Estudios y Debates Pedagógicos
Recepción: 30 Septiembre 2020
Recibido del documento revisado: 04 Diciembre 2020
Aprobación: 14 Diciembre 2020
DOI: https://doi.org/10.21703/rexe.20212043ponce18
Resumen: En el presente artículo se reflexiona en torno a la importancia de valorar el lenguaje en la construcción de espacios educativos inclusivos. Tradicionalmente, estos entornos han estado caracterizados por el empleo de expresiones lingüísticas que manifiestan relaciones de distancia, dicotomías entre el acierto y el error, el apego a la estandarización de la lengua y la cultura, y, sobre todo, han promovido la unificación de variables sociales. Sin embargo, las necesidades que expresa la sociedad actual, orientan las prácticas pedagógicas hacia el desarrollo de climas de confianza y reconocimiento. En este sentido, se repasa el rol que cumple la palabra en la construcción de identidades personales y en las consecuencias (positivas y negativas) que puede tener aquella en la trayectoria educativa de niños y jóvenes en etapa de formación. El llamado es a generar conciencia respecto al impacto que tienen las elecciones lingüísticas en los vínculos gestados en la comunidad educativa y, asimismo, proponer nuevos espacios de discusión centrados en políticas públicas que demanden lineamientos para trabajar, desde el aula, el respeto a la diversidad y la coconstrucción hacia un futuro que ofrezca igualdad de oportunidades.
Palabras Clave: Inclusión, educación, aprendizaje, lenguaje, lingüística, variedad de lenguas.
Abstract: This article reflects on the importance of valuing language in the development of inclusive educational spaces. Traditionally, these environments have been characterized by the use of linguistic expressions that show distance relationships, dichotomies between success and error, attachment to the standardization of language and culture, and, above all, have promoted the unification of social variables. However, the needs expressed by today's society guide pedagogical practices towards the development of a climate of trust and recognition. In this sense, the role that the word plays in the construction of personal identities is reviewed, and the consequences (positive and negative) that it can have in the educational trajectory of children and young people in the training stage. The call is to raise awareness regarding the impact that linguistic choices have on the links developed in the educational community, and also to propose new spaces for discussion focused on public policies that demand guidelines for working from the classroom, respecting the diversity and the co-construction towards a future that offers equal opportunities.
Keywords: Inclusion, education, learning, language, linguistic, variety of languages.
1. Introducción
A dos lustros del cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), bajo la Agenda 2030, nos enfrentamos a una de las mayores crisis del último siglo provocada por la COVID-19, la que sin lugar a duda generará un impacto negativo en el desarrollo político, económico, cultural, ambiental y educativo de los distintos territorios (Beltrán y Venegas, 2020; De Sousa, 2020).
Uno de los objetivos que se ha visto afectado por la crisis actual es el ODS 4, el cual hace referencia a “garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos” (UNESCO, 2017a, p. 18). A la fecha y según datos proporcionados por CEPAL-UNESCO (2020), a mediados de mayo más de 1200 millones de estudiantes de todas las edades, habían tenido que interrumpir su proceso educativo presencial producto del despliegue de modalidades de aprendizaje virtual como medidas que evitarían la propagación del virus y la mitigación de su impacto. Esta situación, producto de la desigualdad en cuanto al acceso a oportunidades educativas por la vía digital, podría generar dificultades tanto en los procesos de socialización como de inclusión en general (CEPAL-UNESCO, 2020; Sanz, Sainz y Capilla, 2020).
Ante el panorama de complejidad actual gatillado por la pandemia, el presente artículo busca abrir espacios de reflexión y deliberación acerca de la importancia que tiene el lenguaje en la construcción de espacios educativos, sean estos virtuales y/o presenciales. En este sentido, el documento pretende concientizar sobre el impacto que tienen las elecciones lingüísticas en la disminución de las barreras que atentan contra los principios de equidad e inclusión social y cultural.
