialéctica define a lo largo del siglo XVIII la paulatina sustancialización del honor, que de ser una representación de estatus pasó a serlo de una virtud al traducir la equivalencia entre títulos nobiliarios y cualidades morales, esto es, la identidad social moralmente sancionada. Además, dicha dialéctica señala una textura enunciativa disglósica y define la tensa coexistencia de una expresiva, eufórica, excesiva y dionisíaca oralidad popular, y una hierática, anquilosada, perimetral y apolínea escrituralidad oficial, instauradora de la elitización, jerarquización y sacralización de la «ciudad escrituraria» (Rama, 1984): la obligatoriedad del cumplimiento de la ley «al pie de la letra», normativa, sin embargo, constantemente escamoteada (Colmenares, 1998).
Así, la posición y significación social del individuo, su jerarquización identitaria, define un capital étnico-genealógico sustentado en dos fisiologías simbólicas: una economía psíquica específica, el carácter, expresado en protocolos de conducta pública y privada como la prudencia y la cortesía, una conducta regulada por la prescripción e internalización de límites, la auto-censura: una lógica liminar21 y una subjetividad monocéntrica. Y su concomitante economía interaccional, las costumbres, manifiestas en el «buen comportamiento», la honradez, la obediencia y el cumplimiento de deberes conyugales, filiales y vecinales.
Igualmente, este capital se apoya en una cicatriz identitaria peyorativa asignada a los sectores excluidos y oprimidos, una interpelación descalificativa articulada por la negación de la sociabilidad eufórica y el rechazo de la lógica del exceso22 y la subjetividad policéntrica popular, generadora de un contra-capital excluyente que fomenta la discriminación entre criollos y castas (más que entre americanos y españoles) (Garrido, 1993, pp. 165-166). La mezcla, la mixtura y la impureza cultivan una aleación identitaria anómica y execrable, lo desordenado, la inferioridad moral y la desobediencia, en suma, la peligrosidad de las prácticas culturales populares (Díaz, 2003).
La taxidermia social así configurada se categoriza mediante censos cuya lógica contrapone identitariamente dos categorías relacionales, socioespaciales, topológicas: de un lado, el vecino y la vecindad, autorreferencia sociopolítica de las élites económicas y burocráticas urbanas; y de otro lado, el vago y la vagancia, implementada para cualificar a quienes no estuviesen adscritos a las reconocidas unidades productivas, una de las varias representaciones constitutivas de la categorización negativa, a través de la cual se clasificaron las «desviaciones» genealógicas, sexuales, religiosas, políticas, laborales, interaccionales y gestuales. Este esquema taxonómico define el implícito fundamento regulativo de la ritualización escénica del poder, inscrito en un orden discursivo23 (Foucault, 1987).
La racionalización utilitaria se soportó en una funcionalización y estratificación de identidades sociales, adecuadamente reforzada por la moralización y domesticación de las prácticas culturales populares y «excéntricas» mediante su absorción escritural, su asimilación y control institucional (a través de hospitales para mujeres, hospicios para mendigos, casas de niños expósitos), y su «higienización social», que no solo cubría el control sanitario de actividades públicas y comerciales, también la urbanización de las prácticas festivas populares y, en general, la reglamentación del espacio público: la desodorización de lo popular (Corbin, 2005)24. Además, su arquitectura instrumental, la hipercodificación, intervino distintas esferas de la circulación social del sentido.
Tal hipercodificación propia de la exposición pública colonial es también característica de la producción y la circulación iconográfica, por cuanto la imagen se convierte en soporte discursivo polifuncional. Los mismos textos escritos participaron de esta iconización que inscribió la imagen como medio comunicativo cotidiano, sobre todo a través de los folios piadosos, los libros de horas, devocionarios y misales, los impresos de mayor circulación y consumo, profusamente ilustrados con grabados provenientes, en su mayoría, de la pintura flamenca, verbigracia, Van Dick, y especialmente del centro de producción de Rubens (agentes de la contrarreforma), cuyo repertorio visual sacro ilustraba los libros de la casa Plantin-Moretus con sucursales en Amberes, Leyden y París, única autorizada por Felipe II para la difusión de libros en España y América.
Esto marcó una diferencia entre la narrativa visual irradiada desde Cartagena de Indias y la desarrollada por los holandeses protestantes, quienes representaban escenas del Antiguo Testamento, mientras los flamencos ilustraban el Nuevo Testamento con escenas de la vida, pasión y muerte de Jesús, imágenes marianas y alegorías de santos. Cabe señalar una especificidad técnica: los primeros utilizaron el aguafuerte, los segundos el buril o «talla dulce». Fueron estas últimas reproducciones las que los pintores coloniales tomaron como matriz de abundantes copias, e incluso como soporte de simulacros al colorear con óleo las inmensas estampas de varios pliegos comercializadas en París por el concesionario Landry.
