Investigación
Recepción: 19 Julio 2021
Recibido del documento revisado: 29 Octubre 2021
Aprobación: 08 Noviembre 2021
DOI: https://doi.org/10.21703/0718-5162202202102147017
Financiamiento
Fuente: DGAPA-UNAM-México
Nº de contrato: IG400920
Resumen: Este trabajo tiene por objetivo ofrecer una caracterización de la educación para la reducción del riesgo desastres y explorar su inclusión curricular en el Plan y Programas de Estudio de la Educación Básica en México, vigentes desde 2017. Como resultado de una revisión sistemática de la bibliografía de los últimos veinte años en este campo, se ofrece una caracterización de este tipo de educación, sus principales atributos y tendencias, y a la luz de las categorías derivadas de la literatura se analiza cualitativamente el contenido del Plan y Programas de Estudio para la Educación Básica mexicana. Se argumenta cómo en la propuesta curricular analizada, la incorporación de la educación en desastres responde a un enfoque funcionalista y neutro, que considera a la gestión de desastres y la cultura de la resiliencia desde una perspectiva mayormente psicológica, individual, no participativa, ni contextual, ni comunitaria, que traslada las responsabilidades al individuo y que se acota a la educación formal, sin articulaciones claras con actividades extracurriculares. Desde el punto de vista de la pedagogía pública, se propone repensar curricularmente a la educación en desastres como una “pedagogía del interés por lo público”, capaz de recuperar, revitalizar y transformar la vida pública desde las escuelas.
Palabras clave: Educación en desastres, pedagogía pública, cultura de la resiliencia.
Abstract: This paper offers a characterization of education for disaster risk reduction and explores its curricular inclusion in the current Mexican Basic Education Curriculum. As a result of a bibliographic review of the last twenty years, this article describes this type of education, its features and tendencies, and, in the light of these documentary categories, it qualitatively analyzes the content of the Basic Education Curriculum in Mexico. It is argued that in this curricular proposal, the inclusion of disaster education responds to a functionalist and neutral approach, which considers disaster management and the culture of resilience from a mostly psychological and individual perspective, not participatory, non-contextual, nor communitarian, which transfers responsibilities to the individual, and that it is limited to formal education without clear articulations with extracurricular activities. From the point of view of public pedagogy, it is proposed to rethink disaster education in the curriculum as a "pedagogy in the interest of publicness" capable of recovering, revitalizing, and transforming public life in schools.
Keywords: Disaster education, public pedagogy, culture of resilience.
1. El problema: el antropoceno y la educación en desastres
En el contexto actual, posterior a la pandemia del COVID-19, enfrentamos un escenario de incertidumbre y vulnerabilidad en el que persisten las amenazas de nuevas pandemias que se suman a los riesgos catastróficos asociados a la crisis climática y a las consecuencias imprevistas de los desarrollos tecnocientíficos actuales.
Los tiempos que vivimos configuran la llamada época del Antropoceno, cuyos orígenes se remontan a 1780 y se agudizan en 1950, con el desarrollo e intensificación de las actividades industriales y de consumo (Hauberg-Lund, 2019). El término “Antropoceno” fue introducido en el 2000 por Crutzen y Stoermer (2000) para designar “el papel central de la humanidad en la geología y ecología” (p. 17), y para visibilizar los muchos efectos antropogénicos, científicamente documentados, que ocasionan daños sobre la biosfera y el clima terrestre. Desde 2011, el uso de este término ha crecido considerablemente en la literatura científica, para hacer referencia a la época geológica más reciente en la historia de la Tierra, caracterizada por la supremacía tecnológica y el dominio de los seres humanos sobre todas las demás formas de vida en el planeta, con el riesgo creciente de extinción masiva y las consecuencias fatídicas para la biosfera que atestiguamos en el presente y que se proyectan para las próximas décadas (Hauberg-Lund, 2019).
El Antropoceno es la época en la que una sola forma de vida, la humana, está exterminando al resto de las especies y recursos, poniendo en peligro su propio sustento, al agotar las condiciones mínimas para su propia supervivencia y reproducción; es una época que, de acuerdo con Hauberg-Lund (2019), condensa por un lado, la explosión demográfica y la aceleración, el impacto y el consumo exponencial de recursos (por ejemplo, de combustibles fósiles, fertilizantes, agua, entre otros), y por el otro, las implicaciones que estas presiones tienen sobre el planeta y la vida humana (como son, por ejemplo, la degradación de la biosfera, la acidificación de los océanos, el aumento de la temperatura terrestre, entre otras), que en conjunto se traducen en eventos climáticos y desastrosos cada vez más recurrentes, tales como “…las sequías, las inundaciones, los incendios forestales, los tornados y ciclones…” (Petrie et al., 2020, p. 166).
El Antropoceno deja de manifiesto que los seres humanos no solamente establecemos relaciones intersubjetivas, esto es, de unos con otros, sino que también establecemos relaciones interobjetivas, es decir, conformamos y dependemos de profundas relaciones e interdependencias con el entorno y con los recursos naturales, procesos y objetos no-humanos con quienes interactuamos y nos relacionamos socio-ecológicamente (Bengtsson, 2019). Estas interacciones también han aumentado la percepción y la aparición de nuevos riesgos, amenazas y peligros, que se viralizan a través de los medios digitales, provocando intensos debates políticos y científicos sobre sus causas y consecuencias, y una infodemia que se ha convertido también en una característica distintiva del siglo XXI.
Estos riesgos, asociados a peligros ambientales, están dejando de ser entendidos como eventos externos -naturales- a la sociedad, para ser comprendidos como manufacturados y producidos por las acciones y decisiones humanas, especialmente por el modelo económico prevaleciente y las diferentes formas de intervención humana en el planeta y la vida silvestre (Pietrocola et al., 2021). El cambio climático, el calentamiento global, los incendios, las explosiones y derrumbes de estructuras, las pandemias, así como los como terremotos, tifones, tormentas y olas de calor, son ejemplos de riesgos que se perciben como problemas locales (pues varían ampliamente entre comunidades), pero que se viven al mismo tiempo como asuntos globales (por ejemplo, el caso de la pandemia por COVID-19, o los incendios e inundaciones cada vez más recurrentes en simultáneo en diferentes puntos del planeta). Tales riesgos guardan relaciones causales con prácticas humanas, pues resultan de la rápida industrialización, urbanización y concentración de la población, así como de la intensificación de actividades como la deforestación, la sobreexplotación de recursos, el comercio de la fauna silvestre, entre otras (Seo et al., 2021).
Si para desarrollar sus funciones, la educación como proceso social responde siempre al contexto social, histórico, cultural, político y económico en el que tiene lugar, es indudable que el Antropoceno exige la configuración de nuevas prácticas pedagógicas que permitan a las sociedades responder a las condiciones y necesidades concretas del entorno, superar la actual crisis planetaria y navegar entre los riesgos de desastres que la nueva normalidad nos impone de manera extraordinaria (Lysgaard et al., 2019a).
Diversas pedagogías, conocidas como neopedagogías (Alzate, 2013), se han desarrollado para hacer frente a las complejidades y vulnerabilidades sociales, ambientales, culturales, que hoy acontecen y que configuran escenarios de incertidumbres. Así podemos nombrar a las pedagogías salvajes (wild pedagogies) (Jickling et al., 2018); las pedagogías queer (Ocampo, 2018); las pedagogías oscuras (dark pedagoguies) (Lysgaard et al., 2019b); las pedagogías para la sustentabilidad (Alonso-Sainz, 2021), y en suma, a todos aquellos nuevos planteamientos pedagógicos que revitalizan la reflexión en torno a la educación, los sujetes educables y las condiciones para orientar el proceso educativo en tiempos de posmodernidad. Estas pedagogías emergen como respuestas a los cambios en el mundo contemporáneo y todas y cada una representan el esfuerzo por rediseñar nuevas prácticas pedagógicas capaces de redirigir y potenciar los procesos de socialización, cualificación y subjetivación necesarios para vivir en los llamados contextos VUCA, acrónimo que hace referencia a la volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad (Bennett y Lemoine, 2014), características de los sistemas sociales, ecológicos, políticos y económicos contemporáneos.
De acuerdo con Hauberg-Lund (2019), la crisis planetaria actual demanda adoptar una pedagogía de la vulnerabilidad y del riesgo, en la que los seres humanos trasciendan las visiones antropocentristas, desarrollen procesos socioecológicos de cualificación, socialización y subjetivación, y asuman sus limitaciones (ecológicas, sociológicas, económicas, ontológicas, entre otras), así como su ser intrínsecamente vulnerable y co-constituido con el entorno. En la mirada de Petrie et al. (2020), necesitamos desarrollar y aprender nuevas prácticas de educación, fundamentadas en lenguajes innovadores, manifestadas en formas transformativas de trabajo educativo, que reescriban nuevos tipos de relaciones intersubjetivas e interobjetivas, de respeto y solidaridad. Según estos autores, es apremiante imaginar para las próximas generaciones nuevas culturas de racionalidad socioambiental, nuevas economías productivas y sostenibles, nuevas formas de vida pública, comunitaria y política, justas y democráticas, y esto requiere de redefinir los conocimientos y prácticas que hoy resultan necesarios en la educación (en los planes de estudio, en todos los niveles de escolaridad, desde la educación infantil hasta la educación postsecundaria, superior y profesional, así como en los ámbitos de la educación informal, formal y no formal), para alcanzar y mantener este horizonte futuro, partiendo de nuestras circunstancias actuales. En este abanico de posibilidades se ubican las pedagogías de la emergencia y del riesgo, y en particular, el objeto de estudio de este escrito: la llamada educación para la reducción del riesgo de desastres.
2. Objetivos y metodología
Este trabajo tiene por objetivo ofrecer una caracterización de la educación para la reducción del riesgo desastres y explorar su inclusión curricular en el Plan y Programas de Estudio de la Educación Básica en México. Las preguntas de investigación que sirvieron de base para desarrollar el presente artículo de corte exploratorio fueron: ¿Cómo se define y qué rasgos caracterizan a la educación para la reducción del riesgo de desastres? ¿Cómo se educa en desastres y cuál es su relevancia para la actualidad? ¿Cómo se aborda la educación para la reducción del riesgo de desastres en la educación básica en México? ¿Qué aspectos de la propuesta oficial mexicana podrían ser susceptibles de replanteamiento para la mejora y fortalecimiento de este tipo de educación?
Para responderlas se realizó una revisión sistemática de la literatura especializada en la conceptualización de la educación en desastres con el fin de identificar las principales categorías que caracterizan a este tipo de educación, sus enfoques y tendencias. Posteriormente se llevó a cabo un análisis de contenido del documento curricular oficial desarrollado por la Secretaría de Educación Pública (SEP, 2017), “Aprendizajes clave para la educación integral: Plan y Programas de Estudio para la Educación Básica”, que contiene el plan y los programas de estudios para la Educación Básica en México, esto es, la dosificación de contenidos de primaria y secundaria, así como los organizadores y aspectos curriculares necesarios para que los estudiantes logren los aprendizajes clave establecidos en este documento. Este análisis de se llevó a cabo con el apoyo de Atlas.Ti 8, usando las categorías teóricas derivadas de la investigación conceptual previa acerca de la caracterización del campo de la educación en desastres.
