Dosier
Recepción: 13 Noviembre 2022
Aprobación: 14 Marzo 2023
DOI: https://doi.org/10.5354/0718-8358.2023.68874
Resumen: Este texto tiene por objetivo reflexionar críticamente sobre la estructura de la colonialidad del poder en el “hacer ciudad”. Para ello, primeramente revisamos algunos vínculos entre los análisis de la colonialidad/decolonialidad, los procesos de planificación urbana asociados a “nuevos urbanismos” y al “modelo de ciudad creativa” y las posibilidades del arte urbano como práctica habilitadora de una concepción descentrada de la ciudad. Luego, a partir de un abordaje etnográfico, presentamos tres casos de estudio en la ciudad de Buenos Aires donde estos procesos se ponen en juego, mostrando cómo opera la colonialidad en prácticas gubernamentales y la potencial decolonialidad en prácticas comunitarias/colectivas en barrios populares que, se especula, promueven otras formas de “hacer ciudad” y de habitar los espacios urbanos. Se concluye que las disputas generadas por la estetización urbana por parte del gobierno suelen recrear parámetros de lo moderno-colonial, mientras los proyectos de arte autogestionado llevados adelante en los barrios populares habilitan diversos tipos de pensamientos descentrados que invitan a pensar en nuevas formas de la decolonialidad.
Palabras clave: Arte urbano, colonialidad urbana, decolonialidad, resistencia estética, Buenos Aires (Argentina).
Abstract: This text aims to critically reflect on the structure of the coloniality of power in “making city”. For this, we first review some links between the analysis of coloniality/decoloniality, the urban planning processes associated with “new urbanisms” and the “creative city” model, and the possibilities of street art as an enabling practice for a decentralized conception of the city. Then, from an ethnographic approach, we present three case studies in the city of Buenos Aires where these processes come into play, showing how coloniality operates in government practices and the potential decoloniality in community/collective practices in popular neighborhoods that, we believe, promote other ways of “making city” and of inhabiting urban spaces. It is concluded that the disputes generated by the urban aestheticization by the government tend to recreate parameters of the modern-colonial, while the self-managed art projects carried out in popular neighborhoods enable various types of decentralized thoughts that invite us to think of new forms decoloniality.
Keywords: Aesthetic resistance, decoloniality, street art, urban coloniality, Buenos Aires (Argentina).
Introducción. Repensar la colonialidad (y la decolonialidad) desde lo urbano
Qué ganas tengo Aníbal de conversar contigo…. pero también con respecto a lo que veo como los nuevos “peligros de(s)coloniales”. Me refiero a la simplificación, generalización, esencialización y sobre-subjetivización que la de(s)colonialidad es la competencia “natural” de pueblos y comunidades indígenas y afrodescendientes, lo que reduce la de(s)colonialidad a lo “étnico”. (Walsh, 2019, p. 19).
A casi un año del fallecimiento de Aníbal Quijano (†2018), Catherine Walsh, escribió una carta crítica donde rememora aquella primera reunión del grupo (1999), que a partir de allí fue conocida como la “red de los pensadores decoloniales”, organizada por Walter Mignolo, pero liderada por el propio Quijano que, una década atrás, había incorporado el concepto de “colonialidad del poder”. Esta es la primera carta que Walsh le escribió en conmemoración de su muerte, pues hay una segunda redactada una vez ocurrida la pandemia del COVID que azotó a la humanidad. Pero es en esa primera carta en la que la autora decide, en una conversación que se produce en ausencia, y retomando aquella idea de Quijano acerca de que la colonialidad del poder no es un concepto acabado “que pretende describir todas las formas modernas/coloniales de poder y dominación existentes” (Walsh, 2019, p. 13), que el sistema de la colonialidad del poder ya no es el mismo que se describió hace más de 30 años. Walsh se pregunta: ¿cómo accionar decolonialmente hoy frente a patrones de la colonialidad del poder que están cambiando y profundizándose? Los “peligros de(s)coloniales” que menciona la autora, interpelan a un Quijano virtual con nuevas problemáticas, entre ellas el despojo total (“el despojo de todas y todos de abajo”) que, en la contemporaneidad, trasciende pueblos indígenas, afrodescendientes, incluyendo campesinos y pobres de las ciudades. Catherine Walsh observa críticamente el contenido étnico dado a la colonialidad del poder, cuestión que llevó a limitar el pensamiento y perspectiva, también a ocultar otras violencias internas que ella vincula al género, pero que como enumera previamente, excede también a este asunto. La apertura que la autora postula, podemos aventurar, completa la perspectiva de la transmodernidad como un proyecto utópico decolonial (Grosfoguel, 2011), retomando dicha categoría de Dussel (2001), quien con anterioridad había abogado por “una multiplicidad de respuestas críticas decoloniales desde las culturas subalternas y desde lugares epistémicos de los pueblos colonizados en todo el mundo”. La decolonialidad, aunque significó pensar un giro desde el encuadre dado por la modernidad-colonialidad, al mismo tiempo implicó trascender la modernidad en su versión eurocéntrica, en clave de enfrentamiento como “re-existencia” (Grosfoguel y Mignolo, 2008, p. 34), como equivalente a la “diversalidad como un proyecto universal” resultado de un “pensamiento crítico fronterizo”, “pensamiento crítico diaspórico” o “pensamiento crítico desde los márgenes” como intervención epistémica de […] epistemologías subalternas” (Grosfoguel, 2011, pp. 28, traducción propia).