La representación visual cumplió una función ideológica, evangelizadora y moralizante, atenta a los ideales del Concilio de Trento (1545-1564, 3 de diciembre de 1562): «El arte tiene como único fin a Dios». Este es un dispositivo instruccional supuestamente basado en el rechazo de la superstición, pero filtro connotativo de una teoría sobre-naturalista de la significación, por la cual se le otorgaba a las imágenes potencias metafísicas y cualidades ontológicas, igual que a las «reliquias» religiosas en general. Esto visibiliza una regulación idolátrica de la mirada y un fetichismo metonímico de la fe (Besançon, 2003). Su sesión XXV, celebrada en diciembre de 1563, establece tal propósito evangelizador e ideológico:
Enseñen con esmero los obispos, que por medio de las historias de nuestra Redención, expresadas en pinturas y otras copias, se instruye y confirma el pueblo, recordándole los artículos de la fe y recapacitándole continuamente en ellos; además que se saca mucho fruto de todas las sagradas imágenes por los beneficios y dones que Cristo les ha concedido, sino también porque se exponen a los ojos de los fieles los saludables ejemplos de los santos y los milagros que Dios ha obrado por ellos. (citado en Gil Tovar, 1982, p. 729)
Es la cristalización de la función asignada a las representaciones religiosas pictóricas y escultóricas por Santo Tomás de Aquino en la Summa Theologica:
Las imágenes de Cristo y de los santos han entrado en uso en la Iglesia por tres razones: primera, para instrucción de los ignorantes, quienes se sirven de ellas como lecciones objetivas; la segunda para que el misterio de la Encarnación y los ejemplos de los santos se graben más fácilmente en la memoria de los fieles con la persistencia de la representación; y tercera, para excitar el afecto de devoción, que se siente estimulado más por lo que ve que por lo que oye. (citado en Gil Tovar, 1982, p. 732)
Las prescripciones del Concilio se mantuvieron sin modificaciones durante los dos siglos siguientes, con la única acotación relevante de la carta «Sacrosancta» del papa Urbano VIII (1642), quien exige a la narrativa visual que se limite a «lo que la Iglesia católica admite desde los tiempos más antiguos» y prohíbe expresamente vestir a los santos o a Cristo con el hábito particular de una orden regular, para evitar mecanismos poco ortodoxos de adscripción de novicios (Besançon, 2003, p. 221).
Se especifica así el registro expositivo y escénico de la imagen religiosa, su carácter de dispositivo estratégico, así como la lógica de transmisión mediante la cual circula en su dimensión de instrumento de control social, inscripción ideológica y adscripción identitaria: la iconografía religiosa opera a través de un mecanismo «textualizado» de reproducción cultural que regula creencias, valores y comportamientos. Literalmente, es la visualización del «Libro Sagrado», y en esa medida induce y determina mediante el «arquetipo» y los «ejemplos», que
enseñan una determinada conducta, muestran, dan modelos [...] fundan la cultura como una suma de precedentes, usos, textos [...] sus prescripciones tienen un carácter de autorizaciones [...] las leyes y normas que son introducidas en una cultura construida sobre el principio del texto, comienzan prácticamente a funcionar como costumbres y precedentes. (Lotman, 1998, pp. 125-127)
En tanto el imaginario religioso permea todas las esferas de lo social. Sus representaciones se manifiestan en diversas prácticas reguladoras de matrices y tensiones identitarias, y en la devoción mitificadora de una imaginería ritualizada en los oratorios, altares y libros religiosos, conformada por estampas, escapularios, imágenes, tallas, óleos, esculturas, y particularmente retablos, núcleo de significación en el interior de las iglesias y programa narrativo didáctico e ideologizante:
Las representaciones figuradas hacen surgir categorías mentales, del mismo modo que las descripciones hacen surgir imágenes y sensaciones; la eficacia de unas y otras fue sabiamente aprovechada por el poder político y por el magisterio espiritual durante siglos en que triunfaba el simbolismo de un mundo ordenado: hieratismo de las actitudes, demostración de los gestos, lenguaje de los escudos y blasones. (Braunstein, 2001, p. 572)
A partir de la Conquista, la imaginería emblemática se caracterizó por su polifuncionalidad simbólica, la cual hiló un entramado de valores estéticos, éticos, morfológicos y emocionales cuyo carácter pedagógico y propedéutico funcionó como herramienta de transculturación y subscripción a jerarquías sociales y atmósferas ideológicas, frente a las cuales indios, criollos, negros y mestizos reaccionaron defensivamente mediante tácticas de apropiación y resignificación:
Desde los principios de la Conquista española, las imágenes cristianas coexistieron con los ídolos en las casas de numerosos «idólatras». Los indios instalaron en medio de sus ídolos las cruces y las vírgenes que les habían dado los españoles, jugando a la acumulación, a la yuxtaposición, y no a la sustitución. (Gruzinski, 1995, p. 69)
De todas maneras, las imágenes españolas pintadas o talladas en los talleres sevillanos se multiplican a partir del siglo XVI en Cartagena de Indias. La producción iconográfica se encuentra estrictamente codificada siguiendo el patrón formulado por el Papa Alejandro VIII, desde las posiciones de las figuras hasta sus actitudes y, particularmente, el control total del desnudo: «Prohíbase toda imagen o pintura obscenas, no solo en las iglesias [...] sino también en casas particulares» (citado en Silva, 2004, p. 102).
Aún en 1774, continúa vigente esta hipercodificación, como lo confirma el capítulo «De las imágenes de los santos, sus pinturas y sus esculturas», del «Concilio Provincial de Santa Fe», que determina las reglas y preceptos de producción iconográfica reguladoras de la práctica de pintores, grabadores y escultores, y que prohíbe toda «pintura, escultura e impresión falsa, apócrifa, supersticiosa o que contradiga a la verdad de la sagrada escritura, tradiciones cristianas e historia eclesiástica» (citado en Silva, 2004, p. 101)25. El Concilio ordena también el retiro de las tablas votivas de las iglesias, expresión de un «arte popular piadoso» a través del cual los fieles agradecían «favores» y «milagros» por medio de la representación del contexto de los acontecimientos, con los que se describía la vida local con ilustraciones de trajes, viviendas y utensilios cotidianos.