Una revisión sistemática provee una síntesis racional de la investigación básica publicada en torno a una pregunta formulada con claridad, y que se responde a través de una búsqueda y revisión bibliográfica, que se lleva a cabo de acuerdo con un conjunto de lineamientos o etapas sistemáticas que facilitan las tareas de identificación, selección y valoración crítica de las publicaciones relevantes en torno a dicha pregunta (Beltrán, 2005). Para la búsqueda sistemática de bibliografía sobre la definición y caracterización de este tipo de educación, se siguieron los lineamientos de Beltrán (2005) y de Medina et al. (2010). La revisión documental tuvo como preguntas-guía: i) ¿cómo se ha conceptualizado la educación para la reducción de riesgos de desastres?; ii) ¿cuáles son sus principales características o atributos?; iii) ¿cuáles tensiones teóricas están presentes en la definición de esta educación?
La búsqueda se realizó en la base de datos ERIC, elegida por su accesibilidad, su cobertura internacional y de diversas editoriales, y su foco en el campo de la educación. En dicha búsqueda se acotó la fecha de publicación a un periodo de entre 2002 y 2021, se filtró el tipo de publicación para incluir únicamente libros y artículos revisados por pares, y no se filtró un área particular de búsqueda o nivel educativo, para no acotar las posibilidades de encontrar publicaciones de interés. Se buscaron los siguientes términos clave, utilizando comillas para precisar la búsqueda: “disaster education”; “disaster risk reduction education”; “resilience education”; “preparedness education”; “DRR education”; “emergency education”.
Se localizaron 199 registros de documentos con potencial interés. A partir de la lectura de los resúmenes se valoró y depuró este primer conjunto, con el fin de profundizar en el análisis de solo aquellos documentos que incluían una referencia explícita a la conceptualización y/o caracterización de la educación para la reducción del riesgo de desastres. Se descartaron los artículos duplicados y aquellos que en las revisiones no incluían en el resumen alguna de las palabras clave y/o sus combinaciones y/o que no abordaran en su contenido alguno de los elementos focales de la revisión: a) una conceptualización de la educación en desastres; b) una caracterización o descripción de este tipo de educación; c) tensiones teóricas en la delimitación de este campo. Como resultado de esta selección quedaron 34 documentos.
La información de los documentos seleccionados se sistematizó en una matriz elaborada en Microsoft Excel a partir de la cual se interpretaron los hallazgos y se derivaron categorías primarias a ser aplicadas en el subsecuente análisis curricular. La matriz elaborada contenía los siguientes campos: año de publicación; autor(es); título del artículo; revista; resumen; definición de educación en desastres; principales características atribuidas a esta educación; problematización en torno a esta educación; otros conceptos/categorías relevantes.
Por su parte, de acuerdo con López (2002), Varguillas (2006) y San Martín (2014), el análisis de contenido es una técnica de investigación que permite la descripción sistemática y cualitativa del contenido manifiesto o implícito en alguna(s) fuente(s) textual(es), y en la(s) que el(la) investigador(a) asume creativamente la responsabilidad de interpretación. Para el presente análisis, se realizó un proceso interpretativo de corte exploratorio y no conclusivo acerca del documento curricular citado, en cinco diferentes etapas analíticas, no lineales y recursivas: i) selección de unidades de análisis dentro del documento programático curricular; ii) codificación de las unidades seleccionadas a la luz de las primeras categorías previamente identificadas en la revisión de la literatura; iii) contrastación entre unidades y categorías e identificación, construcción y denominación de nuevas categorías; iv) comparación y reducción de unidades pertenecientes a cada categoría para establecer relaciones entre ellas; v) interpretación analítica y descripción de los hallazgos (Varguillas, 2006).
Para la categorización se definieron tres grandes ejes analíticos a partir de los cuales se codificó y sistematizó la información curricular con el objeto de darle sentido a la luz de una conceptualización amplia de lo que es (y se considera deseable) para una educación en desastres en el complejo contexto contemporáneo. Estos ejes se ilustran en la Figura 1: 1) las propiedades del plan de estudios en donde se aborda el tema de la educación para la reducción del riesgo y que conforman las unidades contextuales del análisis (1.1 nivel educativo en que está presente; 1.2 campo de conocimiento, eje o asignatura; 1.3 temática en que se aborda; 1.4 objetivos o contenidos de aprendizaje propuestos); 2) las propiedades o atributos actualmente reconocidos en la literatura revisada para la educación en este campo y que configuran los atributos clave para su conceptualización más amplia y comúnmente aceptada (2.1 su corte práctico y a lo largo de toda la vida; 2.2 su carácter articulador de los ámbitos formal, informal y no formal de educación; 2.3 su carácter didácticamente versátil; 2.4 su expresión sociocultural, participativa y comunitaria; y, 2.5 su orientación crítica y socialmente transformativa), y; 3) las propiedades o atributos que permiten ubicar a la educación en desastres dentro de la tipología de pedagogía pública desarrollada por Biesta (2012), la cual fue identificada por Kitagawa (2021) como un marco interpretativo robusto y necesario para comprender y mejorar la educación en desastres en sus ámbitos formal, no formal e informal.
La Figura 1 muestra la red de relaciones construida entre las categorías derivadas de la revisión bibliográfica y la estructuración de hallazgos y sobre la cual se desarrolla la discusión. La revisión sistemática de información bibliográfica describe un conjunto de características para la educación en desastres que permite asociarla con lo que Biesta (2012) califica como una pedagogía de y en el interés de lo público. En tensión y contradicción con estas propiedades consensuadas de la educación en desastres, se encontró como resultado central de esta aproximación exploratoria, la presencia en el documento curricular de una conceptualización acotada y cuestionada de la misma, que contradice sus principales atributos, respondiendo a una educación de corte individualista, psicologista, que naturaliza al riesgo de desastre y cuyo tratamiento educativo es predominantemente de tipo vertical, no participativo, funcionalista, en tanto que no busca la transformación social de fondo y no propicia los vínculos entre lo escolar y lo extraescolar en el diseño de acciones para la prevención y gestión de los riesgos.
Los hallazgos de este estudio exploratorio se organizan de acuerdo con la siguiente lógica: En la primera parte se presentan y describen los rasgos más importantes, identificados en la literatura, que definen a la educación para la reducción del riesgo de desastres, y a partir de estos, se ubica y caracteriza a este tipo de educación como una práctica de pedagogía pública. Se distinguen las tres expresiones que la pedagogía pública puede adoptar, y se abordan sus ventajas, limitaciones y aportaciones en la construcción de lo público. Posteriormente se presentan los resultados del análisis de contenido del Plan y Programas de Estudio para la Educación Básica en México (SEP, 2017), que muestran cómo se aborda la cultura de prevención de riesgos de desastres y/o de resiliencia en la educación formal mexicana, subrayando sus oportunidades para configurar una educación en desastres más apegada a una pedagogía pública de mayor potencia para reactivar la vida pública, y de urgente necesidad dados los riesgos de desastre (por terremotos, huracanes, inundaciones, incendios forestales, erupciones volcánicas, entre otros) que se han identificado como más recurrentes en el territorio mexicano. Finalmente, a partir del análisis de contenido del documento curricular y de manera preliminar y exploratoria, se ofrecen algunos elementos para argumentar que el abordaje de este tipo de educación en el Plan y Programas de Estudio de la Educación Básica en México responde a un enfoque funcionalista, neutro, despolitizado, que considera a la gestión de desastres y la cultura de la resiliencia desde una perspectiva psicológica, individual, no participativa, ni contextual, ni comunitaria, que traslada las responsabilidades al individuo y que se acota a la educación formal, sin articulaciones claras con actividades extracurriculares que potencialmente se pueden desarrollar en la educación no formal e informal vinculada a este campo.
En suma, desde el análisis de una pedagogía pública, se sostiene que la educación para la reducción de riesgos de desastres se aborda en la educación básica formal mexicana, como una “pedagogía para el público”, distanciada de lo que Biesta (2012) caracteriza como una “pedagogía en el interés de y por lo público”. Esto permite concluir que la educación en desastres representa no solo un campo de investigación educativa de gran potencialidad parta entender el papel de la pedagogía en la esfera pública en un contexto de riesgos catastróficos propios del Antropoceno, sino que es también un campo socioeducativo que, en un contexto de enormes vulnerabilidades como el de México y otros países de la región latinoamericana, ofrece oportunidades para fortalecer los vínculos de las escuelas con las comunidades locales y con la sociedad en su conjunto, así como para revitalizar el papel activo de todas las personas en la articulación de intereses comunes a partir de la pluralidad y para la toma democrática de decisiones ante riesgos de desastres. En otras palabras, comprendida como pedagogía pública, la educación en desastres configura un campo socioeducativo poco aprovechado como catalizador y transformador de la vida pública en los tejidos comunitarios del contexto mexicano.
3. Educación para la reducción del riesgo de desastres: características y tendencias
La educación juega un papel fundamental en la gestión de desastres; con ella es posible generar capacidades de prevención y de repuesta, creando comunidades con una cultura local de seguridad (Seo et al., 2021). Dado que los riesgos y las amenazas crecen y se diversifican en todo el mundo, y dado que las catástrofes, más que excepcionales, son parte de la vida cotidiana (Lorenzo et al., 2019), la educación en desastres es cada vez más importante (Kitagawa, 2021).
La educación para la reducción del riesgo de desastres (disaster risk reduction o DRR, por sus siglas en inglés), se basa en la convicción de que vivimos en un estado permanente de incertidumbre, por lo que se requiere de desarrollar una actitud constante de estar preparado para los riesgos y desastres, disposición que debe reforzarse continuamente mediante actividades educativas (Benadusi, 2014). A pesar de que el espacio pedagógico para preparar al público para los desastres es muy amplio y cada vez más necesario y urgente, dada la crisis del Antropoceno, hay pocos textos que se ocupen directamente de la educación en desastres; entre ellos, destacan los trabajos de Shaw et al. (2011), Preston (2012) y Dufty (2020).
Aunque en la actualidad es poco investigada (Kitagawa, 2021), se comienza a publicar sobre esta educación desde el 2002 (Seo et al., 2021) y a partir del 2010 adquiere mayor visibilidad internacional (Shah et al., 2020). De carácter inter y transdisciplinaria, algunos sinónimos de este tipo de educación son “educación en desastres”, “educación sobre desastres”, “educación en caso de desastres”, “educación sobre el riesgo de desastres”, “educación para la prevención”, “pedagogía de la preparación”, “educación para la preparación”, “educación para la resiliencia”, “educación en emergencias”, entre otros (Kitagawa, 2017; 2021).
Entre los términos asociados a la educación en desastres se encuentran, según Benadusi (2014) y Shah et al. (2020), los de resiliencia, emergencia, preparación y riesgo, cuyo uso se ha vuelto progresivamente estandarizado y acrítico. Por preparación se entienden los conocimientos y capacidades de los gobiernos, las comunidades y las personas para prever, responder y recuperarse de los desastres (UNISDR, 2017). Por emergencia, Kagawa (2005) entiende a los desastres naturales (por ejemplo, terremotos, erupciones volcánicas, inundaciones, meteoros, sequías) y sociales, es decir, las crisis provocadas por los seres humanos (por ejemplo, guerras, conflictos internos, genocidios, terrorismo, peligros industriales, químicos, armas biológicas, radiológicas, nucleares y explosivas), algunas de las cuales son silenciosas y crónicas (como la pobreza, las pandemias o las migraciones masivas). En cuanto a la definición de desastre, Preston (2012) advierte que no se trata solo de una categoría técnica, sino que es una categoría política y socialmente construida, que varía a lo largo de la historia y las culturas. Un desastre implica una discontinuidad con las relaciones sociales anteriores (Preston, 2012): “…la irrupción de un evento físico que afecta profundamente la vida estable, ordenada y predecible de los seres humanos…” (Lorenzo et al., 2019, p. 15).