A fin de lograrlo, el documento organiza la discusión en torno a tres focos temáticos: en el primero, se analizará la inclusión como uno de los pilares fundamentales para la consolidación del sistema educativo actual. En el segundo, se repasarán los fundamentos del lenguaje humano y la relación de este con la creación social a partir de la experiencia. En el tercer tópico se relacionarán los lazos inherentes entre el lenguaje y la inclusión, siendo el primero un medio de autorreconocimiento en las comunidades de aprendizaje. Por último, se compartirán las aportaciones y conclusiones de acuerdo a lo reflexionado y se definirán algunas proyecciones que permitan abordar las demandas del sistema en acciones definidas para su mejora y progreso.
Cabe destacar que en el presente artículo se emplean de manera inclusiva los sustantivos comunes como “docente”, “estudiante”, “niño” y sus respectivos plurales, entendiendo que la marca de género gramatical no se relaciona directamente con el género biológico de los referentes animados. Esta medida ha sido adoptada para evitar posibles redundancias y dificultades en la lectura del escrito.
2. El principio de inclusión en las comunidades educativas
La Educación, entendida no solo como el proceso por el cual se aprende algo en un contexto determinado, sino más bien como un fenómeno cultural propio de cada sociedad, releva su sentido en la construcción de un entorno social en el que se reflejan distintas experiencias e intencionalidades a favor del progreso de todos los actores que conforman el sistema educativo.
Una mirada histórica sobre la educación muestra el avance hacia enfoques que la entienden como fenómeno cuya función principal involucra la superación de las desigualdades de los distintos estudiantes para avanzar hacia una sociedad más justa, equitativa y democrática (Blanco, 2006; Giménez, Ovando y Heredia, 2018; Leiva, 2019; UNESCO, 2017b; UNESCO, 2000a, 2020b). De esta manera, se entiende que la educación debe aspirar al principio de inclusión, que exige la adaptación de la enseñanza a la diversidad, comprendida ésta como el derecho que tiene todo sujeto a ser educado (Tomasevsky, 2002). En esta etapa, es el sistema educativo el que se acopla a las diferencias, habilidades y motivaciones de todos sus estudiantes y no sólo de aquellos que requieren de adaptaciones curriculares o visualizaciones psicológicas, sino como un constante ejercicio de convivencia interpersonal, donde cobran valor las diferencias a favor del aprendizaje. Esto está en correspondencia con los lineamientos que la comunidad internacional ha trazado para atender y evaluar la inclusión en la realidad educativa (UNESCO, 1990; UNESCO, 1994; UNESCO, 2000; UNESCO, 2017b; UNESCO, 2020b).
Pero más allá de los aspectos técnicos, metodológicos, que pudiera sustentar la inclusión como un eje educativo, surge la interrogante acerca de cómo es posible llegar a incorporar la inclusión en una de las raíces de la educación como experiencia que construye mundos para quienes participan en ella. La experiencia educativa en el lenguaje es una de esas posibilidades, en tanto depende de la natural interacción de una persona con su entorno, pero también de las conceptualizaciones que el sujeto reconozca en función de su propia trayectoria comunicativa.
La incorporación de la diversidad en el aula a través del lenguaje se configura como un mecanismo que impulsa mejores oportunidades para conocer y aprender sobre el mundo a través de los otros. En este ámbito de discusión, se presenta ahora un intento por argumentar favorablemente por qué es importante revalorizar el rol del lenguaje en el aula inclusiva.
La necesidad de avanzar hacia una sociedad con mayor inclusión ha implicado que el sistema educativo enfrente una serie de compromisos que garanticen aprendizajes equitativos y resguarden el derecho de niños y jóvenes de ser formados en un ambiente justo y dialogante (Ramírez, 2020; UNESCO, 2017b; UNESCO, 2020b). Sin embargo, todavía la realidad áulica demuestra que la inclusión y la valoración de la diversidad siguen siendo temas pendientes.