Ahora bien, ¿cómo ingresa este pensamiento en la cuestión urbana y cuáles son sus efectos en el marco de los nuevos problemas urbanos? Si bien en la década de los ochenta y noventa, algunos autores comenzaron a cuestionar los paradigmas urbanos (Pradilla Cobos, 1984, entre otros) y a repensar los legados del neocolonialismo, es recién en los últimos años que, focalizando en los aportes de los estudios decoloniales bajo la óptica de sus pensadores (Quijano, Walsh, Grosfoguel, Mignolo, entre otros) -quienes en sus inicios, eludieron el vínculo entre la colonialidad del poder, las ciudades, los habitantes y sujetos urbanos (muchos de ellos, también marcados por su condición étnica, como los desplazados e inmigrantes indígenas, negros, mestizos)- los especialistas de lo urbano convocan a realizar diálogos críticos desde la de(s)colonialidad. En consecuencia, en los últimos años, se ha retomado esa perspectiva a fin de repensar la ciudad colonial en el contexto de América Latina o bien para reflexionar críticamente sobre “ideas fuera de lugar” (Lins Ribeiro, 2001), como la gentrificación en las ciudades de la región. Estos trabajos discuten con los conceptos y perspectivas eurocéntricas con fuerte impacto en procesos urbanos universalizados y hegemónicos, dando cuenta desde allí de las desigualdades y jerarquías que se producen en torno de los encuadres de pensamiento y la producción de conocimientos, no plurales, ni co-construidos. Estos avances de la colonialidad del poder hacia los estudios urbanos, con frecuencia, suponen una deconstrucción epistémica pero no necesariamente una “insurgencia decolonial” (Walsh, 2008, p. 135) relacionada a transformaciones institucionales, otras formas de hacer ciudad, ejes de lucha y resistencia vinculadas al habitar colonial y colonizado. Por lo que, en el marco de supuestos cambios urbanos que reiteran la omisión de la colonialidad del poder, parece complejo asumir la decolonialidad. Es decir, analizar las potenciales transformaciones de esa colonialidad, así como pensar y producir fisuras, grietas y resistencias que, en ese devenir de la matriz colonial del poder, abran camino a la decolonialidad.
Este texto tiene por objetivo reflexionar críticamente sobre la estructura de la colonialidad del poder en el “hacer ciudad” (Agier, 2015), preguntándonos hasta dónde la discusión sobre las perspectivas y conceptos urbanos vinculados a los patrones coloniales del poder reproduce estructuras de la colonialidad o produce ejes de resistencia que llevan a la de(s)colonialidad urbana. En pos de esta reflexión es que centraremos el eje de análisis en los procesos de planificación urbana asociados a “nuevos urbanismos” y en prácticas colectivas que, se especula, promueven otras formas de “hacer ciudad” y de habitar los espacios urbanos. Focalizaremos en los urbanismos y las prácticas, en experiencias estéticas y/o artísticas desarrolladas en espacios relegados y/o periféricos, tanto por las estructuras institucionales como por los habitantes que intentan fisurar la colonialidad del poder.
A partir de ello, cabe preguntarse: ¿hasta dónde los cruces entre las nuevas acciones creativas vinculadas al arte urbano reflejan fisuras en la continuidad de la colonialidad del poder? ¿Hasta dónde estas prácticas desmontan las estéticas colonialistas del arte vinculadas a la colonialidad del habitar o, en otras palabras, hasta dónde reflejan el giro decolonial en el contexto de las ciudades periféricas (en especial las latinoamericanas)? ¿Es posible que el arte público urbano se constituya como un componente disidente y fundamental en, por ejemplo, el cuestionamiento del patrimonio desde el cual nuestras ciudades referencian y jerarquizan las historias y los símbolos nacionales?
La ciudad entre la modernidad colonial y el modelo creativo
Aldeas modelo siempre han existido desde los tiempos coloniales. Está dentro de las planificaciones occidentales, de construir mundos perfectos en escala pequeña […] meras simulaciones de modernidad. (Bayon y Wilson (2017), citados en Constante, 2019).
La referencia a las “ciudades-comunidades del milenio” construidas en algunas zonas de la Amazonia ecuatoriana por el ex presidente del Ecuador, Rafael Correa, es un caso paradigmático para realizar una primera entrada al tema con el objeto de retomar la representación hegemónica de lo urbano, desde la que se establecen límites en torno de un significado que suele prevalecer a la hora de pensar qué ciudad debe planificarse, cómo debe experimentarse por parte de los habitantes, omitiendo, con frecuencia, otros significados, contradictorios, ambiguos.
En el estudio que realizaron Wilson y Bayón (2017), el proyecto tuvo por foco urbanizar la selva ecuatoriana. Para los autores, el plan de las “Ciudades del Milenio”, fue la “simulación de la civilización” equivalente al trabajo civilizatorio que realizara Henry Ford en los años veinte del siglo XX. Según estos autores la “aparente dimensión civilizatoria” fue la de “vaciar el territorio de las comunidades para construir otra relación social, no de campesinos sino de urbanitas, ciudades donde el Estado tiene el control” (Wilson y Bayón, 2017, p. 91). Las ciudades del milenio pretendieron una transformación de los indígenas a través de la construcción de viviendas modélicas, al mismo tiempo que los desarraigaron al desplazarlos a aquéllas, dejándolos sin trabajo, censurando un habitar previo en base al mundo de la selva (con animales, casas de madera, donde trabajaban la tierra). En suma, las Ciudades del Milenio son parodias de la modernidad, que ocultan la ausencia de una agenda verdaderamente transformadora y decolonial.
¿Por qué iniciamos con esta referencia? En primer lugar, porque la “utopía modernista” fue (y aun es) el significado hegemónico con que se conformaron las ciudades latinoamericanas. El modernismo o la modernidad fue la representación desde la cual se otorgó contenido al significante de la unívoca ciudad latinoamericana que, para la mayoría de los autores vinculados al tema (Ortiz, 2000, por ejemplo), se situó entre fines del siglo XIX y principios del XX, bajo la réplica del modelo parisino. No obstante, Monnet (2000) amplió dicha utopía, retomando el ejemplo de México, hacia un pasado más lejano: la conquista española (1521), donde, siguiendo al autor, Hernán Cortés “asumió una perfecta actitud modernista cuando: decidió destruir Tenochtitlán (la capital azteca) [haciendo tabula rasa]” (Monnet, 2000, p. 2, traducción propia) y creó la ciudad-capital. Pero también, porque la “utopía modernista” “ofreció una justificación racionalista y modernista exitosa para el colonialismo europeo” (ídem). La visión asociada a la modernidad fue incorporada, aunque diferenciadamente, en el caso del casco histórico de la ciudad de Quito. Se trata del tránsito de la ciudad señorial a la “modernidad periférica” que dio lugar a pensar la ciudad imbricada entre formas patrimoniales y modernas (Kingman, 2006). La modernidad periférica, en este caso, refiere a una ciudad periférica colonial y, al mismo tiempo, a una colonialidad moderna. No obstante, con un centro histórico que, aunque desde su patrimonialización se vincula a la modernidad colonial, también está conformado por “modernidades alternativas o paralelas” atravesadas por aquélla (Durán, 2021). Como puede observarse, si bien “la modernidad ha convertido en “desechos culturales” a todas aquellas experiencias no-occidentales, negándoles la posibilidad de existir” (Contreras Escandón, 2016, p. 93), simultáneamente la transmodernidad propuesta por Dussel y retomada por Grosfoguel se ha constituido como respuesta crítica en ciudades y espacios urbanos latinoamericanos.