Para la UNISDR (2017), un desastre es una “disrupción grave del funcionamiento de una comunidad o sociedad en cualquier escala debida a fenómenos peligrosos que interaccionan con las condiciones de exposición, vulnerabilidad y capacidad” (p. 13). Los desastres naturales y sociales están estrechamente interrelacionados, pues ambos son producto de la actividad humana, es decir, en todo desastre natural también hay implicada una dimensión antropogénica (Dufty, 2020; Kagawa, 2005), por lo que es más útil clasificar los desastres en función de su riesgo en cada comunidad, que en su distinción social/natural (Preston, 2012), pues “…no es la naturaleza la que determina una calamidad […] sino que los riesgos provienen, están constituidos de circunstancias humanas. Dicho de otro modo, están construidos histórica y socialmente…” (Lorenzo et al., 2019, p. 16).
El riesgo de desastres de una comunidad es factor, a su vez, de la exposición, la amenaza, la vulnerabilidad y la capacidad (HCCREMS, 2014; UNISDR, 2017). La exposición es el grado en que las personas, las viviendas, las capacidades y las infraestructuras, en virtud de su ubicación física, se ven afectadas negativamente o amenazadas por un evento extremo; por su parte, la amenaza es aquel proceso o fenómeno que puede ocasionar daños a una comunidad; la capacidad son las fortalezas, atributos y recursos disponibles dentro de una comunidad para reducir los riesgos de desastres; mientras que la vulnerabilidad es la susceptibilidad o propensión de poblaciones particulares a sufrir los efectos de las amenazas o los impactos negativos de un desastre como resultado de sus condiciones, características o capacidades (sociales, físicas, económicas, ambientales) (HCCREMS, 2014; UNISDR, 2017). La vulnerabilidad y la capacidad son un producto histórico de procesos socioeconómicos caracterizados por la injusticia y la exclusión social que aumentan la susceptibilidad de una comunidad al impacto de los peligros, por lo que el análisis y la gestión de desastres debe implicar siempre la atención a las distintas formas de violencias directas, estructurales y culturales que están en juego (Dufty, 2020; Kagawa, 2005). Desastres similares pueden ocasionar consecuencias y daños muy diferentes dependiendo de las vulnerabilidades de cada localidad. Entre los indicadores de vulnerabilidad de un grupo social se encuentran, por ejemplo, el aislamiento social, la falta de acceso a la comunicación, recursos materiales limitados (HCCREMS, 2014). Para Kitagawa (2021), el desastre es el costo de los fracasos en el desarrollo, en tanto que la injusticia y la desigualdad producen una marginación que obliga a ciertos grupos de personas a ser vulnerables a desastres sociales y naturales.
Ahora bien, mediante la investigación documental emprendida fue posible identificar que la educación para la reducción del riesgo de desastres se caracteriza por los siguientes cinco atributos principales: 1) es una educación práctica y a lo largo de toda la vida; 2) es articuladora de los ámbitos formal, informal y no formal de educación; 3) es didácticamente versátil; 4) es sociocultural, participativa y comunitaria; y, 5) es crítica y socialmente transformativa. Asimismo, se trata de una práctica educativa que puede ubicarse como ejemplo de la llamada “pedagogía pública”.
3.1. Carácter práctico y a lo largo de toda la vida
De acuerdo con Preston (2012), la educación para la reducción de desastres es un área nueva de investigación en el campo educativo, que incluye iniciativas basadas en la escuela, campañas públicas de información, aprendizaje comunitario, educación de adultos y cultura popular, así como la confluencia de recursos TIC y actividades transmediales mediante las que circulan y se construyen nuevas narrativas acerca de los riesgos y desastres. Es una formación que prepara para las emergencias y que se caracteriza como una forma de aprendizaje a lo largo de la vida, que se desarrolla con un enfoque centrado en lo comunitario y lo local (Seo et al., 2021). Se trata de una educación de corte práctico (Shaw et al., 2011), que parte de un problema común de seguridad colectiva, enfatiza el compromiso cívico con la seguridad personal y colectiva, y promueve la cooperación comunitaria para resolver dicho problema y responder ante diversos riesgos (Kagawa, 2005).
De acuerdo con Shaw et al. (2011), las habilidades mínimas que se buscan desarrollar a través de esta educación son: 1) la capacidad individual y colectiva de actuar en la preparación y mitigación de desastres; 2) la capacidad de protegerse de los desastres y hacer frente a una etapa post-desastre; 3) la capacidad de rehabilitar áreas afectadas por desastres y reconstruir áreas seguras; y, 4) la capacidad de ayudar voluntariamente a otras personas para estar seguras.
La educación en desastres comprende la investigación local y permanente sobre los riesgos de desastres de una comunidad, para elevar los niveles de conciencia de sus residentes y el desarrollo de sus capacidades de respuesta. En tal sentido, conlleva la organización y materialización colectiva de programas y planes de gestión de riesgos, para que todos los miembros de una comunidad puedan participar activamente y comprometerse con el proceso general de manejo de desastres (Seo et al., 2021). Para Kitagawa (2021), en función del eje temporal en que la educación para desastres se lleva a cabo, se puede distinguir entre la educación realizada en tiempos habituales, en contextos previos al desastre (y que es bastante común en países y regiones propensas a ciertos desastres), y aquella que se lleva a cabo en tiempos inusuales, o sea, durante y/o después de un desastre. Esta clasificación va de la mano con el “ciclo de gestión de desastres” cuyas fases son: mitigación/prevención, preparación, respuesta y recuperación/reconstrucción (Dufty, 2020; UNISDR, 2017). Las primeras dos fases se ubican en contextos pre-desastres o anticipatorios, mientras que las últimas fases se dan en contextos de desastre y restaurativos o post-desastre. Para Shaw et al. (2011) y Dufty (2020), la educación en desastres debería ser un proceso continuo y a lo largo de todo el ciclo, y no solamente eventual y ligada a una sola acción o conducta aislada a emprender durante o después de un desastre, como por ejemplo, evacuar. Más aún, las relaciones entre vulnerabilidad, riesgo y desastre exigen que la educación en desastres enfoque sus esfuerzos más al contexto de mitigación y prevención, y no solo al de respuesta y recuperación, pues las vulnerabilidades pueden determinarse y atenderse desde antes de que los desastres ocurran (Kitagawa, 2021).
Al estar estrechamente relacionada con la vida de las personas, en términos de que estas se ubican siempre en un espacio y son parte de una sociedad sujeta a mayores o menores riesgos y vulnerabilidades, la educación en desastres no solo desarrolla relaciones pedagógicas simples limitadas al triángulo didáctico tradicional, sino que promueve complejas relaciones pedagógicas reflexivas que se establecen entre la escuela, la comunidad, el entorno socionatural, el Estado y las organizaciones de la sociedad civil (Preston, 2012). Para Kitagawa (2017; 2021), esta educación es parte de los aprendizajes a lo largo de la vida y no debería considerarse como una actividad separada de la vida cotidiana, sino integrada a todas las actividades del día a día, bajo el concepto japonés de “preparación para la vida diaria [seikatasu bosai]” (Kitagawa, 2017, p. 2).
3.2. Carácter articulador entre la educación formal, no formal e informal
Por sus ambientes y modos de enseñanza y de aprendizaje, Shaw et al. (2011), Dufty (2020), Kitagawa (2021) y Seo et al. (2021) distinguen entre la educación para desastres en los ámbitos formal, no formal e informal, en función de si está institucionalizada, acreditada o prescrita. En lo general, es un tipo de educación que acontece y articula los tres ámbitos y cuya población objetivo ha sido principalmente el público en general, y con menor frecuencia los grupos vulnerables de una comunidad (HCCREMS, 2014). Este rasgo articulador permite vislumbrar para el caso de México, la importancia que tiene el espacio designado como “Autonomía Curricular” dentro del Plan y los Programas de Estudios para la Educación Básica (SEP, 2017), el cual ofrece enormes oportunidades para el desarrollo y cultivo de la educación en desastres, entrelazando lo formal, lo informal y lo no formal.
Algunos países como Nueva Zelanda, China, Japón y México han incorporado la educación en desastres en su curriculum y como parte de la educación formal, esto es, institucionalizada, intencional, planificada e impartida por los sistemas educativos públicos y privados. En el caso de la educación no formal, esta se caracteriza por ser también institucionalizada, intencional y planificada, pero es impartida por algún proveedor educativo alternativo o complementario al formal (Shaw et al., 2011); se pueden ubicar aquí distintos seminarios, talleres, cursos cortos sobre reducción de desastres, ofrecidos por actores educativos como las organizaciones de la sociedad civil en temas de desastres (Kitagawa, 2021). Finalmente, la mayor parte de la educación en desastres parece ejecutarse en el ámbito informal, es decir, es intencional y deliberada, pero no institucional, por lo que suele ser menos estructurada y social o familiarmente dirigida, a lo largo de la vida, y ya sea en el lugar de trabajo, la comunidad local, la familia, los medios, los clubes de ciencia, los museos o los memoriales, entre otros sitios (Kitagawa, 2021; Shaw et al., 2011).
De acuerdo con Seo et al. (2021), la educación en desastres se ha desarrollado comúnmente en una dirección muy vinculada a las características particulares de los desastres más recurrentes en una región, aunque es mayormente una educación que se enfoca a la preparación ante desastres naturales (inundaciones, tifones, sismos), que sociales (incendios provocados, conflictos bélicos, entre otros).
3.3. Carácter didácticamente versátil
La educación para los desastres se imparte de diversas formas y haciendo uso de una amplia gama de estrategias y herramientas pedagógicas, no reducidas al método bancario-informativo. Cada vez más tecnologizada, se apoya en medios y recursos educomunicativos como, por ejemplo, infografías, cortos de cine, avisos y sirenas de advertencia, televisión y radio, redes sociales, mensajería de teléfono celular, drones, entre otros (Preston, 2012).
De acuerdo con Seo et al. (2021), es una educación muy contextual, que con frecuencia recurre a métodos constructivistas de aprendizaje, incluyendo estudios de casos, escenarios de riesgos, storytelling, juego de roles. Desde el análisis de Benadusi (2014), esta educación da preferencia a técnicas de aprendizaje basadas en la experiencia y orientadas a la acción, que permitan a las personas desarrollar una mayor conciencia de los riesgos y un conocimiento técnico de los desastres, así como identificar las amenazas potenciales en su contexto local y las posibles soluciones para mitigarlas. Se incluyen así, simulaciones, juegos, observación y escenarios de la localidad, coproducción de mapas de riesgo (White y Haughton, 2017) y otros diseños educativos de corte práctico.
Preston (2012) clasifica las estrategias pedagógicas más frecuentes de la siguiente manera: i) Bancarias: construidas sobre la base de instrucciones didácticas o imágenes que se comparten y distribuyen en el contexto del aula o en el hogar para producir una conciencia de la posibilidad de una crisis; ii) De construcción de kits para resguardarse: diseñadas sobre la base de lema “hágalo usted mismo”, son aquellas que brindan orientación para ayudar a los individuos a construir sus propios refugios y equipos de supervivencia; iii) De preparación afectiva: diseñadas en torno al principio de que la gestión emocional es clave en toda preparación, más allá de los procesos o habilidades conductuales necesarias para la sobrevivencia; iv) De aprendizaje familiar y comunitario: hacen uso de las estructuras sociales existentes como palancas pedagógicas, por ejemplo, la división del trabajo por género o por edad, promoviendo relaciones intergeneracionales (Shaw et al., 2011); v) De perfomance o interpretativas: que utilizan técnicas dramatúrgicas, como por ejemplo, realizar simulacros o ensayos de una emergencia potencial para rutinizar, familiarizar y moldear reglas de comportamiento predeterminadas en los individuos y familias; vi) De contextos no formales e informales: tienen lugar en espacios fuera de las escuelas (Sandlin et al., 2010), y en dominios particulares de la cultura popular en la forma de alertas y rutinas de seguridad, mensajes de advertencia, manuales de supervivencia personal, entre otros.