Hoy vemos cómo el sistema educativo formal presenta altos índices de deserción por estudiantes que han visto que dicho sistema les niega la posibilidad de construir un futuro que trabaje en base a las diferencias. Según la UNESCO (2020a), y bajo el actual contexto de crisis, la Educación Superior podría experimentar los mayores indices de abandono escolar, así como una reducción de su matrícula del orden del 3,5% (7,9 millones de estudiantes). Misma situación la experimentará la Educación Preescolar con una reducción de su matrícula en un 2,8% (5 millones de estudiantes), seguido de la Educación Secundaria con una pérdida del 1,48% del alumnado (5,7 millones), y finalmente la Educación Primaria con una reducción del 0,27% del estudiantado (5,2 millones).
La inclusión, por lo tanto, más allá de las políticas públicas generadas por los Estados, continúa buscando modos para ser visibilizada en las experiencias y dinámicas internas del sistema, en las relaciones entre los miembros de la comunidad educativa y en el desarrollo de estrategias y planificaciones que velen por su adecuada presencia en el ámbito pedagógico (Agencia de Calidad de la Educación, 2019).
Ahora bien, se deben reconocer dos focos en el tratamiento de la inclusión en el sistema educativo: la declaración y la práctica. Vecino, Jácome y Noguera (2018) reconocen que, si bien se valora positivamente la inclusión, es difícil detectar prácticas efectivas que la sitúen en un rol protagónico dentro de la sala de clases. Esta discordancia es transversal a todos los planos que componen la comunidad educativa (gestión, docencia y relaciones entre pares), por lo tanto, se debe articular el discurso con acciones efectivas que manifiesten una cultura movilizada por el respeto y la inclusión.
De acuerdo a lo planteado por la UNESCO (2017b), la superación de aquellos obstáculos que limitan la participación activa de todos los estudiantes fortalece la calidad educativa en las distintas esferas del sistema: se trabaja desde un compromiso moral, atendiendo a uno de los principales pilares de la educación, pero también desde lo social, mejorando las condiciones en la que se efectúan las prácticas de aula.
Con todo lo anterior, la inclusión educativa se posiciona como una condición fundamental para el desarrollo sostenible de las sociedades hacia la construcción de “un mundo justo, equitativo, tolerante, abierto y socialmente inclusivo en el que se atiendan las necesidades de los más desprotegidos” (UNESCO, 2020b, p. 10).
3. La representación del entorno a través del lenguaje
Las personas configuramos nuestros pensamientos mediante palabras. El orden y la distribución de estas nos permiten no solo darle sentido a la realidad que observamos (Bosque, 2018), sino también crearla y transformarla como acto comunicativo (Gama, 2018). En relación con esto, Padilla, Martínez, Pérez, Rodríguez y Miras (2008) señalan que la comunicación permite representar, interpretar y comprender la realidad, además de construir y comunicar el conocimiento, el pensamiento, las emociones y la conducta. Como afirma Marín (2007), el dominio comunicativo no sólo es la eficacia de un sujeto para comunicar su pensamiento, es también la posibilidad que tiene un sujeto de "inscribirse" en su lengua, de hacerse responsable de sus enunciados” (p. 12).
Todo lo anterior hace que el lenguaje sea catalogado como “un hecho simultáneamente biológico, social y cultural” (Ciapuscio, 2010, p. 186). El hecho biológico se justifica por la capacidad que tiene la especie humana de adquirir y decodificar las lenguas, porque, a fin de cuentas, es un órgano genéticamente definido. A su vez, lo social y cultural, determinan los estímulos del entorno que permiten la activación y desarrollo de la facultad biológica.
El órgano del lenguaje permite representar los objetos de la realidad gracias a un sistema de signos lingüísticos suficientemente complejo y regulado. Esta representación se materializa a través de las lenguas, que son sistemas de signos definidos y compartidos por grupos humanos, cuyo componente convencional aporta a la autorregulación del hablante.