El clero, las órdenes, las hermandades, cofradías y otras agrupaciones laicas desarrollaron una importante demanda de imaginería religiosa con fines litúrgicos y devocionales, desde imágenes «procesionales» hiperrealistas, con pelucas de cabello natural, ojos de cuentas de vidrio y lágrimas de resina (s. a., 1989, p. 718), policromadas, estofadas o encarnadas, hasta tableros con talla dorada sobre fondo carmesí de festones, recuadros, pilastras falsas y frisos que cubrían los interiores de las iglesias; donde igual se usaban enchapes de tablas pintadas de rojo, con florones y otros motivos botánicos en relieve sobre madera dorada, enmarcados con molduras también doradas, hexagonales, octogonales, circulares y cruciformes. Y, sobre todo, los retablos de altar26, narrativas visuales determinadas por una gramática de la persuasión y una óptica efectista y espectacularizada.
Estos dispositivos iconográficos sacralizaron atmósferas (los templos), microespacios (los oratorios), entornos (el espacio público), y circuitos (rutas y caminos de peregrinaje), lo que inscribía una doble dinámica de exposición y apropiación: de un lado, el carácter itinerante y diastólico de las imágenes, su constante desplazamiento y exhibición en desfiles, procesiones, ceremonias y acontecimientos rituales («pasos» y rotación por las casas de miembros notables de hermandades, cofradías y demás agrupaciones laicas); de otro lado, su tensión concéntrica y sistólica, reiterada tanto en las visitas a los santos, las misas, las novenas, las peregrinaciones y romerías que congregaban numerosas audiencias, como en su correlato discursivo expresado mediante oraciones, votos y promesas27.
Tal sacralización icónica genera una dinámica comunicativa emblemática, adecuadamente instrumentalizada por las órdenes religiosas (Besançon, 2003, p. 226)28. La recurrencia de procesiones y desfiles (religiosos y profanos), formas principales de la «escénica» pública, señalan la radiación espectacularizante de la visibilidad social, el encriptamiento de referentes cohesivos mediante la insistente dramatización ritual y la teatralización multimedial del poder (Briggs & Burke, 2002, pp. 53-55)29.
Además de los múltiples santos patronos, dos tópicos definieron los argumentos de la iconografía pictórica religiosa continental, determinada por la influencia de la escuela flamenca y su programa de visualización del Nuevo Testamento: la pasión de Cristo, la crucifixión y los martirios de santos, así como una profusa imaginería mariana, sobre todo de manto triangular (Gil Tovar, 1982). Sin embargo, como herramienta de entronización de la monarquía, desde la segunda mitad del siglo XVIII se incrementó la iconografía del poder real, representada en alegorías, emblemas, escudos de armas y retratos de la nobleza (Braunstein, 2001).
Tal fragmentariedad alegórica aún se encuentra atravesada por lo religioso, es decir, por lo simbólico, lo que permea la representación pictórica del individuo sobresaliente, cuyos protagonistas fueron los dignatarios del clero secular, los superiores de las órdenes de religiosos, los mecenas, contribuyentes y donadores «notables». Esto define al retrato como codificador de identidades sociales, morales y económicas referenciadas, más que por su iconización figurativa (basada en la «similaridad» y el «parecido»), por la inscripción indicial de la vestimentaria y los marcadores de pertenencia (símbolos de cofradías, insignias de órdenes militares, etc.).
En tanto Iglesia y religión constituyeron simultáneamente ideología e institución de Estado, y la educación fue el dispositivo para su reproducción a través de agentes especializados (doctrineros, párrocos, clérigos); configuraron un sujeto social religioso30, hecho que legitimó la sobrecodificación de la palabra oficial, enunciada en latín. De manera similar, ocurrió con las redes de distribución del conocimiento institucional, cuya circulación se basó en el modelo escolástico de la argumentación silogística, la lógica de la repetición (lectio, dictatio, dispositio) y la estrategia retórica basada en fórmulas discursivas polifuncionales (Ong, 1994, p. 110), a partir del control y regulación de tres espacios discursivos implícitos por parte del catedrático: el repertorio de textos-fuente contenidos en la «Biblioteca»; el repertorio de prescripciones interpretativas y comentativas señaladas en el «Manual»; y el repertorio de reglas productivas del conocimiento y de la argumentación articulados por el «Código». Es decir, los espacios de circulación del saber fundamentaban discursivamente las fluctuaciones del poder31.
Se hipercodificaron también las sociabilidades y protocolos de interacción, que intervenían el «tiempo libre» o de ocio con la «normativización» de fiestas, juegos y diversiones y con la proliferación de reglamentaciones de las prácticas cotidianas.
En otras palabras, se diseñó una «economía psíquica» circunscrita por mecanismos polifónicos de adscripción religiosa. Esta era reproducida por múltiples dispositivos de control de la conducta pública y privada.
En el entorno colonial, el castigo adquiere forma y función pública, la traducción simbólica de las jerarquías y las relaciones de dominación, la «dramatización del teatro del poder» (Colmenares, 1998, p. 233). Claro que la implementación del castigo público y el terror no fue tan frecuente en Hispanoamérica como lo era para la misma época, por ejemplo, en Inglaterra, donde se delegaba su función espectacular y ejemplarizante a transgresiones excepcionales como las rebeliones masivas o los crímenes abominables. Esto no impedía que se repitieran los azotes públicos y la exposición en la picota o «vergüenza pública»: el carácter escenográfico y pedagógico del castigo, la teatro-grafía punitiva del poder. Sin embargo, cualquiera que fuere su función simbólica, no tenía ningún efecto en la población negra ni en la indígena, ajenas tanto a la «comunidad» legitimada por las élites como a la interiorización de culpas propia de la tradición judeocristiana (Colmenares, 1998, pp. 248-249).