Las diferentes formas de entender la modernidad urbana de la región permiten validar una negación de los procesos asociados a la colonialidad que atravesaron el continente. Desde fines de siglo XX hasta el presente, las ciudades han sido objeto de procesos que los gobiernos observan como transformadores y a partir de los cuales se ha pensado la superación de la modernidad urbana. Sin embargo, en las ciudades actuales la modernidad continúa estando presente, si bien discutida, más aún cuando nos adentramos en la continuidad histórica de la colonialidad que, como veremos, ha llegado hasta el mundo urbano de la contemporaneidad. Las “ciudades del milenio” ecuatorianas son el reflejo de esa contradicción, planificadas bajo la impronta de la “colonialidad del poder y el saber urbano” e incluso desde un pensamiento y un modelo de carácter eurocéntrico. Como se observa, las políticas de urbanización procuran ser civilizatorias y modernas, ocultando la colonialidad aún vigente y la posible decolonización que podría atravesar las formas de vivir nuestras ciudades.
Indudablemente, la versión moderna de las distintas ciudades de la región fue pensada y planificada en torno de un modelo racializado propio de la “colonialidad del poder” (Quijano, 2000). Sin embargo, no todas las ciudades se constituyeron en relación con procesos históricos similares, aunque sí en la modernidad que se impuso como una reinterpretación de un nuevo legado colonial asociado al pensamiento occidental (Quito o México, por ejemplo). En el caso de Buenos Aires, se adoptaron procesos de modernidad como si la urbe fuera el producto de un territorio vacío a conquistar, negando, por lo tanto, la colonialidad preexistente. Esto se vio concretado tanto a través de transformaciones materiales como a partir de la invisibilización de negros e indígenas, en un primer momento, y de la estigmatización de los “cabecitas negras” (así denominados los migrantes provenientes del interior del país en el contexto del primer peronismo -década de los cuarenta a cincuenta-), después. Se trata en este caso de una racialización urbana que, aun con una relativa visibilidad de estos colectivos en el presente, marca esta ciudad. La tradición del silenciamiento de lo colonial implica obliteraciones que, particularmente, se producen en base a la destrucción de bienes, cambios en los sitios patrimoniales, cuestionando desde allí todo proyecto colonial (Añon y Rufer, 2018). Como señalan los autores, la obliteración puede exhibir fisuras asociadas a otras maneras de hacer silencio que reflejan la persistencia de la colonialidad. Esto lleva a preguntarnos: ¿hasta dónde es posible pensar en la de(s)colonialidad urbana, cuando la “colonialidad del poder territorial-urbano” continúa dando forma a las ciudades de la región? ¿Bajo qué modalidades se produce esa colonialidad?
En primer lugar, se trata de pensarla tanto desde la visión objetiva vinculada a la ciudad de los edificios, los bienes, los monumentos, entre otros, como desde la relevancia que adquiere la “experiencia colonial vivida” y percibida por los sujetos (Catelli, 2014, p. 61). Si bien la grilla de la modernidad que retoma elementos coloniales ha contribuido en la jerarquización de la racialidad organizando las relaciones de poder, cuestiones más invisibles que en general no se han puesto en escena, como la ciudad de los sujetos, grupos sociales y claramente de sus cuerpos que viven en esa colonialidad urbana (donde es posible leer y visibilizar otras agencias), son asuntos que, necesariamente, debemos observar. Fanon, desde el continente africano, nos permite mirar la cuestión cultural/simbólica asociada a la ciudad desde un lugar diferenciado del privilegio o de la jerarquización por la que transita la “ciudad civilizatoria” (donde se omiten otras voces) (Fanon, 1963, pp. 32-33).
En segunda instancia resulta crucial responder desde los procesos de aparente transformación que ocurren en la mayoría de nuestras ciudades. Los procesos de gentrificación, redefinidos en América Latina como de recualificación, se instalaron en nuestras ciudades (especialmente en las grandes ciudades, aunque no en todas con las mismas características), otra vez por encima y por fuera de la colonialidad (si bien podríamos ubicarlos en el corazón de la misma), siendo escasamente debatidos en el seno de la producción urbana de la región, respecto de la importación de modelos que han sido creados y recreados en el mundo occidental eurocentrado. La gentrificación es “una idea fuera de lugar” en el sentido planteado por Lins Ribeiro (2001, p. 162), como parte de una “epistemología occidental y eurocéntrica [que] estructura (…) las formas dominantes de pensar acerca de la ciudad y los procesos de planeamiento urbano” (Kern, 2022, p. 247).
Los procesos de gentrificación y/o recualificación urbana están permeados por la “colonialidad del poder”. La colonialidad del poder es uno de los elementos constitutivos del patrón global del poder capitalista, eurocéntrico y fundado en jerarquías y clasificaciones sociales y culturales originadas y expandidas en la construcción de América Latina. Como señala Kern (2022, p. 249) “la gentrificación es una manifestación de procesos vigentes de colonialismo y desposesión” que, en ocasiones, produce desplazamientos o, agregaríamos, emplazamientos por acumulación patrimonial y/o desposesión cultural. Uno de los dispositivos asociados a estos procesos de acumulación y/o desposesión es el patrimonio histórico-cultural que ha sido y es parte de la construcción colonial. Basta con observar centros históricos como el de Quito o el Zócalo mexicano (ambos, patrimonio mundial), donde la traza urbana y la arquitectura colonial son elementos de prestigio y de construcción de la “excepcionalidad cultural” desde la perspectiva eurocentrista de Unesco, y obviamente del poder local que ha contribuido en la conformación de las naciones y de América Latina en su conjunto. La patrimonialización, así como la gentrificación como señaló Kern, también es parte de la “colonialidad del saber” en tanto organización de la producción y de la subjetividad, interviniendo incluso sobre la “memoria histórica” que es interceptada, obstruida, cancelada en sus saberes, lenguas, imágenes y símbolos y colonizada en relación con las poblaciones preexistentes (Segato, 2015, p. 50). Así, el patrimonio fue y es un recurso de control y conquista del espacio urbano según un orden de poder. En este sentido, en tanto el patrimonio es un dispositivo clave de la gentrificación-recualificación cultural, no deja de estar vinculado a esa representación de la colonialidad. Como señalan Janoschka y Sequera los cambios “han contribuido en una progresiva estigmatización de diferentes apropiaciones del espacio tanto en términos materiales como simbólicos. Algunos retratados como “vulgares” o “incivilizados”, y otros declarados como ilegales” (Janoschka y Sequera, 2016, p. 14, traducción propia). En esta perspectiva, no resulta llamativo que los gobiernos que en los últimos años procuraron correrse de esta visión colonial, asumiendo la necesidad de re-jerarquizar a las poblaciones bajo el paradigma del “buen vivir”, no se alejaron en los ámbitos de la planificación urbana de procesos e intervenciones que continuaron reproduciendo la “colonialidad del poder”.