En cuanto al desempeño lingüístico, los principios de recursividad y composición van conformando los usos particulares del repertorio. A este subsistema se le denomina habla, y se interpreta como la capacidad que tiene el individuo para “seleccionar y dar forma al lenguaje” (Myhill y Jones, 2015). Como el habla es particular, los repertorios son hallazgos de los intereses y experiencias de cada sujeto, lo que demuestra la complejidad y riqueza del órgano lingüístico, ya que este se va adaptando a las necesidades expresivas del individuo en razón de la realidad observable y la representación no materializada. De acuerdo con esto, Di Tullio (2010) denomina la facultad como un sistema de sistemas: los elementos de la lengua almacenan y se enlazan con otros elementos de los subsistemas lingüísticos, estableciendo relaciones jerárquicamente articuladas y con distintos grados de dependencia.
La lengua define, por medio de la expresión, las ideas, intenciones y sentimientos de los sujetos sociales (Di Tullio, 2010). En este aspecto la asociación directa entre palabra y entorno genera, en términos de Carnap (2007), un proceso dinámico conformado por vínculos intensionales y extensionales: los primeros señalan conceptos individuales y, los segundos, denotan los objetos del entorno a los que se les aplica el conjunto semántico intensional. Evidentemente, la relación entre intensión y extensión estructura la intencionalidad del lenguaje (Trigos, 2010) lo que manifiesta que todo contenido proposicional tiene un modo psicológico de ser concebido.
Ahora bien, debido a que los sistemas lingüísticos dependen en gran medida de factores sociales, culturales, políticos y geográficos, las estructuras que los conforman presentan cierta variabilidad: la lengua no es un conjunto fijo y predeterminado socialmente, es más bien, una fuente dinámica de comunicación. Los hablantes hacen uso de su lengua mediante repertorios finitos que adquieren y aprenden por medio de la interacción en comunidad. Este desarrollo es posible gracias a la regulación lingüística que permite que los hablantes apliquen la norma gramatical en cada uno de los enunciados, manteniendo así la aceptabilidad en los actos comunicativos.
Dicho todo esto, entender el lenguaje como una serie de operaciones que manifiestan las elecciones del repertorio, es también comprender que estas elecciones responden a un modelo representacional complejo e interiorizado. Probablemente por esta complejidad, como reconoce Bosque (2018), se ha extendido la creencia simplificada del uso del lenguaje, asociada a un carácter estrictamente instrumental, como si fuera un sistema externo al sujeto, sin embargo, “el lenguaje no está para ser usado. No usamos la respiración, no usamos la circulación de la sangre. Tampoco usamos el lenguaje. El lenguaje está para ser incorporado, para ser vivido, para ser escuchado, para ser entendido” (Bordelois, 2012, citado en Bosque, 2018, p. 13). Y bajo estas percepciones, el sistema lingüístico se interpreta como un conjunto que ofrece oportunidades para denominar con precisión un mundo exterior caracterizado por la diversidad situacional, social y cultural. Si el lenguaje es un elemento cohesivo que permite identificar mecanismos de exclusión o inclusión social, entonces depende del sistema educativo aprovechar las posibilidades que ofrece el sistema lingüístico.
Esta trayectoria entre sistemas (educativo - lingüístico) requiere de un abordaje consciente y recíproco: el primero (educativo) debe comprender los modos de expresión y representación del entorno a través de las convenciones de la lengua; el segundo (lingüístico) debe satisfacer los elementos que configuran los campos representacionales. Esta complejidad tiene una relación social que la origina y la proyecta, porque tal como reconoce Zullo (2013), a través del lenguaje “nos autodefinimos y negociamos nuestras posiciones con los demás” (p. 18). Ante esto, Cornejo, Ibáñez y López (2008) señalan que el significado lingüístico no puede ser recortado del contexto general de “la experiencia fenomenológica y corporal del sujeto que comprende” (p. 213), es decir, los sujetos relacionan el significado de las distintas palabras a su situación previa, siendo esta construcción del significado un proceso coordinativo, en el cual el significado global depende de un contexto específico que orienta la interpretación en un sentido particular. Esto se relaciona con una de las propiedades del lenguaje, la recursividad, caracterizada como la capacidad que tiene el hablante de vincular los datos lingüísticos del entorno no de manera aislada, sino interconectada, lo que aporta una mirada holística a los procesos de comunicación (Bosque, 2018; Di Tullio, 2010).