No dejaron, sin embargo, de ser siniestras y aterradoras ciertas escénicas del escarmiento, desde que la Audiencia de Quito introdujera el ceremonial macabro de cortar las manos de los ajusticiados y colocarlas en vigas en el lugar del delito, como las retaliaciones después del movimiento del Socorro: las cabezas de cinco indios insurrectos colocadas por orden de la Audiencia en las entradas de la capital, San Victorino, Las Cruces, Egipto, San Diego y el Boquerón; así como la meticulosa sentencia de Galán, en la que no solo se pretende eliminar un ideario emancipatorio mediante la tétrica metáfora de la cabeza decapitada, sino que además subyace la representación de la unidad de la Nueva Granada y España, una sola patria, conformada por vasallos «patriotas», leales a la Corona. Nada más injurioso, entonces, que la subversión frente al aparato del Estado imperial32.
La brutalidad ejemplarizante ya se había puesto en práctica en los primeros meses de 1781 con el Inca Túpac Amaru en el Cuzco, a quien le ciñeron una corona con puntas agudas perforándole el cerebro, le cortaron la lengua y lo descuartizaron con cuatro caballos cerreros; el mismo suplicio aplicado por «alzamiento» en Bolivia a Túpac Catari, cuya cabeza se colocó en escarpia en La Paz, y el tronco y los miembros en las colinas circundantes.
La tipificación de los delitos visibiliza las codificaciones inscritas en el imaginario social, su orden de prohibiciones, exclusiones e imposiciones, frente a las cuales las desviaciones erizan las tensiones entre lo público y lo privado, entre la norma y el comportamiento individual. De hecho, la definición misma de la transgresión expone las expectativas de que se produzca (Colmenares, 1998, p. 216). Coexisten, de tal manera, la regulación punitiva y la conducta delictiva.
La frontera maleable entre la estratégica escenificación del castigo y la táctica clandestinidad de la transgresión se expresa en microespacios marginales como las «chicherías», donde en medio de totumadas de «chicha» y «guarapo» se fermentan sociabilidades ilegales, delictivas e inmorales33, y en los juegos de azar, prohibidos desde la Cédula Real del 24 de agosto de 1529, pero practicados tanto en «tablajes» y «patios de barra» como en cocinas, salones de casas y trasfondos de tiendas (Vargas, 1990, p. 364).
Esta tensión entre lo visible y lo secreto se manifiesta sagitalmente en las prácticas mágicas y adivinatorias. La red de representaciones religiosas reguladoras de la identidad y de la interacción social era silenciosamente corroída por múltiples prácticas «subterráneas» como la hechicería y la brujería, cuyas representaciones se remontan a los imaginarios europeos medievales y sus correlatos inquisitoriales, articulados a partir de la oposición entre los «vicios» y las «virtudes». La hechicera manipula fuerzas naturales, la bruja, en cambio, es su racionalización cristiana (particularmente entre 1450 y 1750), repudia a Dios, lo niega, subvierte su poder hegemónico (Hope, 1988, pp. 105-106, 298-299; Michelet, 1987), tal como prescribe jurídicamente el repertorio de interrogatorios, tormentos y torturas Malleus Malleficarum, o martillo de las brujas, escrito por los dominicos Jakob Sprenger y Heinrich Kramer en 1486. Subyace una antinomia cultural, una contradicción psíquica: de una parte, el «saber oficial» apuntalado en la seriedad, la contención, el dolor y el arrepentimiento, y de otra, la burla, el desequilibrio, el exceso, la risa, la transgresión carnavalesca materializada en las «fiestas de locos» (Bajtín, 1998).
La mentalidad colonial se encuentra permeada por la misoginia europea católica que desde diversas facetas (jurídica, teológica y médica) demonizó a la mujer (particularmente entre los siglos IV y XVI), soportándose en la representación dicotómica de la «mujer pura» y la «mujer pecaminosa», tentadora, viciosa, naturalmente inclinada al mal (lo cual delataba su inferioridad moral), núcleo del estereotipo de la bruja europea, caracterizada por su libertinaje sexual y sus potencias maléficas (Caro, 1986). Durante la Edad Media, el arquetipo bíblico discriminó tres redes identitarias: la mujer virtuosa encarnada en María, la prostituta encarnada en Eva, y la prostituta arrepentida encarnada en María Magdalena: la virgen, la puta y la esposa (Borja, 1998, p. 271). Desde tales estereotipos, la mentalidad conquistadora proyectó en la mujer blanca española lo virtuoso y en las mujeres conquistadas lo tentador pecaminoso, distinción identitaria que se evanesció en la época colonial, extendiéndose la clasificación a la generalidad de las mujeres (blancas, negras, indias, mestizas, mulatas), pero que a su vez discriminó dos tipos de artes y prácticas, una magia negra, mala, y una magia blanca, buena (Borja, 1998, p. 271).
Tal estigmatización reguló el hostigamiento de las brujas en la Nueva Granada desde comienzos del siglo XVII, basada en el repertorio ideológico del cristianismo filtrado por las prácticas culturales y simbólicas de las etnias negra e indígena, paradójicamente cuando en España el Santo Oficio de Madrid ya había abolido su persecución. Ello derivó en la distinción entre bruja y hechicera, a partir del eje sémico del «pacto con el demonio», propio de la primera mas no de la segunda; diferenciación que, por un lado, generaba nuevas herramientas y tácticas de sociabilidad propias de la hechicería (y su propósito de propiciar relaciones inter-humanas); y por otro, articulaba y expresaba resistencias ideológicas frente a la estructura político-religiosa dominante, a través de las «alianzas satánicas».