La gentrificación/recualificación se ubica dentro de los procesos urbanos que se implantan en la denominada “ciudad creativa” que, en los últimos años, los gobiernos locales de la región vienen promoviendo. Este modelo, creado en Londres (Landry, 1995), fue extrapolado en el mismo sentido que Lins Ribeiro, como ya señalamos, pensó la importación del poscolonialismo y el multiculturalismo, como “ideas fuera de lugar”. La noción y la implementación de la ciudad creativa fue recibida a-críticamente, sin discusión en torno de una idea holística visualizada como espacio que alberga agentes culturales implicados en diferentes tipos de cadenas creativas. La visión asociada a la ciudad creativa encubre procesos de control social y de segregación socio-urbana, mediante los usos y abusos de la cultura que incluye el patrimonio, pero también estéticas y artes públicos urbanos. Vinculado a ello, emerge una dimensión de lo cultural traducida al ámbito del desarrollo cultural, desde la que se espera que la creatividad urbana arribe a los espacios de relegación urbana promoviendo inclusión social desde una óptica comunitaria.
Kern asume como política decolonial vinculada a la gentrificación, que podríamos trasladar a la visión de la ciudad creativa, el descentramiento de “las cosmovisiones occidentales [cuestionando] radicalmente el modo en que pensamos sobre la tierra y la propiedad” (Kern, 2022, p. 249). Retomamos la idea del pensamiento descentrado en el sentido en que Agier lo plantea, retomando a Zizek, es decir como “el pensamiento [que] no surge nunca espontáneamente por sí solo. Lo que nos incita a pensar [que cuestiona] …, nuestros modos habituales de pensar. Como tal, un pensamiento verdadero es siempre un pensamiento descentrado” (Agier, 2012, p. 10).
Ahora bien, ¿es posible encontrar ejemplos que cuestionen el modelo de ciudad creativa desde una mirada decolonial? Si los procesos de gentrificación y/o recualificación de las ciudades se apoyan en desarrollos económicos que parten de una retórica vinculada al arte y la cultura, resulta pertinente contraponer experiencias artísticas donde se pueda observar tanto el despliegue de la colonialidad como el descentramiento del pensamiento en torno a los discursos y prácticas decoloniales.
Arte urbano en Buenos Aires: estetizaciones coloniales, resistencias y los límites de la decolonialidad
La pregunta con la que finalizamos el punto anterior nos lleva hacia un análisis de casos vinculados a la ciudad de Buenos Aires. Ya desde los años noventa, pero con mayor ímpetu a partir de las sucesivas gestiones del partido neoconservador Propuesta Republicana (PRO) que gobierna ininterrumpidamente desde 2007, la ciudad ha sufrido severos cambios en materia de política urbana que maximizaron la renta del suelo y promovieron una ciudad pensada para turistas y residentes de clases acomodadas en detrimento de sectores vulnerables. La creatividad, la belleza y la seguridad ocultan un lado B donde los problemas sociales se diluyen en retóricas de inclusión y, como bien indica Amendola (2000, p. 152) “las políticas de embellecimiento reemplazan a las políticas urbanas en su conjunto”.
Como desarrollamos en otro escrito (González Bracco, 2019), el arte urbano se transformó en una de las puntas de lanza para escenificar a la “ciudad creativa” a partir de la reincorporación y valorización de espacios antes considerados degradados o en desuso. Estas acciones se presentan como una reconquista de la ciudad, donde el impacto embellecedor del arte urbano es luego completado con espacios comerciales y de ocio pensados para nuevos residentes con mayor poder adquisitivo que desplazan a los anteriores, elitizando espacios y formas de sociabilidad.
Así, las estéticas asociadas a los urbanismos creativos buscan iluminar los espacios públicos a través de la belleza como valor occidental, vinculado a un discurso de blanqueamiento1. Como en la modernidad, se produce una constitución del espacio que, en general, imprime una colonialidad producida desde las artes “verdaderas”, en consecuencia, desde una estética legitimada y universalizada, incluso desde el tipo de modelo urbano que se importa (Gómez, 2019). Siguiendo al autor, estos proyectos, mirados desde la institucionalidad, tienden a “re-occidentalizar” buscando “mantener la hegemonía de Occidente y su control de la matriz colonial del poder…” (Gómez, 2019, p. 378). En ese sentido, reincorporan la colonialidad a través del establecimiento de fronteras que contribuyen a la manifestación de jerarquías a través de prácticas atravesadas por ejercicios de violencia simbólica hacia el habitar de las personas.
Al iniciar este texto nos preguntamos: ¿Es posible que el arte público urbano se constituya como un componente disidente y decolonial en, por ejemplo, el cuestionamiento del patrimonio desde el cual nuestras ciudades referencian y jerarquizan las historias y los símbolos nacionales? En un sentido sí, pues como señala Durán (2021) en relación al centro histórico de Quito, éste se conforma, por un lado, en clave de disputas estéticas, por el otro, de una partición de lo sensible con impacto sobre una estética y una política de la separación-diferenciación-desigualación.
Ponemos en juego esta pregunta a partir de tres experiencias analizadas a continuación, teniendo en cuenta los actores que llevan adelante la acción, su emplazamiento y contexto: el embellecimiento de un bajo autopista en San Telmo (uno de los barrios más turísticos de la ciudad) por parte del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, un proyecto de arte urbano desarrollado por docentes, artistas y vecinos de la Isla Maciel (una zona periférica y estigmatizada frente al área turística de La Boca) y la generación más espontánea de murales vinculados a la violencia y la religiosidad en la Villa 21-24 (barrio popular de la ciudad de Buenos Aires). Los datos relevados provienen de un abordaje etnográfico que remite al trabajo de campo de las autoras en los últimos años, incluyendo entrevistas a los actores involucrados (vecinos, artistas, referentes sociales), registros de observación en los espacios mencionados y observación con participación en eventos vinculados a la elaboración de los murales.