En consecuencia, el significado tras las palabras que forman nuestro lenguaje es una construcción dinámica, en permanente evolución y altamente sensible a las variables extralingüísticas, ya que conecta la visualización de la realidad con las necesidades expresivas que son motivo de lo que el sujeto observa y experimenta (Speranza, Pagliaro y Bravo de Laguna, 2018).
En un sentido general, se reconocen dos vertientes en el análisis del lenguaje: la primera, se vincula con el desarrollo de un sistema lingüístico de base mental, configuración que es posible distinguir tempranamente en la actuación de los niños en la etapa escolar (Cuetos, 2012; Cuetos, González y De Vega, 2015; García y Suárez, 2016; Signoret, 2009). Sobre todo, en el periodo de la primera infancia, los sujetos parecen ser bastante resistentes a la arbitrariedad del lenguaje, ya que de manera autónoma logran abstraer las reglas de su lengua y aplicarlas con total propiedad en las cadenas que emiten. Ejemplo de ello son las formas irregulares de los verbos, generación de nuevas palabras mediante la derivación morfológica, entre otros fenómenos que son fácilmente constatables en el habla infantil (D’Alessio y Jaichenco, 2016; Montiel, 2017). Estas razones demuestran que, desde muy temprana edad, los niños son capaces de comprender la lógica de su sistema y de crear actos de habla diversos (Aparici e Igualada, 2018; Fernández, 2019).
La segunda fuente de análisis (aunque no por ello desconectada de la anterior) reconoce que el lenguaje es también una manera de acceder al funcionamiento de la mente desde la experiencia (O'Connor y McDermott, 2016; Segura, 2019). En este sentido y tal como lo plantea James (1890), la configuración de los estados mentales o campos de conciencia y su permanente estado de variabilidad, propician una experiencia activa y dinámica de la persona con su entorno. Tal explicación permite vislumbrar la posibilidad de que la experiencia no solo es organizada a partir de la conducta observable (a la cual no debe circunscribirse su estudio y comprensión), sino también en la corriente de la conciencia es posible concentrarse en objetos que constituyen el foco de la experiencia, y a los que prestamos mayor atención hasta el momento en que son reemplazados por otros y pasan a situarse en los márgenes de la conciencia, donde se vuelven menos definidos.
Por otra parte, Bollnow (1974) señala que el lenguaje (la palabra) es el modo de acceder al mundo exterior: al designar objetos y personas, el lenguaje hace que estén disponibles, lo que permite estructurar el flujo de conciencia, la experiencia de una persona. El autor afirma que “nombrar es conocer” (p. 105), tal como lo haría un hablante con dominio preteórico. El lenguaje orienta y determina incluso la percepción, ya que lo que no tiene nombre, incluso al ser percibido, no existiría en sí mismo. Desde el trato práctico con el mundo surge la necesidad de discernir, de categorizar lo vivido; así se observa la capacidad de concebir en el lenguaje: crear nociones y concepciones que permiten categorizar y organizar la realidad. Por tanto es en este flujo de conciencia donde el lenguaje viene a ofrecer un elemento que estructura y relaciona la realidad y la experiencia, a un nivel ontogenético de lo humano. Ya no solo se trata de comprender el desarrollo del lenguaje; sino de entenderlo como una experiencia en sí mismo, cuya principal característica y finalidad es estructurar la experiencia del mundo, para luego impulsar la creación de este desde la palabra (Bollnow, 1974).
4. Hacia una cultura pedagógica consciente de las formas y los modos
Todo lo anterior nos permite insinuar la importancia del lenguaje como dimensión de la educación que hace posible la inclusión como principio ineludible y fundamental. Diferentes aspectos del lenguaje vinculado a sus formas (p. ej., sus características expresivas, la ventaja metafórica para modificar el significado de las palabras) hacen que la dinámica del lenguaje sea clave en el mundo educativo, en tanto permiten potenciar las capacidades no solo en teoría, o desde la atención excesiva hacia las técnicas y metodologías, sino también rescatando el valor de la experiencia lingüística de las personas en la construcción del conocimiento (Gama, 2018; Signoret, 2009; Speranza et al., 2018).