Estas últimas pedagogías inmersivas y fuera del ámbito formal son, según Preston (2012), un indicativo de una sociedad totalmente pedagogizada, en donde el aprendizaje sobre riesgos, desastres y seguridad se lleva a cabo en todo momento y lugar. Para este autor, este conjunto de estrategias permite pensar a la educación en desastres como una forma de pedagogía pública, en tanto su despliegue en la esfera pública. Sin embargo, como se verá más adelante y siguiendo a Biesta (2012), las pedagogías públicas también pueden ocurrir en contextos formales, y no se limitan solo a lo informal o no formal; lo público también se construye desde la escuela.
3.4. Carácter sociocultural, participativo y comunitario
Para Shaw et al. (2011), la eficacia de la educación en desastres está asociada a la participación de todos los miembros de las comunidades y su alcance no puede limitarse únicamente a los estudiantes matriculados en la educación formal. De aquí que entre los rasgos que mejor la describen destacan su carácter comunitario, participativo y contextual, pues esta educación refleja siempre las características de la región, incluidas tanto la historia de desastres de la región, como las experiencias de desastres vividas por sus residentes y sus familias. Se ha documentado que la experiencia real de un desastre motiva a las personas a participar en acciones de educación en desastres (Kitagawa, 2021). El compromiso cívico es central en este tipo de educación para desarrollar un ecosistema de prevención, y estar conscientes e identificar aquellos desastres que ocurren con mayor frecuencia en las comunidades, reconocer riesgos y facilitar la interacción, la participación y la comunicación entre las personas de una comunidad (Dufty, 2020; Seo et al., 2021).
Benadusi (2014) describe cómo, históricamente, las actividades de la educación en desastres se dirigían casi exclusivamente a bomberos, fuerzas policiales, voluntarios de defensa civil, personal de la Cruz Roja, trabajadores humanitarios, funcionarios, o técnicos gestores de riesgos, siguiendo un modelo de arriba hacia abajo (top-down), en el que estos sectores ofrecían a las familias y comunidades campañas informativas, por medios impresos y tradicionales para promover la seguridad nacional y la defensa o protección civil. No obstante, a partir de 1990, la orientación cambió y se incorporó un enfoque integrado, basado en el desarrollo de conocimientos científicos y en un modelo de desarrollo de capacidades desde abajo hacia arriba (bottom-up), para reforzar una forma de resiliencia ejecutada por los mismos individuos y miembros de familias y comunidades (Benadusi, 2014; Shaw et al., 2011). Este enfoque se consolidó con el Marco de Acción de Hyogo 2005-2015 (UNISDR, 2005), un documento crucial para las políticas y prácticas actuales de este tipo de educación, y adoptado durante la Conferencia Mundial sobre Reducción de Desastres de 2005, en Japón, en donde se establece que los desastres pueden reducirse sustancialmente si se educa a la población.
En consonancia con este cambio de enfoque de la educación de desastres, Preston (2012) distingue un tránsito que va de un discurso sobre “seguridad nacional”, que primó en el pasado en países como Estados Unidos, hacia una presencia global cada vez mayor de nociones como “la resiliencia” y “la preparación”. Según este autor, la resiliencia se ocupa de reunir los recursos y capacidades para sobrevivir a un desastre, mientras que la preparación implica la vigilancia y las habilidades de planificación y de anticipación para afrontar una crisis. Estos términos han ido cambiando de significado, desplazando la responsabilidad desde el Estado, propia de un concepto como “seguridad nacional”, hacia un énfasis cada vez más pronunciado en la familia o el individuo atomizado; mientras que en el primer caso los individuos están al servicio de la nación y confían su supervivencia al Estado, en la preparación y la resiliencia, el individuo incorpora los valores del Estado, haciéndose cargo de sí mismo (Benadusi, 2014). El creciente uso de la palabra “cultura”, como indica Benadusi (2014), acompañado de términos como seguridad, riesgo, resiliencia, preparación, da cuenta también de otro cambio cualitativo en la concepción de los riesgos y los desastres: su distancia creciente de la mirada tecnocéntrica. Hablar de cultura implica incorporar procesos de construcción social, así como factores culturales como los conocimientos y lenguas locales, las prácticas culturales, cosmovisiones y representaciones sociales que en cada contexto se tienen acerca de los desastres y riesgos. En este sentido, se reconoce cada vez más que las estructuras sociales y culturales son igualmente importantes que los factores físicos y tecnológicos a la hora de planificar respuestas eficaces y estrategias de prevención y gestión del riesgo, y esta tendencia debería tener un correlato en la educación en desastres.
En un sentido similar al de Preston (2012), Benadusi (2014) identifica dos tendencias que acompañan al surgimiento de esta llamada “cultura de la resiliencia”, concebida como aquella que reemplaza el miedo por una mayor conciencia y aceptación del estado de inseguridad y que se desarrolla a partir del conocimiento común de experiencias previas sobre desastres que permiten a los individuos salvar su propia vida bajo el lema “protéjase usted mismo de los peligros” (Benadusi, 2014, p. 176). Una primera tendencia, según Benadusi (2014), es la creciente participación local y comunitaria, que pone mayor atención hacia las fases de prevención y mitigación de riesgos que anteceden al desastre, disminuyendo el énfasis a las fases de emergencia postdesastre. Esto ha dado pie a que las estrategias de gestión de desastres se estén complementando cada vez más con estrategias adaptativas anticipatorias, fundamentadas en la construcción de una cultura de preparación en contextos propensos a desastres. Una segunda tendencia, siguiendo a Benadusi (2014), consiste en el desarrollo de estrategias educativas de reducción de desastre que enfatizan cada vez más el papel activo de los ciudadanos, y la apuesta a sus propias capacidades de recuperarse, adaptarse y sobrevivir, pero con la correspondiente reducción de la implicación de las instituciones del Estado. Es decir, se transita desde la nación como responsable de la seguridad hacia el individuo y su familia, o de “la gobernanza a través de la responsabilidad pública”, como la caracteriza Benadusi (2014, p. 177), hacia la “gobernanza a través de la responsabilidad de los niños”. En este cambio, es protagónico el papel de la educación en desastres, y su implementación desde las edades más tempranas, porque con ella se garantiza la redistribución temprana de responsabilidades sociales y la consecuente omisión o ausencia del Estado en proporcionar soluciones de fondo y transformadoras de la vulnerabilidad (Kagawa, 2005).
En tal sentido, advierte Benadusi (2014), la resiliencia puede convertirse en un amortiguador que compensa la ineficiencia institucional e impide diseñar soluciones transformadoras de las vulnerabilidades y riesgos de desastres, absolviendo a las instituciones públicas del fracaso en temas de seguridad y gestión ante desastres, al transferir esta responsabilidad a la población, a quien a su vez considera un público lego y deficitario en el conocimiento de los riesgos de desastre de su comunidad (Dufty, 2020), y responsable de recuperarse y salvaguardarse a sí mismo.
Estas tendencias quedan capturadas en las distintas conceptualizaciones de la noción de resiliencia. Shah et al. (2020) distinguen al menos cuatro conceptualizaciones de la resiliencia en el campo de la educación en desastres: i) psicológica: que considera la resiliencia como rasgo, capacidad o atributo individual que puede desarrollarse y nutrirse y que incluye rasgos personales como tener esperanza, propósito, competencia social, habilidades para resolver problemas, regulación emocional, sentido de futuro; ii) biológica: que comprende a la resiliencia como capacidad de un ecosistema o de los sistemas adaptativos complejos para absorber los choques, adaptarse y mantener el funcionamiento; en esta concepción es importante distinguir entre la idea de “recuperarse de” (esto es, salir de una crisis y que todo siga como antes del desastre), y “recuperarse mejor” (en donde la salida de la crisis es transformativa y ya no se regresa al estado inicial, sino a uno mejorado); iii) de gobernanza neoliberal: que convierte a la resiliencia en una herramienta para lograr que los individuos acepten la incertidumbre y el riesgo de vivir como condiciones inevitables del statu quo, omitiendo el cuestionamiento y la responsabilidad sobre las causas de su mayor vulnerabilidad; iv) ecológica: que reconoce la incertidumbre de los sistemas complejos, pero subrayando las oportunidades para la agencia, la autorreflexión, el cambio y el aprendizaje, lo que implica un compromiso crítico y transformador de las vulnerabilidades. Las conceptualizaciones que parecen dominar en la actualidad son la psicológica y la de gobernanza neoliberal, en tanto que estas sintetizan la tendencia hacia recargar en los individuos la capacidad de resiliencia, sin posibilidades de transformar las inequidades y vulnerabilidades subyacentes a los riesgos de desastres.
3.5. Carácter crítico y socialmente transformativo
Es importante señalar que ninguna de las pedagogías de preparación y gestión de los desastres y emergencias podría ser considerada neutral en términos político-sociales. Como advierte Preston (2012), las modalidades pedagógicas son una forma de control simbólico y, por lo tanto, del proceso de producción y reproducción social, económica y cultural, pues se dirigen a configurar y distribuir formas de conciencia, identidad y deseo, y por consiguiente, son formas de reforzar y configurar subjetividades e identidades. La educación en desastres debería considerarse, en consecuencia, siempre ligada a categorías políticas y sociales, además de vinculada a las pedagogías críticas, pues mediante estas se puede normalizar, reforzar debilitar, exacerbar, crear y/o reproducir desigualdades y exclusiones sociales, por un lado, y por el otro, se pueden cuestionar y/o transformar distintos estructuras y sistemas de opresión (por género, pertenencia cultural, clase social, entre otros). De esta manera, es posible distinguir entre al menos, dos tipos de educación para desastres: i) una educación que crea y reproduce injusticias sociales y culturales, y ii) una que las cuestiona y las transforma (Preston, 2012).
Esta posición es compartida por Benadusi (2014), para quien la difusión acrítica de una educación para los desastres y una cultura de la resiliencia puede tener el efecto de reproducir las desigualdades preexistentes y de terminar absolviendo a las instituciones públicas de sus responsabilidades en un período creciente de "capitalismo de desastres" (Klein, 2008, citado en Benadusi, 2014, p. 174), trasladando estas responsabilidades (a través de la educación) hacia las comunidades y poblaciones locales. De aquí que no sea lo mismo pensar la resiliencia como la capacidad de una comunidad para recuperarse, reanudando su funcionamiento normal, a que esta recuperación sea transformativa, capacidad que se conoce como “resiliencia transformadora”, la cual representa dar un paso adelante en la mejora de las condiciones de vida de dicha comunidad y la oportunidad de producir cambios sustantivos y positivos (Benadusi, 2014).
Los discursos de educación sobre desastres se imbrican así, con distintas categorías de desigualdad, sea en términos de género (donde, por ejemplo, se hipermasculiniza la sobrevivencia); de heteronormatividad (en donde, por ejemplo, se impone una visión de familia nuclear convencional y heterosexual); o de clase social (en donde, por ejemplo, se enfatiza la sobrevivencia de las élites, mediante los recursos y estereotipos que se consideran necesarios para sobrevivir), entre otros (Preston, 2012). Relacionar a las pedagogías críticas con las pedagogías del riesgo de desastres podría permitir configurar una alternativa para lograr que la educación en desastres sea más equitativa y sensible a las luchas políticas más amplias, en términos de las representaciones, imágenes y narrativas dominantes de esta educación y sus sesgos ideológicos, pero también en términos de cómo se identifica, caracteriza y gestiona un desastre y quiénes participan en este proceso, si el desarrollo de esta educación se despliega vertical u horizontalmente, si convoca al diálogo, al codiseño, a la participación amplia y comunitaria.