En primer término, observaremos una intervención desarrollada sobre fines del año 2020 (en contexto de pandemia), en el bajo autopista del casco histórico de la ciudad de Buenos Aires (San Telmo) (Figura 1). El diseño llevado a cabo en una calle (Defensa) ubicada debajo de una autopista partió de la idea del “vacío urbano” (negando las prácticas contestatarias reproducidas cada domingo por los negros del barrio que realizan llamadas de tambores) y de la necesidad de intervenir un “bajo autopista”. Con el apoyo del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y del BID, Urbanismo Vivo (un equipo no gubernamental), junto a vecinos, artistas y comerciantes realizaron una serie de actividades (talleres, juegos, etc.) con el objetivo de rediseñar el espacio mediante una puesta en valor vinculada a la recuperación de la identidad del lugar escenificada en murales, colores, y la recreación de la cultura cotidiana (Lacarrieu y Laborde, 2021). Urbanismo Vivo parte de la idea de integrar a la ciudadanía al lugar de su habitar y en ese sentido señalaron:
Partimos del espacio perdido y de ganarlo para el encuentro […] la idea de herida o corte preexistente (como metáfora de la autopista) fue destacada por los vecinos […] así, nuestra idea fue abrir imaginarios, deseos, mediante la representación de relatos históricos e identitarios característicos del centro histórico (los que quedaron fijados a las fachadas), la instalación de nuevos mobiliarios (maceteros, banquetas) y de juegos de calle (rayuela, ta te ti y juego de la oca) (Integrante de Urbanismo Vivo, comunicación personal, julio de 2021).
De acuerdo al presidente de la Asociación de Comerciantes, también vecino del casco histórico:
Es una intervención blanda que permitió reconstruir el espacio público poniendo cosas debajo de la autopista, con una experiencia lúdica y de interés participativo. Se hizo poco de las ideas que se tiraron, la obra fue incompleta, pero valoré la intención de coser las dos partes del barrio por la herida de la autopista creando un paso más amigable (Presidente de la Asociación de Comerciantes de San Telmo, comunicación personal, septiembre de 2022).
Bajo la idea de humanizar la identidad local y de acercar a los vecinos mediante un vínculo con los relatos históricos, los murales, los colores, se procuró construir un “paisaje cultural” (Zukin, 1996) (Figura 2).
El bajo autopista Defensa se convirtió en un ámbito de ambigüedades y contradicciones en relación a lo que se espera en un casco histórico y a lo que sucede cuando la creatividad artística y urbana toma espacio. La generalización de la puesta en valor de calles como parte del Plan Integral para el Casco Histórico elaborado por el gobierno de la ciudad con posterioridad a la pandemia (por ejemplo, Bolívar o Venezuela, ahora denominadas calles de convivencia) en las que se colocaron artefactos y objetos vinculados a la nivelación de calles, nuevos empedrados, entre otros, ha provocado disputas contradictorias entre diferentes actores sociales: “a mí me gustan los cambios, le dan un estilo de centro histórico”, señalaba una residente de un edificio antiguo de la calle Venezuela. Como ella, un sector importante de los habitantes del barrio histórico aprueba “La transformación no para” (emblema del gobierno local) que elimina o borra el patrimonio histórico potenciado en la modernidad urbana, sin embargo, creando imaginarios sobre los nuevos bienes y los cambios asociados que los vecinos suponen que llevarán a una estética acorde a los imaginarios patrimonialistas coloniales. Por el contrario, otros grupos más pequeños (por ejemplo, el colectivo autodenominado Barrios Históricos Vivos) desaprueban el bajo autopista y las intervenciones actuales desde la idea de que se pierde la estética colonial y los objetos patrimoniales. Para este grupo y algunos otros vecinos no pertenecientes a ningún espacio colectivo, estos procesos “sustraen a los usuarios de [los bienes] que se presentan a los observadores [por ejemplo, los turistas]”, es decir que “la restauración de los objetos viene acompañada de una desapropiación de los sujetos” (Certeau, 1996, citado en Tamaso 2005 p. 4). La valorización dada a los patrimonios construidos en ese contexto involucra a otros sectores sociales antes ajenos a estos bienes, pero asimismo retoma la tensión entre la lógica del patrimonio en exhibición y el patrimonio habitado/vivido.
Es decir que, para el plan gubernamental, Urbanismo Vivo y el sector vecinal que adhiere al mismo, las acciones artísticas son visualizadas como puesta en escena de calles “bellas” en la medida en que son complementarias de un aparente retorno de lo patrimonial en tanto estética colonial. La referencia empírica vinculada al bajo autopista, como el plan actual del gobierno de la ciudad, más amplio y expansivo hacia otras áreas del centro histórico, son propuestas que incitan a la reproducción colonial del habitar a través de la sincronización de estéticas vinculadas a la misma, con la moralización que se imprime en estos espacios públicos, acerca de cómo comportarse y ejercer prácticas sociales en los mismos. De este modo, solo el patrimonio asociado con una forma convencional de hacer diseño y arte pueden generar, pero también la generación de una creatividad urbana bajo la idea de hacer “más ciudad” y “menos ciudadanía” (tal como lo planteara Andrade, 2014 p. 235, para el caso de la ciudad de Guayaquil, Ecuador). A estos aspectos cabe agregar la impostación de regímenes visuales asociados a una mirada moderno-colonial. La contemplación que ha sido parte de los centros históricos (incluso de los espacios culturales como museos o galerías de arte) interpela los comportamientos de los sujetos a través de experiencias estéticas, sin embargo, el derecho a la mirada (Gravari Barbas, 2005, p. 15) es solo una capacidad de quienes son expertos, de quienes saben mirar y comprender esos espacios atiborrados de signos. Son proyectos atravesados por la “colonialidad del ver” desde la que se interviene controlando y disciplinando en espacios públicos diseñados (no solo en la ciudad de Buenos Aires, sino también en otras ciudades, incluso en aquellas que, como Guayaquil, suelen verse como “no artísticas/no patrimoniales”).