Recordemos que, dada la organización del entorno en base a las nociones y conceptos que ‘creamos’ al conocer el mundo, los estudiantes van construyendo una idea de sí mismos dirigidas, en gran medida, a partir de las emisiones lingüísticas de los docentes, y luego en base a estas ideas, seguirán construyendo una autoimagen que les permita organizar nuevas frases, teniendo como resultado lo que comúnmente se denomina “autoestima”.
Es decir, en relación con esta misma experiencia, el propio hábito lingüístico del docente se constituye como un modelo para sus estudiantes, un modo de representar con palabras el entorno y como un constante ejercicio de percepción dirigida (Errázuriz, 2017). Hemos mencionado que ante este rol de modelo competencial que asume el docente, la importancia recae en su formación lingüística, pedagógica y sociocultural, ya que la manera en la que este enfrenta el entorno comunicativo es uno de los tantos modos reconocidos para el estudiante (Durán, May y Ramírez, 2017; Sotomayor, Parodi, Coloma, Ibáñez y Cavada, 2011). En este escenario, los docentes se vuelven ejemplos, referentes de cómo utilizar el lenguaje para nominar el mundo; no obstante, bien podemos decir que son un ejemplo parcial, pues no representan todas las posibilidades lingüísticas que los estudiantes pudieran aprovechar para acceder al entorno, sino tan solo las que estos mismos adultos tienen, acotando por sí mismas el campo de conciencia que puede llegar a constituir la experiencia de éstos bajo esta dinámica.
En relación con lo expuesto, el lenguaje al interior del aula (al ser el resultado de la interacción entre las personas que comparten esa experiencia) contribuye a permear o rigidizar la experiencia ante la diversidad, mediante la construcción de categorías semánticas que definen nuestro mundo en uno u otro sentido. Es lo que ocurre con el tratamiento dado a diversas temáticas en el contexto educativo, particularmente en el institucionalizado mediante el discurso oficial (que, en su construcción, no escapa a las dinámicas y características aquí revisadas). Tómese como ejemplo cualquier termino que se utilice para definir a un grupo minoritario dentro de la población: ‘discapacitado’, ‘homosexual’, ‘etnia’ u otro de similar función. Cuando estos términos son utilizados para nominar una porción de nuestra experiencia con el mundo, se crea automáticamente una relación de exclusión con otra categoría (semánticamente distinta y -en muchos casos- opuesta a la primera), cuya relación dialógica nos permite no solo ubicarnos, sino también ubicar a otros en un sistema de referencias basado en el significado de estos términos. En consecuencia, una misma realidad puede estructurar la experiencia educativa de distintas formas, lo que debe ser interpretado por profesores y estudiantes como una nueva experiencia sociolingüística dentro de un mismo contexto. Esto abre nuevos caminos para reflejar las prácticas de aprendizaje como experiencias más diversas y más inclusivas (Leiva, 2019).
Ahora bien, ¿cómo es posible lograr aquello? Desde la lógica de la formación de nociones, esto es posible mediante la construcción de nuevos conceptos que sean capaces de integrar otros términos de amplitud menor, sin que con ello se les reste valor representacional. Así ocurre hoy en día, por ejemplo, con el concepto de diversidad, el cual apunta no solo a las diferencias que es posible verificar entre individuos (una mera variabilidad respecto de una norma), sino que apunta también a la valoración de esas diferencias como elementos que nutren y enriquecen nuestra experiencia en diferentes ámbitos, particularmente el de la educación. Cuando señalamos al inicio de la discusión, que la educación en la diversidad ha avanzado desde enfoques de integración a enfoques de inclusión, hablamos precisamente de aquello: integrar e incluir tienen alcances distintos; la integración de la diferencia no supone, en términos educativos, una real disposición a aprender de ella, ni a permitir que modifique nuestro significado del mundo. En cambio, cuando se habla de inclusión en educación (y remarcamos con las cursivas lo que en sí mismo es un acto de habla en el discurso), precisamente se orienta una filosofía y una práctica de la educación pensada en la valoración de la diferencia como elemento que enriquece los procesos de desarrollo y despliegue de la esencia misma del ser humano, apuntando a su autorrealización (O’Connor y Mc Dermott, 2016; Ramírez, 2020; Zullo, 2013).