4. La educación en desastres como pedagogía pública
De acuerdo con Kitagawa (2021), la educación para la reducción de desastres puede ubicarse dentro del campo de la “pedagogía pública”. Este término apareció en 1894, aunque se desarrolló hasta los 1960, y a partir de 1990, con los estudios culturales, se ha ampliado su uso para referirse a las variadas formas, procesos, lugares de educación y del aprendizaje más allá o fuera de la escolarización (Sandlin et al., 2011), que incluye museos, cultura popular, internet, activismo, movimientos sociales de base, acciones de los intelectuales públicos, entre otros (Kitagawa, 2017). También puede entenderse por pedagogía pública aquella actividad educativa que tiene lugar en discursos y espacios extrainstitucionales que amplían y desintitucionalizan las conceptualizaciones tanto de la enseñanza como del aprendizaje (Sandlin et al., 2011) y que vinculan a la cultura, el aprendizaje y el cambio social (Sandlin et al., 2017).
En el mapeo realizado por Sandlin et al. (2011), la investigación sobre pedagogía pública se ha desarrollado en torno a cinco categorías en las que se exhiben las funciones pedagógicas de lo público: a) ciudadanía dentro y fuera de las escuelas; b) cultura popular y vida cotidiana; c) instituciones informales y espacios públicos; d) discursos culturales dominantes; y, e) intelectualismo público y activismo social. De acuerdo con Biesta (2012) y Sandlin et al. (2017), en todas ellas se muestra cómo los medios, la cultura y la sociedad funcionan como fuerzas educativas, esto incluye a las prácticas artísticas, los movimientos sociales, la literatura, los discursos dominantes de las políticas públicas, las bibliotecas, monumentos, zoológicos, museos, parques y demás sitios de la esfera pública en donde circula la cultura, que operan pedagógicamente, enseñándonos ciertas maneras de ser, actuar y pensar. Para ampliar este alcance, Biesta (2012) propone entender por pedagogía pública a todas aquellas intervenciones educativas de corte más programático y de responsabilidad común, promulgadas en el interés de revitalizar la calidad pública de los espacios de encuentro social y de la unión o los vínculos humanos.
Preston (2012) fue el primer autor que vinculó la pedagogía pública con la educación de desastres. De acuerdo con este autor, las señales de advertencia, los folletos de seguridad, el currículum, la radio y las redes sociales que hablan sobre desastres, además de transmitir información, implican aprendizajes, en tanto que instan a una población a pensar en qué hacer, cómo actuar y responder en caso de desastre. En tal sentido, la educación en desastres es al mismo tiempo pedagógica que pública, porque enseña a movilizar afectos (dimensión emocional), conducir comportamientos (dimensión conductual) y operacionalizar las cogniciones (dimensión cognitiva), de manera politizada, pues distribuyen desigualmente responsabilidades entre el público. Para Biesta (2012), las intervenciones educativas en el marco de acción de la pedagogía pública tienen la capacidad de contribuir a la revitalización de lo público, proceso que hace posible reactivar las condiciones de una vida humana activa y en común con los otros, y por consiguiente, de (re)construir la esfera pública.
Biesta (2012) distingue entre tres expresiones de una pedagogía pública en función de cómo se desarrolla la acción pedagógica y del papel que juega el pedagogo como conductor del trabajo educativo intencionado, así como también por la manera en que se construye lo público, como un espacio de interacción social y de acción humana:
Una pedagogía para el público: es la forma más convencional y visible de educación de desastres, que refiere a modelos dirigidos por la autoridad, y orientados hacia el público. Esta forma pedagógica es instructiva, y el papel del docente o pedagogo (que puede ser el estado o alguno de sus agentes) es instruir acerca de cómo comportarse adecuadamente en el momento de un desastre, y reconocer los comportamientos adecuados y esperados mediante un sistema de recompensas (premios y sanciones). La principal limitante de esta pedagogía pública es que contribuye a borrar la pluralidad y la diferencia, socavando las condiciones para la política y la libertad, pues no hay apertura para construir juntamente con otros lo público, como un espacio de libertad y acción humana, en donde pluralmente se construyen soluciones para reducir los riesgos de desastres (Kitagawa, 2017). En palabras de Biesta (2012): “…tan pronto como borramos la pluralidad privamos a otros de sus acciones y de su libertad, y como resultado nos privamos de la posibilidad de actuar […] nuestra libertad está interconectada con la libertad de los otros…” (p. 688); y el dominio público es justamente en donde esta libertad puede aparecer y en donde toma lugar la polis, como el espacio en el que juntos actuamos, hablamos y vivimos, en presencia unos de otros, acordando qué hacer ante un desastre.
Una pedagogía del público: se centra en el aprendizaje más que en la instrucción o capacitación, y se lleva cabo mediante procesos y prácticas democráticas, en los que el pedagogo es nombrado por el público (por lo que puede ser un líder comunitario o un experto), e interpreta el papel de facilitador. No hay prescrito un currículum, pero sí un conjunto de acuerdos sobre el contenido y estrategias educativos, sobre el desarrollo de planes de acción comunitaria ante desastres. Se trata de una pedagogía participativa y comunitaria en donde la pluralidad es valorada, así como también el proceso de aprendizaje político colectivo que surge a partir del “estar juntos” en pluralidad. La principal limitante de este enfoque es que los problemas políticos y democráticos, como son los de la gestión de desastres, son reemplazados con problemas de aprendizaje, lo que se traduce en la asignación de nuevas responsabilidades individuales o comunitarias acerca de los desastres, y el consecuente abandono institucional o renuncia estatal de la responsabilidad en materia de gestión y reducción de riesgos (Kitagawa, 2017).
Una pedagogía en el interés de lo público: es una forma alternativa que trabaja en el entrecruce de la educación y la política, que pone su foco en el interés de y por lo público. Esto significa un interés por crear la cualidad pública del “estar juntos” y la posibilidad de que los actores y los eventos se vuelvan públicos (Biesta, 2012; Kitagawa, 2021); es decir, que se hagan al mismo tiempo: a) de interés general o utilidad común a todos, por sobre los intereses particulares; b) accesibles, distribuidos y disponibles para todos; y, c) visibles y manifiestos para todos (Rabotnikof, 2008).
De acuerdo con Biesta (2012), hacerse público se refiere a lograr formas de estar juntos, en donde la acción es posible y la libertad aparece, esto significa que se construyen acciones comunes que requieren no tanto de crear una base común que borre los disensos (Masschelein y Simons, 2015), sino de crear entendimientos, decisiones, juicios y deliberaciones, preservando las distancias propias de una pluralidad de perspectivas, que en sus diferencias logran articular un interés en un mundo común. El agente educativo en esta alternativa es alguien que interrumpe, no que instruye, ni que facilita, sino que mantiene abierto el disenso y las oportunidades para construir lo público, que por definición, es heterogéneo, plural y diverso. Esta interrupción puede hacerse mediante un evento, una experiencia o un objeto “fuera de lugar” (Biesta, 2012, p. 694) (por ejemplo, arte público, performances, simulación de escenarios de desastres imprevistos, visita de un geomóvil, entre otros), generando una dinámica educativa mucho más interactiva y políticamente dinámica, en la que no hay una forma de instrucción que le indique a una comunidad qué hacer o ser, ni tampoco hay modos ejemplares de proceder que deben imitarse o conocimientos que se consideran necesarios sin importar las condiciones contextuales de una comunidad, sino que se abren oportunidades para la interacción social y la construcción conjunta de acciones colectivas de salvaguarda para todos, y no para unos cuantos miembros de la sociedad [que son generalmente, los más privilegiados, como lo ha mostrado Preston (2012)].
En la caracterización que hace Kitagawa (2017) de esta tercera expresión pedagógica, destaca el hecho de que al dejar de ser instructiva o facilitadora, esta pedagogía es más activista, experimental y demostrativa (Biesta, 2012), que busca desarrollar formas alternativas de ser y hacer y de actuar en concierto, permitiendo oportunidades para establecer relaciones públicas en pluralidad.
Mientras que en las pedagogías para y del público prima un proceso de transmisión de información y de construcción racional-cognitiva de conocimiento, en la pedagogía en el interés de lo público se establecen procesos afectivos intersubjetivos e interobjetivos, de negociación, relacionalidad e interdependencias (Sandlin et al., 2017). Las prácticas pedagógicas en el interés de lo público se dirigen a construir nuevas maneras de vivir juntos (intersubjetividad) y con los seres, objetos, eventos y recursos naturales (interobjetividad), o en otras palabras, permiten crear lo común, el espacio de la vida colectiva, de las relaciones sociales y de la producción compartida de valores comunes (Timmermann, 2019). De acuerdo con Kitagawa (2017), no hay muchas iniciativas a nivel mundial sobre educación de desastres que sean acordes a esta categoría de pedagogías en el interés de lo público, aunque destaca como ejemplo, el sistema de “preparación para la vida cotidiana [seikatsu bosai]” (p. 9) promovido por un grupo de investigadores en educación para la preparación en Japón.
Para Biesta (2012) debemos aspirar a construir pedagogías públicas instaladas en la última alternativa para recuperar lo público, pues “…ya no se trata de enseñar a las personas lo que deben ser, ni sobre exigirles que aprendan…” (p. 685), sino que se trata de formas de interrupción que mantienen la oportunidades para reactivar lo público. En la perspectiva de Kitagawa (2017), la educación en desastres requiere la combinación de las tres formas de pedagogía pública: instrucciones dirigidas por el estado, aprendizaje individual facilitado y actividades cívicas de actuación conjunta. Según este autor, no se trata necesariamente de evolucionar hacia el tercer modelo, sino de equilibrar los tres en función de las particularidades de cada contexto. Kitagawa (2021) argumenta que los grados de participación y niveles de compromiso difieren según el contexto, los objetivos planteados por la comunidad para este tipo de educación y las capacidades de dicha comunidad, por lo que en algunos contextos se puede requerir el alcance superficial de una “pedagogía para el público”, mientras que en otros será necesario el alcance más profundo de una “pedagogía del público” y “del interés de lo público”; en suma, apunta Kitagawa (2017), las pedagogías de los desastres requieren de las tres formas de pedagogías públicas.
Ahora bien, ¿de qué manera se incorpora la educación en desastres en los planes de estudio de la educación básica en México? ¿cuáles categorías de las anteriormente descritas presenta? ¿a qué tipo de pedagogía pública responde? En lo que sigue se presentan los resultados del análisis de esta propuesta curricular.
5. Resultados del análisis curricular de la educación en desastres en México
Para comprender los retos que enfrenta la educación en desastres en México, uno de los principales antecedentes lo constituye el trabajo de Dettmer (2002), quien analizó el papel del sistema educativo formal en el desarrollo de una cultura de la prevención de desastres, la cual comenzó a fomentarse en el país, posterior a los sismos ocurridos en territorio mexicano en 1985.