Frente a este ejemplo, cabe preguntarse por otros usos posibles del arte urbano en vinculación con miradas democratizadoras, descentradas y decoloniales del espacio urbano. Y para ello analizamos el caso “Pintó la Isla”, un proyecto de muralismo comunitario en Isla Maciel. Si bien este barrio no pertenece a la ciudad de Buenos Aires sino al partido de Avellaneda, su ubicación geográfica y su vínculo histórico y cultural con el barrio de La Boca permite pensarlo como una periferia de la ciudad (Figura 1).
Desde hace algunos años comenzaron a circular una serie de discursos, imágenes y elementos audiovisuales sobre la Isla Maciel que buscan enfrentarse a los prejuicios negativos acerca del barrio vinculados a la marginalidad, los robos, la prostitución, la violencia y el tráfico de drogas. En estas narrativas cruzadas intervienen diversos agentes y medios, entre los que se destaca un grupo de vecinos y trabajadores locales que comenzaron a realizar un trabajo de visibilización y dignificación del espacio a partir de varios proyectos, como la construcción de un museo comunitario, el armado de visitas guiadas para vecinos de la ciudad y turistas extranjeros y, lo que nos interesa aquí, el desarrollo de un programa de muralismo. Denominado “Pintó la Isla” (PLI), se trata de un proyecto iniciado en 2014 en la Escuela Secundaria nro. 24 del barrio y coordinado por un profesor de arte. En su relato sobre la llegada al barrio, da cuenta de cómo sus propios prejuicios fueron puestos en tela de juicio a partir de empezar a transitarlo cotidianamente:
Yo tenía idea de la isla que era un lugar donde había mucha prostitución. Mi papá trabajó siempre de fletero y un recorrido que él tenía que hacer se tenía que meter por el barrio y, te hablo del año noventa o noventa y pico, y realmente era peligroso porque le daban un plano para entrar y que no le roben. Hoy por hoy ya no sé si es tan así, tengo hasta ciertas dudas de que eso era tan heavy (Coordinador de Pintó la Isla, comunicación personal, noviembre de 2019).
Esta interconexión densa de actores sociales locales -docentes, alumnos, padres, vecinos- junto con referentes externos -artistas nacionales e internacionales- habilitó una mirada nueva sobre el espacio que habitan. El uso y la significación de un proyecto autogestionado junto a la apropiación en clave propia de una expresión cultural mercantilizada y colonial generó una percepción diferente por parte de propios y ajenos2. Al mismo tiempo, la llegada de visitantes locales y extranjeros para ver “la movida de murales” también permitió generar un vínculo distinto entre el adentro y el afuera, diluyendo, aunque más no sea en parte, la línea abismal planteada por Santos (2010).
Esto puede verse en particular en la calle Alberti, antiguamente la calle con mayor oferta de prostitución y hoy una de las más cubiertas por murales. La intención de cambiarle la cara a la calle tuvo como protagonistas tanto a los integrantes de PLI como a los vecinos frentistas, deseosos de que sus casas sean intervenidas. Hoy en día se circula cotidianamente con turistas y es una de las mayores atracciones del barrio. En una entrevista, una artista urbana participante del proyecto comentaba:
En el tour muestran su patrimonio cultural: el astillero, las casas tradicionales, la cancha… porque uno cuando piensa la isla, que eso también es un prejuicio, piensa en la isla solo en tanto capital de pobreza, sin embargo tiene un capital histórico y cultural muy grande y es eso lo que se muestra […] hay un acto de reivindicación de ese capital que me parece que lo mismo pasa con los murales, o sea, mostrar los murales que se hicieron, el proyecto de Pintó La Isla es una reivindicación (Artista urbana, comunicación personal, agosto de 2020).
En este sentido, la estetización se pone en juego a partir de las necesidades y deseos de los vecinos y trabajadores de Isla Maciel, en términos donde hasta incluso la denominación del barrio es resignificada. Si antes “la famosa Isla Maciel” respondía a su fama desde un lugar, valga el juego de palabras, infame -ligado a ser centro de prostitución donde varias generaciones de varones de la ciudad y también del conurbano iban a “debutar”-, ahora la adjetivación referida a la fama es recuperada desde este lugar dignificado, que no oculta la historia pero que hace hincapié en su presente asociado al trabajo social y cultural comunitario. Esta mirada se engarza con la potencialidad turística del barrio -con hitos como el Puente Transbordador, su historia industrial, su arquitectura de conventillos y su cultura de ribera- que también es recuperada en los murales que adornan sus paredes. Murales que también representan otras cosas más allá de la realidad del barrio en diálogo con la imaginación, el deseo y la belleza que anhelan los vecinos (Figuras 3 y 4).
Esta experiencia propone una “forma de actuación resistente” o una “estetización resistente” que da lugar a “registros discursivos y estéticos que movilizan, […] nuevos recursos puestos a disposición para generar formas inéditas de marcación y de apropiación del espacio, nueva representación de resistencia, de lucha contra imágenes y políticas dominantes” (Bautes, 2010, p. 166, traducción propia). En relación a la favela del Morro de Providencia, situada en Río de Janeiro (Brasil), el autor señala una nueva modalidad de resistencia creativa que, al menos en parte, se nutre de un “dispositivo artístico crítico”, no obstante, estrechamente articulado a la estetización de los márgenes urbanos (como en Isla Maciel), bajo lógicas locales-globales que no solo producen acciones de resistencia, sino también mecanismos de control mediante la puesta en juego de modelos urbanos creativos que no eliminan la colonialidad urbana. Es decir que, tal como lo visualiza Bautes (2010, p. 167, traducción propia) en la favela mencionada, también en Isla Maciel son los habitantes quienes promueven “estrategias de reapropiación de lo común”, junto a “intervenciones activistas exógenas” ligadas a artistas. Pero ni unos ni otros podrán ser vistos como movimientos sociales urbanos construidos desde perspectivas diferenciadas y, probablemente, solo serán vinculados a intentos de operar sobre intersticios dejados por el poder público, que no necesariamente implican apropiaciones del lugar fortalecidas o modelos públicos de gestión urbana que impacten sobre la cuestión social y sobre el hacer de(s)colonial. El mural que trae la representación del trabajo cotidiano de quienes cocinan para merenderos y comedores comunitarios refleja la problemática de la crisis social que el propio estado abandona, permitiendo visibilizar, a través del arte urbano, la cuestión y tensión social, aunque no la puesta en escena de “lógicas, racionalidades y conocimientos distintos que hacen pensar el Estado y la sociedad de manera radicalmente distinta” (Walsh, 2008, p. 134).