5. Propuestas
Siguiendo los postulados de John Searle, Gama (2018) señala que “el lenguaje no es una mera copia de la realidad dada: al hablar no solo se reflejan estados de cosas, sino que se crean cosas, se instauran hechos de otro tipo que los meramente naturales, hechos institucionales que, en esencia, configuran la realidad social” (p. 132).
Entonces, si asumimos la premisa de que el lenguaje construye realidad, se debe asumir también la responsabilidad de que esa realidad integre todas las posibilidades que ofrece el lenguaje como herramienta de construcción de la misma. Y esto surge, entre otros factores, a partir de la actitud misma con que los educadores enfrentan su rol: si pensamos por un momento ser poseedores de una verdad que no admite cuestionamientos o reformulaciones, estamos dejando de lado la inclusión; mientras que, si somos cuidadosos y conscientes de que el mundo es un mundo de posibilidades, y eso se respeta en nuestra palabra, nuestros significados y por tanto, en nuestra experiencia lingüística con otros, ciertamente estaremos algunos pasos más cerca de ser parte de una educación inclusiva. Para garantizar esto, como reconoce Leiva (2019), “se requieren instrumentos de visibilización de la diversidad y la generación de espacios sociales y educativos para la construcción democrática de identidades complejas y transculturales” (p. 4).
Dicho esto, es realmente necesario que se incorporen metodologías y estrategias de trabajo en la formación de profesores, que inviten al reconocimiento de la diversidad como un escenario real y presente en todas las aulas, sean estas virtuales o presenciales. Esta realidad supone entonces, comprender, incluir y valorar no solo las manifestaciones lingüísticas de los estudiantes, sino aún más: las culturales, pues una lengua transmite cultura, y un profesor, cualquiera sea su especialidad, no puede desconocer esta relación (Speranza et al., 2018). En este sentido, la capacidad del profesorado para abrir y construir espacios de reconocimieto y valoración de la diversidad, permitirá en el estudiantado el desarrollo de la capacidad de ver el mundo desde la perspectuva del Otro, en especial de aquellos que por motivos culturales han sido representados como objetos o seres inferiores. Ante esto, es imprensindible el despliegue de contenidos reales y concretos que permitan contrarrestar los estereotipos y ajustar bajo el lente de la interseccionalidad1, las categorias semánticas ante las cuales ubicamos a aquellos considerados inferiores (Besic, 2020; Nussbaum, 2010).
Esto permite comprender con una profundidad nueva la construcción de la mismidad en el lenguaje; pero también permite sopesar las consecuencias de una actitud irresponsable sobre estos aspectos, particularmente en el contexto educativo. En consecuencia, como señalan Giménez et al. (2018), “se trata entonces de deconstruir y reconstruir las prácticas docentes en su multidimensionalidad, para ser críticamente conscientes acerca del trabajo docente y las condiciones del contexto que lo configuran (p. 272).
Cuando se olvida tener una adecuada consideración por el uso que hacemos del lenguaje, ignorando estos aspectos, se pueden cometer errores que marcarían la vida de un individuo en las formas más insospechadas. Hacerse cargo de ello sería una responsabilidad moral (y, asimismo, promover que otros también lo hagan), para convertir la educación en algo más que un mero proceso de instrucciones en información, sino en un proceso de construcción de nuestra propia esencia, con un lugar claramente activo por parte de los estudiantes, empoderándolos como enunciadores de sus propios discursos. Para lograr este propósito, se debe “construir ambientes áulicos para que el Otro se exprese, sea escuchado, se pueda escuchar y logremos que la palabra circule, forme ideas que se deconstruyan para construir nuevas ideas, superadoras, inclusoras” (Hidalgo, Mazzeo y Olmos, 2018, p. 128).