Este autor considera que la subcultura del desastre es uno de los componentes de la cultura dominante que sintetiza la adaptación cultural usada como recurso para enfrentar amenazas recurrentes. A pesar de que esta subcultura requiere del sistema educativo para su desarrollo, este no ha podido consolidar su papel potencial ni ser aprovechado adecuadamente en México porque enfrenta algunos obstáculos. Entre estos: la desvinculación entre las políticas de prevención y mitigación de desastres, las políticas educativas y los aprendizajes promovidos en el sistema educativo; el desconocimiento del potencial del sistema educativo para conformar esta subcultura por parte de la comunidad educativa y de las autoridades tanto locales como nacionales; la falta de comunicación entre los especialistas en educación y los expertos en materia de riesgos y desastres; contenidos insuficientes en los planes de estudio en torno a las actividades económicas e industriales que impliquen riesgos para las personas, además de contenidos insuficientes sobre las nociones científicas básicas y características sociales, culturales, geográficas, meteorológicas, volcánicas, productivas de cada región, susceptibles a riesgos de desastre. Para el autor la conformación de esta subcultura requiere de un mayor acercamiento del sistema educativo con las instituciones y organismos oficiales o privados encargados de la gestión del riesgo en este país, así como de la actualización de los libros de texto, la creación de nuevas carreras en el nivel superior y la incorporación en los planes y programas de estudio de contenidos y asignaturas teóricas y prácticas sobre estos temas (Dettmer, 2002).
Similarmente, luego de los sismos de 2017 ocurridos en México, el Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina y El Caribe (CREFAL), la Secretaria de Educación Pública (SEP), la Oficina en México de la Organización de los Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI), el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) y la Secretaria de Educación Pública del Estado de Puebla llevaron a cabo el seminario “Aprender de los Desastres: Educación en Situaciones de Emergencia”, con el fin de revisar y discutir sobre las buenas prácticas y lecciones aprendidas de las acciones realizadas por parte del sector educativo en los lugares afectados por esto sismos. En este seminario, realizado en Puebla (México), se presentaron recomendaciones para incorporar la prevención del riesgo al currículo, según las necesidades y contextos específicos de cada área. Se consideró que la educación para la prevención y gestión del riesgo de desastres puede ser incluida de manera transversal en todo los niveles, dentro del ámbito propuesto de “Autonomía Curricular” y que además puede beneficiarse de la elaboración de materiales didácticos diversos. En este seminario igualmente se reconoció que los planes escolares de emergencia no son considerados procesos participativos y por tanto, se abordó la importancia de la participación de los diversos actores de las comunidades escolares en la prevención de desastres y la reducción de los riesgos; asimismo se consideró relevante la necesidad de generar programas actualizados y participativos para la formación docente y el resto de los actores de las comunidades (CREFAL, 2018).
Los resultados exploratorios del presente estudio, derivados del análisis de contenido del Plan y los Programas de Estudio para la Educación Básica vigentes en México (SEP, 2017), reiteran parte de estas recomendaciones: no hay contenidos curriculares suficientes, ni un tratamiento de la temática acorde a una pedagogía en el interés de lo público, y la conceptualización del riesgo de desastres no está alineada a las características más relevantes de su actual conceptualización en la literatura.
Como parte del análisis de contenido se encontró que dentro del Plan y los Programas de Estudio para la Educación Básica vigentes en México (SEP, 2017), la palabra “desastre” aparece 4 veces, la de “resiliencia” 5, la de “vulnerabilidad” 6, la de “emergencia” 1, y la de “riesgo” se menciona en 50 ocasiones.
La palabra emergencia se incluye dentro de los aprendizajes esperados en la asignatura de Lengua Materna, de primer grado de primaria, en donde se especifica la importancia de que el estudiante aprenda sus datos personales “…para estar preparado ante cualquier emergencia o contratiempo…” (SEP, 2017, p. 191). Esta preparación mínima en comunicación para evitar una situación de riesgo personal también está presente en los aprendizajes esperados de la materia de Lengua Extranjera (inglés) de quinto y sexto de primaria y de segundo de secundaria, en donde se espera que los estudiantes produzcan o escriban instrucciones, ante una situación de riesgo personal (primaria) o derivada de un fenómeno natural (secundaria).
Por su parte, la palabra “desastre” se incluye directamente en los Programas de Estudio de tercer grado de primaria, dentro de la asignatura de Historias, Paisajes y Convivencia en mi Localidad, y en Geografía de primaria y secundaria. La asignatura Historias, Paisajes y Convivencia en mi Localidad, de tercero de primaria, contribuye a que los estudiantes “… desarrollen su identidad y sus capacidades para explorar la diversidad natural y cultural del entorno, reconozcan cambios en la vida cotidiana del lugar donde viven; se relacionen de manera respetuosa con otras personas y valoren la importancia de organizarse para proponer acciones a problemas comunes…” (SEP, 2017, p. 345). Para lograrlo la asignatura atiende a tres ejes temáticos “¿Cómo somos?”, “¿Dónde vivimos?”, y “¿Cómo nos organizamos?” (SEP, 2017, p. 347) y es en el segundo eje, acerca de dónde vivimos, en donde se espera que los estudiantes reconozcan que los cambios en el entorno o medioambiente en donde viven, ocasionalmente, han vuelto necesario llevar a cabo “…acciones de prevención de accidentes o de desastres…” (p. 347). Vale la pena destacar que estos cambios ocurridos en su localidad se conciben como “consecuencia de fenómenos naturales” (p. 349) y se sugiere que el profesor destine dos semanas para que los estudiantes investiguen estos cambios, identifiquen “… los principales riesgos en el lugar donde vive y las medidas para prevenirlos…” (p. 351) y relacionen esto con la prevención de desastres, en aras de fortalecer “…una cultura de prevención de riesgos en los lugares en los que viven, indagando sobre ellos, las medidas para su prevención y realicen acciones de difusión de estas…”. (p. 349).
En el caso de la asignatura de Geografía, uno de sus objetivos es que los estudiantes logren “…asumir y fomentar formas de vivir como ciudadanos comprometidos con la sustentabilidad, la prevención de desastres y la convivencia intercultural, conscientes del efecto de sus acciones en el mundo en el que viven…” (SEP, 2017, p. 420), en tal sentido se espera que los estudiantes, al abordar temas como la migración, la desigualdad, los problemas ambientales, la prevención desastres, los conflictos territoriales y el consumo responsable, desarrollen progresivamente actitudes y valores para ser conscientes de sus roles y responsabilidades.
Es importante precisar que la palabra “desastre” no aparece como contenido específico dentro de los programas de estudio, (a diferencia de la palabra “riesgo” que está mayormente referida como contenido curricular), pero sí como concepto dentro de los objetivos y el enfoque pedagógico de la materia de Geografía; y dentro de los organizadores curriculares y las orientaciones didácticas, en el caso de Historias, Paisajes y Convivencia en mi Localidad.
En cuanto a la palabra “riesgo”, la propia SEP (2017) lo incluye en su glosario definiéndolo como: “…Probabilidad de ocurrencia de daños, pérdidas o efectos indeseables en personas, comunidades o sus bienes como consecuencia de eventos o fenómenos, también considera la vulnerabilidad y el valor de los bienes expuestos...” (p. 670). A lo largo del documento oficial su uso es multívoco, pues en diversas ocasiones se le utiliza para referir a la condición de muchos estudiantes dentro del sistema educativo mexicano (estudiantes en riesgo ya sea de rezago, de no lograr los aprendizajes esperados, de fracaso, de no tener una vida productiva y plena o estudiantes que viven en situación de riesgo, que corren el riesgo de perder su lengua o identidad), y cuya identificación es clave como parte de un sistema de alerta temprana que busca la detección de estos casos para intervenir y lograr la permanencia del estudiando, mientras que en otras ocasiones el término refiere al riesgo como contenido específico de aprendizaje.
En este último caso, de interés para este estudio, el riesgo se incluye como contenido específico en las asignaturas de Conocimiento del Medio, Ciencias Naturales y Tecnología, Geografía, Formación Cívica y Ética, todas estas dentro del área de formación académica de “Exploración y Comprensión del Mundo Social y Natural”, y también se le incluye en las asignaturas de Educación Socioemocional y Educación Física, dentro del área de “Desarrollo Personal y Social”. A pesar de atravesar prácticamente todas las asignaturas (a excepción de Matemáticas, Artes y Lenguaje y Comunicación), no se le incluye en el espacio llamado “Autonomía Curricular” [que comprende a su vez, dos áreas: Conocimientos Regionales (que permite que los estudiantes amplíen sus conocimientos sobre la cultura, tradiciones locales y estimula el desarrollo de proyectos de interés regional); y Proyectos de Impacto Social (que buscan fortalecer el vínculo de las escuelas por medio de proyectos que benefician a sus comunidades, donde los alumnos participan activa y responsablemente)]. Esta omisión es relevante en la medida en que uno los rasgos más sobresalientes de una educación en desastres para ser eficaz, es su carácter contextual y participativo, ligado estrechamente a las características de una comunidad (geográficas, ambientales, topográficas, sociales, culturales, económicas, entre otras) y a la implicación activa de sus residentes en la elaboración y puesta en acción de planes de gestión de riesgos de desastres.
Como parte de la asignatura de Conocimiento del Medio, se espera que el docente apoye a los alumnos para identificar riesgos en donde viven y reconocer acciones básicas de prevención, por ejemplo, participando en simulacros de sismos en la escuela o sabiendo qué hacer en sus hogares ante una inundación. Sin embargo, solo en preescolar se incluyen contenidos que explícitamente abordan los riesgos, pero dentro del tema de Cuidado de la salud, en donde se espera que el estudiante aprenda las “…reglas de seguridad y evite ponerse en peligro al jugar y realizar actividades en la escuela…” (SEP, 2017, p. 339), y que identifique “…zonas y situaciones de riesgo a los que puede estar expuesto en la escuela, la calle y el hogar…” (p. 339).
Este vínculo de la prevención del riesgo con el área de la salud también se conserva en las asignaturas de Ciencias Naturales y Tecnología, en Formación Cívica y Ética, en Educación Socioemocional y en Educación Física. En la primera, el riesgo está presente en tercero y sexto de primaria, dentro del tema de Sistemas del Cuerpo Humano y Salud, y asociado a una valoración del “…funcionamiento integral del cuerpo humano, para mantener la salud y evitar riesgos asociados a la alimentación, la sexualidad y las adicciones…” (p. 358). Los aprendizajes esperados en torno a los riesgos se reducen a “…reconocer medidas para prevenir el abuso sexual, como el autocuidado y manifestar rechazo ante conductas que pongan en riesgo su integridad…” (p. 374) y a “…conocer y explicar los riesgos para la salud de consumir alimentos con alto contenido de grasas, del alcoholismo y del tabaquismo…” (p. 377). Mientras que, en Formación Cívica y Ética, el riesgo se le aborda en sexto de primaria y segundo de secundaria, dentro del eje de Conocimiento y Cuidado de Sí, dirigido a fortalecer la identidad de los estudiantes, como personas dignas, valiosas y sujetos de derechos para participar en el cuidado de su salud y la prevención de riesgos. Así, en primaria se espera que el estudiante pueda “… analizar situaciones de riesgo para protegerse ante aquello que afecta su salud e integridad…” (p. 450), y en secundaria que valore “… su responsabilidad ante situaciones de riesgo y exija su derecho a la protección de la salud integral…” (p. 451).
Si pensamos en la amplitud social, comunitaria y educativa que abarca el desarrollo de una cultura de prevención y gestión de riesgos de desastres, sería importante, por un lado, ampliar el espacio curricular dedicado a los riesgos en las asignaturas de Conocimiento del Medio, Ciencias Naturales y Tecnología y Formación Cívica y Ética, para más grados escolares; por otro lado, sería muy importante no reducir el sentido de la cultura de prevención y reducción de riesgos a solamente acciones de cuidado personal de la salud y derecho a la salud integral. Los riesgos, como se describió en los apartados precedentes, están asociados al contexto comunitario y de vulnerabilidad (social, económica, ambiental, cultural) de donde se sitúa la escuela, y su identificación y sobre todo, su prevención, mitigación y gestión (Shaw et al., 2011), comprende el análisis de diversos factores contexto-específicos que rebasan el ámbito de la salud.