Por otra parte, el descentramiento también se da en términos de las jerarquías puestas en juego, donde los artistas no responden al parámetro otorgado por el mercado, el Estado y el campo del arte en su conjunto en tanto portadores auráticos de un saber-poder restringido, sino que se ponen al servicio del proyecto entendiendo que el proceso es tanto o quizás aún más importante que el resultado. Así, por ejemplo, durante un recorrido turístico el coordinador de PLI contó que a él le encanta dibujar y pintar monstruos, que es su especialidad, pero que cuando fue a hacer el primer mural en el barrio, la vecina frentista le pidió unas flores, así que las hizo. Luego, otra vecina vio ese frente y le pidió también que le haga a ella. Así que comentaba, riéndose: “yo que dibujo monstruos, acá soy conocido como el que pinta flores”. Otra artista reforzaba la idea de intercambio, donde la simple llegada de la belleza a estos espacios muchas veces abandonados, ya operaba como una transformación:
Y en esos lugares realmente no se hace nada, tenés una zanja, entonces el mural en sí no puede gentrificar […] yo estéticamente el 90% de las cosas que están pintadas en La Isla Maciel no me gustan, pero entiendo que hay otra lógica, yo le pinté un gato a una vecina, la vecina quería un gato, ¿qué le voy a decir yo? “no porque el arte, la academia, es mucho mejor esto”, o sea un poco creo que nosotros hacemos esos pequeños servicios a alguna gente [...] Sirve para una instancia sobre todo porque nosotros pintamos y, como vos viste, hacemos una olla o un disco [se refiere a una comida comunitaria], entonces después hay música, o un freestyle o la banda de cumbia. (Artista urbana, comunicación personal, agosto de 2020).
Los murales son entonces una excusa para el encuentro, para la fiesta, un momento feliz para compartir entre vecinos, con niños en las calles pintando junto a los artistas, con ancianos que sacan las sillas a la vereda para ver el progreso del trabajo, con vecinos que van y vienen trayendo bebida, comida, música para acompañar la jornada. En la instancia del proceso, entonces, el intercambio se vuelve horizontal. Y el resultado final opera como una dignificación de este espacio donde ya no solo “tenés una zanja”.
Cabe aclarar que, aunque los artistas procuran evadir la “colonialidad del saber” propia del campo del arte construido bajo una única perspectiva hegemónica, al mismo tiempo, las representaciones visuales diseñadas por ellos retoman ejes del saber aprehendido bajo los formatos del sistema educativo y, aunque las imágenes pueden ser las solicitadas por los y las vecinos/as o bien las que reflejan problemáticas de la realidad crítica del lugar, no dejan de estar atravesadas por la mirada del experto y su realidad. Pero sí podemos especular que, a diferencia del caso comentado previamente (San Telmo), en Isla Maciel, al decir de Gómez, podemos pensar en un proceso de “des-occidentalización”, “asumida como la disputa con Occidente por el control de la matriz colonial del poder, en una perspectiva de mundo multipolar no eurocéntrico, pero capitalista” (Gómez, 2019, p. 378). Son procesos críticos, aunque no insurgentes como señala Walsh (2008), pero sobre todo clave para luchas contra las desigualdades propias de las ciudades actuales y de procesos históricos que, como en Isla Maciel, han llevado hasta el presente la estigmatización de habitantes.
Presentamos un último caso en referencia a los usos del arte urbano en barrios vulnerables de la ciudad a partir de los murales vinculados a asesinatos de gatillo fácil a jóvenes enfrentados por la policía. Como se muestra a continuación la imagen de Nahuel Acosta pide justicia por él, si bien apoyado por la Casa Hip Hop del barrio (Villa 21-24 de Barracas, Figura 1) y bajo la traza de un mural fileteado y colorido (Figura 5). Estos murales suelen ir acompañados de santuarios hechos por las familias y situados en el espacio público relacionados con santos populares como el Gauchito Gil. Se trata de acciones estéticas que articulan arte y religiosidad popular despertando sensibilidades en contextos periféricos de la ciudad, donde el hacer artístico se manifiesta y se entiende de otro modo. Estas acciones creativas se diferencian de otras que hemos expuesto; a través de la posible visibilización de nuevas configuraciones, por ejemplo, de seguridad pública o seguridad ciudadana que, como señalara Walsh en su carta a Quijano, en la actualidad disuelven la distinción legal-ilegal, aunque reflejando la institucionalización del despojo y de las prácticas relacionadas con la violencia y la muerte.
Los murales que interpelan sobre la violencia y muerte de jóvenes a manos de la policía reconocen estéticas silenciadas que parten de las memorias y territorios cotidianos arraigados en experiencias ocultas que ahora se visibilizan, pero mediante el uso de recursos creativos: desde la estética popular hasta la religiosidad popular.
Encontramos otras prácticas artísticas/creativas en las que el artista hace el mural de acuerdo con temáticas consensuadas por el vecindario, como el mural donde se representa al padre Carlos Mugica, cura asesinado en 1974 cuando trabajaba en la Villa 31 del barrio de Retiro de la ciudad de Buenos Aires. En este caso también se recrean otras estéticas, sensibilidades y representaciones asociadas a memorias legítimamente guardadas en el barrio y también reconocidas en otras villas de la ciudad (como en la 21-24) e incluso en otros barrios no populares. En muchos de estos últimos son también memorias relativamente silenciadas debido a los procesos históricos previos a la última dictadura militar (1976-83) (Figura 6).
Como señala Pérez-Wilke (2019, p. 104), son experiencias estéticas novedosas y al mismo tiempo producidas bajo diferentes características y temáticas que fueron parte de las vidas cotidianas en otros tiempos, sin embargo, por fuera de la exterioridad del mundo moderno-colonial. En estos casos vinculados a los barrios populares, el urbanismo creativo no solo aparece en clave de poder local, sino también de prácticas contestatarias ejercidas por los habitantes. Esto implicaría que la dicotomía propia de la modernidad y la colonialidad, asociada a la “línea abismal” postulada por Santos (2010), comienza a diluirse. Sin embargo, estas no son experiencias completas.