Durante la primera mitad del siglo xvi las prácticas curativas y mágicas de sacerdotes indígenas se encajaron en las prácticas hechiceriles bajo la figura de la «idolatría». Pero ya para mediados del siglo cambia esta benévola percepción, probablemente por la multiplicación y recurrencia de los usos mágicos, confirmada por el auto contra brujas y hechiceras proclamado por el arzobispo de Santa Fe, fray Juan de los Barrios. En los reinos del sur de España y Castilla la brujería no se había magnificado como en otras regiones europeas, pues lo que circulaba era un saber hechiceril de tipo amoroso y sexual, clasificado y juzgado benévolamente como «superstición»; taxonomía simbólica heredada por el Santo Oficio de Cartagena. En los propósitos amorosos de la magia blanca se fusionaban la prohibición cristiana del amor pasional y la naturaleza demoniaca femenina, lo que catalogaba su práctica como «sortilegios hereticales».
Hechicería y brujería negra compartían propósitos de sociabilidad, esto es, la «magia amatoria», aunque el mecanismo de la liga fuera diferente. Las hechiceras subvertían la subordinación social de la mujer ante el hombre al permitirle imponer su voluntad y sus deseos mediante sortilegios y conjuros para «atarlo», artilugios soportados en una lógica conmutativa y metonímica. Las brujas, en cambio, reforzaban el rol masculino a través del «pacto» con Satanás, quien suplantaba, en primera instancia, y luego entregaba a la mujer un reemplazo del marido o del compañero sexual, a partir de una lógica sustitutiva y metáforica.
El Concilio Provincial de Santa Fe (1774) delata la persistencia de la brujería en el siglo XVIII:
El estudio de la magia, invocar al demonio, ofrecerle sacrificios o tener pacto, tácito o expreso, es prohibido a todos, sean cristianos, herejes, sarracenos, judíos o de cualquier otra secta; y mandamos que cualquiera que tuviere noticia de estos detestables delitos y de los que los cometieren, los denuncien conforme al edicto de la Sagrada Congregación del Santo Oficio de la Inquisición. (citado en Borja, 1998, p. 298)
Frente a la normatividad institucional de los roles identitarios, del siglo xvi al siglo XVIII proliferó un mundo subterráneo de invocaciones y hechicería, búsqueda de evanescencias de la identidad en la fusión amorosa, protagonizado por mujeres de toda condición social adiestradas en la manipulación de plantas, piedras y conjuros, si bien la mayoría estaba constituida por mestizas, mulatas y negras. Su proliferación se encuentra notificada por los procesos y condenas inquisitoriales, sobre todo en la primera mitad del siglo xvii, cuando fue más recurrente su persecución.
Las hechiceras, a diferencia de las brujas, que buscaban manipular el orden natural, se ocupaban de eventos cotidianos mediante la adivinación y la «liga» de amores imposibles. La cualificación de las representaciones identitarias de las hechiceras no cargaba el peso sargatánico34 de las brujas (y sus pactos con el demonio), motivo por el cual solo se las condenaba al arrepentimiento de sus creencias y al destierro, contrariamente al tormento, los azotes, la exposición pública, la cárcel perpetua y hasta la hoguera, castigos regulados para estas últimas. El repertorio mágico de las hechiceras se tejió a partir de influencias españolas, portuguesas, africanas e indígenas que sustentaban las artes adivinatorias, que formaban parte de sus principales actividades: la cartomancia, la quiromancia, el agua, las naranjas o el huevo, pero particularmente la tirada de habas (con pedazos de plata) acompañada de sortilegios, la más popular de las suertes.
Sin embargo, su herramienta más admirada era el dominio de las potencias de la palabra hablada y escrita gracias al conocimiento de los conjuros, requerimientos y evocaciones retóricas proferidas con tonalidad escénica, destinadas a la repetición y la memoria: tres veces diarias o durante nueve días seguidos. En tanto esquemas formularios, los conjuros comparten rasgos texto-discursivos con las bendiciones, abjuraciones y exorcismos de la Iglesia, lo que permite inferir cierto tono religioso de la magia erótica, bien argumentativamente o bien pragmáticamente.
Argumentativamente, por la presencia de elementos de la mística platónico-cristiana y biblio-cristiana, sobre todo en lo relativo al «descensus» de Cristo, mediador entre el alma del hombre y Dios, o «encarnación del Verbo, previo y necesario para el ulterior ascenso, vuelta o transformación del alma en Dios, pues a su imagen y semejanza fue creada» (Serés, 1996, p. 2). Este rasgo discursivo se manifiesta como plegaria dirigida a intermediarios y benefactores: a un santo especializado en asuntos del amor (Santa Marta, Santa Elena, San Cristóbal, San Antonio -portador de la «llama de la pasión»-), o al Jesucristo Crucificado, quien acepta morir por piedad, la «caritas» (amor y piedad) del Evangelio de San Juan. En otras palabras, en el conjuro convergen las tradiciones platónicas y las Escrituras, palimpsesto configurado por Filón, Clemente, Orígenes y el Pseudo Dionisio Aeropagita, entre otros muchos: mutuapermeación de «eros» y «ágape».
Pragmáticamente, por los contextos y usos que le otorgan sentido: el conjuro es individual y privado (casi siempre), y se profiere (generalmente acompañado de enunciados en latín alusivos a la comunión y la consagración) en un entorno iluminado con velas, utiliza imágenes de santos, una baraja envuelta en un pañuelo de seda y un trozo de ara, o piedra santificada del altar, sobre los que la hechicera hace múltiples cruces de mano, gestualidad simbólica cercana al poder de la bendición otorgado al «santiguador» en la España de los siglos xv y xvi. Pero también los conjuros, en muchos casos, debían invocarse secretamente durante la misa.