En definitiva, para generar climas inclusivos a partir del lenguaje, el profesor debe descubrir que las diferencias sociales, culturales y lingüísticas no restan, sino que conforman un aporte para la resignificación de “educar en la diversidad”. Esta transición es posible, como ya hemos perfilado, cuando el docente se posiciona como un agente intermediario entre las esferas lingüísticas que promueve la escuela y las que se configuran en los entornos inmediatos de los estudiantes. Desde esta perspectiva pedagógica se dejaría en evidencia que los vínculos socioculturales que traza la lengua son mecanismos que aportan a la construcción de trayectorias escolares permanentes y significativas.
Tomando en cuenta lo antes enunciado y como cierre de las reflexiones aquí presentadas, es que se requiere (desde una visión más macro) políticas educativas que contribuyan de manera significativa a la atención de la diversidad, las cuales surjan como un cambio ideológico institucional, en la forma de tratar las problemáticas sociales (Heras, 2009; Vecino et al., 2018). Existe la necesidad latente de llevar el discurso a la práctica: estas políticas educativas deben presentar una coherencia entre la representación declarada y la representación pragmática que se desprenden de los lineamientos curriculares y formativos. Solo así podremos valorar que el poder del lenguaje está en el propio sujeto enunciador (Bosque, 2018; Signoret, 2009).
Con políticas educativas más flexibles, que nazcan en y desde el contexto a las cuales éstas apuntan, los actores educativos (directivos, profesores, estudiantes, familias, etc.) serán siempre los principales protagonistas de su construcción.
6. Conclusiones
Preguntarse por las formas en que es posible hacer educación en un mundo diverso, implica asumir el desafío de incorporar esa diversidad en las diferentes dimensiones de la educación: cultura, política y práctica. Esto, en primer lugar, es un imperativo fundamental a nivel del propósito que tienen la labor de educar: no solo el traspaso y la reproducción de contenidos, sino que basado en ellos (pero también más allá de los mismos), interpretado este proceso como la construcción de un sistema de vida social en constante flujo y transformación, que permita “unir realidades, construir saberes colectivos y expresar múltiples lenguajes que permitan a las personas reconocerse e identificarse como miembros activos de una comunidad” (Leiva, 2019, p. 87).
En otras palabras, se trata de abordar el lenguaje desde la connotación y no solo desde lo que denotan las formas, porque entre el sentido y el significado social hay matices que el sistema educativo debe atender. Ciertamente es una tarea compleja; sin embargo, muy necesaria que debe ser asumida con seriedad. El objetivo es hacerles ver a los estudiantes que pueden “transitar con crecientes grados de autonomía [en] las experiencias formativas que se propongan” (Vecino et al., 2018, p. 74), sin que ello implique someterse o restringirse a sistemas predominantes que limiten los grados de compromiso con los que expresan y se manifiestan en el mundo.
La diversidad debe ser considerada como elemento constitutivo de la realidad educativa actual, lo que en sí mismo ya constituye un avance hacia la inclusión: dejar fuera la diversidad, por el solo hecho de ser distinta, va en contra de este principio. Incorporar la diversidad al lenguaje del espacio educativo de modo amplio, desde una mirada comprensiva y de aceptación más que en un mero cumplimiento de contenidos mínimos sin la actitud genuina de instalarla como un tema que potencia aprendizajes, desarrollo y construcción de mundo, es posible desde el lenguaje, en tanto se le considere como una experiencia que, de modo inherente, contribuye a esa construcción del entorno.
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Notas
Notas de autor
*Correspondencia: Nicolás Ponce Díaz. Correo electrónico: nicolas.ponce@uantof.cl