Ahora bien, en lo referente a la asignatura de Geografía, los riesgos se estudian en el eje de Naturaleza y Sociedad, dentro del tema de Riesgos en la superficie terrestre. Este tema se aborda de cuarto a sexto de primaria buscando lograr aprendizajes que van desde reconocer qué acciones seguir ante diferentes tipos de riesgos locales y nacionales y la importancia de la acciones de prevención de desastres en América, distinguiendo los factores que inciden en las situaciones de riesgo de diferentes países del mundo, a nivel primaria, hasta analizar los riesgos de desastre en relación con los procesos naturales y la vulnerabilidad, en primero de secundaria.
Es interesante también observar los verbos que condensan los aprendizajes esperados en torno a la cultura de prevención de riesgos en el plan de estudios, y que son: i) reconocer, ii) identificar, iii) conocer, y luego iv) valorar y v) analizar comparativamente diferencias entre lugares. En esta lista no está presente algún verbo que dé cuenta de recuperar la experiencia previa a nivel sociocomunitario, o de planear y emprender acciones individuales y colectivas, o de construir, elaborar, cuestionar, discutir, debatir medidas y acciones sobre cómo actuar públicamente (o “en común”) para identificar y gestionar algún riesgo en las comunidades donde viven los estudiantes, y a lo largo de todo el ciclo (esto es, mitigar, prevenir, prepararse, responder, recuperarse y reconstruirse).
En Educación Socioemocional y Educación Física, se conserva este enfoque psicológico, cognitivo e individual del riesgo, asociado al desarrollo biopsicosocial de los estudiantes en la adolescencia, y los riesgos se abordan desde un enfoque de regulación emocional, que incluye “…la tolerancia a la frustración, el manejo de la ira, la capacidad para retrasar gratificaciones…” (SEP, 2017, p. 669). Esta regulación emocional provee de herramientas que previenen conductas de riesgo, como por ejemplo “…el uso y abuso de sustancias tóxicas, el involucramiento en situaciones de violencia o delincuencia, el uso inapropiado de redes sociales, la falta de cuidado de su salud física y emocional, el rompimiento de reglas o normas de convivencia, entre otros…” (SEP, 2017, p. 528), y no como un tema de corte social, comunitario, político, vinculado a las desigualdades y violencias estructurales que se reflejan en la infraestructura de las escuelas u hogares de la comunidad en donde viven los estudiantes, las actividades humanas y las relaciones intersubjetivas e interobjetivas que establecen los miembros de cada comunidad, entre ellos y con el entorno inmediato y que hacen a cada localidad diferente en su grado de vulnerabilidad a riesgos de desastres y emergencias, tanto sociales como naturales. Similarmente, en Educación Física, el riesgo está asociado con el cuidado del cuerpo (a través de la alimentación y de la actividad física), y a la evitación de conductas personales de riesgo, y en educación primaria se establece como propósito “… demostrar y distinguir actitudes para preservar su salud mediante la práctica de actividades físicas y la toma de decisiones informadas sobre hábitos de higiene, alimentación y prevención de riesgos…” (SEP, 2017, p. 584).
La Figura 2 muestra la nube de palabras a las que se asocia la incorporación curricular de la educación para el riesgo dentro del documento curricular analizado. Destacan términos como el de “salud” (18 repeticiones), “situaciones” (12), “instrucciones” (9), “cuerpo” (8), “emociones” (8), “conductas” (8), “personal” (7), que en conjunto denotan una orientación sanitaria, psicologista e individual del riesgo ante la cual, las mejores acciones para hacerle frente serán del tipo “seguir instrucciones”, cuidando las conductas y las emociones personales, justo como lo sugiere una “pedagogía para el público”. Al margen queda la posibilidad de una construcción democrática, colectiva, horizontal, intra y extraescolar de planes para identificar, gestionar y reducir los riesgos presentes en la comunidad, y que sientan oportunidades para la construcción de lo público.
Este enfoque sanitario del riesgo, individual y cognitivo, se refleja también en el uso de las nociones de resiliencia y vulnerabilidad en el Plan y Programas de Estudio de la Educación Básica. La resiliencia se define en este documento como “capacidad que tiene una persona o un grupo para recuperarse frente a la adversidad” (SEP; 2017, p. 670), y se considera necesaria para “…sobreponerse a las dificultades…” (p. 539), y salir fortalecido de una adversidad, en un mundo “…estructuralmente desbalanceado…” (p. 101). Como base para resiliencia se ubica a la “…autogeneración de emociones para el bienestar…” (p. 546), habilidad de la educación socioemocional, que se define como la experimentación, voluntaria y consciente, de emociones no aflictivas, para mantener la motivación a pesar de la adversidad (SEP, 2017).
6. Discusión: la educación en desastres en el plan y programas de estudio de la educación básica mexicana
Al retomar el análisis de la noción de resiliencia elaborado por Shah et al. (2020), se identifica que el uso de este concepto en el Plan y Programas de Estudio de la Educación Básica en México se centra en características o disposiciones del individuo, a menudo desprovistas de los contextos sociales en los que se desenvuelven y funcionan los estudiantes; así, las capacidades o disposiciones individuales de absorber, adaptarse, preservar, o hacer frente a las situaciones de crisis y a un conjunto cambiante de contextos, para volver a la normalidad y sobreponerse a las dificultades, garantizarían la continuidad de un statu quo y no la transformación de fondo de las vulnerabilidades estructurales que acompañan los riesgos de todo tipo (Shah et al., 2020). Contar con estas habilidades psicológicas, como refieren estos autores, hace las diferencia entre un estudiante que cuenta y aprovecha con una red de relaciones de apoyo o estar socialmente aislado, y por ende, esto se traduce en una diferencia entre saber gestionarse ante el estrés o la crisis y recurrir a mecanismos de afrontamiento negativos o conductas destructivas y de riesgo personal.
En este sentido, en cuanto a su carácter sociocultural, participativo y comunitario, el enfoque con que se aborda la cultura de prevención de riesgos en el Plan y Programas de Estudio (SEP, 2017), parece transferir toda la carga de responsabilidades hacia el individuo y su autorregulación emocional y no hacia el Estado o agentes de la comunidad, que conforman y participan de la esfera pública. Como apuntan Shah et al. (2020), los atributos humanos (coraje, fuerza de voluntad, fortaleza) se reconfiguran como estrategias de afrontamiento o habilidades que cualquiera puede aprender, y que “son maniobras cognitivas apropiadas para el gobierno del yo en condiciones de incertidumbre…” (p. 316), reafirmando la tendencia neoliberal de trasladar al individuo las responsabilidades sobre la gestión de riesgos de desastres. Así, la resiliencia es utilizada como recurso psicológico e individual, y como capacidad instrumental, cognitiva y emocional que puede aprenderse para la autosuficiencia, y no una responsabilidad pública, del Estado y de las comunidades encargadas de negociar, construir y proveer estrategias, infraestructuras y contextos socialmente deseables, justos y seguros.
Algo similar sucede con el término de “vulnerabilidad”, que dentro del documento curricular analizado se define como “…las condiciones en que vive la población y su grado de información y predisposición a resultar afectada por un fenómeno natural o antrópico, además de la capacidad de las personas para recuperarse de las posibles afectaciones…” (SEP, 2017, p. 672). Este concepto se retoma curricularmente como uno de los propósitos del campo formativo de Educación Socioemocional, dirigido a minimizar la vulnerabilidad y prevenir “…el consumo de drogas, los embarazos no deseados, la deserción escolar, el estrés, la ansiedad, la depresión, la violencia y el suicidio…” (SEP, 2017, p. 519). De aquí que, el carácter didácticamente versátil de la educación en desastres sistematizado por Preston (2012), en el currículum mexicano se reduce a estrategias de tipo informativas y bancarias, de preparación emocional y si acaso, de perfomance, a través de la ejecución de simulacros.
En cuanto a su carácter crítico y socialmente trasformativo, en el plan de estudios analizado, la cultura de la prevención se despolitiza, se invisibilizan los problemas de violencias, injusticias y exclusiones estructurales asociadas a las vulnerabilidades, y se asume que es una cultura que se construye desde lo individual, ayudando a los estudiantes a manejar sus propias situaciones de crisis, lo que distancia a la cultura de la resiliencia y/o gestión de riesgos de las causas estructurales de los riesgos de desastres (sociales y naturales) y de la posibilidad de una “pedagogía pública en el interés de lo público”, que transforme los contextos sociales en ambientes socialmente más justos, inclusivos y seguros para todos.
Aunque en el Plan y Programas de Estudio analizado se habla de cultura, y como afirma Benadusi (2014), esto implica que entran en juego aspectos como los procesos de construcción social así como factores culturales diversos, los contenidos puntuales dentro de los diferentes campos formativos se reducen a lo individual y a la salud, dejando de lado que las estructuras sociales y culturales, su comprensión, cuestionamiento y análisis crítico, son clave para planificar estrategias contextuales de prevención, gestión de riesgos y vulnerabilidades.
En consecuencia, es posible afirmar que la conceptualización de riesgos de desastres y de resiliencia contenida en el documento curricular analizado coincide con la tendencia neoliberal creciente, reportada en la literatura, de mirar a los desastres desde una perspectiva funcionalista, individualista, sin conflicto social, y como eventos azarosos e independientes de la actividad y la responsabilidad humanas. No se propone la búsqueda y desarrollo de acciones colectivas, producto de la participación comunitaria, para la mitigación y gestión, sino que el énfasis parece ubicarse a medidas aisladas que el estudiante debe reconocer y seguir, ante las situaciones que se despliegan durante un desastre y posterior a este (por ejemplo, un sismo o una inundación), sin cuestionar y proponer transformaciones a las causas más de raíz y de fondo. Esto implica, como argumentan Shah et al. (2020), un distanciamiento entre los sujetos de la resiliencia (estudiantes, profesores), los residentes locales (familias, vecinos, comunidades, miembros de organizaciones de la sociedad civil) y los funcionarios de gobierno (líderes comunitarios, autoridades educativas, locales y nacional).
Como parte de la educación formal, es indudable que la escuela juega un papel importante en la sensibilización de estudiantes, profesores y padres ante los riesgos de desastres. Aunque la educación para la reducción de desastres es más relevante a nivel extraescolar, comunitario y familiar, también lo es dentro de las escuelas porque según Shaw et al. (2011):
a) los niños son uno de los grupos sociales más vulnerables ante un desastre y representan el futuro; b) la escuela sirve como punto de encuentro de la comunidad; y c) lo aprendido en la escuela puede compartirse con los padres y el resto de la comunidad. La integración curricular puede hacerse por infusión curricular, o bien parcialmente, en la forma de algún curso optativo, módulo o de un tema específico dentro de un programa de estudios, tal como sucede en el caso de la Educación Básica en México, en donde los riesgos de desastres están presentes como temas.
No obstante, para ser exitosa y eficaz, la investigación ha mostrado que esta educación requiere de articularse con actividades extracurriculares y de un aprendizaje basado en la experiencia, la acción y la práctica orientada a la búsqueda de medidas preventivas y soluciones más que solo a la toma de conciencia sobre los riesgos (Shaw et al., 2011). En el documento curricular analizado no hay especificaciones de cómo esta educación formal se vinculará con actividades extracurriculares, comunitarias, locales, participativas, que permitan en desarrollo de una cultura de prevención y/o de resiliencia, articulando diferentes ámbitos. Si bien la escuela es el primer lugar de actuación pública de los estudiantes, donde establecen relaciones unos con otros y con el mundo natural, no se debe olvidar que estas relaciones van más allá de los contenidos escolares, puesto que buscan que los estudiantes socialicen, generen identidades propias, individuales y colectivas, y en suma, que se transformen pedagógicamente (Quiroz y Mesa, 2011), participando cada vez más en la vida pública.