Brujería y religiosidad ilustran el antagonismo entre las redes identitarias clandestinas y las legalmente inscritas, la tensión entre las lógicas esquemáticas de visibilidad oficial y la opacidad sistémica de las tácticas subversivas.
Para finales del XVIII la visibilidad cautelativa es paulatinamente re-emplazada por una visibilidad «técnica» y re-productiva, cuyo trasfondo utilitarista planificó la optimización en múltiples esferas sociales: la zonificación funcional urbanística, la racionalización y modernización de la administración de Hacienda, el desarrollo tecno -lógico y mercantil con el incremento de la producción y explotación de materias primas y la intensificación del comercio ultramarino, lo que resaltó la importancia social de los comerciantes, quienes además de integrar el territorio fragmentado en focos regionales funcionaron como agentes culturales al proveer el objetuario, el ajuar y la dieta necesarias para la propagación de estilos de vida europeos (McFarlane, 1996, pp. 383-384).
Con el propósito de instaurar la optimización tecnocrática, a partir de la «observación de la naturaleza» se incorpora una nueva gramática del saber, la «filosofía natural», que reemplaza la argumentación silogística del peripato por la analítico-sintética de la «filosofía experimental»; para usufructuarla se organizan expediciones mineras (México, Nueva Granada, Perú) y botánicas, y se fomentan las Sociedades Económicas de Amigos del País. El mismo sub-texto utilitarista caracteriza las reformas y planes educativos, enfocados al conocimiento práctico y potencialmente productivo.
La Expedición Botánica (propuesta por Mutis a Carlos III desde 1763) aplica y disemina una nueva visibilidad categorial y un inédito relato clasificatorio, una teoría de la marca y la estructura, esto es, la identificación de especímenes como miembros de especies definidas matricialmente. Es la inscripción de una «mathesis» o «ciencia general del orden» que lee las estructuras formales de los especímenes vegetales a partir de su forma, cantidad, distribución relacional y magnitud relativa (Foucault, 1998, pp. 131134). Densificación taxonómica ilustrada por la proliferación de herbolarios, gabinetes de «historia natural» y jardines botánicos. Lo señala la multiplicación de «colecciones», las de José Celestino Mutis, Francisco José de Caldas, Sinforoso Mutis, Juan María Céspedes, Humboldt, Bompland y otros cuantos viajeros y exploradores extranjeros.
Esta nueva mirada analítica señala el paso de la cultura científica premoderna a la moderna (Latour, 1990, pp. 18-68), caracterizada por la cuantificación y categorización propia de listados, escalas, cuadros, tablas y almanaques, la perspectiva diagramática y la óptica clasificatoria, que registran una visibilidad diagnóstica. Se enfoca en la apropiación práctica del entorno y el desarrollo de una geografía funcional, parámetros a partir de los cuales se afianza la representación geo-identitaria de la «patria», la adjetivación del «hombre útil a la patria», y la sedimentación del «patriotismo científico» (König, 1994). El Almanaque del Nuevo reino de Granada para 1811, escrito y publicado por Caldas, es ejemplo paradigmático de la nueva visibilidad que entreteje lo funcional y lo categorial. Pero la racionalización utilitaria define también la distribución social del conocimiento y la jerarquización del oficio: las artes liberales para las élites y las artes mecánicas para los sectores populares.
Durante las dos últimas décadas del siglo XVIII, tensiones políticas y ante todo económicas fraguaron nuevas formas de sociabilidad laica que se unieron a las tradicionales hermandades y cofradías (traducción de la trama de las recurrentes identidades religiosas), hecho que manifiesta una paulatina densificación de lo privado, cada vez más refractario a la influencia estatal: gremios de oficios o de etnias, sociedades mutuales, tertulias (Tertulia Eutropélica o Asamblea del Buen Gusto, Arcano de la Filantropía35, Sociedad Filantrópica, Sociedad Didascálica), clubes literarios (Sociedad Económico-literaria de Popayán, Institución Social Literaria de Bogotá36), sociedades patrióticas y logias masónicas (Sociedad Popular, Sociedad Filológica, Sociedad Patriótica37, Fraternidad Bogotana n. 1)38.
Igualmente, se configuraron nuevas formas de inscripción identitaria: del sujeto ritualizado en la esfera pública al sujeto notificado por cédulas reales, ordenanzas, reglamentos, instrucciones, manuales; así como nuevas formas de circulación del conocimiento, socializadas a través de todo tipo de impresos y publicaciones (incluidos variopintos pasquines), y de múltiples dispositivos comunicativos entre los cuales fueron notorios el cancionero popular y el teatro, desde siempre utilizado como herramienta propedéutica e ideologizante apuntalada en la reglamentación del comportamiento del «respetable público», no siempre tan respetable39 (Lamus, 1998).
Censos, mapas, colecciones, museos e impresos40 perfilan una «comunidad política imaginada» (Anderson, 1993, p. 98), articulada por los periódicos que dibujan la trama del «patriotismo científico», definido como una filosofía política y una moral geo-simbólica y econométrica. Tal narrativa se soporta en la geografía económica mediante descripciones poblacionales, reflexiones sobre la función productiva y evaluaciones de la situación artesanal, comercial y agrícola, enmarcadas en un proyecto neomercantilista y fisiocrático que racionalizaba la explotación de la tierra como fundamento del progreso: el Papel Periódico Ilustrado, el Correo Curioso, Político y Mercantil (organizador de la «Sociedad Patriótica del Nuevo Reino de Granada»); y, particularmente, el Semanario del Nuevo Reino de Granada en Santafé.