Conclusiones. Resistencias estéticas como “haceres decoloniales”. Límites y posibilidades para un pensamiento descentrado
Pensar descolonialmente, habitar el giro descolonial, trabajar en la opción descolonial (entendida en su singular perfil aunque manifiesta en variadas formas según las historias locales), significa entonces embarcarse en un proceso de desprenderse de las bases eurocentradas del conocimiento (tal como lo explica Aníbal Quijano) y de pensar haciendo-conocimientos que iluminen las zonas oscuras y los silencios producidos por una forma de saber y conocer cuyo horizonte de vida fue constituyéndose en la imperialidad (según el concepto del británico David Slater). (Grosfoguel y Mignolo, 2008, p. 34).
Los modelos urbanos como la ciudad creativa recurren a principios de estructuración que se concibieron para la ciudad moderna-colonial. Asociada al crecimiento económico y la acumulación por excedente, la destrucción creadora/creativa que fue parte de la retórica de la modernidad urbana retorna en la denominada ciudad creativa (Harvey, 2012). Este proceso fundado en la de-cualificación de ciertas zonas, por ende, en el vaciamiento (la tabula rasa de la modernidad) al cual se vincula con posterioridad la creación y ocupación del mismo, concluye en estrategias políticas de desposesión de renta del suelo, de patrimonio cultural, de acumulación cultural, en relación a quienes han sido nativos del lugar. El resultado es la puesta en juego de planes que retoman principios estructurales de la colonialidad relacionados con la construcción legítima de la colonialidad territorial y del ser urbano (Farrés Delgado y Matarán Ruiz, 2012), definiendo desde ahí qué puede exhibirse y quien puede ser el sujeto merecedor de la ciudad y quien no es digno de apropiarse. Si bien como pudo observarse a través de los casos analizados, dichos procesos no dejan de estar atravesados por la transmodernidad visualizada como una apertura crítica a la colonialidad a partir de múltiples saberes epistémicos asociados a diversos grupos sociales.
A partir de estas ideas, este texto se propuso cuestionar la estructura de la colonialidad del poder en los modos de hacer ciudad. Los ejemplos presentados permitieron observar las maneras en que la colonialidad (y sus intersticios) navega entre procesos de planificación urbana vinculados al modelo de ciudad creativa llevados adelante por el gobierno local y las prácticas colectivas que, hasta cierto punto, proponen otras formas de vinculación con el territorio. Tal como nos preguntamos en la introducción: ¿hasta dónde los cruces entre las nuevas acciones creativas vinculadas al arte urbano reflejan fisuras en la continuidad de la colonialidad del poder?
Como hemos mencionado, la ciudad creativa, como concepto y modelo, sigue jugando un rol crucial en los proyectos de recualificación urbana enfáticamente vinculados a los espacios públicos. Mediante la instalación de diferentes tipos de dispositivos en dichos espacios se producen lugares con determinadas características que apuntan a un habitar controlado. Nos referimos a: 1) estetizaciones “pintoresquistas” que crean “lugares excepcionales” y “ganancias de localización” para dichos lugares (Bourdieu, 1999); 2) recualificaciones por encima del habitar, la habitabilidad y la vivienda en tanto residencia; 3) producción de espacios públicos para contemplar y circular en armonía con un paisaje cultural idílico. Es a partir de estas características que podemos comprender las disputas por las reformas del bajo autopista de San Telmo en términos de una discusión que cuestiona los cambios realizados en un espacio que está cargado de significación histórica y patrimonial en términos coloniales, pero que también forma parte de un modo de habitar el barrio que se ve ahora restringido.
El caso de Isla Maciel contribuye a pensar en acciones creativas que, al emerger de un sector de los habitantes, aun en vínculo con el artista, fisuran, relativamente, los procesos de continuidad de la colonialidad del poder urbano. Se trata de un “actuar político urbano” que disputa la matriz del poder desde la cultura, si bien no la quiebra en torno de la resignificación del espacio y de cierta condición de vulnerabilidad social que persiste aun en la desestigmatización y el reconocimiento de los habitantes. Aquí la pregunta que cabe es ¿hasta qué punto la estetización de un espacio degradado habilita una perspectiva decolonial? Aun sin una respuesta clara a esta pregunta, este caso muestra que el arte urbano comunitario ha provocado un descentramiento, colaborando en cambiar los regímenes de visibilidad pública en términos de generar una representación social más justa para sus habitantes.
Finalmente, los murales de la Villa 21-24 agregan a esta mirada la recuperación y visibilización de memorias silenciadas desde el poder público, donde la estetización de estos “espacios abyectos” (Murillo, 2013) cobra una significación aún más relevante. ¿Es posible encontrar allí una creatividad descentrada/decolonial, que resignifique la ciudad habitada desde los márgenes? La expulsión silenciosa y silenciada de los pobres de los espacios urbanos centrales donde se encuentran la cultura y el arte legitimados encuentra entonces una contracara en los barrios populares donde las apropiaciones artísticas se ponen en diálogo con otros habitares, reconfigurando y otorgando singularidad a estos lugares temidos/temibles donde habitan estas personas invisibles para la ciudad formal-colonial.
Ahora bien, ¿es posible pensar estos casos (particularmente los desplegados en los espacios relegados) como “haceres decoloniales” desde los cuales se produce una decolonización del pensar y el hacer, así como críticas al eurocentrismo, generando otros horizontes locales y comunitarios? Las luchas urbanas que se producen a través de las estéticas contestatarias que hemos descrito son prácticas decoloniales que, incluso, atravesaron contextos de la modernidad de nuestras ciudades, aunque tal vez no siempre mediante el uso de recursos creativos y culturales. Sin embargo, en lo que más importa, estas actuaciones promueven un pensamiento decolonial, o sea, un pensamiento “otro”. Es decir que es posible pensar en estos murales como un “posicionamiento crítico en y desde la frontera de los clasificados, los vencidos y víctimas de la modernidad/colonialidad” (Gómez, 2019, p. 382).
En suma, el debate dado a través de los casos presentados muestra la necesidad de reflexionar críticamente sobre las ciudades contemporáneas, repensando los límites del pensamiento moderno-colonial, pero también integrando, a la cuestión decolonial, la problemática urbana en clave de desigualdades históricas, y considerando que quienes habitamos las urbes latinoamericanas somos parte de una heterogeneidad estructural que incluye y excede, al mismo tiempo, las condiciones étnicas sobre las que autores como Quijano (al decir de Walsh), colocaron el foco de atención considerándolos como no-urbanos.
Agradecimientos
Este trabajo forma parte de un proyecto de investigación más amplio financiado por el CONICET (PIP 0656) y la Agencia de Promoción Científica y Técnica (PICT 2018- 01752).
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Notas