Una recomendación para articular la educación en desastres a actividades de educación formal, no formal e informal, sería reubicarla como parte del espacio de “Autonomía Curricular” (CREFAL, 2018). Este espacio es “…un componente innovador y flexible que se incorpora por primera vez al currículo de la educación básica en México...” (SEP, 2017, p. 614), para permitir el aprendizaje de temas de interés de los estudiantes y sus familias. Sea para ampliar la formación académica, potenciar el desarrollo personal y social, desarrollar nuevos contenidos relevantes, o conocimientos regionales, o bien, proyectos de impacto social (SEP, 2017), este espacio curricular está dirigido a superar dificultades de los alumnos, fortalecer sus conocimientos, su identidad y su sentido de pertenencia, así como para desarrollar actividades extraacadémicas, contribuyendo a la integración de la comunidad escolar, pues es esta la que, a través de los Consejos Técnicos Escolares, elige los temas y metodologías según las necesidades del entorno. Mediante proyectos de Autonomía Curricular, los estudiantes pueden desarrollar una educación en desastres basada en la participación social, la contextualización, la comunicación horizontal entre diferentes actores y el cuestionamiento y transformación de la realidad social y la vida pública.
Para Shaw et al. (2011) es importante que se complementen los ámbitos formal, informal y no formal de la educación en desastres, que esta se incluya en el currículum, pero también en actividades extracurriculares y comunitarias, de modo que puedan entretejerse diferentes elementos entre la escuela, las familias, y las comunidades. El conocimiento del contexto local, de su topografía, geología, clima, entre otros, aunado al conocimiento tradicional, indígena, las redes y vínculos sociales, así como las experiencias previas en desastres y el papel de los líderes comunitarios en diseminar información son recursos comunitarios clave a la hora de planear acciones de gestión de desastres y movilizar capacidades (Shaw et al., 2011; UNISDR, 2017). Esto implica que no basta con desarrollar capacidades a nivel individual, sino que estas deben articularse a nivel familiar, comunitario, social y estatal más amplio e implicar la participación de residentes locales, líderes comunitarios, académicos y organizaciones de la sociedad civil, funcionarios, y miembros de las comunidades más amplias. Shaw et al. (2011) proporcionan ejemplos de experiencias educativas concretas en Japón, Filipinas, Nepal, entre otros, acerca de buenas prácticas en educación de desastres y de cómo aprovechar recursos locales, articulando la educación formal, no formal e informal, para el desarrollo de capacidades de gestión de desastres.
En cuanto su naturaleza como pedagogía pública, la propuesta curricular contenida en el Plan y Programas de Estudio para la Educación Básica mexicana puede ubicarse como un ejemplo de la expresión más convencional de “pedagogía para el público” (Biesta, 2012), esto es, como un modelo deficitario (Dufty, 2020). Recordemos que esta forma de pedagogía pública refiere a modelos instructivos, verticales y orientados hacia el público, en donde la responsabilidad del docente es instruir acerca de cómo comportarse adecuadamente en el momento de un desastre (o ante una adversidad o situación de riesgo personal), y reconocer los comportamientos adecuados y esperados. Tal como se discutió en apartados previos, esta expresión de la pedagogía pública no fomenta la construcción de lo público, ni la vida en democracia y pluralidad. En contraste con una “pedagogía del público” que es participativa y comunitaria, en donde la pluralidad es valorada y en donde en el “estar juntos”, ocurre un proceso de aprendizaje político colectivo; y en contraste también con “una pedagogía en el interés de lo público”, que entrecruza lo educativo con lo político, y permite intervenciones pedagógicas más activistas, experimentales y demostrativas en torno a los riesgos de desastre, en la “pedagogía para el público” se aspira únicamente a que los estudiantes identifiquen riesgos unilateralmente y reproduzcan medidas tradicionales para salvaguardar su integridad física.
El abordaje propuesto es de tipo vertical, que no facilita ni potencia la construcción de lo público. Como señalan Shah et al. (2020), al fomentar la resiliencia y la mirada a las situaciones de riesgo como atributos personales y emocionales adversos, la visión de la educación en desastres se limita a las intervenciones psicológicas-cognitivas, en términos de las habilidades para sobreponerse a los riesgos, olvidando que estudiantes y comunidades pueden conjuntamente recuperar y reconstruir lo público, a partir de su empoderamiento, participar de la pluralidad y definir colectivamente qué representa un riesgo de desastre y por qué, qué significaría para tal comunidad la resiliencia y de este modo, co-construir resultados de aprendizaje significativos que se materialicen en planes comunitarios y escolares de gestión de riesgos. En su lugar, parece asumirse lo que se dicta verticalmente, es decir, un conjunto de habilidades y capacidades de sujetos resilientes que son prescritos como instrucciones que dictan cómo comportarse ante una situación de riesgo personal o social (consumo de drogas, mala alimentación) y/o natural (sismo o inundación), configurándose un modelo de déficit, que omite el papel activo de estudiantes y comunidades en conjunto con autoridades locales y federales, en la construcción de planes públicos para la gestión y reducción de riesgos.
Finalmente, cabe señalar que, al margen del plan de estudios analizado, en México se han desarrollado algunas iniciativas locales para implementar estrategias psicopedagógicas participativas hacia la gestión de riesgo como, por ejemplo, la propuesta educativa de Álvarez et al. (2008), enfocada en los riesgos hidrometeorológicos (como los huracanes) en la región Sierra de Chiapas, al sureste del país. Sin embargo, aún son escasos estos esfuerzos participativos, y en su lugar, algunas autoridades educativas locales continúan promoviendo políticas educativas verticales como el “Programa Escuelas Resilientes” del Gobierno de Chiapas (2021), que busca lograr la resiliencia escolar mediante un modelo no participativo ni comunitario, propio de una “pedagogía para el público”.
7. Conclusiones: por una pedagogía pública de los desastres en el contexto mexicano
La educación para la reducción de riesgos de desastres en la propuesta curricular analizada podría transitar desde una mirada psicológica y de gobernanza neoliberal, hacia una visión más ecológica-participativa, que supere el nivel individual, vincule a las comunidades, entornos y escuelas, posicionando a la educación en desastres como un continuo entre lo educativo, social, cultural, político y ambiental. Ante las muchas vulnerabilidades que persisten en el territorio mexicano, se requiere desarrollar soluciones transformadoras de fondo a los desastres, y no normalizarlos o naturalizarlos, despojándoles de su carga pedagógica y político-ideológica.
En tal sentido, para México es posible aprovechar el espacio de Autonomía Curricular que propone el Plan y Programas de Estudio para la Educación Básica (SEP, 2017) y desarrollar una agenda transformativa que permita construir soluciones y medidas comunes para problemas comunitarios y recuperar lo público, volviendo públicas las vulnerabilidades y discutiendo los cambios estructurales que necesita cada localidad para crear entornos seguros y resilientes, en un sentido más ecológico.
La educación en desastres puede representar una oportunidad de la educación formal para vincularse con el entorno y para propiciar la acción colectiva y con ello, que se promueva, revitalice y sostenga la esfera pública, teniendo así un efecto político y un impacto en la vida de los estudiantes. Al ser un tipo de educación que puede considerarse una intervención deliberada y activa en el dominio de lo público, no debería quedar confinada al espacio de la escuela, sino que tendría que aprovechar la fuerza educativa de la sociedad y la cultura. Abordar los desastres como una pedagogía pública implicaría que las intervenciones pedagógicas también pueden pensarse a manera de interrupciones de la vida cotidiana, que al mismo tiempo sean educativas y políticamente significativas (Biesta, 2012). Su significatividad política reside en que, al interpelar a los estudiantes y las comunidades, muestran y vuelven públicas sus vulnerabilidades, revelando lo que es posible construir públicamente para su mitigación y resolución. Al mismo tiempo, educativamente, promueven capacidades para la acción en pluralidad, a través de una diversificación de estrategias didácticas que evidencian un sentido de la educación para reducir riesgos de desastres que va más allá de lo instrumental, y que se orienta a conformar subjetividades, interobjetividades e intersubjetividades, esto es, formas de ser, actuar e interactuar en lo individual y lo colectivo y de replantear las relaciones que establecemos con el entorno socionatural en donde habitamos.
La construcción de lo público se refiere al desarrollo de esta esfera en común, que no es un lugar físico, sino de interacción social y en donde interactuamos y definimos los bienes y los intereses públicos. Esta esfera comprende, para Biesta (2012), un conjunto de instituciones y actividades que median las relaciones entre la sociedad y el estado, es decir, un espacio protegido de los dominios privado y de mercado en donde “los extraños se encuentran uno con otro como pares iguales en la vida común de la sociedad” (Marquand 2004, citado en Biesta, 2012, p. 685). En el Antropoceno, esta esfera pública se ha visto amenazada por la privatización y despolitización que acompañan a una creciente lógica neoliberal, en la que prevalecen las elecciones individuales y la búsqueda del interés privado, convirtiendo a los ciudadanos en consumidores de servicios públicos (Giroux, 2013). Esta lógica de mercado subordina cada vez más a la lógica pública de la toma de decisiones democrática, el compromiso con el deber público y el interés colectivo (Rabotnikof, 2008), y por ello la educación para la reducción de riesgos de desastres juega un rol como proyecto político para construir un lugar común, por encima de la visión que la reduce a ser un medio para instruir comportamientos predeterminados o promover habilidades psicológicas de autorregulación de emociones entre los individuos ante las adversidades propias del mundo VUCA que enfrentamos (Bennett y Lemoine, 2014).
Como afirma Giroux (2013), recuperar el sentido de lo público hoy tiene más sentido que nunca porque vivimos en un mundo de creciente privatización, que convierte los espacios (incluso los escolares) en prácticas de consumo, y que piensa a los estudiantes como futura mano de obra. Recuperar el sentido amplio de una pedagogía pública significa no solo ser instruido en un conjunto de comportamientos ante las amenazas actuales y los riesgos de desastres (pedagogía para el público), o aprender un conjunto de conocimientos para identificar los riesgos y adversidades potenciales (pedagogía del público), sino proponer en común soluciones a las injusticias de fondo, dinamizando la vida pública desde las escuelas e incluyendo a los estudiantes en la lucha por la defensa de los derechos individuales y colectivos y la justicia social (pedagogía del interés por lo público).
La educación en desastres no es como diría Giroux (2013): “…una receta que se puede imponer en todas las aulas...” (p. 18), sino que su alta sensibilidad a las necesidades y vulnerabilidades sociales, su dependencia al contexto, la obligan a adecuarse a los problemas comunitarios de cada escuela, obligando a esta a derribar sus muros y fronteras y a abrirse a lo público, ese lugar simbólico en donde la acción en la pluralidad es posible y en donde, como apunta Rabotnikof (2008), lo público -que no está dado previamente-, se construye y se muestra al mismo tiempo, como aquello de interés general, distribuido y visible para y entre todos. Solo así será posible construir agendas colectivas que mitiguen, prevengan y respondan adecuadamente a los riesgos e incertidumbres que el Antropoceno nos depara.
Agradecimientos
Este artículo se desarrolló en el marco del proyecto PAPIIT IG400920 “Estudios de ciencia, tecnología y sociedad para el análisis de riesgo”, financiado por la DGAPA-UNAM-México.
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Notas de autor
*Correspondencia: lilianavalladares@filos.unam.mx