Se reconfiguran también las interaccionalidades y sus respectivas discursividades, como en el caso del protocolo de la «visita», que se redirecciona y satura políticamente para converger en las tertulias de orientación revolucionaria, microespacio que manifiesta una coalescencia táctica entre, por un lado, la lectura en voz alta y la oralidad interpelativa de la conversación; y por otro, la proliferación de todo tipo de impresos y reproducciones. Imbricación, entonces, de lo dialógico y lo serial, conversión de la lectura intensiva en lectura extensiva (Chartier & Cavallo, 1998, p. 37-45), transformación de la escucha ritual en comentario contraargumentativo, desplazamiento de la lógica oral por la lógica escrituraria (Rama, 1984) y torsión de la repetición, convertida en reescritura.
La oscilatoria cultural señala enfáticamente una disglosia estructural mediante la cual coexistieron, con diferentes niveles de connivencia o resistencia, una oralidad popular dinámica y contextual y una escrituralidad oficial escénica y autorreflexiva (Ong, 1994, pp. 107, 126), propia de los estamentos gubernamentales y de las élites que devengaban sus beneficios. Disglosia evidenciada en la calle, contexto simultáneamente estratégico (espacio de visibilización y regulación oficial del comportamiento público) y táctico (espacio de reivindicación de las prácticas populares) (De Certau, 1996).
Las dinámicas «autonomistas» de la fractura independentista se caracterizaron por una táctica anexión «realista» durante la cual se reactivaron los dispositivos identitarios de la monarquía a través de la instrumentalización iconográfica, la densificación emblemática y el culto a la imagen, textura escénica y heráldica que efervescía en la ritualización de las «juras de fidelidad» (König, 1984)41.
De cualquier manera, se modela y adjetiva otro sujeto social, el «patriota», definido por su adscripción georeferencial en defensa de la «soberanía nacional» y la libertad, identidad política que difumina por absorción las anteriores narrativas identitarias étnico-territoriales y sociales coloniales, lo que irradia la representación cohesivo-defensiva del «patriotismo», reactividad que culmina con la dislocación independentista. Su arquitectura identitaria será formulada sagitalmente por las 46 ediciones del Diario Político de Santafé de Bogotá (desde el 27 de agosto de 1810 hasta el 1 de febrero de 181142), periodo durante el cual define la «identidad nacional» en términos de «libertad», «autonomía», «soberanía» y «representatividad», mediante la jerarquización evaluativa y propedéutica de los tópicos «patria», «patriotismo», «nación», «país», «legalidad» y «unidad de gobierno».
Para estas élites se multiplica un repertorio de inéditas prácticas cotidianas y singulares matrices identificatorias desplazadas de su referencia hispánica hacia Inglaterra y Francia, lo que se materializó en novedosos repertorios de mobiliario (del uso a la decoración: enchape, incrustación, lacado, barnizado), vestimentaria (particularmente la desaparición de pantalones cortos, medias de seda, coletas y sombreros de tres picos, reemplazados por levitas, zapatos y botas de charol), «apariencia personal» (supresión de pelucas, afeite de bigotes y patillas), dieta (cada vez más filtrada por influencias británicas y francesas), literatura (poesía «patriótica» posindependentista), música («canciones nacionales» y géneros instrumentalizados políticamente), y teatro (supresión de obras españolas), entre otras prácticas culturales.
Durante las últimas décadas del siglo XVIII se modifica también la arquitectura planimétrica y se redistribuye la sectorialización funcional de las viviendas: consolidación de los ámbitos sociales (salas de estar, salas de gran cumplimiento, estrados) y su diferenciación de los ámbitos privados, así como la definición de espacios de circulación y la paulatina desaparición de la huerta, expresivo indicio del continuo transvase de lo rural en lo urbano que, sin embargo, se manifiesta aún con la transformación del patio en jardín (Rueda & Gil Tovar, 1977; López, 1996), lo que registra un giro de la visibilidad: la poliscopia muta hacia la exposición en cuadro, el paisaje hacia el herbario, el encuadre hacia el enfoque.
Desde la segunda mitad del siglo XVIII se constata el declive de lo funcional y planimétrico en beneficio de lo ornamental y estilístico, la priorización de la ebanistería de maderas finas sobre la carpintería, el reemplazo de lo volumétrico por lo escenográfico (Rueda & Gil Tovar, 1977). Si bien para finales del siglo persiste en la parte superior de muchas escaleras la imagen de «San Cristóbal haciendo pasar el Mar Rojo al Niño Jesús y llevando en su mano una palmera a guisa de bastón» (Vawell, 1978, p. 47) -el santo patrono de la ciudad (Baché, 1978, p. 49)-, la imaginería religiosa es reemplazada por una iconografía «profana», particularmente mitológica, de cuyas variadas manifestaciones se infiere la recurrencia e inscripción de cierta morfosintaxis referencial más alusiva que designativa, característica de las festividades institucionalizadas y de las celebraciones públicas «oficiales».
A partir de la fractura independentista, la gramática referencial instrumentalizada en tanto dispositivo identitario se basó en dos estrategias de representación, simultáneamente rasgos diferenciales de la inscripción de mitologías políticas heroicas43 y republicanas. De un lado, la recodificación emblemática: banderas, gorro frigio, árboles de la libertad, iconización de «lo indígena» (König, 1994); de otro lado, la alegoría característica de la ritualización conmemorativa, memoria fragmentaria y lógica escenográfica que sustituye el significado histórico de su referente por una escenificación espacial (Benjamin, 1973). A través de estas estrategias comunicativas se inscribieron iconogramas referenciales reiterativos que circularon en escarapelas, cintas, lazos, divisas, monedas, escudos y blasones y en la proliferación de litografías europeas que exaltaban la libertad americana, sus héroes y batallas, repertorio reproducido por artistas locales en respaldares de sillas repujados y pintados, espejos, cinturones, lozas y platos: la espectacularizada representación de vectores identitarios republicanos, la «Victoria», la «Sabiduría», la «Libertad», la «Justicia», la «República», la «Paz», etc. (König, 1994); así como en las estilizaciones iconográficas, escenográficas y volumétricas (los carros y los arcos triunfales), que diseñan catálogos de «valores» sancionados positivamente, inscritos como repertorios de representaciones con función cohesiva y carga identificatoria, cuya articulación nuclear fusiona instrumentalmente las dimensiones «exhibitivas» (transitivas) y «cultuales» (reflexivas) de la imagen, esto es, mediante la estrategia de su seudofamiliarización expositiva (Benjamin, 1973, p. 26). Es el deslizamiento retórico de lo simbólico a lo alegórico.
La filtración de la socialidad pública en el ámbito de la intimidad familiar, poco a poco desacralizada y descentrada de la tensión cautelativa, traza una nueva optometría con la visibilización de los espacios interiores que se extienden a la calle gracias al aumento de ventanas y galerías, primero abiertas hacia el patio central y luego hacia el exterior, señalando una reconfiguración escénica donde lo restrictivo y coercitivo de la panóptica colonial vira hacia lo exhibitivo. Una «imagen pública» ya no anclada en el honor y la respetabilidad jerárquica, sino en la ostentación de propiedades y riqueza; una «exposición» intencionalmente decorativa, preámbulo heráldico del nuevo «ciudadano» que se empezará a dibujar desde la tercera década del siglo XIX, el «aristócrata de éxito». Y sin embargo, paralelamente, una implosión de la visibilidad con la densificación clandestina de los lugares «herméticos», las sociabilidades «encubiertas» y las «sociedades secretas» de carácter político que se fermentaron durante las dos últimas décadas del XVIII para eclosionar con la multiplicación de logias masónicas en la tercera década del siglo XIX.
En la recodificación arquitectónico-urbanística subyacía la metáfora mecanicista de la ciudad, que trataba de neutralizar asépticamente la constante filtración de la organicidad rural en el entorno urbano, proyección del trasfondo macrosocial utilitarista regulador de la actividad gubernamental. Sobre todo, subyacía la homología entre los proyectos políticos de las élites liberales ilustradas y sus proyectos urbanos, equivalencia que a partir de concebir la interdependencia entre transformaciones urbanístico-territoriales (locativas), y transformaciones ideológicas (simbólico-políticas), identificaba el aseo urbano y el «aseo social». Se intentaba así homogeneizar el paisaje socio-identitario, absorbiendo la coexistencia de diversas «identidades culturales» dentro de la extensión genérica de una identidad política y cívica supuestamente común y supuestamente «nacional», la «ciudadanía». Es decir, la visibilización de las multitudes (sedimentación interpelativa del «pueblo», re-semantizado hacia la recepción, la audiencia, el «público»), y la instrumentalización de una «muchedumbre» potencialmente electoral o por lo menos legitimadora de los poderes políticos, que se expresaba con fuerza creciente y que señalaba, además, el carácter político reactivo del espacio público.
Concomitantemente, se produce una mutación de las sensorialidades sociales. La auditividad que regulaba hasta el siglo XVIII tanto la transmisión social del saber como las temporalidades cotidianas y celebratorias anunciadas por las campanas, y cuya función fiscalizadora se proyectaba en la importancia coyuntural del «confesor» (mediador entre la oralidad institucionalizada del sermón o el edicto y su efectiva incidencia en conductas y comportamientos particulares), se desliza hacia la visibilidad instaurada por la multiplicación tipográfica, litográfica y pictográfica, generadora de nuevos parámetros de autorreflexión (la lectura introspectiva), de nuevas formas de circulación y apropiación del conocimiento (la re-producción icónica), de nuevas gramáticas de interacción comunicativa (la correspondencia y las sociabilidades políticas contestatarias), de nuevas formas de consumo de los textos (convertidos en marcador ideológico y mercancía simbólica), y de nuevos patrones de percepción, valoración y jerarquización social (la visibilidad pública del individuo exitoso).
En suma, un nuevo registro identitario, el «patriota», caldo de cultivo del «ciudadano» que se articulará alrededor de una novedosa y tensa economía psíquica, aquella forma concéntrica de la intimidad expresada por la meditación silenciosa de la poética del nombre (desde donde se diseña el relato autobiográfico, las memorias, el diario y la narrativa epistolar), en contrapunto con su forma expansiva expresada por la exaltación del sujeto público y la insistencia de figuración social expositiva, la exhibición y construcción dramatúrgica y efectista de la identidad, dialéctica cuyo síntoma es el retrato, peremnización del reconocimiento, testamento gráfico.
Se fermenta, así, una nueva lógica de visibilización: secuencial, serial y escenográfica. Y su consecuente e inédito cronopaisaje identitario, otro régimen de tematización y producción del yo. Del lado de quien mira, una transición del ocultarse-mimetizarse al mostrarse-exhibirse, traducción de la economía psíquica que se moviliza de la contención hacia la impostación. Del lado de las textualizaciones de lo mirado, una transición de la exposición a la clasificación, de la disección a la diagnosis, de la visibilidad descriptiva a la visibilidad taxonómica. Y como radiación de fondo, un cambio de las temporalidades perceptuales, representativas y enunciativas: de la retro-dicción del examen hacia la predicción del pronóstico; y una mutación de las gramáticas de circulación del sentido: de la reproducción al comentario.